Como cada sábado, iosune martín

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COMO CADA SÁBADO Como cada sábado a las 22:30, comenzaba la exhibición en un pub situado en el mismo centro de aquella ruidosa, iluminada y activa ciudad. A pesar de su buen estacionamiento, no era un lugar muy acogedor, ni muy frecuentado. Era el típico establecimiento al que va quien quiere ahogar sus penas en una botella, quien quiere llorar sin que se note, ahí donde la luz es tenue, allí donde se escucha una música suave, el tintineo de los hielos contra el cristal de un vaso y, a veces, susurros entre personas que se cuentan sus lamentables vidas en busca de entendimiento. Aun con esta fama, los sábados se llenaba más la sala, pues los rumores corrían. Se decía que hasta el más desolado se fijaba y se distraía. Era un buen entretenimiento: el ilusionismo. -¡Bienvenidos sean, como cada noche, a nuestro espectáculo predilecto! – gritaba,

micrófono en mano, el seguramente gerente del local, muy bien trajeado. – Doy paso a ¡Puzzle Breakers! Y tras unos aplausos, se encendían los focos de aquel enorme escenario.

Los últimos preparativos se extinguieron con la caída del telón. Desde ahí arriba podía ver todas esas caras, todos sus gestos, sus sonrisas, sus miradas atentas Escuchaba sus silbidos y el descontrolado ritmo de los aplausos que, junto a las luces, nos pedían dar comienzo al juego. Augus, Loren y yo, los tres magos del grupo, empezamos. Caminamos al centro del escenario y reverenciamos al público quitándonos nuestras clásicas chisteras, de cuyo gesto, Augus extrajo una paloma blanca que sobrevoló por encima del público. Fue entonces cuando desde el fondo del escenario aparecieron nuestras dos bellas ayudantes, Tanya y Beth, subidas en altos tacones. Nos cedieron a Loren y a mí un par de pañuelos blancos de papel, los cuales empezamos a doblar, arrugar y romper con la mirada atónita de la gente en nuestras manos; aumentando paulatinamente la velocidad del despedazamiento, acabamos haciendo resurgir un par de sables de esos montones de papel. Ante el asombro obtenido, chocamos nuestros respectivos filos reproduciendo un enzarce de espadas. La lucha fue acalorándose hasta que, en un segundo, el sable de Loren se incrustó en mi costado. Retrocedí, mareada, dejando escapar mi arma entre los dedos. Me precipité al suelo. Pero antes de que el público acabase de exhalar su grito ahogado, me levanté a la velocidad del rayo, sacando la espada de mi cuerpo, sin mostrar herida alguna. Los aplausos se alzaron sobre nosotros mientras todos, los cinco, nos posicionamos en el centro. Sacamos un puñado de confeti dorado de nuestros bolsillos y lo tiramos a lo alto; cuando llegaron al suelo, todo nuestro vestuario se había tornado de este color junto a un intruso, el peluquín de un hombre sentado en una mesa de la segunda fila había aparecido en el hombro de Tanya. El público estalló en carcajadas; el hombre enrojeció avergonzado.


Para terminar, volvimos a la formación inicial: ellas ocultas, nosotros en el centro. Sacamos nuevamente de nuestros bolsillos unos pequeños trozos de papel, esta vez rojos. Con tres enigmáticas sonrisas los lanzamos, creando tres bellas rosas. La luz parpadeó durante apenas unos segundos, y cuando volvió, sobre el escenario sólo quedaban tres flores.

Incluso el más borracho de aquella noche aplaudió, sorprendido. Se decía que aquellas actuaciones dejaban un ambiente mágico en la sala. Tras unos cuantos segundos, salieron de nuevo los miembros, cogidos de la mano, como cada noche; saludaban agachándose ante la gente, agradecían su asistencia. Cuando salieron de escena, el recinto volvió a su estado normal, la gente se iba, de nuevo cuatro gatos hundidos en lamentos tras unos minutos de distracción.

