Tacubaya: pasado y presente / Vol. III

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colecci贸n

Ahuehuete

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Tacubaya, pasado y presente III CELIA MALDONADO Coordinadora

Yeuetlatolli, A. C.



Tacubaya:

pasado y presente III

CELIA MALDONADO Coordinadora


Primera edici贸n: 2004

No puede reproducirse, almacenarse o transmitirse por medios electr贸nicos o por cualquier otro medio sin el previo permiso del editor. D.R. 2003, Celia Maldonado (Coordinadora). D.R. 2003, Yeuetlatolli, A.C. ISBN 970-9049-08-9 Impreso en M茅xico.


Presentación

La Dirección de Estudios Históricos del INAH organizó por tercera vez el Coloquio “Tacubaya en la historia: Pasado y presente” los días 2, 3 y 4 de diciembre de 1998, en el Museo Casa de la Bola, Parque Lira 136, colonia Ampliación Daniel Garza, Tacubaya, delegación Miguel Hidalgo. En el que fuera comedor de don Antonio Haghenbeck de la mencionada casa, la mañana del 2 de diciembre se dieron cita para inaugurar el coloquio la licenciada María Teresa Franco, directora general del INAH; el licenciado Jorge Fernández, delegado en Miguel Hidalgo; el licenciado Salvador Rueda, director de Estudios Históricos del INAH; la licenciada Leonor Cortina, directora del Museo Casa de la Bola, y Celia Maldonado, investigadora de la Dirección de Estudios Históricos del INAH y coordinadora de este evento. En la reunión estuvieron presentes especialistas de distintos centros de investigación como el INAH, la UNAM, la UAM y el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Gracias a todos ellos este coloquio cumplió satisfactoriamente con el propósito que se marcó desde su primera edición: congregar a los investigadores dedicados a estudiar esta demarcación. Estos, con sus respectivos trabajos presentados, una vez más señalaron la importancia y la tradición histórica de este lugar en sus distintas etapas históricas. A partir de la iniciación de esta serie de coloquios, Tacubaya se ha convertido en objeto de estudio. Su historia es rescatada por diversos especialistas, por tanto se estudia desde distintos puntos de vista. El material utilizado por ellos


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para la presentación de sus exposiciones es el resultado de constantes búsquedas en fototecas, mapotecas, hemerotecas, bibliotecas, archivos, códices y, desde luego, también de testimonios sobre las excavaciones practicadas en diferentes sitios del rumbo de Tacubaya. Esta labor de recuperación permitió a los investigadores dar a conocer, a través de sus conferencias, nuevos temas, abundantes en historias hasta hoy ignoradas. De tal forma, ahora se puede hablar con certeza de la presencia de toltecas en Tacubaya. Sobre el patrimonio edificado, podemos señalar que muchas de sus construcciones desafortunadamente ya desaparecieron y que la destrucción y transformación se inició en los años cincuenta con la construcción del viaducto Miguel Alemán, considerado la primera vía rápida en la ciudad de México. En las siguientes décadas surgieron otras innovaciones: el periférico, los ejes viales y el metro; todas estas obras destruyeron vertiginosamente la fisonomía de Tacubaya. Además, podemos traer a la memoria que durante 64 años gran parte de la historia mexicana se ha hecho en Los Pinos pues este lugar juega el papel que antes desempeñaron el Castillo de Chapultepec y el Palacio Nacional, como lo subraya José Emilio Pacheco en su ponencia. De igual forma, podemos advertir que al iniciarse la modernidad entre otras cosas se invadió la privacidad de una familia o un barrio, con un ritmo de vida cada vez más vinculado con los espacios públicos: restaurantes, clubes, cines. Desde luego la arquitectura no escapó a la influencia de esta corriente, que ya no se pudo detener. Un ejemplo es el propio arquitecto Luis Barragán, quien construyó aquí en Tacubaya su conocida casa, marcando con ella la consolidación de su nuevo y creativo estilo arquitectónico. Este Tercer coloquio culmina con la edición del presente libro, que contribuye al conocimiento de Tacubaya con valiosas investigaciones, algunas de ellas con información inédita,


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otras con narraciones de sumo interés. De tal forma que este volumen da fe de lo que en otros tiempos fue la Villa de Tacubaya, un lugar muy importante, pintoresco y tradicional, que se fue transformando en un espacio cosmopolita y perdiendo para siempre su carácter y apariencia, que por mucho tiempo había conservado. Agradecemos a todos los que de una u otra manera ayudaron para que este coloquio obtuviera el éxito que esperábamos. En primer término, a todos los ponentes; a la Dirección de Estudios Históricos del INAH, en especial a su personal técnico y administrativo, y a la Delegación Miguel Hidalgo. Celia Maldonado



Los Toltecas en Tacubaya: historia y arqueología Arqlgo. Raúl García Chávez

*

Introducción En 1994, al hacer una inspección visual en unas calas abiertas en el andador principal del Parque Lira en Tacubaya, me percaté de que la tierra que había salido de las excavaciones contenía numerosos fragmentos de cerámica de fase Mazapa (800-1100 d.C.) Recogí toda la cerámica que estaba en la tierra y la trasladé al Centro Regional del INAH en el Estado de México. Posteriormente regresé con el fin de tomar algunas notas de la excavación y hacer un recorrido. Encontré algunos otros fragmentos de cerámicas de las fases Azteca II y Azteca III, con lo que escribí un breve reporte.1 En este trabajo voy a intentar aclarar el significado cultural de las cerámicas mencionadas, que son la evidencia de un asentamiento de grupos toltecas en el área de Tacubaya. Para ubicar el sitio en un contexto histórico regional utilizaré los datos de patrón de asentamiento disponibles, así como otras evidencias arqueológicas como fechas de radiocarbono y análisis por activación neutrónica. Finalmente haré un análisis de todos estos datos en conjunto para arribar a algunas conclusiones. *

Centro INAH Estado de México. Raúl García Chávez, Informe de los hallazgos arqueológicos en el Parque Lira de la Delegación Miguel Hidalgo, Tacubaya, D.F., México, Centro Regional del INAH Estado de México, 1995. 1


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Plano 1. Ubicación del sitio arqueológico de Parque Lira en Tacubaya, D.F.

Rescate arqueológico en Tacubaya Como ya mencioné, las cerámicas aquí estudiadas provienen de una operación de rescate arqueológico efectuada en el área de acceso de las albercas del Parque Lira (foto 1 y plano 1). En ese lugar encontré una secuencia estratigráfica de tres capas hasta una profundidad de 0.80 m. Registré los materiales arqueológicos que se asociaban a cada capa y encontré lo siguiente: • La primera capa, de 0 a 0.20 m, era un limo arcilloso con cerámicas Coloniales (siglo XVI) y Azteca III (14301521 d.C), Azteca II (1200-1430 d.C.) y Mazapa (8001100 d.C.). Además de los vestigios prehispánicos y coloniales, encontré algunos elementos arqueológicos contemporáneos como fragmentos de vidrio, metal, etc. • La siguiente capa, de 0.20 hasta 0.40 m, era una capa limosa con cerámica Azteca II y III.


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• •

La capa III, formada por arcilla limosa desde 0.40 hasta 0.80 m, contenía cerámica de la fase Mazapa (800-1100 d.C.) y algunos tiestos de cerámica Azteca I (800-1200 d.C.). La cuarta capa correspondió al tepetate o capa estéril. De acuerdo a la secuencia estratigráfica se define una ocupación de la fase Mazapa en la tercera capa. Posteriormente en la segunda capa ocurren las ocupaciones de las fases Azteca II y Azteca III, que al parecer fueron continuas. La primera capa representa el estrato acumulado desde la época de la conquista hasta el momento actual.

A la par que elaboraba la secuencia estratigráfica, realicé también un recorrido por el área circundante del Parque Lira y la Delegación Miguel Hidalgo. Encontré mucha cerámica de la fase Mazapa en las áreas de jardines, lo que me permitió inferir que la extensión del asentamiento para esta fase era de unas ocho hectáreas.

Foto 1. Excavación en el andador de Parque Lira en Tacubaya D.F.


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Gráfico 1. Corte estratigráfico de la excavación del Parque Lira en Tacubaya D.F.

Análisis cerámico Para su análisis, primero se clasificó el material cerámico utilizando la tipología definida por García y otros2 para las fases cerámicas del Posclásico. Una vez identificados los conjuntos cerámicos, se propusieron las siguientes fases para el sitio de Parque Lira en Tacubaya (véase tabla 1): Mazapa (800-1100 d.C.) Azteca II (1200-1430 d.C.) Azteca III (1430-1521 d.C.)

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Raúl García Chávez, Francisco Hinojosa Hinojosa y Alma Martínez Dávila, “La cerámica prehispánica de Tenochtitlan”, en Eduardo Matos Moctezuma (coord.), Excavaciones en la Catedral y Sagrario Metropolitano, México, Programa de Arqueología Urbana, Museo del Templo Mayor, INAH, 1999.


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Lámina 1. Conjunto cerámico Mazapa de Tacubaya

Cuantificación y tablas de frecuencia En la tabla 1 se puede observar las frecuencias cerámicas por tipo y fase. Es importante recalcar el hecho de que la cerámica Mazapa abarca el 47.27 % del total de la cerámica recogida en la excavación. Le sigue en porcentaje la cerámica Azteca III con un 16.63% y la Azteca II con un 4.51%. En las


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inmediaciones de la excavación se encontraron además como treinta fragmentos de cerámica Azteca I, sin embargo esta última no se cuantificó por tipos en la tabla 1 pues sólo se incluyó la que se recogió en la operación de salvamento. Esa cerámica Azteca I se encontró en la superficie del parque junto con cerámica Mazapa, Azteca II y Azteca III. Es significativo que en la cercana excavación que realizamos en Chapultepec en el año 19993 encontramos mucha cerámica Azteca I revuelta con Mazapa, es decir en ese lugar los porcentajes se invierten. Podemos decir que quizás durante la época tolteca coexistieron dos conjuntos cerámicos: el Mazapa relacionado con Tula y el Azteca I relacionado con Culhuacan, y que, como explicaremos más adelante, cada conjunto cerámico se asociaba con los sitios que dependían políticamente de cada una de esas ciudades (Véase plano 3) que en conjunto formaban el corazón del estado tolteca.

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María de la Luz Moreno Cabrera, Raúl García Chávez, Susana Lam García y Manuel Torres García, Informe del salvamento arqueológico realizado dentro del Proyecto de Reestructuración del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec, México, D.F., México, Dirección de Salvamento Arqueológico, INAH, 2000.


15 Fase Xolalpan Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Mazapa Azteca I Azteca II Azteca II Azteca II Azteca II Azteca II Azteca II Azteca II-III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III Azteca III-IV Azteca III-IV Frags. Ollas todas fases Frags. comales todas fases Total general

Tipo 3 40 41 42 43 44 45 48 50 51 52 55 75 96 97 102 104 119 120 124 136 137 138 139 140 141 144 149 150 151 173 177 190 191

Tabla 1. Cuantificaci贸n cer谩mica de Tacubaya.

Total 1 45 45 33 8 21 9 11 8 3 15 1 1 1 1 4 6 18 7 2 3 11 17 3 11 4 4 6 1 10 2 1 98 10 421

% 0.24 10.69 10.69 7.84 1.90 4.99 2.14 2.61 1.90 0.71 3.56 0.24 0.24 0.24 0.24 0.95 1.43 4.28 1.66 0.48 0.71 2.61 4.04 0.71 2.61 0.95 0.95 1.43 0.24 2.38 0.48 0.24 23.28 2.38 100.00


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Antecedentes arqueológicos Las ocupaciones del Parque Lira se suman a la secuencia cultural de Tacubaya, la cual se inicia durante el periodo Formativo y ha sido definida en un trabajo anterior4 comenzando en la fase Zacatenco alrededor del año 800 y hasta el 600 a.C.5 Posteriormente se tiene ocupación durante la fase Ticomán en el área del Cerro de Chapultepec desde el año 400 a.C. hasta los primeros años de la era cristiana.6 Se tienen asentamientos posteriores durante el Clásico, fases Miccaotli (150-250 d.C.) y Tlamimilolpa (250-350 d.C.), en la zona del Molino del Rey.7 Posteriormente se tiene una ocupación de las fases Xolalpan (350-450 d.C.) y Metepec (450-500 d.C.) en el cerro de Chapultepec.8 En el mismo cerro de Chapultepec se encontraron ocupaciones de la fase Coyotlatelco (600-800 d.C.), Mazapa (800-1100 d.C.), Azteca I (800-1200 d.C.), Azteca II (1200-1430 d.C.), Azteca III (1430-1521 d.C.) y Azteca IV (1510-1540 d.C.).9 4

Raúl García Chávez, “Teotihuacanos, toltecas y mexicas en Tacubaya, D.F.”, ponencia presentada en el Segundo Coloquio Tacubaya en la historia, 1996. 5 Raúl García Chávez y Guillermo Goñi Motilla, “Vestigios del Preclásico Medio en las Lomas de Chapultepec, D.F.”, en Celia Maldonado y Carmen Reyna (coords.), Tacubaya, pasado y presente I, México, Yeuetlatolli, A.C. (Ahuehuete: 4), 1998. 6 Moreno Cabrera, García Chávez et al., op. cit. 7 Raúl García Chávez, “La cerámica del Molino del Rey, Chapultepec, Distrito Federal”, en Maldonado y Reyna (coords.), op. cit. 8 Moreno Cabrera, García Chávez et al., op. cit. 9 Manfred Sasso Guardia, “El acueducto prehispánico de Chapultepec”, tesis de licenciatura, ENAH, México, 1985; Beatriz Braniff y María Antonieta Cervantes, “Excavaciones en el antiguo acueducto de Chapultepec”, en Tlalocan, vol. V, núm. 2, 3, México, INAH, 1966; Rubén Cabrera, María Antonieta Cervantes y Felipe Solís Olguín, “Excavaciones en Chapultepec, México, D.F.”, en Boletín del INAH, 1976; y Moreno Cabrera, García Chávez et al., op. cit.


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El sitio tolteca de Tacubaya no tiene ningún asentamiento anterior a la fase Mazapa. Con el fin de ubicar esta ocupación en un contexto regional, voy a usar los datos arqueológicos disponibles. Para ello haré alusión al proceso de desarrollo del estado tolteca, del cual el sitio de Tacubaya formó parte. Proceso de formación del estado tolteca Para explicar el desarrollo histórico de Tula y sus sitios relacionados10 es necesario remontarnos a la época de la desintegración del estado teotihuacano, lo cual de acuerdo con nuevos fechamientos11 debió ocurrir alrededor del año 500 d.C. Al quedar desintegrado el sistema teotihuacano, gran parte del territorio y de los sitios otrora subordinados a él también fueron abandonados y en algunos quedó poca población.12 Es posible que alrededor del año 600 d.C. en la Cuenca de México y la cercana área de Tula se inició la llegada de grupos que se supone procedían del área norte u occidental del Altiplano.13 Estas poblaciones de 10

Raúl García Chávez, “Hipótesis sobre la formación del estado tolteca”, Segundo coloquio de Historia Regional, Centro INAH Hidalgo, Pachuca de Soto, Hidalgo, 1996. 11 Jeffrey R. Parsons, Elizabeth Brumfiel y Mary G. Hodge, “Developmental implications for earlier dates for early Aztec in the Basin of Mexico”, en Ancient Mesoamerica, Cambridge, Cambridge University Press, 1996. 12 Raúl García Chávez, “Variabilidad cerámica en la Cuenca de México durante el Epiclásico”, tesis de maestría en arqueología, ENAH, México, 1995. 13 Beatriz Braniff, “Secuencias arqueológicas en Guanajuato y el Centro de México, intento de correlación”, en XI Mesa Redonda sobre Teotihuacán, México, S.M.A., pp. 273-319; Evelyn C. Rattray, “A stylistic study of Coyotlatelco pottery”, en Notas Mesoamericanas, núm. 7, Cholula, Puebla, Universidad de las Américas, 1966; Robert H. Cobean, La cerámica de Tula, México, INAH (Colección Científi-


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inmigrantes fundaron pequeños asentamientos que aunque en el principio pudieron estar emparentados, con el correr del tiempo se fueron diferenciando para formar varios núcleos de sitios autónomos.14 Algunos sitios crecieron más que otros y tal vez se constituyeron en capitales de pequeñas jefaturas. El patrón de asentamiento de la Cuenca de México durante la fase Coyotlatelco15 muestra que hacia el año 750 d.C. se habían formado varios agrupamientos de sitios como unidades políticoterritoriales, que ya mostraban diferencias muy marcadas entre sus elementos culturales.16 Es posible que, como resultado de su evolución y complejidad sociopolítica, esas unidades políticas entraran en un periodo de competencia (léase rivalidad) por el territorio. Uno de los centros iniciales de fase Coyotlatelco – fuera de la Cuenca de México– fue Tula, que se desarrolló más que otros sitios de esa fase en lo político, social y económico; alrededor de 780 d.C. se había ya constituido como la capital de un pequeño estado17 que dominaba su área inmediata. Parece muy claro que Tula desplegó una gran fuerza militar;18 es posible que factores aún no determinados (como la necesidad de tributo, o el mismo militarismo y la agresividad desarrollados por las otras unidades políticas de la Cuenca de México) condujeran a Tula hacia una serie de confrontaciones bélicas. El resultado de estas guerras fue la conquista19 del territorio, lo cual ca, 213), 1990; y García Chávez, “Variabilidad cerámica...” 14 William T. Sanders, Jeffrey R. Parsons y Robert S. Santley, The Basin of Mexico: The ecological process in the evolution of a civilization, New York, Academic Press, 1979, y García Chávez, “Variabilidad cerámica...” 15 Sanders, Parsons y Santley, op. cit. 16 García Chávez, “Variabilidad cerámica...” 17 Alba Guadalupe Mastache y Robert H. Cobean, “Tula”, en Mesoamérica y el Centro de México, México, INAH, 1985. 18 A juzgar por la iconografía que en esa ciudad existe y donde “lo guerrero” está magnificado al máximo. Elizabeth Jiménez García, Iconografía de Tula. El caso de la escultura, México, INAH (Colección Científica, 364), 1998.


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guerras fue la conquista19 del territorio, lo cual Tula pudo lograr hacia el año 780 d.C. (todavía durante la fase Coyotlatelco). Después de la conquista del área de la Cuenca, Tula reordenó el sistema geopolítico del altiplano. Suprimió a las pequeñas capitales de las unidades políticas de la Cuenca de México, lo que arqueológicamente se observa como la reducción en tamaño o el abandono de muchos sitios de fase Coyotlatelco, así como la fundación de nuevos sitios (el caso de Tacubaya). Al suprimir el viejo orden geopolítico de la fase Coyotlatelco, es posible que Tula haya impuesto un nuevo sistema administrativo y arqueológicamente se ha definido una jerarquía de al menos cuatro tipos de sitios.20 Poco tiempo después de la conquista tolteca, alrededor del año 800 d.C., Tula empezó a emitir una serie de pautas culturales (nuevas) diferentes a las de la fase Coyotlatelco como una forma de mostrar su individualidad frente a otros estados emergentes de la misma época como Xochicalco,21 Teotenango,22 Cacaxtla,23 el Tajín24 y Cantona.25 El resultado de esto es lo que arqueológicamente se observa como un "estilo

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La iconografía de Tula, plasmada principalmente en escultura, tiene como uno de sus temas más recurrentes escenas de guerreros armados. Jiménez García, op. cit. 20 Sanders, Parsons y Santley, op. cit. 21 Kenn Hirth y Ann Cyphers, Tiempo y asentamiento en Xochi-calco, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Antropológicas, 1988. 22 Román Piña Chan, Teotenango. El antiguo lugar de la muralla, Toluca, Gobierno del Estado de México, 1975. 23 Marta Foncerrada de Molina, Cacaxtla. La iconografía de los olmeca-xicalanca, México, UNAM, , Instituto de Investigaciones Antropológicas, 1993. 24 Juergen Brueggemann, Sara Ladrón de Guevara y Juan Sánchez Bonilla, Tajín, México, El Equilibrista, 1992. 25 Angel García Cook y Beatriz Leonor Merino Carrión, “Cantona: Urbe prehispánica en el Altiplano Central de México”, en Latin American Antiquity, vol. 9, núm. 3, 1998, pp. 191-216, Society for the American Archaeology.


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tolteca"26 en las diferentes manifestaciones culturales como arquitectura, iconografía, escultura y cerámica, elementos que en conjunto definen el lapso conocido como fase Mazapa, que abarcó aproximadamente desde el año 800 al 1100 d. C.

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Jiménez García, op. cit., p. 18.


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En este periodo se observa cómo Tula creció en forma desproporcionada como área urbana27 a diferencia de los asentamientos de su área rural, la mayoría de los cuales eran caseríos de campesinos como lo han sugerido Sanders y otros.28 El patrón de asentamiento cambió radicalmente (en relación a la fase Coyotlatelco) y se caracterizó por asentamientos rurales del tipo “caserío” (con poblaciones de menos de cien habitantes) que se distribuyeron por todas las zonas ecológicas de la Cuenca de México y que posiblemente eran dirigidos desde los Centros Provinciales del estado tolteca (véase plano 2). El sitio de Tacubaya surgió como consecuencia de la política de colonización del estado tolteca, sin embargo pensamos que no era de los más grandes. Abarcaba unas ocho hectáreas y ostentaba el rango de “pequeña villa nucleada”, sujeto políticamente a alguno de los Centros Provinciales que pudo ser Azcapotzalco.29 Estos Centros Provinciales, que dependían directamente de Tula, habrían funcionado como los nodos económicos y políticos del estado tolteca. Eran los asentamientos más grandes, con arquitectura pública en la forma de uno o varios pequeños templos que servían al asentamiento y gobernados por una pequeña élite al frente de la administración y el culto. El sitio de Tacubaya y otros cercanos quedaron bajo el dominio de Tula a través de esos Centros Provinciales. Dentro de la estructura más alta del estado tolteca, se infiere que existió una coalición o liga de ciudades-estado.30 En su Relación sobre la fundación de Culhuacan, Chimalpain dice: 27

Richard Diehl, Tula. The toltec capital of ancient Mexico, Londres, Thames and Hudson, 1983. 28 Sanders, Parsons y Santley, op. cit., p. 138. 29 Alfonso Araiza Gutiérrez, “Informe del rescate realizado en el Centro de Azcapotzalco”, México, INAH, Dirección de Salvamento Arqueológico, 1998. 30 Paul Kirchhoff, “El imperio tolteca y su caída”, en Mesoamérica y el Centro de México, México, INAH, 1985.


22 Y en este mismo año 1 tecpatl (856 d.C.) mencionado fue en el que comenzó a existir el mando de teuhctli, el mando de tlatohuani, desde tres lugares distintos. El tlahtouani de Culhuacan, el de nombre Yohuallatónac, él y sólo él, se convirtió en la principal autoridad; allí en Culhuacan estaba presidiendo la sede de su mandato. Y a su lado vino a poner a los otros dos tlahtoque: el primero de éstos, el tlahtoani de Tullan, vino a ponerse hacia la izquierda,31 y así manda. Y como segundo de los tlahtoque, vino a poner a su vera, hacia el lado derecho, al tlahtouani de Otumpa, que así manda como teuhctli. Los tres declaraban conjuntamente aquello que determinaba la guerra o algún trabajo muy grande; ninguno se anteponía al regir, por lo cual se dice que en tres lugares se constituyó la sede del mando, por medio del téuhcyotl, por medio del tlahtocáyotl.32

En este texto Chimalpain se refiere al surgimiento de una entidad política superior formada por Culhuacan, Tula y Otumpa (¿Otumba?), lo que sugiere la formación de un "estado tolteca tripartito" (yexcan tlahtolloyan) que dividía el territorio del Altiplano en tres áreas de dominio e influencia. En las partes norte y occidental dominaba Tula, en el sur Culhuacan, y la parte oriental habría estado dominada por Otumpa. Esto puede constatarse por la diferente distribución de las cerámicas Mazapa y Azteca I. La primera se distribuye en la parte norte y occidente de la Cuenca y la segunda en la parte sur desde Culhuacan hasta Chalco (véase plano 3). Esta evidencia arqueológica indica cuál era el área de dominio de cada ciudad-estado y esto es congruente con lo mencionado por Chimalpain. De esta forma, para poder entender como surgió el sitio de Tacubaya podemos distinguir varios momentos del desarrollo del estado tolteca: 31

Si Culhuacan está al sur de la Cuenca, Tula quedaría ubicada del lado izquierdo y Otumpa del lado derecho 32 Chimalpain Cuautlehuanitzin, Memorial breve acerca de la fundación de la ciudad de Culhuacan, paleografía y traducción de Víctor M. Castillo Farreras, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1991, p. 7.


23 1. Surgimiento del estado tolteca (fase Coyotlatelco) 2. Unificación del territorio a través de la conquista (fase Coyotlatelco) 3. Reordenación política, expansión y colonización territorial (surgimiento del sitio Tacubaya) (fase Mazapa ) 4. Consolidación y formación del estado territorial tripartito junto con Culhuacan y Otumba (fase Mazapa-Azteca I). 5. Destrucción de Tula y desintegración estatal (fase Mazapa)

Este mismo proceso puede aplicarse a otros estados territoriales que se formaron durante la misma época como Xochicalco, Tajín, Teotenango, Cacaxtla y Cantona. Análisis de la cerámica tolteca y fechamientos Entre los elementos arqueológicos de la fase Mazapa que se asocian al periodo de surgimiento y expansión del Estado Tolteca podemos distinguir a la cerámica, que junto con otros tipos de elementos arqueológicos como la iconografía, la escultura y la arquitectura, se distribuyen uniformemente en el área dominada por el estado tolteca. De las excavaciones de Tacubaya y de otros catorce sitios de la Cuenca de México, se tomaron muestras de dos de los más importantes tipos cerámicos: Macana Rojo sobre Café y Jara Anaranjado Pulido.33 Estas muestras se enviaron al laboratorio del Reactor Nuclear de la Universidad de Missouri a cargo de Héctor Neff y Michael Glascock, quienes llevaron a cabo un análisis por activación neutrónica. Los resultados muestran que las pastas de los dos tipos cerámicos formaron un grupo independiente de otras cerámicas conocidas del Posclásico34 (véase gráfica 2), lo que significaría que estas 33

Robert H. Cobean, op. cit. Raúl García Chávez et al., “Análisis por activación neutrónica de las cerámicas de las fases Mazapa y Azteca II de la Cuenca de México”, LXIII Reunión Anual, Society for the American Archaeology, Chicago, Illinois, 1999.

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cerámicas fueron producidas en la misma región y tal vez en el mismo lugar, que especulamos fue Tula. De esta forma tendríamos una evidencia de que posiblemente existió un monopolio en la elaboración de muchos bienes –en este caso la cerámica– que habrían sido fabricados en Tula y de ahí distribuidos al ámbito de dominio de ese estado. Para ubicar cronológicamente los materiales cerámicos de la fase Mazapa, se tienen algunos fechamientos que provienen de Tula35 y Tlalpizahuac36 y definen un bloque temporal que abarca desde 800 hasta 1100 d.C. Paralelamente, algunas fuentes históricas que hablan de Tula mencionan casi el mismo lapso de desarrollo de la sociedad tolteca que los bloques temporales definidos a partir de las fechas por radiocarbono.37

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Richard Diehl, op. cit., p. 57. Alejandro Tovalín Ahumada, “Desarrollo arquitectónico del sitio arqueológico de Tlalpizahuac”, tesis de licenciatura, ENAH, México, 1992. 37 Chimalpain, op. cit. y Anales de Cuautitlan, en Códice Chimalpopoca, traducción de Primo Feliciano Velázquez, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1975. 36


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Plano 3. Patrón de asentamiento en el área suroccidental de la Cuenca de México durante la fase Mazapa-Azteca.

Decadencia de Tula y ocupaciones posteriores en Tacubaya Como todos los grandes centros políticos del mundo mesoamericano, Tula fue destruida y la evidencia de esto ha quedado en


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varias crónicas como un evento cataclísmico de una gran trascendencia.38 Arqueológicamente se observa que los principales edificios del centro de Tula fueron incendiados, es decir la sede del poder estatal fue destruida.39 El efecto de esto fue la desintegración de su sistema político. Aunado a la destrucción de Tula se observa el abandono de los sitios relacionados con ella en la Cuenca de México, algunos de los cuales fueron reocupados después por los grupos migratorios conocidos como chichimecas.40 En el caso de Tacubaya, parece que al caer Tula el sitio quedó semiabandonado. En él encontramos algunos tiestos Azteca II, aunque muy escasos, lo que podría indicar dos cosas: que llegó una nueva población al lugar, quizás chichimecas, o que los pocos habitantes que quedaron empezaron a usar la cerámica Azteca II, totalmente diferente de la cerámica Mazapa. Yo me inclino a pensar en una continuidad en el asentamiento, que siguió ocupado hasta el Posclásico Tardío durante la fase Azteca III, lo cual se ve atestiguado por la cerámica de esta fase encontrada en este lugar por Goñi.41 Significado del nombre Tacubaya El nombre de Tacubaya es una deformación del nombre original en náhuatl Atlacuihuayan y literalmente significa “en 38

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, 2 vol., México, UNAM, I.I.H., 1977, vol. II, p. 13. 39 Jorge Acosta, “Exploraciones en Tula, Hidalgo”, en Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, núm. 4, pp. 172-195, México, SMA, 1940; y “La cuarta y quinta temporadas de exploraciones arqueológicas en Tula, Hidalgo”, en Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, núm. 7, pp. 23-64, México, SMA, 1945. 40 Raúl García Chávez, “De Tula a Azcapotzalco: caracterización arqueológica de los estados del Posclásico Medio en la Cuenca de México”, tesis doctoral, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México, en preparación. 41 Guillermo Goñi Motilla, op. cit.


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donde se les enseñó (a los mexicas) el uso del átlatl”. Chimalpain señala: “Y también en este año 8 ácatl mencionado (1279 d.C.), los mexicas hicieron cuatro años allí en Atlacuihuayan, allí donde descubrieron el Atlatl con el que flechaban en la guerra y en virtud de que allí descubrieron y labraron (fabricaron) el atlatl fue por lo que impusieron el nombre de Atlacuihuayan”.42

Lámina 2. Llegada de los mexicas a Tacubaya

Parecería lógico pensar que en un lugar donde había poblaciones con una raíz tolteca se les enseñara a los mexicas a usar el atlatl o lanzadardos, arma tolteca por excelencia. Los mexicas, 42

Chimalpain, op. cit., p. 127. Véase también Codice Aubin, Manuscrito azteca en la Biblioteca Real de Berlín, México, Innovación, 1980, p. 39. Sin embargo en ese último documento dice: "En el año 8 caña cumplieron 4 años de vivir los mexicanos en Atlacuihuayan. Allí se les enseñó el uso del Atlatl y la flecha, por eso nombraron a Atlacuihuayan con ese nombre".


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al igual que otros grupos nahuatlacas, usaban arco y flecha.43 Atlacuihuayan coincide con la traducción “donde tomaron o fabricaron el ataltl o lanzadardos”. Por último mencionaré que algunas fuentes como el Códice Xolotl, Chimalpain, Anales de Cuauhtitlan y el mismo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl mencionan un importante asentamiento tolteca en el cercano sitio de Chapultepec.44 En este sitio realizamos varias excavaciones en 199 y encontramos cerámica Azteca I (800-1200 d.C.) mezclada estratigráficamente con cerámica Mazapa,45 lo que significa que en ese lugar existía un asentamiento tolteca bajo la tutela de Culhuacan y esto corroborraría lo que afirman las fuentes sobre tal asentamiento en Chapultepec. En este caso estoy considerando que los sitios del sur de la Cuenca de México46 que tienen cerámica Azteca I son sitios toltecas sujetos a Culhuacan como se mencionó anteriormente (véase plano 3). Debo mencionar que existe una diferencia cuantitativa entre las cantidades de cerámica Azteca I y Mazapa en Chapultepec: la primera es más abundante. Esta diferencia quizás indique que el sitio estaba sujeto a Culhuacan y rodeado de sitios donde se usaba la cerámica Mazapa, que los habitantes de Chapultepec intercambiaban y por eso habría existido ahí aunque en poca cantidad. La arqueología de Tacubaya todavía depara muchas sorpresas. En el futuro, nuevas exploraciones permitirán encontrar elementos hasta ahora desconocidos que nos den nuevos indicios de las ocupaciones humanas en la época prehispánica.

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Códice Aubin, p. 14. Códice Xolotl, edición de Charles E. Dibble, México, UNAM, I.I.H., 1980, lám. I y II; Chimalpain, op. cit.; Anales de Cuautitlan, y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, op. cit. 45 Moreno Cabrera et al., op.cit. 46 A excepción de Xaltocan, donde Brumfiel y Hodge (op. cit.) encontraron cerámica Azteca I. 44


Tacubaya y la conformación del paisaje ritual indígena durante la etapa prehispánica e inicios de la colonia José Eduardo Contreras Martínez

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... la convicción de que los productos de la actividad humana son descifrables y comprensibles porque nos pertenecen, y porque su transformación en el tiempo puede ser explicada si la perseguimos con la simpatía y la imaginación que nos han transmitido los maestros de la recuperación histórica. ENRIQUE FLORESCANO

La fundación de Tacubaya está ligada a los acontecimientos ocurridos durante el periodo conocido como postclásico. Los que mayor influencia ejercieron en su fundación y posterior conformación fueron: el surgimiento, apogeo y decadencia del pueblo tolteca, con sede principal en la ciudad de Tula, cuya localización arqueológica se ha situado en el estado de Hidalgo; posteriormente, el arribo a la Cuenca de México de otros grupos, sobre todo “chichimecas” de cultura rudimentaria pero de gran espíritu guerrero y conquistador; y por último, el fortalecimiento, consolidación y expansión de pueblos y ciudades conquistadoras tal como fueron Azcapotzalco, Texcoco y Tenochtitlan. Este periodo está marcado por migraciones y retracciones grupales, las cuales impregnaron a diversos lugares de un importante significado simbólico y religioso. En el aspecto *

Centro INAH, Tlaxcala.


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histórico, estos lugares no se caracterizaron por suplantaciones étnicas, es decir, que la llegada y predominio político de un nuevo grupo no significó el exterminio o el desplazamiento del o los anteriores, sino que devino en la convivencia de uno o varios grupos que conformaron un mosaico multicultural. Si bien las áreas urbanas, cuyo ejemplo sería Tenochtitlan, mantendrían hasta cierto punto la separación física de estos grupos en barrios, en los poblados rurales la homogeneidad productiva y económica habría propiciado un mestizaje que se expresó incluso en sus lugares de culto. En éstos fue común observar, todavía en la Colonia, la confluencia de diversos grupos que en peregrinaciones llegaban y realizaban sus actos religiosos.1 Otro aspecto importante es que las grandes ciudades indígenas fueron objeto de un amplio y prolongado proceso de urbanización, lo cual tendría como consecuencia que sus espacios sagrados sufrieran una significativa transformación. Estos, que en un principio fueron parte del paisaje ritual porque serían en sí elementos del entorno natural, sufrieron una transformación cultural que en sustitución habría colocado templos o teocallis, que en esencia continuaban teniendo por significado emblemático a relevantes aspectos naturales (por ejemplo, la pirámide de Templo Mayor refería a los míticos Coatepec y Tonacatépetl).2 En el medio rural, en cambio, se 1

Como ejemplos tenemos en primer lugar lo que Diego Durán escribe de un cerro cercano a Coyoacán, probablemente Yauhqueme, el cual era reverenciado y visitado por todos los de aquella comarca. Pedro Carrasco, Los otomíes, México, UNAM, Instituto de Historia, 1950. En segundo lugar tenemos las aguas de los manantiales de Chapultepec, lugar a donde llegaban los que habían sido liberados y que al bañarse se purificaban de las faltas cometidas. Códice Florentino, lib. IV, cap. XXVI, 1987. 2 Doris Heyden comenta al respecto sobre esta relación lo siguiente: “Esta tradición de considerar a los elementos de la naturaleza


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mantuvo el fuerte vínculo de los espacios sagrados con el paisaje ritual. La esencia de éstos simbólica y significativamente era el entorno natural. Durante el periodo colonial, los conquistadores destruyeron templos y los ídolos que se encontraban en ellos, pero olvidaron aquellos santuarios naturales ubicados en el medio rural, tales como cerros, manantiales, lagunas, etc. Fueron éstos los que dieron el sustento espiritual a los pueblos recién conquistados. Sumergidos aún en el paganismo, dieron un carácter particular al cristianismo traído por los españoles. Al ocupar espacios diametralmente opuestos en lo geográfico, económico y cultural a las áreas cosmopolitas, las zonas rurales tuvieron necesariamente una percepción distinta de aquéllas. Esta expresión disímbola lo fue tanto en el aspecto simbólico y de significado como en el histórico y político. Por lo tanto, Tacubaya representa un núcleo de población distinto a los de otros centros urbanos de gran importancia económica como Tlatelolco, Tenochtitlan, Azcapotzalco y Coyoacán por ejemplo. El entorno natural de Tacubaya, constituido por barrancas, manantiales y campos de cultivo, contrastaba con los palacios, templos suntuosos, grandes calzadas y acequias característicos de las poblaciones antes mencionadas. En las descripciones históricas de Tacubaya y sus alrededores es difícil encontrar referencias a grandes áreas ceremoniales construidas exprofeso para la veneración de algún dios. Los espacios de culto tenían como característica principal la de formar parte del entorno natural. El nombre Tacubaya proviecomo partes básicas de la religión ha sido esencial en la vida y el pensamiento de los mexicanos durante siglos y hasta milenios”. Además equipara al templo y a los santuarios naturales al decir que estos últimos “...como parte de la naturaleza sagrada que es, se le puede llamar templo, porque las personas le ofrecen ceremonias de la misma manera que hacen sus cultos a otros templos: a los árboles, a los manantiales y a los cerros”. Doris Heyden, “Las cuevas de Teotihuacán”, en Arqueología Mexicana, núm. 38, 1998, p. 19.


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ne de la corrupción del vocablo nahúatl Atlacuihuayan, que a su vez deriva de Acuezcómac, ambos con un significado parecido: Acuezcómac quiere decir “en la coronilla del agua”, que hace alusión al lugar de donde se toma ese líquido, mientras que Atlacuihuayan significa “lugar donde tienen agua que sacan del pozo”. Hay un tercer significado que retomaré más adelante. Lo importante aquí es resaltar el vínculo del agua con el pueblo fundado y constituido. Tacubaya formaba parte de un espacio simbólico y cultural más amplio y por tanto de un concepto mayor. En éste se incluía a Chapultepec. Recordemos tan sólo como la Crónica Mexicana los une a ambos al comentar lo siguiente: “los mexicanos, después de la muerte de Huitzilíhuitl el viejo, se trasladaron de Chapultepec a Acuezcómac, donde labraron y tomaron el átlatl”.3 Además existían nexos con otros pueblos como Acopilco, Mixcoac y Acaxóchic (fig. 1). De éstos, Chapultepec se caracterizaba por su rico medio natural y por la presencia de diversas especies animales, objeto codiciado de ciertos grupos dominantes; en él se construyeron recintos y plasmaron determinados elementos simbólicos con el fin de señalar la posesión de éste (fig. 2 y 3). Durante el periodo colonial, esta costumbre persistió: Chapultepec fue posesión del pueblo conquistador y se le aisló de la presencia indígena.

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González Aparicio establece además un nexo político y productivo entre Tacubaya y otros pueblos del poniente del valle de México al comentar que junto con Coyoacán y Mixcoac “...fueron gobernados por un tlatoani de linaje tepaneca; estas tres ciudades agrupan a su alrededor varios pueblos, y juntos integraban una gran región agrícola de importancia, semejante en su estructura a la de Tacuba y Azcapotzalco”. Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, 15191810, México, Siglo XXI, 8ª edición , 1984, pp. 84-85.


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Figura 1. Fragmento del códice que ilustra a Chapultepec, Cinalco y Acuexcomac. Museo Nacional de Historia.

Chapultepec marcó el límite entre los dos espacios poblacionales, por un lado el del español y criollo, por otro el del indígena. Tacubaya representa por tanto ese mundo indígena que vivía en torno a la nueva cuidad y que Cervantes de Salazar describe como lleno de rumores, oscuro e incomprensible, distante y bárbaro, que contrastaba con las calles tiradas a cordel, con los escudos de las puertas, con los brocados y las sedas de los caballeros que jugaban lances de sortijas en la plaza.4 4

Durante los inicios de la Colonia, Tacubaya continuó siendo un pueblo indígena y formó parte de los pueblos encomendados a Cortés. “El número efectivo de sus vasallos indígenas que pagaban tributos excedía considerablemente a los 23 mil especificados. Pero de los pueblos, sólo dos, Coyoacán y Tacubaya, estaban localizados dentro del valle”. Gibson, op. cit., p. 65.


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Figura 2. Escena de la Tira de la Peregrinación. México, Secretaría de Educación Pública, 1975.

Hacia el siglo XVI Tacubaya estaba poblado por gente de habla nahúatl identificados en las fuentes históricas como mexicanos, así como por otomíes. De los primeros había no sólo descendientes de los mexicas sino también tepanecas y probablemente algunos descendientes de los toltecas. El concepto indiferenciado de mexicanos alude a la fusión cultural que se presentaba en los espacios circundantes a la Ciudad de México. Los otomíes, por su parte, se hallaban en toda la región comprendida entre Tacubaya y Coyoacán, aunque en este último pueblo las fuentes no señalan más que mexicanos. En cambio Quauhximalpan era solamente pueblo de otomíes. En otros lugares en cambio los otomíes formaron parte de una población multiétnica, es decir culturalmente diversa, como sucedió en las montañas cercanas a Xochimil-


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co y probablemente en el Axochco (Ajusco) que pertenecía a los tepaneca de Coyoacán. En Tacubaya estuvieron presentes de esta manera y la dificultad para registrarlos se debió quizás a la fuerte integración y mestizaje étnico y cultural que mostraban este tipo de poblados indígenas alejados de las cabeceras. En contraste, por ejemplo, la Ciudad de México tenía tres barrios otomíes perfectamente definidos: Chichimecapan, Copolco y Tezcatzonc.5

Figura 3. Lámina 19 del Códice Durán, México, Porrua, vol. II, 1987.

Sobre la historia étnica y cultural que dio lugar a la población de Tacubaya de fines del mundo prehispánico, las fuentes y estudios mencionan que los otomíes constituyeron uno de los 5

Gibson dice lo siguiente: “Los tepaneca, en su historia primitiva, parecen haber estado estrechamente asociados con los otomíes y haber recibido fuertes influencias culturales. Probablemente se trasladaron a la parte sudoeste del valle como una rama de la misma migración que trajo a los otomíes en el siglo XIII”. Gibson, al igual que Carrasco, no identifica a Tacubaya como un pueblo otomí sino como una de las primeras sedes tepanecas. Gibson, op. cit., p. 20.


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componentes más antiguos. Por ejemplo Pedro Carrasco ubica su llegada a la región después de la caída y abandono de Tula. Por entonces grupos de otomíes toltequizados poblarían los alrededores de las lagunas. En la región al poniente de éstas, donde se encuentra Tacubaya, la presencia tolteca se manifiesta también a través de mitos que reflejan la deca6 dencia de este pueblo. Otras fuentes refieren que los otomíes habrían sido los primeros moradores de estas tierras y fundado entre otros pueblos el de Atlacuhuayan.7 En un tiempo posterior, las Relaciones Geográficas de Tlaxcala describen cómo los tepanecas llegan a Tacubaya. Se narra que este grupo, una vez fundado Azcapotzalco, llevó a cabo numerosas conquistas que le permitieron ocupar lugares de antiguo asentamiento. Una vez poblado Tlacupan, Tepotzotlan, Quahtitlan y Tultitlan, se ocuparon y poblaron Xochimilco, Coyoacán, Atlacuhuayan y, en la parte oriente, Chalco, Tezcuco y Acolman, y otros muchos pueblos grandes y pequeños.8 Quizás a partir de entonces Tacubaya quedó sujeto políticamente a Coyoacán, aunque la población otomí habría dependido hasta poco antes de la hegemonía tepaneca, del pueblo de Xaltocan. Debido a ello no es de extrañar la participación de tepanecas de Azcapotzalco y Coyoacán, así como de toltecas de Culhuacan y Xaltocan, uno de los principales señoríos otomíes, en la expulsión de los mexicas de Chapultepec (fig. 4).

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Por su parte, Ixtlilxóchitl menciona varios lugares en los que quedaron toltecas, como Chapultepec y Colhuacan. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, vol II, 1985, pp. 12-16. 7 Diego Muñoz Camargo, Relaciones geográficas del siglo XVI: Tlaxcala, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Antropológicas, 1985, p. 119. 8 Ibid., p. 120.


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Figura 4. Códice Vaticano A. 98. Los tepaneca caen sobre los mexica en Chapultepec.

Después de esta guerra, los cautivos mexicas, pipiltin y macehualtin, fueron repartidos entre los pueblos que participaron en su derrota. Entre los prisioneros los Anales de Cuauhtitlan destacan a Huitzilíhuitl, que fue llevado hacia Culhuacan, y a la doncella llamada Chimallaxochtzin, su hija, entregada a los xaltocamecas. Como hemos visto, estos pueblos que participaron en la expulsión de los mexica de Chapultepec poseían núcleos de población en la región poniente de la Cuenca de México, los cuales, podemos suponer, tenían un nexo político significativo con ellos.9 9

Chimalpain sitúa la derrota de los mexicanos en Chapultepec en el año 2 caña 1299, mientras que los Anales de Cuauhtitlán dan como fecha 8 pedernal 1240 (1292 si se aumenta un ciclo). Para entonces Xaltocan era cabecera de los otomíes “...de que hablan las crónicas


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La consolidación del poder político mexica asentado en Tenochtitlan y su expansión por la Cuenca de México enriqueció el panorama étnico y cultural que se habría conformado en la región poniente. En poblaciones como Tacubaya era posible observar las casas otomíes hechas de paredes de cañas embarradas y techado pajizo con soterraños débiles, además de aquéllas de terrado que caracterizaban a los tepanecas y aquéllas otras de piedra o con encalado que hacían los recién llegados mexicas.10 Este prolongado recorrer histórico de rico panorama étnico y cultural se expresó en la conformación de los lugares de culto que en conjunto estructuraron el paisaje ritual. Templos, santuarios naturales y antiguos centros ceremoniales indígenas abandonados constituyeron un amplio esquema ritual cuyos puntos o componentes estaban en permanente contacto. De hecho la religión de los pueblos mesoamericanos resalta esta horizontalidad. La realización de ciertos rituales en distintos lugares constituía un motivo para la compenetración del conjunto. El antecedente de los templos fueron los santuarios naturales: manantiales, cuencas, árboles, formaciones rocosas, etc., que por su misma conformación eran espacios abiertos visitados cotidiana y frecuentemente por el pueblo o los pueblos circundantes. Posteriormente, sobre algunos de estos santuarios se construyeron teocallis o templos y se restringió el uso del espacio ceremonial, circunscribiéndolo a un grupo religioso o élite social. Mientras más suntuoso fuera el tementre 1220 y 1398 puesto que ni antes ni después se menciona a Xaltocan como cabeza de imperio”. Carrasco, op. cit., p. 258. 10 Según Carrasco, las casas otomíes eran de paredes de adobe “...con cimiento de piedra. Una fuente histórica –la Relación de Zultepec– cita paredes de bajareque (de palos y barro sin más primor ni fortaleza además de las de adobe) ...Las ciudades tepanecas tenían casas de terrados como las demás del valle de México”. Carrasco, op. cit., p. 258.


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plo, las restricciones más estrictas de uso y acceso al mismo serían el reflejo de la complejidad social y de la distancia económica y política de sus componentes sociales. A pesar de ello el templo, en esencia, continuó siendo parte del paisaje ritual. En la estética indígena precortesiana los templos se apoyaban en la tierra, eran tierra; las pirámides, al igual que los santuarios naturales, trataban de jalar al dios hacia abajo, hacia la comunidad para que le diera vida. Este es el principio de la horizontalidad de la religión de los pueblos mesoamericanos. Aun cuando el templo hubiera sustituido al santuario natural en las ciudades o poblados opulentos, éstos continuaban ligados a la esencia primaria de los espacios ceremoniales. El árbol, por ejemplo, siguió siendo el referente significativo de una “ciudad” o “pueblo”; la ceiba entre los mayas y el cactus entre los pueblos del norte, ambos eran la imagen del árbol cósmico, un eje plantado en el centro del cosmos y que comunicaba a sus tres niveles: el inframundo, la superficie terrestre y la región celeste (fig. 5). Esta misma relación la encontramos en el concepto nahúatl de altépetl, palabra que identificaba a un reino o estado y que está compuesta por los vocablos atl, agua, y tépetl, cerro, imagen que entre los mayas representó a la “primera montaña verdadera”.11 11

Bernardo García Martínez advierte que el concepto nahúatl de altépetl era similar al que en totonaco se expresaba con la palabra chuchutsipi, formada por chuchut: agua, y sipi: montaña. Lo mismo ocurre en la lengua otomí con la palabra andehe antae hae, ligadas a las formas andehe (agua) y noltac hae (cerro). Bernardo García Martínez, Los pueblos de la sierra. El poder y el espacio entre los indios del norte de Puebla hasta 1700, México, El Colegio de México, 1987, pp. 72-73. Añade García Martínez que podía entenderse que el cerro es la tierra donde nace el agua, que es la vida. Las montañas y el agua eran asimismo la propiedad patrimonial de cada colectividad. El concepto proporcionaba de esa manera una refe-


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Figura 5. El nopal como imagen del árbol cósmico. Lámina 32 del Códice Durán, México, Porrúa (Biblioteca Porrúa), vol II, 1987. rencia simbólica, englobaba a la tierra y a la fuerza germinal, al territorio y a los recursos, y aun a la historia y a las instituciones políticas formadas a su paso”. Enrique Florescano, Memoria Mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 17.


