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Ombe no mentía. Literalmente, estamos volando. No hay semáforos, ni carteles; solo las luces de la ciu dad, que se confunden en una gran estela luminosa. Y el rugido del motor. Me agarro a ella con fuerza, pasando los brazos alre dedor de su cintura. No puedo evitar aspirar su olor junto al cuello. No es perfume, sino su fragancia natural. Una mezcla de musgo y hierba quemada, de piedra calentada al sol y agua de río. Es una delicia. Mi corazón late a toda prisa y me obligo a mantener la calma. Antes, cuando la he llamado «hermana», me ha salido de forma natural. Se me ha venido a la mente como una iluminación. Me pareció el término más adecuado, el más justo para describir lo que siento en lo más profundo de mí desde esta noche. ¿O desde siempre? —¡Es la mejor Navidad de toda mi vida! —le grito junto al casco. 5
La asociación
—¿Qué? ¡No te oigo! —responde, inclinando la cabeza. —¡Nada, nada! Y para mí, solo para mí, canto a voz en grito la canción de The Doors, que desaparece en la noche, llevada por el viento de la carrera: «Take a long holiday Let your children play If ya give this man a ride Sweet Family will die Killer on the road, yeah…».
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Oscuridad. Oscuridad y silencio. «Bip». Estoy tumbado boca arriba, con los brazos en cruz y la mirada perdida en las tinieblas. No puedo moverme. Estoy de espaldas y noto que algo me oprime, algo pesa do, espeso, negro. Como el alquitrán. Me cuesta respirar. «Bip». He tenido esta pesadilla muchas veces. Es de noche. Estoy huyendo de unos monstruos y me caigo a un es tanque. El fango me arrastra hasta el fondo. Pido socorro; los pulmones se me llenan de agua. Me ahogo. Me incor poro en la cama y grito. «Bip». Solo que ahora no logro abrir la boca. «Bip». ¿Dónde estoy? Ni idea. ¿Estoy muerto? No. La muerte es la ausencia total de sensaciones. De percepción. De con ciencia. Y yo siento dolor. Bueno, eso creo. Ergo, pienso, 7
La asociación
puesto que me pregunto si estoy muerto… La muerte… El lugar donde no existen las palabras. «Bip». Un zumbido. «Bip». Me parece oír un zumbido. Como una abeja que estuvie ra agitando las alas junto al oído, solo que lejos, muy lejos. «Bip, bip». Un hormigueo. «Bip, bip». En los dedos. «Bip, bip, bip». No, encima de los dedos, como si mi mano, inerte, sirviera de zócalo para la construcción de un hormiguero. «Bip, bip, bip». Ya comprendo. Estoy a cien pies bajo tierra. El peso que me oprime el pecho es el barro, el fango que me han echado encima. El ruido que llega a mis oídos es el del avance imparable de un ejército de gusanos, y la sensación de quemazón en los dedos es su vanguardia probando la mercancía. Me han enterrado vivo. Me han enterrado vivo… ¡Me han enterrado vivo! «Biiiiiiiiiiiiip». —¡Jasper! Mis ojos parpadean con pesadez. Una intensa claridad me alcanza y me hiere. —¡La luz! ¡Bajad la luz, por Dios! Conozco esa voz.