[08:04 a.m., 13 de Noviembre de 2010.] Ese sonido estridente me alejó de mi sueño devolviéndome a la realidad de mala manera. Tras unos segundos de perplejidad, advertí que eso que sonaba era el teléfono que dedicaba al trabajo. “¿De nuevo el cuartel?” Pensé desganado, y las malas suposiciones cruzaron mi mente mientras me levantaba hacia el teléfono. –Buenos días señor Werlinghton, ¿malas noticias? Al otro lado de la línea, una voz experimentada me decía, sin otro sentimiento que el cansancio: –Me temo que sí, Simón, la de cada día… Acércate en cuanto puedas, no hay prisa, pero hay que ponerse a trabajar cuanto antes. Y cortó la llamada. Genial. Hacía varias semanas que no dejaban de producirse brutales asesinatos cada noche. Semanas en las cuales la mayor parte de la policía local andábamos en busca de alguna pista del autor de estos crímenes, pero este individuo no se andaba con juegos, se preocupaba mucho en no dejar rastro. Quizá, lo más curioso del asesino era que siempre dejaba sobre su víctima un pétalo. Un pétalo, no importaba el color ni la flor de la cual fuese, pero un pétalo. ¿Qué significaba? Era la pregunta que colmaba nuestras mentes. Me vestí aprisa mientras el café hervía en la cocina. Lo bebí sin azúcar, casi de un trago, y me encaminé al coche. Cuando llegué a la oficina de policía, casi pude palpar el desasosiego. Era comprensible que un miembro de esta división se sintiese inútil dejando tantas víctimas atrás sin haber podido impedirlo. La puerta del despacho del jefe, al fondo del pasillo, estaba entreabierta, percibí voces en el interior. Llamé antes de entrar. El señor Werlinghton y su inseparable compañero analizaban unas fotos con Katelyn, la principal miembro de nuestro equipo de forenses. Sin pérdida de tiempo alguna, me pidieron que me acercase a la mesa. Sobre ella se encontraba fotografiada desde diferentes ángulos la desnudez de una mujer de un cabello rubio canoso, de cara afilada y enjuta cuya piel, blanca, carcomida por la muerte, presentaba también una gran cantidad de cortes por la mayor parte de su cuerpo: en el cuello, los brazos, el pecho, el vientre y las piernas. Algunos


eran más profundos que otros, pero en conjunto, parecía una red de arañazos. La imagen me causó impresión, otro asesinato macabro. –Era la esposa del empresario que apareció en el rio la semana pasada– espetó Werlinghton, sin emoción aparente. –Ha sido encontrada esta noche, en su casa; tenía un pétalo violeta colocado en el pecho– me dijo su ayudante, con un poco más de preocupación. Me pidieron que fuese a la casa del matrimonio, donde ya estaban buscando pruebas, para que ayudase. Siempre me habían dicho que me fijaba mucho en los detalles y es por eso que se me daba bien este trabajo, pero mi esperanza de encontrar algo era mínima. Vivían en un acogedor ático de dos plantas, en lo más alto de un edificio del centro de la ciudad. La casa se encontraba ya precintada por un cordón policial, pero por dentro estaba perfectamente ordenada, cuadros, muebles de madera, mesas de cristal, electrodomésticos de última generación… Debían de ser trabajadores de una muy buena empresa. La habitación de la pareja estaba un poco más desordenada, pero no como cualquiera imaginaría que sería la escena de un crimen. Una silla movida de su sitio, que por su trayectoria me parecía había sufrido un empujón contra las cortinas, que habían parado su caída, enredadas ahora en el mueble inclinado. El maquillaje y los botecitos que había en el tocador parecían haber sido revueltos por unas manos indecisas. Las sábanas se encontraban arrugadas y con manchas de la sangre de aquella mujer de las fotografías. Me coloqué guantes para no borrar ninguna huella al pasar mis dedos y me puse manos a la obra. Había joyas esparcidas por la mesilla: pulseras de oro, medallones con piedras preciosas, pendientes de todos los tamaños e incluso un portaanillos con forma de mano, donde sólo había uno plateado y otro a juego con uno de los colgantes. Las analicé; uno de los collares tenía una estampa de un ángel, una pulsera tenía un nombre de mujer inscrito –supongo que el de la mujer recientemente fallecida–; el anillo plateado tenía un escrito en la parte interior, como si fuese una fecha, la del día de su matrimonio quizá. La ropa en los cajones estaba perfectamente doblada, camisetas, mudas, pantalones, no había nada sospechoso ahí. Era ya más de media tarde cuando decidí volver a casa, rendido; al día siguiente continuaría mi trabajo si es que se me había ocurrido algo más. Pero no, pasé la tarde descansando y al día siguiente las cosas no salieron mejor, ni al siguiente, ni al siguiente. Tras cuatro días de búsqueda sin sentido, de ver las fotos de nuevos cadáveres, de no encontrar nada, la situación se volvió desesperante. Los sábados libraba, pero incluso ese día trabajé, necesitaba respuestas. Obviamente no sirvió para nada, y yo necesitaba desconectar de aquella rutina de pesadilla. Esa noche fui al pub del que tanto se hablaba, del cual todo el mundo fardaba de sus espectáculos. Al entrar, no me pareció tan espectacular como imaginaba, al contrario, parecía un local de mala muerte, a excepción de ese gran escenario que había en el fondo izquierdo. Me acerqué a la barra, donde pedí un whisky con hielo que me sirvieron en pocos instantes. “¿De verdad estoy haciendo yo esto?” Pensé mientras daba el primer trago, con una sonrisa amarga en los labios. Me centré en la música, era jazz. Además, era de