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En cambio los pueblos social y políticamente homogéneos continuaron con la concepción de la relación directa entre ellos y sus espacios naturales. En la fundación de los pueblos, la actividad de los dioses y las particularidades naturales siguieron conjugándose para sacralizar el espacio ocupado por un grupo. Así por ejemplo, una narración recogida entre los pueblos localizados en derredor de la laguna donde fue fundada Tenochtitlán refiere: Estas nuevas gentes (los mexica) advenedizas, ¿cómo se han venido a meter en medio de esta laguna, que es donde están las nubes y las nieblas? Porque en la lengua nahua quiere decir Mixtli, “Nube”. Y de aquí quieren atribuir que tomó México su denominación en llamarse México, que quiere decir “lugar de nubes”, o “lugar de (nieblas)”. Y ansí es, que, como (por) las mañanas los vapores de la laguna cubren de niebla toda la marina, y de la niebla se va espesando y se vienen a hacer nubes gruesas, lo más del año parece aquella laguna estar nublosa. Desta manera, los naturales, por las nubes pudieron tomar esta derivación y llamarla “El lugar de las nubes”, que es el nombre de México. Y de aquí, han venido [a pensar] que, de Mixcoatl, la llamaron México.12

En estos pueblos económicamente homogéneos la comunión con los espacios sagrados continuó siendo importante y se enriqueció con la historia de cada lugar. El primer asentamiento otomí, la presencia tolteca, el dominio tepaneca y la llegada de los mexica hicieron que la región poniente de las lagunas diversificara su panorama religioso; al formar parte de rutas de peregrinación se le dotó de un profundo y trascendente significado ritual y cultural; se le dio el carácter de escenario de acontecimientos extraordinarios como la manifestación del dios tutelar o el aprendizaje de una actividad importante (el cultivo del maíz, el aprovechamiento del maguey, el uso del átlatl) (fig. 6).

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Diego Muñoz Camargo, op. cit., p. 123.


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Figura 6. Festividad del Fuego Nuevo. Tira de la peregrinación, México, Secretaría de Educación Pública, 1975.

Esta trascendencia no sólo es el resultado de la toma de posesión llevada a cabo por los pueblos políticamente dominantes de los valles centrales, sino también de los hechos ocurridos en un espacio o región determinada y de la memoria que de ellos guardaron los que llegaron posteriormente. Es decir, el paisaje ritual se habría conformado a lo largo de cientos de años, tiempo durante el cual los diversos pueblos asentados en esos lugares los cargaron de historia humana, que los recién llegados interpretaron como divina y ritual. Estos últimos no comprendieron cabalmente el pasado remoto, pero aceptaron los lugares sagrados como escenarios de manifestaciones sagradas primigenias.


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La región oeste de los lagos estuvo relacionada con el culto a los dioses del agua. Uno de sus límites es San Angel, en Tizapán, lugar donde en los años cincuenta se encontró una caja ritual de piedra; en la cara interna de su tapa policroma están pintados los cuatro tlaloque (con cuatro colores) en la posición agachada del monstruo de la tierra. Por otro límite tenemos a Chapultepec, lugar de manifestaciones míticas de estos mismos tlaloques que presagiaron la destrucción tolteca y el advenimiento al poder de los mexica. El culto a los dioses del agua es uno de los más antiguos de Mesoamérica y se realizaba en los cerros, manantiales y corrientes de agua. Próximo a Tacubaya estaba el cerro Yauhquemec, lugar que fue visitado durante el postclásico tardío por los aztecas o mexicas en la fiesta quauitl eua; la representación de esta fiesta entre los mexicas consistía en una nube de la cual se desprenden gotas de agua. En algunas pinturas la escritura gráfica del signo es la imagen de Tláloc, dios de la lluvia. Por su parte, Sahagún describe los atavíos de un dios Yauhqueme, sin duda dios de ese cerro, y Carrasco piensa que este dios Yauhqueme fue un dios tepaneca (fig. 7). Entre los otomíes había una identificación similar dentro de sus ceremonias antiguas. En este grupo el dios de la lluvia era Muy’e y junto a él había un grupo de dioses menores con atribuciones parecidas a las de los tlaloques mexicas. Eran los auaque, los conjuradores de la lluvia del valle de Toluca, y los ateteo (dioses del agua) que cita Sahagún. Este simbolismo adquiere coherencia a partir del momento en que entendemos que el culto de los cerros era un aspecto fundamental del culto de Tláloc y la razón de ser de los santuarios en los cerros de la cuenca. A los cerros se les pedía, entre otras cosas, también la lluvia. Se creía que durante la estación seca guardaban el agua en su interior, para liberarla de nuevo en la estación húmeda.13 13

Johanna Broda, “Paisajes rituales del Altiplano Central” en Arqueología Mexicana, núm. 20, 1996, pp. 40-49.


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Figura 7. Carta del valle de México durante el siglo XVI. Tomado de César Macazaga Ordoño, Nombres Geográficos de México, México, Innovación, 1979, p. 128.

Por otra parte, los dioses del agua quitaban y otorgaban dones a ciertos grupos con los cuales creaban un vínculo históricomitológico que luego impregnaba los santuarios. Así los mitos referentes a los tlaloques quitándoles las plantas de maíz al pue-


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blo tolteca y después otorgándoselas a los mexica hicieron concebir la existencia del mítico Cincalco en Chapultepec. De allí los mexica fueron ignominiosamente expulsados y en Tacubaya recibieron dones que integraron a sus nominaciones grupales. En este último lugar tomaron el artefacto conocido como atlátl (especie de lanzadardos) lo que dio lugar a que fueran conocidos como los “atlacachichimecas”.14 14

“Atlacachichimeca” es una denominación que se encuentra en la Cédula de Cuauhtémoc y en Sahagún. Es importante resaltar que los mexicas la obtienen una vez salidos de Chapultepec y perdurará hasta que se asientan en Tenochtitlan. Barlow traduce el término como “chichimecas acuáticos” y le atribuye un carácter peyorativo. A los ojos de los tepanecas, aquéllos estaban habituados “a vivir en cuevas y a cubrir su flaca desnudez con pieles de venado..; a comer las ocasionales tunas y la fruta del mezquite... gente tosca, y fanáticamente religiosa, con unos dioses cuestionables”. Robert Barlow, “La nueva colonia (1337-1376)”, en Tlatelolco, rival de Tenochtitlan. Obras, vol. 1, Puebla, Universidad de las Américas, INAH, 1987, p. 59. Sin embargo, para los recién llegados mexicas el nombre “atlacachichimecas”, lejos de representar un pasado miserable, significaba un nexo importante en los aspectos simbólico y religioso con los dioses del agua del medio lacustre. Dicho nexo quedó subordinado posteriormente por otro vínculo histórico y religioso asumido por el pueblo mexica, el de la guerra. Su dios Huitzilopochtli les había dicho: “De eso iréis viviendo, [de eso obtendréis] lo necesario, pues iréis provocando mucho espanto [y] el pago de vuestros pechos y vuestros corazones será que iréis conquistando, iréis atacando y arrasando a todos los macehuales, los pobladores que ya están allá, en todos los lugares por los que pasaréis”. Cristóbal del Castillo, Historia de la venida de los mexicanos y otros pueblos e historia de la conquista, México, INAH (Divulgación), 1991, p. 125. A partir de entonces el sol y el dios de la guerra Huitzilopochtli mandó que la primera de las ofrendas de los corazones y sangre de los cautivos fuera para él, “... y después para Tláloc y para todos los dioses mis amigos, que ya conocéis”. Ibid., p. 127. De hecho el nombre de Huitzilopochtli se compone de dos palabras: huitzitlin, el gran guerrero mecitin, y opochtli, el zurdo. Hay también quien ha sugerido que hace referencia al dios del agua, que tiene el mis-


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Esta nominación no sólo hacía referencia a su habilidad para vivir del medio acuático, sino que significativamente era el pueblo que se había hecho merecedor de ese artefacto, al igual que lo había sido del conocimiento del aprovechamiento del maguey y del maíz durante su peregrinación (fig. 8). La posesión territorial, al igual que la apropiación de aspectos culturales como los anteriormente referidos, le proporcionaron a un grupo su carácter predestinado que sólo era otorgado por los dioses en ciertos lugares considerados sagrados. En cuanto al estudio de lugares y sus respectivos topónimos, Paul Kirchhoff propuso que sus glifos en esencia tenían un significado sagrado: “...si teníamos un lugar llamado Xochitlan, éste no debía interpretarse como ‘lugar de flores’ sino debíamos entender que ahí se consagraba a dioses como Xochitecatl o Xochitecacíhuatl. Pensar que todos los topónimos con dicha denominación estaban cercados de flores no era más que ingenuidad científica”.15 mo nombre. Al respecto Paul Kirchhoff escribió lo siguiente: “Me he convencido de que es muy errónea, por muy esquemática y demasiado reducida, la caracterización de Huitzilopochtli como dios de la guerra. Lo es también, pero Huitzilopochtli es esencialmente un dios del agua”. Véase Dúrdica Ségota, “Unidad binaria del Templo Mayor de Tenochtitlan. Hipótesis de trabajo”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, núm. 58, p. 51, México, 1987. Yolótl González escribe que el arma con la cual Huitzilopochtli peleó contra los Huitznahuaque fue un átlatl, artefacto que los mexica asociaron en primer lugar con el medio lacustre. Y. González, “El dios Huitzilopochtli en la peregrinación mexica. De Aztlán a Tula”, en Anales (sobretiro), México, INAH, 1968. Como observamos, la relación entre los mexica y los dioses del agua va mas allá de los rituales y ofrendas a la lluvia y a la producción agrícola, las cuales se asociaban con el culto a Tláloc. A ello hay que agregar la que guardaba relación con el medio lacustre y marino, y de ahí con la pesca y la caza acuática. Las numerosas ofrendas encontradas en el recinto del Templo Mayor informan acerca de esta conceptualización. 15 Lina Odena Güemes, “Paul Kirchhoff y la historia antigua de México”, en Arqueología Mexicana, núm. 20, México, 1996, p. 64.


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Figura 8. Lámina XIII del Códice Azcatitlan. En Josefina García Quintana y José Rubén Romero Galván, México Tenochtitlan y su problemática lacustre, México, UNAM, 1978.

Tacubaya formó parte de un conjunto simbólico religioso vinculado con las deidades de la lluvia, en el aspecto de dadores de los bienes a los hombres. Si en Chapultepec estaba el Cincalco (lugar o casa del maíz), en Coyoacán se veneraba a Opochtli, uno de los dioses menores del agua, deidad venerada por los pescadores y cazadores de la laguna. Opochtli era uno de los dioses que habitaban el paraíso terrenal, el Tlalocan. Se le atribuía la invención de las redes y de los otros instrumentos para la pesca, era por tanto el


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dios que otorgaba estos dones. Los hombres que los recibían eran sus protegidos. Parece haber un nexo simbólico en esta región poniente del valle de México que relaciona la veneración de Opochtli con el átlatl tomado por los mexica en Tacubaya. A partir de entonces el nombre atribuido a los mexica, atlacachichimecas, simboliza esa protección sagrada que les fue otorgada en esa región. Tal protección se manifestó en los prodigios verificados al satisfacer los tributos exigidos por el señor de Azcapotzalco una vez asentados en el islote de Tenochtitlan.16 Para los mexica la región poniente significó en sus primeros tiempos en el valle de México un vínculo sagrado importante que no olvidaron ni aun durante su esplendor político y militar. Los dioses del agua les brindaron sus dones, con los cuales sobrevivieron en estos primeros tiempos. Por ello, año con año y ocasionalmente regresaban a ella, sabían que ése había sido el punto de origen y sería también el lugar de retorno. La situación de Tacubaya contrastaba con la de la opulenta ciudad mexica de Tenochtitlan o de otras próximas como Culhua16

Fueron varios los pueblos que situaron a Chicomoztoc como su lugar de origen, sin embargo sólo los mexica se caracterizaron a sí mismos como un pueblo lacustre. Pienso que esto se debe a que la historiografía mexica recreó los primeros tiempos en el valle de México y los situó retrospectivamente al relatar la situación vivida poco antes de salir de Aztlán Chicomoztoc. En este lugar, las fuentes históricas mencionan que los mecitin eran maltratados por sus gobernantes, a quienes les daban a diario “... todo lo que crece en el agua: pescados, ranas, el tecuitlatl, izcahuitl, los tamales de ocuiliztac, los panes de axaxayacatl y también las larvas del acocolin. Y después los patos, los ánsares, las grullas, los atzizicuílotl, y el apopotl y el yacatzintli: De esta forma los maltrataban mucho, y les pedían todo el plumaje de los alcatraces y las plumas de los tlauhquecholli que habían recogido”. Cristóbal del Castillo, Historia de la venida de los mexicanos y otro pueblos e Historia de la conquista, México, Traducción y estudio introductorio de Federico Navarrete, INAH (Colección Divulgación), 1991, pp. 116-117.


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can y Coyoacán. En Tacubaya los santuarios naturales, así como las ceremonias y rituales celebrados en ellos, continuaron siendo elementos de integración de una comunidad pluricultural. Lugares que otomíes, mexicas y tepanecas usaban de manera indistinta aunque probablemente en diferentes periodos de tiempo. Esta situación contrastaba con el carácter segregado de los templos. La construcción de espacios ceremoniales transformó al espacio natural y colectivo. Al colmarlo de monumentos, un grupo adquirió un derecho de propiedad sobre él; el territorio se convirtió en territorio de un grupo y se vinculó sólo a sus dioses protectores.17 Fue en estos poblados como Tacubaya donde las comunidades indígenas se refugiaron una vez consumada la conquista. Destruidos los ídolos y los templos, los santuarios naturales, así como ciertas áreas ceremoniales abandonadas cientos de años atrás, continuaron siendo en ese entonces y a lo largo del periodo colonial objeto de visita y veneración. Fue común asociarlos con los lugares donde los dioses se ocultaron después de la conquista. En esencia los dioses buscaron ese refugio en ríos y montañas; una leyenda aclara este sentimiento al narrar lo siguiente: ”Al amanecer del otro día había silencio y oscuridad. Los templos habían sido ocupados con el nuevo Dios”. Relatan algunos frailes que el pueblo no entristeció por lo sucedido. Se veían caminar seguros por sus aldeas, sabían cuanto los amaban sus dioses; por muchos siglos los habían acompañado y seguirían viviendo con ellos.18

17

Enrique Florescano, La bandera mexicana. Breve historia de su formación y Simbolismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 15. 18 Anónimo, “De cómo se fueron los dioses”, en Leyendas de Tlaxcala, Tlaxcala, México, Instituto Nacional para la Educación de los Adultos, 1993, p. 31.



Reseña histórica de la Parroquia de La Candelaria de Tacubaya *

Martha Eugenia Delfín Guillaumin

La Orden de Predicadores llegó a la Nueva España en 1526 y pronto sus miembros se dieron a la tarea de formar centros poblacionales en los sitios en donde había gran cantidad de indígenas. Puede suponerse que en Tacubaya1 ocurrió así, pues, como refiere Tovar y de Teresa, los indígenas de Tacubaya fueron reunidos por los frailes predicadores alrededor de la Iglesia de Nuestra Señora de la Purificación de la villa de Atlacoloayan,2 mejor conocida como Parroquia de la Candelaria.3 En los primeros años del periodo colonial, Tacubaya fue pueblo de visita de los religiosos franciscanos. De esa época se recoge la historia narrada por Motolinía de un milagro *

Escuela Nacional de Antropología e Historia. En los documentos y textos consultados se registraron distintas maneras de escribir el término Tacubaya. En este artículo se respetará la grafía tal como aparece en las fuentes originales. 2 Guillermo Tovar y de Teresa, Noticias históricas de la Delegación Miguel Hidalgo, México, Editorial Majona, S.A., 1976, p. 57. 3 El nombre de esta advocación mariana se refiere a la visita que hicieron José y María al templo para presentar al niño Jesús y purificarlo. María llevaba una candela en la mano. Por eso es la Virgen de la Purificación o de la Candelaria. Además, el 2 de febrero, fecha en que se conmemora este suceso en la tradición católica romana, coincide con ciertas ceremonias religiosas que se realizaban en Tacubaya durante la época prehispánica. En este escrito se utilizarán de manera indistinta ambos nombres ya que se refieren a lo mismo en última instancia. 1


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ocurrido en “un pueblo que se dice Atlacubaya cerca de Chapultepec adonde nace el agua que va a México”. Ascencio, niño de siete u ocho años, hijo de un hombre llamado Domingo, de oficio tezozonqui (carpintero o pedrero), quien junto a su familia eran “devotos de San Francisco y de sus frailes”, había enfermado y fallecido: Y como a la hora que le querían llevar a enterrar, los padres tornasen a llamar y a rogar a San Francisco, comenzose a mover el niño, y de presto comenzaron a desatar y descoger la mortaja, y tornó a revivir el que era muerto, esto sería a la hora de vísperas, de lo cual todos los que allí estaban, que eran muchos, quedaron muy espantados y consolados y hiciéronlo saber a los frailes de San Francisco, y vino el que tenía cargo de los enseñar, que se llamaba fray Pedro de Gante.4

Motolinía escribió lo anterior entre 1536 y 1539, mientras era guardián del convento de Tlaxcala. La información la recibió del propio fray Pedro de Gante, testigo presencial, quien visitó y doctrinó “aquellos pueblos más de once años”. Este personaje había llegado a la Nueva España en 1523 junto con otros dos religiosos franciscanos de nacionalidad flamenca, fray Juan de Aora y fray Juan de Tecto. Radicó en México todo el resto de su larga vida. Seguramente este suceso ocurrió en los primeros años de la década de 1530. Posteriormente, Tacubaya pasó a manos de los dominicos. Fray Gerónimo de Mendieta, cuando relata la historia del niño resucitado en Tacubaya, menciona que éste era un pueblo distante una legua de México, “visita que entonces era del convento de S. Francisco de México, y ahora tienen allí monasterio los padres dominicos”.5 ¿Cuándo y por qué razón Tacubaya pasó a formar parte de la Provincia de Santiago? No se sabe la fecha exacta, pero 4

Toribio Motolinía, El libro perdido, edición Edmundo O’Gorman, México, CNCA, 1989, p. 308. 5 Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, México, Porrúa, 1971, p. 332.


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sí existe una referencia sobre este tipo de permutas que aclara, de alguna manera, estas interrogantes; la referencia aparece en la Crónica de fray Juan Bautista Méndez, escrita en 1685: “en aquellos tiempos era muy usado entre las tres religiones que habían en México de nuestros padres San Francisco, San Agustín y Santo Domingo, el permutar los conventos de una religión a otra sin más interés que caritativamente mirar cada una la conveniencia mayor que había para la mejor administración de los indios”.6 En 1553, durante una visita realizada por el oidor del rey, Gómez de Santillán, al pueblo de Coyoacán y su sujeto Tacubaya, aparecen los frailes dominicos como encargados de la labor evangelizadora en ambos poblados. También puede colegirse del testimonio de Mateo, indio vecino de Tescocoaque (Tetzcacoac), cuando contesta a la pregunta de que si tienen en el dicho pueblo doctrina cristiana y si van a misa y quién les enseña la doctrina cristiana y dónde oyen misa y si se confiesan y casan y bautizan sus hijos y dónde y quién hace lo susodicho y les administran los santos sacramentos, dijo que en este dicho pueblo los domingos y fiestas algunas veces les dicen la doctrina cristiana en el monasterio de él, dos indios que el uno se dice Martín Gonzalo y el otro no sabe quién y cómo se llama, y que otras veces van al pueblo de Cuyuacan que está una legua de este dicho y allí los frailes que allí están les hacen decir la doctrina cristiana y les dicen misa algunos domingos y fiestas y otras veces cuando los dichos frailes vienen a este dicho

6

Juan Bautista Méndez, Crónica de la Provincia de Santo Domingo de México escrita por el padre fray Juan Bautista Méndez el año de 1685, manuscrito ológrafo, México, Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, INAH, foja 90, libro cuarto, capítulo I. Existe una edición publicada en la colección Porrúa Historia, núm. 110, 1993.


54 pueblo la oyen y que esta misma orden se tiene en bautizar sus hijos y en confesar y en todos los demás sacramentos.7

En 1538 los dominicos habían fundado el convento de San Juan Bautista de Coyoacán, y hacia 1553, fray Gonzalo de Santo Domingo era su vicario. En ese tiempo, los religiosos de Coyoacán tenían bajo su cargo a Tacubaya, es decir, era pueblo de visita dominicana. Santiago Rodríguez, historiador contemporáneo de la orden, escribe acertadamente que la primera referencia de presencia dominicana en Tacubaya aparece, precisamente, en el cronista Dávila Padilla, cuando narra la vida y obra de fray Cristóbal de la Cruz: Este santo fraile al acabar el noviciado [1548], ya sacerdote, iba con frecuencia a Azcapotzalco [aceptada como casa de la provincia en 1562-1564] enviado por el Prior P. Betanzos, a “la visita”... En la visita permanecía ocho días con su compañero Fr. Francisco Berrio, que sabía la lengua mejicana. Y a Fr. Cristóbal le gustaba más oír de cosas del espíritu que hablarlas él mismo, por eso, algunas veces, se iba a Atlacubaya [Tacubaya], que dista un cuarto de legua, para conversar con un lego franciscano, Fr. Juan Flores, que vivía en aquella casa.8

Siguiendo a este cronista se sabe que años más tarde, cuando ya la enfermedad de la lepra (contraída a principios de 1557) le aquejaba, los demás frailes le aconsejaban que: se fuese a recrear en algún pueblo de los cercanos a México, y aceptaba de buena gana este partido: porque su mayor recreación, era su mayor recogimiento. Ibase algunas veces a Atlacubaya, y otras a Azcaputzalco, que están a legua de México. No 7

Pedro Carrasco, Colección de documentos sobre Coyoacán, visita del oidor Gómez de Santillán al pueblo de Coyoacán y su sujeto Tacubaya en el año de 1553, México, INAH (Colección Científica, Fuentes, 39), 1976, p. 32. 8 Dávila Padilla citado por Santiago Rodríguez, Tacubaya, frailes dominicos de la primera época, mimeo, México, s/f, p. 1.


55 asistían entonces Religiosos en estos pueblos, y por esto no había Sagrario. El primer cuidado del santo, era aderezar una celda en llegando al pueblo, y ocupar el Sagrario con el preciosísimo tesoro del Sacramento del Altar. Allí se estaba recogido lo más del día y de la noche. Rezaba sus horas canónicas, dando a cada una su propio tiempo. Rezaba las demás devociones que tenía, y gastaba el resto del tiempo en altísimas contemplaciones. No salía de aquel oratorio, sino a comer; ni tenía comida más a su gusto, que la que en él hallaba. Consideraba la excelencia de aquel pan de los Angeles, y agradecía muy de veras a Dios haberle hecho pan de hombres. Era muy devoto de este misterio, y nunca dejaba de decir misa, mientras la enfermedad le permitía poderse tener en pie.9

De todo lo anteriormente referido, infiero que todavía en 1548 había religiosos franciscanos en Tacubaya. Esto lo supongo porque tomo en cuenta que en ese entonces, fray Cristóbal de la Cruz se desplazaba desde Azcapotzalco a Tacubaya a “conversar con un lego franciscano” que vivía en aquella casa. También creo que antes de 1562, año en que fue aceptada la fundación canónica de Azcapotzalco en las Actas, Tacubaya continuaba siendo pueblo de visita, aunque ya dominicana. Esto lo deduzco porque fray Cristóbal de la Cruz, cuando ya estaba enfermo de lepra (1557), iba a Tacubaya o a Azcapotzalco a recrearse y entonces, estos pueblos no eran asistidos por religiosos “y por esto no había sagrario”. Así, pienso que la transición de una orden a otra se dio entre 1548 y 1553, año de la visita del oidor Gómez de Santillán al pueblo de Tacubaya. Poco se sabe de los primeros años de vida del convento. A nosotros ha llegado una información bastante fragmentada, sobre todo si se toma en cuenta que los primeros libros del archivo de la iglesia de la Candelaria, correspondientes a los 9

Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la Provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores, México, Academia Literaria, 1955, pp. 419-420.


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años 1572-1655, están perdidos; sin embargo, en este apartado trataré de recrear este periodo apoyándome en los datos que de forma aislada proporcionan las fuentes consultadas. Hemos visto que en la visita del oidor Gómez de Santillán, realizada en mayo de 1553, aparecen noticias interesantes sobre los dominicos en Tacubaya. De esta forma, el informe menciona que los frailes venían de visita, a dar misa y administrar los sacramentos, desde Coyoacán; que había en Tacubaya un convento en donde dos indios se encargaban de dar la doctrina cristiana algunos domingos y días de fiesta; y que ciertos indios de Tacubaya prestaban sus servicios en el mantenimiento del mencionado convento: “...y que en la iglesia andan siempre seis indios, ordinariamente cuatro en la huerta y dos que guisan de comer”.10 También, por medio de este documento, se sabe que los indios de Tacubaya daban “en cada un año a los religiosos que están en el pueblo de Cuyuacan trezientas y sesenta cargas” de leña, y cooperaban económicamente para ciertos gastos de la iglesia: ...se recogió de todos los barrios de este dicho pueblo sesenta pesos de oro común de que se compró una capa de carmesí para el monasterio de este dicho pueblo porque Fray Domingo les mandó que la comprasen, y que el dicho Tomás que a la sazón era mayordomo, dijo a los macegoales que de los bienes de común él les pagaría los sesenta pesos y 11 que no se han pagado porque todo se ha gastado y comido.

Esta capa de carmesí fue comprada por los señores indígenas principales del pueblo de Tacubaya y por los tequitatos de los barrios de su jurisdicción y, al parecer, le pidieron de medio tomín a un tomín a cada indio macegual, según se desprende de las declaraciones presentadas ante el oidor.

10 11

Carrasco, op. cit., p. 56. Ibid., p. 58.


57

Otro ejemplo de colaboración económica por parte de los indígenas para sobrellevar los gastos del monasterio lo tenemos en Joan Toquiasúchil, macegual de Tlacaquen (Tlacacocan), quien informaba que “...asimismo, da cinco cacaos cada pascua para comprar rosas para la iglesia de este dicho pueblo los cuales da a los tequitatos del dicho su barrio”.12 De igual manera, Andrés Yautle, macegual de Culnazalcinco (Culhuacatzinco), “todas las pasquas del año” daba “cinco cacaos que le piden los tequitatos del dicho su barrio diciendo que son para rosas para la iglesia de este dicho pueblo”.13 Por cierto, este personaje tenía bajo su responsabilidad, desde hacía cuatro años, el recoger a los niños para la doctrina cristiana, además de cumplir con todas las otras cargas de trabajo en servicios personales y públicos, y pagar sus tributos oportunamente. Como era demasiado el peso de sus obligaciones, sus hijos debían dar “de cuarenta en cuarenta días dos cargas de leña y tres de yerba” para ayudar a su cumplimiento. Asimismo, a través de este informe, se sabe que los oficiales carpinteros de Tacubaya, a saber, Alonso Mysqua, Gaspar Temoque, Pedro Quautle, Pedro Tuspan, Martín Huycil, Domingo Quiaut y Joan Yautlel, habían “hecho para la iglesia”, por lo menos, veinte pares de puertas durante los dos años anteriores a la visita de Gómez de Santillán, es decir, desde 1551. Que este trabajo había sido realizado por orden del gobernador, don Toribio, y de las demás autoridades indígenas del pueblo, sin haber recibido por ello la paga correspondiente: Y que para todo lo que dicho tiene ellos han puesto y traído del monte toda la madera que ha sido menester a su costa y que al presente son idos ocho oficiales carpinteros sus compañeros por madera al monte para puertas, lo qual todo han

12 13

Ibid., p. 36. Ibid., p. 44.


58 hecho sin les pagar el dicho gobernador, alcalde y regidores y principales del dicho pueblo cosa alguna.14

Los oficiales carpinteros llevaron representadas en una “pintura” las obras por ellos realizadas, y pidieron encarecidamente al oidor que se les hiciera justicia para recibir el importe de las mismas. Sea de esto lo que fuere, esta información resulta muy importante para determinar que desde 1551 se estaba construyendo ya la iglesia y convento de Nuestra Señora de la Purificación de Tacubaya. Antonio Fernández del Castillo toma por cierto el dato de que fray Lorenzo de la Asunción empezó la construcción hacia 1556 “en el sitio donde estuvo un templo dedicado a la diosa Cihuacóatl en donde los niños recibían educación”. Mientras su fábrica concluía, se había levantado una capilla abierta “a un lado de lo que iba a ser la fachada de la iglesia”; en nuestros días, todavía se observa la triple arquería de lo que fuera esta capilla abierta, actual Portal de Peregrinos que da acceso al archivo de la iglesia, y que encierra una portada tequitqui.15 Fray Lorenzo de la Asunción fue originario de Flores de Avila, España, donde nació el 15 de agosto de 1523. Ingresó a la Orden de Predicadores y profesó en Santo Tomás de Avila el día de la Asunción, el 15 de agosto de 1543. Años más tarde, en 1548 aproximadamente, el mismo día de la Asunción, recibió la ordenación sacerdotal. Realizó sus estudios de manera destacada en Santo Tomás de Avila y en San Pedro Mártir de Toledo. Seguramente pasó a la Nueva España antes de 1552, pues en las actas del capítulo intermedio, celebrado el 8 de febrero de ese año en Santo Domingo de México, aparece su nombre en la lista de los religiosos asignados a la casa de Santa María de Yautepec, pero figura co14

Ibid., p. 52. Antonio Fernández del Castillo, Tacubaya, historia, leyendas y personajes, México, Porrúa, 1991, pp. 110-111.

15


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mo fray Lorenzo de Flores de Avila. Aprendió muy bien el náhuatl y fue por más de treinta años ministro y predicador de los indios en la llamada Nación Mexicana. Fue vicario de los conventos de Azcapotzalco, Coyoacán, Tacubaya, Tepoztlán y Yautepec. Afortunadamente, la trayectoria de fray Lorenzo puede seguirse a través de las actas de los capítulos provinciales localizadas por los investigadores Magdalena Vences y Santiago Rodríguez. De esta forma, se sabe que en septiembre de 1553 se encontraba en el convento de Santo Domingo de Oaxtepec; en mayo de 1555, en la casa de Yautepec; en septiembre de 1556 era vicario del convento de Santa María de Yautepec; en enero de 1558 continuaba como vicario de dicho convento; en septiembre de 1559 era vicario del convento de Santa María de Tepoztlán; en enero de 1561 continuaba como vicario en Tepoztlán; en septiembre de 1562 era vicario en la casa de Santa María de Tepapayecan; en octubre de 1578 aparece como sacerdote en la casa de Tacubaya; en enero de 1583 se encontraba en el convento de San Juan Bautista de Coyoacán. Lo anterior me hace suponer que entre 1563 y 1582 vivió en Azcapotzalco y Tacubaya.16 Según refieren las crónicas de la Orden de Predicadores, los indios amaban y respetaban a fray Lorenzo, particularmente los de las villas de Coyoacán, Tacubaya, Azcapotzalco y Yautepec, sitios en donde realizó la mayor parte de su ministerio y predicación. Veinte años antes de su muerte se retiró al convento de Azcapotzalco, allí siguió predicando y administrando los sacramentos. La víspera de su deceso pidió que lo llevaran al convento de Santo Domingo de la ciudad

16

Santiago Rodríguez, op. cit., p. 5b; Magdalena Vences, Fundaciones, aceptaciones y asignaciones en la provincia dominicana de Santiago de México. Siglo XVI, separata de Archivo dominicano, Salamanca, 1990, t. XI, pp. 147 y ss. De esta misma autora, la segunda parte de su obra Fundaciones..., Salamanca, 1994, t. XV, pp. 98 y 123.


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de México (en donde se celebraba capítulo provincial) para morir allí el 15 de agosto, día de la Asunción, de 1603. A fray Lorenzo de la Asunción se le atribuye la construcción de los conventos de Nuestra Señora de la Purificación de Tacubaya, Santa María de Yautepec, y San Felipe y Santiago de Azcapotzalco; al respecto opina fray Alonso Franco:17 que los hizo desde sus cimientos con la mejor proporción y traza para la vida monástica que hasta sus tiempos se habían visto, y así en muchos Capítulos provinciales se mandó que los Conventos que se edificasen de allí adelante siguiesen la mesma proporción y disposición de architectura que tiene el de Azcapuzalco, por ser Convento recogido y capaz para la vivienda de los Religiosos a que atendía el Bdto. P. Fray Lorenzo de la Asumpción.18

Por su parte, el cronista fray Hernando Ojea, al elogiar las virtudes de fray Lorenzo de la Asunción, destaca sus dotes como magnífico arquitecto: y así tuvo también muy buen entendimiento y elección en las cosas que hacía y trazaba, y en especial en materia de edificios; como se ve en el convento de Azcapuzalco que él edificó desde sus cimientos, que con no ser muy sumptuoso ni grande es el mejor en traza, pulicía y buena proporción en todo que hasta entonces había en esta tierra, y de allí se tomó la traza para otros muchos que después acá se han edificado; pero ninguno ha salido mejor que él, porque en todo lo bajo y alto de él no hay cosa perdida y que no esté muy bien aprovechada.19 17

Fray Alonso Franco fue vicario del convento de Tacubaya en 1645-1646, probablemente allí finalizó su crónica. 18 Alonso Franco y Ortega, Segunda parte de la historia de la Provincia de Santiago de México, Orden de Predicadores en la Nueva España, México, Imprenta del Museo Nacional, 1900, capítulo XLVI, p. 165. 19 Hernando Ojea, Libro tercero de la historia religiosa de la Provincia de México de la Orden de Santo Domingo, México, Imprenta del Museo Nacional, 1897, capítulo XXIV, p. 56.


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Kubler registra la actividad constructora en Azcapotzalco entre 1570 y 1590. El convento de la Asunción de Nuestra Señora o Santa María de Yautepec fue edificado, probablemente, hacia 1567, fecha que aparece en una inscripción en la fachada de la iglesia. En cuanto al convento de Tacubaya, Kubler lo clasifica dentro de lo que él denomina “monumentos de tercera clase”, es decir, templos pequeños de construcción permanente pero de formas simples, conventos inconclusos o templos provisionales con escasa ornamentación. Propone los periodos de construcción 1560-1570 y 1590-1600; además, menciona las inscripciones que se hallan en las esquinas del claustro y que “ostentan las fechas entre 1590 y 1597, y se asocian a los nombres de las comunidades que proporcionaron la mano de obra para la reconstrucción de aquella época” en la que registra 640 tributarios en la villa de Tacubaya.20 He de aclarar que la iglesia y convento de Tacubaya, a pesar de no contar con los recursos económicos que pudieron tener los dominicos en Azcapotzalco, es una obra arquitectónica bastante hermosa y bien lograda. La historiadora Rocío Gamiño ofrece una excelente descripción de este templo en su obra sobre los edificios históricos y artísticos de Tacubaya. La iglesia está constituida por una sola nave con bóveda de cañón y una serie de capillas situadas al lado izquierdo (costado norte): la de la Virgen de Guadalupe, la del Divino Rostro y de la Virgen del Rosario, y la del Santísimo Sacramento (que originalmente había estado dedicada a la Virgen del Rosario), donde se halla una lápida que indica que ahí fue enterrada doña María Inés Jáuregui, esposa del virrey Iturrigaray. La cabecera de la iglesia da hacia el oriente y las dependencias hacia el sur. Junto al acceso principal se localiza el Portal de Peregrinos, al cual me referí en párrafos anteriores. En la parte superior de dicho portal todavía se aprecia uno de los arcos que, en número de tres, seguramente forma20

George Kubler, Arquitectura mexicana del siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 36, 69, 70, 636 y 639.


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ban la capilla abierta con vista al atrio. La portada tequitqui que allí se encuentra está bellamente decorada con motivos fitomorfos y zoomorfos, entre los que destacan hojas de acanto y racimos de vid. El claustro es de forma rectangular. En la parte inferior y superior cuenta con una arquería (columnas toscanas que sostienen un arco de medio punto moldurado). El portón de acceso al templo, por el lado norte, es original del siglo XVI. Tanto en él como en las gárgolas y relieves que adornan el claustro aparecen mezclados motivos prehispánicos y cristianos: la jarra de agua rebosante (símbolo de Tacubaya), el conejo en una de las gárgolas del claustro (posible representación de Ometochtli, dios del pulque), emblemas marianos como AM o el jarrón con flores, cristológicos como IHS, y dominicos como la cruz flordelizada.21 En el interior del templo se encuentran obras de notable hechura como la pintura de la Santísima Trinidad, óleo del siglo XVIII, o los estofados de la Virgen de la Candelaria y de Santo Domingo que se hallan en el altar principal, lo mismo que un Cristo crucificado traído de las Filipinas en el siglo XVIII.22 La mano de obra utilizada para realizar la fábrica del convento fue proporcionada por los indígenas locales. Como se dijo anteriormente, en el claustro bajo se encuentran labrados los nombres de los barrios que participaron en la construcción: Tlacateco (al lado dice 1591 A°S), esta inscripción señala hacia el noroeste; Tezcacohoac, hacia el suroeste; Nonohualco, hacia el sureste, y Cihuatecpa, hacia el noreste. No se sabe cuánto dinero aportaron para la obra los indígenas de Tacubaya. Sin embargo, se puede estimar si se toma en 21

Cfr. María del Rocío Gamiño, “El barrio de Tacubaya durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Sus monumentos artísticos”, tesis de licenciatura en Historia, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 1994, pp. 100-104. 22 Parroquia de la Candelaria, Tacubaya, D.F., México, Archivo Histórico de la Candelaria, s/f.


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cuenta que para la construcción de una cerca del Convento Mayor de San Francisco de la ciudad de México, en 1553, los indios maceguales tributarios de Tacubaya declaraban al oidor Gómez de Santillán haber cooperado con la cantidad de medio tomín, un tomín o veinte cacaos por persona.23 En 1572 tenemos, nuevamente, información documentada sobre el convento. El 27 de septiembre de ese año, en el capítulo electivo de la orden celebrado en Santo Domingo de México, se anunció que la casa de Santa María de la Purificación de Atlacubaya había sido aceptada como vicaría. Entre los definidores de ese capítulo figuraba fray Juan de Alcázar, vicario de Tacubaya.24 Este personaje, nacido en Caleruega, España, hacia 1520, había llegado a México a la edad de diecisiete años, huérfano de padre y protegido por un tío rico. Inmediatamente, tomó el hábito de la Orden de Predicadores en el Convento Mayor de Santo Domingo de México. Destacó por ser buen filósofo y teólogo (artista y teólogo). Llegó a ocupar el cargo de predicador general en el capítulo de 1567. Dominaba a la perfección los idiomas nativos náhuatl y zapoteco, circunstancia que lo distinguió como el “más universal predicador”, según su biógrafo Dávila Padilla, quien también refiere que fray Juan de Alcázar se esmeraba mucho en la devoción de la Virgen María y que: siendo vicario de Atlacubaya fundó en aquella casa la cofradía del S. Rosario, e hizo una imagen grande de nuestra Señora del Rosario, que hoy [1596] está asentada en la casa principal que hace el retablo del altar mayor. Es la imagen muy devota, y desde México (que hay una legua) la suelen ir a visitar personas en quien vive la devoción de la Virgen santísima, con la memoria de este B. padre. Con ser aquel pueblo de Indios, tiene casi cien Españoles; cuya devoción

23 24

Carrasco, op. cit., pp. 30, 33, 47 y 50. Vences, op. cit., 1994, t. XV, p. 111.


64 ha sustentado aquella santa cofradía, con la cera y devoción que tiene en México.25

Se sabe que era “pequeño de cuerpo y delicado de facciones”, pero con su “opinión de religioso” la gente le hallaba aspecto grave y reverencial. Dávila Padilla comenta que a causa de sus penitencias y trabajos enfermó gravemente de “un peligro[so] flujo de sangre, que algunas veces le ponía en términos de perder la vida”. Esta penosa enfermedad la contrajo pocos años antes de su muerte. En 1577, siendo vicario de Tacubaya, realizó “sus postreras diligencias, confesando y administrando”, luego la enfermedad lo obligó a trasladarse a Santo Domingo de México en donde falleció ese mismo año. Antes de concluir, quisiera mencionar que en Tacubaya existieron frailes que tuvieron una intensa vida intelectual como, por ejemplo, fray Nicolás Guerrero, fray Manuel Romualdo Dallo y Zabala y fray Juan Sáenz Moreno. El primero fue Maestro en Sagrada Teología, Doctor Teólogo por la Real Universidad de México y vicario del convento de La Candelaria en 1727.26 Por su parte, Dallo y Zabala, en noviembre de 1745, era Maestro de Cathedra de los de el número de esta Provincia de Santiago, su electo Definidor General y Procurador para las Curias de Madrid y Roma, Secretario de visita de esta y de la Provincia de San Miguel y Santos Angeles, Regente Primario que fue de los Estudios de dicho Imperial Convento de los del Real, Pontificio y más antiguo Collegio de San Luis de la Puebla, segunda vez de los del insigne Pontificio Collegio de Nuestro Padre Santo Domingo de PortaCoeli de Mexico y su Rector Calificador del Santo Officio de la Inquisicion, Doctor Theologo por la Real Universidad de esta Corte, en ella cathedratico propietario por su Ma-

25

Dávila Padilla, op. cit., p. 524. Archivo General de la Nación, Ramo Bienes Nacionales, vol. 488, exp. 39, f. s/n. 26


65 gestad en la de Prima de Nuestro Angelical Maestro Santo Thomas, y actual vicario de esta casa de Atlacoloayan.27

Fray Juan Sáenz Moreno fue cura ministro (párroco) de Tacubaya desde 1731 hasta 1737 aproximadamente, y había desempeñado los cargos de Lector (profesor) y Comisario del Santo Oficio.28 Este religioso registró el día 9 de diciembre de 1736 el inicio de la epidemia de matlazáhuatl en la villa de Tacubaya.29 La Parroquia de la Candelaria fue secularizada en 1763, tal noticia figura en las Actas Capitulares de 1765 localizadas en el Archivo Histórico de la Orden de Predicadores del Convento de Santo Domingo en la Ciudad de Querétaro, Qro. Se debe recordar que en ese entonces ya se estaban aplicando las reformas borbónicas que, entre otras cosas, buscaban restar poder a la Iglesia y, en particular, al clero regular con la secularización de los curatos a su cargo. De alguna manera, los Borbones no hacían sino concretar los proyectos de secularización de los anteriores monarcas españoles pertenecientes a la casa de Austria, quienes, desde fines de la segunda mitad del siglo XVI, por los mismos motivos políticos, habían intentado infructuosamente despojar a las órdenes mendicantes de sus doctrinas. Después de 150 años de ausencia, los dominicos regresaron a la iglesia y convento de la Candelaria el 28 de abril de 1913, como consecuencia de una permuta de parroquias que realizaron con los diocesanos, es decir, trocaron la casa de Azcapotzalco por la de Tacubaya.

27

Archivo Histórico de la Candelaria, Informaciones y Casamientos, libro 8, 1745-1776, portada interior. 28 Archivo Histórico de la Orden de Predicadores, Querétaro, Qro., Actas Capítulos Provinciales, 1773, p. 30. 29 Archivo Histórico de la Candelaria, Libro de Sacramental, Defunciones, libro 4, 1732-1763, f. 34r.



Repartimiento de agua en Tacubaya durante el periodo colonial y el siglo XIX Celia Maldonado López* La región de Tacubaya, por su ubicación geográfica, presentó siempre características muy diferentes a otros espacios urbanos que rodeaban a la ciudad de México. Su entorno natural lo constituían barrancas y manantiales, y recibía el agua cristalina y potable en abundancia, tanto de Santa Fe como de Chapultepec,1 que venía por los acueductos que cruzaban la zona. Para Tacubaya, el agua representó un recurso natural tan importante que determinó, hasta cierto punto, su nombre.2 Hay que recordar que a Tacubaya se le conocía en la época prehispánica como Acuezcómac, y que cuando los mexicas llegaron a vivir aquí la llamaron Atlacuihuayan porque decían que habían descubierto el átlatl o tiradera de flechas largas, pero esta arma ya “existía desde tiempos teotihuacanos y toltecas”.3 Ambos nombres, Acuezcómac y Atlacuihuayan, están relacionados con el agua pues quieren decir “lugar donde se toma el agua” o “lugar donde se saca el agua del pozo”.4 *

Dirección de Estudios Históricos, INAH. Manuel Ribera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental, México, Imprenta de la Reforma, 1969, vol. II, p. 373. 2 Francisco Rivas Castro y Trinidad Durán Anda, “Toponimia y cartografía antigua de Atlacuiguayan, Tacubaya. México”, en Celia Maldonado y Carmen Reyna (coords.), Tacubaya, pasado y presente, I, México, Yeuetlatolli, A. C., 1998, p. 10. 3 Ibid., p. 12. 4 Ibid., p. 11. 1


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A pesar de la supuesta abundancia de agua que caracterizó a esta región, la realidad era otra. Todos los vecinos se quejaban constantemente de que era muy difícil obtenerla. La situación se complicó a partir de la etapa colonial, principalmente por el crecimiento de la población pues muchos españoles, atraídos por el clima y la pureza de sus aguas, decidieron vivir aquí. Empezaron a comprar terrenos para construir sus casas, con extensas huertas y amplios jardines. Otros se dedicaron a formar grandes ranchos y haciendas. Ya instalados en esta villa, introdujeron nuevas actividades económicas como batares, curtidurías, molinos de aceite y de trigo y otros giros comerciales que requerían mayor caudal del preciado líquido. A partir de entonces, fue cuando el abastecimiento de agua se convirtió en uno de los problemas más difíciles de resolver. En algunas ocasiones, bastaba una temporada de secas o un caño roto para que la mayoría de los vecinos se quedara sin agua. Mientras las autoridades en turno buscaban la solución más adecuada, la pugna entre los vecinos fue la constante a todo lo largo de la historia de esta región. Antes de la colonia, el abastecimiento de agua se hacía según los códigos establecidos, es decir, era un bien comunitario y cada vecino tenía derecho a ella y se surtía libremente de la que venía de los manantiales de Chapultepec. Pero cuando llegaron los españoles a estas tierras, la vida de los tacubayenses empezó a cambiar. Ya no podían hacer uso del agua como estaban acostumbrados, porque la distribución se hacía “según la Ley de los conquistadores quienes decían que el agua pertenecía al rey, como las tierras, los campos y los pastos”.5 Con estos señalamientos empezaron a padecer aún más y los vecinos que vivían cerca de los ríos y acueductos con frecuencia rompían los diques para desviarla.

5

Alain Musset, El agua en el valle de México, siglos XVI-XVIII, México, Talleres Praxis, Gráfica Editorial, 1992, p. 137.