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El lugar donde no existen las palabras
Vuelve la penumbra. Me calmo. Consigo ladear lige ramente la cabeza y entreabrir los ojos. Quiero mirarme la mano, roída por los gusanos. Mordida por las hormigas. No son hormigas, sino otra mano que sujeta la mía. Una mano seca que se ha apoderado de mis dedos y les aplica un suave masaje. —¿Jasper? También conozco esa voz. Hago un esfuerzo colosal para levantar la cabeza y mi rar a mi alrededor. Alguien me recuesta en la almohada con cuidado. Estoy en una cama. Una cama blanca. Alrededor todo es blanco. Una perilla se balancea con desgana sobre mi cabeza. Varios aparatos parpadean. Tengo una aguja clavada en el brazo. Estoy en una habitación de hospital. —No hables, ahorra fuerzas —me dice la primera voz, una voz masculina, cálida y ligeramente temblorosa. —Vienes de lejos —añade la segunda voz, dulce y feme nina, en la que se percibe un tono de alivio—. De muy lejos. —Menudo susto nos has metido en el cuerpo, chaval —dice la tercera voz, cavernosa. —¿Ro… se? —consigo articular—. ¿Wa… Walter? ¿Es… Esfinge? Noto como si me hubieran frotado la lengua con un estropajo y una colonia de puercoespines hubiera decidido hacer guarida en mi garganta. Toso. Walter acerca un vaso
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La asociación
de agua a mis labios, mientras la Esfinge me sujeta la ca beza como a un niño. Mi cerebro comienza a despertarse. Despacio, muy despacio. Walter es un hombrecillo pequeño, panzudo y calvo que no para de sudar. Es el director de la Asociación. La Asociación es la organización para la que trabajo. Rose —mademoiselle Rose— es la secretaria de la Aso ciación. Es alta y flaca, y lleva un moño y gafas. Es a ella a quien le presento mis informes, porque soy agente de la Asociación, agente en prácticas… La Esfinge es el armero. El maestro de espadas y po ciones. Y en otra vida fue gladiador, seguro. Si se ha dig nado a salir de su gruta y alejarse de sus mariposas, es que el fin del mundo está cerca. La cabeza me va a explotar. —¿Qué… ha pasado? ¿Qué… qué ha… hago aquí? —sigo diciendo, con gran dificultad. —Has tenido un accidente —responde Walter, tras un breve intercambio de miradas con la Esfinge y mademoiselle Rose. Cierro los ojos. Estoy en el hospital porque he tenido un accidente. Suena lógico. Ahora solo queda recordar cómo he tenido ese acci dente. ¿Un coche? ¿Me habrá atropellado un coche? No.
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El lugar donde no existen las palabras
¿Un camión? Tampoco. A lo mejor me caí del escúter… No. Estará aparcado en los almacenes, en los muelles del Sena; aún no he ido a recogerlo. ¡Una moto! Ya me acuerdo, iba en moto. Y no conducía yo. No conducía yo… Vuelvo a abrir los ojos y busco a mi alrededor. Una cama. Otra cama. Dejo caer la cabeza sobre la almohada. No hay compañero de habitación. —¿Ombe? —pregunto con la voz rota—. Iba en la moto… —Tranquilo, chico —interviene la Esfinge. En sus ojos azul claro leo una tristeza infinita. —Tienes que descansar, Jasper —añade Walter, evi tando mi mirada, mientras mademoiselle Rose me aprieta la mano con más fuerza. —Walter… —murmuro, mientras noto cómo unos incontenibles sollozos me suben por el pecho—. ¿Dónde está Ombe? No oigo lo que me dicen. ¿Qué han contestado Wal ter, la Esfinge o mademoiselle Rose? Da lo mismo. Sé la respuesta. Como el cuchillo afilado que corta un tejido. Como el rayo que ilumina de repente un paisaje sumi do en la noche.
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La asociación
La conozco. Todo vuelve a mi memoria. Me desborda. Iba en la moto, detrás de Ombe, y circulábamos por las calles desiertas. Yo cantaba. Estaba feliz. Y luego un hombre surgió de un callejón, delante de nosotros. Ombe frenó para evitarlo. El tipo ni se inmutó. Sacó un arma del abrigo y dis paró. No eran balas. Era algo peor que balas. Un rayo de llamas frías alcanzó a Ombe de frente. Ombe gritó. Gritó. Yo también grité porque una parte de la terrible cen tella, una parte muy pequeña, me rozó. Pero fue Ombe quien recibió el disparo de lleno. La moto se tambaleó. Avanzó así un largo trecho, inter minablemente, y acabó el recorrido estampándose contra el escaparate de una tienda, que al estallar hizo saltar una alarma. Me quedé tumbado de espaldas, con los brazos en cruz y la mirada perdida en el cielo, que se oscurecía a toda prisa. Perdí el conocimiento… —¡Nooooooooo! —grito, incorporándome en la cama—. ¡Nooooooooo! —¡Enfermera! —grita Walter. Hay furia en su voz. Rabia. Sigo gritando. Y llorando.
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El lugar donde no existen las palabras
Me ahogo en un mar de lágrimas. Los esfuerzos de mademoiselle Rose por calmarme son inútiles. Incluso a la Esfinge le cuesta impedir que me levante. Por fin llega la enfermera. Me inyectan algo. Poco a poco, mi respiración se sosiega. Walter, Rose, la Esfinge, la enfermera, el cuentagotas, las luces de los aparatos… todo se nubla y se difumina. Me parece percibir un lejano olor a musgo y hierba quemada, a piedra caliente y agua fresca. Después, me hundo en la almohada. Arrastrado por el fango, hasta el fondo. «Bip». Oscuridad. «Bip». Oscuridad y silencio.
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