un grupo que antes escuchaba mucho, pude reconocerlo. Esto me sacó de nuevo una sonrisa, tras la cual cerré los ojos y me dejé llevar por los giros de ese triste saxofón. Iba ya por el cuarto trago cuando una voz se interpuso en la música. –Póngame una tila, por favor. El camarero asintió y se giró para preparar el pedido. A su vez miré a mi derecha. Quien pedía esa tila era una chica de más o menos mi edad. Llevaba un maquillaje llamativo. El cabello claro recogido sobre el cual llevaba bien puesta una chistera. Camisa blanca, chaleco negro, pantalón corto, también negro. Su figura, delgada, junto a sus finas manos sujetándole la cabeza me aseguraban que estaba nerviosa. Un guante se precipitó de su bolsillo y yo no dejé escapar la oportunidad de recogerlo. Pude ver sus ojos al tiempo que nos agachábamos a por la prenda. Eran claros, profundos, parecían cristal. –Se le ve descentrada, señorita- dije con la mejor sonrisa que tuve mientras le tendía el guante. –Los nervios de cada actuación, supongo. Como cada noche, con una tila se me pasa–. Su voz era suave, ni muy aguda ni muy grave. Le sirvieron la bebida y ella dio el primer sorbo. –¿Qué le trae a usted por aquí? –me dijo mientras miraba mi placa. –Todos necesitamos un buen descanso de vez en cuando –espeté, sin dar demasiada importancia. –Tantos bares en la ciudad, ¿y escoge este? – ¿Es aquí donde actúa ese grupo de magos que tantos rumores provoca, ¿no? Me gustaría saber si son ciertos todos esos agasajos sobre la gran belleza de la ilusionista. Ella sonrió levemente sin apartar la mirada de su vaso, y pude ver un atisbo de color en sus mejillas. La música jazz junto a la leve luz anaranjada creaba un ambiente a nuestro alrededor que me hacía sentir como si no hubiese nadie más. Entonces bebió un último sorbo, me miró. Me miró con esos ojos claros que clavó en los míos como estacas, y con una sonrisa burlona, dijo: –Lo agradezco, pero prefiero que juzgue mi magia, que de seguro le impresiona incluso más. Se dispuso a pagar su bebida, pero con un gesto le indiqué que lo dejase a mi cuenta, me adelanté a su mano y le di el dinero al camarero. A éste se le dibujó una media sonrisa en la cara mientras me devolvía el cambio. Ella desapareció tras el escenario, al fondo de la sala.

Los focos y luces se encendieron minutos después, dejando a la vista al grupo mientras el hombre del traje decía su frase de siempre: “(…)¡Doy la bienvenida a Puzzle Breakers!”.