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En 1529 fue instalada una tubería de fierro con el objeto de evitar dicho desvío.6 Pero esto no solucionó el problema y las autoridades tuvieron que tomar otras medidas. Uno de los primeros empeños de la Corona fue proteger las costumbres indígenas contra los españoles. El 20 de noviembre de 1536 dieron a conocer una Real Cédula en la que se indicaba que la distribución del agua debía hacerse como lo acostumbraban los indios.7 Sin embargo con el tiempo esta disposición desapareció y para volver al orden se acordó que los jueces se encargaran de repartirla equitativamente entre los vecinos, vigilando en especial que los indios también la recibieran. Años más tarde, esta idea también quedó en el olvido. En 1563 se estableció que serían los miembros del Consejo Municipal quienes se encargarían de surtir el agua,8 pero igualmente este precepto duró muy poco tiempo y los vecinos volvieron a padecer la falta del preciado líquido. La que ocupaban con mayor frecuencia era la de Chapultepec y ya no resultaba suficiente. En 1572, el virrey Martín Enríquez de Almanza inició las gestiones adecuadas para traer el agua del pueblo de Santa Fe, a fin de que todos los barrios de Tacubaya la recibieran con mayor facilidad “atendiendo que desde el tiempo de la gentilidad habían gozado de ella, corriendo siempre por el acueducto que había desde su nacimiento hasta el pueblo de Tacubaya y que de algunos años a esta parte se la había quitado Francisco Muñoz y su padre el conquistador Juan de Alcocer cegando las datas que pertenecían a los barrios de Tacubaya”.9 En efecto, empezó a recibirse el agua del Pueblo de Santa Fe, pero a los vecinos les duró poco el gusto pues al paso de los días empezó a caer muy poca. La situación era 6

Ibid., p. 171. Ibid., p. 137. 8 Idem. 9 Archivo Histórico del Distrito Federal (en adelante AHDF), Ramo Aguas, Tacubaya y otros pueblos, vol. 55, f. 4. 7


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difícil sobre todo para los vecinos que vivían en el barrio situado al pie de la loma de Tlacateco, actualmente conocido como el barrio de la Santísima, donde hasta la fecha sigue en pie la iglesia del mismo nombre, muy cerca del periférico. Esta gente tenía que caminar grandes tramos para obtener el agua. Por su parte, los españoles hacían lo que querían con ella a pesar de lo dispuesto en la ya citada Cédula de 1536. En 1634, el virrey Marqués de Cerralvo “ordenó que se concediera media naranja de agua para los barrios situados en la falda del Monte situado entre los molinos de Santo Domingo y Belén”,10 lo que alivió en cierta medida la falta del líquido en la zona. Sin embargo, fue hasta el año de 1665 cuando se reconoció oficialmente la toma de agua “que viene de Santa Fe y bajaba entre los molinos de Valdés y Santo Domingo, frontero de la huerta que fue de Simón de Haro y que hoy es de Anastacio Venabides”.11 Aun así, la población indígena siguió sufriendo la escasez. En 1674, para volver a regularizar el repartimiento, el señor Montemayor y Cuenca, Oidor de la Real Audiencia y Juez de Policía y Acueductos, ordenó el arreglo de la caja de agua, en conformidad con los naturales del barrio de Santiago. De igual manera ordenó que sólo tuviera cinco pajas en lugar de 18 y que se hiciera una cañería de mil varas desde la caída de agua hasta el citado barrio de Santiago, cuyo costo fue de 1500 pesos.12 Al año siguiente se volvió a poner en vigencia la concesión de la media naranja de agua que se les había otorgado en 1634, vigilando que “deben de gozar de común acuerdo los naturales de la Villa de Tacubaya y que se ponga la data en la parte más conocida y que no se perjudique el agua que abastece a la capital”.13 Para evitar que la recibieran sucia se dividió en 10

AHDF, vol. 55, f. 16. AHDF, vol. 55, exp. 6. 12 AHDF, vol. 55, f. 18. 13 AHDF, vol. 55, exp. 6. 11


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dos partes. Una toma se colocaría cerca de los cárcamos del molino de Santo Domingo y para protegerla, “se levantó una cortina de 12 a 14 varas de longitud”. 14 La otra toma se puso en la plaza pública, “para abastecer a los vecinos de este rumbo y para que también la pudieran utilizar para regar sus huertas y otros menesteres”.15 A pesar de todas las providencias adoptadas, continuaron las irregularidades y pugnas entre indios y españoles y fue preciso volver a reglamentar el repartimiento de agua que venía del pueblo de Santa Fe. En 1710, de acuerdo a las ordenanzas dictadas por el gobierno y aprobadas por el virrey Francisco Fernández de la Cueva Enríquez, Duque de Alburquerque, se concedió una naranja de agua para el abasto de los habitantes de esta región, con la advertencia de que una mitad sería para Tacubaya. La toma fue construida por el arquitecto Ignacio Castera y colocada “en la atargea que conduce el agua a México desde Santa Fe hasta el socabón de Alcocer, lugar que estaba en la parte más alta de Tacubaya”.16 La otra mitad de la naranja sería para los barrios, que desafortunadamente no pudieron costear la construcción de las cañerías adecuadas para conducir el agua. Los vecinos propusieron que, mientras conseguían el dinero, era urgente que se construyeran otras fuentes, una en el barrio de la Santísima, con capacidad de medio real, y alrededor de ella “unos lavaderos públicos, así como un pilancón para que beban las cabalgaduras y otros animales de todos los que pasaran por este lugar”.17 En la Plaza Principal se necesitaba otra fuente y, como ésta era una zona muy poblada, solicitaron que se le asignara un real de agua para que todos los habitantes del rumbo se surtieran sin tener que caminar grandes 14

AHDF, vol. 55, exp. 3. Idem. 16 AHDF, vol. 55, exp. 4. 17 Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Ramo Tierras, vol. 1700, exp. 2. 15


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tramos. Por último, pidieron otra fuente en la Casa Curial, con medio real, “para sus propios usos y porque mucha gente ocurriera a proveerse de agua y es justo que la tengan, todo esto podrá costar de 1,500 a 6,000 nuevos pesos, según el cálculo que hizo el Maestro Mayor Ignacio Castera”.18 Como en otras ocasiones, fueron tantos los trámites que les pidieron, que los vecinos desistieron de su propósito y la obra no se llevó a cabo. En 1790, el cura del pueblo de Tacubaya, Diego Martínez, solicitó se le concediera a dicho pueblo el agua “que viene de Santa Fe y Chapultepec y se dispuso que en la atargea común entre los molinos de Valdés y Santo Domingo se hiciera un pilón para que de él salieran los repartimientos de agua y cada uno lleven lo que le pertenecía de dicha merced y se declaró que en dicho pilón se había de repartir media naranja a los barrios de aquella villa, el párroco fue personalmente con el Maestro Castera a reconocer la toma de agua[,] sólo había una que surtía a la fuente pública del barrio de la Santísima”.19 Por otra parte, el Mayordomo del Arzobispado de México, Francisco Llar, también muy preocupado por la falta de agua que padecían los vecinos de Tacubaya, demandó enérgicamente que se regularizara el abastecimiento. En 1791 decidió costear con su dinero las obras necesarias, pero nuevamente todo quedó en proyecto. No obstante lo establecido en torno a la distribución del agua, todos sabían que no eran los indios quienes la aprovechaban, sino los españoles quienes, ya era costumbre, se quedaban casi con toda. En 1792, el virrey Juan Vicente Güemes y Horcasitas, segundo Conde de Revillagigedo, comisionó al ingeniero Miguel Constanzo para que se encargara de regular el repartimiento del agua. Se colocó, entre ambos molinos, un pilón de piedra de chiluca, del cual saldrían los tubos correspondientes que surtirían de agua a todos los 18 19

Idem. AHDF, Ramo Aguas, vol. 54, exp. 2.


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barrios. Al año siguiente, el 10 de abril de 1793, este virrey concedió a los dueños de los molinos 18 pajas de agua y, del mismo modo, les autorizó que lavaran los trigos, con la condición de tener los socabones limpios y pagar 50 pesos anuales.20 Pero los dueños de los molinos no sólo utilizaban el agua del río de Tacubaya, que por mucho tiempo había sido la fuente principal de la energía primaria, destinada a las industrias coloniales, sino también ocupaban gran parte del caudal que venía de Santa Fe para generar fuerza motriz y así aumentar considerablemente la capacidad de la molienda. En cambio los nativos sólo aprovechaban los sobrantes y en ocasiones no tenían ni para cubrir sus necesidades más apremiantes, menos aún para regar sus sembradíos. Por ello decidieron construir con sus ahorros, que ascendían a la cantidad de 387 pesos, una cañería que iría del barrio de la Santísima a la Plaza de Cartagena, pero las autoridades nunca tomaron en cuenta este proyecto. Fue hasta principios del siglo XIX cuando intervino Ciriaco González, quien pertenecía al Consejo de su Majestad y también era Oidor Decano de la Real Audiencia. González convocó a los vecinos y los convenció de aportar una cuota semanal para la instalación de una cañería que llevaría el agua hasta sus casas. Fue así como se construyó el conducto. Al iniciarse este siglo, la situación para los vecinos de Tacubaya empezó a mejorar porque las autoridades ya pudieron dotar de agua a todos los vecinos. Para ello, colocaron fuentes en lugares estratégicos y muy poblados. De esta forma “ya tenían una fuente en la Plaza de Cartagena y otra en la Plaza principal de la Candelaria”.21 El 26 de agosto de 1806, el cura Manuel Guridi bendijo estas fuentes y el acontecimiento se convirtió en un día de fiesta. Todos asistieron: indios, españoles, mozos, pulqueros, tenderos, molineros, artesanos, mujeres, niños, y juntos presenciaron con gran 20 21

AHDF, Ramo Aguas, vol. 171, f. 157. AHDF, Ramo Aguas, vol. 55, exp. 31.


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júbilo el momento en que el agua corrió con toda libertad por el acueducto.22 Por fin todos tendrían a la mano el agua que tanto habían deseado. Enseguida se repartieron 144 pajas que corrían por delgadas cañerías, las mismas que el Duque de Alburquerque les había repartido desde 1710. De igual forma, fue hasta esta época cuando los tacubayenses concluyeron que la escasez de agua que siempre habían padecido se debía a que los dueños de los molinos de trigo, situados en los altos de Tacubaya: Valdés, Santo Domingo, Belén y el Salvador alias “El Rey”, se quedaban con la mayor parte del caudal que recibía la Villa de Tacubaya. Por su parte, también los vecinos de la capital culpaban a los dueños de los molinos: el agua que llegaba a la fuente de la Mariscala era insuficiente pues aquéllos “tienen 4 ó 6 cubos de una profundidad considerable y todo el tiempo que se necesita para llenarlos deja de venir el agua porque sucesivamente hacen esta operación que no se hace en hora y media y por esto falta el agua”.23 Para evitarlo, propusieron a los dueños de los molinos que colocaran compuertas en los cubos; de esta forma siempre estarían llenos y la fuente de la Mariscala también tendría el agua que les correspondía a los vecinos de la capital. Sin embargo, para los tacubayenses el problema del agua parecía no tener fin. A mediados del siglo XIX surgieron otros problemas. Día a día aumentaban las protestas entre la gente de los diferentes barrios, porque el industrial inglés Guillermo Jamisson obtuvo permiso del presidente Antonio López de Santa Anna para mezclar las aguas turbias que venían de los Leones con las aguas cristalinas del pueblo de Santa Fe,24 en beneficio de la fundición que tenía en aquel pueblo. Esto causó serios conflictos, pues provocó que los vecinos recibieran el agua muy sucia: “en Tacubaya siempre 22

Antonio Fernández del Castillo, Tacubaya: historia, leyendas y personajes, México, Porrúa, 1991, p. 136. 23 AHDF, vol. 171, f. 57. 24 AHDF, vol. 170, f. 6.


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habían tenido el agua limpia y transparente por más de 150 años hasta que unieron esta agua de Santa Fe con la de los Leones en 1854”.25 La gente más afectada inició una serie de trámites hasta que en 1860 lograron deslindar las aguas. A partir de entonces, los tacubayenses volvieron a disfrutar de “esas aguas cristalinas que sin mezcla bañaban a Tacubaya antes de 1854”.26 También en esta etapa volvieron a surgir serios problemas por la distribución del agua. La situación se agravó aún más al finalizar el siglo XIX, ya que abundaron las quejas contra los dueños de los ya mencionados molinos porque ensuciaban el agua. El Cabildo intervino y consideró que no podía quitarles a los molineros el derecho a ella, porque la necesitaban para su industria, y argumentó que la elaboración de la harina era para el beneficio público. Pero dispuso que a partir del 1° de enero de 1887 pagarían una contribución especial por el volumen total de agua que consumieran como fuerza motriz para sus respectivos molinos. Esta contribución sería trimestral y la recabaría la Administración de Rentas. De esta forma se reglamentó que el molino de Santa Fe pagaría 250 pesos, el de Belén 600, el de Santo Domingo 900 y El Salvador alias “El Rey” 360. Al mismo tiempo, se ratificó que tenían derecho a usar sólo 18 pajas de agua incluyendo el lavado del trigo, como lo había estipulado desde 1792 el ingeniero Miguel Constanzó por orden del virrey Segundo Conde de Revillagigedo.27 Con estas nuevas disposiciones, los vecinos de Tacubaya volvieron a enfrentar, una vez más, su problema de siempre: la escasez del preciado líquido, que hasta la fecha siguen padeciendo.

25

Idem. Rivera Cambas, op. cit., p. 391. 27 AHDF, vol. 170, exp. 31. 26



El patrimonio edificado de Tacubaya

Arq. Marcela Sonia Espinosa Martínez* El Instituto Nacional de Antropología e Historia, en su Programa Nacional de Catalogación de Monumentos Históricos,1 ha identificado una importante cantidad de monumentos históricos en las diferentes entidades del país, entre ellas el Distrito Federal, integrado por sus dieciséis delegaciones políticas. La catalogación correspondiente a la delegación Miguel Hidalgo fue realizada en los años 1990-1992. Se identificaron los edificios con valor histórico-arquitectónico, considerados monumentos históricos por determinación de ley,2 y aun los construidos en el siglo XX, hasta la década de los años cincuenta (de estos últimos sólo se realizó el inventario).

*

Centro Regional de Puebla, INAH. La Coordinación Nacional de Monumentos Históricos del INAH, a través de la Subdirección de Catálogo y Zonas, ha desarrollado el Proyecto de Catalogación a nivel nacional 2 Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, según los artículos 35 y 36, donde se menciona que: “Son monumentos históricos los bienes vinculados con la historia de la nación, a partir del establecimiento de la cultura hispánica en el país...” y “...los inmuebles construidos en los siglos XVI al XIX, destinados a templos y sus anexos, arzobispados, obispados y casas curales; seminarios, conventos o cualesquiera otros dedicados a la administración, divulgación, enseñanza...”, respectivamente. 1


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De las 77 colonias que integran esta delegación política, sólo 22 poseen monumentos históricos que van de los siglos XVI al XIX, y sólo seis de ellas corresponden al antiguo Pueblo de Tacubaya: San Miguel Chapultepec, Observatorio, Escandón, el Bosque de Chapultepec y el Panteón de Dolores. Estas colonias cuentan con gran diversidad de géneros arquitectónicos. Algunos conservan las características originales, referidas al espacio arquitectónico, estructura, sistemas constructivos y elementos ornamentales, en su mayoría en condiciones recuperables. Es decir que todavía se pueden


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rescatar, no sólo como monumentos históricos aislados sino como conjunto, ya que ostentan una fisonomía homogénea. Mediante acciones e intervenciones adecuadas, se podrá redescubrir la importancia que tiene el patrimonio edificado en la zona de Tacubaya.

Dentro del análisis realizado se puede determinar que son muy pocos los edificios históricos correspondientes al siglo XVI que se conservan; los del XVII y XVIII son sobre todo templos y conventos; finalmente, los construidos en los si-


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glos XIX y XX son en su mayoría casas-habitación y vecindades, esto es, arquitectura civil que mantiene su esquema arquitectónico, materiales y sistemas constructivos.

Dentro de la zona en estudio existen diferentes géneros de arquitectura. Entre los administrativos se encuentra la denominada Casa Amarilla, que actualmente aloja las oficinas de la delegación política; entre los religiosos, el templo y convento de La Candelaria; asimismo hay ejemplos de arquitectura funeraria y civil. Son estos dos últimos géneros los más desprotegidos. Sufren deterioros de manera paulatina pero constante, debido al abandono y a la falta de interés en su conservación; la mayoría tiende a desaparecer en un futuro próximo.


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La arquitectura construida durante el siglo XX que existe en la colonia San Miguel Chapultepec está integrada por 126 edificios; en la colonia Escandón hay 97 de estos inmuebles, y 57 en la colonia Tacubaya. En esta última hay también arquitectura religiosa, como el templo del Espíritu Santo y La Sabatina; recreativa, como los cines Ermita e Hipódromo, y civil, como los departamentos Ermita e Isabel del arquitecto Juan Segura. Varios inmuebles ubicados en las calles de Sindicalismo, Revolución y Martí, obras de los arquitectos Francisco J. Serrano y Carlos B. Palencia, son ejemplos del art decó que ya deben ser considerados para su protec-


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ción y conservación. A continuación se presenta una muestra del inventario realizado.3

3

Sonia Espinosa Martínez, “Catálogo de Monumentos Históricos Inmuebles de la Delegación Miguel Hidalgo, Distrito Federal”, México, INAH, 1990 (inédito).


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Chapultepec El Bosque de Chapultepec cuenta con una importante zona arbolada y con monumentos históricos y escultóricos de gran relevancia arquitectónica. El área ha sido modificada y ampliada desde el periodo del presidente Porfirio Díaz con construcciones que actualmente son elementos de gran valor arquitectónico así como mediante la instalación de mobiliario urbano. Por ello Chapultepec representa un complejo histórico-arquitectónico-urbanístico de singular importancia.


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Entre los elementos con que cuenta están las diversas calzadas, claros, explanadas, plazas y lagos; edificios como el Castillo, la Casa del Lago, el Museo Nacional de Arte Moderno, el Museo de Antropología; fuentes y esculturas en donde participaron artistas como Ernesto Tamariz, Ponzanelli, Fernández Urbina,


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Asúnsolo, entre otros. Algunas de esas esculturas son obsequio de varios países, entre ellas el Tótem, la Pagoda y otras. Existen múltiples factores que intervienen en el deterioro que sufre actualmente el bosque y que no se refieren únicamente a la zona arbolada o a la invasión de particulares. La instalación de comerciantes lo ha convertido en tianguis y ha contribuido a su deterioro físico, visual y ambiental. Panteón Civil de Dolores Oficialmente fue el primer panteón civil, inaugurado el 13 de septiembre de 1875.4 Está dividido en seis clases y con secciones asignadas a diferentes asociaciones, distribuidas en diversos lugares del cementerio: la Rotonda de los Hombres Ilustres, el lote de los Constituyentes, el lote de las Águilas Caídas, el del Colegio Militar, el italiano y el alemán. Algunos de ellos poseen monumentos funerarios de finales del siglo pasado y principios de éste, con valor arquitectónico. Otros son de tipo contemporáneo, relevantes por los personajes que ahí se encuentran y que forman parte de la historia de México. Hay secciones que corresponden a la Asociación Nacional de Actores, a la Comisión Federal de Electricidad, a la Unión de Voceadores. Asimismo, existen monumentos dispersos de importancia histórica y arquitectónica, tales como el del general Plutarco Elías Calles, la Capilla del Padre Pro y el sepulcro de Carlos Balmori. La importancia de este panteón radica no solamente en los monumentos funerarios que conserva sino también en su concepto urbanístico. Sus calles poseen una nomenclatura y remates visuales por medio de fuentes o tomas de agua. Como el bosque, también contiene obras de Ponzanelli, Asúnsolo y otros escultores ilustres. Desgraciadamente ha sido víctima del saqueo “hor4

Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México, t. II, México, Porrúa, 1986, p. 2193.


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miga”. Los monumentos funerarios están siendo desmantelados de sus elementos ornamentales (herrería, azulejos de Talavera, esculturas), dada la poca vigilancia en la enorme la extensión que abarca.

Propuestas de conservación del patrimonio de Tacubaya En cuanto a la imagen urbana de las colonias que integran el antiguo pueblo de Tacubaya, se observó en algunas zonas la indiscriminada colocación de anuncios, rótulos, comercio ambulante y paraderos de transporte público que incrementan la contaminación visual. Para controlarla es recomendable un programa de limpieza de fachada, en donde participen autoridades delegacionales y propietarios, inquilinos y comerciantes, con el fin de que se dignifiquen las fachadas de los inmuebles. Es importante recalcar que Tacubaya aun conserva edificios aislados de gran valor arquitectónico, los que en conjunto con-


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forman pequeñas zonas o barrios de monumentos que aún es tiempo de preservar y proteger. Por lo tanto se propone: 1) realizar el estudio de zonas por calles o manzanas y reglamentar las construcciones en cuanto a altura, diseño y textura, a la vez que normar las modificaciones de contexto y otras que pudieran tener los monumentos históricos; 2) elaborar el estudio de pequeñas áreas donde exista concentración de monumentos para que sean declaradas zonas de monumentos históricos, con el único fin de conservarlos, junto con la traza urbana; 3) involucrar a la población en la conservación de su barrio, planteando programas específicos sobre aplanados y pintura de fachadas, limpieza de azoteas y patios, etc.; 4) rescatar los espacios urbanos como plazas y jardines, por ejemplo la Alameda, donde deberán recuperarse los niveles originales y liberarla de construcciones ajenas a ella con el objeto de permitir que se regeneren las áreas verdes; 5) normar la colocación de anuncios en calles y avenidas que permita la adecuada visibilidad del contexto urbano; 6) en el Bosque de Chapultepec, el desalojo del ambulantaje y su reubicación fuera de la zona boscosa, así como la reintegración de las áreas que se han ido perdiendo por asentamientos irregulares o adjudicaciones de carácter federal; 7) en el Panteón de Dolores, aumentar la vigilancia para su conservación y protección y elaborar el catálogo de arquitectura funeraria para la documentación y conocimiento de los monumentos históricos que ahí se encuentran; 8) difundir la importancia de los monumentos históricos por medio de trípticos y campañas en diversos medios de comunicación; y 9) publicar el Catálogo de Monumentos Históricos de Inmuebles de la Delegación Miguel Hidalgo para conocimiento de la población. Convencida de que Tacubaya es un barrio con una gran riqueza patrimonial y cuyos habitantes están en la mejor disposición de colaborar para revitalizarlo, es momento en que se pueden conjuntar esfuerzos y poner en marcha un Plan Integral de Conservación para que las generaciones futuras no queden ajenas a nuestro pasado histórico.



La producción de ladrillo y las minas de arena en la prefectura de Tacubaya, 1880-1920 Salvador Ávila A mi padre, que lo sabe todo En el Capítulo XI. V.3 del Génesis, hablando de la construcción de Babel (2200 a.C.), se lee: «Venid, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego. Y se sirvieron de ladrillos en lugar de piedras, y de betún en vez de argamasa».

Introducción La ciudad de México representó el más importante mercado a lo largo de la colonia, además de ser el centro en la toma de decisiones políticas, económicas y administrativas del país. En esta suerte de macrocefalia que se ha venido gestando históricamente y sin reparo, las vías de comunicación jugaron un papel primordial, al localizarse principalmente en el centro de la República: las carreteras primero, y después los ferrocarriles, partían de la ciudad de México y transportaban las materias primas de los centros mineros y las haciendas, hacia los incipientes mercados del interior o hacia los puertos y fronteras para ser enviados al mercado extranjero.1

1

Cf. John Coatsworth, El impacto económico de los ferrocarriles en el porfiriato. Crecimiento contra desarrollo, México, Era, 1984, pp. 22-26.


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La designación de la ciudad de México como residencia de los Supremos Poderes de la Federación, de acuerdo con el decreto del 18 de noviembre de 1824, confirmó su papel como centro hegemónico; esta decisión favoreció el proceso de industrialización de la nueva entidad política, el Distrito Federal. La centralización del poder político, del comercio, de las actividades administrativas y de los transportes determinó que la ciudad de México registrara un elevado crecimiento demográfico, producto, a su vez, de las constantes inmigraciones. Entre los años 1880 y 1920, la ciudad de México –al igual que otras poblaciones del Distrito Federal– experimentó un inédito y paulatino ensanchamiento territorial, al formarse un importante número de colonias en torno del núcleo urbano central. Si bien este fenómeno ha merecido la atención de algunos historiadores,2 los estudios acerca de la industria de la construcción que pudo hacerlo posible son, por el contrario, escasos. 2

Uno de los primeros estudios sobre el tema, escrito en 1937, se lo debemos a José Lorenzo Cossío, quien analiza el desarrollo histórico de la ciudad de México desde el siglo XVI hasta el porfiriato; el autor elaboró una relación pormenorizada de las colonias que se comenzaron a formar desde la segunda mitad del siglo XIX en los alrededores de la capital. José Lorenzo Cossío, “Algunas noticias sobre las colonias de esta capital”, en Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, t. 47, núm. 1, septiembre de 1937. Estudios más recientes como los de María Dolores Morales, “La expansión de la ciudad de México (1858-1910)”, en Atlas de la Ciudad de México, México, DDF-El Colegio de México, 1987, pp. 64-68.; Erika Berra Stopa, “La expansión de la ciudad de México y los conflictos urbanos, 1900-1930”, tesis de doctorado en Historia, Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, 1982, 2 vol.; María Soledad Cruz, Crecimiento urbano y proceso social en el Distrito Federal (19201928), México, UAM-A, 1994; y Jorge H. Jiménez, La traza del poder. Historia de la política y los negocios urbanos en el Distrito Federal (1824-1928), México, DEDALO, 1993, entre otros, han abundado sobre las características de este proceso.


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El propósito del presente ensayo radica en llamar la atención sobre un sector de la economía apenas explorado, la industria del ladrillo, sin cuya participación el proceso de crecimiento urbano de la ciudad de México y el Distrito Federal, verificado en el periodo mencionado, difícilmente se hubiera llevado a cabo. Si bien había hornos y fábricas de ladrillo en casi todo el territorio del Distrito Federal, nuestro interés se centra en las unidades localizadas en el perímetro de la llamada Prefectura de Tacubaya, zona ladrillera por antonomasia. En la última parte de este trabajo presentamos algunas notas sobre la explotación de minas de arena en la jurisdicción de la misma Prefectura, por considerar también a este material como un elemento importante en el proceso urbano que se analiza. Sobre la manufactura de ladrillos El ladrillo facilitaba con sus formas regulares el medio de hacer rápidamente y de buen material edificaciones enteras y su empleo se generalizó. No está por demás comentar, aunque sea brevemente, algunas de las características del proceso de manufactura de los ladrillos, que se ha preservado casi sin modificaciones.3 Los ladrillos se fabrican con tierra arcillosa cualquiera que sea su naturaleza. Una vez escogida la tierra, se le va añadiendo agua y se pisa con los pies desnudos después de removerla con la pala o azada, para darle la mayor homogeneidad posible a la masa y quitarle los guijarros que haya conservado; a la vez se le va mezclando la arena o marga (fragmentos de piedra caliza) para mejorar su consistencia. La masa así obtenida se moldea en pequeñas cajas sin fondo que se colocan sobre un lecho de arena para evitar que la arcilla se adhiera al suelo; estos moldes reciben el nombre de gaveras y pueden tener dos, cuatro, seis o más compartimientos, cada uno del tamaño de un ladrillo. La pasta 3

Agradezco al ingeniero Hermilo Salas Salinas los comentarios y explicaciones vertidos en torno de este trabajo.


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se comprime en ellos con la mano y después se enrasa del mismo modo. Se retira la gavera poco tiempo después y se dejan en el suelo los ladrillos crudos. Allí permanecen hasta que la pérdida del agua los hace suficientemente compactos para que puedan ser apilados en forma de muros de poca altura. Estos muros se hacen de modo que las caras de los ladrillos no se toquen y dejen libre la circulación del aire para facilitar la desecación.4 La cocción de los ladrillos es una operación muy delicada y para hacerla correctamente hay que tener mucha habilidad. En los hornos es necesario ordenar los ladrillos por capas sucesivas, encontradas, para que el fuego las envuelva bien y la cocción sea uniforme; para evitar que el centro reciba más calor que los lados es preciso que la flama y el calor serpenteen por entre los ladrillos. Una vez lleno el horno se procede a encenderlo lentamente con el objeto de que una temperatura suave acabe de desecar los ladrillos que hayan conservado agua; poco a poco se va activando el fuego hasta que se considera que todo el contenido está suficientemente calentado. Entonces se detiene el fuego y se tapan todos los orificios exteriores, que no deben descubrirse sino hasta que se juzga que se ha vuelto a enfriar toda la masa. El tiempo de cocción varía dependiendo de la cantidad de ladrillos que contiene el horno y puede ir de cinco hasta quince días.5 La fabricación mecánica de ladrillo tiene la ventaja de producirlo más homogéneo y más compacto, pues el moldeado a 4

Cf. Robert D. Shadow y María J. Rodríguez-Shadow, “Las ladrilleras de Cholula: características demográficas y organización socioeconómica”, en Alteridades. Ideología, simbolismo y vida urbana, año 2, núm. 3, 1992, pp. 62-77, UAM-I; Diccionario Enciclopédico Hispano Americano, Barcelona, Montaner y Simon-Editores, 1899, pp. 489-496; también el capítulo V, “La construcción”, en T. K. Derry y Trevor I. Williams, Historia de la tecnología desde la antigüedad hasta 1750, México, Siglo XXI Editores, 1977, vol. I, pp. 229 y sigs. 5 Luis R. Ruiz, “Materiales de construcción”, en Boletín Oficial del Consejo de Gobierno del Distrito Federal, enero-junio de 1913, pp. 512-520.


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mano, que da una débil presión a la masa, es sustituido por el moldeado mecánico, que se hace con presión. La clasificación por colores de los ladrillos, que indica el grado de su cocción, comprende el recocho (amoratado y cocido hasta la vitrificación), el recocido (tal vez el de mejor calidad, no vitrificado) y el anaranjado (muy mal cocido y de mala calidad).6 La industria del ladrillo en la prefectura de Tacubaya Antes de 1880, es decir, antes del auge constructivo,7 los ladrillos que se elaboraban en las haciendas y ranchos del Distrito Federal eran básicamente para autoconsumo. Casi todas las unidades productivas, incluyendo a los molinos, contaban con uno o dos hornos de pequeñas dimensiones, en los que se fabricaba el ladrillo indispensable en los trabajos de la propia unidad. La elaboración de ladrillo, por otro lado, no era considerada como una actividad independiente ni se remuneraba aparte, ya que se consideraba una extensión de los trabajos realizados por los mismos empleados o jornaleros. Cuando esos ranchos y haciendas comenzaron a ser fraccionados y a venderse como lotes para usos habitacionales, a veces el propio fraccionador construía hornos de ladrillo para abastecer a los nuevos colonos, o bien rentaba determinadas áreas de suelo para que otras personas las explotaran como ladrilleras. Manuel de la Torre, por ejemplo, dueño y fraccionador del rancho de San Pedro de los Pinos, tenía en sus terrenos un horno de ladrillo de medianas dimensiones, cuya producción en un 6

Ibid., pp. 533-536. Diccionario de la Construcción. Enciclopedia CEAC del Encargado de Obras, México, CEAC, 1998, pp. 372-374. 7 Para lo relativo al periodo del auge de las colonias sugerimos los textos mencionados en la primera nota de este ensayo, así como otros incluidos en los volúmenes correspondientes a los dos primeros coloquios sobre la historia de Tacubaya.


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principio él mismo absorbía; sin embargo, al fraccionar el rancho en 1886, agrandó dicho horno y comenzó a vender el material entre los mismos compradores de terreno. La capacidad del horno del señor de la Torre era de 4 varas 15 pulgadas de largo (1 vara=.836 metros), 4 varas de ancho y 4 varas 26 pulgadas de alto, es decir, 83 varas 15 pulgadas cúbicas. Podían quemarse en él hasta 20 mil ladrillos en una semana.8 El ladrillo que se empleaba en la ciudad de México y en las poblaciones aledañas provenía en su gran mayoría de los hornos existentes en el propio Distrito Federal. Las zonas de producción más importantes eran Mixcoac, Tacuba y Tacubaya, es decir, el área que correspondía a la Prefectura de Tacubaya.9 La región ladrillera de Mixcoac se extendía desde San Pedro de los Pinos, avenidas México y Córdoba, hasta Insurgentes y el Río Becerra; incluía las colonias Nápoles, Berlín y Tolteca, hasta topar con los límites entre Mixcoac y San Ángel y alcanzar los pueblos de Actipan y Axotla. Todavía hacia los años treinta había a lo largo de la avenida Insurgentes once hornos de ladrillo en plena actividad, y las excavaciones hechas para alimentarlos llegaban a medir, en algunos de ellos, hasta seis metros de profundidad. Había además numerosos socavones ya agotados y abandonados.10 Las excavaciones en esta zona de 8

Archivo Histórico del Distrito Federal (en adelante AHDF), Fondo Tacubaya, Ramo Hacienda-Tesorería, inv. 144, exp. 18. 9 La Prefectura de Tacubaya estaba formada por cinco municipalidades: Tacubaya (Cabecera), Mixcoac, Tacuba, Santa Fe y Cuajimalpa. Esto explica por qué en el Fondo Tacubaya del Archivo Histórico del Distrito Federal se resguarda también documentación referente a dichas poblaciones. 10 En 1932 se comenzaron los trabajos para la construcción del “Gran Parque Nochebuena” o “Parque Hundido”, en el kilómetro nueve de la avenida Insurgentes. Para la construcción de este parque se adquirieron extensos terrenos a un lado de la avenida, que eran inadecuados para construir edificios ya que tenían un nivel bastante más bajo que la avenida debido a que en ese lugar existió


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Mixcoac ocupaban una extensión de aproximadamente cuatro kilómetros cuadrados.11 La otra gran zona productora de ladrillos, la de Tacuba, se extendía desde la margen izquierda del río San Joaquín, al norte, a sólo unos quinientos metros del Hospital de la Beneficencia Española, y se prolongaba por la colonia Anáhuac, los fraccionamientos agrupados con el nombre de Guadalupe Victoria, la colonia Pensil y el Barrio de San Juanico, hasta los límites de la colonia Argentina. En esta región algunos hornos de ladrillo se encontraban dentro de áreas muy pobladas y, hacia finales de los años treinta, podían contarse ya varias excavaciones abandonadas por haberse agotado el manto de arcilla adecuado para su fabricación. 12 Si bien fue sobre todo en la construcción de casas donde se utilizó el ladrillo, llegó a emplearse en cantidades significativas en la ejecución de algunas obras públicas. En efecto, de manera regular la Dirección General de Obras Públicas del Gobierno del Distrito contrataba grandes volúmenes de ladrillo para la construcción y reparación de acueductos, atarjeas, colectores y cañerías.13 A su vez, algunos fabricantes de ladrillo diversificaron el uso de sus hornos elaborando diferentes tipos de mercancías. Por ejemplo, en la fábrica de ladrillo del señor Marcos Esparza, localizada en Tacubaya, se producían ladrillos, tubos, cornisas y cañerías; en la del señor Muñoz en Tacuba, ladrillos, macetas y tubos de barro vidriado (también ampliamente demandados para las la fábrica de ladrillo llamada “Nochebuena”. Memoria del Distrito Federal, 1932-1933, p. 121. 11 Luis Icaza, “Los hornos de tabique y el crecimiento de la ciudad”, en Boletín de Obras Públicas, vol. II, núm. 8, pp. 93-99, 1930. 12 Ibid. 13 Pueden consultarse, por ejemplo, las numerosas convocatorias para la provisión de materiales en las Memorias del Consejo de Gobierno. Para los fines de este ensayo se ha trabajado particularmente la Memoria correspondiente a los años 1903-1904, t. I y II.


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obras de saneamiento); en tanto que en los hornos del señor Francisco García, en Nonoalco, se fabricaban ladrillos en el horno grande y se cremaban macetas en el horno chico.14 La producción de ladrillo dentro de los propios límites del Distrito Federal incidió de manera positiva en los bajos costos del transporte del tabique, en los del producto mismo y en el abastecimiento regular de éste, lo que garantizó el crecimiento ininterrumpido de la ciudad de México y de las poblaciones periféricas desde 1880 hasta 1920, y aun después de esta última década. El capital En realidad no se necesitaban grandes capitales para echar a andar un horno de ladrillo. Si consideramos que la mayoría de éstos operaba de manera “rudimentaria”, valiéndose de un conjunto de herramientas elementales como palas, azadones, cubos y moldes o gaveras, bastaba con disponer de dos mil o tres mil pesos para hacer funcionar uno de ellos. Ignacio Ceballos, quien en 1888 era arrendatario del horno del Sauz en Tacubaya, por poner sólo un ejemplo, tenía invertido en dicho horno 4200 pesos, incluyendo dos carros con sus mulas para el transporte.15 La Junta de Hacienda gravaba los hornos de ladrillo de acuerdo con su tamaño y capacidad, y los dividía para tal efecto en hornos de primera y segunda clase. En los primeros quedaban comprendidos todos aquellos hornos cuyas dimensiones alcanzaban 50 varas cúbicas o más, y se consideraban de segunda los que estaban por debajo de este volumen. Un horno de mediana capacidad podía quemar entre 6 mil y 10 mil ladrillos en una semana, en tanto que en los de primera clase podían quemarse entre 20 mil 14

AHDF, Fondo Tacubaya, Ramo Industria, inv. 195, exp. 10-19 y otros. Ibid., exp. 18. Antes había sido propietario de dos hornos denominados El Águila, en Tacubaya. El horno grande tenía capacidad para quemar 10 mil ladrillos y el chico para 600. 15


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y 30 mil en ese mismo lapso. Esta forma impositiva, sin embargo, únicamente contemplaba los llamados hornos de viento, es decir, aquellos en los que tanto la excavación de las tierras como la manufactura del ladrillo se efectuaban a cielo abierto. En este sentido, la manufactura de ladrillos al descubierto estaba sujeta a un régimen de trabajo estacional y se llevaba a cabo durante ciclos naturalmente determinados: se laboraba de enero a mayo, época del año en que no llovía, se suspendían los trabajos de junio a septiembre, temporada de lluvias, y se volvía a la actividad de octubre a diciembre. El régimen estacional de trabajo determinaba asimismo la cantidad y el tipo de contribuciones impuestas a los ladrilleros.16 En los establecimientos manufactureros la lluvia impedía de una manera drástica efectuar cualquiera de las operaciones de la fabricación de ladrillos, tales como la preparación de pasta, moldeado, secado y cochura. En el proceso general de elaboración de ladrillos participaban hombres y mujeres, niños y niñas, a veces familias completas, para las cuales no existía protección laboral alguna. Así, por ejemplo, en la preparación de la pasta la contribución de los niños y las niñas era muy significativa, mientras que los adultos se encargaban de las actividades más pesadas: hacer las excavaciones, extraer la arcilla, moldear y acomodar los ladrillos.17 Si bien en la Prefectura de Tacubaya era claro el predominio de los hornos de viento, había unos cuantos pero importantes establecimientos donde la fabricación de ladrillo se realizaba a través de procedimientos más modernos, con el empleo de instrumentos mecánicos y bajo estructuras y cobertizos que les permitían laborar durante casi todo el año. Estas fábricas contaban, para la quema del ladrillo, con hornos de fuego central, alimentados con leña y no con basura y estiércol seco como los hornos de viento; con un personal muy reducido podían producir de 50 mil a 16 17

Ibid., exp. 9. Ibid., exp. 10-19 y otros.


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100 mil piezas diarias. Algunos de los hornos instalados bajo métodos modernos eran los de Valezzi en Mixcoac, Esparza en Tacubaya y la Fábrica de Tubo Vidriado del señor Marcos Muñoz en Tacuba.18 En el municipio de México se localizaban los modernos hornos de Colón, Córdoba y la Vaquita. Este tipo de industrias estaban constituidas bajo una concepción eminentemente capitalista, como compañías de sociedades anónimas, y requerían para su operación de inversiones que podían ir de los 20 mil a los 50 mil pesos. La Fábrica de Ladrillos por Máquina de los señores Valezzi, Gorantes y Cía. tenía invertido un capital de más de 40 mil pesos, mientras que La Guadalupe (luego de Juan Moreno y Cía.) de los señores Marcos Esparza y Juan Moreno contaba con un capital de 28 mil pesos.19 Por regla general en los hornos de estas industrias se fabricaban otros productos aparte del ladrillo, como tubos, tubos de barro vidriado, caños, cornisas y otros objetos de ornato usados para embellecer las fachadas de las casas.20 Casi todas las compañías ladrilleras de corte capitalista instaladas en la Prefectura de Tacubaya utilizaban el ferrocarril como medio para transportar sus productos, haciéndolo penetrar incluso hasta el interior de sus establecimientos. El desarrollo alcanzado por las redes ferroviarias y caminos carreteros en el Distrito Federal contribuyó, sin duda, a acelerar la distribución de este material e imprimió mayor intensidad a las actividades constructivas. Los trabajos de electrificación, conexión y prolongación de vías hacia las ladrilleras continuaron todavía hasta los años de 1930, según se puede observar en numerosas solicitudes de servicio como las siguientes: 1. Escape a la Cía. Ladrillera de Mixcoac 18

Ibid., exp. 18. Archivo Histórico de Notarías (DDF), Notaría 46, vol. 308, ff. 46v y 50r. 20 AHDF, Fondo Tacubaya, Ramo Industria, inv. 195, exp. 22. 19


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2. Electrificación de la línea Piedad-Mixcoac, para ligarla a la fábrica de ladrillos La Nochebuena 3. Ramal desde el circuito de Mixcoac, en la calle de San Juan, a una ladrillera 4. Escape para el servicio de una fábrica de ladrillos en Puente Quemado, que conecte con la línea de Tizapán 5. Espuela de la línea de Mixcoac a la fábrica de ladrillos La Guadalupana 6. Escape de la línea de Mixcoac, en Córdoba, a la fábrica de ladrillos de Jaime y Carbonel 7. Escape a los hornos de ladrillo de la Rivera de San Cosme 8. Doble vía desde los hornos de ladrillo de Mixcoac al Peñón.21 Todo parece indicar que el mercado de ladrillos tenía un carácter interregional, pues rara vez se distribuían más allá de las fronteras del Distrito:22 “al menos que reúnan condiciones especiales, los ladrillos no se transportan a grandes distancias porque, como sucede con todos los materiales baratos [un millar de ladrillos costaba hacia 1920 entre 20 y 25 pesos] el coste de la conducción aumenta los precios en proporciones considerables”.23 La multiplicación o expansión de los asentamientos humanos en casi todas las municipalidades del Distrito Federal originó el abandono de las antiguas ladrilleras, así como su traslado a lugares menos poblados, ya fuera dentro de los límites del Distrito Federal o en el vecino Estado de México, 21

Francisco García Mikel, Indice de referencias cruzadas del Archivo de la SCOP (AGN), mecanoscrito, pp. 1-25. 22 Archivo de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas (SCOP), en lo referente a la Compañía de los Ferrocarriles del Distrito Federal (después Compañía de Tranvías de México). 23 AHDF, Fondo Tacubaya, Ramo Industria, inv. 195, exp. 18.


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donde comenzaron a proliferar desde 1930. Tlalpan, Zacatenco e Iztapalapa fueron en su momento grandes regiones ladrilleras, así como Ecatepec, Nezahualcóyotl, Nicolás Romero, San Felipe del Progreso, Tecamac, Tlanepantla, Tultitlán y Temamatla, en el Estado de México. Breve apunte sobre la explotación de minas de arena Hemos visto cómo el crecimiento urbano propició, entre los años de 1880 y 1920, una gran demanda de materiales constructivos para las nuevas obras; entre los principales se cuenta el ladrillo. A su vez, el empleo generalizado de este material fomentó la demanda de otros productos igualmente imprescindibles, como la arena y el cemento. Hasta bien entrado el siglo XIX, la arena usada en la mayoría de las construcciones provenía de los depósitos formados en los lechos de los ríos.24 Sin embargo, con el empleo progresivo del cemento25 se tuvo que sustituir ésta por otra de mayor adhesión y pureza, que tenía su origen en las minas.

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Los ejidos del pueblo de la Piedad y los ejidos de Chapultepec fueron zonas areneras desde la colonia. 25 El cemento tipo Portland se comenzó a utilizar en México a finales del siglo XIX y era de procedencia inglesa. Su uso estaba dirigido básicamente a los recubrimientos, resanes y fabricación de mamposterías artificiales. A principios del siglo XX, en 1902, se empezó a usar como concreto y concreto armado. El uso cada vez más generalizado de este material abrió la posibilidad de crear una nueva industria, la del cemento. Las primeras cementeras que operaron en el país fueron, en primer lugar, la Compañía Mexicana de Cal Hidráulica, Cemento y Materiales de Construcción, S.A., que se constituyó el 17 de agosto de 1898; en segundo lugar, la Compañía Mexicana de Cemento Portland, S.A., constituida el 16 de abril de 1900, y por último, “La Tolteca”, Compañía de Cemento Portland. Véase Jorge H. Jiménez Muñoz, op. cit., pp. 77-79.


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Las minas de arena que hacia la década de 1890 comenzaron a explotarse para cubrir las necesidades de los nuevos asentamientos de la ciudad de México y de los otros municipios en crecimiento fueron en un principio las localizadas en los terrenos de las lomas de Dolores, en la colonia Daniel Garza, en Tacubaya. En 1900, la extracción se extendió a los terrenos conocidos como Molino del Rey y Molino de Santo Domingo, ubicados también en esa población. En 1908 los trabajos de extracción de arena abarcaban los terrenos de las lomas del Panteón de Dolores y posteriormente se prolongaron hasta las lomas de Tarango, lomas de Becerra, Rancho del Olivar del Conde, Tetelpa, Santa Fe y San Ángel. Hacia 1930 las primeras excavaciones en las lomas de Dolores y del Molino del Rey se encontraban abandonadas debido a que los mantos de arena en su mayoría se habían agotado. En esos mismos años, a su vez, se llevaron a cabo nuevas exploraciones en el Rancho de San Nicolás y en el cerro de la Estrella, en Iztapalapa. Por encima de todas estas zonas, los terrenos localizados al poniente y suroeste de la ciudad de México eran los que ofrecían los mantos de mejor calidad y mayor volumen, y eran por tanto los principales abastecedores de arena del Distrito Federal. La explotación de los yacimientos de arena se llevaba a cabo muy rudimentariamente, por lo general por medio de rampas que podían alcanzar hasta doce o más metros de profundidad. La inseguridad, y en general el tipo de condiciones de trabajo que imperaban en las minas, llevaron a la constitución, en 1926, de la Alianza de Trabajadores de las Minas de Arena, y tres años más tarde, en julio de 1929, a la creación del Reglamento de las Minas de Arena.26 Antes de esto, al no considerarse la explotación de los yacimientos de arena como materia de legislación federal, su control recaía en los ayuntamientos de los municipios en donde se encontraban. 26

Reglamento de las Minas de Arena, en Boletín de Obras Públicas, vol. 1, núm. 5 y 60, pp. 246-249, mayo-junio de 1930.


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Entre otras cosas, el Reglamento de las Minas de Arena establecía la forma de explotación de la mina (a cielo abierto, subterráneo o mixta) y el sistema de venta que se fuera a adoptar: “al menudeo, al mayoreo o ambos”. Especial atención merecen los artículos 7° y 12° de este código. En el primero se prescribía que “en las minas y lugares donde se lleven a cabo los trabajos de explotación, se llevará un libro especial de registro, en que diariamente se anotarán los nombres de los obreros que entran a prestar sus servicios, anotando también su salida y los accidentes por ellos sufridos, si los hubiere”. Por el segundo se prohibía emplear en los trabajos de minas a mujeres, “cualquiera sea su edad, y a varones menores de dieciséis años”.27 Los testimonios muestran que, en muchos casos, dicho reglamento fue letra muerta, ya que los accidentes de trabajo fueron asunto cotidiano en las minas, donde no se proporcionaba a los trabajadores ningún tipo de auxilio, con el agravante de que éstos comenzaron a utilizarlas como viviendas.28 Entre los propietarios más importantes de minas de arena en la Prefectura de Tacubaya podemos mencionar a los siguientes: Ramón Ávila (loma de Dolores), Ventura Pérez de Alva (loma de Dolores), Maximino Ávila (mina Cuatro Vientos), Agustín Morales (Molino del Rey), Francisco Bezares (Molino de Bezares), Clemente Rueda Saiz (mina frente al Panteón de Dolores), Cosme R. Ascencio (mina Lomas de Becerra), Mauricio Menger (mina camino a Cuajimalpa), Agustín Ulibarri (mina Rancho del Cuernito, en Santa Fe), Mauro Estañol, Francisco Linares y Fortino Galván, entre otros.29

27

Idem. AHDF, Fondo Tacubaya. 29 AHDF, Fondo Tacubaya, Ramo Licencias, inv. 254, exp. 19, 21, 27, 32 y 36. 28


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Conclusiones El proceso de ensanchamiento físico de la ciudad de México y de un conjunto de poblaciones circunvecinas a ésta como Tacubaya, Tacuba, Mixcoac y Guadalupe Hidalgo, a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, demandó volúmenes considerables de material para la construcción de colonias. Destacaron entre ellos el ladrillo y la arena provenientes básicamente de los hornos y de las minas de arena localizados dentro del perímetro de la llamada Prefectura de Tacubaya. Las regiones ladrilleras más importantes eran las de Mixcoac y Tacuba, aunque había hornos distribuidos en casi todo el territorio del Distrito Federal. La producción de ladrillo era predominantemente artesanal y estaba sujeta a un régimen de explotación estacional. La fuerza de trabajo empleada en la manufactura de este material la componían hombres y mujeres adultos, así como niñas y niños. Los sistemas de comunicación (caminos, carreteras, vías férreas) facilitaron la circulación y el consumo de ladrillo y arena, y permitieron la continuidad de los procesos constructivos.



