n ov i e m b r e 2 0 2 1 Todos estamos llamados a participar en el Sínodo del Vaticano La voz de los inmigrantes y refugiados son esenciales en este proceso por Blanca Primm
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l Papa Francisco proclamó un camino sinodal de todo el Pueblo de Dios, que comenzó en octubre de 2021 en cada Iglesia local y culminará en octubre de 2023 en la Asamblea General del Sínodo de los Obispos. A continuación les ofrecemos unas ideas principales sobre el Sínodo que iluminarán nuestro entendimiento para fomentar nuestra participación. Citando el Vademécum o manual para el Sínodo publicado por la Secretaría de los Sínodos de Obispos del Vaticano, “el Papa Francisco está llamando a la Iglesia a redescubrir su naturaleza profundamente sinodal. Este redescubrimiento de las raíces sinodales de la Iglesia implicará un proceso de aprender juntos con humildad, cómo Dios nos llama a ser Iglesia en el tercer milenio. La primera fase del Sínodo en las iglesias locales va de octubre 2021 a abril de 2022 en las Diócesis y Conferencias Episcopales. El tema del Sínodo es “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”. ‘Sínodo’ es una palabra antigua muy venerada por la Tradición de la Iglesia, cuyo significado se asocia con los contenidos más profundos de la Revelación […] indica el camino que recorren juntos los miembros del Pueblo de Dios. Remite por lo tanto al Señor Jesús que se presenta a sí mismo como “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), y al hecho de que los cristianos, sus seguidores, en su origen fueron llamados «los discípulos del camino» (cfr. He 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,14.22). La sinodalidad designa ante todo el estilo pecu-
liar que califica la vida y la misión de la Iglesia expresando su naturaleza, como el caminar juntos y el reunirse en asamblea del Pueblo de Dios convocado por el Señor Jesús en la fuerza del Espíritu Santo para anunciar el Evangelio. Debe expresarse en el modo ordinario de vivir y obrar de la Iglesia Todos estamos llamados, en virtud de nuestro Bautismo, a participar activamente en la vida de la Iglesia. Mientras la Iglesia emprende este viaje sinodal, debemos hacer todo lo posible para arraigarnos en experiencias de auténtica escucha y discernimiento, encaminándonos a convertirnos en la Iglesia que Dios nos llama a ser. La pregunta que nos toca responder es “¿Cómo se realiza hoy este “caminar juntos” en la propia Iglesia particular? ¿Qué pasos nos invita a dar el Espíritu para crecer en nuestro “caminar juntos”? Al convocar este Sínodo, el Papa Francisco invita a todos los bautizados a participar en este Proceso Sinodal que comienza a nivel diocesano. Se debe tener especial cuidado en hacer participar a aquellas personas que corren el riesgo de ser excluidas: las mujeres, las personas con discapacidades, los refugiados, los emigrantes, los ancianos, las personas que viven en la pobreza, los católicos que rara vez o nunca practican su fe, etc. También debemos encontrar aquellos medios creativos para hacer participar a los niños y a los jóvenes. No dejemos pasar la oportunidad de expresar nuestra voz y estemos atentos en nuestras parroquias cuando nos pidan responder a estas preguntas. ■
Días de Vacunación – Kingsport Domingo 20 de noviembre, 1 a 3 p.m. Sábado 11 de diciembre, 1 a 3 p.m.
