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RINCÓN LITERARIO: concurso de relato corto

El concurso de relato corto, que ha tenido lugar durante este curso en el instituto, nos ha dejado tres pequeñas joyas de la joven literatura actual.

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EL ÁRBOL

Y el árbol, mustio, se pulverizó entre sus dedos mientras el hombre intentaba salvarlo con las lágrimas de amargura que resbalaban por sus mejillas…

Diego era un joven aventurero cuya única ilusión era ver mundo. Cuando comenzó a viajar, decidió que exploraría todos los rincones del mundo estudiando las culturas, las creencias, quizás incluso aprendiendo los idiomas de los más remotos lugares… Tras recorrer Europa y Asia llegó a la India, donde el sabio y anciano gurú de una aldea en la que se instaló le regaló una semilla:

— Diego, has permanecido aquí con nosotros durante varias semanas y, al contrario que la clase de “saphed aadamee” que ha venido a nuestro hogar jamás nos has grabado como si fuésemos animales o has intentado imponer tus reglas, jamás has tratado irrespetuosamente nuestro hogar e incluso donas comida no sólo a los monjes sino también a las familias que lo necesitan. Por eso quiero confiarte uno de nuestros tesoros más preciados.

De una pequeña bolsa de seda el anciano extrajo una semilla dorada que, según dijo, provenía del árbol que plantó Budha frente al templo, el árbol del hogar.

— No la plantes ni la riegues, ni siquiera es necesario que la pongas al sol, esta semilla no lo necesita, germinará cuando sea el momento y te guiará en tus viajes…

El joven jamás llegó a plantarla y siempre la mantuvo en su maleta como recuerdo de un amigo. Años más tarde partió a Argentina y conoció a una chica bellísima de la que se enamoró al instante. Diego dejó de viajar y se instaló en Buenos Aires junto a Lara durante unos meses, en los que la semilla comenzó a germinar revelando ser una preciosa higuera

que siempre estuvo dentro de la abierta maleta ofreciendo paz al joven y siendo confidente de sus furtivos secretos, sus palabras enamoradas y sus llantos desconsolados. Un día Diego no pudo soportar la tentación de abandonar Argentina y continuar con su vuelta al mundo. El joven abandonó su pequeño apartamento, su tranquila vida en el apacible barrio bonaerense, su agradable empleo y a Lara, quien jamás comprendió el porqué de su partida. Y se llevó únicamente una mochila y la maleta aparentemente vacía que en su interior sólo portaba la hermosa higuera. Viajó por América y después dirigió sus pasos a Oceanía. Al llegar a Australia abrió su maleta por primera vez desde que había partido de Buenos Aires unas semanas antes. En su interior se encontró con un endeble y mustio árbol que apenas se mantenía en pie. El joven no comprendía por qué se había marchitado, el anciano le aseguró que el árbol no necesitaba ser cuidado. El que se había convertido en su amigo ahora era un fi no tronco adornado con marrones y arrugadas hojas que antaño habían sido verdes y lustrosas. Y en ese momento lo comprendió, el sabio que le había regalado la semilla le dijo que era un árbol del hogar y germinaría cuando tuviese que hacerlo. El árbol había comenzado a crecer en Argentina donde, en su momento, tuvo un pequeño apartamento, una tranquila vida, un agradable empleo y a Lara, su hermosa novia y entonces vio cómo el árbol, mustio, se pulverizaba entre sus brazos mientras intentaba salvarlo con las lágrimas de amargura que resbalaban por sus mejillas…

Flavia Fernández Acosta, 2º ESO A

ELLA

¿De dónde saca tantas hojas la primavera de París? ¿Acaso se las regalan los cipreses que observan, impasibles? ¿Las luces de la torre Eiffel? ¿O tal vez se las da una vieja amiga? ¿Y si una fi gura que escapa por la noche del trozo de tela en el que está retratada las roba para dárselas? ¿Aprovecha esta fi gura la oscuridad para entrar en los sueños de los niños y llevárselas de allí?

