18
Brecha
21 de agosto de 2015
Siglo y medio de la batalla de Yatay
La gloria
Yatay según Cándido López
Fue la primera batalla de la primera y única guerra internacional en la que Uruguay efectivamente combatió, la de la Triple Alianza (1865-1870). Dos horas duró la carnicería en la que el ejército aliado degolló a cientos de soldados paraguayos. Una matanza “deliberada y mecánica, como las habituales carneadas”, escribió en su último libro el historiador Thomas Whigham. La batalla de Yatay dio vuelta el rumbo que llevaba el conflicto. Tras ella los invasores serían invadidos. Esta nota no la celebra. Salvador Neves Para agosto poco quedaría del Marqués de Olinda, aquel vapor brasileño que los paraguayos habían capturado la primavera anterior para que empezara esta guerra. Durante el verano siguiente las tropas del mariscal Francisco Solano López ocuparon la provincia de Mato Grosso, en Brasil. Sin embargo, el objetivo del mariscal era sacar a los brasileños que habían entrado a la República Oriental dándole la victoria a Venancio Flores, caudillo colorado alzado contra el gobierno. Entonces, a principios del otoño, como el gobierno argentino negara el paso al ejército que López quería enviar a Uruguay, los paraguayos invadieron también Corrientes. Bajaron por el Paraná y el 13 de abril desembarcaron en la capital de la provincia. Y ahí se quedaron. Es que “el plan del enemigo no es un plan militar, sino político”, le advertía el canciller argentino a Bartolomé Mitre, su presidente. “Viene buscando la insurrección de Entre Ríos y la República Oriental.” Pero después de ser atropellados por Flores y los brasileños, los blancos no están para insurrecciones. Los federales, por su parte, andaban con el flete tan cansado como el de José Hernández, el autor de Martín Fierro, que tuvo que contemplar desde la otra orilla la caída de la Paysandú por la que había querido pelear. El 11 de junio, un poco al sur de Corrientes, donde el Riachuelo desemboca en el Paraná, la escuadra brasileña destrozó a la paraguaya de la que ahora formaba parte el Marqués de Olinda. A este vapor le habían acertado en la caldera, el agua hirviendo saltó en todas direcciones y murieron todos los que la operaban. La cañonera británica Doterel, que volvía de Asunción, lo encontró cuatro días más tarde semihundido, contra la
orilla, con catorce heridos a bordo que fueron rescatados sin demasiadas ilusiones (“uno falleció ayer de mañana y se espera que en poco tiempo fallezcan dos más”, escribirá el capitán británico cinco días después). Pero por el otro costado de la provincia, costeando el Uruguay, bajaban diez mil paraguayos al mando del coronel Antonio de la Cruz Estigarribia (a los que en el camino se habían sumado algunos blancos). La misma noche de la derrota en el Paraná siete mil habían cruzado
a la rivera brasileña del Uruguay. Tomaron (y saquearon) San Borja, Itaquí, y el 18 de julio cruzaron el Ybicuí. Paralelamente, por la orilla argentina del río bajaban los tres mil hombres al mando del mayor Pedro Duarte que Estigarribia había dejado de aquel lado. DONDE LLUEVE. Doscientos cuarenta quilómetros al sur, en Concordia, Bartolomé Mitre, designado jefe militar de la Triple Alianza pactada contra el Paraguay, reunía a sus tropas. El 80 por ciento de
Oficial brasilero con su “paraguayito”
éstas eran brasileñas pero Mitre dedicó ese 18 de julio a los orientales que, encabezados por el general Flores, saldrían de inmediato al encuentro de Duarte. Mil quinientos jinetes se extendieron a lo largo de una cuchilla para esperar al general en jefe. León de Palleja, comandante del Batallón de Infantería Florida, escribió que aquello provocaba “un golpe de vista magnífico, que realzó durante unos instantes una hermosa oriental vestida de amazona, mujer de un jefe, que parecía mostrarse y hacer alarde de ser la reina de la hermosura en la parada del ejército oriental”. Parece que la arenga de Mitre no se quedó atrás: su timbre de voz era “dulce”, explicó Palleja, pero “aquella calma inalterable de su carácter va templándose con el fuego de sus palabras (...) y a lo último se eleva a lo sublime y arrebata con sus discursos”. Convencido quedó el comandante del Florida de la nobleza del “deseo que nos anima a todos de hacerlo el hombre grande de la América del Sur”. Al caer la noche se descargó una tormenta tremenda y el mal tiempo castigaría a aquellas tropas a lo largo de su marcha hacia el norte, como debe haber fastidiado a los paraguayos de Duarte en su camino hacia el sur. Cuando no llovía, helaba. “La tierra vierte agua” , escribía Palleja. “Al paso que vamos internándonos en Corrientes se hace más intransitable el campo para la infantería, puede decirse que va la tropa todo el día chapaleando agua y fango y que sólo puede marcharse a patita pelada. El calzado se moja en el pie, se ablanda éste y le ampolla al momento. Lo malo es que a lo mejor entra uno en un monte de ñandubay, cuyas espinas hieren el pie del infante, o se pasan retazos de caraguataes, y entonces la cuestión pasa de los pies a canillas y pantorrillas, que quedan ralladas.”