Apostolado Hispano Católico Blanca Primm, directora Maria Emilia Hermon, asistente administrativa 805 S. Northshore Dr., Knoxville 37919 T 865-637-4769, F 865-584-7538 E-mail: lacosecha@dioknox.org www.dioknox.org, FB: lacosechaDOK
CARTA PASTORAL DEL OBISPO RICHARD F. STIKA
El Pecado y la Recepción Digna de la Santa Eucaristía La Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos se reunirá del 15 al 18 de noviembre para su Asamblea General anual, y votar sobre “El misterio de la Eucaristía en la vida de la Iglesia”. Dada la “creencia y comprensión en declive de la Eucaristía entre los fieles católicos” y la importancia fundamental de una catequesis adecuada sobre la Eucaristía, Obispo Stika desea volver a presentar su carta pastoral sobre “El Pecado y la Recepción Digna de la Santa Eucaristía” que se publicó anteriormente el 8 de agosto de 2021. “Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: ‘Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?’”—Juan 6,60
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uando Jesús enseñaba a sus seguidores sobre la Eucaristía, explicándoles que debían “comer su cuerpo” y “beber su sangre”, muchos respondieron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”. Tristemente, como resultado de esto “muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Juan 6,60; 66). Cristo continúa enseñándonos y santificándonos por medio de su Iglesia, habiéndole conferido su poder y autoridad (cf. Mateo 16:18-19 y 18,18; Juan 20,23). Por lo tanto, cuando discrepamos de alguna de las enseñanzas de la Iglesia, debemos invocar siempre al Espíritu Santo para que nos dé sabiduría y entendimiento, a la hora de hacernos esas preguntas difíciles a nosotros mismos: “¿Está equivocada la Iglesia, o es mi propio entendimiento de lo que enseña la Iglesia lo que está equivocado?” Profeta de Dios en el mundo. Las enseñanzas morales de la Iglesia y consistente enseñanza sobre cómo recibir dignamente la Eucaristía no vienen definidas por la opinión de la mayoría ni están dirigidas por la política. Pero este tipo de acusaciones se remontan hasta la infancia de la Iglesia. El enorme número de mártires que ha habido en la larga historia de la Iglesia da testimonio de la violencia sufrida por ella en su función profética en el mundo. Así, en la proclamación de Santo Tomás Moro como santo patrón de los gobernantes y los políticos, santo que fue martirizado por defender las enseñanzas morales de la Iglesia en contra de la agresión política, el papa San Juan Pablo II enfatizó que “no se puede separar al hombre de Dios, ni a la política de la moralidad”. En perspectiva. El tema del pecado no goza de mucha popularidad, pero la controversia que rodea la recepción digna de la Eucaristía se trata en realidad de una cuestión sobre el pecado y, más específicamente, el pecado mortal. Porque si no comprendemos la verdadera naturaleza del pecado y las serias y graves consecuencias que se producen en el pecador y en el cuerpo colectivo de Cristo, y en nuestra relación con Dios, entonces no comprenderemos la enseñanza de la Iglesia sobre la recepción digna de la Eucaristía. Si la Eucaristía no fuera el cuerpo y la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo,
sino solo un símbolo, no habría necesidad de escribir nada sobre recibirla dignamente. Pero si la Eucaristía es verdaderamente la “Presencia Real” de Cristo, entonces no solo debería ser nuestro mayor gozo recibirlo a Él en la Santa Eucaristía, sino también nuestro mayor deseo el recibirlo dignamente. El bien contra el mal. “La mayor estratagema del demonio”, escribió el poeta francés Charles Baudelaire, “fue convencer al mundo de que él no existe”. Íntimamente conectado a esto está la pérdida del “sentido del pecado”. Pero detrás de cada tentación está “la voz seductora, opuesta a Dios”, de Satanás, quien nunca cesa de tratar de engañarnos y alejarnos de Dios (Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), 391). San Pablo nos advierte: “Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Efesios 6:12). Por una buena razón entonces la Iglesia nos avisa que “ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres” (CIC, 407). Conciencia. La Iglesia es profeta de Dios en el mundo que hace el llamado: “Escuchen ahora lo que dice Yahveh” (Miqueas 6,1). Pero también nos alerta sobre aquellos “que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad” (Isaías 5,20), porque el escándalo de confusión que estos siembran, mientras conducen a los demás a la perdición eterna, exige que la Iglesia se pronuncie. Si nuestra conciencia es un templo sagrado donde el profeta interno de Dios nos habla, entonces debemos estar siempre alerta en contra de la “voz seductora” de Satanás, quien busca sin cesar contaminarla por medio de sus numerosos falsos profetas que se hacen eco de sus mentiras y falsas promesas. Porque nuestra conciencia, aunque sea sagrada, no es infalible en sus juicios en relación a la fe y los valores morales, como sí lo es la Iglesia en sus enseñanzas. Por lo tanto, debemos esforzarnos siempre en “escuchar la voz del Señor” (Salmo 95,7), la cual la Iglesia nos ayuda a escuchar y a formar correctamente nuestra conciencia, como nos alertaba San Juan Pablo II: “Por tanto, no es suficiente decir al hombre: “sigue siempre tu conciencia”. Es necesario añadir enseguida y siempre: “pregúntate si tu conciencia dice verdad o falsedad, y trata de conocer la verdad incansablemente”. Si no se hiciera esta necesaria puntualización, el hombre correría peligro de encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero” (Audiencia General, 17 de agosto 1983) El pecado mortal frente al pecado Carta Pastoral continúa en la página 2
Procedimiento de la Diócesis de Knoxville para reportar casos de abuso sexual Cualquier persona que tenga conocimiento real o que tenga una causa razonable para sospechar de un incidente de abuso sexual debe reportar primero tal información a las autoridades civiles apropiadas, luego a la oficina del Obispo, 865-584-3307 ó a la coordinadora diocesana de asistencia a las víctimas Marla Lenihan al 865-482-1388. Para asistencia en español durante el contacto inicial, favor de comunicarse con Blanca Primm, llamando al 865-862-5743. ■
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venial. Dado esto, la Iglesia distingue entre un pecado que es “mortal” y otro que es “venial” (entre un pecado que es “de muerte” y un pecado que “no es de muerte” (1 Juan 5:16-17). El pecado mortal es el que crucifica a Cristo en nosotros mismos, al ser la muerte de la vida divina y la misericordia sobrenatural que recibimos en el bautismo, la cual es una gracia santificante. El pecado venial, aunque no es de muerte, hiere y obstaculiza nuestro deseo de permitir que la gracia de Dios actúe sobre nosotros; nos distancia, pero no nos separa completamente de Él, como lo hace el pecado mortal. Decir “no” a Dios. Nunca deberíamos considerar el pecado venial, y mucho menos el pecado mortal, algo “sin importancia”, porque todo pecado, como explica San Agustín, es “el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios”. Todo pecado, según su gravedad, es un eco del “Non serviam” que Satanás le dijo a Dios: “No serviré”. Y como “padre de la mentira” (Juan 8,44), quiere que nosotros, de la misma forma en que tentó a Adán y Eva, creamos que tenemos el poder de determinar qué es bueno y qué es malo, en lugar de tenerlo Dios. Pero eso le corresponde a Dios únicamente, y a la Iglesia como “columna y fundamento de la verdad” (1 Timoteo 3,15) que Él fundó para definir lo que es bueno y lo que es malo. Para recibir la piedad de Dios, entonces, no debemos tratar de negar o enmascarar la fealdad del pecado. En su lugar, debemos dejar que la gracia de Dios obre en nosotros, permitiendo que el Espíritu Santo “condene” nuestro corazón por nuestro pecado para que anhelemos reconciliarnos con Él por medio de la preciosa sangre de Jesucristo, quien dio su vida para salvarnos de las sombras del pecado y la muerte. El pecado y la Santa Comunión. Si estamos en “estado de gracia” (es decir en ausencia del pecado mortal) y nos sentimos movidos por esta gracia a expresar algún acto de penitencia con dolor sincero por los pecados veniales, estos nos son perdonados, sin necesidad de hacer una confesión sacramental, que es lo que debemos hacer en estado de pecado mortal. Porque aunque el pecado venial nos mancha, no “disminuye” la gracia santificante que tenemos en nosotros, a diferencia del pecado mortal, el cual la extingue. Por lo tanto, cualquiera que esté en “estado de gracia” puede recibir la Eucaristía sin haberse confesado primero de sus pecados veniales. Sin embargo, nuestra reverencia