Cazadores

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EDELVIVES

c o l e c c i 贸 n

a l a n d a r

Cazadores Franco Vaccarini





Cazadores Franco Vaccarini


Responsable editorial Literatura Infantil y Juvenil:

Natalia Méndez Diseño de la colección:

Manuel Estrada Corrección:

José Sainz Diagramación:

Luciano Andújar Fotografía de cubierta:

Shuterstock/Aleksei Sarkisov

1a edición, octubre 2015 © Del texto: Franco Vaccarini © De esta edición: Edelvives, 2015 Av. Callao 224, 2º piso (C1022AAP) Buenos Aires, Argentina ISBN: 978-987-642-377-9 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723. Este libro se terminó de imprimir en octubre de 2015, en Artes Gráficas Integradas, Buenos Aires, Argentina. Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

FICHA PARA BIBLIOTECAS Vaccarini, Franco Cazadores / Franco Vaccarini. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Edelvives, 2015. 128 p.; 21,5 x 13 cm. - (Alandar; 27) ISBN 978-987-642-377-9 1. Novela. I. Título. CDD A863


A mi amigo Eduardo PetralĂ­a. A los cazadores arrepentidos.



1 UNA HAMACA PARA EL SEÑOR ADA

Desperté con el corazón sobresaltado por un sueño opresivo en el cual todo era oscuridad. Enseguida el dolor en la nuca y las costillas me recordó la paliza que había recibido antes de la cena. Aun con malos sueños y dolores, mi ánimo era alegre. El cuarto estaba inundado de luz: amanecía. Sonó el celular. Tan temprano solo podía ser el señor Ada, mi jefe en el semanario Siete Ojos. —Pichón, ¿todo bien? La nota es una joyita. Te felicito. Tengo que pedirte un favor… ¿me comprás una hamaca? —¿Una hamaca, Hada? ¿Qué tipo de hamaca? —Paraguaya, Pichón. ¿O no estás en Paraguay? —De acuerdo. Me ocupo. Cortamos. Era el jefe. Me decía “Pichón”, ignorando mi nombre verdadero: Rafael. Rafael Riviere. Mi módica venganza era invisible e inaudible. Como su

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nombre era Adalberto y a él le encantaba que lo llamaran por el diminutivo “Ada”, todo el mundo estaba diciéndole señor Ada de acá, señor Ada de allá. Pero yo lo llamaba Hada. Era mi burla secreta, carente de riesgos. El crimen perfecto. Me acerqué a la ventana, corrí las pálidas cortinas de gasa y no pude más que deslumbrarme por el paisaje. Vi el río y los barcos grises que avanzaban lentamente; desde aquel mirador que era el sexto piso del hotel el mundo era verde, era agua y cielo y me inspiraba un entusiasmo juvenil. Eufórico, mis pensamientos me dictaron un “¡Viva Asunción, viva Paraguay!”. Mi estómago me rogaba que bajara a desayunar, pero seguía inmóvil junto a la ventana. Bastó con pisar esa tierra roja para darme cuenta de que yo no sabía una cosa de mí: que admiraba Paraguay. Y además me sentía feliz. Feliz de haber tomado un avión y tener ahora la posibilidad de un desayuno pantagruélico, como un chico en su día de cumpleaños. Feliz porque un viaje es siempre un regalo y el hotel era la casa de mazapán del bosque y no había ninguna bruja mala alrededor. Feliz porque mi aburrimiento no había sacado boleto, se había quedado dormido en mi departamento de Palermo y yo me dedicaba a la rutina del asombro y el descubrimiento de una ciudad desconocida. Feliz pero, ay, la cabeza dolía, las costillas dolían.

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2 LA LIBRERA Y EL ESPOSO

El día anterior había terminado mi crónica sobre la Feria del Libro, realizada en la Estación Central del Ferrocarril; había paseado por los stands abarrotados de novedades; había conversado con personas amables y sencillas, había hecho una entrevista a la dueña de la librería Faustina, la más grande de la ciudad, y me había sentido bienvenido por ella y su esposo. Ella, Elda, era una mujer esbelta, de puños pequeños, los labios finos color manzana, las orejas erguidas y al descubierto gracias a un peinado de pájaro loco que le sentaba de lo más gracioso: pelos parados con gel y algunos reflejos dorados. Estaba orgullosa de su librería, del rincón donde una narradora contaba historias a los pequeños lectores. “Mañana serán ellos quienes comprarán libros”, decía Elda. La librería atraía escritores en sus amplios espacios, en el jardín con mesas y sillas, en los sillones para sentarse a

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leer como en un living. “Es un centro magnético para todo el que gusta de la lectura”, afirmaba con placer. “Somos impulsores de la Feria del Libro, queremos que algún día se convierta en un acontecimiento de multitudes, como la de Buenos Aires”. Al fondo de la estación se exhibía una locomotora negra como el carbón, pionera en las vías del siglo XIX: el gentío y sobre todo los niños hacían fila para sacarse una foto junto a la máquina histórica y así coronar la visita. Era una máquina similar a La Porteña, una reliquia que inauguró los primeros caminos de fierro argentinos y que tuvo el singular destino de convertirse en el “tren de los muertos” en abril de 1871. Entonces la epidemia de fiebre amarilla había convertido a Buenos Aires en una inmensa necrópolis y el pequeño Cementerio del Sud ostentaba un triste cartel con la leyenda “Este cementerio no recibe más cadáveres”. Aquella leyenda, que leí en un libro de historia, despertaba en mí un abominable humor negro. Por mi parte, si a la hora fijada no consigo mi lugar en el cementerio, que bien ganado lo tendré, reviviré para quejarme ante la autoridad que corresponda. Todo lo que un muerto decente pide es un buen agujero para descansar en paz. Despaché vía internet mi trabajo para el semanario porteño Siete Ojos, mis crónicas asunceñas, mi deslumbramiento por este país que respiraba una