Un día como hoy, saldrá de su lienzo, lleno de tonos desgastados ya sea por los años o los viajes que ha hecho ahí dentro, y, cansada de mantener una postura fi ja, imperturbable, apoyándose en la tenue luz que baña Francia, se colará en los sueños de algún niño inocente y se camufl ará en el sueño, pasando totalmente desapercibida. Hoy le toca a René, una pequeña de diez años, que sueña con el jardín en el que se crió. “Tanto color, tanta vida…” Un suspiro de añoranza se escapa de su boca cuando la René seis años menor la despierta de sus recuerdo en la Toscana.

— ¡Mamá! —Le grita mientras corre hacia ella— ¡Mamá allí hay una rana enorme! está junto al estanque, ¡vamos a verla! —La rejuvenecida René la coge de la mano.—

— Ya voy cariño, espera un poco. —Haciéndose pasar por su madre, ella se detiene bajo un sauce llorón; su árbol favorito. Recoge cuidadosamente las hojas, pues a Primavera no le haría ninguna gracia recibir hojas rotas. Las guarda como hacían las mujeres de su época, cogiendo el dobladillo de su amplia falda y tirando hacia arriba de ella, dejándola en forma de cesta. Las guarda cuidadosamente hasta que le interrumpe René con un gesto de apuro, como sugiriendo que se dieran prisa.—

Cogidas de la mano, René se acerca al borde del estanque y le señala a una de las esquinas más lejanas. Sin embargo lo que aparece, en vez de una rana, es un hombre fuerte, alto, de pelo castaño tirando a negro, con los ojos azules visibles gracias a que había guardado sus gafas de sol. La niña se sobresalta y mira fi jamente al hombre hasta exclamar:

— ¡Papá! ¡Papá has vuelto! ¡Papá! —se gira hacia nuestra protagonista y, con los ojos llenos de lágrimas y con emoción en sus palabras le grita—, ¡Mamá! ¿¡Mamá, has visto que papá ha vuelto verdad!?

La niña corre, rodeando el estanque, en busca de la silueta de su padre mientras grita “papá” a los cuatro vientos. Por desgracia, la presencia del hombre poco a poco se difumina, lentamente. A la misma velocidad a la que su rostro se desfigura. Se le parte la nariz, se le cae la piel a tiras poco a poco…

— ¡No te vayas por favor! ¡No otra vez! ¡No por Dios! ¡Hoy no, no, no, no! ¡Mamá, dile que no se vaya por favor! ¿¡Mamá!?

Mira hacia sus manos, las nota más ligeras y nota como su cuerpo se despega del suelo. Ve como la distancia va separándola de René, hasta que ya es solo un pequeño punto en la inmensidad. Ha llegado el momento de irse. Coge las pocas hojas que le quedan y se escapa del sueño.

Aparece a la orilla de la cama de René, y la ve empapada de sudor entre escalofríos y llantos desgarradores. Huye sin dejar rastro en el orfanato parisino de Saint Amelie. Corre por las calles de París, con las farolas como único testigo de su fuga. En dirección al museo del Louvre se lleva todas las hojas que se le ponen delante, y recuerda fugazmente lo presenciado. Y teme. Teme por lo que será de esa niña. Por cuanto llevará sin padre. Y lo peor, cuanto llevará soñando eso, sin poder descansar.

Ve el patio delantero del museo y se cuela hábilmente por un tragaluz que da directamente al sótano. Allí, algunas de las obras más famosas e importantes de este mundo deliran tras su paso:

— Es ella.

— No puede ser, ya lo sabes.

Un hombre tocándose el pecho discute con un retrato cubista de las modas, de lo que han visto en los últimos cuarenta años y de la mujer que ha iniciado un sprint que no sería capaz de alcanzar el medallista olímpico keniata.

Tras pasar la puerta de la sala que custodia su cuadro, se detiene a oír unas pisadas, precedidas por la luz de una linterna. Espera un rato y se marcha, lo que le da vía libre para pasearse tranquilamente en dirección a su lienzo. Observa los colores, ocres y olivas, que tiñen el paño expuesto. Se para delante y estudia cada detalle, cada pincelada de su padre.