y amor por Jesús en el Sacratísimo Sacramento debería ser tal que siempre hagamos examen de conciencia y nos esforcemos por hacer un acto de contrición “perfecto” por nuestros pecados veniales, algo que deberíamos hacer a diario. Por este motivo la misa siempre comienza con el Rito Penitencial, y para que nuestra contrición por el pecado sea “perfecta”, nuestro dolor debería ser tal como nos aconseja el buen acto de contrición: “Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy, y me pesa de todo corazón, porque con ellos ofendí a un Dios tan bueno. Propongo firmemente no volver a pecar y confío que por tu infinita misericordia me has de conceder el perdón de mis culpas y me has de llevar a la vida eterna”. Recibir a Jesús en la Santa Comunión sin primero expresar dolor por nuestros pecados es como insultarle, no agradecerle por todo lo que Él sufrió por nosotros en la pasión y en la cruz. (Nota: Aunque no sea necesario ir al sacramento de la reconciliación para que se nos perdonen los pecados veniales, los preceptos de la Iglesia indican que debemos confesarnos al menos una vez al año. Aún así, la confesión mensual es muy recomendable por todas las bendiciones que se reciben en este gran sacramento.) Pecado mortal y confesión. Debido a que la vida divina se ha extinguido en la persona que se encuentra en “estado de pecado mortal”, antes de recibir la Eucaristía, primero debe recibir el “aliento” de la vida divina por medio del sacramento de la reconciliación. Porque de igual forma que una persona que ha fallecido ya no puede recibir alimento corporal, una persona que está muerta espiritualmente tampoco puede participar 2 noviembre 2021
del “pan de vida”. Antes hay que permitir que el médico divino nos “levante” de la tumba espiritual de forma que nos pueda entregar de nuevo a los brazos de nuestra Madre Iglesia como en el día del bautismo (cf. Lucas 7:11-14). Solo entonces se nos puede “dar algo de comer”, lo cual es la Eucaristía. (cf. Marcos 5:35-43). La enseñanza de la Iglesia en cuanto al pecado mortal y la Santa Comunión. La Iglesia siempre ha enseñado que “La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales”, sino que eso es “propio del sacramento de la Reconciliación”. Ya que “lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia” (CIC, 1395). Si esto no está suficientemente claro, el Código de Derecho Canónico establece: “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa (sacerdote) ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental…” (c. 916). No importa, por lo tanto, si uno es político, sacerdote, religioso, o hasta el Papa; nadie que se encuentre en estado de pecado mortal puede recibir la Eucaristía sin haberse reconciliado primero con Dios por medio de la confesión sacramental. Dos parábolas importantes. Para entender mejor la importancia de las razones por las que la Iglesia nos enseña que hay que recibir dignamente la Eucaristía, debemos reflexionar en las parábolas del hijo pródigo (Lucas 15:11-32) y del banquete de bodas (Mateo 22:1-14). La primera revela el camino adecuado para el perdón del pecado mortal y la reconciliación, si es que vamos a ser admitidos de nuevo a la mesa del Padre. La segunda parábola nos enseña el grave sacrilegio de recibir la Eucaristía en estado de pecado mortal sin habernos reconciliado antes con Dios. El pecado mortal y el camino a la reconciliación. La parábola del hijo pródigo nos revela una imagen que encaja con estar en pecado mortal. Nos convertimos en ese hijo que abandona a su padre y el trabajo en el campo del padre. Y las consecuencias de preferir ese “país lejano” a la “casa del padre” y esa “vida de libertinaje” le llevó a la miseria y al hambre de la buena comida que solo su padre tenía. En su pecado mortal, es como si fuera un “zombi”: un muerto andante. El primer paso. El primer paso para el perdón y la reconciliación, como en el caso del hijo pródigo, comienza con darse cuenta del grave daño que el pecado mortal nos hace al separarnos de la “vida” en la casa del padre. Este deseo debe llevarnos al confesionario, el portón por el que hay que pasar para entrar a la casa del Padre, donde rogamos llenos de humildad y verdadera contrición: “Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti”. Restaurada la dignidad en la mesa del padre. El padre, que tanto anhelaba el regreso