Tacubaya a la llegada de la modernidad Guadalupe Lozada León Para Felipe Guzmán, mi arquitecto de cabecera

A lo largo del siglo, la capital, el país y el mundo entero han visto desfilar un sinnúmero de modelos arquitectónicos que, con diferentes tendencias, han marcado el curso del urbanismo y de la historia. Sin embargo, pocos han sido los lugares que como México, hoy por hoy la ciudad más poblada del mundo, han visto encimar un estilo sobre otro, despreciando siempre el anterior y buscando, con un afán que pareciera paranoico, la anhelada modernidad. Para los mexicanos, desde la llegada del neoclásico en el siglo XVIII, las tendencias extranjeras han sido modelo de civilización y progreso contra la barbarie vivida en épocas anteriores. Así, ante los ojos de los tolerantes capitalinos se echaron por tierra espléndidas muestras del barroco colonial, bajo la mirada protectora y complaciente del genial, a no dudarlo, Manuel Tolsá. Pocos se ofendieron ante la destrucción indiscriminada que trajeron consigo las Leyes de Reforma en busca de la desacralización de los espacios públicos y con esto la esperanza de una ciudad liberal en donde los usos y costumbres heredados de la colonia tendrían por fuerza que modificarse y con esto sus habitantes que, a más de ser republicanos, serían modernos y estarían a la par de


106 los nuevos países industrializados como Estados Unidos, paradigma por excelencia del grupo gobernante. El porfirismo volvió la mirada a Francia como modelo de virtudes y, poco a poco, la capital de la República se fue convirtiendo en un pequeño París con algunas reminiscencias, que se habían negado a morir, de las antiguas edificaciones novohispanas. Todas estas épocas tuvieron sus propios cantores y cronistas. Muchos, mexicanos y extranjeros, se maravillaban ante la excelencia de las construcciones, la uniformidad de las calles, la gran cantidad de plazas y sobre todo, la belleza de los paisajes. La Revolución, por su parte, sin haber centrado sus acciones en la ciudad de México, con excepción de la famosa Decena Trágica, dejó serias secuelas para la vida de esta ciudad capital tan alabada hasta entonces. Desde el día de la renuncia de don Porfirio, el 25 de mayo de 1911, algo se rompió en la cotidianeidad de la orgullosa capital de la República que seis meses atrás se presentara al mundo engalanada para las gloriosas fiestas del Centenario. Fue así como la primera revolución social del siglo XX comenzó por transformar de raíz los vínculos establecidos entre el capitalino y su ciudad, y terminó por modificar a la capital de tajo merced a la destrucción de todo lo que oliera al viejo régimen. La antigua ciudad de México cedió sus encantos porfirianos ante los nuevos modelos, que en un principio pretendieron crear una verdadera identidad nacional. Es decir, ahora México parecería México. El entendimiento conceptual de esta idea nacionalista corrió a cargo del primer ministro de Educación surgido de la Revolución Mexicana, el filósofo, abogado, maestro y polemista por antonomasia José Vasconelos. Desde su recién inaugurado Ministerio, en 1921, Vasconcelos trató de imprimir a la nuevas construcciones el sello de lo que desde su óptica significaba la esencia del ser nacional: la herencia híbrida de la conquista. Fue así como surge el neocolonial, considerado por el secretario de Educa-


107 ción como el estilo de la revaloración clara del mestizaje mexicano. Sin embargo, poco le duró el gusto a quien también fue, sin lugar a dudas, el promotor sin reservas del muralismo revolucionario mexicano, entendido como una gran lección de historia nacional al alcance de la mayorías; la cultura, entonces, también se democratiza. En esa misma década, algunos arquitectos y artistas mexicanos rompieron con el modelo impuesto por el vasconcelismo y comenzaron a adaptar a la mentalidad mexicana el nuevo estilo surgido a consecuencia de la Exposición de Artes Decorativas inaugurada en París en 1925. El art decó, entonces, se entroniza en una sociedad diferente, que en México recibía también el impulso renovador de los vientos que la posguerra había dejado en Europa, y que se sentía en todo diferente a quien la había precedido. Es decir, el cambio de mentalidad que trajo al interior un proceso revolucionario que se prolongó por más de diez años se manifestó también en formas de vida distintas y en construcciones de nuevo influidas por modelos que llegaban de Europa. Todo lo extranjero otra vez en boga. Sin embargo, el estudio de la arqueología que se había iniciado desde las postrimerías del porfirismo trajo a la mente de los nuevos creadores las formas estéticas de las antiguas culturas mesoamericanas cuyas líneas geométricas se adaptaron, en nuevo mestizaje cultural, al art decó que ya se había extendido por todo el mundo civilizado. Al mismo tiempo otros modelos de arquitectura moderna, hoy conocidos como racionalismo y funcionalismo, llegan a México junto con las teorías de Le Corbusier que enuncian la importancia de crear una máquina de vivir, que en su función de hogar proporcionara el primer contacto con el mundo diario. De ahí que las construcciones que comienzan a surgir a partir de la segunda década del siglo sean un muestrario de diferentes tendencias arquitectónicas que en su momento parecieron ser las más adecuadas para enfrentar los nuevos tiempos por venir. Fue así como la ciudad de México, renunciando siempre a su pasado


108 inmediato, se fue convirtiendo en un gran muestrario de formas y colores que cada una de estas etapas ha ido dejando como huella en esta ciudad cuya razón de ser pareciera estar en la modificación permanente. No obstante, Tacubaya poco había resentido los nuevos tiempos. Las viejas mansiones porfirianas seguían enseñoreando aquel paisaje aún idílico. La ciudad, que muy lentamente había comenzado a rebasar sus límites hacia los hasta entonces considerados municipios externos, buscaba a toda costa multiplicarse para recibir a los nuevos habitantes que llegaban a la capital expulsados de sus propias tierras, ahora inertes. Los gobiernos revolucionarios, con claros afanes especulativos, promovieron, mediante la supresión de impuestos, la creación de nuevas viviendas que elevaran el valor de los terrenos. Sin embargo, un cambio sustancial marcaría la llegada de la modernidad a Tacubaya: el Decreto de 1929 que eliminaba de tajo el régimen municipal del Distrito Federal. Así, este antiguo territorio, refugio de acaudalados citadinos decimonónicos, pasó a ser un apéndice de la antigua Ciudad de México. Fue entonces cuando comenzaron a hacer su aparición los edificios que hoy día son hito en la arquitectura mexicana. Grandes moles de concreto competían con lo que en otros países se estaba llevando a cabo. Lo que otrora fue una villa de descanso, poco a poco se iba transformando en un espacio cosmopolita de donde las antiguas familias ya habían huido. Así las cosas, en el mismo año del decreto centralizador, el arquitecto Juan Segura comenzó la construcción de lo que a la postre sería el Conjunto Isabel en lo que había sido una de las más famosas fincas de Tacubaya: la de los Mier y Pesado. Basándose en el deseo testamentario de doña Isabel Pesado viuda de Mier de proporcionar cobijo y ayuda a los necesitados, en el centro mismo de la mansión antigua fue instaurada una casa de salud para ancianos. El arquitecto Juan Segura dividió el enorme predio en lotes a fin de reali-


109 zar diversas construcciones que dieran habitación múltiple a las nuevas familias que llegaban por aquellos rumbos a los que muy lentamente se comenzaba a considerar parte de la ciudad. La propuesta de Segura llevaba implícita uno de los más importantes requerimientos planteados por los herederos de la señora Mier: que a partir de las rentas cobradas en los nuevos conjuntos habitacionales pudieran sostenerse las obras de beneficencia. Con la edificación del Conjunto Isabel en lo que hoy es avenida Revolución, Segura propuso un proyecto en donde, al ceder una parte del terreno, preveía el futuro ensanche de la ya citada avenida1 con el cual la zona adquiriría una mayor plusvalía e importancia, lo que en términos generales era la ambición de los dueños del predio.2 Con tendencias ciertamente novedosas, llevó a cabo un original conjunto en donde las mezclas estilísticas en boga se convertirían en una realidad que habría de transformar la fisonomía de Tacubaya. Considerando como prioritario el requerimiento de optimizar el espacio para obtener mayores ganancias, Segura construye una serie de locales comerciales que ocupan la planta baja del edificio de tres niveles propuesto en la periferia, mientras que en el interior se desarrollan, alrededor de un patio central, viviendas unifamiliares de dos niveles. Comprometido con la idea del conjunto, llegó incluso a desarrollar el diseño de los detalles que podrían parecer mínimos como lámparas, ornamentación de escalones y carpintería de puertas y ventanas, lo que produjo una magnífica integración estética que a la fecha se mantiene. La fachada, de gran plasticidad, combina elementos arquitectónicos con decoraciones superpuestas que traen a la memoria reminiscencias de estilos anteriores de ornamentación exacerbada. Así, rom1

Esta ampliación comenzó hacia finales de los años cincuenta. Cfr. Enrique X. de Anda, Arquitectura de la Revolución Mexicana, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1990, p. 109.

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110 pe con el neocolonial e introduce detalles que vislumbran la modernidad del art decó. Al año siguiente, 1930, el mismo arquitecto emprendió la construcción de una de las obras que hasta la actualidad distingue a Tacubaya como símbolo inconfundible de la demarcación: el edificio Ermita,3 que es en sí mismo un alarde arquitectónico: Construido en una época en que el debate parece centrarse entre dos poderosas alternativas de modernidad: el racionalismo europeo y la verticalidad de los rascacielos norteamericanos. El Ermita logra definirse dignamente dentro de una identidad que si bien aprovecha el progreso tecnológico proveniente del extranjero, no cede ante la plástica predeterminada en otras latitudes prefiriendo integrar un vocabulario arquitectónico absolutamente propio y original4

Situado justo en el sitio donde cincuenta años atrás un enorme arco indicaba la entrada a la casa de los Mier, Segura levantó este edificio considerado por ciertos periodistas de la época “afrentoso como un hachazo de concreto en la recoleta tranquilidad de Tacubaya”.5 El Ermita se caracteriza por la variedad de las actividades que se desarrollan en su interior, esto es departamentos de diversos tipos para albergar a las nuevas familias dependiendo del número de sus integrantes, locales comerciales y un cine, el Hipódromo, en donde se instaló el primer equipo sonoro del país.6 Los habitantes de Tacubaya comenzaron a ser una vez más los privilegiados de la ciudad al contar con ese adelanto que les 3

Mucha gente lo denominó durante años “edificio de la Canadá” por el enorme letrero de esta marca de zapatos que ostentaba en el vértice principal. Hoy día, existe un moderno anuncio de Coca Cola. 4 Ibid., p. 119. 5 Cfr. Antonio Fernández del Castillo, “Tacubaya”, en México en el tiempo. El marco de la capital, México, Talleres Excélsior, 1946, p. 203. 6 Cfr. Enrique X. de Anda, op. cit., p. 119.


111 permitió acercarse por primera vez en la historia de México a una de las transformaciones que cambiaron la visión del mundo. Los ya conocidos cines Balmori y Royal dejaron de ser los mejores de la ciudad. La colonia Roma comenzaba a perder algunos de sus antiguos atractivos y Tacubaya ganaba su primera e indiscutible batalla del siglo XX. Al igual que en el conjunto Isabel, Segura diseñó aquí todos los detalles, incluyendo en este caso el mobiliario destinado a los distintos departamentos, procurando optimizar el espacio a través de la creación de muebles que combinaran distintas funciones. Con innovaciones tecnológicas, muebles modernos, patios techados, cine sonoro y nuevos e imaginativos diseños plásticos, los habitantes del Ermita surgidos de la clase media producto de la Revolución Mexicana comenzaron a sentirse dueños de un mundo creado por su generación, por quienes pensaban que todo lo superfluo era vano y había llevado al país al caos porfiriano. Confiados en un México distinto, los recién llegados a Tacubaya a finales de los veinte y principios de los treinta encontraban que la modernidad era una realidad hecha especialmente para ellos. La Primera Guerra Mundial había dejado huella en el mundo, y la Revolución por fin transformaría a México. Dos años más tarde, con el mismo afán renovador, el arquitecto Francisco J. Serrano, casi homónimo del general sacrificado en Huitzilac, proyecta y lleva a cabo la construcción del edificio Jardín7, en donde la influencia de la escuela francesa se deja sentir profundamente: ...a mí me sirvió de mucha guía e influyó propiamente en mi manera de pensar Le Corbusier [...] yo tenía mucho interés en los jardines porque Le Corbusier precisamente decía que había que recuperar las azoteas haciéndoles un lugar verde [...] hicimos entonces en la colonia Escandón un edificio en 7

Sindicalismo 87, colonia Escandón.


112 las calles de Sindicalismo y Martí [...] en los pabellones del edificio dejamos en la parte baja unos espacios que eran como verandas8 al jardín y, entre pabellón y pabellón, se extendía el jardín por lo que fue un edificio de 4 000 metros de jardín concretamente en la planta baja y las plantas altas, entre verandas se utilizaban para descanso, juego de niños y para muchas otras cosas que propiamente venía siendo el reflejo de aquella arquitectura a base de columnas.9

A diferencia de otros arquitectos funcionalistas, Serrano construye haciendo ver la necesidad de enfatizar la belleza ornamental como parte fundamental de toda obra edificada. El hecho novedosísimo, tanto entonces como ahora, de dotar a un edificio de áreas comunes ajardinadas10 causó la admiración de aquellas familias, que habiendo considerado a la Tacubaya posrevolucionaria como refugio de nuevos ricos con gustos muy discutibles, o de grupos de obreros de medio pelo que habían encontrado por ahí cobijo merced a las nuevas políticas conciliatorias y populistas, regresaron a esta Tacubaya, de nuevo afrancesada, que les daba abrigo dentro de la modernidad que tanto anhelaban. Sin lugar a dudas, estos tres ejemplos son síntoma claro de los nuevos tiempos. Los vientos de los veintes, como los llamara Juan Bustillo Oro, dejaron huella permanente en Tacubaya, que poco a poco iba perdiendo su apacible aire en busca de un afán renovador que dejara atrás su pasado inmediato.

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Corredores o galerías. Lilia Gómez, “Testimonios vivos, 20 arquitectos”, en Cuadernos de Arquitectura y Conservación del Patrimonio Artístico, México, SEP-INBA, 1981, pp. 53 y 54. Citada por Enrique X. de Anda, op. cit., p. 125. 10 Desafortunadamente el edificio fue adquirido tiempo después por una compañía de seguros que lo transformó totalmente, con lo que perdió su belleza original. 9


113 Las crónicas sólo recuerdan el esplendor de antaño pero se conforman con un presente urgido de reactivar la economía a costa de reestructurar la ciudad. No hay en la mente de los otrora orgullosos habitantes de la ciudad de México ningún sentimiento apocalíptico; no se repara en lo perdido sino en lo que todavía falta por destruir. Lo nuevo, la copia del modelo extranjero, las nuevas corrientes arquitectónicas que colocaran a nuestra ciudad a la par de otras grandes urbes del mundo, era en sí el principal afán de quienes habitaban este espacio casi mágico que siempre se transformaba en busca de una nueva fisonomía. Perder lo propio, poco ha importado. Copiar lo ajeno y estar inmersos en el mundo civilizado ha sido y será punto fundamental de las corrientes “renovadoras”. No sólo la especulación inmobiliaria fue el motor de las transformaciones de la vieja ciudad. Entre 1926 y 1929, con la motivación casi misionera de acabar con el tifo y otras enfermedades ya endémicas, se habían deshecho las redes suburbanas de antiguos callejones a veces inmundos, donde proliferaban plagas de todo tipo que podían diezmar, merced a las epidemias, a la población entera de toda una comunidad. A decir de Alejandra Moreno Toscano: “Se desalojaron grandes espacios centrales, se demolieron viviendas antiguas y se abrió paso a las nuevas edificaciones modernas de carácter comercial que transformaron la vieja ciudad”.11 Quien ha sentido de cerca la destrucción acelerada de lo que fueran sus barrios infantiles, sus referencias de orientación, sus puntos de recuerdos infinitos, sabe bien que cuando la ciudad se escapa de las manos, algo muy profundo se rompe en aquel que, casi sin darse cuenta, ha sido cómplice de la devastación.12 11 Carlos Monsiváis. “Sobre tu Capital, cada hora vuela”, en Asamblea de Ciudades, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Bellas Artes, 1992, p. 13. 12 Nuestro referente más cercano es la creación de los llamados “ejes viales” durante el periodo 1976-1982.


114 Las relaciones familiares también se modifican; lentamente entre 1930 y 1950, la modernidad va alcanzando los hogares. La llegada del radio, con programas que siguen haciendo eco en la que fuera juventud de los años treinta, dejó de lado las viejas tertulias familiares. La música de Agustín Lara se hizo sentir en la inspiración de los mexicanos que antes preferían los poemas de Nervo. Los juegos infantiles fueron en muchos casos suplantados por los cuentos del tío Polito y las canciones de Cri-Crí. La clase media recibió con singular alegría la llegada de la modernidad que trajo aparejada una serie de comodidades: adiós para siempre a los calentadores de leña, a la estufa de carbón, a la hielera, a la escoba, al molcajete y al metate. Esos antiguos usos se modificaron por completo y pretendían ser olvidados del todo. Las largas horas en la cocina pasaron a ser parte de los recuerdos de las abuelas. Los muebles porfirianos, heredados de la generación anterior, dejaron de tener presencia. Poco a poco fueron suplantados por aquellos cuyo diseño traía el sello no sólo de los nuevos tiempos sino de los que estaban por venir. Se fueron lentamente los trinchadores de finas maderas talladas, las consolas con cubierta de mármol, las camas de latón y los grandes costureros de caprichosas formas. Las cortinas de brocado fueron suplantadas por las modernas persianas y los pisos de duela cedieron su lugar al linóleum y las losetas vinílicas.13 La ciudad cede así sus aires de grandeza en busca del avance material; el progreso en contra de la unificación. Se construyen los llamados “rascacielos” que comienzan a poblar avenida Juárez siguiendo el modelo norteamericano, tal como lo sentencia el arquitecto Enrique Guerrero: “Urbe de contrastes no armoniosos sino contradictorios. [...] A juicio de esta nueva moral que reinventa y perfecciona la insolencia 13 Situación que se refleja magistralmente en la película Una familia de tantas.


115 ‘aristocrática’ lo contemporáneo se localiza en la prosperidad económica, única libertad concebible”.14 Con todos estos avances y la industrialización que lentamente comenzó a sentar sus reales en esta todavía pequeña ciudad de México, la población aumentó de manera considerable en una década. De un millón 229 mil 576 habitantes que había en 1930, se alcanzó la suma de un millón 757 mil 530 diez años más tarde.15 Precisamente a finales de esa década, una vez más la influencia extranjera se vio reflejada con la presencia del arquitecto suizo Hannes Meyer, residente en México, quien funda el Instituto de Urbanismo y Planificación del Instituto Politécnico Nacional, con el que buscaba la preparación de aquellos profesionales que el país requería para el control de su acelerado crecimiento: “Los jóvenes arquitectos mexicanos comprendieron, a partir de las enseñanzas de Hannes Meyer que su misión estaba en servir al pueblo; por lo tanto, la tarea principal de los funcionalistas estaría en la vivienda de dimensiones mínimas. A la vivienda se le daba ostensiblemente un carácter de austeridad y extrema economía, sin perder por esto su sentido práctico”.16 No obstante la efímera existencia de este instituto que culmina sus actividades dos años más tarde, la herencia de su ideología quedó plasmada en los jóvenes arquitectos que conformaron las nuevas generaciones de los tiempos por venir. El mal entendimiento de la herencia ideológica de Meyer degeneró en conjuntos habitacionales que responden más a la 14

Citado por Carlos Monsiváis, op. cit., p. 35. Véanse los cuadros estadísticos en Enrique Espinoza López, Ciudad de México. Compendio cronológico de su desarrollo urbano, México, edición particular, 1991, pp. 138 y 168. 16 Varios autores, La arquitectura mexicana del siglo XX, coordinación y prólogo Fernando González Gortazar, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994. 15


116 especulación inmobiliaria que a una marcada tendencia de bienestar social. En la década de los cuarenta, época situada entre el entusiasmo postrevolucionario y los nuevos planteamientos de grandes conjuntos habitacionales, se multiplicaron los proyectos de edificios cada vez más compactos y elevados sin una tendencia definida, no obstante lo cual los resultados son de lo más interesante del siglo. Como diría Carlos Monsiváis: “Se vive la fiebre módica de los rascacielos” En esta época Luis Barragán, ajeno a esta tendencia, compra y lotifica un gran terreno en Tacubaya en donde, posteriormente, construiría su propia casa. En primer término, planteó muy a su estilo enormes y bien diseñados jardines y la hoy llamada Casa Ortega, que fuera su primer lugar de residencia, antes de concluir en 1947 la que fuera su hogar hasta su muerte.17 En la Casa Ortega, el entonces ya afamado arquitecto pone en práctica los conceptos que a la postre le dieron tanto éxito, es decir, espacios arquitectónicos basados en el uso de gruesos muros con ricas texturas, además de su reconocido manejo de la luz e inconfundible colorido local. Por otro lado, los gobiernos revolucionarios intentaron transformar ésta ya muy modificada capital de la República construyendo los más notables conjuntos habitacionales para los trabajadores. Al inicio de la década de los cincuenta toma impulso esta idea reivindicadora y se construyen en tiempo récord el multifamiliar Miguel Alemán y el Presidente Juárez. El primero fue terminado en 1949, dos años antes de que Le Corbusier pudiera finalizar un conjunto similar en Marsella.18 Una vez más los mexicanos, gozosos con sus logros, 17 General Francisco Ramírez 14, colonia El Chorrito, Tacubaya. Véase Catálogo Guía de Arquitectura Contemporánea. Ciudad de México, México, Fomento Cultural Banamex, 1993, p. 44. 18 Idem, p. 45. El Centro Urbano Presidente Juárez se inauguró en 1952. Véase Lilia Gómez, op. cit., p. 94.


117 se enfrentaban al mundo de la posguerra como precursores en sus afanes renovadores y de clara tendencia social. La llegada de Ernesto P. Uruchurtu a la jefatura del Departamento del Distrito Federal modificó de manera brutal la relación del habitante con su ciudad. Se rindió un indiscriminado culto al automóvil, y la capital prácticamente fue tasajeada a diestra y siniestra en aras de darle una mayor vialidad. Se fueron así muchos rincones coloniales, espacios arbolados y la mayor parte de los ríos y canales que todavía atravesaban la ciudad. En cambio, se abrieron avenidas, se trazaron nuevas vialidades, se hizo el viaducto y se comenzó la construcción del periférico. Una vez más la ciudad parecía la copia de un modelo extranjero, y el capitalino gozaba viendo desaparecer su entorno. Pocos, muy pocos levantaron alguna voz en contra; ciertos proyectos lograron impedirse, pero la gran mayoría siguió su curso. La publicidad oficial exaltaba los logros del “Regente de hierro” señalando los grandes beneficios que la ciudad adquiría merced a la destrucción acelerada. A Tacubaya, por su parte, los obreros comenzaron a llegar atraídos por las nuevas fábricas que en las partes altas se habían establecido. En 1957, en los mismo terrenos donde Hannes Meyer planeara una ciudad para trabajadores, el arquitecto Mario Pani, ya experimentado en esos menesteres, construyó la Unidad Habitacional Santa Fe. Con ese mismo impulso renovador se ampliaron las avenidas Revolución y Patriotismo y al año siguiente se entubó el río de Tacubaya, mismo que hacia 1959 se transformó en el Viaducto Río de la Piedad. En esta misma época se ligaron Parque Lira y la avenida Molino del Rey; Vicente Eguía con la avenida Benjamín Franklin; la avenida Parque Lira con el Viaducto Miguel Alemán, y 11 de abril con el ya citado Viaducto.19 19 Véase Octavio Colmenares Vargas, “México. Ciudad majestuosa”, en Excélsior, 1961, p. 71.


118 Hacia finales de la década la ciudad se enorgullecía con sus casi cinco millones de habitantes; la industrialización, impulsada fuertemente desde tiempos del gobierno de Miguel Alemán, por fin comenzaba a dar frutos. Las colonias para trabajadores proliferaban y la corrupción extendía ya sus garras en el asunto de la construcción y la urbanización. En esas fechas, Tacubaya se había convertido ya en refugio de clases proletarias. Las viviendas comenzaban a ocupar sitios antes propicios para el cultivo, y las lomas cercanas a Santa Fe, de tan bellos paisajes, estaban listas para ser urbanizadas. Hoy, una vez más, la nostalgia por la ciudad ocupa nuestros afanes. Los gobiernos emergidos de la Revolución hicieron suya la consigna de ser modernos a toda costa y cada uno ha querido imprimir su huella a la capital de la República. Espacio abierto a las más encontradas contradicciones, a múltiples facetas culturales y a todas las modificaciones arquitectónicas, la ciudad se ha negado reiteradamente a perder su verdadera esencia. Por todas partes han logrado sobrevivir restos de un pasado que se niega a morir. Tacubaya, con sus antiguos rincones escondidos, sus leyendas, sus viejos templos, sus recuerdos grabados en muros de piedra centenarios, ha detentado como divisa fundamental el orgullo de sus habitantes, propietarios del enorme legado cultural que ha marcado a lo largo de los años a esta antigua villa cuyo nombre hoy día sólo se conserva en una estación del metro. Así, con el asombro que todavía puede causarnos esta destrucción-modernización que ha padecido nuestra ciudad en general y Tacubaya en particular a lo largo del siglo, impulsemos todas aquellas acciones tendientes a defender lo que ha logrado sobrevivir a esta barbarie colectiva.


Tacubaya y la salud pública, siglo XIX Beatriz Lucía Cano S.* Durante la época Colonial se estableció el Real Tribunal del Protomedicato como la instancia en la que se realizaban y difundían las actividades terapéuticas. Su principal ocupación fue la “regulación y vigilancia de la salubridad, la higiene y el control del ejercicio de la medicina, la cirugía, la farmacia, la flebotomía y el ‘arte de los partos’”.1 Sin embargo, sus avances fueron limitados debido a que los conocimientos médicos estaban influidos por las corrientes escolásticas de pensamiento. El tratamiento y la prevención de las enfermedades y epidemias que asolaban a la población constituyó uno de los aspectos en los que mostró una mayor debilidad. Esto se hizo evidente, por ejemplo, en 1813, año en el que se propagó una epidemia que se ha identificado como el tifo, aunque la naturaleza de la afección es un tema que ha causado un gran debate.2 *

Dirección de Estudios Históricos, INAH. Cfr. José Félix Alonso Gutiérrez, “La salubridad pública en México (1833-1943)”; Miguel Bustamante, “La situación epidemiológica de México en el siglo XIX”, en Enrique Florescano y Elsa Malvido (comps.), Ensayo sobre la historia de las epidemias en México, México, IMSS (Seguridad Social, Historia), 1982, p. 468; Lourdes Márquez Morfín, La desigualdad ante la muerte en la ciudad de México. El tifo y el cólera, México, Siglo XXI, 1994, p. 133. En 1527 se nombró al primer protomédico de la Nueva España, aunque todavía no existía Tribunal. Éste se fundó, según Félix Alonso, en 1628, mientras que Lourdes Márquez señala que fue en 1646. 2 Rogelio Vargas Olvera, “Panorama de las epidemias en la ciudad de México durante el siglo XIX”, en Cuadernos para la historia de la 1


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Ante el avance de la enfermedad, el Ayuntamiento de la Ciudad de México asumió la responsabilidad, como lo marcaba la legislación colonial. De tal modo, estableció una Junta de Sanidad que enlazada con los comisarios de los barrios “auxilió a los enfermos con alimentos, ropa y medicamentos, [y contó] con el apoyo de las corporaciones religiosas y de algunos ricos personajes” que hicieron donaciones que sirvieron para pagar a los médicos, aunque esta ayuda monetaria fue irregular.3 Las autoridades médicas del Tribunal del Protomedicato no encontraron una forma de controlar la epidemia, por lo que aconsejaron el uso del “naranjate con cremor tártaro” para el cuidado de los enfermos. Asimismo ordenaron fumigar con ácido nítrico los lazaretos y otros lugares en donde se hubieran encontrado personas afectadas por la enfermedad.4 Otras medidas fueron que se hiciera una limpieza constante de las calles y que se quemaran las inmundicias, los desperdicios y todos aquellos objetos que hubieran estado en contacto con los enfermos. Además, se debían acondicionar cementerios en la zona periférica de la ciudad y cada una de las fosas debía contar con una determinada profundidad. Dos aspectos destacan en este problema. En primer lugar, la incapacidad de los médicos para emitir un juicio acerca de la enfermedad debido a que los síntomas eran variados y desconcertantes. Por otra parte, la epidemia se produjo en un momento Salud, México, Oficialía Mayor, Centro de Documentación Institucional, Departamento del Archivo Histórico de la Secretaría de la Salud, 1993, p. 8; Miguel E. Bustamante, “Cronología epidemiológica mexicana en el siglo XIX”, en Enrique Florescano y Elsa Malvido, op. cit., p. 41; Márquez Morfín, op.cit., pp. 13, 219. Esta es la postura de Rogelio Vargas, Lourdes Márquez y Miguel Bustamante, quienes muestran que no se puede precisar la identidad de las llamadas “fiebres pestilentes o manchadas”, porque “los médicos de la época no acertaban en cuanto al diagnóstico ni en cuanto a sus causas”. No obstante, Rogelio Vargas y Lourdes Márquez admiten que puede tratarse de tifo. 3 Ibid., p. 9. 4 Idem.


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en que el Ayuntamiento carecía de dinero, lo que agravó las dificultades. A ello se debe sumar que la epidemia se extendió por el miedo que la gente le tenía a los lazaretos, pues estos lugares también se constituyeron en focos de contagio.5 Después de la proclamación de la Independencia, el Protomedicato tuvo una existencia precaria debido, entre otras cosas, a que el país se encontraba en plena reconstrucción. Sus funciones se limitaron al ejercicio de la medicina sólo en la ciudad de México y sin la autoridad para “defender y fomentar la salubridad nacional”. En 1820 sus funciones se redujeron aún más al crearse una Junta de Sanidad que tenía la misión de cuidar la salud de los ciudadanos. Las autoridades del Protomedicato protestaron aduciendo que con ello se usurpaban sus funciones.6 Pero los días del Protomedicato estaban contados, la supresión era inevitable. El 21 de noviembre de 1831, el presidente Anastasio Bustamante emitió la Ley de Cesación del Real Tribunal del Protomedicato, con lo que dio fin a este establecimiento,7 que “terminó sin gloria, con el recuerdo de su fama, en los libros, más que el de sus hechos en salud pública”.8 Miguel Bustamante considera que el principal motivo de la supresión fue su incapacidad para “hacer algo efectivo por la salubridad durante la Colonia”. Frente a esta postura, Henry Sigerist sugiere que “la higiene y en especial la salud pública (...) dependen muy estrechamente del conoci5

Vargas Olvera, op. cit., pp. 119, 170, 237. Márquez, op. cit., pp. 136-137. 7 Alonso Gutiérrez, op. cit.; Bustamante, op. cit., p. 468. La fecha de su inhabilitación ha creado una divergencia entre los dos autores: mientras Félix Alonso señala el 21 de noviembre de 1831, Bustamante da como fecha el 21 de octubre del mismo año. 8 Bustamante, “La situación...”, pp. 430, 468; Márquez, op.cit., p. 134. Para Lourdes Márquez el Protomedicato sufrió un debilitamiento constante en las primeras décadas del siglo XIX debido, en gran medida, a los cambios políticos y sociales que ocurrieron desde el segundo tercio del siglo XVIII. 6


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miento tecnológico [de] que se disponga en una determinada época”. La higiene debe verse como el resultado del discernimiento médico y fisiológico existente en una sociedad, con lo cual “la higiene es ante todo fisiología aplicada”.9 Con la eliminación del Protomedicato, las autoridades gubernamentales se dieron a la tarea de reformar la administración médica. En 1831 se fundó la Facultad Médica del Distrito Federal. En 1833 se creó el Establecimiento de Ciencias Médicas, que retomó las funciones del Protomedicato y se dio a la tarea de elaborar un código sanitario. Lourdes Márquez considera que la fundación de este establecimiento dio “comienzo más formalmente [a] la medicina científica”.10 La transformación de la organización sanitaria en el país ayudó al desarrollo de la medicina. Los estudios médicos se ampliaron al grado que hubo una apertura al mundo científico y a las publicaciones médicas europeas, con una marcada preferencia por la escuela francesa.11 Los cambios en el gobierno y los desórdenes políticos y económicos en los que estaba inmerso el país afectaron el desarrollo de las instituciones médicas, con lo que se vieron perjudicadas las obras de investigación y difusión. El 4 de enero de 1841 surgió el Consejo Superior de Salubridad del Departamento de México. Esta institución perduró hasta las primeras décadas del siglo XX. En 1876 se estableció que su jurisdicción era el Distrito Federal y los Territorios Federales. No tenía injerencia en los asuntos estatales ni nacionales. Sólo en Veracruz y Yucatán existían direcciones de Salubridad del Estado. El 9

Henry Sigerist, Hitos en la historia de la salud pública, México, Siglo XXI, 1998, p. 22. 10 Alonso Gutiérrez, op.cit.; Bustamante, “La situación...”, p. 469; Márquez, op.cit., p. 142. 11 Bustamante, “La situación...”, p. 428; Márquez, op.cit., p. 29. Una de las ideas que cambiaron con la incorporación de descubrimientos médicos fue la concepción de que las enfermedades tenían su origen en castigos divinos.


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Consejo dependía directamente de la Secretaría de Gobernación, misma que decidía las medidas a tomar cuando se presentaban amenazas de enfermedades epidémicas.12 Uno de los principales logros del Consejo Superior de Salubridad fue el fortalecimiento de las acciones para controlar la higiene pública. Para ello se crearon diversos organismos estatales que editaron revistas en las que se buscaba difundir los conocimientos y las experiencias médicas.13 La importancia de las publicaciones periódicas mexicanas sobre medicina radicó en que divulgaron “conocimientos exógenos y posteriormente los producidos por los propios médicos mexicanos, los cuales, para mediados de siglo, pudieron muy bien ser el grupo científico más importante en América en el desarrollo de paradigmas médicos y científicos, privando en esa época las visiones anatomoclínica, fisiopatológica”.14 En 1872, el Consejo Superior de Salubridad publicó un reglamento según el cual se debía establecer una estadística médica, con especial énfasis en hacer dictámenes sobre ciertas áreas de la vida pública que iban desde “la reglamentación y vigilancia de la prostitución” hasta la reglamentación de “la higiene en establecimientos comerciales e industriales, en talleres peligrosos e insalubres, en mercados, rastros, establos, hospitales y escuelas”.15 Toda esta labor culminaría con la publicación del Código Sanitario en 1894.16 El Consejo Superior de Salubridad no se encontró solo en la resolución de los problemas sanitarios. Desde 1840, se estableció en las ordenanzas municipales que los ramos de Salud Pública estuvieran a cargo del Ayuntamiento de Méxi12

Ibid., pp. 430, 469; Alonso Gutiérrez, op.cit. Eulalio Aguilera Medrano, “Historia de la medicina en México en el siglo XIX”, tesis de licenciatura en historia, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1993, p. 77. En 1868 se contaban 23 asociaciones y 37 publicaciones. 14 Ibid., p. 162. 15 Alonso Gutiérrez, op.cit. 16 Bustamante, “La situación...”, p. 430. 13


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co, por lo que el vínculo de las dos instituciones fue indisoluble. Esta actitud no era nueva ni muy diferente a la que se había adoptado durante el periodo colonial, cuando correspondían a los ayuntamientos el aseo, los servicios de agua y la recolección de basura. Los dos organismos actuaban en forma conjunta y se reunían cuando se planeaba abrir algún hospital, ya sea porque se advertían graves enfermedades o para evitar el contagio de un mal, de modo que “establecieron lazaretos a las orillas de las poblaciones para aislar a las víctimas”. En el siglo XIX las atribuciones de los Ayuntamientos crecieron, pues no sólo se ocuparon de los ramos anteriores sino que incorporaron en su jurisdicción a la prostitución y otras fuentes de ingreso municipales.17 Es necesario tener en cuenta esta situación ya que “el cuadro epidemiológico está indisolublemente ligado con los organismos que funcionaron en relación con la salud”.18 En 1880 el Consejo Superior de Salubridad estaba estructurado por trece comisiones, entre las que cabe destacar: una comisión de epidemiología, otra que se ocupaba de los teatros, hospitales, cárceles y demás establecimientos de aglomeración de individuos y, por último, la que cuidaba las acequias, atarjeas y albañales. La asociación entre el Consejo Superior de Salubridad y el Ayuntamiento de la Ciudad de México para resolver los problemas sanitarios de la capital no ocurría sólo en las épocas de epidemias, sino que existía una colaboración constante aun en tiempos normales.19 Esta vinculación se pudo observar en el caso de Tacubaya, población que fue atacada por el tifo entre los años 1893 y 1895. Veamos las diversas medidas que se pusieron en práctica para contrarrestar la epidemia.

17

Alonso Gutiérrez, op.cit.; Bustamante, “La situación...”, pp. 430 y 469. 18 Bustamante, “La situación...”, p. 467. 19 Alonso Gutiérrez, op. cit.


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El tifo en el siglo XIX Durante el siglo XIX la ciudad de México sufrió constantes brotes epidémicos de viruela, tifo y otros padecimientos. El tifo fue una enfermedad recurrente no sólo en la ciudad de México, sino también en el resto del país. En su Cronología epidemiológica, Miguel Bustamante revela la frecuencia de su aparición. Se propagaba de manera constante por el país, pero había ocasiones, como en 1889, 20 en las que amplias zonas quedaban libres de él: Veracruz, Tabasco, Campeche, Yucatán, Baja California, Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Coahuila. Sin embargo, la zona central del país estaba bajo el azote del mal.21 La recurrencia de la enfermedad llevó a la Academia de Medicina a lanzar una convocatoria en 1891 para que se le enviaran trabajos que ayudaran a encontrar una posible solución. Este concurso fue ganado por los doctores Luis E. Ruiz y Fernando Zárraga, con su trabajo intitulado “Memoria sobre el tifo”.22 Pese a los estudios realizados, no se encontró un medio 20

Bustamante, “La situación...”, pp. 440-441, y “Cronología epidemiológica...”, p. 424. 21 Bustamante, “La situación...”, p. 442. 22 Ibid., pp. 424, 443. En la compilación que realizaron Enrique Florescano y Elsa Malvido se encuentran dos estudios sobre el tifo. Uno es de Miguel Francisco Jiménez llamado “El tabardillo”, publicado en la Gaceta Médica de México, diciembre-enero de 1864-1865. Esto demuestra que, aun antes de que se decidiera investigar sobre la enfermedad de una manera más “institucional”, los esfuerzos de los médicos estaban enfocados a ello. El otro trabajo es el del doctor José Olvera, titulado “Memoria sobre el tifo”, presentado a la Academia de Medicina. Un hecho que llama la atención a Miguel Bustamante es que los médicos de la época no se dieron cuenta de que el baño al que sometían a los enfermos de tifo y la desinfección de sus ropas permitieron la eliminación de esta enfermedad en el Hospital de San Hipólito. Lo atribuye a que los médicos no se encontraban cerca de los pacientes y, por ello, no se pudieron percatar de que la disposición escrita iba más allá de la simple acción sanitaria.


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para detener la enfermedad. En 1893, el presidente Porfirio Díaz reconoció ante el XVI Congreso de la Unión que en los meses de invierno el tifo “suele exacerbarse en la capital” pero que en ese año había mostrado un “carácter epidémico 23 en diversas ciudades del interior”. Desde la década de 1880, el avance de las enfermedades epidémicas había llevado al Consejo Superior de Salubridad a subdividir a la ciudad con el fin de atender con mayor eficacia a los enfermos. Se instituyeron dos médicos inspectores para los dos distritos en que se dividió la ciudad. Mientras una de las jurisdicciones estaba conformada por las municipalidades de Tlalpan y Xochimilco, la otra la constituían Tacubaya y GuadalupeHidalgo. En esta última jurisdicción el médico responsable era el doctor Juan Campuzano.24 Tifo en Tacubaya: el establecimiento del lazareto Desde la época colonial era común aislar a los enfermos graves en estos lugares, pues tenían la atribución de hospitales provisionales en tiempos de calamidades.25 Con la aparición del tifo en Tacubaya, el Ayuntamiento ordenó que se estableciera un lazareto en este lugar en el mes de marzo de 1893. El 23

Ibid., p. 442; Márquez, op.cit., p. 222. Es fascinante esta descripción porque Lourdes Márquez identificó la curva de distribución de la enfermedad y encontró que variaba, pues el invierno constituía su punto más débil. 24 Vargas Olvera, op.cit., p. 14. La de Tlalpan-Xochimilco estaba a cargo del doctor Leandro Arroyo y comprendía Coyoacán, Tlalpan, Xochimilco, Oxtotepec, Octapan, Milpalta, Misquic, Tulyehualco y Tláhuac, mientras que la de Tacubaya-Guadalupe-Hidalgo se conformaba por Tacuba, Azcapotzalco, Guadalupe, Santa Fe, Cuajimalpa, Mixcoac, Iztacalco, Iztapalapa y Hatahuacan. 25 Márquez, op.cit., pp. 199, 236. Los lazaretos nacieron como lugar en el que se aislaba a los enfermos de lepra. En Nueva España se utilizaron desde el siglo XVI.


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lazareto dependía directamente del Ayuntamiento de la Ciudad de México y del Consejo, por lo que los informes se remitían a estas dos instancias. El 14 de mayo de 1893 el encargado del lazareto, de apellido Cervantes, envió al Ayuntamiento una notificación de lo sucedido durante el mes de abril. En su declaración destacaba que el funcionamiento de la institución había sido conveniente, puesto que en dos meses se había registrado un “número relativamente corto de defunciones”, lo que “habla muy alto a favor de las condiciones en que se encuentran los enfermos de dicho establecimiento”. Cervantes muestra que durante el primer mes ingresó sólo una persona, mientras que en el segundo mes ingresaron quince, con lo que se atendía a 33 enfermos en ese lugar. Tenía una visión optimista, pues señalaba que tres de los pacientes no estaban enfermos de tifo, así que sólo había treinta infectados. De éstos, seis se encontraban “en vía de alivio”, dieciocho habían sido dados de alta y seis habían muerto. Pero dos de los muertos se encontraban en “estado comatoso” al llegar al lazareto, por lo que la cifra se reducía a cuatro muertos durante el tratamiento y la tasa de mortalidad resultante era de 14 o 15 por ciento. El encargado manifestaba la necesidad de que este lugar existiera permanentemente, pues podría ser benéfico para la población en el futuro. Sin embargo, creía necesario ampliarlo debido a que el espacio era pequeño.26 En una epidemia mayor podía sobrepasarse su capacidad. Cervantes hacía notar que en el lazareto se había salvado a varias personas que se encontraban enfermas de gravedad, a tal grado que se “creía su muerte”.27 Consideraba que el trabajo había sido muy eficiente. Para demostrarlo, aludió a la opinión de un paciente de origen español que “había salido muy contento no sólo de haberse aliviado, sino del modo que había sido asistido”. A su juicio, los enfermos de tifo habían disminuido por la “entrada de las lluvias”; así, sólo se habían registrado 26

Archivo del Ayuntamiento de la Ciudad de México (en adelante AA), Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, f. 66. 27 AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, ff. 41, 66.


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cinco casos en el mes de marzo y cinco en abril. Nadie había muerto, a pesar de “haberse presentado algunos casos de bastante gravedad y en otros algunas complicaciones que contribuyen a aumentar las dificultades para tan penosa enfermedad”. Para mostrar las virtudes del establecimiento, Cervantes comparó la situación que imperaba en la ciudad de México y en Tacubaya. Decía que en la ciudad de México se habían reportado 1,031 enfermos; 375 fallecieron, con lo que se alcanzó una mortalidad de 36 por ciento. En cambio, en los tres meses de funcionamiento del lazareto de Tacubaya ingresaron 35 enfermos y murieron sólo siete. Dos de ellos no habían sido asistidos en el momento preciso y la cifra podía reducirse a cinco muertos, lo que arrojaba una mortalidad de 14 por ciento. Cervantes atribuía esto a “las buenas condiciones higiénicas en el lazareto” y “al tratamiento empleado”. La comparación de cifras que hizo le permitió mostrar las ventajas “de esta clase de establecimientos no sólo por el buen resultado obtenido con los enfermos allí tratados, sino más que nada, porque se retiran del centro de las ciudades focos de infección y por consiguiente su aislamiento evita la propagación de epidemias”.28 Cervantes buscaba convencer a las autoridades sanitarias de la necesidad de conservar el lazareto, pero sus gestiones no dieron resultado. No sin cuestionamientos a las medidas tomadas por el Consejo, el cierre se decretó a fines del mes de junio, cuando se consideró que la enfermedad estaba bajo control; sólo se conservaron algunos empleados para “el cuidado y aseo de él”.29 Con anterioridad, el 17 de marzo, la Comisión de Salubridad había consultado al Ayuntamiento de la Ciudad de México si el médico-inspector del distrito debía reconocer a los enfermos “que padecen una infección infecto-contagiosa y que no tienen médico que los asista y que pueda dar el aviso que el Consejo ordena”. Aunque la respuesta había sido favorable, lo cierto es que la decisión no llegó a conocimiento de la Comisión 28 29

Idem. AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, ff. 80, 49.


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y ésta manifestó que había “graves inconvenientes” debido a que no estaban bien definidas las atribuciones del médicoinspector. Los miembros de la Comisión consideraban que su experiencia de “observación asidua” y el conocimiento que tenían de los perjuicios les daba autoridad para criticar las decisiones tomadas por el Ayuntamiento. Estaban convencidos de que en Tacubaya se necesitaba al médico-inspector y a un regidor de Salubridad, aunque se tenían que emitir disposiciones pues el primero “no tiene reglamento alguno que obedecer”. Esta carencia iba en detrimento de sus funciones, lo que menguaba su capacidad para velar por la salubridad pública. También era necesario que se establecieran claramente las atribuciones del regidor pues “si es cierto [que] no están definidas también es verdad [que] no son ignoradas”. La Comisión tomó como argumento la muerte de un matrimonio para tratar de probar la necesidad de la permanencia del lazareto: “El tifo, ese terrible azote de la humanidad, se encargó de reunir más allá de la tumba a esos seres queridos que se habían jurado una fidelidad eterna; nada le importó dejar un hogar más en la mayor desolación y miseria”. Preguntaban al Ayuntamiento si esto no era lamentable y si no creían que la catástrofe “se habría podido evitar si desde el principio de la enfermedad de la señora se ponen en práctica todas aquellas medidas de profilaxia y de desinfección que la Ciencia aconseja (...) ¡Ciertamente que sí! Y cuando sabemos que no se le observaron tales medidas estamos en nuestro derecho para sentir que el médico que asistió a la señora vea con tan punible indiferencia las prácticas modernas del arte de curar”. Esto les servía para criticar al médico residente en la zona y, en especial, el “deplorable abandono que tiene para asistir a sus enfermos”, pues aun los certificados de defunción que expedía no eran válidos.30 Quizá esta queja haya sido escuchada, porque el 8 de septiembre de 1893 el Consejo les respondió que la resolución se daría a conocer cuan30

AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, f. 88.


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do se “termine el estudio del asunto”. Asimismo se promulgaría el Reglamento para los médicos inspectores sanitarios de los distritos. Mientras tanto, el Consejo mandó un agente sanitario para revisar el caso descrito por los vecinos. En su informe el agente puso especial énfasis en las normas higiénicas. La casa en la que murió la pareja estaba en ruinas. Contaba con “cuatro piezas medio habitables”; el resto de las habitaciones carecían de techos, pisos y puertas. Si bien habían muerto dos personas, no se había mencionado que se salvaron cinco. Se procedió a desinfectar la casa “tanto de las piezas ocupadas por los enfermos como [en] las que estuvieron el cadáver de uno de los enfermos y donde [se] conservaban ropas”. Estas fueron quemadas junto con los colchones de los muertos. El agente estimaba que el Consejo debía avisar al dueño que la casa tenía que ser reconstruida. La notificación se realizó unos días después.31 Al parecer el reclamo de los vecinos tuvo éxito pues el 13 de octubre de 1893 se restableció el Lazareto Municipal de Tacubaya. Ricardo Estévez y Lares fue nombrado agente sanitario y ese mismo día tomó posesión de su cargo. De inmediato remitió un informe sobre los enseres que poseía el lazareto, según el cual faltaban algunos que sí aparecían en un inventario efectuado entre marzo y junio. El 30 de octubre el Consejo remitió los Reglamentos de Salubridad32 e hizo saber a Estévez que debía rendir informes mensuales de sus actividades al recién establecido Consejo Superior de Tacubaya.33 Las ocupaciones 31

AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, ff. 9, 5, 96. AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, ff. 97, 98, 101. El único expediente que no se recibió fue el de Expendio de carnes porque el Consejo carecía de ejemplares, pero se le pidió al agente sanitario que los solicitara a la Secretaría de Gobernación. 33 AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, ff. 102, 12. El primer informe del agente sanitario tiene fecha de 30 de octubre, en el que da noticia de los trabajos ejecutados: niños llevados a vacunar, 50; casos de tifo en la población, 3; corrales que se mandaron a limpiar, 4; camillas 32


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del agente se diversificaron pues tuvo que atender las políticas de vacunación, la aparición de los brotes epidémicos y el cumplimiento de las disposiciones higiénicas. Por ejemplo, se le solicitó que inspeccionara un jagüey que, según los demandantes, era peligroso tanto para “los vecinos de este rumbo [como] para la población [en general]”. Los vecinos decían que la causa del mal se encontraba en que el jagüey recibía “los derrames de agua en putrefacción de una fábrica del molino de Valdez del Almidón”, por lo que se solicitó a las autoridades municipales que fuese desecado.34 Una de las principales preocupaciones de Estévez fue el control y prevención de las enfermedades. Es posible advertirlo en sus informes, ya que era el médico encargado de resolver y llevar a cabo las medidas necesarias. Mostró especial interés en el desarrollo del tifo, a pesar de que ésta no era la enfermedad que causaba más muertes. De tal forma, en noviembre informaba que los casos de tifo “ha[n] aumentado en la Cabecera”. Sin embargo, eran casos aislados y no se había reportado ninguno por contagio o propagación. La estadística remitida al Consejo señalaba que se habían producido ocho casos y sólo tres de ellos llegaron al hospital. Se habían producido tres muertes: una en la cabecera de la población y otras dos en Tacubaya, mientras que en las demás municipalidades no se reportaba ninguna. Entre las causas de las muertes se contaban la escarlatina y la difteria, pero eran las enfermedades respiratorias y digestivas las que que llevaron tifosos y se mandaron a desinfectar, 4; también se mandó desinfectar una casa; baños que se mandaron limpiar, 10; idem que se mandaron componer, 1. Los informes no sólo fueron mensuales sino también anuales, como se observa en el correspondiente a 1893: niños llevados a vacunar, 923; enfermos de tifo, 134; desinfección que se practicó, 117; corrales que se mandó limpiar, 40; albañales, 86; excusados, 5. “De los 134 enfermos de tifo que tuvimos conocimiento, sabemos que se remitieron al Lazareto Municipal 36; después de clausurado el lazareto se remitieron al Hospital Juárez de México 42”. 34 AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, f. 104.