Esta vez la función iba acompañada de una música fuerte, animada. Los tres magos salieron en fila al escenario, con pasos decididos. Loren era el último de la fila y llevaba a Beth y Tanya envueltas en unos vestidos color añil. A su vez, Augus, el primero, saludó al público energéticamente mientras les aplaudían. –¡Muy buenas noches estimado público! Esta noche deseo emocionarlos y ponerlos en tensión. Comencemos de forma suave. Como todos los magos, haré un juego de cartas. Sí, sí, “qué típico” dirán, “qué simple”, pero por esto me pagan señores –dijo con sorna, arrancando unas cuantas sonrisas–. No se preocupen, les gustará. Hablaba con soltura, frotándose las manos, sonriendo, mientras los otros dos magos y las ayudantes aguardaban en un extremo del escenario. –Para llevarlo a cabo necesito voluntarios; vamos, ¿quién se ofrece? Una docena de manos se elevó entre los espectadores; Augus pidió a Beth que fuese a recoger a quien quisiese de entre todos ellos. Escogió a un hombre situado en la zona central, que se encontraba con una mujer y un par de chicos de unos 15 años. En sus mejillas se apreciaba un suave color rojizo fruto de quizá una copa de más. Vestía una americana oscura a juego con sus zapatos y su perilla bien recortada le situaba cerca de los 40 años. El resto aplaudió mientras la ayudante lo conducía de la mano al escenario. El mago los esperaba barajando una baraja de póker y cuando el voluntario llegó la abrió a modo de abanico, dirigiendo las figuras al hombre, y le pidió que eligiese una. Éste, llevándose una mano a la barbilla aparentando duda, acabó estirando el brazo y cogiendo una carta del extremo derecho de la mano del mago. El nueve de tréboles. Se la mostró al público y volvió a introducirla en el centro de la baraja. Augus le cedió el montón con sus 54 cartas y le pidió que barajase. Cuando acabó se lo devolvió al mago. –Ahora les ruego silencio, necesito concentración–. Sujetando el bloque con los dedos de una mano, puso su otra palma, abierta, a una distancia suficiente sobre el canto superior de la baraja. Sus párpados fueron cerrándose a la vez que fruncía el ceño. Pasaron unos 10 segundos sin ocurrir nada. Loren, que hasta ese momento se había mantenido apartado, se acercó sigiloso a su compañero, con una sonrisa de mofa. –Anda, déjamelo a mí, que tú no sabes –Le dijo a Augus mientras le revolvía el pelo oscuro, sobresaltándolo. El público se rió. Puso su palma en el espacio donde había estado la de Augus y, fijando la mirada en el bloque, comenzó a levantar la mano extendida. Para sorpresa del público, a la vez que la mano, una única carta de la baraja se elevó. Loren la cogió. –¿Era su carta… el nueve de tréboles? –dijo mirándola, y toda la sala aplaudió. Le ofreció la carta al hombre de la perilla y le pidió que la firmase. El hombre lo hizo y seguidamente la introdujeron en una caja de color verde.


–¡Muchas gracias, ya puede sentarse! –dijo Loren, a la vez que metía el resto de la baraja en una caja amarilla –Y esta caja, por favor, guárdela…Usted. Se la dio a una joven de la primera fila, que sonrió y la posó en su regazo. –Guarden la caja hasta el final del espectáculo, por favor. Y procuren que nadie la toque excepto ustedes, de lo contrario, desaparecerá su magia– pidió Augus, con una voz amable, seguida de una subida del tono y la elevación de sus brazos, anunciando lo siguiente: –¡Y ahora, damas y caballeros, nuestra compañera os dará la tensión que prometí al principio! La música se elevó junto a los silbidos y aplausos, y las tres chicas, de la mano, se dirigieron al centro del escenario con pasos firmes, brillantes. –Os lo agradezco chicos, es mi turno. Señores, díganme, ambas son hermosas, pero ¿cuál es su preferida: Tanya, o Beth? – dijo señalando a sus ayudantes y haciéndolas girar de su mano. El público silbó y vitoreó, y los nombres de ambas chicas se elevaron sobre sus cabezas. –Venga, venga, escojan… ¿a quién prefieren ver pasarlo mal primero? –La maga sonrió de forma pícara y el público exhaló. Las ayudantes no perdieron la sonrisa–. Está bien, está bien, no importa, ambas lo van a pasar…Tanya, acompáñame. De la mano, la llevó a una caja que los chicos habían llevado al centro del escenario. La abrió y Tanya se metió en ella de cuclillas. Se despidió con la mano y mantuvo su inquebrantable sonrisa mientras la maga cerraba la caja. Le ofreció un pañuelo rojo, le pidió que lo cogiese, sacando la mano por un orificio de la parte superior de la caja, y lo zarandease. A continuación Augus ofreció a su compañera nueve espadas. El público exclamó. –Tranquilos, tranquilos, no sufrirá…mucho– dijo la maga con una sonrisa y voz inocente, y comenzó a danzar alrededor de la caja, clavando una a una todas las espadas en diferentes puntos de la caja, haciéndolas salir por el extremo contrario. Iba por las 5 espadas cuando pidió a Tanya que si la escuchaba agitase el pañuelo, y en efecto fue lo que hizo, y todo el público suspiró y aplaudió. Después ya no sonaba música, todos guardaban silencio, y el único sonido que podía apreciarse era el de los filos deslizándose en la madera de la estructura. Llegó a la última y la clavó desde la tapa superior hacia abajo. –Confíen en mí. Ven Beth, te toca. La gente aplaudió sus pasos y por una escalerilla subió a una caja más cúbica encima de una mesa. Del mismo modo que su compañera, se despidió mientras se agachaba y se encogía en el interior para que se pudiese cerrar la tapa. La maga comenzó a girar en torno a la caja, envolviéndola con cadenas. Cuando hizo un grueso tejido de eslabones y nudos, cerró el recorrido con un candado. –Veo la preocupación en sus caras, por favor Tanya, demuéstrales que estás ahí dentro– dijo riendo, elevando la voz y dirigiendo su brazo hacia la caja. El pañuelo se movió y la sala al completo explotó en aplausos mientras los tres magos extraían las espadas de