Las fuerzas que manda Flores atraviesan diez arroyos crecidos (Gualeguaycito, Mandisobí, Mandisobí Chico, Mocoretá, Timboy, Curupí, Miriñay, Santa Ana, San Joaquín, Capy Quisé), miles de zanjas que se han vuelto torrentes e infinidad de “malditos bañados que a cada paso se encuentran”. Más de uno, como dice Palleja, amanece “endurecido”. Con los orientales vienen dos batallones de “amables brasileños” a quienes, además de “un inmenso bagaje”, “acompaña un mundo de señoras y señoritas”. La madrugada del 10 de agosto perecieron dos de ellas. “Las pobres estaban enfermas y desguarecidas”, escribió el comandante del Florida. El día no terminó sin su buena noticia: el teniente José Cándido Bustamante, que como otros ha venido a unirse a aquel ejército, “nos ha hecho el insigne favor de darnos ochenta y seis pares de zapatos para (...) los hombres que se encontraban completamente descalzos y que la mayor parte tenían los pies llenos de heridas y llagas.” Marcharon otros seis días antes de toparse con los paraguayos. Pasaban las tres de la tarde, había escampado y estaban encendiendo el fuego para churrasquear cuando los vieron y –sin comer– salieron tras ellos. La tarde se fue sin que consiguieran darles alcance, y acamparon. DONDE ARDE. La madrugada del 17 fue “fría y triste”, “una niebla espesa que, a veces, degeneraba en garúa no dejaba percibir bien los objetos”, evocaría Leopoldo Pellegrini, un vecino de la zona que –seguramente en mal momento– vino a ofrecer provisiones a aquel ejército. “Al toque de diana” , recordó Cándido Robido, soldado del Florida, “se nos ordenó vestir de gran parada”. “Ya se podrá imaginar”, seguía contando el
21 de agosto de 2015
infante, “lo poco agradable que era a esas horas y con un frío de todos los diablos ponerse en cueros para cambiar de ropa; pero con mil maldiciones a los señores paraguayos así lo hicimos, y pronto formamos con nuestros vistosos uniformes; el Florida de levita negra con vueltas y vivos verdes, pantalón y morrión mordoré, charreteras y pompón verde, polainas y guantes blancos (...)”. Pellegrini no retuvo los matices de glamur: “Entre los orientales llamaba la atención el batallón Florida, compuesto de cuatrocientos negros, cuyos ojos relumbrantes y aspecto marcial inspiraban terror”, escribió. A la izquierda del batallón Florida marchaba el 24 de Abril y aún más allá el de Voluntarios Garibaldinos. Todos de infantería. Las columnas brasileñas y argentinas siguieron a retaguardia. Eran más de diez mil hombres al mando de Venancio Flores, “un muy viejo y feo caboclo”, según lo describiera don Pedro II a la emperatriz. El general tenía 57 años. Su primera batalla la había dado a los 17, contra el imperio precisamente, en Rincón. La guerra la conocía de antes: tenía 3 cuando su familia emigró detrás de Artigas al Ayuí. A las 10 levantó la niebla y la infantería oriental pudo ver delante de ella una colina en cuya cima se desplegaban los infantes paraguayos. Era imposible calcular cuántos había atrás pero Flores ya tenía informes precisos de que eran poco más de tres mil. A espaldas de los hombres de Duarte corría el Yataí que allí mismo, desbordado, venía a desembocar en el Uruguay. El agua los defendía por atrás y por la derecha. También les impediría escapar. Apenas diez quilómetros al norte, en Uruguayana, al otro lado del Uruguay, estaba Estigarribia con siete mil hombres. La flotilla improvisada por el artillero brasileño Floriano Peixoto (un pequeño vapor y dos lanchas) fue, sin embargo, suficiente para desestimular el cruce. De Estigarribia se había dicho además que era “un sargento con charreteras de teniente coronel”. Carecía de experiencia pero no de vínculos en Asunción y López lo había puesto a último momento a cargo de aquella división que en realidad había organizado Duarte. Obediente al extremo de paralizarse cuando le faltaban órdenes, no se sabe que Estigarribia haya intentado algo en favor de sus compatriotas arrinconados en el Yataí. Flores dispuso que su artillería los golpeara un poco (pero todos le reprochan haber escatimado este recurso) y ordenó a la infantería atacarlos de frente mientras la caballería iba detrás, volcada hacia la izquierda, para envolverlos por el costado libre. “Las bandas de música que estaban colocadas a retaguardia de cada cuerpo, atronaron los aires con sus marchas de ataque, a la vez que los cañones hacían oír sus estampidos y el silbido de sus balas y granadas”, contó el soldado Robido y explicó: “Sólo los que nos hemos encontrado en batallas, podemos darnos cuenta del movimiento nervioso que se opera en el organismo de cada uno