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predominaban. Las primeras provocaron treinta defunciones (veintitrés por neumonía) y 42 las segundas (veintiuno de estas muertes se debieron a padecimientos gastrointestinales).35 En diciembre, Estévez reportaba que habían aumentado los casos de tifo pero no se había producido una epidemia como él lo temía. En la cabecera sólo se habían presentado siete casos, de los cuales cuatro habían muerto y tres se habían remitido al hospital. La situación fue más complicada en Tacubaya, donde sí hubo una gran mortalidad por tifo: se decía que sumaban seis los muertos. En este mes, la mayor mortandad fue ocasionada por las enfermedades del aparato respiratorio (32 fallecimientos, veinticinco por neumonía). Se reportaron veinticuatro muertes por padecimientos gastrointestinales. Estévez advertía que la escarlatina todavía se manifestaba entre la población. Y la viruela había desaparecido casi por completo a pesar de que en Cuajimalpa había muerto una persona.36 El hecho de que el agente sanitario se tuviera que ocupar de la vacunación provocó un problema de jurisdicción entre él y el inspector sanitario. En sus informes, Estévez muestra su disposición para hacer que las vacunas llegaran a toda la población. En noviembre mencionaba que se había vacunado a 81 niños, mientras que en diciembre sólo a treinta. Sin embargo, en uno de sus informes de 1895 se quejaba de que el inspector sanitario no colaboraba en la labor de aplicación de la vacuna. Y es que el inspector tenía órdenes de llevar a los niños al puesto de vacunación; si no lo lograba, entonces intervendría un gendarme. El agente consideraba que el inspector había prestado un buen servicio pero “que cualquier sacrificio que se hace [...] a medida que se compara con el bien que le puede resultar a la sociedad, me ha costado más caro de lo que yo creía pues el Inspector Sanitario, interpretando mal, muy mal, las disposiciones de la 35

AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, f. 104. AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, f. 119. Compara las cifras de mortalidad de octubre (129) y noviembre (125), y encuentra que la del último mes fue menor. 36


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Comisión [de la vacuna], se ha imaginado que ella es la que tiene la culpa de cuanto contratiempo se pasa en el servicio de vacuna”. Estévez rechazaba la acusación de que se entrometía en las atribuciones del médico vacunador y del inspector sanitario, pues ellos no estaban bajo su dirección, “ni soy yo quien tiene la obligación de tomarle estricta cuenta de sus acciones”. Deseaba evitar cualquier daño contra la sociedad y por eso afirmaba que “por fortuna todavía hay tiempo, pues Tacubaya se encuentra en la actualidad libre de tan desoladora plaga. ¿Más tarde? ¡Quién sabe!”. El agente concluía que los esfuerzos de la Comisión de la vacuna habían sido mal interpretados y que debían retirarse de “la colecta de los niños”, pero no abandonar “la vigilancia y el cumplimiento de los cometidos”.37 Al hacer un repaso de la génesis de las instituciones médicas y su progresiva transformación, el presente estudio muestra cómo el sistema de salubridad pública del país tiene una larga tradición que se remonta hasta el Real Tribunal del Protomedicato fundado en la Colonia. Sin embargo, esta institución no logró controlar con acierto los problemas epidémicos. Los problemas económicos, la ignorancia de la población y el incipiente desarrollo del conocimiento científico de la época se tradujeron en desconcierto frente a una sintomatología que los médicos no alcanzaron a descifrar. El siglo XIX representa, en este sentido, el primer paso hacia una verdadera sistematización tanto del conocimiento médico como de las acciones y los códigos de salubridad. Esto permitió enfrentar con mayor eficacia los brotes epidémicos. No obstante, la sustitución del Protomedicato por el Consejo Superior de Salubridad, así como las acciones conjuntas en las que participaban los Ayuntamientos y la Secretaría de Gobernación, no bastaron para prevenir las afecciones y, mucho menos, para revertir la fuerza de las diversas epidemias que atacaron al país a lo largo del siglo. Se puede advertir que la progresiva transformación de 37

AA, Fondo Tacubaya, Ramo Salubridad, exp. 19, f. 30.


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corporaciones como el Consejo Superior de Salubridad, cuya jurisdicción fue ampliándose desde la ciudad de México hacia el resto del país, estuvo más relacionada con la reglamentación y la redistribución de los establecimientos, inspectores y doctores, que con el desarrollo real de los tratamientos médicos. Ante la falta de hospitales fue necesario recurrir a los lazaretos, cuyos servicios de salud se desempeñaron, en efecto, de una manera cada vez más estricta y eficaz, pero que sólo representaban soluciones parciales del problema. De tal forma, como se observa en el caso del lazareto de Tacubaya, aunque se logró reducir la tasa de mortalidad y evitar la propagación de las enfermedades gracias a las rigurosas medidas higiénicas y al aislamiento de los enfermos graves de las ciudades, no se consiguió instalar un lugar permanente para tratar enfermedades, ni hubo un auténtico avance terapéutico y, mucho menos, preventivo. No obstante, la elaboración de reglamentos de salubridad, que culminaron con el Código Sanitario de 1894, la fundación de la Facultad Médica del Distrito Federal y del Establecimiento de Ciencias Médicas, y la creación de publicaciones periódicas como la Gaceta Médica de México son algunos de los hechos que revelan una conciencia creciente en cuanto a la necesidad de ampliar la investigación médica y vincularla a las acciones gubernamentales (cuyo ejemplo más patente es la convocatoria de la Academia de Medicina en 1892). En los hechos, este desarrollo se vio obstruido con frecuencia por las deficiencias burocráticas que arrastraban los servicios de salud: la distancia que existía entre médicos y pacientes, la ineficacia para relacionar las simples acciones sanitarias con la investigación científica, las envidias personales, o el que ciertos puestos se les dieran a funcionarios incapaces de ver más allá de sus propios intereses, tal como se pone en evidencia en el caso de Tacubaya.


San Miguel Chapultepec. Un pueblo de Tacubaya a mediados del siglo XX Andrés Medina* Introducción La Ciudad de México constituye un espacio de extrema complejidad en el que el mito de su modernidad y el afán de cosmopolitismo, tan caros a la antigua nobleza criolla, han impedido reconocer la originalidad de sus manifestaciones culturales así como la vigencia de poderosos procesos profundamente arraigados en su entorno histórico. Porque si bien es cierto que la Muy Noble y Leal Ciudad de México fundada por los conquistadores españoles se diseña y construye siguiendo las normas clásicas del urbanismo de la época, lo que da por resultado una de las más bellas expresiones arquitectónicas del Nuevo Mundo, en su espacio cultural y en su sustrato se mantiene viva una tradición milenaria que ha acotado minuciosamente sus referentes geográficos desde la perspectiva de la cosmovisión mesoamericana. Sobre las ruinas y con las mismas piedras del recinto sagrado de Mexico-Tenochtitlan se erige la ciudad española, pero el antiguo trazo urbano y sus orientaciones generales se mantienen de diversas maneras; sobre todo los pueblos del entorno negocian su continuidad con los colonizadores hispanos conservando su base socioeconómica y la estructura política del altépetl, una vez definidas las condiciones de su *

Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM.


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sometimiento, pues serían los proveedores de la fuerza de trabajo, del tributo y de los recursos naturales para el mantenimiento de la naciente sociedad colonial. El espacio histórico en el que se instala la ciudad española es la Cuenca de México, donde se había alcanzado un elevado desarrollo socioeconómico y definido una red de alianzas políticas que se centralizaban en una poderosa estructura, la Triple Alianza, cuya hegemonía abarcó la mayor parte de Mesoamérica y mantuvo la disposición espacial de los antiguos señoríos, misma que influyó decisivamente en la configuración política del México independiente y de la ciudad que alberga los poderes nacionales en la actualidad. Una vez ocupada la cúpula de la estructura política y económica de base mesoamericana por los colonizadores españoles, se despliega un original movimiento por el que se configura una nueva sociedad y una nueva cultura; sin embargo, el sistema colonial establecido marca tajantemente la condición político-jurídica y socioeconómica de sus integrantes: la de las dos Repúblicas, la de los Indios y la de los Españoles. Este sistema genera sus propias contradicciones y desarrolla sus nuevas formas de una manera velada, subterránea. Es decir, mientras que en el espacio social y político de los colonizadores se desarrolla una violenta pugna entre criollos y peninsulares que penetra profundamente y marca su futura formación como sociedad nacional, en el sector de las Repúblicas de Indios se desarrolla también una diferenciación social, además de la ya existente de antiguo que separa a la nobleza de los macehuales, entre los miembros de las comunidades indias que mantienen su estatus colonial y aquellos que renuncian a él y se refugian en las ciudades españolas ocultando su identidad étnica. El resultado es una sociedad criolla ansiosa de mantener su identidad europea, como lo sugiere su denominación de españoles americanos a lo largo del periodo colonial, y que mira a la parte india con un profundo racismo y una absoluta enajena-


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ción. Se definen entonces diversos estereotipos de lo indio, y esto, si bien tranquiliza a los españoles, les impide reconocer el carácter cambiante y dinámico de la población india, que por cierto constituye la gran mayoría de la sociedad novohispana. Por otro lado, aquellos que renuncian a su identidad india y se instalan en las ciudades conformando un sector que reúne a los productos de las más diversas combinaciones raciales, lo que los españoles llamarán las “castas”, generan sus propios procesos culturales, como el de deslindarse de su identidad mesoamericana en lo exterior, pero por otra parte desarrollando los gérmenes de la futura sociedad nacional. Lo cierto es que en ellos se reproduce también tanto la discriminación hacia lo indio como la vigencia de los estereotipos establecidos por la ideología colonial. Sin embargo, por encima de prejuicios y estereotipos los procesos culturales que están en la base de la sociedad mexicana continúan su ritmo y sus complejas transformaciones, y ya en la trasposición del inicio del tercer milenio comenzamos a trascender esas viejas inercias y a descubrir las formas ricas de nuestra diversidad cultural, las cuales alcanzan su mayor síntesis y densidad precisamente en la Ciudad de México y en su entorno histórico, la Cuenca de México. Indudablemente en ello ha tenido mucho que ver el levantamiento zapatista del 1º de enero de 1994 y la desconcertada reacción de la sociedad mexicana; sobre todo hemos comenzado a advertir una diversidad cultural que nos obliga a reconsiderar nuestras concepciones tanto de la nación que realmente somos como de la transformación política necesaria para asumir constructivamente esas formas nuevas arraigadas en los viejos y profundos procesos históricos. En el centro mismo de estas reconsideraciones está la Ciudad de México, síntesis de la cultura y de la sociedad nacionales; en ella encontramos un profundo desconocimiento de sus características culturales fundamentales, precisamente por ese afán de mirar lo moderno y lo que está desa-


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pareciendo. Excelentes ejemplos de ello son los estudios antropológicos urbanos y los etnográficos, pues mientras que por una parte la antropología ha estado atenta a los movimientos sociales relacionados con los migrantes y con las formas espontáneas de expansión, lo que ciertamente apunta al reconocimiento de los problemas políticos y sociales más agudos, ha descuidado las expresiones de su diversidad cultural y la conceptualización de sus totalidades históricas; ha sido una antropología acentuadamente social y sectorial. Por su parte, los estudios etnográficos, en los que se encuentra una de las más ricas aportaciones de la tradición antropológica mexicana, han descuidado las ciudades, particularmente aquéllas de origen colonial, en las que se han configurado interesantes y originales procesos culturales arraigados en la diversidad étnica. Ha pesado mucho el énfasis indigenista representado por la teoría de las regiones de refugio, en la que las ciudades constituyen un centro hispano de dominio regional, por el cual se mantiene el antiguo sistema colonial con su carga de racismo y estereotipos. Tenemos una buena cobertura etnográfica de varias regiones del país, de algunas aún nos falta más trabajo, y ello forma parte de las tareas a futuro; pero de la Cuenca de México no existe ninguna referencia como objeto de investigaciones etnográficas. Existen algunos trabajos aislados, centrados en comunidades pequeñas o bien referidos a ciertas manifestaciones culturales llamativas, pero lo que parece dominar es la creencia de que la tradición mesoamericana ha desaparecido hace tiempo y sólo encontramos algunas supervivencias que resulta urgente rescatar. Sin embargo, si comparamos algunas de las más importantes temáticas de la etnografía, particularmente aquéllas con el mayor desarrollo teórico, como el del estudio de los sistemas de cargos, y sus monografías clásicas, con las expresiones semejantes de los pueblos de la Cuenca de México, pronto descubriremos no


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sólo la vigencia de muchas de estas manifestaciones, sino incluso un grado mayor de complejidad y de vitalidad. Existe una profunda, y equivocada, desconfianza hacia la eficacia teórica y metodológica de la etnografía para enfrentar las tareas correspondientes a un fenómeno de la complejidad y la magnitud de la Ciudad de México; en ello mucho ha tenido que ver el desarrollo de técnicas y enfoques centrados en las comunidades indias y en las regiones interétnicas. Sin embargo, la experiencia y el manejo de conceptos básicos como el de totalidad, el de cosmovisión, el de sistema, entre otros, además de la extensa batería de técnicas de trabajo sobre el terreno, permiten el desarrollo de estrategias y programas adecuados para el conocimiento de la historia y de la cultura de la Cuenca de México, y dentro de ella de sus centros urbanos, de sus diferentes comunidades, colonias, barrios, delegaciones y municipios. En este sentido, en lo que sigue realizo una exploración breve y tentativa para conseguir una descripción etnográfica con el fin de mostrar los procesos históricos y culturales que es posible detectar a partir de la conceptualización de una unidad territorial con una profunda raíz mesoamericana, el barrio de San Miguel Chapultepec, históricamente parte de Tacubaya desde tiempos remotos; antigüedad que los arqueólogos comienzan a documentar. Así que veremos algunos datos etnográficos, en la primera parte, y algunas reflexiones etnológicas, en la segunda. San Miguel Chapultepec La caracterización territorial de este barrio corresponde a la situación que existía en los años cuarenta, antes de las transformaciones considerables que introducen el Viaducto Miguel Alemán, primero, con el que se destruye el centro histórico de Tacubaya, como era la plaza de Cartagena y las man-


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zanas aledañas; luego la construcción del Metro (Sistema de Transporte Colectivo, STC); finalmente el Anillo Periférico, que cercena el convento de Santiago y destruye numerosos edificios antiguos. Es posible delimitar el espacio del barrio con tres grandes avenidas. La que marca su frontera occidental es la calle del Parque Lira, hasta llegar a la plaza de Cartagena. La norteña, que corre de oriente a poniente, es la avenida de los Constituyentes, que en esos años se llamaba Madereros, desde su entronque con la avenida Pedro Antonio de los Santos hasta su cruce con Parque Lira. Esta es una frontera relativa, pues del otro lado encontramos el Bosque de Chapultepec, en cuyo centro está el cerro epónimo del barrio, así como otro espacio políticamente significativo, la residencia presidencial, Los Pinos. El tercer eje limítrofe es el formado por la avenida Pedro Antonio de los Santos, desde su articulación con Constituyentes y que a partir de su cruce con la calle de Vicente Eguía se llama avenida Jalisco. Esta avenida señala el antiguo camino que lleva a Santa Fe y cruza por la plaza Cartagena, punto que indica el límite de San Miguel Chapultepec. A la esquina en la que se cruzan Constituyentes (Madereros) y la avenida Pedro Antonio de los Santos se le conocía como “el cambio de Dolores”, porque era el sitio en el cual entroncaba el tranvía que llevaba al Panteón de Dolores; la ruta principal era la que llegaba hasta San Angel. Otro entronque era el que se situaba en el punto donde se separaba la vía que iba hacia la plaza Cartagena de aquella otra que seguía por la avenida Revolución hacia Mixcoac. En la cuchilla formada por las dos avenidas, Jalisco y Revolución, es donde se construyó un enorme edificio estilo art decó que ocupa una manzana y en cuyo interior estaba el cine Hipódromo, uno de los más grandes de la ciudad y ahora fragmentado en los cines Lumière, además de una sección de departamentos y locales comerciales.


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En la esquina del Cambio de Dolores, y sobre el camellón de la avenida Pedro Antonio de los Santos, está una mojonera de concreto que marcaba el límite de la municipalidad de Tacubaya, como lo indica la inscripción que tiene. Otro rasgo particular de esta esquina, y sobre el lado del Bosque de Chapultepec, era la presencia de diversos puestos que vendían flores para aquellos que abordaban el tranvía rumbo al panteón. El tranvía que hacía el servicio al panteón era relativamente pequeño, si lo comparamos con los que iban de San Angel y Mixcoac; era del mismo tamaño de aquel otro que desde la Plaza de Cartagena subía por toda la avenida del Observatorio. La ruta del panteón partía del Cambio de Dolores, siguiendo por la avenida Madereros hasta llegar al entronque de la calle Melchor Múzquiz, donde daba vuelta hacia el sur con el fin de eludir la acentuada pendiente, para luego regresar sobre la calle de Parque Lira, rumbo al norte, cruzando Madereros, pasar frente a Los Pinos y luego virar hacia el poniente, al Panteón de Dolores, punto final. Era un solo tranvía el que hacía el viaje de ida y vuelta. En este territorio que forma un triángulo hay tres calles paralelas que lo cruzan de oriente a poniente y que son referencias importantes. La primera es la calle del General Gelati, donde había una conocida fábrica de muñecas. Es una hermosa calle bordeada de árboles, truenos, en la que vivían muchos alemanes, vinculados con el Colegio Alexander von Humboldt, situado del otro lado de la avenida Pedro Antonio de los Santos, ya en la Condesa. En este rumbo vivieron, entre otras personalidades de la antropología, Frans Blom y Heinrich Berlin. El primero fue un destacado arqueólogo mayista de origen danés que realizó investigaciones pioneras en gran parte del área maya y terminó sus días en San Cristóbal de Las Casas; por su parte Berlin fue, además de arqueólogo mayista, uno de los más importantes epigrafistas a nivel internacional, pues inició, junto con la investigadora mayista


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Tatiana Proskouriakoff, la interpretación histórica de la escritura maya, a raíz de su trabajo con Alberto Ruz en el Templo de las Inscripciones de Palenque, Chiapas. En la calle de Protasio Tagle, del barrio de San Miguel, vivió también por muchos años la revolucionaria y antropóloga cubana Calixta Guiteras junto con su anciana madre. Cali Guiteras, como era conocida en el medio antropológico, era hermana del héroe cubano Antonio Guiteras, de la generación del comandante Fidel Castro, quien había llegado a México exiliada luego del golpe de Fulgencio Batista. Aquí se forma como antropóloga, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y con sus investigaciones etnográficas entre los pueblos tzeltales y tzotziles de Chiapas realiza aportaciones fundamentales, como es el clásico de la antropología Los peligros del alma (publicado en inglés en 1961 y en español cuatro años después).1 Cerca del cruce de General Gelati con la avenida Pedro Antonio de los Santos estaba el Colegio América, escuela privada, en cuyo interior existían construcciones de la Casa Grande de la antigua hacienda de La Condesa; el edificio principal es la sede actual de la embajada rusa. La calle del General José Morán es importante porque en ella se encuentra la iglesia del barrio; aunque curiosamente no está dedicada a San Miguel, sino al Sagrado Corazón de Jesús. Es una construcción relativamente reciente, quizá del pasado siglo XX. En la cuadra siguiente, hacia el este, está la escuela primaria Manuel M. Contreras. La tercera calle, la del General Vicente Eguía, tenía, hacia la mitad de su recorrido, un “árbol bendito” (como se le conocía en el rumbo), un fresno con una base de cemento de forma redonda y, en su tronco, partes cubiertas con una capa de cemento en las cuales se marcaban figuras geométricas simulando ladrillos. Co1

Calixta Guiteras, Los peligros del alma. Visión del mundo de un tzotzil, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, 317 p.


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mo se encontraba a la mitad de la calle, la base figuraba una pequeña glorieta. Enfrente estaba la escuela primaria República de Costa Rica. En el último tramo de la calle, ya para llegar a su cruce con la avenida Pedro Antonio de los Santos, estaban unos baños públicos, un gimnasio y la Arena Hollywood, donde los jueves había funciones de box y los sábados de lucha libre. En el gimnasio había además una alberca. Esta calle separaba las casas de construcción sencilla, vecindades y modestas residencias familiares situadas en su lado norte, de las grandes residencias de origen colonial, hacia el sur y ya cerca del centro de Tacubaya. La avenida Madereros era la ruta de los autobuses que se dirigían a Toluca y a Tenango del Valle, los cuales recogían pasajeros unos metros más adelante del cruce con la calle de Parque Lira, justo en la esquina formada por la calzada que iba a los tanques de agua y Madereros, en donde se encontraba la clínica materno-infantil Maximino Ávila Camacho. En cambio, para los que venían de Toluca, el paradero estaba en la esquina con Parque Lira, en la acera sur, donde había una construcción de madera formada por un techo de dos aguas y dos bancas. Este es un sitio importante para mi descripción, pues ahí desembarcaban pasajeros y mercancías procedentes del Valle de Toluca rumbo a la gran plaza dominical de Tacubaya. El eje en el que voy a concentrarme es el de la calle del Parque Lira. Una vez que cruza la avenida Constituyentes se convierte en la calzada del Chivatito, nombre que recibe el cuartel instalado en el lado poniente del Bosque de Chapultepec, frente a un edificio grande, el Molino del Rey. En esta calzada se encontraba el acceso principal a Los Pinos. Frente a esta que es la residencia presidencial, sobre la misma calzada, está la escuela primaria El Pípila, cuya entrada se ubica precisamente en la esquina con Madereros. En un recorrido de norte a sur encontrábamos, en la primera cuadra que llega hasta la cuchilla que se forma con la calle de Melchor Múzquiz, solamente vecindades, edificios de departamentos de dos pisos, casas particulares de construcción modesta y, del


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lado oriente, entre las vecindades, una casa que parecía antigua con un patio grande empedrado. A ella llegaban comerciantes con su mercancía procedentes del Valle de Toluca, es decir, con petates, sillas de madera con tejido de tule, entre otros productos, para pasar la noche del sábado y llegar en la madrugada al mercado de Tacubaya. Posiblemente haya sido una antigua hospedería, pues el gran patio y el traspatio parecían construcciones adecuadas para albergar arrieros con su carga y sus bestias. Las siguientes dos cuadras, delimitadas por la calle transversal de Melchor Múzquiz y por la calle de José Morán, estaban ocupadas por numerosos comercios y por puestos de madera construidos sobre la calle misma, conjunto que constituía el mercado de El Chorrito. De hecho, el tramo de Parque Lira que va de Madereros a José Morán es conocido como el barrio de El Chorrito. Junto al mercado, pero sobre Melchor Múzquiz, hay un edificio, otro mercado llamado Plutarco Elías Calles, que permanecía vacío y sólo funcionaba como expendio de carne y vísceras, pues en su interior se localizaba un rastro. En las dos calles que forman el mercado del Chorrito había dos molinos de nixtamal manejados por españoles; el del lado poniente de la calle se llamaba El Pájaro Blanco, el del otro lado era El Venadito. Dentro del mercado de El Chorrito, una enorme galera de madera, había unos billares siempre concurridos por jóvenes. Al final de la cuadra, y del lado poniente, está una panadería grande que sobrevive hasta nuestros días, La Imperial, y antes, hacia el norte, una cantina, La Única. Había también tres pulquerías: en la cuchilla que forman Parque Lira y Melchor Múzquiz, bajo unos portales, estaba La Barca de Oro; sobre José Ceballos, cerca de Parque Lira, estaba La Atrevida; finalmente, sobre José Morán, una cuadra al poniente de Parque Lira, estaba La Media Bamba. A las puertas de estas pulquerías se situaban puestos de comida provisionales (un anafre, una mesa con cazuelas y


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platos que tenían los diferentes ingredientes y guisos, un metate para hacer las tortillas) y, sobre cuerdas que cruzaban la calle por lo alto, papel picado de colores. Eran sitios que llamaban la atención por su colorido y por los penetrantes olores de las fritangas, todo lo cual se acentuaba los fines de semana, cuando ocurría más gente. Una cuadra más adelante, en la esquina con la calle de Sóstenes Rocha, está el local del sindicato de trabajadores de la COVE (Cooperativa Obrera de Vestuario y Equipo, donde se hacían uniformes para el ejército mexicano), del cual formaba parte el cine Unión, uno de los más baratos y siempre con programa triple. Pasando este punto dejamos la parte popular e ingresamos a la zona de los grandes edificios y residencias coloniales. Una gran barda que llega hasta Vicente Eguía encerraba la Escuela Hogar para Varones, correccional que aprovechaba las construcciones de la antigua Casa Amarilla, hoy sede de las oficinas de la Delegación Miguel Hidalgo. La siguiente cuadra es un largo tramo ocupado, en su acera poniente, por el Parque Lira, del que sólo se veía la gran barda y una elegante entrada, con forma de arco y reja de hierro forjado. Ahora se ha convertido en un parque público, para lo cual fue derribada dicha barda. Le sigue la misteriosa Casa de la Bola, que siempre permanecía cerrada, con sus ventanas y puerta inmóviles; luego había una maderería, hasta llegar a la esquina con la avenida Observatorio, de donde partía un tranvía pequeño que subía hacia el poniente. En la esquina del otro lado, al oriente, sobre Parque Lira, estaba la escuela Juan Luis Vives, fundada por los españoles republicanos transterrados. Cuando se cruza la avenida Observatorio se ingresa prácticamente al centro de Tacubaya, la plaza de Cartagena, aunque por un tramo se encontraba uno con una barda tras la cual estaba la Academia Militarizada México. En la plaza todo era bullicio, sobre todo en las mañanas, cuando llegaban por la vía unas plataformas, llamadas “góndolas”, en las que


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se transportaban comerciantes con grandes bultos y cajas procedentes del mercado de La Merced, los cuales desembarcaban en la plaza entre gritos de cargadores y ayudantes. Del lado oriente había unos largos portales sobre la cuchilla que forman la avenida Jalisco y el último tramo de Parque Lira. Bajo los portales estaban las oficinas de la terminal de los tranvías y algunos talleres con máquinas para coser zapatos; en los corredores, en unos pequeños escritorios con máquinas de escribir, se situaban escribanos dispuestos a redactar todo tipo de cartas y documentos. Toda esta zona estaba ocupada por numerosos puestos y transitada por mucha gente. Era evidentemente el centro vivo de Tacubaya, sitio en el que confluían diferentes rutas y puerta histórica del antiguo camino a Toluca. Para volver a mi descripción de la calle de Parque Lira, en la acera oriental y cerca de la esquina con la calle de Manuel Reyes Veramendi había una casa vieja con grandes ventanales enrejados, a través de los cuales se podía ver un taller para teñir y decorar telas, bajo el nombre de Jim Tillet; a veces las grandes telas estampadas puestas a secar se extendían sobre la acera. Todo este lado oriental de Parque Lira fue derruido para ampliar la calle y convertirla en el ancho eje vial con camellón al centro, parte del Circuito Interior, que encontramos actualmente. Esta ruta que va de Constituyentes a la plaza de Cartagena, correspondiente a la calle de Parque Lira en toda su longitud, era el paso de numerosos comerciantes que se dirigían al mercado de Tacubaya; desembarcaban su carga en la contraesquina de El Pípila para recorrer un corto tramo con sus bultos a cuestas. En el propio mercado de El Chorrito era posible ver muchos de los productos procedentes de la zona lacustre, tales como ranas, ajolotes vivos, chichicuilotes, carpas y charales ahumados envueltos en la hoja del elote, el totomoxtle. En el barrio de El Chorrito vivían personas relacionadas con las actividades de Los Pinos, como familiares de los militares


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adscritos tanto al cuartel del Chivatito como al batallón de las guardias presidenciales, empleados del rastro y comerciantes del mercado. Indudablemente las actividades mercantiles le daban un tono popular y bullicioso a la vida del barrio, lo que se acentuaba los fines de semana, cuando pasaban los vendedores que se dirigían al mercado de Tacubaya, algunos de los cuales iniciaban su venta desde el mismo sitio en que desembarcaban, el parador de la avenida Madereros. Por las tardes se advertía gran movimiento en las pulquerías y cantinas; parejas de la policía militar recorrían las calles para vigilar la presencia de los soldados en el rumbo. Por las mañanas, en cambio, la actividad se centraba en los niños que acudían a la escuela primaria El Pípila y en las señoras que presurosas recorrían los puestos callejeros del mercado y las tiendas haciendo sus compras del día. El expendio de carne y vísceras comenzaba a trabajar desde la madrugada, lo mismo que los molinos de nixtamal y la panadería. En la acera poniente de Parque Lira, a la altura del entronque con Melchor Múzquiz, había un establo que desde muy temprano expendía leche fresca; había además una lechería que la vendía en frascos de a litro, unos metros al norte del establo. Tres eran las actividades que matizaban la cultura y la vida del barrio: la tauromaquia, el futbol y el box. Era frecuente ver en las calles a jóvenes ensayando pases con la capa y con la muleta ante una cornamenta montada en una carretilla. En el bosque de Chapultepec había algunas zonas ya establecidas por la costumbre en las que se reunían estos jóvenes, con su atuendo de boina y pantalones estrechos. Los equipos de futbol del barrio jugaban en diferentes ligas locales; uno de los más populares era el Real Chorrito. La importancia del box se evidenciaba tanto por la presencia de la arena y gimnasio Hollywood como por la participación de jóvenes de la colonia en torneos locales. De entre ellos saldría un campeón nacional de peso gallo, Trini “el Pantera”


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Ruiz, que vivía en la calle de Melchor Múzquiz, cerca de los baños públicos Alicia. La presencia india era evidente en el mercado de Tacubaya, entre los vendedores que llegaban del Valle de Toluca, de habla otomí y nahua, sobre todo entre los cargadores que, con su mecapal al hombro y maltrechos sombreros, ofrecían sus servicios a los comerciantes. Tanto su indumentaria como su habla manifestaban su filiación étnica y un bilingüismo precario. Esta presencia también se hacía evidente en la Alameda de Tacubaya, situada frente a la antigua iglesia de La Candelaria, donde los domingos por la tarde se reunían sirvientas con atuendo de colores brillantes que en grupos daban vueltas al parque, en tanto que jóvenes varones las miraban y les dirigían piropos mientras caminaban en sentido contrario. En una esquina de la Alameda, sobre la calle, se instalaban los fines de semana merolicos, payasos o cantantes de corridos que vendían las letras de las piezas que entonaban en hojas de papel de colores. En el lado poniente y norte se localizaban puestos que vendían refrescos y golosinas, pero que sobre todo tocaban, por medio de altavoces, discos de música ranchera, cuyas piezas eran solicitadas por los transeúntes con dedicatorias específicas. Hay una fuerte presencia del agua en el espacio de San Miguel; así, atrás de la escuela El Pípila y pasando la vía del ferrocarril de Cuernavaca, una calzada conducía a una construcción con bombas extractoras y grandes depósitos del líquido, mismas que ahora pertenecen a la Segunda Sección de Chapultepec. Es en esta parte donde llegan los ductos que traen el agua del río Lerma, en el Valle de Toluca, en cuya desembocadura Diego Rivera diseñó un gigantesco Tláloc con piedras de colores y pintó, en los muros del cárcamo, alegorías acuáticas de la tradición mesoamericana. En ese mismo rumbo, y cerca de La Tapatía, un ruedo para jaripeo y lidia de toros, había una alberca con un trampolín de diez metros de altura, con agua extremadamente fría. Aquí llegaba


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a entrenar Damián Pizá para cruzar a nado el Canal de la Mancha, objetivo que lograría tiempo después. El propio Bosque de Chapultepec tiene un lago formado por corrientes que llegan de por el rumbo del Molino del Rey, antiguo molino de trigo convertido ahora en oficinas del ejército. En la glorieta donde se cruzan la avenida Chapultepec y la antigua Calzada de Tacubaya, del lado del bosque, estaban los surtidores de agua de origen colonial. Un acueducto la conducía hasta la fuente del Salto del Agua (sobre el Eje Central de la Ciudad de México). Sobre la misma calzada, en el punto en que termina y se une a la avenida Pedro Antonio de los Santos, en la acera oriental, estaba el Control de Aguas, donde se distribuía el agua a la ciudad. Ahí se construyó un bello edificio a principios de siglo que ahora está en el Bosque de Tlalpan. En fin, la vida de la población del barrio de San Miguel Chapultepec está regida, a mediados del siglo XX, por tres rasgos significativos que remiten a procesos históricos profundos: a) la actividad comercial centrada en dos polos, el mercado de El Chorrito y el de Tacubaya, lo que se debe, en parte, y desde la época prehispánica, a su posición estratégica de acceso a la Cuenca de México, en donde confluyen antiguas rutas comerciales procedentes del Valle de Toluca y de las regiones occidentales de Mesoamérica; b) la abundancia de agua, lo que otorgaba una calidad privilegiada a los terrenos regados por diversos ríos y corrientes, como se advierte en el periodo novohispano por la construcción de casas de campo con sus huertas y por los numerosos molinos de trigo establecidos tempranamente; y ya en el siglo XX, por construirse ahí los grandes depósitos que sacian la sed de un enorme y exigente conglomerado urbano; c) por último, es el referente simbólico del poder político centrado en el Cerro de Chapultepec. Como lo han señalado diversos estudiosos, la importancia simbólica del Cerro del Chapulín es aludida por los aztecas,


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tanto porque ahí se asentaron por una temporada antes de fundar Tenochtitlan, como porque luego sería un sitio de culto en el que se construyó un templo al que acudían los dirigentes políticos. Los españoles construyeron una iglesia, dedicada a San Miguel Arcángel, en la cima del cerro, y una casa de campo en el sitio donde estaba el edificio azteca, en el lado oriental del cerro, que sería lugar de descanso para los virreyes. Erigido el castillo en la cima, a fines del régimen colonial, sería la sede imperial durante la ocupación francesa y luego la casa presidencial. Lázaro Cárdenas cambiaría la sede de esta última a una construcción originalmente más modesta, Los Pinos, situada también al pie del cerro, convertida ahora en un auténtico bunker en el que se refugia el presidente en turno. Reflexión etnológica El referente central para reconocer la vigencia de antiguos procesos históricos en San Miguel Chapultepec es el cerro epónimo y la relación con la abundancia de agua. El marco general para destacar su importancia es la cosmovisión mesoamericana y el papel que en ella tienen los cerros. Como lo han indicado de una manera muy sugerente tanto Franz Tichy2 como Johanna Broda,3 los cerros constituyen un refe-

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Franz Tichy, “Configuración y coordinación sistemática del espacio y tiempo en la visión del mundo de la América antigua ¿Mito o realidad?”, Humboldt, núm. 69, pp. 42-60, 1979; y “Los cerros sagrados de la cuenca de México, en el sistema de ordenamiento del espacio y de la planeación de los poblados. ¿El sistema ceque de los Andes en Mesoamérica?”, en J. Broda, S. Iwaniszewski y L. Maupomé (eds.), Arqueoastronomía y etnoastronomía en Mesoamérica, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1991, pp 447-459.


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rente fundamental del paisaje sagrado, lo que en el caso de la Cuenca de México nos remite a una muy antigua acotación del espacio que regía la distribución y jerarquización de los asentamientos y los centros urbanos. Por un lado Franz Tichy ha señalado la existencia de un sistema de orientación radial para la disposición de los asentamientos, de tal suerte que desde un centro político-religioso podía establecerse la distribución de los pueblos sujetos; para ello los referentes son los cerros. En el mapa en el que identifica los centros mayores de la Cuenca de México aparece Chapultepec como punto central que puede enlazarse visualmente, lo que implica una relación simbólica, y posiblemente política, con el Tepetzintli, ahora conocido como el Peñón de los Baños, y con Tlapacoya, pasando por Ixtacalco. Esta línea visual tiene como punto último la cima del Iztaccíhuatl.4 Hay que destacar la importancia estratégica de algunos cerros para el control del acceso y del tráfico del sistema lacustre, fundamental para la comunicación entre las ciudades-estado de la Cuenca, lo que significa tanto relaciones comerciales como control político. Uno de esos cerros es precisamente el Tepetzintli, referente principal para el trazo urbano de Tenochtitlan y para el ciclo de fiestas dedicadas a los dioses de la lluvia.5 Por otro lado, la misma Broda ha destacado la importancia del culto a los cerros en las sociedades mesoamericanas y, específicamente, en la Cuenca de México, lo que tiene diversas relaciones con la cosmovisión. Por una parte los cerros son considerados la base de la identidad de un pueblo o ciu3

Johanna Broda, “Cosmovisión y observación de la naturaleza: el ejemplo del culto a los cerros en Mesoamérica”, en J. Broda et al., op cit., pp. 461-500. 4 Franz Tichy, “Los cerros sagrados...”, p. 455. 5 Johanna Broda, “Las fiestas aztecas de los dioses de la lluvia”, en Revista Española de Antropología Americana, vol. 6, pp. 245-327, 1971.


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dad, como lo sugiere el gliflo del altépetl; por la otra, se les venera como dioses de la lluvia y de la fertilidad, son ellos los que almacenan la lluvia y la humedad en tiempo de secas y las liberan en el de lluvias. El cerro epónimo de los aztecas era el Zacatépetl, situado en el sur de la cuenca, cerca de Cuicuilco, a donde acudían cada año en el mes Quecholli. Parece ser que una importancia semejante tenía el cerro de Chapultepec, de donde por cierto procedía un acueducto que surtía de agua a los habitantes de Tenochtitlan. El culto a los cerros forma parte del culto a Tláloc, apunta J. Broda,6 y ello adquiere formas complejas de simbolismo en las que se desdoblan y sintetizan dioses del panteón mesoamericano; uno de los elementos asociados estrechamente a este culto es el uso de una planta aromática, el pericón, yauhtli en náhuatl, planta de la que se hacían atados para conseguir la protección y los favores de Tláloc. Resulta muy sugerente que durante el periodo colonial y bajo la presión de los misioneros, una de las personificaciones más atractivas del panteón cristiano haya sido la de San Miguel Arcángel, al que se relacionaría con Tláloc tanto por la espada en forma de rayo que blande con el brazo alzado como por el demonio que está a sus pies, asociado con el monstruo de la tierra. El que se haya puesto el nombre de San Miguel al cerro y al pueblo cercano tiene relación indudablemente con el culto a Tláloc, y esto con la importancia del agua en esos rumbos. También parece tener valor estratégico la alineación con el Tepetzintli, tanto en términos rituales como militares por su relación con el control del lago. Uno de los cerros importantes en el ciclo ceremonial relacionado con los dioses de la lluvia es el llamado Yauhqueme, que significa en náhuatl “el vestido con yauhtli” o pericón, lo que sin duda alude a Tláloc. ¿Es posible que este cerro sea el mismo que el de Chapultepec, con una referencia 6

Johanna Broda, “Cosmovisión y observación...”


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explícita o simbólica a Tláloc? Esto es todavía una cuestión abierta a las investigaciones etnológicas. Comentario último Miro al barrio de San Miguel y más específicamente a El Chorrito desde la perspectiva de mi propia infancia, preguntándome sobre las características de su especificidad cultural, en el marco de la Ciudad de México. Una cosa es cierta: el pueblo original de San Miguel Chapultepec hace mucho tiempo que dejó de existir. Y no me refiero sólo a su asentamiento colonial, que se encontraba al pie del cerro –en una zona en la que hoy se levantan los edificios grises, en el estilo de tono socialista del sexenio cardenista, de la Secretaría de Salud, entre la calle de Lieja y el Bosque de Chapultepec–, sino también a sus antiguos pobladores de tradición mesoamericana. Es decir, la población originaria, descendiente de los antiguos miembros de la República de Indios, ha desaparecido sin dejar huella. La población residente en los años cuarenta y cincuenta, a la que remite mi mirada, puede agruparse en tres grandes zonas, marcadas por las avenidas Gelati y Vicente Eguía. En la situada en el norte del triángulo que forma el barrio, se localizaban casas particulares, de gente de clase media, así como trabajadores del Colegio América, situado sobre la calle de General Gelati, o bien del colegio alemán Alexander von Humboldt, ubicado al otro lado de la avenida Pedro Antonio de los Santos. En la segunda zona, entre Gelati y Vicente Eguía, se encontraba la parte que podemos llamar popular, con vecindades y edificios de departamentos un tanto rústicos, y con casas particulares de construcción modesta. Vivían ahí los comerciantes y empleados relacionados con el mercado de El Chorrito, así como personas vinculadas a Los Pinos.


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Esta es la parte en la que yo pasé mi infancia y adolescencia; vivía en la calle de Parque Lira, en una vecindad que tenía el número 21. Mi padre era trabajador eventual de la Dirección de Aguas y Saneamiento del Departamento del Distrito Federal. La escuela más cercana era El Pípila, en donde cursé mi educación primaria; en la misma zona vivían otros compañeros de mi padre. En nuestra vecindad había dos familias de tablajeros, es decir trabajadores de la carne. Una era la de don Bruno Morales, cuya esposa, Agustinita, atendía una fonda instalada en una accesoria de la vecindad. Ahí acudían a comer maestros de El Pípila, guardaespaldas de Los Pinos y personas relacionadas con la tauromaquia, como el hermano del famoso matador Luis Procuna. La tercera zona, al sur de Vicente Eguía, estaba compuesta por casas señoriales, como la Casa de la Bola, con una traza urbana que remitía a su origen colonial. Eran calles empedradas, estrechas y sombrías. En uno de sus edificios se instalaría la escuela Juan Luis Vives. Es la zona adyacente al centro de Tacubaya, indicado tanto por la plaza de Cartagena como por la Alameda, situada frente al templo de La Candelaria, obra del siglo XVI. No obstante que la comunidad originaria ha desaparecido, los referentes históricos continúan incidiendo sobre los nuevos habitantes. Por una parte está la actividad comercial que refleja los antiguos nexos con el Valle de Toluca, lo que le dio a Tacubaya una importancia de primer orden en la época colonial; por la otra encontramos la fuerte presencia del Bosque de Chapultepec, con su lago y su castillo, y, sobre todo, la residencia presidencial de Los Pinos, que ha acabado por imponer su influencia devorando parte del bosque y acentuando la presencia de los militares. La iglesia del barrio, de construcción relativamente reciente, pues no parece trascender los comienzos del siglo XX, no constituye un punto focal, un referente colectivo como en los pueblos originarios de la Cuenca de México. Ahí


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hice mi primera comunión; de los días festivos, como la celebración de San Miguel, sólo recuerdo los juegos pirotécnicos, como los castillos y los toritos, pero no rituales como los relacionados con los sistemas de cargos. Así pues, el antiguo pueblo y su referente principal, el cerro epónimo, pertenecientes al antiguo señorío de Tacubaya, se han convertido en parte de la Ciudad de México, en un barrio que muestra rasgos diversos de sus orígenes coloniales así como las huellas ominosas que lo destruyeron: el Viaducto Miguel Alemán, el Anillo Periférico, el Circuito Interior, el paso del Metro, entre otros. Sin embargo, sus habitantes no son ajenos a los antiguos y a los nuevos referentes, y expresan en forma viva las transformaciones de una gran ciudad que guarda de muchas maneras la memoria de sus antiguas raíces.


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Recuperar lo recuperable de Tacubaya

María Bustamante Harfush* ...vieja cicatriz que, sin avisos, se abre, la gota que taladra, el surco quemado que deja el tiempo en la memoria, el tiempo sin cara: presentimiento de vómito y caída, el tiempo que se ha ido y regresa, el tiempo que nunca se ha ido y está aquí desde el principio... OCTAVIO PAZ

No hablaré de la vieja Tacubaya. La de “los molinos y quintas de recreo”, la de los “riachuelos y hermosos paisajes”, la de “las iglesias y magníficas edificaciones”, porque de lo contrario estaría repitiendo constantemente que eso... “ya no existe”, “lo demolieron”, “lo entubaron”, “se derrumbó”, y así, una lista inmensa de añoranzas y nostalgia.1 *

Cronista de la Delegación Miguel Hidalgo por Tacubaya. Sobre añoranzas y nostalgia, se recomienda ampliamente leer algunos números de La Vieja Tacubaya, sugerente título de una revista publicada por y para tacubayenses de corazón que desgraciadamente interrumpió su tiraje hace más de cinco años. Para obtener más amplios conocimientos sobre la zona de Tacubaya, no se debe dejar de leer: María Bustamante Harfush y Araceli García Parra, Tacubaya en la memoria, México, Gobierno de la Ciudad de México, Consejo de la Crónica y Universidad Iberoamericana, 1999.

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158 Es por esto que el objetivo primordial de esta ponencia es el de recuperar lo recuperable. ¿A qué me refiero con esto? A rescatar (en el más amplio sentido de la palabra) algunas edificaciones que yacen por ahí, guardando en secreto su historia. A rescatar las maravillosas historias orales que poseen todos aquellos que ya pasan de los setenta.2 A rescatar los sitios que aún valen la pena y los que no, mejorarlos. Pero, ¿cómo? No recreando una y otra vez la Tacubaya de las crónicas de Madame Calderón de la Barca o Manuel Rivera Cambas, no volviendo a la historia y las leyendas que nos cuenta Antonio Fernández del Castillo.3 Tampoco se podrá recuperar la vieja Tacubaya a través de las crónicas y recuerdos de todos aquellos que han vivido en la zona por años. La respuesta está en algo más sencillo. Más tangible. En recuperar lo que aún existe en Tacubaya, de lo que está hoy en pie, frente a nuestros ojos. ¡Si tan sólo camináramos sus calles, observáramos sus casas, abriéramos sus puertas y conociéramos su gente! No sé si se hayan preguntado: ¿por qué ya no se hacen crónicas de la Tacubaya actual? ¿por qué nadie dice nada? 2

Vale la pena mencionar que la verdadera historia de Tacubaya, la cotidiana, no se ha escrito aún. La historia oral que el Consejo de la Crónica ha tratado de ir reconstruyendo al entrevistar a la gente mayor de los barrios de nuestra ciudad es un gran comienzo, pero aún falta recopilar las magníficas historias que nos cuentan grandes personajes como don Alfonso Ibarra Trejo, jefe de la Estación Sismológica de Tacubaya, o María González de Villareal, habitante del Edificio Isabel. 3 Frances Erskine Calderón de la Barca, La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, traducción, prólogo y notas de Felipe Teixidor, t. I, Porrúa, México, 1959; Manuel Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental, t. II, ed. facsimilar de la publicada en México por imprenta de la Reforma, 1880-1883, México, 1972; Antonio Fernández del Castillo, Tacubaya: historias, leyendas y personajes, Porrúa, México, 1991.


