Las razones de mi hambre

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Las razones de mi hambre Paulina Gallardo Weinstein Edición y diseño: equipo Edebé Chile © Paulina Gallardo Weinstein © 2019 Editorial Don Bosco S.A. Registro de Propiedad Intelectual: A-1465 I.S.B.N.: 978-956-18-1191-1 Editorial Don Bosco S.A. General Bulnes 35, Santiago de Chile www.edebe.cl docentes@edebe.cl Primera edición, agosto 2020

Obra ganadora Beca de Creación Literatura Juvenil Fondo Nacional del Libro y la Lectura, 2018 Impreso en A Impresores S.A. Av. Gladys Marín 6920, Estación Central Santiago de Chile

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.


Paulina Gallardo Weinstein


A mi mamĂĄ

I’m taking a ride With my best friend I hope he never lets me down again Depeche Mode Never Let Me Down Again



Índice

Cero 9 No tendría que haber salido

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De nuevo donde no quiero estar

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Experta en echar de menos

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Parecía una buena idea

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Final 132



Siempre soñé con este día

S

iempre soñé con este día y hoy, que estoy de pie escuchando los nombres de mis compañeros al pasar, no me siento feliz. Oigo los cuchicheos a mis espaldas, siento sus miradas, pesadas, desagradables, obligándome a encorvar los hombros, mientras Felipe Silva, alumno modelo de la generación 2006, da un discursos donde todo es amor, todo es amistad, un futuro mejor que se acerca para bendecirnos a nosotros, alumnos modelos del exclusivo colegio L’École Tournesol. A mi derecha, Camelia Contreras sonríe como la muñeca perfecta que es, abrazando sus diplomas de mejor compañera, mejor promedio y destacada en ciencias. A mi izquierda, al final de un pasillo mal alfombrado, unos padres aplauden orgullosos las palabras del Felipe, quien ya no puede más de emoción por tener la posibilidad de aburrirnos a todos por última vez con sus discursos de 9


presidente de curso. A lo lejos, un cóctel nos espera y se enfría. Los cuchicheos siguen, menos disimulados. Escucho el nombre de Abel y las palabras ya no pesan como rocas, sino que se transforman en yunques y me hunden por completo. Miro hacia atrás, mis brazos están desocupados, así tengo la libertad de movimiento suficiente para girar mi cuerpo y encontrarme con su figura escondida entre la muchedumbre. Está sin uniforme, lógico, porque ya no va en nuestro curso. Tiene en el rostro una expresión dura, las cejas, siempre negras y desordenadas, juntas en el entrecejo, la boca fruncida. Me está mirando y en sus ojos negros no distingo nada familiar, nada en lo absoluto. Me doy vuelta rápido y sé que estoy roja. La Camelia murmura por lo bajo, pegándose a mi oído y calentándome la oreja con su voz, relájate Blanca, no pesques. Hiciste lo que todos hubieran hecho. Yo no estoy muy segura, porque si lo hubiera hecho bien Abel no habría sido expulsado y la mitad del curso me seguiría hablando. Respiro y trato de ponerle atención a las palabras finales de Felipe, pero me arrepiento cuando empieza a decir que el curso seguirá unido, aunque no todos se gradúen hoy con nosotros, todos son parte del enorme corazón que es el Cuarto Medio A. Voy cayendo, cada vez más al fondo, me siento como un tumor negro y redondo, infectando cada latido del curso. Todos aplauden con fuerza. Yo no tanto, pese a que soy de las pocas personas que tiene las manos 10


libres de diplomas y medallas, recuerdos de un paso glorioso por la enseñanza media. Felipe se baja orgulloso y mientras la directora nos despide con emoción, entran los meseros y su preciada carga: la comida. La gente empieza a dispersarse, dejando a madame Helena hablando sola sobre el escenario, y buscan a sus seres queridos, atacan los tapaditos ave palta, los mini croissants jamón queso, se hartan de copas de champaña, juguitos de frambuesa, postrecitos miniatura. Y yo. Yo me debato entre ir a buscar a mi mamá y a mi hermana Diana, y hacer eso mismo o esconderme en el baño y tratar de escaparme de todos. Tantos años esperando el final, el día en que podría decirle chao para siempre a este maldito lugar y en vez de saborearlo tengo un gusto podrido en la boca. A mi alrededor, distintos grupos de compañeros se ríen, conversan y lloran junto a sus parientes, a profesores, a personas en este momento de esperanza, de alegría. Yo quiero a mi mamá y no la encuentro, escucho a lo lejos el llanto inconfundible de alguno de mis sobrinos y camino en zigzag, buscando alguna cara más amable. Pero me siento perdida, confundida. Sigo la alfombra roja hasta llegar a la salida del colegio, al estacionamiento. A lo lejos veo la espalda delgada de Abel, su pelo pajoso, sus converse rotas alejarse por el pavimento.