Mete un pie dentro de la pintura, pero cuando se disponía a meter el resto del cuerpo, se cayó la pequeña plaquita dorada en la que estaba escrito “La Gioconda”. La vuelve a colocar en su lugar y se mete, sin percatarse de que detrás de ella la esperaba Primavera.

— ¿Dónde están mis hojas?

— Non parlo francese.

— A mí no te me hagas la tonta, ¿dónde están mis hojas?

— Toma.

— ¿Solo esto?

—...

— Era todo lo que necesitaba oír.

Primavera salió del cuadro encerrando a la Gioconda en él, a la despedida de “hasta el año que viene”.

Así, es como Primavera consigue las hojas que riega por París en otoño y cuelga antes de verano.

Aida García Pemán, 4º ESO A

LA MALETA

Hola, me llamo David y tengo 30 años, aunque en la primera de estas historias tenía 27 y en la segunda 29. Soy un hombre alto y moreno. Me suelen llamar genio, ya que he creado un invento muy importante. Éste es un botón, aunque no es uno cualquiera. Me explico:

Inventé el botón hace tiempo. No se cómo, pero lo logré. Con este botón puedo viajar por toda la galaxia, viendo todo tipo de especies y seres. Por ejemplo, una vez viajé con mis amigos a un planeta que era tan pequeño que lo pudimos agarrar entre todos, o por ejemplo una vez visité uno lleno de gente con narices muy largas.

Suelo utilizar la maleta para mi propio ocio, aunque a veces el gobierno me manda ir a ciertos sitios para hacer ciertas cosas, y así ocurrió aquel día.

Ese 23 de abril de 2017, el gobierno me avisó sobre el planeta conocido como Arreit. Según me dijeron, en Arreit no había ningún árbol, se les habían agotado. Mi misión era que volviera a haber plantas en el planeta. Para completar la misión, obviamente, tenía que ir preparado.

Cogí una maleta que tenía por casa. También metí ahí tierra del jardín que tengo en casa y una semilla de árbol, que planeaba plantar allí.

Cuando ya estaba preparado, le di al botón para abrir un portal que me llevara a Arreit, y entré en él.

Lo que me encontré fue un lugar bastante peculiar. Estaba totalmente seco, no veía agua por ninguna parte. Además, no sabía dónde se encontraba la civilización más cercana, lo cual me obligaba a andar por el desierto hasta encontrar algún sitio donde hubiera gente.

Las siguientes tres horas fueron horribles, estuve caminando y caminando, bajo un calor infernal. No veía agua por ningún sitio, tampoco comida ni un lugar fresco. De repente, vi un lago. Feliz, fui corriendo hacia esa dirección, hasta que me di cuenta de que era sólo una alucinación. Seguí caminando sin rumbo una hora más hasta que no pude más y me desmayé.

Me desperté y miré a mi alrededor confuso. Ya no estaba en medio del desierto, sino en una especie de habitación. Aún así sus condiciones no eran tampoco muy buenas. De repente, entró un hombre en la sala. Este me explicó que había ocurrido. Me dijo que me había visto desmayado en medio del desierto, y que me había llevado hasta su chabola. Le di las gracias.

Después de esto le pregunté por qué había tanto desierto. Me explicó que esa comarca había sido un bosque, pero que se habían talado todos los árboles de la zona y por ello era todo desierto. Además me dijo que era todo más cálido, ya que el calentamiento global que provocó su especie afectó gravemente a toda esa área, elevando la temperatura bastante.

En ese momento me di cuenta de lo mal que estaba este planeta. No sólo no tenían ningún tipo de planta, sino que también se había calentado y por ello habían ocurrido muchas cosas malas.

— Y, ¿por qué se calentó de esta manera este planeta? —le pregunté.—

Me explicó que esto era porque durante muchísimos años estuvieron expulsando gases contaminantes a su barrera protectora, la capa de Ozono. Además, para contrarrestar esta situación, nadie había hecho nada para combatirlo, algunos líderes mundiales incluso se negaban a que este calentamiento ocurriera. Además me explicó que todos los árboles habían sido destrozados, bien porque fueron talados por poderosas multinacionales o por este calentamiento extremo. También me dijo que estaba hambriento y sediento, ya que era muy complicado encontrar agua y comida.