159 ¿Será que preferimos quedarnos callados ante una historia reciente, penosa que contar? Quizás porque desconocemos las crónicas que escribieron, a mediados del siglo XIX, viajeros ilustres como Paula Kolonitz, Margo Glantz o George Francis Lyon.4 Podríamos asegurar a primera vista que no vale ni la pena visitar Tacubaya, quizás porque sólo vamos de paso y tenemos urgencia de salir lo más rápido posible de alguna avenida como Revolución, Observatorio, Jalisco o Parque Lira, o porque nos da miedo algún asalto, o porque nos desagrada la imagen gris y la falta de reglamentación que nos hace ignorar los bellos resquicios. Quizás ya no se hagan crónicas de la Tacubaya actual porque nadie ve más adentro, porque lo superficial engaña o porque “al parecer” ya no hay nada que contar. Lo cierto es que de Tacubaya pueden salir mil cuartillas sobre lo que ahí existe y, ya sea en buen estado o no, aún quedan bellísimas construcciones que hay que rescatar. Habrá que comenzar por mencionar que ir a Tacubaya ahora ya no es una odisea, cualquiera puede o tiene que ir constantemente, ya sea tomando la línea 1 del metro o un pesero, o simplemente en coche. A pesar de esta facilidad, la gran mayoría no vamos para quedarnos, vamos de paso, porque si algo se ha hecho en las últimas décadas es afianzar los caminos de concreto para agilizar el tránsito vehicular, y gran parte de las obras públicas que se han realizado en Tacubaya no han sido por ella, sino en contra de ella. Se ha convertido en el meollo vial y comercial. Desgraciadamente, desde 1960 –cuando se previó el crecimiento desmedido de

4

Paula Kolonitz Grafin, Un viaje a México en 1864, México, Fondo de Cultura Económica, 1984; Margo Glantz, Viajes en México: crónicas extranjeras (1821-1855), México, Secretaría de Obras Públicas, 1964; George Francis Lyon, Residencia en México, 1826: diario de una gira con estancia en la República Mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.


160 la ciudad–5 era indudable que su fisonomía cambiaría para siempre y que las milpas serían desconocidas por los próximos habitantes. Lo cierto es que es el punto en donde convergen importantes avenidas de la ciudad, en donde convergen todas las clases sociales, en donde la violencia ronda la paz; es el sitio en donde las casas o relucen o se desmoronan; es el sitio en donde se ve plasmado el resultado que trae consigo la necesidad y la especulación económica, en donde el comercio ambulante se planta sobre las antiguas huertas de naranjos y olivos. Es aquí en donde vive el presidente. Es quizás la utopía más grande y macabra de fin del siglo XX, en donde los ríos se vuelven caños, y los caños se entuban, y los tubos se cubren de calles, calles que parten la topografía natural de una loma para convertirse literalmente en barreras. Es el lugar en donde los árboles de Líbano y los árboles frutales de variadas especies se fueron talando uno a uno, para dejarnos un pequeño ejemplo en el jardín de la Casa de la Bola y el Parque Lira, verdor que llegó a tapizar todo el barrio y que poco a poco se transformó en pequeños predios tipo. Es el lugar en donde una insensible retícula urbana se plasmó sobre bellos terrenos hacendados. Es el lugar en donde las fragancias a flor que llegaban hasta la ciudad de México se fueron convirtiendo en pequeñas partículas de smog. Es el pequeño paraíso en donde se fue permitiendo en los Programas de Desarrollo Urbano de la Ciudad de México lo que nunca se debió permitir. En donde se cambió la escala residencial de uno o dos niveles por edificios de oficinas de siete u ocho. Es el sitio en donde se permitió que todo creciera sin control y en donde las cúpulas de las iglesias que antes destacaban se pierden hoy entre miles de imágenes grises de construcciones contemporáneas. 5

Jorge Gamboa de Buen, Ciudad de México: una visión de la modernización de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1994.


161 Es el barrio en donde, a diferencia de Coyoacán, no se constituyó un grupo en defensa de su patrimonio arquitectónico. Es la loma fértil que, a diferencia de Xochimilco, no se decretó área ecológica. Es el poblado que, a diferencia de Chimalistac, ocultó casi todas sus calles empedradas. Es el lugar en donde se pueden presentar las mayores contradicciones, pues de ser uno de los sitios más privilegiados y bellos de todos los poblados aledaños a la Ciudad de México, es hoy en día quizás el más descuidado, el más transformado y el que se encuentra en mayor deterioro. Y no hacemos nada. Un gran porcentaje de sus casas de estilo colonial se están desmoronando literalmente, el adobe se pulveriza día a día. Podríamos barrer el polvo del piso junto a un muro y al día siguiente volverlo a barrer. Hay algunas que sostienen su fachada, pero hay otras en las que los techos se han caído y las vigas juegan a los palillos chinos unas sobre otras. A las que mejor les va, las pintan, las arreglan y en su interior nos dan las mejores sorpresas: hermosos patios con sus columnas de cantera o de metal, detalles a cada paso; no hay mejor fortuna que toparse con una de estas bellezas y entrar a disfrutar. Calles pequeñas para los caballos, banquetas mínimas para los enamorados, ventanas abiertas a la calle con fina herrería, árboles recónditos detrás de algunas casas. Monumentos detrás de algunas bardas. Es el sitio en donde todo fue permitido: tirar, construir, volver a tirar, volver a construir, construir sobre lo ya construido, derrumbarlo otra vez, y así, palabras que se dicen al aire se convirtieron en acciones concretas y precisas que poco a poco transformaron la belleza de Tacubaya. Es por esto que cualquier descripción de la Tacubaya de siglos anteriores no podría parecernos más disímil si la comparáramos con una crónica actual. El presente escrito no pretende ser la pauta negativa del Coloquio, ni la cruda realidad que ya todos conocemos, sino simplemente una crónica visual del presente.


162 Una manera de solucionar los problemas que constantemente aquejan al barrio de Tacubaya es dar a conocer lo que hay, pues es bien sabido que no se cuida ni se quiere lo que no se conoce. Y a Tacubaya, cada vez somos menos los que de verdad la conocemos. Yo me pregunto ¿qué pasará los próximos diez, veinte o cincuenta años? ¿cómo será la Tacubaya del próximo siglo si continúan estos cambios “pro-ciudad” y si no difundimos la importancia que posee? Sin duda es un panorama desalentador el de fines del siglo XX, si traemos a la memoria el pasado comparándolo con el presente, y peor aún cuando imaginamos el futuro próximo, pues los cambios se hacen a diario. Tal es el caso del edificio en construcción a un costado del Museo Casa de la Bola, que finalmente nada pudo evitar. A pesar de esto, debemos actuar para frenar estas transformaciones, como lo han comenzado a hacer los miembros de la Academia de Tacubaya, o como este mismo Coloquio. Faltan acciones por parte nuestra, acciones que lleven a formar grupos que promuevan el rescate del valiosísimo patrimonio arquitectónico que posee Tacubaya. Por poner tan sólo un ejemplo, durante el verano de 1998 realicé junto con Espacio Urbano y Arquitectura (EURA) el Catálogo de Monumentos Arquitectónicos de Tacubaya, uno de los primeros catálogos sobre edificaciones valiosas dentro de las zonas aledañas a la Ciudad de México. Impulsado por la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda (SEDUVI) y la Dirección de Sitios y Monumentos Patrimoniales del Gobierno de la Ciudad, complementaría la propuesta del Plan Parcial de Desarrollo Urbano de Tacubaya realizado ese mismo año. El resultado, después de meses de trabajo y de recorrer toda el área descrita calle por calle, es un catálogo que contiene 284 cédulas o fichas de inmuebles con valor histórico, artístico o arquitectónico. Durante el proceso, los descubrimientos ocurrían casi a cada instante. Y es que tan sólo hacía falta caminar unos pasos para ver uno y luego otro inmueble que añadir a la


163 lista. Cada una de las cédulas contienen una fotografía de la fachada y en ocasiones algunas de interiores, una breve descripción arquitectónica, la fecha de realización, características históricas o tipológicas de cada inmueble, así como el estado de deterioro en el que se encontraban (ver fichas). Más del 90 % de las edificaciones son de una belleza estética que no se encuentra en ninguna otra zona de la ciudad. Se encuentran catalogadas construcciones civiles y religiosas, conventos, iglesias, asilos, propiedades de famosos dueños, otras de reconocidos arquitectos y otros tantos inmuebles con historias anónimas que van del siglo XVI al XX. Este catálogo es quizás el primer instrumento real para poder “recuperar lo recuperable”,6 rescatar a Tacubaya del olvido, del abandono, de la falta de reglamentación, de la destrucción y el cambio sin respeto a su historia y su contexto arquitectónico y urbano. Ahora lo que faltaría es fomentar el conocimiento de este patrimonio a través de coloquios, pláticas, conferencias y recorridos por la zona; difundiendo su historia a través de publicaciones como ésta, así como de otros medios que presenten nuevas investigaciones y materiales inéditos; generando el arraigo en sus habitantes y realizando programas de mejora urbana en plazas y calles, con apoyo en programas sociales que bien pudieran ser organizados por la Delegación Miguel Hidalgo o las propias juntas vecinales, etc. Estos son tan solo algunos ejemplos de acciones concretas que podríamos lograr en favor de nuestra querida Tacubaya. La Tacubaya de hoy es, sin duda, contradictoria. Es la fusión de varios estilos, de varias épocas, de varias interven6

Actualmente [2002] el Catálogo es una herramienta indispensable para la Dirección de Sitios Patrimoniales y Monumentos del Gobierno de la Ciudad, que le permite dictaminar sobre los permisos para la intervención respetuosa dentro de inmuebles históricos o arquitectónicos de Tacubaya.


164 ciones. Ahí se entrelazan calles tapizadas de autos y calles empedradas de paz, casas sutiles junto a adefesios de concreto, remansos verdes de árboles centenarios y planchas de asfalto; es el sitio en donde las montañas han sido cubiertas por una nueva topografía urbana, gris y sin distinción; es el sitio abandonado y el querido. Es la buena arquitectura junto a la despreciable, es la gente de antaño con la nueva o la de paso. Es lo de antes y lo de hoy, es la tierra de todos y la tierra de nadie.


Propuesta para recuperar Tacubaya

Araceli García Parra• Como se ha visto a lo largo de los años, varios han sido los medios para recuperar, tanto en la memoria como físicamente, este sitio tan importante. Tales esfuerzos se han logrado en una primera etapa a través de las crónicas y mapas de viajeros,1 que permitieron tener una “visión” de este lugar sin mayores medios que la descripción tanto literaria como gráfica; en una segunda etapa más avanzada, se ha tenido el interés por recuperar físicamente las zonas que constituyen a Tacubaya.2 Estos últimos esfuerzos se han llevado a cabo tanto a escala urbana como arquitectónica; esta última es la base de la primera, en especial en el aspecto de la construcción habitacional, la vivienda, a la cual corresponde un porcentaje considerable en relación con otros servicios que también existen en este lugar. Este ensayo propone revisar tanto las propuestas y las soluciones que se han puesto en práctica en Tacubaya desde princi•

Egresada de la Universidad Iberoamericana, plantel Santa Fe, coautora de la tesis “Tacubaya en el olvido. Crónica de un barrio transformado”. 1 Véanse por ejemplo las crónicas de Emil Riedel, Brantz Mayer, Paula Kolonitz, Madame Calderón de la Barca, Manuel Rivera Cambas y Manuel Payno, entre otros. 2 Proyectos realizados por el Instituto Nacional de Vivienda y el Programa Parcial de Desarrollo Urbano de Tacubaya.


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pios de este siglo, para consecuentemente hacer una reflexión sobre lo que han logrado, como aquellas que se han aplicado en otros lugares y que permiten recuperar físicamente a un sitio, satisfaciendo así las necesidades de sus pobladores. Antecedentes Al parecer, los primeros en dar a conocer su lugar de trabajo, habitación, comercio y recreación fueron los propios pobladores de Tacubaya: en 1936 apareció una Guía Comercial3 que permitió un conocimiento general de este sitio, tanto entre sus habitantes como entre aquellos vecinos que siempre se han apoyado en los servicios que desde tiempos inmemoriales ha ofrecido Tacubaya. Esta guía permitió enlistar lo más selecto del comercio, industria y profesiones, junto con la nomenclatura actualizada de sus calles, para evitar confusiones entre habitantes y vecinos. Asimismo incluyó una recopilación de los acontecimientos históricos relevantes de Tacubaya desde la época prehispánica y una descripción geográfica y de su división política, con una relación de las colonias y transportes que la atravesaban. Un elemento sobresaliente fue el diseño de los anuncios, más familiar que comercial: todos conocían a don Juan Guerrero, “quien personalmente le hará un trabajo rápido, económico y con absoluta garantía”,4 o al señor Ceballos, quien aseguraba: “yo lo mudo, después nos arreglamos”.5 Llama la atención el número telefónico que acompaña a dichos anuncios, por ejemplo Eric. 5-09-31 o P-17-99. Cabe recordar que la compañía Ericsson contaba ya con 32 concesiones para establecer líneas telefónicas de servicio público y privado 3

Guía Comercial y de las Calles de Tacubaya, México, Imprenta de Horacio G. Díaz, 1936. 4 Frase incluida en la contraportada de la Guía. 5 Idem.


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que funcionaban a través de una central automática ubicada en Tacubaya.6 En orden alfabético aparecía el nombre de cada una de las calles que conformaban el barrio de Tacubaya, así como la colonia en la que se ubicaban, el número de tramos que las conformaban, las calles colindantes a derecha e izquierda y los transportes que las recorrían. Anexo se encontraba un mapa de localización de calles y sitios importantes de Tacubaya, para que tanto pobladores como visitantes pudieran recorrerlos y conocer un poco más de la vida y cultura de este lugar. Cuadro 1. Ejemplo de la presentación de una calle en la Guía Comercial de Tacubaya, en 1936 Ciencias. 5 calles, Colonia Escandón, Empieza en el 3er. tramo avenida Industria y termina en el + de la 4ª. y 5ª. de José M. Vigil. Av. Industria Av. Industria 3º Primavera* 4º Primavera 3º Progreso 4º Martí 3º Martí ** 2ª Constitución 1ª Constitución 5ª José M. Vigil 4ª José M. Vigil *Tren Primavera. Cam. San Pedro. **Cam. Escandón Puente del F. C.

A mediados del siglo XX se realizó un esfuerzo para solucionar problemas urbanos en la zona de Tacubaya por medio del informe Tacubaya. Problemas y soluciones, presentado en 1958 por el Instituto Nacional de Vivienda.7 Este informe daba a conocer los resultados de las investigaciones que rea6

Datos tomados del artículo “Cronología de la telefonía en México”, http://www.cft.gob.mx/html/la_era/info_tel2/hist4.html. 7 Actualmente se conoce como Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol).


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lizó dicha institución, para fundamentar un programa de regeneración urbana en un área perimetral de la ciudad de México que comprendía la zona de Tacubaya. Los límites que se propusieron para ella fueron: al norte, la avenida Madereros, hoy Constituyentes; al sur, Río Mixcoac; al este, avenida Revolución, y al oeste, el trazo paralelo a la avenida Revolución, a la altura del pueblo de Santa Fe. El programa propuso solucionar cinco puntos importantes: 1. 2. 3. 4.

Mejorar las viviendas en malas condiciones. Erradicar las zonas de barrancas y de habitaciones. Equilibrar la relación habitación-trabajo. Combinar adecuadamente las circulaciones, áreas verdes y de esparcimiento, núcleos deportivos y zonas comerciales. 5. Fortalecer las instituciones tendientes a articular una vida comunal más completa y eficiente. Analicemos algunos de los datos que arrojó este informe, que en su mayoría se caracterizaban como “alarmantes”: 1. La zona central de Tacubaya y la zona de las barrancas tenían características de tugurio.8 2. La zona en general mostraba condiciones indeseables o deficientes de habitabilidad. 3. La zona periférica estaba densamente poblada y registraba problemas típicos del crecimiento urbano. 4. Contaba con una población supuestamente heterogénea (económica y socialmente). 5. Tenía áreas con obras de mejora en desarrollo urbano. Entre los puntos anteriores destacan las condiciones indeseables o deficientes de habitabilidad, de donde se derivaban las definiciones de tugurio, jacal, decadente, residencial y anti8

Tugurio: habitación pequeña y mezquina.


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guo. Las viviendas se clasificaban en conservables, regenerables o demolibles. Las conservables eran aquellas que contaban con buenas condiciones y sólo requerían de mantenimiento; las regenerables, aquéllas susceptibles de cierto tipo de obras para devolverlas a su calidad anterior, y las demolibles, las que tenían condiciones pésimas o negativas de habitabilidad. Otro dato importante era el número total de viviendas: 34,745, de las cuales el 44% se encontraban ocupadas por su propietario y 56% por arrendatarios, con 8,496 viviendas que pagaban renta congelada.9 Esto último fue lo que dio como resultado que un gran número de inmuebles históricos dejara de existir dentro de la traza urbana de Tacubaya, a pesar de que el estudio indicaba que sólo el 8.63% de las viviendas eran francamente demolibles; 22.22% eran demolibles, salvo ciertas excepciones; 25.55% requerían de trabajo de mantenimiento y 36.60% requerían de trabajos periódicos de mantenimiento.10 La solución que se propuso a este problema se basó en la construcción de 2,400 habitaciones de interés social,11 que permitió, por un lado, el traslado de familias que ocupaban la parte central de la zona con vivienda demolible, y por otro, el aumento de oferta de habitación popular con mejores condiciones económicas, urbanas y familiares. Asimismo se presentaron propuestas de solución para las áreas verdes y para la vialidad de la zona. Se pretendía que una superficie arbolada circundara la zona y evitara o limitara los desórdenes del área urbana; en la parte sudoeste se ubicaría un cinturón verde, y parques, jardines y zonas arboladas en las zonas de 9

Datos tomados del estudio realizado por el INV, 1958, p. 9. Idem. 11 Viviendas tipo INV2 y 3: construidas con block de concreto, losa de concreto armado y cimientos de mampostería; cuentan con estanciaalcoba, recámara de los padres, recámara de los hijos, baño con WC, regadera, lavabo y calentador, cocina con estufa de petróleo y fregadero. La vivienda INV2 tenía 27 m2 y la INV3, 32.35 m2. 10


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depresiones o barrancas. El objetivo de esta nueva vialidad sería intercomunicar los sectores que conformaban Tacubaya y a la propia zona con el resto de la ciudad. Para ello se planteó, en primer lugar, la ampliación de los ejes considerados principales. Las acciones tomadas fueron las siguientes,12 si bien, más que integrar a Tacubaya, la dividieron y provocaron que se olvidara para siempre la intercomunicación peatonal: 1. Unión de la avenida Parque Lira con la avenida Molino del Rey. 2. Unión de la calle Vicente Eguía con la avenida Benjamín Franklin. 3. Unión de la avenida Parque Lira con el Viaducto Miguel Alemán. 4. Unión de la calle 11 de Abril con el Viaducto Miguel Alemán. 5. Unión de la avenida Centroamérica con la avenida Xicoténcatl. 6. Unión de la calle Sur 128 con las calles Escuadrón 201 y Jilguero. 7. Unión de la calle Jilguero con la calle Canario que llega a la avenida Central. 8. Obras de conversión del cauce del Río Mixcoac a una avenida que conecta con la diagonal Colonia del Valle. 9. Prolongación de la Calle 8 hacia la avenida Tizapán y Desierto de los Leones. 10. Unión de la calle Yaqui con la avenida Sierra Tarahumara.13

12

Op. cit., p. 12. A mediados de 1996 se realizó una licitación para modernizar los paraderos de transporte en áreas de conflicto, como lo es el Metro Tacubaya; la idea era reordenar a vendedores ambulantes y tráfico 13


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Ultimos esfuerzos Tres esfuerzos más se presentan a finales de este siglo para resolver problemas de habitación y recuperar parte del patrimonio de Tacubaya. El primero consistió en la construcción de treinta viviendas de interés social; el segundo fue la recopilación de documentos para reconstruir la historia de Tacubaya, y el tercero la elaboración de un catálogo de monumentos por la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda. El esfuerzo realizado por diez estudiantes de la carrera de arquitectura de la Unidad de Azcapotzalco durante su servicio social, en conjunto con los colonos e instituciones de gobierno, permitió que treinta familias tuvieran una vivienda digna. Este trabajo dejó atrás más de cuarenta años de pagar renta y habitar en condiciones de hacinamiento dentro de una vieja vecindad, ubicada en la calle Mártires de Tacubaya número 26, en la Delegación Miguel Hidalgo. El Fideicomiso del Fondo Nacional de Habitación Popular (Fonhapo) otorgó un crédito para la adquisición del terreno y para la construcción de las viviendas. Por su parte, las autoridades de la delegación ayudaron en la tramitación de licencias de uso de suelo, construcción y demolición de la antigua vecindad. Tras un año de trabajo, se logró realizar el diseño de los planos arquitectónicos de las treinta casas y conformar el expediente apropiado para cumplir con los requisitos y trámites que demandaban la Fonhapo y las autoridades delegacionales para el otorgamiento del crédito y la realización de las obras. A lo largo de todo este tiempo, la Secretaría de Desarrollo Social otorgó a los estudiantes las becas necesarias. En su momento, la licenciada María Esther Scherman Leaño, delegada del Departamento del Distrito Federal en Miguel Hidalgo, indicó que en esa demarcación existían más de cincuenta vecindades en condiciones riesgosas y que no se de metro, microbuses y autobuses que se había originado con la unificación de las vías arriba mencionadas.


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contaba con los recursos financieros suficientes para tomar acciones. Sin embargo esta acción de colaboración sentó un precedente para la regeneración de viviendas que posibilitaría convertir viejas vecindades en condominios. Cabe destacar la capacidad de los alumnos para realizar los estudios socioeconómicos previos al diseño, con el fin de conocer las condiciones de vida de los moradores y poder cubrir sus necesidades, bajo las normas y requisitos financieros impuestos por el Fonhapo y las autoridades delegacionales. Cada vivienda resultó de 62 m2 de superficie, con lo que superó hasta en 30 m2 a las propuestas cuarenta años atrás, sin decir con esto que dicha superficie sea la ideal. El segundo esfuerzo fue la elaboración de la tesis “Tacubaya en el olvido. Crónica de un barrio transformado”,14 que intenta recuperar textual y gráficamente a este sitio desde la época prehispánica hasta la actual. Dicho trabajo presenta de manera objetiva los cambios que se han dado en Tacubaya, sobre todo en el siglo XX, y trata de recuperar parte de lo que queda de su patrimonio a través de la catalogación de algunos de sus monumentos, que por desgracia están en el olvido. Se manifiesta nuevamente la necesidad de regenerar ciertas zonas que albergan este tipo de inmuebles, algunos de ellos considerados “viejas vecindades”. Se sugiere recuperar su calidad y condiciones de vida óptimas para otorgar a sus moradores una habitabilidad adecuada y para no pasar a engrosar la lista de los candidatos a demolición. La tercera y más reciente acción fue la que puso en práctica la Secretaría de Desarrollo Urbano, a través de un despacho de arquitectura y urbanismo, para formar un catálogo de 298 inmuebles de la zona delimitada por el Programa Parcial de Desarrollo Urbano de Tacubaya.15 Dicho plan abarca la 14

Obra presentada en noviembre de 1997 y que actualmente se encuentra en proceso de publicación. 15 Entre 1983 y 1984 se creó el proyecto “Centros urbanos” que permitía la construcción de grandes edificios para viviendas y ofi-


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zona intermedia entre la avenida Benjamín Franklin, Patriotismo, el Anillo Periférico y el Viaducto Miguel Alemán; sin embargo, dicha zonificación deja fuera varios edificios históricos que pertenecieron al territorio original de Tacubaya. En todos estos casos, se manifiesta al final del siglo XX la necesidad de recuperar y regenerar diversas zonas que forman parte de la historia de Tacubaya. Hechos concretos Una propuesta real de recuperación y regeneración del área de Tacubaya impone una revisión minuciosa de los aspectos que circundan y delimitan cualquier acción. Pueden ser buenas las ideas planteadas, pero si no se toman en cuenta las barreras que las pueden frenar, probablemente no se podrían llevar a cabo en su totalidad. Como se vio a lo largo del texto, el problema principal a resolver es la vivienda. El Plan Nacional de Desarrollo 19952000 pretende brindar a la población altos niveles de bienestar y calidad de vida. En este sentido, promueve tanto la participación del sector público como del social y privado para ampliar una cobertura de atención ante la demanda de vivienda, en especial la de interés social. Para tal efecto, propone siete objetivos generales:16 1. Ampliar la posibilidad de acceso a la vivienda a la población rural y urbana de menores ingresos. 2. Coordinar las acciones de las dependencias de la administración pública federal, estatal y municipal con

cinas, tanto en San Angel como en Tacubaya y La Villa, por mencionar algunos. 16 Datos tomados del Programa de Vivienda 1995-2000, dentro del resumen presentado por la Secretaría de Desarrollo Urbano en internet.


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3. 4. 5. 6. 7.

los sectores social y privado vinculados con la producción habitacional. Adecuar los mecanismos de financiamiento a la vivienda de acuerdo a los ingresos de la población demandante. Constituir reservas territoriales de suelo apto para vivienda y propiciar con ello el crecimiento ordenado de las ciudades. Fomentar la edificación de la vivienda con base en el desarrollo urbano planificado preservando el medio ambiente de las zonas rural y urbana. Apoyar la autoconstrucción y mejoramiento de la vivienda a través de la participación organizada de la comunidad. Promover el fomento tecnológico para la producción de materiales de construcción y de los procesos de edificación de vivienda de interés social y popular.

En Tacubaya fueron varios los intentos por regenerar zonas de vivienda, al sustituir las de un tipo por otro; es decir, se ha optado por demoler construcciones con bajas condiciones de habitabilidad y construir nuevas con características aparentemente más adecuadas. Sin embargo, en pocas ocasiones se ha reflexionado sobre la regeneración física “lógica y económica” de ese tipo de viviendas a través de la adaptación de los espacios originales, que en muchos casos son más amplios y están mejor iluminados y ventilados que los propuestos. En este mismo sentido se orienta el punto número cuatro del programa anterior. La promoción de oferta de suelo para proyectos habitacionales a precios accesibles a la población busca incorporar los predios “intraurbanos”17 con estructura de servicios y equipamiento. Son precisamente las antiguas habitaciones, situadas en el centro de la población, las que reúnen todas estas ventajas. 17

Esto es, que se encuentran dentro de la ciudad.


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Otro elemento que frena cualquier propuesta de regeneración se llama “renta congelada”. Con esta renta, los propietarios de un gran número de viviendas han tenido que vivir en las peores condiciones durante cinco décadas: sus inquilinos sólo se ocupan de pagar predial, agua, luz y diferentes servicios, pero no el concepto de renta, que permite dar mantenimiento a los inmuebles. La renta congelada quedó establecida por decreto presidencial en los años 40, y no fue sino hasta 1992 cuando la Segunda Asamblea de Representantes del Distrito Federal derogó tal decreto y declaró que la función social de ese mecanismo había concluido al convertirse en un factor inhibitorio de la construcción de vivienda en renta y generar su destrucción.18 Posteriormente, en 1996, concluía la prórroga indefinida del contrato establecido cincuenta años atrás, de acuerdo con la cual los inquilinos que no aceptaran los aumentos de renta serían desalojados mediante una indemnización de hasta 60 centavos. Por otro lado, se establecía que el Fideicomiso Casa Propia (Ficapro), a través de una partida extraordinaria, financiaría la adquisición de los inmuebles por los inquilinos. Esto ocurrió solamente en los casos en que era posible rehabilitar los inmuebles que, considerados edificios históricos por el INAH, no podían ser demolidos. “Desde esa perspectiva, las antiquísimas vecindades, muchas de las cuales datan del siglo pasado, padecen la destrucción natural del paso del tiempo ante la prohibición oficial expresa de que sean demolidas”.19 Las zonas en donde aún se pagan centavos como renta mensual son el Centro Histórico, la colonia Guerrero, la colonia Roma y una parte de Tacubaya. Este último sitio cuenta con propietarios dueños de joyas arquitectónicas que sólo podrían 18

Cita incluida en el artículo “Afecta a 10 mil familias la descongelación de rentas”, de Alfonso Urrutia, en La Jornada , 3 de enero de 1996. 19 A. Urrutia, op. cit.


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rehabilitar su patrimonio con el apoyo de un financiamiento, al cual es imposible recurrir dada la crisis actual. Pero no nos detengamos a contemplar los nuevos decretos y reformas que afectarán las condiciones de los propietarios e inquilinos, mejor veamos ahora las propuestas que han tenido resultados positivos en relación con este último aspecto: la regeneración. Otras propuestas Al parecer el problema de la regeneración de las ciudades no tiene salida, o no está respaldada correctamente por los organismos correspondientes; se prefiere “construir lo nuevo desechando las posibilidades de arreglar y restaurar lo existente”.20 Sin embargo, existen alternativas para la realización de proyectos de regeneración, para su inversión y ejecución. Por un lado, hay que destacar que importantes ciudades en Europa han resuelto sus necesidades básicas de habitación, esparcimiento, trabajo y circulación concentrando sus esfuerzos en la reactivación de zonas que se daban por perdidas; zonas que albergan edificios históricos y donde a falta de un orden, tanto peatonal como vehicular, la vida desaparecía poco a poco del lugar. Los propios habitantes se dedicaron a promover su sitio de habitación y trabajo, generaron planes de reactivación y regeneración, pidieron un cambio del uso de suelo para permitir un diseño innovador de los viejos edificios que los convirtiera en potenciales sitios comerciales, de habitación y recreación, elevando la plusvalía del lugar.21

20

Jorge Legorreta, “Construir o reconstruir la ciudad”, en La Jornada. Esta acción de los habitantes nos recuerda a la de los pobladores de Tacubaya, que en 1936 promovieron y dieron a conocer su ciudad a través de una guía. 21


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Por otro lado, a lo largo del siglo XX, ha habido reuniones internacionales para discutir el problema de la regeneración urbana, en especial de aquellos sitios que albergaban monumentos históricos y que habían sido dañados parcial o totalmente durante las principales guerras de ese siglo. Una de estas reuniones fue la Conferencia de Atenas de 1931, en donde se discutió sobre el derecho de la colectividad ante los intereses particulares. La conclusión fue que los programas de regeneración debían ceñirse a las legislaciones apropiadas a las circunstancias locales, así como a la opinión pública, y evitar en lo posible las fricciones.22 En otras reuniones se abordó la cuestión de la legislación internacional que amparaba todos aquellos proyectos de regeneración respaldados por un financiamiento proveniente de alguna organización internacional. Tal es el caso del Banco Mundial o la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económica (OECD), organismos que contemplan la participación de México en la reconstrucción y fomento de su patrimonio cultural para desarrollar proyectos en beneficio del turismo.23 El primer organismo, el Banco Mundial,24 tiene la misión de revisar los beneficios que otorgan a un sitio los proyectos de regeneración, como son: reconocer y capitalizar los fenómenos culturales, incorporar el material cultural en fomento del turismo, identificar los sitios culturales poten22

Si recordamos, esto mismo se intentó cuando se comenzaba a construir el edificio colindante con la Casa de la Bola, en la avenida Parque Lira. Los ciudadanos, a través de la representación de unas cuantas personas, discutieron tanto su altura como las características de la fachada y lograron pequeños cambios con el fin de que la nueva construcción se adaptara mejor al contexto inmediato. 23 ¿Qué acaso Tacubaya no tiene un gran acervo en patrimonio cultural, como para no explotarse y lograr beneficios entre sus propios habitantes? 24 Creado en 1944 como Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), para fomentar el crecimiento económico a largo plazo.


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ciales, apoyar los buenos proyectos de arqueología, lograr un apoyo interdisciplinario y de la gente del lugar. Por su parte, la OECD es un organismo con enfoque financiero cuya meta es compartir y comparar la información pertinente para ponerla al alcance de aquellos países que tengan un proyecto de regeneración urbana, así como proponer medidas para que los recursos destinados a la rehabilitación sean canalizados dentro de un plazo razonable, con base en un plan a ejecutarse a escala local. Como podemos observar, son muchas las alternativas que tiene Tacubaya para progresar y crecer, pero por las experiencias vividas a lo largo de este siglo sabemos que esto no será posible si sólo se toman en cuenta algunos aspectos entre muchos otros que conforman su problemática real. También debemos recordar que Tacubaya cuenta con un patrimonio cultural riquísimo y que existen iniciativas particulares, como la de la revista “Tacubaya Vieja”,25 la Casa de la Bo26 la y otros pequeños y grandes proyectos que sólo requieren de un apoyo mayor para lograr la regeneración de una parte de este importante sitio de la ciudad de México.

25

Dirigida por Ernesto Licona, permitió que los tacubayenses tuvieran acceso a su historia, a su patrimonio arquitectónico y a ellos mismos, al presentar su propia historia en cada uno de sus artículos. 26 El organizar y recaudar fondos para otorgar a los habitantes de Tacubaya un sitio que alberga parte de su historia, que les permita conocer una forma de vida en siglos pasados y lograr una difusión de diversos aspectos culturales, ha sido una labor de varios años que con el esfuerzo colectivo poco a poco se ha ido consolidando.


La consolidación creativa de un arquitecto: la casa de Luis Barragán en Tacubaya Graciela Gaytán Herrera Una ciudad cosmopolita “Ya esta ciudad no es mía, o bien yo no pertenezco a esta ciudad. Se me escapa, me desborda”. Era 1943 y Salvador Novo extendía su lamento: “En año y medio es prodigioso lo que se ha construido por este rumbo del bosque [de Chapultepec]. Mi colonia Cuauhtémoc, mi San Rafael, han unido sus pinzas con un Anzures y un Polanco que representan sus avanzadas a Las Lomas…”1 En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad de México se viste de aires cosmopolitas, ya no descansa como antes y asume paulatinamente las ojeras que la vida nocturna le imprime. Rebasada por sí misma, bajo la presión demográfica a resultas de la constante migración del campo a la ciudad, albergando al tiempo a una nueva clase media emergente y acomodaticia que daba tumbos por amurallarse en suburbios “exclusivos”, la urbe se extendía y sus otrora límites dejaban de ser una referencia permanente. Interactuando o distanciándose, palpitaban dos proyectos urbanos: en un sentido, el corazón de la ciudad y los otrora pueblos circundantes como Tacubaya, integrándose al centro sin perder totalmente su identidad. Por otra parte, una tendencia huidiza y no pocas veces discriminatoria de las zonas 1

Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Manuel Avila Camacho, México, Empresas Editoriales, S.A., 1965, p. 26.


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residenciales, cuya búsqueda del sueño americano acabó por desligarlas de una vez de su punto de partida. Un estilo de vida denominado “moderno” entraba con paso firme en la cotidianidad de algunos sectores de la población. La modernidad, entre otras cosas, invadió la privacidad de que podía gozar un individuo, una familia o un barrio. Con un ritmo de vida cada vez más vinculado con el nuevo concepto de espacio público: restaurantes, clubes, cines, y con la compañía de la radio, la televisión, y servicios como el teléfono en el hogar, el hombre moderno ha perdido toda posibilidad de “encontrar la paz y la serenidad que tanto necesitan, todos los hombres, sobre todo en nuestra época”, opinaba Luis Barragán en 1951.2 Otro rasgo de la modernidad auspiciado por la clase media fue “la multiplicación exponencial del uso del automóvil”, atina a escribir Alfonso Alfaro.3 Multiplicación que tendría un rápido efecto en la trasformación de Tacubaya: por antiguas calles – algunas de ellas con nomenclatura novedosa– y nuevas vías rápidas, “vehículos de combustión públicos y privados transitaron al lado de los tranvías”.4 La arquitectura mexicana no escapó a la influencia de la modernidad.5 Superada la depresión económica de 1929, la 2

Barragán, Obra completa, Madrid, Tanais, 1995. Alfonso Alfaro, “Barragán en la ciudad” en La Jornada Semanal, núm. 224, 20 de junio de 1999, p. 6. 4 Para una revisión más amplia de este proceso véase la ponencia presentada por María Eugenia del Valle Prieto, “Tacubaya en los cincuentas” en Celia Maldonado y Carmen Reyna (coords.), Tacubaya, pasado y presente II, México, Yeuetlatolli, A.C., 1998. 5 Si bien en el nivel internacional la arquitectura obedecía a los cánones funcionalistas (término que en México arribó en los años treintas según Luis Barragán), que desde una perspectiva racionalista proponían “la casa como una máquina para vivir” con un diseño perfecto acorde con las necesidades de sus habitantes, dejando de lado la estética e incorporando la tecnología con nuevos materiales como el concreto y el armado, en México, a raíz del movimiento revolucionario de 1910, también pri3


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tendencia arquitectónica a nivel internacional derivó en la construcción de altos rascacielos y de grandes puentes colgantes. El acero y el concreto eran los materiales del futuro y el anuncio inequívoco de nuevos tiempos. El llamado “funcionalismo” arquitectónico de Le Corbusier en su idea original o desvirtuada fue la pauta a seguir por no pocos urbanistas en el mundo. El joven Barragán Nacido en Jalisco en 1902, Luis Barragán se forma en la capital tapatía como ingeniero civil y prosigue con una especialidad en arquitectura que nunca formaliza. Al término de sus estudios viaja a Europa, el Norte de Africa (en donde la arquitectura marroquí lo seduce), Estados Unidos y, por supuesto, México. A la muerte de su padre, Luis se hace cargo de los negocios que su progenitor deja a la familia, mismos que fracasan tras la Reforma Agraria. Ello motiva a Barragán a trasladarse a la ciudad de México entre 1935 y 1936 con la perspectiva de dar continuidad a la experiencia que como arquitecto ya había adquirido tras algunas edificaciones y restauraciones que había realizado por encargo en Guadalajara.6 Durante los primeros cincos años de estancia en la ciudad de México, Luis Barragán construye departamentos en la colonia Cuauhtémoc y un estudio para pintores en sociedad con José Creixell. Aquella arquitectura más apegada al “funcionalismo” en boga a propuesta de Le Corbusier (a quien Barragán había tratado de paso por Europa) fue, justo es decirlo, el preámbulo hacia la

vaba un ambiente que rescataba la arquitectura colonial, de ahí el término “neocolonialismo” que se extendió en el periodo posrevolucionario. 6 Alejandro Ramírez Ugarte, “Entrevista con el arquitecto Luis Barragán” en Enrique X. Anda Alanís, Luis Barragán. Clásico del silencio, Bogotá, Escala, 1989, pp. 223-224.


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maduración del arquitecto.7 En 1940, en aparente contradicción con la bonanza económica que, según se decía, le habían retribuido aquellos trabajos, Luis Barragán abandona el ejercicio formal de la arquitectura por pedido y con ello, “las exigencias del usuario expresadas en demandas de proyectos, tiempo, función y economía” en palabras de Vargas Salguero.8 A partir de ese momento, el mismo Barragán se definió como un urbanista, un especulador de terrenos, actividad que dejaba más dinero y le evitaba posibles humillaciones en el ejercicio de un oficio que tanto apreciaba. Sin embargo, tras la aparente frivolidad de un urbanista, yacía el esteta que por excelencia fue Barragán.9 Un nuevo vecino en Tacubaya Aquel año de 1940, Barragán adquirió un predio al término de la calle de Madereros, hoy conocida como Constituyentes. “Aprovechando en parte una vieja construcción popular, edifica la primera casa para sí …adjunta a la cual, a manera de compartimentos …se disponen los jardines…” Esta primera construcción, hoy conocida como Casa Ortega en referencia a la familia que la adquirió y habitó posteriormente, es considerada el espacio inicial del Barragán dispuesto a la libre realización de una propuesta arquitectónica que ha trascendido las fronteras nacionales y temporales. “Esta mañana –comentaba Salvador Novo a sus lectores– vino Luis para mostrarme sus jardines y su casa de Tacubaya… 7

Ibid., pp. 223-228 y William Curtis, “Laberintos intemporales. La obra de Luis Barragán” y Xavier Guzmán Urbiola, “Barragán, el otro”, en Vuelta, núm. 147, febrero de 1989, pp. 59-62 y 62-64, respectivamente. 8 Ramón Vargas Salguero, “Luis Barragán, un caso non en la arquitectura mexicana”, en Anda Alanís, Luis Barragán..., p. 186. 9 Ibid. También Ramírez Ugarte, op. cit., pp. 224-225. Véase la entrevista que Elena Poniatowska le hizo a Luis Barragán donde él mismo rememora parte de este proceso sobre todo en el Pedregal de San Ángel. Todo México, México, Diana, 1991, t. I, pp. 7-46.


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que se erige sobre lo que hasta hace dos años eran minas de arena. Cuando compró el terreno lo halló, en consecuencia, todo desnivelado y no pudo construir un solo y vasto jardín. En vez de ello, hizo varios pequeños en diferentes planos muy armoniosamente comunicados entre sí, y prescindió de las flores para entonar en verde su paisaje. Ahí están los árboles chuecos, cuyos brotes al pie no permiten que poden sus jardines; allí una estupenda cortina de bambúes proyecta su cascada sobre un fondo de muro que a pesar de sus dos años de edad, ha envejecido siglos gracias a la sabia aplicación de sulfato de hierro que se funde con la humedad que le procura un canal exterior que Luis desborda periódicamente”.10 A partir de la adecuación de un jardín armonioso en un terreno desdeñado e irregular, en una loma de Tacubaya, Barragán creó un espacio capaz de conmover a un niño o a un Nobel de literatura. Andrés Casillas, colaborador de Barragán en los años setenta, cuenta: “Mi madre tenía gran amistad con él desde la infancia. Un día me llevó a su casa en Francisco Ramírez 22 cuando abarcaba toda la manzana. Me mandaron al jardín. Yo tenía ocho años y como cualquier niño, era una esponja que percibe el mundo exterior y reacciona ante él de manera fresca, intuitiva. Me quedé maravillado con las veredas y los secretos a los que conducían, con las escaleras que conducían al misterio. Me quedé horas enloquecido por ese lugar mágico”.11 José Saramago, en su visita a México en 1997, participó espontáneamente a Adriana Malvido –su entrevistadora– la sensación que le daba estar en los jardines que Barragán diseñara: “este jardín es como si fuera el mundo, como si el mundo estuviera aquí, como si no hubiera más mundo”.12 10

Novo, op. cit., pp. 178-179. Adriana Malvido, “Deseable que la FAT maneje la obra de Luis Barragán en México: Casillas”, en La Jornada, 21 de marzo de 1998, p. 25. 12 Adriana Malvido, “La obra de Barragán, una poética del espacio cada día más vigente”, en La Jornada Semanal, suplemento dominical de La Jornada, 22 de noviembre de 1998, p. 15. 11


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La concepción de jardines cerrados “destinados a completar nuestros hogares” que Barragán defendió fue más allá de un elemento decorativo o de contemplación obsoleta. Son espacios para ser vividos. Lugar privado donde el hombre moderno se reencuentre con la naturaleza y consigo mismo y que debiera ser derecho universal, pareciera vociferar la obra del arquitecto. Noción cada vez menos accesible en una ciudad que ha carecido de una planeación urbana y que hacina sin miramientos a sus habitantes. Pero además de ello, este primer trabajo de Barragán en Tacubaya le permitió la proyección de una idea pionera en su contexto: la conversión del Pedregal de San Angel en un espacio habitable funcional y estéticamente. “Por una feliz coincidencia, al hacer un jardín para mí mismo, descubrí las posibilidades de utilizar aquella zona y de disfrutar de maravilloso paisaje, edificando jardines y casas que ponen de relieve la belleza de las piedras, utilizando también sus cualidades y formas, como los más maravillosos elementos decorativos”.13 El significado posterior que el Pedregal de San Angel adquirió “en las fantasías citadinas y en la historia cultural de México es algo que escapa finalmente a las intenciones y a la responsabilidad de Luis Barragán”, agrega de paso Alfonso Alfaro.14 Pero en sí misma, la habilitación del Pedregal constituye uno de los mayores retos arquitectónicos que Barragán supo visualizar. ¿El encanto de Tacubaya? En 1947, tras fraccionar el predio de Francisco Ramírez, vendiendo la primera construcción y sus integrados jardines, Luis Barragán inició la construcción de su casa en los terrenos aún libres y que antes fueran las catacumbas, galerías o tiros de las minas de arena que Novo refería en sus crónicas. “Como no tenía yo deseos ni buscaba clientela alguna la hice para mi gusto 13 14

Barragán. Obra completa... Alfaro, op. cit., pp. 6-7.


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expresamente y la nostalgia de los ranchos, la nostalgia de los pueblos, con las ideas que yo tenía del confort de la vida moderna, produjeron mi casa que es la que más me ha dado a conocer aquí y en el extranjero ...Esta casa representó entonces para mí una cosa espontánea porque no lo hice buscando, sino lo hice para mi gusto de arquitectura popular, que se sienta que se está en México y en una residencia...”15 Si bien entonces como ahora la casa de Luis Barragán causó un impacto emotivo a quienes la visitaron, la ubicación fue un punto crucial de la crítica. “Los amigos de Luis no entienden cómo es posible que prefiera contemplar desde sus ventanas las pobres casas de Tacubaya en vez de las elegantes construcciones de Polanco o las Lomas de Chapultepec”.16 Medio siglo después, por otras razones y otras respuestas, la pregunta es vigente. “En torno a la morada de Luis Barragán se encuentran ...mayoritariamente viviendas pequeñas, numerosas vecindades, talleres... En las calles del barrio hay cenadurías y misceláneas, y por la esquina puede verse pasar al comprador de colchones viejos en una carreta tirada por un burro. ¿Por qué razón, si Barragán podía disponer del Pedregal entero para escoger el terreno más privilegiado, con la mejor orientación, el más protegido, el que tuviera la mejor vista, decidió edificar su residencia en una callejuela de barrio?”, inquiere Alfonso Alfaro, quien asimismo responde con la ventaja que da la perspectiva histórica y que Novo, tan adicto a la novedad y al tanto del pulso de la vida social, no podía comprender: Luis Barragán, el hombre y el arquitecto con visión clara de las posibilidades y alcances de la arquitectura que puede alcanzar cualquier pueblo que no se agreda a sí mismo ni a su entorno, cosmopolita en esencia, “...tenía la certeza de que residir en una calle pueblerina de un verdadero barrio, cerca de las tortillerías y de los talleres mecánicos, no era desdoro ninguno para un dandy que ganaba campeonatos de saltos en el Hípico Francés”. Y aún más: “la posi15 16

Ramírez Ugarte, op. cit., pp.228-229. Novo, op. cit., p. 179.


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bilidad de compartir los intereses de la vida municipal con vecinos de diferentes clases sociales”,17 perspectiva que han apartado de su esquema de vida no pocos de los habitantes de esta la más grande de las urbes en el mundo. Para quienes movidos por entrañable afecto, curiosidad o benigno accidente hemos incursionado en la historia de Tacubaya, el hecho de que Barragán eligiera este sitio para construir su residencia –considerada uno de los símbolos de arquitectura moderna a nivel internacional (“para muchos no sólo su obra maestra, sino una de las maravillas arquitectónicas del siglo XX”)–18 no causa sorpresa. Pese a la evidente alteración de su configuración, de su clima, a la agresión constante de sus espacios públicos y privados, Tacubaya todavía respira por sus poros la herencia que le ha dado entre otros aspectos, su posición geográfica. En este mismo coloquio, el maestro Andrés Medina nos ha permitido redimensionar el flujo económico y cultural de carga histórica que connota el entronque de Parque Lira y Constituyentes. Entronque muy próximo a la casa de Luis Barragán, quien seguramente lo advirtió y lo incorporó como parte fundamental de su vecindario. Engañosa en su fachada, “como de una fábrica clandestina, como convento en tiempos de persecución” dice García Oropeza, sin afán alguno de atraer, integrada sin problemas en la convivencia con el resto de las viviendas populosas que dan continuidad a la acera, la casa de Barragán y el resto de las construcciones de su creación que se alinean en la misma calle aguardan a sus posibles visitantes para ofrecerles una de las experiencias más estremecedoras que pueda ofrecer la arquitectura como dominio del espacio. “Para quien llega por vez primera a esta casa de aspecto tan improbable, situada no en las colinas maquilladas de Las Lomas o en las escenografías telúricas del Pedregal sino en medio de un barrio duro y gris de la ciudad, la casa le dará, desde la entrada, una sorpresa inolvidable al írsele entregando (como en una ceremonia de iniciación) a través de estrechos vestíbulos y mínimos 17 18

Alfaro, op. cit., p. 7. Malvido, “La obra de Barragán, una poética...”


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laberintos hasta que le abre su esplendor de muros, luz, silencio y jardín que lo circunda y rescata. La casa de Luis Barragán es una aventura de vida interior”.19 A pulso Luis Barragán se ganó la designación de arquitecto-poeta. En 1947, cuando la arquitectura funcionalista apostaba a las grandes ventanas y a la sustitución del muro por el vidrio, cuando los rascacielos eran el paradigma a la usanza newyorkina, cuando Latinoamericana de Seguros solicitaba el permiso para la construcción de la Torre Latinoamericana, “primer rascacielos mexicano antisísmico”20 (hoy con graves problemas funcionales), Luis Barragán, tacubayense por elección, demostró que desde la azotea de su “casa fortaleza”, como la bautiza Elena Poniatowska, puede un hombre aprehender el cielo. Mientras los arquitectos luchaban por mostrar al exterior la vida, el trabajo y la diversión de los habitantes de la ciudad de México, Barragán señalaba: “Toda arquitectura que no expresa serenidad no cumple con su misión espiritual. Por eso ha sido un error sustituir el abrigo de los muros por la intemperie de los ventanales”.21 El presente A catorce años de la ausencia física de Luis Barragán y en el centenario de su natalicio, su casa de Tacubaya, declarada patrimonio histórico, es desde 1994 un museo en la mejor de las acepciones que el término pueda tener. No obstante, su obra intelectual (los planos, los derechos de autor y las fotografías de Armando Salas Portugal, quien realizó un seguimiento gráfico de la obra del arquitecto) se encuentra envuelta en una intrincada y ofensiva situación legal: es propiedad de una fundación suiza. Paradójicamente, la casa de Ta19

Guillermo García Oropeza, “Dos temas de Barragán” en La Jornada Semanal, núm. 224, 20 de junio de 1998, p. 4. 20 Alejandra Leglisse, “La Torre Latinoamericana, corazón del México antiguo”, en El Financiero, 16 de noviembre de 1998. 21 Poniatowska, op. cit., pp. 7 y 14.