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No tendría que haber salido

M

i nombre es Blanca y tengo 18 años. Estamos en marzo. Algunas noches imagino que voy corriendo por una playa vacía, hace calor y sudo, por eso corro hacia el mar, sin parar, sin detenerme, hasta que el mar me engulle por completo, pero justo en el momento final, el dolor –en mi piel, en mis pulmones, en mi rostro– me da tanto miedo que doy un paso hacia atrás. Además, no tengo ninguna razón real para querer morir porque, si hablamos con honestidad, no saber qué hacer con mi vida, ni mi cuerpo, ni yo mi misma, no da la energía suficiente como para saltar de un puente o ahogarse en el océano. Salí el año pasado de cuarto medio de un colegio de bien, con mensualidades equivalentes a tres sueldos mínimos y que, por lo menos, alberga entre sus alumnos uno o dos hijos de políticos de izquierda 13


por curso. Pituco y arribista, como todos los que estudiamos ahí. Nadie sabe bien cómo logré graduarme. Ni siquiera yo. Creo que mi ventaja fueron los profesores de lenguaje e historia, que algo vieron en mis pruebas y las corregían con los ojos cerrados, poniéndole mejores notas de las que me merecía, compensando así los rojos que desangraban mi promedio de las otras asignaturas. También influyó que mi mejor amiga del colegio fuera la mujer perfecta, matea maravilla del curso, tan buena, tan dulce, tan pura que nadie nunca sospechaba que entre sus dedos de uñas inmaculadas pasaban papelitos con respuestas a todas las pruebas directo a mis cutículas eternamente masticadas. Tuve todo un verano para prepararme psicológicamente para el momento de no tenerla junto a mí a la hora de entrar a la UDP en mi primer día de universidad. Y aquí estoy, temblando como un flan, dejando que pasen junto a mí la tropa de adolescentes híper estimulados, esperando para empezar una carrera que aun no entiendo muy bien por qué escogí. La publicidad nunca fue algo que llamara mi atención, pero, la verdad, no había nada que llamara mi atención a la hora de escoger una carrera. La Camelia desde que nació sabía que quería estudiar derecho en la Chile. Yo creo que nunca he sabido nada con mucha certeza por lo que, con mis resultados –no tan satisfactorios pero sí bastante esperables– de la PSU en las manos, tuve que escoger entre las pocas opciones que se abrían frente a mí. 14


Así es como ahora avanzo por la enorme escalera que me lleva a un patio interior del colosal bloque de concreto estudiantil que albergará mi educación, espero, los próximos cuatro años. No reconozco ninguna cara, no les seguí el paso a mis compañeros de curso, la verdad, y no sé si me alegra o me da pena no ver ningún rostro familiar entre los miles que se apelotonan expectantes, esperando algo, alguien, cualquier cosa, que nos dé una dirección. Una vieja costumbre escolar difícil de perder. No somos decepcionados y un decano o rector o viejo pasado a artista al peo con aires de grandeza, nos da la bienvenida a la casa del conocimiento y nos hace saber lo importantes que somos para el futuro del país y otra serie de estupideces que nadie cree, o espero que nadie crea porque, realmente, ¿alguien es tan tonto como para pensar que Chile necesita una tropa de trescientos periodistas y doscientos publicistas más? Necesidad de primera línea nacional por supuesto. Pero como no tengo nada mejor que hacer, espero junto al resto de la manada a que termine el discurso, sintiendo como el calor de marzo se hace presente con más fuerza y, cuando somos liberados para ir a nuestra primera clase, la mitad del futuro de Chile, en vez de subir rumbo a las salas de clase, se va codo a codo hacia la salida, rumbo a los legendarios bares de Gorbea. Yo decido subir porque no conozco a nadie y entre irme a mi casa e ir a clases, bueno, ya estoy aquí. Miro el papel arrugado entre mis manos y reviso el número y el piso de la sala. 15


Taller de Proceso Creativo. ¿Es la creatividad algo que se puede enseñar? Si es así, espero tener algo de pasta en mí para no dar bote durante toda la clase; si es algo innato, estoy completamente frita. No soy capaz de dibujar ni siquiera un mono de palito. Quizás debería haber revisado algo la malla antes de decir «sí, sí, publicidad», cuando mi mamá me trajo a rastras y me preguntó qué quería estudiar. Estábamos las dos solas cuando vimos el puntaje de la PSU y ella, entre paciente y paciente, me subió al auto y partimos a la U: Porque todas las buenas carreras se llenan altiro en las universidades privadas, si los que no les alcanza el puntaje tienen que apurarse para no quedar en cualquier cosa, me decía y yo iba con la cabeza en blanco, porque aún no digería ni siquiera los cereales del desayuno. Cuando entré a la sala de clases hice un rápido barrido visual entre mis compañeros para saber dónde sentarme. Finalmente me dejé caer junto a una chica que tenía un estuche de lápices igual al mío. Le sonreí tratando de romper el hielo, cuando entró el profesor. 

La creatividad, en resumen, es algo que no se puede enseñar. El profesor intentó convencernos de lo contrario con palabras grandilocuentes y nombrando diferentes teorías y libros que abrirían nuestras mentes a nuevos universos y yo todo el rato pensaba en que 16


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