Ahí me di cuenta de que mi misión era mucho más compleja de lo que me esperaba. No solo tenía que plantar el árbol, sino también encontrar algún sitio donde las condiciones fueran favorables.

— ¿Crees que hay algún sitio dónde se pueda plantar una planta? —Le pregunté.—

Me dijo que era muy complicado, pero que quizá en una zona cercana a la costa se podría.

Supe en ese momento que tenía que viajar, hecho que me resultaba odioso con tanta sequía y tanto calor. Le ofrecí al hombre que me acompañara en mi misión, pero éste dijo que no, ya que las condiciones serían duras. Aún así me dio las gracias, y nos despedimos.

Caminé y caminé durante una hora bajo el sol hasta que encontré un hombre que vendía parasoles. Por suerte, llevaba dinero del que se usaba en ese planeta. Compré uno para aguantar mejor el camino. Anduve tres horas hasta que decidí descansar un poco. Luego proseguí dos horas más hasta que llegué a un valle en el que quizás podría plantar algo.

Era una zona en la que la tierra parecía fértil. Además, estaba delante del mar. Me di cuenta de que había algo raro en el océano. Lo miré y vi que debajo había una ciudad entera. Me di cuenta de que, gracias al calentamiento que se había producido en el planeta, seguramente los polos de allí se habían derretido y su agua habría engullido las ciudades cercanas al mar.

Saqué el árbol de la maleta, lo regué y lo planté en ese mismo sitio. En ese momento, sentí que había salvado el planeta, como si mis manos sujetaran el planeta entero.

Dos años después, recordé este planeta y mi aventura en él. Decidí volver, aunque esta vez iba más preparado, con todo tipo de ropa por si acaso, agua y comida.

Le di al botón y volví a aparecer donde la otra vez. Me esperaba un paisaje mejor, con más plantas, gracias al árbol que había plantado. No fue así.

Lo que me encontré fue un clima muy parecido, incluso algo más cálido. Por suerte, esta vez venía mejor equipado. Pude andar hasta el pueblo en el que vivía aquel hombre. Piqué en la puerta de su casa, pero no me contestó nadie. Entré y vi la imagen más terrible de mi vida. El hombre estaba en la casa, pero había sido descompuesto, sólo quedaban sus huesos. Un hombre que me había salvado la vida hacía dos años estaba ahí, muerto. Luego me di cuenta de un detalle: la poca gente que había visto la otra vez no estaba en la aldea, excepto una mujer que ya estaba prácticamente muerta, ya que se notaba que estaba en una fase de desnutrición severa.

Más tarde, llegué hasta el puesto de parasoles, como la otra vez. No había nadie, y supuse que el vendedor también había fallecido.

Llegué hasta la zona costera de la otra vez. Ahí, vi mi árbol. Aunque estaba todavía en sus inicios, ya se había muerto. Lo que había hecho unos años antes no había servido de nada. Mi árbol no había tenido buenas condiciones para vivir. Después de ver todo esto, regresé al planeta Tierra llevándome el botón conmigo.

Tras ver esto, supe que tenía que hacer una cosa: escribir este relato, lo cual, he de reconocer que me costó hacer. Esto lo hago para concienciar a nuestra especie.

El planeta Tierra es muy parecido a el planeta Arreit, y le está ocurriendo algo muy parecido. Estamos expulsando gases muy perjudiciales hacia la capa de ozono, y no se hace lo suficiente para detener esto. Nos va a pasar lo mismo que a ese planeta como sigamos así, habrá sequía extrema y también se derretirán los polos y se destrozarán zonas costeras. Además, se están eliminando demasiados árboles, y estamos matando a muchas especies. En resumen, estamos acabando totalmente con nuestro planeta.

Aún así, todavía no somos Arreit. Estamos a tiempo de ayudar a nuestro planeta para no acabar en esta situación, podemos ser las manos que sujetan la Tierra: si todos ayudamos, podremos salvar el mundo.

Martín González Díaz, 3º ESO B

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