sus orificios. Abrieron la caja y se descubrió a la chica, en la misma posición en la que se le había ocultado, relajada y sin heridas, que se levantó, cogió la mano que Loren le ofrecía y éste la paseó por el escenario mientras el público vitoreaba. Mientras tanto, los otros dos magos iban desatando las cadenas de la caja de su otra ayudante. –Y ahora, ¡saluden a Beth! –dijo ella, dejando caer las cadenas y empujando la caja al suelo. Esta se abrió, dejando ver que dentro no había nada. Instantes después, de detrás de la barra salió la chica, la pasó por encima y mientras el público aplaudía caminó alegre hasta el escenario. –¡Eh, eh, eh! ¡Esto aún no ha acabado! –exclamó Augus levantando un brazo, captando la atención que deseaba–. Chica de la caja amarilla, ¡muéstranos su interior! La joven abrió la caja; estaba vacía. –Ahora, caballero, ¿qué hay en el interior de su caja? El hombre abrió la caja verde y descubrió que en su interior estaban las 53 cartas. –¡Y usted, señora! ¡Sí, la del fondo, la del fular fucsia! ¿Puede mirar a sus pies? La mujer hizo lo que le pedían, y para su sorpresa, ahí estaba el nueve de tréboles, firmado. El público aplaudió como loco. Los cinco, ya en el centro del escenario, de la mano se agacharon saludando al público mientras los focos se atenuaban.

Anonadado, susurré para mí mismo lo impresionante que había sido. Mi corazón se había acelerado cada vez que esa enigmática chica me miraba fugazmente. Nadie lo habría notado, nadie excepto yo, que sentí una oleada de calor con cada vistazo. Decidí quedarme un rato más, esperando a volver a verla y felicitarle. La gente empezó a abandonar el local, todavía asombrados, especulando sobre lo que la actuación les había parecido. Vi al hombre de la carta levantándose de su asiento junto a su familia. Se dirigían a la salida cuando, de pronto, el hombre cayó al suelo. La mujer gritó. Corrí hacia la familia, igual que el camarero y otras personas. Me agaché junto a él y puse mis dedos índice y corazón en su cuello. Nada. El camarero hizo lo mismo desde la muñeca. La mujer nos preguntaba, histérica, qué ocurría. –¡Llamen a una ambulancia, rápido! –gritó el camarero.

La autopsia descubrió el veneno en su organismo. Cabía la posibilidad de que alguien lo hubiera puesto en su comida, pero los forenses pensaron como mayor posibilidad que alguien lo añadiese a su bebida en aquel bar; se encontró un pétalo de rosa negra en el interior de la solapa de su traje. ¿Nuestro asesino se encontraba ahí? Pusimos el local en nuestro punto de mira y decidimos vigilarlo cada noche, vestidos de paisanos, e interrogar a sus trabajadores.