Cróquis de Maximiliano Alvés
de los combatientes, en el momento de emprender la marcha para el combate (...). Volar, no caminar quisiera uno, al encuentro del enemigo, para poderlo alcanzar y despedazar. Cada combatiente, mareado por el ritmo de las músicas, cometas y tambores, el estampido de los tiros, el silbido de las balas y el gusto de la pólvora al romper el cartucho para cargar su arma, se convierte en una fiera salvaje, atento sólo al ataque o defensa, y ciego y sordo, se lanza sobre el enemigo ansiando sólo matar. En esos momentos somos todos fieras salvajes, y mucho más cuando el enemigo con furor se defiende, como sucedió en esta batalla”.
DONDE SANGRA. El choque fue duro y breve. En un instante de indecisión Duarte mismo apareció por la derecha conduciendo una carga de caballería que amenazó arrollar a los de Flores. Pero éstos también estaban bien montados y eran muchos más. Para Robido el problema fue que los paraguayos “no se rendían, había que matarlos”. George Thompson, un exoficial del ejército británico al servicio de López, escribió que en el Yataí “ningún humano pudo hacer que los paraguayos se rindieran”, que “incluso individuos aislados preferían seguir peleando, con la muerte segura frente a ellos”. “La terquedad y autosacrificio de los paraguayos
desconcertaba a los oficiales aliados, quienes habrían preferido tomar más prisioneros. Los soldados comunes, sin embargo, no tenían tiempo para tales finezas. Para ellos, exterminar a los paraguayos era la respuesta lógica y necesaria a su fanatismo. Las tropas aliadas, por lo tanto, no se contuvieron de llevar adelante una masacre que duró dos horas”, ha relatado el historiador estadounidense Thomas Whigham en su reciente La guerra de la Triple Alianza. Whigham advierte que sus colegas “podrían verse tentados a interpretar la sangrienta carnicería que siguió a la batalla de Yataíy como alguna variante de manía homicida”. Sin embargo para el autor “los soldados uruguayos no eran unos lunáticos frenéticos en medio de un ataque
Brecha
de ira acuchillando indiscriminadamente con sus sables. Como en Quinteros, su matanza era deliberada y mecánica, como las habituales carneadas (...). El temor en los rostros de los prisioneros paraguayos no les causaba impresión ni sus nerviosos gritos, piedad. Una y otra vez los uruguayos pasaban sus facones por las gargantas de sus enemigos, desgarrando carne, tendones y huesos hasta rebanar limpiamente las cabezas. En todas direcciones los campos estaban mojados de sangre”. “No ha sido posible, Excmo. Señor General, evitar el derramamiento de sangre; los enemigos han combatido como bárbaros”, escribió Flores a Mitre en su parte. Trescientos noventa muertos habían tenido los aliados. Mil quinientos los paraguayos. Mitre, más atento al “juicio de la historia”, prefirió informar a Buenos Aires que los enemigos muertos habían sido la mitad. n Fuentes
Las citas de León de Palleja son del primer tomo de su Diario de la campaña de las fuerzas aliadas contra el Paraguay, Clásicos Uruguayos. Montevideo, 1960. Los testimonios de Cándido Robido y Leopoldo Pellegrini así como los partes de la batalla firmados por Venancio Flores y Bartolomé Mitre constan como anexos al artículo “El combate de Yatay en la guerra de la Triple Alianza”, del capitán Ernesto Puiggros en Boletín Histórico del Ejército Nº 275-278, Montevideo, 1989. De Thomas Whigham se ha consultado La guerra de la Triple Alianza, tomo 1 Santillana, Asunción, 2011.