de su hijo, se llena de gozo al escuchar su humilde confesión y pide que le traigan “el mejor vestido” y se lo pongan “aprisa”. Este es el ropaje de la vida sobrenatural y la salvación con el que nos vistieron inicialmente en el bautismo y el pecado mortal nos despoja de él. El padre también pide un “anillo” para que se lo pongan en la mano, anillo que significa que se le ha restaurado la dignidad de “hijo”, y unas “sandalias” para que se las pongan en los pies, como señal de la gran dignidad de compartir de nuevo el trabajo del padre. La Iglesia define la palabra “liturgia” como “la obra de Dios”, en la cual toma parte el pueblo de Dios, y esto nos ayuda a entender mejor la importancia de las sandalias. Solamente después de que el hijo buscó ser perdonado y reconciliarse, se le invita de nuevo a la mesa del padre, donde puede compartir el banquete. Es importante ir bien vestidos. Aquellos que desestiman la necesidad de la confesión sacramental de los pecados mortales antes de recibir la Eucaristía, deberían meditar mucho la parábola del banquete de bodas (Mateo 22:1-14), ya que definitivamente importa ir bien vestidos. Aunque los pecados veniales manchan el blanco traje de boda con el que fuimos revestidos en el bautismo, el pecado mortal nos desnuda y quema nuestra invitación de bodas. El traje de boda. San Juan Pablo II describió bellamente la Eucaristía
en su carta apostólica “Dignidad y vocación de la mujer” como el “sacramento del Esposo y de la Esposa” (n. 26). Cada uno de nosotros, en virtud de nuestro bautismo, somos la Esposa de Cristo en la Iglesia y estamos revestidos con el traje de boda, vestimenta que debemos mantener “sin mancha ni arruga, sino que sea santa e inmaculada” para el banquete celestial (Efesios 5,27), del cual la misa es un anticipo en el que podemos participar. En la parábola del banquete de bodas, Jesús nos dice que “un rey celebró el banquete de bodas de su hijo”. Durante la celebración real, el rey descubre a alguien que no va vestido de forma apropiada y le pregunta: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?”. Esta es la pregunta que Dios hace a una persona que se acerca a la Eucaristía en estado de pecado mortal. Es tan grave ese sacrilegio que Jesús termina la parábola con el sorprendente juicio del rey: “Átenlo de pies y manos, y échenlo a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Por buen motivo San Pablo nos hace esta fuerte advertencia sobre la recepción digna de la Eucaristía: Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos. Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:27-32). El escándalo. El pecado es algo horrible en cuanto a lo que ocasiona en el pecador, en los demás, y en nuestra relación con Dios y nuestra eterna salvación. Pero vivimos en una sociedad que se burla de las enseñanzas morales de la Iglesia y nos tienta a creer, como hizo Satanás en el Jardín del Edén, que “de ninguna manera moriremos” (Génesis 3,4). Tristemente, aquellos que hacen eco de las palabras “seductoras” de Satanás, en virtud de su prominencia pública, nos escandalizan. La Iglesia define el escándalo como “la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal” (CIC, 2284). Como el escándalo “puede ser provocado por leyes o instituciones”, aquellos a quienes se les ha conferido poderes legislativos o judiciales deben ejercer sus responsabilidades con sumo cuidado. Al no existir nada en la vida humana que produzca mayor destrucción que el genocidio del aborto, con más de 19,000 bebés no nacidos que son sacrificados cada semana en nuestro país solamente, aquellos que en su capacidad pública “persisten obstinadamente” en apoyar esta “cultura de la muerte” al trabajar en la legislación, financiamiento, protección o promoción de este, no pueden ser admitidos a la Santa Comunión, por ser tan grave el escándalo de sus esfuerzos públicos. El único camino para recibir la Eucaristía es por medio del sacramento de la reconciliación con un acto perfecto de contrición y la renuncia pública a este pecado tan horroroso. Convertir la Eucaristía en un arma. Pero aquellos que acusan a la Iglesia de “convertir la Eucaristía en un arma” en verdad quieren que se consagren sus creencias personales y políticas por encima de la Verdad que Cristo confió a Su Iglesia para su enseñanza y su defensa. Como advierte San Juan Pablo II: “En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustituto de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad” (Evangelio de la Vida, 70). La Iglesia no desea “que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión” (2 Pedro 3,9). Papa Francisco. En 2007, el cardenal Bergoglio (más tarde sería el papa Francisco) participó en la Quinta Conferencia General de los Obispos de Latinoamérica y el Caribe. Fue elegido por sus hermanos obispos para dirigir el comité que preparó el documento final de la conferencia, el cual, entre otros muchos temas, abordó el escándalo y la recepción de la Santa Eucaristía. “Esperamos que los legisladores, gobernantes y profesionales de la
Diócesis de Knoxville Viviendo nuestra fe Católica Romana en el Este de Tennessee
salud, conscientes de la dignidad de la vida humana y del arraigo de la familia en nuestros pueblos, la defiendan y protejan de los crímenes abominables del aborto y de la eutanasia; esta es su responsabilidad. Por ello, ante leyes y disposiciones gubernamentales que son injustas a la luz de la fe y la razón, se debe favorecer la objeción de conciencia. Debemos atenernos a la “coherencia eucarística”, es decir, ser conscientes de que no pueden recibir la sagrada comunión y al mismo tiempo actuar con hechos o palabras contra los mandamientos, en particular cuando se propician el aborto, la eutanasia y otros delitos graves contra la vida y la familia. Esta responsabilidad pesa de manera particular sobre los legisladores, gobernantes y los profesionales de la salud” (n. 436) El “Pan” de los pecadores. La Iglesia es una Iglesia de pecadores, y la Eucaristía, como expresó el papa Francisco en su reflexión del Ángelus del 6 de junio de 2021, es “Pan de los pecadores” que “nos sana porque nos une a Jesús”. Esto es absolutamente cierto: la infusión de gracia de recibir a Jesús en la Eucaristía limpia el pecado venial pero la recepción apropiada de la Eucaristía para aquellos en estado de pecado mortal debe ser a través del sacramento de la reconciliación. Así, si se entiende adecuadamente, la Iglesia no está reteniendo la Eucaristía, sino que estipula que simplemente no se puede recibir la Santa Comunión en estado de pecado mortal hasta que este pecado grave se haya confesado sacramentalmente como es debido, para poder recibir el Santísimo Sacramento sin profanarlo. La Iglesia debe pronunciarse. Como afirma San Juan Pablo II en su carta encíclica Sobre la Eucaristía y su Relación con la Iglesia, la Iglesia es responsable especialmente de aquellos que escandalosamente rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre recibir dignamente la Eucaristía: “El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”. (n. 37) CONCLUSIÓN. Si la Iglesia se pronuncia, como también debo hacerlo yo como pastor de esta diócesis, lo hace para despertar la conciencia de aquellos que están muertos espiritualmente en su pecado grave y llamarlos al arrepentimiento. Es para llamar a aquellos que siguen obstinados en su pecado grave y a los que se han convertido en falsos profetas que conducen a otros a los grandes males y a perder la salvación eterna. La verdad puede ser ignorada, ¿pero a qué precio? Todos somos pecadores y necesitamos la piedad y sanación que Dios nunca nos prohíbe, a menos, como avisaron los profetas, que sigamos siendo “duros de corazón”. Así, si escogemos ignorar la seriedad del pecado mortal y la necesidad de la confesión sacramental antes de recibir a Cristo en la Eucaristía, retumbarán las mismas palabras trágicas y terribles que Jesús le dijo a Judas en el Huerto de Getsemaní: “Amigo, ¡a lo que estás aquí!” (Mateo 26,50). Tal es el sacrilegio que cometemos. Ojalá que en su lugar escuchemos, al prepararnos para recibir con dignidad a nuestro Señor y esposo en la Santísima Eucaristía: “Dichosos los que laven sus vestiduras, así podrán disponer del árbol de la Vida y entrarán por las puertas en la Ciudad” (Apocalipsis 22,14) Mi intención al ofrecer esta carta pastoral va más allá de despertar la conciencia, ya que trata de animar a todos a perseverar en la santidad por medio de la misericordia del amor de Dios. Porque solo aquellos que estén en estado de gracia y se alimenten con el pan de vida pueden ser el rostro, las manos y el corazón de Jesús para los demás. Más que nunca, el mundo necesita santos. ■ lacosechadok.com