Aquel sábado, dos miembros de la policía, de paisanos, acudimos al pub por la tarde. Se encontraba prácticamente vacío, excepto por aquel par de fieles amantes de las copas, el jefe en su despacho, el camarero y los magos, que ensayaban para el espectáculo de esa noche. No pude evitar cruzar un par de miradas con ella, esa prestidigitadora que tanto había aparecido en mis sueños las últimas noches. Nos repartimos el trabajo; mi compañero se encargaría del gerente y las limpiadoras. Mientras tanto yo hablaría con los magos, quienes podían verlo todo desde lo alto, y con el camarero, quien para mí era de los más sospechosos, aunque como decía Werlinghton, nadie era culpable de nada hasta encontrar las suficientes pruebas. Hablé un buen rato con los cinco miembros, preguntándoles si recordaban los movimientos de la gente que vieron el sábado pasado, si observaron algo extraño, si notaron algo en el hombre a quien tomaron de voluntario… Pero la única “pista” que pude obtener es que vieron cómo el camarero servía varias tandas de chupitos por diferentes mesas, entre ellas la de la familia. “Ya es mejor que nada”–pensé, al tiempo que sentía la decadencia del grupo, su tristeza. Aquella muerte supuso un duro golpe para todos los que lo presenciaron y, para ellos, que fueron los últimos que le despertaron la ilusión, también lo era. Terminé de hablar con ellos y me encaminé hacia la barra; pedí una caña. Cuando el anciano me la sirvió, no dejé que se marchase y comencé el interrogatorio sin rodeos. –Agente de la policía de investigación, vengo a hacerle unas preguntas sobre el suceso recientemente ocurrido en este local– dije con un tono serio y profesional, mostrándole mi placa. El hombre parpadeó un par de veces de forma casi imperceptible, pero lo suficientemente visible como para demostrarme que ocultaba algo. –Sí, adelante, adelante –me dijo, con una amable sonrisa, entrecerrando los ojos. Me impresionó la rapidez con la que pasó de un estado dubitativo a aquella amabilidad. Proseguí a enseñarle una imagen del difunto. –¿Le conoce? Robert Smith, dueño de una unidad bancaria en California. Se encontraba de vacaciones junto a su familia. La noche del sábado pasado lo envenenaron y murió aquí, usted mismo lo presenció. Su cara ha de sonarle, pues obviamente consumió bebida en su velada, ¿no es cierto? –Sí, lo recuerdo. Su mujer era hermosa. Él era un tipo simpático. Cada vez que me pedía una bebida entablábamos una corta pero agradable conversación sobre la noche, la gente, el lugar, los ilusionistas… Me dijo que le parecía un lugar fantástico. No había tanta gente como para agobiarse y lo estaba pasando muy bien. Le apenaba que un tan buen local estuviese tan escondido en la ciudad. Confirmaba que de estar situado en un lugar más visible tendría hasta el triple de clientela. –¿Se conocían de algo anteriormente? –inquirí, sin ningún gesto en mi semblante sereno. –No personalmente señor, sólo de la televisión y demás, ya que es un personaje bastante conocido. –¿Y se le ocurre alguna razón por la que se le quisiese aniquilar?


–Pues quizá la del dinero que tenía. Si me permite, señor policía… En mi opinión alguien como él no merecía tener tanto. Llegó a esa posición económica de forma sucia y rastrera… Disculpe, está muy mal hablar mal de quien no puede defenderse, tengo la lengua muy larga. Una fina línea se dibujó en su frente, se sentía oprimido. –No, por favor, cualquier información puede servirnos. ¿Qué sabe sobre Smith? –Pues... Ha llegado a mis oídos que este hombre tan rico ha conseguido tanto mediante tarjetas opacas en su posesión. Y créame que es una información de fiar, tuve ocasión de conocer a la ahora viuda en un pasado–. Su amable sonrisa se difuminó y sus ojos se desviaron, mirando a un vacío que solo él comprendía. Su semblante se ensombreció. –La conocí muy bien. Dos buenas pistas. “Con que dinero público, eh…” susurré para mí mismo. –¿Quizá un romance, señor? –presioné de forma delicada. Él me miró con una mezcla de desdén, perplejidad e indecisión. Necesitaba más información. Por orden del señor Werlinghton nuestra conversación estaba siendo grabada. –Puede confiar en mí… Repito, cualquier información puede sernos útil y si descubrimos al asesino, usted puede salir muy victorioso también… –Yo… Bueno, nos conocimos de jóvenes, cuando yo vivía en California. No teníamos más de veinticinco años cuando comenzamos a andar juntos. Ellos aún no se conocían, claro. Fueron unos meses espléndidos, llegué a sentir que realmente podríamos llegar a formar una familia, pero... –su voz, hasta ese momento de la narración, soñadora, se cortó y tras un silencio de no más de cinco segundos se tornó rota y triste–. Fuimos juntos a una fiesta y ahí se conocieron, así es como la gente se conocía en aquellos tiempos. Se hicieron amigos, ella supo del dinero que manejaba la familia de él, y tras unas semanas me abandonó como un perro… Varios años después volvimos a coincidir. Ellos se habían casado, tenían un hijo. Tuvimos un par de aventuras a escondidas y no volví a saber de ellos hasta la otra noche. Él nunca supo de mí. Debió ser tan feliz, y yo aquí, resignado a servir copas a estúpidos borrachos deprimidos… Escupió estas últimas palabras con odio, y dejó de hablar. Mis sospechas sobre él aumentaron notablemente. –Lo siento mucho señor… –dije mirando el reloj. Ya era tarde y el local empezaba a llenarse.- Gracias por su información y colaboración. Le dejo trabajar. Pagué mi bebida y nos despedimos con un gesto de la mano. Eran cerca de las nueve y media y mi jefe había recibido toda la información que necesitaba a través de la grabadora de mi bolsillo, así que decidí quedarme y ver a los famosos prestidigitadores, verla a ella.