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cubaya y su archivo personal, que comprende “toda su documentación personal, las cartas de amor, las que se escribía con sus amigos y sus colegas, las fotografías de su vida, sus libros y sus lecturas”, están en resguardo por la Fundación de Arquitectura Tapatía (FAT).22 A la generosidad creativa y personal de Luis Barragán respondamos con el conocimiento de su obra, en particular su casa en Tacubaya ubicada en la calle General Francisco Ramírez, muy próxima a la esquina de la avenida Constituyentes. Previa cita, les espera una cálida visita guiada a la casa-museo cuya dirección está actualmente a cargo de la arquitecta Norma Soto. La visita puede complementarse con una lectura anterior o posterior de la bibliografía y hemerografía que aquí referimos23 y que estamos seguros contribuirá a un acercamiento a Barragán, su lucidez arquitectónica insuficientemente valorada y difundida aún.

22

Remitimos al lector interesado en este polémico aspecto, que no podemos abordar aquí por razones de espacio, a las siguientes lecturas: María Palomar, “La permanencia de un legado” en La Jornada Semanal, núm. 224, 20 de junio de 1999, p. 5. Adriana Malvido, “El Estado debe rescatar la obra pública de Luis Barragán” en La Jornada, 23 de noviembre de 1998 y de la misma autora “Deseable que la FAT...” 23 Además de las citadas, otras obras sobre Barragán son las siguientes: Alfonso Alfaro, Voces de tinta dormida. Itinerarios espirituales de Luis Barragán, México, CNCA-Artes de México, 1996; Fotografías de Luis Barragán, por Armando Salas Portugal, Barcelona, Gustavo Gili, 1994; Matiana González Silva, Luis Barragán. Una pasión hecha arquitectura, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Círculo de Arte), 1998; Guillermo García Oropeza, “Dos temas de Barragán”, en La Jornada Semanal, suplemento dominical de La Jornada, núm. 224, 20 de junio de 1999; Fernando González Gortázar, “Luis Barragán: sus múltiples elecciones”, en La Jornada, 25 de noviembre de 1988; Renato Ravelo, “El jardín de la casa de Luis Barragán, invadido visualmente por un edificio”, en La Jornada, 10 de noviembre de 1998; y Pedro Sondereguer, “La ciudad contemporánea. Sobre Luis Barragán”, en Sábado, suplemento de Uno más Uno, núm. 156, 1º de noviembre de 1980.


Tacubaya, una visión urbana en los cincuenta Ma. Eugenia A. del Valle Prieto O. • Hablar de Tacubaya en los años cincuenta del siglo XX nos hace reflexionar sobre los cambios físicos que allí ocurrieron en ese momento y de los cuales muchas personas tienen recuerdos varios. Es importante, empero, analizarlos a la luz de lo que entonces pasaba, ya que el crecimiento vertiginoso de la capital mexicana hacía imposible que esta parte suya se mantuviera sin cambio. Hoy en día, en el inicio de un nuevo milenio y de un nuevo siglo, siguen presentes los problemas acerca de las modificaciones que hay que hacer en nuestra ciudad, y aquellos que conlleva su modernización. Hay que señalar también que detrás de las modificaciones antes señaladas había un proyecto urbanístico con el cual podemos o no estar de acuerdo, pero que existió y abarcaba una visión integral de la Ciudad de México dentro de la República. En el presente trabajo haré algunas consideraciones sobre los cambios en la urbanización de Tacubaya y me remitiré a algunos de los conceptos que estuvieron detrás de los mismos. La gran Ciudad de México requirió de una urbanización congruente con la modernización que acarreó el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los urbanistas mexicanos proyectaron una ciudad acorde con los nuevos tiempos; el crecimiento demográfico, la explosión de las clases medias y el •

Dirección de Estudios Históricos, INAH.


190 uso del automóvil eran algunas de las manifestaciones de esta época y requerirían de grandes soluciones (ilustraciones I).

Ilustración I A.

Empero, toda modificación traía aparejada una serie de respuestas de la comunidad, que en ocasiones eran realmente adversas o críticas pues afectaban a los habitantes del lugar; éstos veían que su patrimonio sería agredido; otros más, en cambio, se beneficiaban, pues sus propiedades subían de precio. Así encontramos algunos comentarios como el siguiente, que nos ilustra muy bien acerca del sentimiento que se generaba alrededor de la posibilidad de tales cambios: Así como hay propietarios que promueven patrióticamente obras de planificación o aplauden a los buenos proyectos urbanos persuadidos del beneficio que originan hay también habitantes de las ciudades que con una venda en los ojos o en defensa falsa y mezquina de sus intereses combaten las obras de planificación sin pensar que con ello combaten sus propios intereses que vienen a menos paralelamente al de-


191 caimiento de la ciudad, otros en fin con desconocimiento absoluto de las estadísticas urbanas y sin voltear a ver la historia de las ciudades y con carencia absoluta de visión al futuro combaten también las obras de planificación por 1 sis tema o por inercia.

Ilustración 1B.

En efecto, la urbanización generaba polémica, y mucho más entre los directamente afectados, como ya se señaló.

1

AGN, Archivo Carlos Lazo, caja 49, exp. 23.


192

Ilustración II

La ciudad se llenaba de los ruidos más diversos, la gente necesitaba llegar a sus trabajos, y a veces el tránsito se convertía en el peor de los aliados (ilustración II). Tacubaya no estaba exenta de esta problemática. Los urbanistas del momento veían esta dinámica como un símil del cuerpo humano, donde tenía que haber una circulación fluida para que funcionara (ilustración III). Otra cita reveladora: “Una mala circulación viaria (sic) afecta peligrosamente al cuerpo de la ciudad, como una circulación sanguínea defectuosa puede ser fatal en un cuerpo humano. Las ciudades que tienen su casco o centro como una máquina gastada arrastran su trabajo con un máximo gasto de energía y pérdida de tiempo”.2

2

Idem.


193

Ilustración III.

El concebir a la ciudad como un cuerpo en movimiento, que mientras mejor funcionara, más beneficiaría no sólo a una parte del mismo sino a todo su conjunto, era la premisa de la cual partir. Por eso se tenía que pensar en mejorar todo el cuerpo y no sólo una parte de él. Había que empezar a pla ntear la solución a los problemas urbanos y del país, y en este sentido se hablaba de planificación. ¿Pero qué era ésta? Para el arquitecto Calos Lazo, secretario de Obras Públicas en el sexenio ruizcortinista, la planificación consistía, primero, en poseer el conocimiento útil del medio ambiente en que se vivía o se iba a operar (físico, económico, humano y político-administrativo); como segundo punto asentaba que era necesario su buen uso, desarrollo y mejoramiento, controlados mediante un programa de gobie rno previsto y realizado técnica y políticamente. Esto llevaría a obtener el bien común y una vida mejor tanto espiritual como material en las condiciones de habitabilidad, trabajo,


194 servicios sociales y de comunicaciones de todo género (ilustración IV). Nuestro país, decía el arquitecto Lazo, requería como pocos una política de planificación, y necesitaba urgentemente del nuevo tipo de gobernante que exigía este género de política, es decir, un profesionista u hombre de acción con mente planificadora.3

Ilustración IV

La ciudad de México requería, pues, de un buen proyecto urbano, para lo cual el arquitecto Lazo, con una concepción integral, señalaba: “La ciudad depende de su región, así como la región depende del sistema nacional. Sus centros urbanos, sobre todo singularmente la capital. La estructura nacional es o debe de ser en definitiva, una concatenación de varios factores físicos, económicos, morales y políticos que tienen su raíz y núcleo crucial en el centro urbano”.4 3 4

AGN, Archivo Carlos Lazo, caja 53, exp. 29. Idem.


195 De tal manera, estos planificadores señalaban que las ciudades de ese momento ya no eran habitables y que sus problemas requerían de soluciones eficientes y humanas; había que formular programas de gobiernos urbanos que solucionaran problemas específicos en sus aspectos de habitación, trabajo, servicios colectivos, de educación, asistenciales, recreativos, comerciales, de comunicaciones interiores y al exterior de cada zona (ilustración V). Coordinando las diversas zonas urbanas, se obtendría una “unidad orgánica” mediante una estructura de comunicaciones de toda índole que ligaran los principales accesos de la ciudad con las zonas y centros de mayor importancia, así se obtendrían realizaciones integrales para una planificación integral.

Ilustración V

Se partía del diagnóstico de que la Ciudad de México se encontraba en un caos y de que había que ponerle coto a esta situación; el desorden urbano radicaba en las deficiencias de


196 habitación popular, de los centros de trabajo, de los servicios sociales y públicos, y en las de sus comunicaciones en general; este “caos urbano” podía sin embargo ofrecer soluciones con ilimitadas posibilidades creadoras. 5 Tacubaya formó parte del proyecto de planificación de estos urbanistas, el cual se inició desde finales de los años cuarenta. El 24 de octubre de 1947, el presidente Miguel Alemán emitió un acuerdo mediante el cual las Secretarías, Departamentos de Estado, Procuradurías General de la República y del Distrito y Territorios Federales, así como los CC. Gobernadores de los Territorios Federales, deberían enviar a la Secretaría de Bienes Nacionales e Inspección Administrativa el 1 de diciembre de ese año los programas completos y detallados de construcción de obras públicas a realizarse en 1948, así como los cambios y costos requeridos. Los programas se modificarían según los precios, y las partidas serían aprobadas posteriormente por la Cámara de Diputados. A su vez, la Secretaría de Gobernación debería comunicar el Acuerdo a los órganos del Ejecutivo citados. Era secretario de Gobernación el doctor Héctor Pérez Martínez y secretario de Bienes Nacionales e Inspección Administrativa el licenciado Alfonso Caso. Anteriormente, el 10 de febrero de 1947, el arquitecto Carlos Lazo presentó el Programa Nacional de Gobierno para México, programa que tenía como finalidad fundar, concretar y realizar un plan sobre la realidad mexicana; desde la administración, prever y desarrollar, técnica e integralmente, un proyecto concreto de trabajos a corto y largo plazo para el buen uso, mejoramiento y desarrollo de la nación, de sus regiones y ciudades. Contenía seis puntos, a saber: 1. Datos bases. Serían los datos físicos, humanos, económicos y político-administrativos. 5

Idem.


197 2. Unidades regionales. Serían la unión de dos o más estados interdependientes en una área homogénea de intereses (por ejemplo, la del Papaloapan). Sobre cada unidad regional se aplicarían en unidad los programas, y ellas formarían un Sistema Nacional de Regiones. 3. Zona vital. Ahí debía concentrarse primero la actividad nacional para obtener el máximo de rendimiento, dado que no se podía o debía actuar simultáneamente sobre toda el área del territorio por falta de recursos humanos y económicos, o porque el territorio no lo ameritara por no ser homogéneo en posibilidades. 4. Sistema de Ejes Nacionales. Sería una red de comunic aciones que garantizaría servicios de toda clase (viales, hidráulicos y fuerza motriz); ligaría a todas las zonas vitales del país. Era la estructura misma del funcionamiento nacional, unido a los ejes de la expansión continental, nacional o regional de las comunicaciones. 5. Trabajo nacional. Sería la coordinación de todos los esfuerzos nacionales de creación de riqueza, organizados en el ciclo económico de producción y consumo, referido a la zona vital, ejes nacionales y áreas pobladas. 6. Servicios nacionales. Serían la coordinación de todos los servicios nacionales (educativos, asistenciales, administrativos, etcétera) para el desarrollo orgánico de la Nación, referida a zonas vitales, áreas pobladas y ejes nacionales.6 Este concepto de “zona vital”, alrededor de la cual se pla nteaba parte de la solución al problema urbano, fue uno de los que estuvieron detrás de las principales obras que se empezaron a planificar a finales de los años cuarenta y sobre todo en los cincuenta (ilustración VI).

6

Idem.


198

Ilustración VI.

Comisión Reguladora en Tacubaya El 6 de septiembre de 1949, la Comisión Reguladora del Crecimiento de la Ciudad aprobó el proyecto de planificación de la zona de Tacubaya, que estaba diseñado en conformidad con las disposiciones vigentes de la Ley de Planificación y Zonificación. Los linderos de la zona de Tacubaya eran los siguientes: según los datos de esa fecha se iniciaban en la glorieta del Cambio de Dolores, se seguía por la avenida Madereros (hoy avenida Constituyentes) hacia el suroeste hasta el entronque con la prolongación de la avenida Observatorio; de este punto se continuaba al oriente por la avenida Observatorio y después hacia el sureste por los límites de la Ciudad de México y la delegación de Álvaro Obregón, hasta encontrar el antiguo camino a Toluca; se continuaba de este punto hacia el este por la prolongación de la avenida 11 de Abril hasta encontrar la vía del Ferrocarril de Cuernavaca; de este punto se proseguía hacia el sur hasta la Barranca de Becerra, y des-


199 de allí continuaba al oriente por la misma Barranca y por la Diagonal de San Antonio hasta el cruzamiento con la avenida de los Insurgentes; se seguía de este punto por la avenida de los Insurgentes hacia el norte hasta su intersección con el Río de la Piedad; de aquí seguía al noroeste por la avenida Nuevo León hasta encontrar la de Juanacatlán; continuaba por esta arteria hacia el noroeste hasta su entronque con la avenida Mazatlán; se seguía por esta avenida hacia el norte hasta las calles de Juan de la Barrera, después al oriente por las calles de Juan de la Barrera hasta la avenida Jalisco, y de este punto al sur hasta llegar a la glorieta del Cambio de Dolores, punto de partida en el cual se cerraba el perímetro de la zona.7 ¿Cómo era físicamente esa zona? Tenía una superficie de once kilómetros cuadrados y una población de cerca de 280 mil habitantes; se encontraba ubicada al suroeste de la Ciudad de México. La parte más occidental presentaba una topografía accidentada: constituida por las Lomas de Tacubaya y Becerra, poco favorable para la urbanización, lo cual ha contribuido a determinar los límites sur-occidentales de la Ciudad de México; las líneas de máxima pendiente se localizan en el sentido poniente-oriente, provocando corrientes pluviales que se dirigen hacia el oriente, y pasando por el área de estudio, se encauzan principalmente a través de dos corrientes que son los ríos de Tacubaya y Becerra, los cuales confluyen cerca del límite oriental de la zona por planificar formando el Río de la Piedad.8

¿Qué se pretendía hacer en este proyecto de planificación? En primer lugar, teniendo en cuenta la estructura urbanística de ese momento, se proyectaba: 1. La vialidad. En esta zona se localizaba una porción central formada por una red de calles de trazo sumamente irregular; la parte más poblada era el área comercial, cuyo centro era la Plaza de Cartagena. Alrededor de esta zona, 7 8

AGN, Archivo Carlos Lazo, caja 49, exp. 230. Idem.


200 tanto al noroeste como al sur, había algunas calles que, salvo pocas variantes, formaban un conjunto vial bastante deficiente, tanto para el servicio de la propia zona como para su liga con las demás arterias de la ciudad. Las vías más importantes que cruzaban la zona en dirección norte-sur eran la avenida Revolución y su continuación al norte por la calzada Tacubaya; la avenida de los Insurgentes, cuya importancia era bien conocida y que formaba parte del límite oriental de la zona; la avenida Jalisco, la avenida Parque Lira y la calle de Becerra, que dividía la zona residencial de la industrial. Esta última se ubicaba allí debido a su proximidad y fácil acceso a la vía del Ferrocarril de Cuernavaca, la cual, con algunas sinuosidades obligadas por la topografía de la región, corría prácticamente en dirección norte-sur. 9 De las arterias con dirección oriente-poniente, habría que mencionar como las más importantes la Calzada de Madereros, que parte del límite noroeste de la zona, la Avenida Observatorio, que converge con la anterior en su extremo occidental y termina al oriente de la Avenida Jalisco; la Avenida Martí, una de las de mayor movimiento para dar acceso al centro comercial de Tacubaya. Salvo una interrupción, esta vía puede considerarse como la continuación de la Avenida Observatorio, la Avenida Benjamín Franklin, la Avenida Industria, que prácticamente se continúa por la calle de Ignacio Esteva que desemboca al crucero de Madereros con Parque Lira, la Avenida Juanacatlán, que uniendo a la Avenida Nuevo León con la Calzada de Tacubaya, forma parte del límite norte de la zona; la Calle Diez, en San Pedro de los Pinos, es una arteria que se prolonga hacia el poniente hasta ligarse al antiguo camino carretero a Toluca, constituyendo la ruta principal de los transportes de materiales destinados a la construcción.10

9

Idem. Idem.

10


201 2. La zonificación. Esta zona estaba considerada de tipo residencial, salvo una porción suya que era comercial y una sección industrial localizada en el sur-oeste. 11 3. La población. La mayor densidad estaba dentro del área comercial y las partes adyacentes, con más o menos 500 habitantes por hectárea y abarcando una superficie aproximada a la cuarta parte del área total en estudio. Las restantes tres cuartas partes tenían una densidad de población de más o menos 300 habitantes por hectárea.12 4. Las áreas verdes. Esta zona era una de las más favorecidas por la cantidad de áreas verdes dentro de la Ciudad de México, ya que al norte, colindando con ella, se encontraba el Bosque de Chapultepec, considerado el punto más importante de zona arbolada en la metrópoli. Además, dentro del área estaban la Alameda Nápoles, la Alameda de Tacubaya, el Jardín Morelos y los jardines Central y Pombo en San Pedro de los Pinos; por otra parte, había varias franjas verdes a lo largo de varias arterias como la calzada de Tacubaya, la avenida Benjamín Franklin y otras. También existían bastantes espacios verdes dentro de las propiedades particulares, como era el caso, entre otros, del Parque Lira, el Parque de la Lama, la Academia Militar México, la Embajada Rusa, el Observatorio Astronómico Nacional. 13 5. Los mercados. El centro comercial alrededor del cual se encontraba el grueso de la población se estableció en la Plaza Cartagena conocido como Mercado Tacubaya, de tal magnitud que abastecía no solamente a los habitantes de la zona, sino también a pobladores de regiones circunvecinas. Esto se debía a la carencia de mercados dentro y fuera de ella, pues solamente existían otros pequeños centros comerciales que eran el Mercado del Chorrito, de importancia muy inferior a la del de Tacubaya, el de Morelos en la avenida 11

Idem. Idem. 13 Idem. 12


202 Martí, y un tianguis, por decirlo así, que se establecía en la calle 17 de San Pedro de los Pinos. Por lo tanto, se veía la necesidad de situar mercados distribuidos para evitar impropias centralizaciones, que daban origen a barracas y aglomeraciones, y complicaban y comprometían el desarrollo normal de la porción afectada por dicho fenómeno. 14 6. La planificación. ¿Cuál era el proyecto de planific ación que se proponía para esta zona? Considerando las necesidades derivadas de la problemática ya descrita y su liga con las demás regiones de la ciudad, se pretendía aprovechar tanto las avenidas existentes como ciertos tramos de calles para proyectar un conjunto funcional de vías de comunic ación, regularizando a la vez amplitudes y conexiones entre las mismas; las obras tenían como objetivo principal el beneficio directo a los habitantes de ese sector de la ciudad y la fácil comunicación de todos sus diferentes puntos, al hacer que las vías principales de la zona se conectaran con las arterias consideradas en el plano vial de la ciudad de México. 15 Tomando en consideración el plano de Tacubaya, se determinó el trazo de la red de calles y avenidas de gran circulación; esto se hizo atendiendo el factor económico y la topografía de la región; así, los proyectos para las principales arterias, empezando por aquellas avenidas que corrían de norte a sur, fueron los siguientes: 1. Avenida Jalisco. Ésta era una de las arterias que, atravesando el sector comercial, no funcionaba debido a su poca amplitud y a que estaba obstruida por los puestos semifijos del Mercado de Tacubaya, no obstante tener un recorrido estimablemente largo. Tal avenida fue aprobada por la Comisión de Planificación en el tramo comprendido entre la avenida Juanacatlán y la calle de Reyes Veramendi, en sesión verificada el 13 de noviembre de 1945, con amplitud máxima de 36 metros entre las avenidas Industria y Benjamín Fran14 15

Idem. Idem.


203 klin, donde se unía con la avenida Revolución, y con una amplitud de 24 metros, desde Agustín V. Eguía hasta las calles de M. Reyes Veramendi; desde esta calle hasta la Plaza de Cartagena, el resto quedó sin estudio y solamente se volvía a encontrar, aprobado por la Comisión de Planificación, un pequeño tramo de ella al cruzar con la avenida Parque Lira; tal aprobación se dio al resolverse este cruce en el proyecto de la Plaza de Cartagena. Esta fue proyectada ate ndiendo al centro comercial allí ubicado, y según el proyecto, debería tener arquitectura y características coloniales, con portales en los frentes que la formaban. En el documento de la Comisión se dice que en esta avenida fueron aprobados solamente dos tramos discontinuos y además no se tomaron en cuenta las conexiones con las calles que desembocan en ella. Sigue la descripción: el proyecto que se presenta considera los tramos aprobados, además de las conexiones con las calles adyacentes conservando la amplitud de 24 metros hasta su unión con la Avenida Vista Hermosa, con este proyecto se obtiene una fácil comunicación desde la Glorieta de la Avenida Chapultepec hacia el sur hasta el antiguo camino carretero a Toluca, trayendo como consecuencia un gran beneficio a la zona comercial que atraviesa y un mejor aprovechamiento de todos los predios que se encuentran a ambos lados de la Avenida.16

2. Avenida Parque Lira. Por su localización, ésta se pudo ligar con las calles 20 de Noviembre y continuarla finalmente con la avenida Pensilvania, lográndose una arteria de gran recorrido que uniría el sector de las Lomas de Chapultepec con la avenida de los Insurgentes, y por ésta, con el sur de la ciudad; era una de las arterias que desalojarían las magnas concentraciones que se producían en la Ciudad de los Deportes, originadas por los espectáculos que allí se efectuaban

16

Idem.


204 y que, por la falta de avenidas, se encauzaban principalmente por la de los Insurgentes entorpeciendo el tránsito en ella. La Avenida en cuestión fue aprobada por la Comisión de Planificación. Con una amplitud de 25 metros, en la sesión del 20 de agosto de 1947. Esa misma amplitud se mantiene hasta ligarla con la Avenida de los Insurgentes. A lo largo de la Avenida Parque Lira se producen cruces con avenidas de importancia como son: con la Calzada Madereros, la Avenida Observatorio, la Avenida Jalisco, exactamente en la Plaza de Cartagena; con la Avenida Revolución mediante un paso a desnivel; finalmente con el Boulevard del Río de la Piedad y la Avenida Patriotismo.17

3. Patriotismo. Esta calle, por la cual transitaba el tranvía, era muy importante, pero de difícil circulación puesto que había en ella casas obstruyendo el paso. Su situación permite tener una importante avenida de fuerte circulación al ligarla al norte de la Avenida Tamaulipas, y al sur con la Avenida Cuatro en San Pedro de los Pinos, hasta entroncarla con el Boulevard del Río Becerra; también servirá para el descongestionamiento de la Ciudad de los Deportes. Actualmente, sólo el tranvía eléctrico circula por ella, no permitiendo el tránsito de automóviles debido a que la vía del mismo, en algunas partes, va sobre un terraplén alto y a los lados no cuenta con arroyos pavimentados; tiene algunos tramos bastante estrechos, en los cuales sólo admite el paso del tranvía. En su tramo que se denomina Avenida Cuatro, existe una parte con amplitud de 32 metros y, a pesar de ello, es poco transitable por los estrechamientos que impiden continuar al norte con la Avenida Patriotismo, y al sur, por cerrarse su paso en el Río Mixcoac, donde hay un pequeño puente que sólo permite el paso del tranvía; esta avenida se proyectó con una amplitud de 32 metros, hasta su entronque con el Boulevard del Río de la Piedad, de allí hasta el norte, tiene una amplitud de 30 metros, que fue aprobada por la Comisión de Planificación en su sesión del 17

Idem.


205 26 de junio de 1945 al tratarse el proyecto de la Avenida Benjamín Franklin.18

4. Tercer anillo de circunvalación de la Ciudad de México. Proyectado a o largo de la trayectoria que seguía la vía del Ferrocarril de Cuernavaca, era otra avenida de gran importancia a la cual se daba una amplitud de 40 metros, quedando en el centro la vía del Ferrocarril. Se proponía que esta arteria substituyera un tramo del proyecto para el tercer anillo de Circunvalación de la ciudad, cuyo trazo localizaba el plano regulador por las calles del Canario y que en parte seguía paralelo y muy cerca del Boulevard del Ferrocarril, llegando a confundirse en un tramo los dos proyectos. Como consecuencia de la topografía que atraviesa el trazo del tercer anillo de Circunvalación, proyectado por el plano regulador, difícilmente podría continuarse al sur de las calles del Once de Abril, por atravesar barrancas y terrenos minados, cosa que no sucede con la Avenida proyectada a lo largo de la vía del Ferrocarril de Cuernavaca, pues la localización de ésta como es lógico, se hizo atendiendo la topografía del terreno. La citada arteria beneficia grandemente las propiedades colindantes puesto que hace factible la construcción de edificios a lo largo de la vía, con acceso a través de los arroyos del Boulevard, lo que no ocurre en la actualidad debido a que los terrenos de propiedad particular lindan directamente con el derecho de vía, sin mediar una vía pública, dando lugar a la existencia de un conglomerado de barracas cuyos terrenos no pueden aprovecharse, ya que únicamente admiten comunicación por calles circunvecinas; además se obtiene la ventaja de retirar las construcciones de la influencia de las vibraciones que provoca el tránsito del Ferrocarril. Con la amplitud dada a esta Avenida se tendrá una arteria de rápida circulación, y su longitud permite una vasta comunicación de la zona con otras regiones, contribuyendo también al movimiento de transportes derivado de la zona industrial situada a lo largo de la vía al sudoeste de la 18

Idem.


206 zona de estudio. Se propone situar una lonja de distribución que complementará a la Gran Lonja que se ha proyectado establecer en la Nueva Estación Central de los Ferrocarriles, al lado poniente del Boulevard, entre la Avenida Jalisco y la Calle del Gorrión.19

5. Calle Becerra. Aunque no tan importante como las anteriores, era, sin embargo, una arteria que limitaba las zonas industrial y residencial, y que principiando al norte en la Avenida Jalisco, entroca al sur con el Boulevard del Río de Becerra; en la parte norte de ella corre el tranvía que va a la Venta, y en esta calle se hace el movimiento de transportes originado por las fábricas allí establecidas. La amplitud de esta calle se proyectó a 25 metros; actualmente tiene tramos de más de 25 metros, y otros de muy poca latitud, como su entronque con la Avenida Jalisco y su cruce con el Boulevard del Río de Becerra, lo grando con este proyecto regularizar la amplitud de la calle y su fácil circulación en toda su longitud.20

Hasta aquí han sido enumeradas las principales arterias que corrían en dirección norte-sur; en seguida se enumerarán las que atravesaban la zona en dirección oriente-poniente. 6. Calzada Madereros. Esta vía, conocida hoy en día como avenida Constituyentes, era sin duda de las más transitadas, y eso provocaba múltiples problemas. Colinda con la parte sur del Bosque de Chapultepec; principiando en la Glorieta del Cambio de Dolores, sigue hacia el poniente hasta ligarse con la Carretera México-Toluca, donde, a su vez, se une a la Avenida Observatorio; a pesar de su largo recorrido, su amplitud es insuficiente para la cantidad de vehículos que por ella transitan, puesto que es la ruta seguida por todas las líneas de autobuses que pasan por la carretera a Toluca, salen a los diferentes Estados de la República, es además el camino que recorren los transportes funerarios para llegar al 19 20

Idem. Idem.


207 Panteón Civil, y también la ruta a varios centros recreativos que 21 se ubican sobre la carretera a Toluca.

7 Avenida Observatorio. Era una avenida de largo recorrido; tenía tramos de muy diferentes anchos, el máximo de treinta metros. Desde su entronque con la Carretera a Toluca, va hacia el oriente hasta encontrar a la Avenida Revolución, en su recorrido se encuentran ubicados el Colegio Americano, el Observatorio Nacional, la COVE y parte de la zona comercial de Tacubaya, que originan una gran circulación a través de dicha arteria. A partir de la Avenida Revolución se prolonga hacia el oriente a través de la Avenida Martí, hasta llegar a la Avenida Insurgentes.22

8 Boulevard del Río de la Piedad. Hoy mejor conocido como el Viaducto Miguel Alemán, se pensaba utilizar precisamente porque ahí estaba el cauce del río, que se podía aprovechar. Proyectado a lo largo del Río de la Piedad y las calles del 11 de Abril, parte de Insurgentes y entronca al antiguo camino carretero a Toluca; a este Boulevard se le ha dado una amplitud de 70 metros, tomando en cuenta que en un tramo de él se encuentra el cauce del Río de la Piedad, proyectando en sus secciones carriles de alta y baja velocidad; por su localización puede considerarse como estratégico para la Ciudad de México, puesto que por medio de ella se conecta a las diferentes carreteras que parten hacia los Estados de la República, y comunica, así mismo, fácilmente la zona en estudio con el Puerto Central Aéreo. En los cruces con otras arterias importantes, como son Avenida de los Insurgentes, Patriotismo, Prolongación de Parque Lira, Avenida Revolución, Calle Becerra y Boulevard del Ferrocarril de Cuernavaca, se han proyectado pasos a desnivel.23

21

Idem. Idem. 23 Idem. 22


208 9. Calle Filadelfia . Esta calle, que no tenía tanta circulación, no obstante era fundamental, dado que comunicaba la zona de Tacubaya con otras arterias importantes. "Está situada en la Colonia Nápoles y es ligada con la Avenida Parque Lira o 20 de Noviembre; consituye una vía directa que pasa por las Colonias del Valle y Narvarte, conduciendo hasta la Calzada de Tlalpan”.24 10. Avenida San Antonio. Era otra calle importante para descongestionar el tráfico y conectar la zona con las colonias vecinas, dando más fluidez. Se prolonga hacia el poniente aprovechando el curso que s igue el Río de Mixcoac, y conecta la Avenida de los Insurgentes con el Boulevard del Ferrocarril de Cuernavaca, proporcionando una comunicación fácil entre la Colonia Nápoles y San Pedro de los Pinos; cruza en su trayecto por las de Pensilvania, Avenida Cuatro y Revolución, de importancia ya destacada. Por distribuir el tránsito que se deriva de la Ciudad de los Deportes, y contener el cauce del Río, se le asignó una amplitud de 45 metros, pues prácticamente se parte de la Diagonal de San Antonio.25

Con esta somera descripción, se ha tratado de exponer, fundamentalmente, el proyecto de planificación para Tacubaya, también se ha hecho especial hincapié en que tales obras debían dar a esta zona una más fácil comunicación con el resto de la ciudad. De la mayor importancia era el hecho de poder darle fluidez al tránsito y que los congestionamientos que se provocaban en la zona se canalizaran por medio de dos ejes, uno de norte a sur y otro de oriente a poniente. Estas obras se proyectaron tomando en cuenta que lo que se quería conseguir era una mayor coordinación de las diversas zonas urbanas, como ya se mencionó al principio, para lograr una unidad orgánica. Esto se alcanzaría por medio de una buena estructura de comunicaciones, para ligar los principales accesos de la gran urbe con aquellas 24 25

Idem. Idem.


209 zonas y centros de mayor importancia, lo cual redundaría en el hecho de poder obtener una planificación integral de toda la ciudad, no sólo de Tacubaya. En este proyecto se habían utilizado los Datos Bases más importantes que señalaba Carlos Lazo; también se tomó en cuenta la Unidad Regional, ya que se consideraba esta zona Ciudad dentro del Valle de México; se consideró a la Ciudad de México como la Zona Vital donde se conseguía el mayor rendimiento de la actividad nacional; se tomaba en cuenta el Sistema de Ejes Nacionales, puesto que conectaba a esta zona con la ciudad y el resto del país; de esta suerte, se mencionaron vías de ferrocarril y carreteras; se incluía el Trabajo Nacional porque ahí se coordinaban los esfuerzos nacionales de creación de riqueza (fábricas, comunicaciones) y se referían a la zona vital, ejes nacionales y áreas pobladas. Finalmente, los Servicios Nacionales que darían un óptimo desarrollo orgánico del país (ilustración VII).

Ilustración VII.


210 Conclusión Tacubaya fue una parte de la ciudad, que debía conectarse adecuadamente con el resto de ésta y con el país entero. En la década de los cincuenta, las comunicaciones tuvieron un papel fundamental; la explosión demográfica y el aumento de transportes hacían necesarias obras de infraestructura como las aquí señaladas. Tacubaya formó parte de la zona vital del centro del país y debía por ende ser tratada como tal. Esta zona incluía también la parte más poblada de la ciudad y estaba básicamente en su centro. Las obras de cuyos antecedentes hemos mostrado aquí los pormenores fueron realizadas a lo largo de los años cincuenta. El arquitecto Carlos Lazo murió en un accidente aéreo antes de su inauguración, la cual se llevó a cabo al final del sexenio de don Adolfo Ruiz Cortines.


Tacubaya y El México de Egerton

Yolanda Bache Cortés• Descubrir es desear e imaginar Mario Moya Palencia

Innumerables son las páginas literarias en las que la Tacubaya decimonónica aparece como escenario de infortunados amores, de sangrientas batallas o como lejano recuerdo de infancia. La importancia histórica, política, social, artística y cultural de que gozó durante el siglo XIX hace de Tacubaya una presencia fundamental en novelas y cuentos que recrean alguna anécdota de la centuria pasada. Todavía a mediados del siglo XX, con Julio Sesto y su Casa de las bugambilias, Tacubaya continuó sirviendo como punto de referencia de una anécdota. Sin embargo, es hasta 1991 cuando Tacubaya en el siglo XIX vuelve a emerger, esta vez con mayor brío, en una estupenda narración que le devuelve todo su esplendor: en enero de 1991 aparece en la Ciudad de México El México de Egerton. 1831-1842, de Mario Moya Palencia, novela policiaca en la que la famosa villa figura como escenario de un hecho verídico.1 Con la aparición de este volumen, la historia y la literatura se vieron gratamente enriquecidas. •

Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM. Mario Moya Palencia, El México de Egerton. 1831-1842, México, Miguel Ángel Porrúa, 1991, 734 pp.

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No es mi propósito relatar la trama de la novela. Su lectura, obligatoria para todo tacubayense, constituye una amena experiencia y una fuente inagotable de conocimiento. La anécdota central del libro es el asesinato del pintor y grabador británico Daniel Thomas Egerton, de 45 años, y de su amante Agnes Edwards, paisajista inglesa de 20 años y en el noveno mes de embarazo, delito cometido en Tacubaya el miércoles 27 de abril de 1842, a las 19:35 horas; hecho delictivo que involucró y conmocionó a tres países: México, Inglaterra y Estados Unidos. En abril de 1842, Antonio López de Santa Anna estaba, por sexta ocasión, al frente de los destinos del país. Entre difíciles acuerdos que ponían de relieve la independencia de Texas, el presidente descansaba en su residencia de Tacubaya. Luis Gonzaga Vieira fungía como gobernador del Departamento de México. La momentánea paz del lejano poblado se vio ensombrecida el día 28 de abril ante los alarmantes gritos de desesperación de Mariana Tamayo y de Cástulo Tovar, cocinera y criado del pintor “Florencio” Egerton. Los fieles servidores despertaron a los vecinos dando voces de alarma al descubrir en un paraje solitario, conocido como la Pila Vieja, rumbo al camino de Santa María Nonoalco, los dos cuerpos brutalmente masacrados. Este escándalo provocó que Tacubaya fuera considerada por sus moradores –políticos, artistas, aristócratas– un lugar inseguro. Debido a ese terrible suceso muchas familias importantes decidieron “evacuar” la zona. Espías nacionales y extranjeros, y altos funcionarios convertidos en detectives pulularon por los inmensos límites de Tacubaya. Moya Palencia plantea la concurrencia de dos historias: la del pintor británico en el siglo pasado y la del también pintor, Brian Nissen, detective histórico, en el presente: juego narrativo en el que convierte la imagen del tiempo en materia esencial. Una estrecha y reconocible geografía delimita las historias del asesinato y del esclarecimiento del mismo, 145 años después. ¿Dónde se inicia el recorrido tacubayense de la novela? ¿Dónde


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termina? Los límites han sido perfectamente trazados por Nissen en su afán obsesivo por llegar a la verdad del asunto. La primera vez que Egerton visita nuestro país es en el año de 1833, en esa ocasión se instala en la casa de su hermano William Henry, ubicada en Tacubaya, en la calle de Coliseo número 4. El forastero se siente inmediatamente cautivado por la belleza de un paisaje que le recuerda en mucho su tierra natal: Tacubaya en sí es un pueblo de gran belleza, salpicado de huertas de árboles frutales y hermosas casas de veraneo [...]. Me recuerda vivamente mi Hampstead natal, pues, como aquél [...] tiene un clima maravilloso y está a salvo de inundaciones [...]. Por las serpenteantes calles de Tacubaya, junto a los paredones del convento de San Diego, bajo los cipreses de la Alameda, atravesando el río por el puente de la Morena, en el callejón de las Ánimas, o en el atrio de la Parroquia, y en los jardines que abundan por aquí, me siento como en Hampstead. El paisaje es diferente, la gente también, pero muchas particularidades coinciden y de pronto imagino que al dar la vuelta a uno de los ángulos del Palacio Arzobispal o en la fonda de la Plaza de Cartagena voy a encontrarme a uno de mis amigos ingleses, pintor o poeta, que me va a saludar como si de pronto el tiempo y el espacio se hubieran cruzado y yo estuviera allá o él aquí.2

Desde el Palacio Arzobispal, el pintor toma los pinceles y recrea la majestuosa vista de una ciudad imponente, bautizada como la “Ciudad de los Palacios” por el viajero inglés Joseph Latrobe. Tacubaya sirve como punto de referencia para atrapar en el lienzo vistas maravillosas, atardeceres radiantes. El extranjero capta la belleza singular de un nuevo mundo que se presenta ante sus ojos. Teniendo como residencia la casa del hermano recorre la ciudad, los sitios más importantes del país. El zócalo que sus ojos contemplaron conserva en nuestros días la misma fisonomía:

2

Ibid., p. 353.


214 La plaza principal es el orgullo de los mexicanos y la admiración de los viajeros. Tiene una superficie de doce acres. Pero desafortunadamente este gran espacio que en Inglaterra estaría cubierto de plantas y jardines, arbustos y flores, tiene aquí solo pavimento, no obstante, los edificios le confieren una escala noble y digna.3

La altitud de Tacubaya le prodiga seguridad en marzo de 1834, cuando un fuerte temblor sorprende a los habitantes de la Ciudad de México. En esa primera estancia en nuestro país, Tacubaya y él establecen lazos indisolubles: Egerton, enamorado de Matilde Linares de la Parra, a plena luz del día pasea sus amoríos por Mixcoac, San Ángel, Tacubaya. Por ciertas circunstancias referidas en la novela, el pintor abandona México y trunca el romance con la joven. Después de vivir innumerables peripecias en su país, regresará ocho años más tarde. En esta ocasión vendrá acompañado de una joven exdiscípula suya, futura madre de un hijo próximo a nacer. La misteriosa pareja, que desea vivir en total recogimiento, busca una discreta morada y se instala en Tacubaya, en la casa de los Padres Abades. Es en el siglo XX cuando Brian Nissen, pintor inglés que vivía en la calle de Salvatierra número 24, reconstruye el doble asesinato y establece los límites donde se cometió el ílicito. Se desconoce la ubicación precisa de la casa que habitaron los pintores, pero a Nissen le parece que se encontraba próxima a Parroquia de la Candelaria: en sus contadas salidas, Egerton acostumbraba pasear por los alrededores y tomar café en la Plaza de Cartagena. En un acertado y ameno juego temporal, el detective histórico nos obliga a transitar con él por un recorrido que se inicia en la actual avenida Revolución, partiendo del cine Ermita –lugar en el que posiblemente se encontraba el establecimiento del francés Remantel donde se originó la Guerra de los Pasteles–, las calles de Héroes de 1810, Río Becerra, 3

Ibid., p. 356.


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hasta la calle de las Ánimas, hoy Mártires de la Conquista. En “un prematuro crepúsculo invernal”, Nissen trata de localizar el tramo del camino a Nonoalco denominado Pila Vieja: podría ubicarse, piensa, entre la actual calle Becerra, cerca de la esquina de Mártires de Tacubaya. Sin embargo, su obsesivo deseo por esclarecer un episodio lejano en el tiempo, lo lleva a encontrar el sitio donde murieron los pintores: pero al llegar a la esquina de Puente de la Morena y la calle Mártires de Tacubaya, en cuya punta oeste presumía se había encontrado Pila Vieja [...], Brian se detuvo largo rato. Sobre la acera oriente de la diagonal contempló unos condominios populares marcados con el número cincuenta y siete, cuyos espacios abiertos mostraban unos añosos pirules [...] ¡precisamente de la especie de aquél bajo el cual se descubrió el cuerpo de Agnes Edwards! Más adelante, en la propia esquina, en medio de la banqueta central, había otro pirul que bien podría tener más de ciento cincuenta años. Estos árboles o aquellos de los que retoñaron pudieron haber sido testigos del doble crimen y hasta encubridores involuntarios de los asesinos [...] de Agnes.4

A lo largo de todo el relato, Tacubaya se funde en una yuxtaposición de planos temporales, en un hábil juego entre el pasado y el presente, en una tenue delimitación entre lo literario y lo histórico. El escritor recupera un espacio distante y pleno de contrastes, de prodigios, que logran romper barreras cronológicas. En el vaivén del pasado y el presente, y viceversa, Tacubaya emerge creando estrechos vínculos con el lector. ¿Cuándo comienza el libro? ¿Cuándo termina? Empieza cuando un curioso lector se enfrenta a las 713 páginas de una novela que ofrece varias posibilidades de lectura. Termina cuando ese mismo lector sucumbe ante la tentación de recorrer nuevamente –antes lo ha hecho en la página impresa– las calles, plazas y jardines que Mario Moya Palencia recrea. El escenario de un crimen, inmenso ámbito geográfico en el 4

Ibid., p. 143.


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siglo XIX, estrecho en el XX, en el que se desarrolla el libro nos ofrece una cercanía con ese mundo que el pintor vivió y que, de alguna manera, también nos pertenece. Tacubaya debe a la pluma de Mario Moya Palencia el recobrar nuevamente parte de su rica toponimia; el hacer transitar por sus calles a una extensa nómina que rescata la presencia de ilustres y famosos personajes: políticos, artistas, aristócratas, miembros destacados de la sociedad del crimen –como el terrible Ponciano Tapia El Gavilán–, fantasmas – quizá el alma en pena de aquel Augustus Waldergrave inhumado en el jardín de la casa del encargado de negocios de la Gran Bretaña, o el fatigado espíritu del Padre Arenas, quien acusado de conspirar fue fusilado entre el camino de Chapultepec y Tacubaya, y sepultado en el Convento de San Diego. Las consejas y los clamores vuelven a recorrer las casas, a inundar de encanto y de misterio las calles que aún han podido salvaguardar una historia íntima. El pincel de Thomas Egerton y la pluma de Mario Moya constituyen una recreación gráfica: ambos contribuyen gratamente a la comprensión cabal de una etapa de nuestra historia en la que Tacubaya jugó un importante papel. Es imposible leer el libro desapasionadamente: la reconstrucción de los hechos y del escenario, basada en un riquísimo acervo documental, logra atraparnos desde la primera página. De pronto también somos intérpretes de una realidad que todavía hoy nos compromete como mexicanos; somos, asimismo, forasteros y guías en un ámbito lejano, pero reconocible, que nos identifica plenamente como tacubayenses. “Cada nuevo hombre trae cuando viene al mundo su inevitable carga histórica”.5 El México de Egerton, de Moya Palencia, tiene un discurso común: es la historia de un asesinato, es la historia de una importantísima etapa de nuestra vida como nación, es la historia de Tacubaya. En el libro se cumplen las reflexiones 5

Ibid., p. 222.


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del autor sobre el papel de la historia como ciencia salvaguarda del pasado y responsable del presente: Lo que llamamos historia de hombres y países nunca se desvanece: está siempre ahí, formando capas subcutáneas o profundas de nuestro presente: y nos informa, nos motiva, a veces nos guía, nos amenaza y nos asusta, nos previene y nos castiga. Lucha con y contra nosotros aunque no nos demos cuenta, muchas veces sin que la conozcamos.6

Finalizo con una reflexión del infortunado protagonista decimonónico: “Tengo la sensación de que ni siquiera los mexicanos conocen todo su pasado, y que los vestigios que se presentan ante sus ojos sólo son el principio de una indagación interminable”.7 Yo, si se me permite, difiero: tengo la sensación de que tanto la obra de Moya Palencia como este tercer Coloquio nos permiten recobrar parte de nuestra identidad, nos han obligado a acercarnos, desde muy diversos ángulos, al pasado y al presente de nuestro rico y querido entorno, y nos han propuesto nuevos compromisos de estudio de esta inagotable Tacubaya, llamada con toda justicia Tacubaya de los Mártires.8

6

Idem. Ibid., p. 357. 8 La lectura del libro sugiere un trabajo que es impostergable ante el inminente fin de siglo: establecer la nomenclatura antigua de las calles de Tacubaya y su correspondencia con la actual, antes de que el paso a la modernidad destruya los pocos indicios que al respecto existen. Este coloquio ha permitido dar a conocer un valioso hallazgo: la existencia de una Guía comercial y de las calles de Tacubaya, publicada en 1936 en la Imprenta de Horacio G. Díaz, 1ª de Agustín Vicente Eguía número 17, venturoso encuentro, fruto del profesional y erudito entusiasmo de la arquitecta Araceli García por recuperar Tacubaya. ¿Por qué no considerar como corolario de este encuentro la urgencia del facsímil de tan importante obra? 7



El centro del centro: una nota acerca de Los Pinos José Emilio Pacheco • Centro del poder, superfortaleza defendida por diez mil soldados de elite, Los Pinos representa el papel que desempeñaron el castillo de Chapultepec y el Palacio Nacional. Sorprende que lo ignoremos todo acerca de un lugar tan importante. Mientras llega el día en que Los Pinos encuentre su historiador, podemos aprovechar la Historia de Los Pinos, investigación de Magdalena Escobosa de Rangel y Fernando Muñoz Altea, publicada en 1987 por la Secretaría de la Presidencia y el Fondo de Cultura Económica. Este libro proporciona datos que no se hallan en ninguna otra parte y pueden complementarse con algunos textos de los tomos primero y segundo de Tacubaya, pasado y presente, coordinados por Celia Maldonado y Carmen Reyna. 2 Un manuscrito de 1538 inicia la historiografía de lo que hoy llamamos Los Pinos. Tláloc y los tlaloques desatan su ira contra Tula. Pasados cuatro años de hambre, la sed y el calor acaban con todo. Tláloc hace brotar el maíz entre las aguas de Chapultepec y anuncia el fin de los toltecas y la llegada de los mexicas. Además arroja una lluvia de piedras. Una cae “en la parte trasera de Chapultepec” y por eso se llama al lugar: Techcatitlan, “En la piedra de sacrificios”. •

Dirección de Estudios Históricos, INAH.