Con el general Guido Manini Ríos, comandante en jefe del Ejército
“Uno saca pecho, pero…” “Tenemos una gran cola de paja histórica porque estuvimos en una guerra donde creo que hoy entendemos unánimemente que no debimos haber estado. Pero sucedió. Los hechos sucedieron y ahí se generó una historia que no podemos olvidar.” Esa fue la apreciación que Manini, que además de general es licenciado en historia, eligió para concluir su diálogo con Brecha. Se había empezado por las causas. “Es real que (Edward) Thornton intervino y llevó las cosas hasta un punto en que no había marcha atrás –sostuvo Manini–. ¿Usted se acuerda de la guerra de las Malvinas? ¿Del hundimiento del Belgrano?1 A partir de ahí no hubo marcha atrás posible. Bueno, en este caso tampoco la hubo después de la intervención del representante de Inglaterra ante Buenos Aires.”
Es que para el general “la guerra siguió en Paraguay pero en realidad empezó con el alzamiento de Flores”, y Thornton, que con el canciller argentino y el enviado brasileño mediaron en las conversaciones de paz establecidas en junio de 1864 entre el gobierno oriental y Flores, fue clave para Manini en el fracaso de las gestiones, hecho que desembocaría en la invasión brasileña del territorio oriental y la consecuente declaración de guerra paraguaya contra el imperio. —¿Pero la responsabilidad fue de Thornton o de la propia Inglaterra? —Yo creo que Inglaterra tuvo mucho que ver. Tanto Brasil como Argentina y Uruguay, vía logias o lo que fuera, seguían sus lineamientos. Paraguay era un mundo distinto y eso molestaba a los grandes intereses imperiales de la época –respondió el general, recomendando la lectura de José María Rosa, un
clásico del “revisionismo histórico” rioplatense. “Yatay es la única batalla de la que somos los protagonistas principales. El general Flores era el jefe y los orientales iban a la vanguardia”, afirmó cuando se le pidió que calibrase el peso de Yatay en la historia del ejército uruguayo. Y sin embargo advirtió: “Uno saca pecho, pero la verdad es que el pobre Duarte tenía 3 mil hombres sin artillería”. Señaló además que tal vez fue la última ocasión en que se vieron algunas cosas de las viejas guerras al estilo napoleónico: “todavía entran en batalla de uniforme de gala”, por ejemplo. “No tengo claro si la hubo”, empezó a responder preguntado sobre la degollina con la que habría terminado el combate. “Creo que si hubiera habido degüello Palleja lo hubiera dicho”, argumentó, y es cierto que es difícil dudar de la credibilidad del jefe
19
de la infantería oriental, pues a lo largo de las cartas en las que desde el frente relató el conflicto al público montevideano, nunca pareció guardarse nada. Palleja trató de “estúpida” aquella guerra en la que servía, y protestó contra el “ignominioso reparto de paraguayitos” que después de Yatay cultivaron los aliados. A diferencia de los otros paraguayos contra los que combatió en suelo guaraní, a los que enfrentó en Yatay y Uruguayana Palleja los trató, “con otras palabras, de jodidos”. “Después de todo, Duarte y Estigarribia salieron vivos”, alegó finalmente el general. n 1. El 2 de mayo de 1982 el submarino nuclear de la armada británica Hms Conqueror hundió al crucero General Belgrano provocando la muerte de 323 argentinos.