************* Acabamos el último ensayo tarde, la gente había empezado ya a llenar el local. Durante la tarde no pude evitar mirar hacia la barra varias veces en toda la tarde, donde el


detective estaba interrogando al camarero, como antes había hecho con nosotros. Mientras me vestía para el espectáculo, mi cabeza no dejaba de dar vueltas. ¿Qué había pasado para sentirme tan débil en su presencia? ¿Cómo había conseguido poblar mis pensamientos en tan solo una noche? Además, tampoco tenía mucho de especial ¿no? Un poco más alto que yo, y yo siempre he sido alta. Delgado, fuerte. Castaño, a juego con sus ojos, serenos, brillantes. Rostro redondeado, con gesto tranquilo. Su barba, no muy poblada, le hacía parecer algo más mayor de lo que era, ya que en realidad no tendría mucha más edad que yo. No sabía por qué, pero sentía la necesidad de ir con él, de escuchar su suave voz, cuyo tono me hacía sentir escalofríos. “¿Qué estoy haciendo?” pensaba, mientras me ponía el segundo de mis zapatos y salía en su busca. “A penas quedan sesenta minutos para el espectáculo” me decía, pero mis piernas no paraban de andar, deslizándome por los pocos camerinos y salas traseras del escenario, hacia el local. “No voy a conseguir nada, seguro que se habrá ido en cuanto haya terminado el interrogatorio”. Por mucho que me decía, mi otra parte seguía, seguía hacia delante, y el eco de mis tacones no cesó hasta que abrí la última puerta, y entre todas esas personas que aguardaban a que les sorprendiéramos con nuestros trucos, le vi. Al fondo, en la barra, conversaba con el que supongo que era su compañero. Así fue que mi corazón dio un vuelco y noté ardor en mis mejillas, mis piernas dejaron de responder. “Menuda estupidez” me dije, y de un tirón continué andando, enfriando mi semblante, como debía ser. Las miradas de muchos espectadores se clavaron en mí, cómo no, era demasiado conocida y mis guantes y sombrero hacían una gran distinción. Llegué a la barra y me senté a unos cuantos metros de ellos. Esta vez pedí un refresco y no mi tila de siempre. Escuché cómo pedía a su compañero que le permitiese un segundo; éste último le susurró algo que no pude oír y por fin se acercó a mí. –Buenas noches–dijo él y, aunque ya me lo esperaba, sentí un escalofrío hasta la nuca. –¿Qué hay? –respondí siendo fría, pero no en exceso. –Esto de interrogar es agotador, pero he decidido quedarme a la actuación de hoy. Por cierto, tienes razón, me sorprendiste la otra noche, el talento y la belleza juntos son asombrosos; ¿harás lo mismo esta noche? Su sonrisa me descolocó y no pude evitar sonreír también. Con este gesto, observé que pude subir el color de sus mejillas. Sentí esos pensamientos que habían poblado mi cabeza toda la semana revolotear en el estómago. –Claro, nuestra especialidad es esa. ¿Sabes? También tú podrías sorprenderme, cada individuo tiene su magia. Y así, poco a poco, entre risas y bromas ambos nos fuimos soltando, y en varias ocasiones descubrí en sus ojos color café una de esas mismas mariposas que bailaban en mi interior, intentando subir por la garganta y salir. –Yo…Lo cierto es que desde que nos conocimos no he podido dejar de pensar en tus ojos, en tu sonrisa… – empezó a decirme, cabizbajo. Me quedé congelada por completo,