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Al ver deshecho su mundo, Huémac se suicida en la cueva de Cincalco. Nadie ha podido encontrarla en Chapultepec: ¿es la que da acceso al elevador del castillo? O bien ¿estuvo al otro lado del cerro y voló con la explosión de la pólvora almacenada en el siglo XVIII? La cavidad aún puede apreciarse. Los aztecas, una tribu errante de habla náhuatl, se asientan en Techcatitlan, al pie del Cerro del Grillo o del Chapulín. Tienen permiso del poderoso tlatoani de Azcapozalco, y eligen como caudillo a Huitzilihuitl. Hacia 1299 los aztecas son sitiados por los otros pueblos que vivían a orillas del gran lago. Los enemigos violan a sus mujeres. La transcripción es pudorosa: “Se adueñaron de cuanto poseían e hicieron burla de ellas”. Un siglo después, ya fundada su capital en lo que ahora se designa como “centro histórico” (o, en el colmo de la estupidez y la ignorancia, “colonia centro”), los aztecas ruegan a Tezozómoc de Azcapozalco que les permita emplear el agua de los manatiales nacidos en Chapultepec. El tlatoani se niega. Su hijo Maxtla, que también gobernaba Coyoacán, es vencido por una coalición. Fin de Azcapozalco y comienzo de la Triple Alianza: Tenochtitlan, Texcoco y Tacuba. 3 En 1465 Nezahualcóyotl, gran poeta, arquitecto y urbanista, le impone un orden al bosque salvaje y sagrado, siembra los ahuehuetes que hoy agonizan sin el agua que les proporcionaba su padre el lago, construye el acueducto que surte a Tenochtitlan –sus últimos vestigios fueron arrasados al construirse el Metro y el Circuito Interior– y transforma la cima del cerro en lugar de descanso para los tlatoanis. Sus efigies quedan esculpidas en los peñascos. Es el lugar predilecto de Moctezuma. Allí se entera de que han desembarcado los españoles. Trata de suicidarse, él también, en la cueva de Cincalco. Se lo impiden. Debe enfrentarse a su destino. Durante el asedio que hace de México la Troya del Nue-


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vo Mundo, Alvarado ocupa Techcatitlan y Chapultepec para matar de sed a los aztecas y atacarlos desde estos puntos. 4 Al parecer, estos terrenos forman parte del marquesado de Cortés. Hay la posibilidad de que en sus alrededores se haya construido la casa española de doña Marina. En 1525 aparece la primera mención de un molino que aprovecha la fuerza de los ríos de Tacubaya. El pan de trigo español empieza la batalla contra la tortilla de maíz. En 1550 se edifica el Molino del Rey o de El Salvador, propiedad del regidor Ruy González, llegado a la Nueva España con Pánfilo de Narváez. El virrey Mendoza le otorga “merced de agua”. En lo que vemos hoy es imposible reconocer el paisaje de entonces. La historia de esos primeros años nunca se reconstruirá: los documentos fueron destruidos en el motín de 1692, provocado por el alza en el precio del maíz. Un contador de la Inquisición, Juan de Alcocer, ofrece en 1635 como garantía de un préstamo “unos molinos y huertas junto al bosque de Chapultepec en la jurisdicción de Tacubaya”. Alcocer es dueño de varias haciendas en el Bajío, entre ellas Corralejo, donde nació Miguel Hidalgo. Durante el siglo XVIII “las casas y molino que nombran del Rey detrás del cerro de Chapultepec, cuyos muros son de cal y canto y las paredes de adobe”, se convierten en propiedad de Juan Javier Altamirano de Velasco, conde de Calimaya. Desde entonces hasta el final del virreinato hay una serie interminable de pleitos, reclamaciones, cambios de propietario. 5 Transcurren los primeros años del México independiente y administra el Molino del Rey el señor Prieto. Su hijo Guillermo crece en este lugar. Es un niño que lo ve todo y en su


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ancianidad lo escribirá todo. El futuro autor de las Memorias de mis tiempos gozaba “con las agrestes lomas, los volcanes gigantes, la vista de los lagos apacibles y el bosque augusto de los ahuehuetes”. Ya no era la morada de los tlatoanis sino un paseo popular, animado –cuenta Guillermo Prieto– por “las comidas de barbacoa debajo de los árboles, las mil diversiones con pretexto de compadrazgos, posadas, rifas de santos”. 6 Una y otra vez el lugar residencial y recreativo coincide con el punto militar. Si los españoles almacenaron allí y en el cerro la pólvora destinada a combatir la siempre temida invasión inglesa, en 1847 los mexicanos establecieron un fuerte, la Casamata, y una fundición de cañones para hacer frente al general Winfield Scott. El 8 de septiembre de 1847 se libró en el Molino del Rey la batalla más extraña de nuestra historia. El heroísmo de soldados y oficiales contrastó con la ineptitud y la irresponsabilidad de algunos jefes. A las cinco y cuarto de la mañana, desde su cuartel general en el Arzobispado de Tacubaya, Scott lanzó al general Worth con tres mil hombres y ocho cañones contra un ejército sin general en jefe. Simeón Ramírez, responsable del centro de la línea, hizo acto de presencia y no se le volvió a ver. El general Carlos Brito, en vez de estar en su puesto, fue a la Villa de Guadalupe a comprar “gorditas” o a cumplir una manda. El viejo insurgente Juan Alvarez, que debió atacar al frente de la caballería, quedó inmóvil en la hacienda de Los Morales. Por su parte, el generalísimo Santa Anna andaba por la Candelaria de los Patos porque el dueño de la hacienda de La Condesa le había dicho que allí iba a atacar Scott. Cuando Santa Anna llegó a las nueve de la mañana ya todo había terminado en el Molino del Rey. A esta ignominia se opone la actividad de la artillería


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desde el Castillo, al mando de Nicolás Bravo, y ante todo con el heroísmo de los que sacrificaron sus vidas en defensa de la patria: Lucas Balderas, Antonio de León, Gregorio Gelati, Margarito Suazo y otros héroes que tuvieron su monumento hasta 1985. En aquel año, para aislar defensivamente la residencia presidencial, se hizo un paso a desnivel que obligó a la exhumación de sus restos. La derrota de Molino del Rey pudo haber sido cuando menos un empate que hubiera hecho variar los términos del tratado de Guadalupe Hidalgo. 8 En 1854 el Molino del Rey y sus terrenos se convirtieron en propiedad del doctor José Pablo Martínez del Río. Nacido en Panamá en 1807, súbdito británico nacionalizado mexicano, ginecólogo, nuestro país debería venerar a Martínez del Río porque introdujo en él la anestesia y el cloroformo. Nadie puede imaginarse hoy día lo que era antes de la anestesia la más sencilla intervención dental, para no hablar de los hospitales de sangre durante la invasión norteamericana. El remedio para las heridas de bala, bayoneta o metralla era la amputación con serrucho. A la víctima se le daba a morder un trapo o una bala. Martínez del Río edifica su casa de campo “en la loma entre Chapultepec y Tacubaya”. La llama “La Hormiga” porque es la más pequeña entre sus numerosas propiedades. En realidad es inmensa: de ellas saldrán terrenos que hoy forman parte de Las Lomas, Anzures y Polanco. Otros dicen que el nombre se debió a la abundancia de hormigas arrieras. Juan Rulfo que, como Guillermo Prieto en el pasado, vivió allí en los treinta de este siglo cuando su tío el coronel Pérez Rulfo era jefe de la policía, jugaba con estas feroces hormigas rojas. Una de sus páginas describe cómo evitar su picadura: morderse la lengua por ambos lados. El doctor planta los cedros que siguen en pie y traza algunas avenidas. En 1865 vende su rancho a Maximiliano.


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Chapultepec deja de ser bosque para convertirse en “parque del alcázar imperial”. Martínez del Río es enviado como representante diplomático del archiduque de Austria ante el imperio otomano. En 1872 vuelve a ser propietario de La Hormiga. Muere diez años más tarde. 9 Hacia el fin de siglo sus hijos construyen un chalet de estilo inglés. Su nieto Pablo Martínez del Río descubre su vocación y su interés por los orígenes del hombre americano desenterrando vestigios aztecas en el jardín de la casa. La vía de Dolores separa La Hormiga del Molino del Rey, ocupado por instalaciones militares. Los carrancistas entran en el rancho en 1917. Un decreto afirma que La Hormiga, el Molino del Rey y el rancho de El Chivatito son necesarios para ampliar la fábrica de cartuchos. Don Venustiano vive en el Castillo y le devuelve a Chapultepec su importancia estratégica. El primer ocupante oficial de La Hormiga es el general Alvaro Obregón, secretario de Guerra. Lo siguen el general Plutarco Elías Calles, secretario de Gobernación en el gabinete obregonista, y al cambiarse Calles a Anzures, el general Manuel Pérez Treviño fue jefe del Estado Mayor, primer presidente del partido oficial y precandidato en 1934. A última hora el general Lázaro Cárdenas desplazó a Pérez Treviño. Por un azar histórico, en 1994 se enfrentan como candidatos presidenciales dos personajes que, en diferentes tiempos, crecieron en el mismo lugar: Cuauhtémoc Cárdenas y Alvaro Pérez Treviño, lanzado por el PARM. 10 El general Joaquín Amaro, también secretario de Guerra y creador del actual Ejército, hace de La Hormiga residencia y cuartel general. Desde allí dirige las operaciones federales en


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la guerra cristera y en la lucha contra los generales Serrano y Gómez. Construye el frontón y las caballerizas y traza el Campo Marte. En 1929, un día antes de que se inicie la rebelión escobarista, pierde un ojo jugando al jai-alai y no al polo como suele creerse. Sin querer, Amaro permite que el general Calles, al asumir el mando de las fuerzas armadas, conquiste el prestigio militar que le hacía falta para convertirse en Jefe Máximo y aparezcan con fuerza en el escenario los tres generales que dominarán la próxima década: Cárdenas, Juan Andrew Almazán y Saturnino Cedillo. El primero llega a la presidencia a los 39 años, con una esposa de 18 y un niño de seis meses. Le parece antidemocrático vivir en un Castillo dominado por las sombras de Maximiliano y Porfirio Díaz. El edificio de abajo, que habitaron como presidentes Obregón y Calles, no le satisface por su falta de privacidad. La misma objeción le pone a la hermosa Casa del Lago, que fue morada de Adolfo de la Huerta. Elige La Hormiga, entonces sede de la Asociación Nacional de Charros. Mientras la acondicionan habita en su casa de Guadalupe Inn. El 3 de enero de 1935 el Castillo es abierto al público, el 3 de febrero se constituye en Museo Nacional de Historia. En marzo el presidente Cárdenas se muda a la nueva residencia. Se llamará Los Pinos en memoria de la huerta en Acámbaro –frontera entre la montaña y la tierra caliente, lugar en que los pinares coexisten con los cañaverales– en donde conoció a doña Amalia. Abundan las protestas. Muchos creen que al abandonar el Castillo se ha profanado el símbolo sacro del poder mexicano. Durante 64 años gran parte de la historia mexicana se ha hecho en Los Pinos. La historia continúa. Quién sabe cuántas cosas sucederán todavía allí.



La Casa de la Bola: historia de un rescate Leonor Cortina Es un hecho indiscutible que el coleccionismo ha dado origen a los museos, recintos privilegiados donde se conserva la memoria histórica de los pueblos. Todo coleccionista por el gusto, en ocasiones irrefrenable, de reunir objetos bellos, antiguos o raros, realiza sin proponérselo una labor de rescate y de recopilación. En la mayoría de los casos estos hombres o mujeres, cuando se dejan poseer por la pasión del coleccionismo, no tienen otro objetivo que satisfacer una inclinación personal. No existe en ellos una finalidad específica, su goce principal está en la búsqueda y atesoramiento de los objetos de su preferencia y en la contemplación cotidiana de los mismos, como fue el caso de don Antonio Haghenbeck y de la Lama. La pasión de don Antonio por guardar y adquirir cuanta cosa o pieza despertara su interés –como él mismo me lo expresó– se inició en su infancia. En una ocasión en que su madre, poniendo orden en un librero, tiró al basurero unos “papeles viejos” de familia, don Antonio le reclamó respetuosamente y los recogió de inmediato. Al parecer, se trataba nada menos que de un árbol genealógico de los Molinos del Campo, la ilustre familia materna de la madre de don Antonio, Guadalupe de la Lama Molinos del Campo, cuyo abuelo, don Francisco Molinos del Campo, había desempeñado en el siglo XIX el cargo de Gobernador de la ciudad de México


228 (una calle de Tacubaya lleva en la actualidad su nombre). A partir de ese momento don Antonio vigilaba los movimientos de su madre, cuidando que no se deshiciera de objetos que para él resultaban interesantes. El gusto por coleccionar acompañó a don Antonio toda su vida. Adquirió por igual edificios de interés histórico y obras de arte. Sus amigos lo llamaban “coleccionista de haciendas”, porque después de comprar la Casa de la Bola, se hizo de tres bellas haciendas que en aquella época a nadie interesaban: Santa Mónica en Tlalnepantla, San Cristóbal Polaxtla en San Martín Texmelucan y Ameca en Tlaxcala. Ya en posesión de estos monumentos históricos, se le planteaba por consecuencia la tarea más placentera para todo coleccionista: llenar, ornamentar estos inmuebles con un mobiliario a tono con su calidad artística y su añeja condición, y así continuó enriqueciendo su acervo personal con la adquisición de antigüedades muy diversas: muebles, pinturas, porcelanas, tapicerías, relojes, grabados, piezas de plata, cortinas de damasco, espejos, candiles y un sinfín de objetos. La colección de don Antonio se acrecentó de tal manera que, con el apego que estos espíritus sensibles y acumulativos tienen por sus cosas, se empezó a plantear la gran incógnita de todo coleccionista: ¿qué hacer con todas sus obras de arte, su Casa de la Bola, sus haciendas? ¿qué destino le iba a dar a todo aquello que fue parte central en su vida?. Se extendieron algunos rumores, difundidos por personas allegadas a él, de que “iba a dejar todo a los jesuitas”. Cuando yo lo conocí en 1984, siete años antes de su muerte, ya había resuelto esa grave preocupación y llevaba un buen tiempo pensando en que el mejor destino de su Casa de la Bola y sus haciendas sería convertirlos en museos. Esa decisión le pareció la más indicada para que esos tesoros en los que puso su corazón y que le llevó toda una vida reunir permanecieran sin dispersarse y debidamente protegidos.


229 Como el coleccionismo entraña un espíritu acumulativo, se le asocia frecuentemente con la pasión malsana de la avaricia, pero calificar al coleccionista de avaro sería una injusticia. Todos los seres humanos, en mayor o menor medida, tenemos algo de avaros cuando nos tocan nuestros más caros intereses, ya se trate de personas, objetos, propiedades y desde luego de ese ente abstracto que es el dinero. Para el coleccionista, como para todo espíritu obsesivo, que los hay muchos y particularmente en el selecto mundo de los artistas, escritores, historiadores y letrados, su obra y las herramientas de la misma constituyen su más preciado tesoro. Un libro, una pieza musical, una pintura, una obra literaria y todo aquello que ayudó a construirla es el resultado del trabajo de toda una vida o buena parte de la misma. Por lo mismo en el coleccionista, esa paciente labor de buscar, encontrar y adquirir objetos bellos y antiguos, igual que en el escritor, el pintor y el músico, significa la obra de muchos años y tan sólo el pensar en el destino incierto de aquello que tanto esfuerzo costó reunir es motivo de honda preocupación. A don Antonio, al legar sus obras de arte y sus edificios históricos para convertirlos en museos, no lo guió el deseo de inmortalidad –era un hombre extremadamente celoso de su privacía– ni tampoco un espíritu de desprendimiento; su verdadera intención fue conservar y proteger su casa, sus haciendas y sus amados objetos y mantenerlos reunidos y expuestos tal como él los dejó. Sus obras de arte fueron para él como presencias humanas, llenas de recuerdos personales y de nostálgicas memorias de familia que además cotidianamente le ofrecían un bello espectáculo. No quería ver destruida esa labor de búsqueda, hallazgos y adaptación de sus casas, a la que había dedicado su vida. A cada objeto le asignó un lugar y le creó el marco adecuado. Dadas las dimensiones de su colección, la labor de acomodarla e integrarla a los espacios disponibles le significó también un enorme esfuerzo. Tenía que contar con carpintero, tapicero y maestros


230 en albañilería. Él dirigía personalmente los trabajos de adecuación. Se dedicó primero a adaptar la Casa de la Bola porque fue el lugar que eligió para vivir, después se ocupó de la Hacienda de Santa Mónica, a la que acudía con frecuencia a pasar los fines de semana, y posteriormente de San Cristóbal Polaxtla, donde disfrutaba de periodos de descanso más largos, sobre todo en la “temporada de fruta”. En la Hacienda de Ameca, en Tlaxcala, las obras y el proceso de amueblado se quedaron en su etapa inicial, quizá por eso decidió donarla para residencia de ancianos. La primera acción de rescate de la Casa de la Bola fue cuando don Antonio la adquirió en 1942 de manos de su primo segundo Joaquín Cortina Rincón Gallardo. El parentesco les venía por las abuelas maternas. Josefa Sanromán, abuela de don Antonio, pintora y discípula de Pelegrín Clavé,1 se casó con Carlos Haghenbeck, de origen alemán, llegado a México en el siglo XIX . Don Carlos fue propietario de un próspero negocio, el Cajón La mina de oro, situado en la 2a. Calle de la Monterilla número 1, donde se vendían toda clase de “efectos de lujo y corrientes”, desde rebozos y telas de algodón hasta un buen surtido de sedas importadas. La hermana mayor de Josefa, Refugio Sanromán, contrajo matrimonio a su vez con Miguel Cortina Chávez, abuelo de Joaquín Cortina Rincón Gallardo. Según testimonio de José Cortina Goribar, hijo de Joaquín, don Antonio pagó por la casa 95 mil pesos de entonces, que entregó en billetes de 1

En 1984 yo realizaba una investigación sobre las pintoras mexicanas del siglo XIX. Verónica Solórzano, sobrina de don Antonio, me hizo favor de concertarme una entrevista con él para reunir información sobre Josefa y Juliana Sanromán, su abuela y su tía abuela respectivamente, ambas discípulas de Pelegrín Clavé. Posteriormente don Antonio me pidió que me hiciera cargo de la presidencia del Patronato de la Fundación Cultural Antonio Haghenbeck y de la Lama que instituyó para la operación y control de sus museos.


231 cinco pesos, envueltos en un periódico. Don Joaquín había heredado la casa de su hermano Genaro Cortina quien, como don Antonio, permaneció soltero y también se dedicaba a la pintura como afición. Según se cuenta, don Genaro era un hombre de buen apetito: su repentina muerte se debió a su edad y al parecer a una opípara comida. Se le encontró muerto en uno de los baños de la Casa de la Bola.2 Después de la Revolución, la villa de San José de Tacubaya, donde se asienta la Casa de la Bola, había dejado de ser el prestigiado lugar de descanso donde personas adineradas tenían sus fincas campestres. Había fincas tan espectaculares como la actual Embajada Rusa o la casa de don Manuel Escandón que contaba, entre otras cosas, con un enorme vestíbulo con cúpula de cristal, un invernadero y un jardín de 50 mil metros cuadrados.3 En 1928, Tacubaya ya había sido absorbida por la ciudad y en los años cuarenta empezó a sufrir las primeras demoliciones de sus bellos testimonios de arquitectura virreinal y decimonónica. En la década de l950, con la destrucción del portal de Cartagena y “la construcción de un nuevo y horrible mercado” y la apertura caótica de calles y avenidas, la zona fue objeto de una verdadera devastación.4 La cercanía a la ciudad de México, la falta de 2

La información sobre la muerte de Genaro Cortina Rincón Gallardo también me fue proporcionada por José Cortina Goribar. 3 Manuel Payno, Panorama de México, Obras completas, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1999, t. V, p. 155. 4 El arquitecto Federico Mariscal, en su libro La patria y la arquitectura nacional, describe las construcciones virreinales más importantes y señala con un celo casi apostólico que “el verdadero amor a la Patria” debe comprender el amor a nuestros antepasados y a las obras que ellos realizaron, y que por lo tanto “no debemos cambiar ni mucho menos destruir ninguno de nuestros edificios que merezcan el nombre de obras de arte arquitectónico nacional” sino que debemos amar y conservar “los edificios del suelo en que na-


232 planeación y criterio de nuestras autoridades y la ignorancia y ambición de los negociantes en bienes raíces marcaron el trágico destino de la antes legendaria villa de Tacubaya. A pesar de algunas voces aisladas, como el grupo del Ateneo de la Juventud y personalidades como Manuel Toussaint, Francisco de la Maza y el arquitecto Federico Mariscal que se dedicaron a defender apasionadamente nuestro patrimonio arquitectónico virreinal,5 las décadas de los cuarenta y los cincuenta fue una etapa trágica para nuestros monumentos históricos. Fue mucho lo que se destruyó de forma inmisericorde, en aras del progreso y del funcionalismo arquitectónico. Tacubaya se deterioró en forma irreparable y se convirtió en un barrio un tanto anárquico unido a la ciudad de México, desprovisto de sus calles empedradas y conformado por pequeños comercios, donde convivían la vivienda barata, las casas modestas y los vestigios de la arquitectura del pasado, junto a construcciones a medio hacer o en vías de demolición y edificios “modernos” de estilo indefinido con altura desproporcionada al entorno. Antes de que don Antonio adquiriera la Casa de la Bola, Joaquín Cortina se la ofreció a su hijo mayor, que recientemente había contraído matrimonio con Susana Corcuera García Pimentel, para que la usara como su casa habitación. A Joaquín hijo no le gustó la idea de vivir ahí; la casa resultaba demasiado grande para unos recién casados y la zona ya no ofrecía los atractivos de antes. Los nuevos fraccionamientos de la ciudad de México con casas modernas, provistas de todos los adelantos en instalaciones eléctricas e hidráulicas, seguramente resultaban una opción mucho más atractiva. cimos” y hacer una cruzada para que “no se pierdan esas riquezas parte integrante de la Patria”. 5 María Martha Bustamante y Araceli García Parra, Tacubaya en la memoria, México, Gobierno de la Ciudad de México (Tu ciudad, barrios y pueblos), 1999, pp. 105, 115.


233 Como en esos tiempos la arquitectura virreinal no estaba todavía protegida por la Ley de Monumentos, la Casa de la Bola era una de tantas construcciones destinadas a desaparecer o en el mejor de los casos a acabar semidestruida. De haber caído en manos de otra persona y no en las de don Antonio, probablemente la habrían demolido o algún comprador dotado de “espíritu práctico” la habría subdividido en su interior para crear varias viviendas y rentarlas, como fue el destino de la mayor parte de los palacios virreinales en el centro de la ciudad. Del jardín no quedaría nada o casi nada, pues con el incremento del valor del terreno seguramente se hubiera fraccionado para construir viviendas baratas o pequeños edificios de oficinas. Un factor determinante en el rescate de la Casa de la Bola fue que don Antonio Haghenbeck no la compró para negociar sino que la convirtió en su lugar de residencia. Por el testimonio de algunas fotografías y comentarios del propio don Antonio sabemos que la compró en muy buen estado. Recientemente, Francisco Cortina Correa, alumno de arquitectura de la Universidad Iberoamericana, presentó una interesante tesis sobre la obra de su bisabuelo Manuel Cortina García. Gracias a que el archivo del arquitecto Manuel Cortina (1877-1947) se conserva casi intacto, la tesis está ilustrada con numerosas fotografías, planos de construcción y diseños de fachadas que proporcionan información valiosísima sobre las obras que realizó en su activa vida profesional, la mayoría con una marcada influencia del clasicismo ecléctico que prevaleció en la segunda mitad del siglo XIX en L’Ecole des Beaux-Arts de París y unas cuantas en estilo art decó. Para sorpresa nuestra, una de las acuarelas ilustradas muestra el diseño de la remodelación de la fachada de la Casa de la Bola que efectuó en 1914. Lo interesante es que la acuarela de la remodelación viene acompañada con fotografías del estado en que se encontraba la fachada de la casa


234 antes de la intervención del arquitecto Cortina.6 La construcción no estaba en buenas condiciones, pues el ala derecha al portón se ve apuntalada, con polines de madera sosteniendo el muro exterior y puntales dentro de balcones y ventanas. Los propietarios de entonces, la familia Cortina Rincón Gallardo, al contratar a su pariente para que realizara la consolidación de la casa, habrían aprovechado la oportunidad para hacerle algunas adaptaciones. Comparando el diseño de la remodelación con la fotografía de la Casa de la Bola, se puede apreciar que la fachada anterior era bastante más sobria. Se encontraba como ahora recubierta de ladrillo, pero las jambas y dinteles de balcones, ventanas y puerta principal eran de cantera lisa y la herrería muy sencilla, de líneas rectas. La calle todavía estaba empedrada, limitada por banquetas cubiertas con bloques de cantera. La propuesta del arquitecto Cortina comprendía la modificación de la fachada completa, a la cual le daba un carácter más suntuoso, estilo barroco, agregándole algunos elementos típicos del neocolonial –estilo que alcanzó un gran auge en México en las primeras décadas del siglo XX– como los pequeños tejados sobre los balcones, los barandales en hierro forjado de diseños muy elaborados y la cantera tallada. Al parecer los propietarios decidieron conservar la planta alta en su estado original, porque únicamente remodelaron las ventanas de la planta baja, aumentando sus dimensiones y protegiéndolas con rejas muy sólidas adornadas con roleos. Posiblemente, una de las intenciones al remodelar la fachada fue mejorar los interiores de la planta baja y darles mayor luminosidad. Dado que las habitaciones de la planta baja durante el periodo virreinal y parte del siglo XIX se destinaban a 6

Francisco Cortina Correa, “Manuel Cortina García, arquitecto de transición”, tesis, Universidad Iberoamericana, 2000, p. 57. Desgraciadamente la obra de los arquitectos mexicanos de la generación del arquitecto Cortina es la que más ha sido objeto de destrucción.


235 comercios, bodegas o almacenes, en ocasiones eran espacios bastante oscuros, con ventanería más pequeña. En el caso concreto de la Casa de la Bola, la planta baja fue una área de servicio, donde se molía aceituna y se almacenaba aceite de oliva. Hasta el momento no se tiene noticia de cuándo fue construida la Casa de la Bola y las transformaciones que pudo haber sufrido a través del tiempo. Un dato cierto es que durante el Virreinato fue una finca campestre, productora de aceite de oliva, dotada además de huerta y magueyes, con una extensión de poco más de cuatro hectáreas. Por sus dimensiones y características pertenecía a la categoría de casas de campo, conocidas como “casas de placer”. La descripción más detallada con que contamos es un documento que levantaron, el 7 de diciembre de 1801, los maestros mayores de arquitectura don José del Mazo y Avilés y don Joaquín Heredia, ambos académicos de mérito de la Real Academia de San Carlos. La razón de este levantamiento fue que su propietario de entonces don José Gómez Campos, como había sufrido una quiebra total en el negocio de minas, decidió que la casa fuera subastada por la Lotería Nacional. La Academia de San Carlos en aquel entonces se sostenía con fondos de la Lotería Nacional, de ahí que se hubiera designado a los arquitectos de esta institución para llevar a cabo el levantamiento. El documento proporciona información muy precisa sobre las dimensiones y la función que tenían las distintas áreas de la casa. En él se señala a las habitaciones de la planta baja para la producción del aceite de oliva.7 Suponemos que las obras realizadas por el arquitecto Cortina en la Casa de la Bola fueron, además de la remodelación de las ventanas de la planta baja, la consolidación de muros, la 7

El original de este documento se encuentra en las oficinas de la Fundación Antonio Haghenbeck y de la Lama, también instituida por don Antonio pero destinada a la protección de la fauna silvestre y doméstica de México.


236 sustitución de la viguería de madera en algunas zonas, la colocación de la escalera de caracol que conduce a la azotea y el recubrimiento de los pisos de los corredores de la planta alta y de las habitaciones del frente de la planta baja con loseta roja y azulejo de talavera poblana, simulando el recubrimiento de las fachadas de las casas coloniales de Puebla. Para ello no aplicó el criterio del restaurador, sino un sentido histórico, respetando el estilo virreinal de la casa. Este hecho nos revela dos aspectos importantes de aquel entonces: primero, en la formación de los arquitectos ocupaba un lugar primordial la historia de la arquitectura y el conocimiento de los estilos que se ejercitaba con el dibujo de bellas láminas; segundo, nos muestra también la influencia determinante del grupo del Ateneo de la Juventud en la valoración del arte virreinal. En las primeras décadas del siglo XX, fueron muchos los arquitectos mexicanos –Federico Mariscal, Obregón Santacilia, Vicente Mendiola, Francisco Martínez Negrete, José Villagrán García y otros– que hicieron obras neocoloniales que algunos de ellos después considerarían errores de juventud. El neocolonialismo se extendió a toda la República Mexicana y posteriormente fue adoptado también por algunos fraccionadores que, bajo la influencia de la arquitectura conocida como spanish style que tuvo gran vigencia entre los años 1910 y 1940 en el sur de Estados Unidos –principalmente en California–, proponían para su venta en la ciudad de México y en las ciudades del interior de la República casas rodeadas de jardín (la llamada “casa campestre”) con una distribución interior a semejanza de las casas norteamericanas y una decoración inspirada en la arquitectura virreinal, sobre todo el trabajo de herrería y de cantera con tallas muy elaboradas que adornaba exteriores e interiores.8 La revaloración del arte colonial como 8

Leonor Cortina, “El neobarroco en la ciudad de México y su relación con la arquitectura de California”, en Catálogo de la exposición El neobarroco en la ciudad de México, Museo de San Carlos, 1991.


237 una opción en busca de una expresión estética con raíces nacionales se extendió también a las artes decorativas y a la literatura. En el diseño de remodelación de la fachada de la Casa de la Bola, como se puede apreciar por la acuarela que aparece en la tesis mencionada, la opción neocolonial elegida por el arquitecto Cortina es una interpretación del estilo barroco novohispano que tanta admiración provocó entre los escritores y artistas mexicanos de las primeras décadas del siglo XX. Aunque don Antonio Haghenbeck recibió la Casa de la Bola en buenas condiciones, como todo nuevo propietario le hizo algunas adaptaciones en función de su gusto y sus necesidades. Un aspecto interesante a señalar de don Antonio como coleccionista y que está en relación con los agregados que le hizo a la Casa de la Bola fue que, en esa época en que se arrasó con tanta construcción colonial y con muchísimas construcciones del Porfiriato, tuvo el buen sentido de conservar todo el material valioso –puertas de madera y de metal, escaleras y pisos de mármol, fragmentos de cantera tallada, barandales, balcones, rejas y hasta suntuosas cortinas de seda– procedente de las demoliciones de las casas que compró, como la finca de la familia Escandón, y de las casas de su familia donde pasó su niñez y juventud. Una estaba ubicada en el centro de la ciudad, en avenida Juárez (realizada por el arquitecto Ignacio de la Hidalga y de la cual sólo se conserva la fachada), y la otra era la finca campestre en Tacubaya, frente a la Embajada Rusa. Lo mejor de ese material de demolición lo aprovechó en la Casa de la Bola. Casi todas las puertas, sobre todo las que comunican las habitaciones de la planta alta y las que se encuentran en lo que fue su vestidor y en la sección de oficinas de la planta baja, fueron rescatadas de estas demoliciones. Frente al comedor, con un gran sentido arquitectónico, don Antonio reconstruyó la terraza de su casa de avenida Juárez que miraba al patio central. Esta terraza, desde la que se aprecia una bella panorámica del jardín, fue uno de los lugares de estar predilectos de


238 don Antonio, donde solía sentarse durante el día y recibir a sus visitas. Para comunicar la terraza con el jardín, le agregó a un costado una suntuosa escalera de mármol con un barandal de hierro forjado y remates en bronce. El final de la escalera está flanqueado por dos leones recostados de hierro fundido que proceden de la casa Escandón. El comedor lo dividió con un muro y en ambos lados colocó enormes chimeneas de cantera tallada, también procedente de la casa de avenida Juárez; a los lados de las chimeneas montó dos enormes puertas de igual manera procedentes de demoliciones. Como la Casa de la Bola se encuentra en una de las colinas de Tacubaya, lo que provoca en ocasiones corrientes de aire muy fuertes, para hacerla más confortable don Antonio cerró el corredor que comunica el comedor con la escalera principal, la capilla y las habitaciones. Esa adaptación se puede apreciar por las columnas ahogadas en el muro que separan los balcones, agregados asimismo por don Antonio, y el mármol blanco que cubre el piso que sustituye la antigua loseta de barro. En las habitaciones que no conservaban la viguería de madera, ocultó los techos de ladrillo y vigueta de fierro con cielos rasos que mandó decorar con diseños que tomó de libros de castillos y palacios europeos albergados en la biblioteca de la casa. Don Antonio mostró un gusto muy definido, tanto en las adaptaciones que le hizo a su casa y a sus haciendas como en los objetos que adquirió. Como él creció y vivió en casas cuyo estilo arquitectónico y decoración correspondían al estilo ecléctico y suntuoso que prevaleció en México durante el Porfiriato, continuó apegado a él. Por esa razón, a pesar de que la Casa de la Bola, la Hacienda de Santa Mónica y en menor medida la Hacienda de San Cristóbal Polaxtla eran recintos virreinales, don Antonio recreó en el interior de los tres inmuebles una atmósfera muy similar a la que le rodeó en su niñez y juventud y les dio una ambientación palaciega, muy alejada de la sobriedad conventual que caracterizó los interiores virreinales. Al recorrer las


239 habitaciones de estos recintos, parece como si nos encontráramos en una suntuosa mansión del siglo XIX, con las paredes tapizadas de seda, adornadas con enormes espejos, cortinajes, candiles y profusión de pinturas y grabados. El mobiliario, la pintura y la mayor parte de los objetos que ornamentan los salones con una sobreabundancia sorprendente son en su mayoría de procedencia europea. Esta atmósfera creada por don Antonio, que siempre fue un hombre nostálgico del pasado, reproduce muy fielmente el estilo conocido en Europa como victoriano o romántico, que prevaleció a fines del siglo XIX en las casas de la alta burguesía de América y Europa y que en México coincidió precisamente con el Porfiriato. Era tal la profusión de objetos que se desplegaban en las habitaciones de estas suntuosas mansiones que más parecían bazares de antigüedades. Aunque don Antonio nunca se mostró particularmente interesado en la lectura y en adquirir grandes conocimientos, era un hombre refinado, un caballero de maneras finas y corteses, educado a la manera de antes. Le gustaba afirmar continuamente que “desde su niñez amó el arte y que por eso su mayor satisfacción era vivir rodeado de obras de arte”. Las adaptaciones de sus casas –como se mencionó antes– las realizó él mismo, de manera espontánea guiado por su propia sensibilidad, documentándose en libros y revistas y de la forma más económica posible, ayudado de sus trabajadores, como don Jesús Reyes, el cuidador de Santa Mónica, recientemente fallecido, y de su tapicero Ponciano que trabajaba de planta con él. También se ocupó personalmente de diseñar el jardín de la Casa de la Bola y, aprovechando el material de demolición, lo ornamentó con fuentes de mármol y esculturas de mármol o de fierro fundido pintado de blanco y construyó un estanque en el que –lo mismo que en sus haciendas– le gustaba tener cisnes y patos. El material de demolición que reunió fue tan abundante que sólo aprovechó una parte en las adaptaciones que realizó tanto en la Casa de la Bola como en Santa Mónica y en San Cristóbal Polaxtla; el material restante se conserva almacenado en estas tres propiedades y


240 comprende una enorme cantidad de partes de ventanería y barandales de hierro forjado, infinidad de piezas de cantera tallada, fragmentos de escaleras y pisos de mármol y puertas de madera. Cuando el Patronato de la Fundación Cultural Antonio Haghenbeck y de la Lama I.A.P. tomó en sus manos la enorme tarea de conservar los tres museos de don Antonio, había que resolver dos graves obstáculos: la falta de recursos y el hecho de que no contábamos con un inventario del acervo. Don Antonio se había rehusado a inventariar su patrimonio artístico en vida; la razón principal de su negativa fue que no le gustaba verse invadido en su intimidad. Ante mi insistencia sobre la necesidad de proteger de alguna manera su colección, al menos accedió a sacar fotografías generales de cada habitación. Estas fotografías nos fueron de gran utilidad para llevar un control puesto que, a la muerte de don Antonio, los albaceas y herederos universales (la Fundación Antonio Haghenbeck y de la Lama, destinada a la protección de la fauna silvestre y doméstica de México) se mostraron renuentes a instrumentar la vigilancia de los museos de inmediato. La primera tarea, la más urgente, fue inventariar hasta el último objeto, mueble, libro y obra de arte de los tres museos, labor que dirigí desde mi puesto de directora del Museo de San Carlos. El inventario se realizó, fotografiando cada objeto y asignándole las letras y número correspondientes que nos permitieran identificar con rapidez el inmueble y la habitación donde se encontraba. Así el inventario se hizo ordenadamente respetando la disposición de los objetos y yendo de una habitación a otra. Unos meses después renuncié a mi cargo en el Museo de San Carlos, y en julio de 1992 el licenciado Rafael Tovar y de Teresa, entonces presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, nos apoyó con el pago de los honorarios del arquitecto Francisco García Santoveña y así improvisamos una pequeña oficina en la planta baja de la Casa de la Bola. Una vez instalados en la casa, iniciamos la labor de rescate.


241 La casa se encontraba tal cual la dejó don Antonio, llena de polvo, con muchos de sus objetos personales –su bastón y libros de oraciones, sus rosarios, sus radios– en los lugares donde solía sentarse. Empezamos la labor de limpieza ayudados por voluntarios, entre ellos Tiffany, esposa de Francisco García Santoveña, así como Mari y Lina que trabajaban para don Antonio. El primer evento que tuvimos en la casa fue la cena de los secretarios de hacienda de Latinoamérica; la cifra pagada la empleamos en comprar una máquina pulidora de piso y en contratar a Ignacio, nuestro primer trabajador. Esa ocasión nos obligó a realizar una tarea indispensable que consistió en retirar los muebles sin valor y sustituirlos por las piezas de mobiliario de gran calidad que se encontraban en la planta baja en lugares secundarios; procuramos hacer únicamente los cambios necesarios para el mejor lucimiento de la colección, sin alterar la atmósfera ni la disposición de los objetos. En un principio, a la luz de la tendencia minimalista que prevalece en la actualidad, el gusto decimonónico de don Antonio y los agregados que le hizo a la casa no fueron vistos con buenos ojos. Se dijo que era un cursi, que no tenía sentido estético, que posiblemente habría que retirar muchos objetos y hasta desmontar la casa. Un objetivo central de la Fundación Cultural Antonio Haghenbeck y de la Lama ha sido respetar la voluntad de nuestro fundador y hacer valer su colección para darle el lugar que merece en el ámbito museístico. Los museos de don Antonio poseen una cualidad única en su género puesto que reúnen en sí la joya arquitectónica –los tres inmuebles son monumentos históricos–, el área verde de gran extensión que los rodea y el enorme acervo de obras de arte que se encuentra en sus interiores; coincidencia extraordinaria que permite contar, no con una colección aislada o con tan sólo los recintos históricos, sino con tres museos completos en los que se recrea una atmósfera fidedigna de finales del siglo XIX.


242 La labor de reacomodo de algunos muebles y objetos en la Casa de la Bola no tomó mucho tiempo. El siguiente paso fue revisar las bodegas de la planta baja para rescatar los objetos que tuvieran algún valor y retirar los que afeaban la construcción virreinal. Don Antonio, al final de su vida, se encontraba cansado y agobiado por la administración de sus bienes raíces. Por lo mismo, en los últimos años hizo algunos agregados no con el cuidado y la calidad de antes sino únicamente con un sentido utilitario. Uno de los corredores de la planta alta, el que está situado en el ala frente al comedor, lo tenía cubierto con una ventanería improvisada, donde colocó plantas y jaulas con pájaros. De los muros colgaban grabados antiguos que corrían un gran riesgo por la humedad y el calor que allí se generaba. El área se reacondicionó, retirando la ventanería. Las plantas se trasladaron a la terraza vecina al comedor y los grabados se ubicaron temporalmente en las oficinas. La terraza contigua al comedor ha sido objeto de muchas polémicas. Algunos puristas de la arquitectura virreinal han sugerido retirarla. Pero como señalé antes, la terraza proviene de la casa de la familia de don Antonio situada en avenida Juárez. Esta casa fue construida y diseñada por el arquitecto Ignacio de la Hidalga, hijo del también arquitecto Lorenzo de la Hidalga. La relevancia del arquitecto y el hecho de que la terraza se integra muy bien al comedor y está en perfecta concordancia con la ambientación decimonónica de la Casa de la Bola son argumentos más que suficientes para conservarla. A esto habría que agregar que en la mayor parte de las joyas arquitectónicas del pasado, como se puede apreciar en las grandes catedrales y en los palacios europeos y aun en nuestros templos barrocos, es común encontrar altares o secciones añadidas que no siempre corresponden al estilo original del edificio y que se conservan porque forman parte de su historia. La grave circunstancia de que no contábamos con recursos nos obligó a tomar como primera tarea la restauración del patio principal con el fin de rentarlo para eventos, tarea que se fue


243 haciendo poco a poco, aprovechando al máximo cada donativo que entraba y con unos cuantos trabajadores. Empezamos por retirar los cipreses situados en las esquinas del patio y por restituir las piedras faltantes del empedrado virreinal, las cuales se encontraban en la propia casa. Se hicieron calas en los muros para encontrar la pintura original y se procedió a restaurar los aplanados; después se cambiaron las vigas deterioradas y se consolidaron las gualdras y zapatas. Este trabajo se realizó en dos etapas. Posteriormente se pintaron y repararon las láminas que sirven de protección a las gualdras y se colocó un portón nuevo. Los balcones y puertas que miran al patio central y el barandal de los corredores también fueron resanados y pintados y en algunos casos se sustituyeron las partes averiadas. Entre columna y columna del patio principal, don Antonio había colocado unos jarrones de mármol monumentales, posiblemente provenientes de la casa de la familia Escandón en Tacubaya. Como los jarrones limitaban el espacio disponible, hubo necesidad de retirarlos; únicamente se dejaron en el mismo lugar los que se encuentran en la terraza que une el patio con el jardín. Si el patio fue objeto de una atención prioritaria, al mismo tiempo iniciamos reparaciones urgentes para la conservación de la casa, entre éstas la impermeabilización de la azotea para combatir la humedad y las filtraciones de agua que había en algunas habitaciones, como en el salón rosa de las Sanromán y en el baño y el vestidor de don Antonio. Una tarea muy delicada que se llevó a cabo también en la azotea fue la confección de canales atrás de cada una de las gárgolas y la colocación de una tapa de quitar y poner en cada gárgola, para desviar el agua de la lluvia a los canales únicamente durante los eventos. En el salón Versalles hubo necesidad de retirar todo el mobiliario y proteger con plásticos el tapiz de los muros para reparar el cielo raso que se había desprendido en una tercera parte. En la medida que nuestros ingresos aumentaron, se empezó a contratar más personal y a incrementar las reparacio-


244 nes y la adecuación de los espacios. El traspatio y las oficinas se convirtieron en el objetivo siguiente. Se empezó por retirar unos baños para el servicio, agregados por don Antonio, que descomponían el área del traspatio dándole un aspecto de vecindad; uno se encontraba en la planta baja y otro en el corredor de la planta alta. En la planta baja se restauró el salón que ahora usamos como auditorio para conferencias, presentaciones de libros, talleres y otras actividades. Por los vestigios encontrados en esta área –restos de un viejo empedrado– suponemos que ahí se encontraban las caballerizas. En la planta alta del traspatio, se repararon cuatro pequeñas habitaciones de uno de los costados para habilitarlas como oficinas de curaduría y servicios educativos; una de estas habitaciones se utiliza como bodega de objetos delicados. Al mismo tiempo había también que cuidar del jardín, sobre todo la primera sección por su proximidad con el patio. La labor inicial fue retirar árboles y ramas secas; parte de este trabajo consistió en retirar unos troncos enormes que tenían mucho tiempo de haberse caído y reordenar la distribución anárquica de las plantas, sin alterar el carácter romántico y selvático del jardín. También había que ocuparse de los elementos arquitectónicos, la mayor parte de origen virreinal. Se retiraron unas bancas de concreto construidas en la década de 1930, posiblemente agregadas antes que don Antonio adquiriera la casa. Después se procedió a restaurar y reconstruir las cuatro bancas situadas alrededor de la fuente y se completó parte del pavimento de ladrillo también en el área de la fuente. Una obra más delicada fue la restauración del estanque virreinal y la consolidación del muro de retención a punto de derribarse que limita la primera sección del jardín. Recientemente se llevó a cabo la reconstrucción de las escaleras de piedra bola y cantera que conducen a la parte alta de éste, tarea que se nos facilitó dado que contamos con el material de demolición almacenado por don Antonio. Son tantas las reparaciones mayores y menores que se han realizado en la Casa de la Bola que es imposible tenerlas presentes y ade-


245 más resultaría tedioso enumerarlas una a una. Esta labor se ha realizado lentamente, por etapas, en un lapso de nueve años y en la medida que nuestros recursos nos lo han permitido. Desde un principio, el Patronato tomó la decisión de abrir la Casa de la Bola al público lo más pronto posible. De habernos esperado a tener el museo en condiciones idóneas, hubiera trascurrido demasiado tiempo para permitir al público disfrutar de este patrimonio. En 1992, a los pocos meses de que el Patronato de la Fundación Cultural Antonio Haghenbeck y de la Lama tomó posesión de la Casa de la Bola, iniciamos el programa de visitas guiadas previa cita y en febrero de 1998, con gran satisfacción de nuestra parte, abrimos el museo al público los domingos. El recinto arquitectónico no ha sido nuestra única preocupación, había también que ocuparse del inmenso acervo de artes decorativas. Empezamos por tomar medidas preventivas para evitar el deterioro; estas medidas comprendían principalmente la limpieza y la erradicación de la polilla. En 1993 se llevó a cabo una fumigación total de la casa. Después procedimos a curar los muebles más infectados. Aproximadamente hace cuatro años iniciamos el programa de restauración de obras de arte. Hemos logrado restaurar cinco tapicerías europeas, el tapete de Aubusson del salón Versalles, doce muebles –entre éstos un par de gabinetes venecianos del siglo XVII de extraordinaria calidad–, cinco grabados y once pinturas coloniales. En este programa hemos procurado abarcar los tres museos por igual, eligiendo las piezas más valiosas de cada uno de ellos. Si bien los trabajos de restauración en la Casa de la Bola ocuparon en un principio la mayor parte de nuestro personal y nuestros ingresos, paralelamente iniciamos el mismo proceso de retirar agregados y realizar reparaciones urgentes en la Hacienda de Santa Mónica y en la Hacienda de San Cristóbal Polaxtla. Actualmente hemos suspendido temporalmente las obras en la


246 Casa de la Bola para acelerar los trabajos de restauración en Santa Mónica, sin descuidar San Cristóbal Polaxtla. Como la Fundación Cultural Antonio Haghenbeck y de la Lama es una institución de asistencia privada, parte central de nuestra labor han sido los servicios educativos. Por lo mismo una buena parte de nuestros recursos se invierten en los servicios educativos y culturales –visitas guiadas, talleres de verano para niños y jóvenes, presentaciones de libros, ciclos de conferencias, talleres de teatro, pintura, dibujo, fotografía y otros– que cada año hemos procurado incrementar. El rescate de la Casa de la Bola no ha terminado, son muchas las obras pendientes. Entre los trabajos prioritarios que nos hemos propuesto llevar a cabo en cuanto nuestros recursos nos lo permitan están la adecuación del estacionamiento para dar servicio al museo y la restauración completa del jardín y del traspatio. En este último se tiene pensado colocar una cubierta permanente para contar con un espacio amplio para conciertos, representaciones teatrales y otras actividades. Otro aspecto importante de las obras del traspatio será la restauración de la cocina, la despensa y los cuartos de Carmen (la cocinera de don Antonio), donde contamos con una importante colección y una atmósfera muy representativa del arte popular mexicano. No sabemos cuándo se podrán iniciar estos trabajos y aun cuando logremos terminarlos en el lapso de uno o dos años, todavía son muchas las obras que restan por hacerse para completar el rescate de la Casa de la Bola. Esperamos que para el próximo coloquio sobre Tacubaya podamos mostrarles avances significativos.


Indice Presentación Celia Maldonado

5

1. Los Toltecas en Tacubaya: historia y arqueología Arqlgo. Raúl García Chávez

9

2. Tacubaya y la conformación del paisaje ritual indígena durante la etapa prehispánica e inicios de la colonia José Eduardo Contreras Martínez

29

3. Reseña histórica de la Parroquia de La Candelaria de Tacubaya Martha Eugenia Delfín Guillaumin

51

4. Repartimiento de agua en Tacubaya durante el periodo colonial y el siglo XIX Celia Maldonado López

67

5. El patrimonio edificado de Tacubaya Marcela Sonia Espinosa Martínez

77

6. La producción de ladrillo y las minas de arena en la prefectura de Tacubaya, 1880-1920 Salvador Ávila

89

7. Tacubaya a la llegada de la modernidad Guadalupe Lozada León

105

8. Tacubaya y la salud pública, siglo XIX Beatriz Lucía Cano S.

119


9. San Miguel Chapultepec. Un pueblo de Tacubaya a mediados del siglo XX Andrés Medina

135

10. Recuperar lo recuperable de Tacubaya María Bustamante Harfush

157

11. Propuesta para recuperar Tacubaya Araceli García Parra

165

12. La consolidación creativa de un arquitecto: la casa de Luis Barragán en Tacubaya Graciela Gaytán Herrera

179

13. Tacubaya, una visión urbana en los cincuenta Ma. Eugenia A. del Valle Prieto O.

189

14. Tacubaya y El México de Egerton Yolanda Bache Cortés

211

15. El centro del centro: una nota acerca de Los Pinos José Emilio Pacheco

219

16. La Casa de la Bola: historia de un rescate Leonor Cortina

227


252

La edición de: TACUBAYA: PASADO Y PRESENTE III se terminó de imprimir en abril de 2004 en la ciudad de México a cargo de Clínica Editorial, A. P., Mazatlán 77-50, colonia Condesa, 06140 México, D. F. La edición consta de 100 ejemplares más sobrantes para reposición.


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