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discreta alegría, y luego me dejé agasajar por Elda y Nicolás, su esposo, que se habían empeñado en oficiar de anfitriones y antes de la cena me mostraron algunos puntos clave de la ciudad como el Panteón de los Héroes y el majestuoso Palacio de los López, la sede del gobierno nacional. Nicolás conducía con pericia un Mercedes Benz gris. —Ahora lo llevaremos a cenar a un lindo restaurante, pero antes debo pasar un momento nomás por mi empresa —me dijo en tono de disculpa. Detuvo el auto en una calle bien iluminada y me invitó a bajar. Y aunque me avergüence el lugar común, un temor supersticioso se apoderó de mí al ver de qué se trataba aquella empresa.

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3 EL HOMBRE DEL COHETE

La empresa de mi anfitrión era una funeraria. —Esto antes era una hermosa quinta. Como verá, hay un parque y a la piscina la transformamos en una fuente, más acorde para los eventos que aquí se desarrollan —dijo Nicolás. En una dependencia separada de la casa, hacia la mitad del parque, había luces y movimiento de gente. Se estaba oficiando un velatorio —es decir, un “evento”. —Somos conocidos de la familia, nos acercaremos un momento a saludar y confirmo que todo esté funcionando como un reloj, aguarde aquí, por favor —me dijo Nicolás. El matrimonio tomó un senderito de lajas y yo me quedé solo en la casa principal, donde había otras dos salas velatorias, sin ningún pasajero en tránsito. Qué pareja tan extraña. Ella abarca el mundo de los

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libros y los lectores; él, el mundo de los muertos y sus deudos. Me dije que eran dos actividades que estaban en las antípodas y la vez las emparentaba un detalle crucial. No hay un acto más voluntario que la lectura, ni otro más involuntario que la muerte. Sin embargo, tengo amigos que ya no están en este mundo, que nunca he conocido en su forma física, que vivieron en países lejanos en épocas remotas, pero leo sus libros y los admiro y mi vida sería menos vida sin ellos y ese es el legado de los muertos, que, de modos misteriosos, nos donan vida a través de los libros. La mayoría de los escritores que admiro están muertos. Y debo suponer que todos los clientes de Nicolás comparten esa condición: he ahí el detalle que hace que librerías y cementerios estén emparentadas. Por hábito profesional presté atención al mobiliario: el ataúd, las sillas, hasta el aire mismo —allí no volaba ni una mosca— predisponían a la quietud, al gesto sobrio, a la solemnidad. Comprobé que las dos salas eran idénticas. Deduje que la tercera sala, la del parque, rodeada de altos árboles, daría una mayor intimidad y cierto lujo recatado a parientes y amigos. Abrí una puerta que estaba sin llave y encontré unos cuantos cajones apilados, visibles por la luz opaca de una lámpara: era un depósito. Entre, palpé la madera, sentí una suave repulsión, levanté una tapa, comprobé el fondo acolchado, las manijas, pasé mi índice a través de una abertura circular, de adentro hacia afuera, y asocié las aberturas con los respiraderos, de esos que hay en las cajas para llevar mascotas.

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Ay de los muertos. Ay de mi humor que no me salva, o que apenas me salva; ay de mi candor pueril. Porto en mi cara el orgullo de ser un hombre vivo, cierto complejo de superioridad sobre cualquier cadáver que me obliga a recaer en los mismos chistes y todo, ay, porque sé que la muerte me pisa los talones. Amo mi pasado porque es mi fuente de eternidad y de juventud. Si todavía estoy aquí es porque el pasado no acabó conmigo. Hasta el hombre que tuvo la vida más miserable del mundo es capaz de decir: “Antes se vivía mejor”. “Antes sí que había buena educación”. “Antes se leía mucho más”. Por supuesto que son todas falsedades. Ahora se vive más y mejor que antes, la educación es más democrática —empezando por internet— y nunca hubo tantos libros al alcance de las masas alfabetizadas. “Yo era joven y hermoso”. He ahí la clave. Por eso caemos en el error de confundirlo todo. Nunca fue mejor el pasado. Pasa que apenas soportamos estar vivos. Había un aroma inextricable, un regusto anticipado a flores viejas y gotas de perfume secas sobre la alfombra. O tal vez solo imaginaba cosas. Cerré la puerta, avergonzado por mi osadía. ¿Qué dirían mis anfitriones si me vieran curioseando? Volví a mirar los cajones de las otras salas, con esa fascinación infantil de los que, por gracia y fortuna, aún no hemos sufrido pérdidas irreparables. Algo me había llamado la atención. Estos cajones no tenían ninguna abertura por donde pudiera yo pasar

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mi índice. Había dado por supuesto que todos los cajones correspondían a un modelo único. Volví al depósito: había dos cajones con una media docena de pequeños agujeros y el resto eran normales. ¿Quién podría necesitar respirar en un cajón de muerto? En todo caso, nadie por su propia voluntad se metería en uno de ellos estando vivo. Sorprendido por el detalle, pero impedido de consultar al respecto —ya que nada justificaba mi intrusión en el depósito—, iba a abandonar la sala cuando sentí un caño duro apoyado en mis costillas: —Quieto o te meto un cohetazo.

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