al tiempo que sentía escalofríos y una felicidad que poco a poco me subía a las mejillas. –Quizás es un poco precipitado, pero es así… Eres diferente a todo lo demás, cierto es que no nos conocemos y que ahora te irás enfurecida, pero necesitaba decirlo… Me sorprendes, me sorprendes mucho… Mi cerebro me dijo que ese era el momento. Me obligué a salir de mi parálisis y llevé mi mano detrás de su oreja, sin rozarle, mientras le decía: –Y…¿sabes? Yo creo que no deberías usarte a ti mismo de jardín y que esto deberías regalármelo tú. Al mismo tiempo volví a poner mi mano a la vista, con la cual ahora sujetaba un clavel. “Demasiado típico… espero que le guste” pensé sin romper mi media sonrisa. –Y sigues haciéndolo–dijo entonces él, riendo y posando una mano en mi pierna. Me sentí realizada y aliviada, y feliz, cogí su mano y sin importarme lo que quedase para salir a escena le dirigí a una de las salas traseras del escenario. Ahí me puso el clavel que le regalé en el pelo y me besó con suavidad, casi con miedo de hacerme daño, como si mis labios fuesen de cristal. Correspondí, claro que correspondí, y mi pecho se inundó en llamas. La pasión colmaba progresivamente cada uno de esos besos, nuestras respiraciones se aceleraban, haciéndonos sentir en una nube. No podía creerlo, no podía creer que quien estaba acariciando mi melena en ese momento fuese el mismo hombre con el que había soñado esa misma noche. No me di tiempo para pensar si eso era lo correcto, sólo me dejé llevar por esa sensación que, aunque es extraño, quise llamar amor. De pronto se escuchó tras la puerta, en la lejanía: –¡ALTO, ALTO TODO EL MUNDO, POLICÍA! Ambos nos sobresaltamos y nuestro dulce ambiente se desvaneció. Él me cogió de la mano y rápidamente salimos para ver qué ocurría. Aquel estrecho pasillo hasta la sala pub se me hizo demasiado corto, estaba preocupada, pero ya extrañaba esos instantes que acababan de tener lugar en esa pequeña sala. Abrimos la puerta con precipitación, pude ver que no había música, todas las luces estaban encendidas, era extraño ver ese lugar tan iluminado. Todo el mundo permanecía inmóvil, con los ojos como platos y las bocas ab… ¡¡PAM, PAM!! Mi corazón se paró; Simon apretó fuertemente mi mano. Escuché gritos de miedo y caí hacia atrás…caí porque su peso me arrastró. Me asustaba mirar, pero como acto reflejo me incorporé y giré la cabeza a mi derecha con los ojos entrecerrados, no podía esperar. Él seguía tumbado y su mano agarrada a la mía. El terror pobló todas y cada una de mis células; me incliné sobre él y abrí con brutalidad su camisa, descubriendo uno de los dos orificios de donde manaba ese espeso líquido carmesí en tan grandes cantidades en su costado. La otra bala había ido a parar a su antebrazo derecho. Me escocían los ojos, tanto por las lágrimas que empezaron a brotar como por ese fuerte olor a sangre. Puse mi oído frente a su nariz para captar su respiración y le cogí la muñeca para tomarle el pulso. Ambas cosas eran muy leves.


–No puede ser… No puede ser…Ayuda… Ayudadnos… Ayudadle…–empecé a tartamudear, sin poder alzar la voz aun queriendo, sin poder parpadear, sin dejar de mojar su piel y ropa con mis ya incesables lágrimas, palpándole histérica el pulso, la frente, el pulso otra vez. Estaba ardiendo y sus latidos cada vez eran más imperceptibles. Muchas personas se acercaron a nosotros. Noté como unas manos me levantaban y tiraban de mí, alejándome. –¡Soltadme, soltadme! –grité desesperada, aterrorizada, revolviéndome, mientras otros se acercaban a él y le examinaban del mismo modo que yo hice. En una de mis sacudidas vi que eran Loren y Augus quienes me sujetaban. Quienes habían irrumpido a gritos eran un grupo de policías armados con pistolas. “¿Por qué sus propios compañeros le harían esto…?” –Ha sido…un accidente…–murmuró uno, arrodillándose junto al cuerpo del detective, visiblemente horrorizado. -¡Llamen a una ambulancia!- decían otros. Dediqué todas las fuerzas que me quedaban a llorar y dejé de patalear. Seguramente ya no sirviese para nada, el charco de sangre era ya demasiado extenso. Temblaba descontroladamente, sentía un frío helado en la espalda; miles de pensamientos recorrían mi mente. “¿Qué ha pasado? Hace menos de 20 minutos lo vi sonreir, hace 20 minutos nos encontrábamos perdidos en algún limbo inexplorado, hace 20 minutos estábamos fundidos el uno en el otro. ¿Es este cadáver el mismo apuesto detective que hace una semana quiso pagarme una tila? ¿Es el mismo que tan encandilado me observó en mi actuación? ¿Era él quien hacía menos de una hora me había dicho lo diferente que soy? ¿Por qué ha pasado todo tan rápido? ¿Por qué no he podido siquiera saborear ese atisbo de felicidad! ¿Por qué a mi…? ¿…Por qué a él…?” Me incorporé, tambaleándome, y mis compañeros no me retuvieron. Tenía la visión borrosa, pero pude ver el semblante asustado del cadáver que segundos antes de caer había besado mis labios y volví a llorar. Caí a su lado y desfallecida extraje el clavel de mi cabello revuelto. –Los asesinos…Somos nosotros–. Aplasté la corola de la flor en el interior de mi puño y dejé caer sus pétalos al tiempo que me desmayaba. Iosune Martín, 3º B


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