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EDELVIVES
A L A
D E LTA
テ》icus
y el pastelero decapitado Miguel Cordero Bellas Ilustraciones
Mikel Valverde
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1 Áticus y Fernando, matemáticos del reino
Áticus es pequeño, peludo, suave. No, querido lector, Áticus no es un burro. Es un alumno del colegio Cumbres Borrascosas. Y no es pequeño. Su verdadero nombre es Israel, pero casi todos le llaman Áticus. Para su madre es peludo porque lleva el pelo algo largo. Para su abuela debe ser suave, porque siempre le quiere acariciar los mofletes. Para doña Leticia, su maestra, es un burro porque no se le dan nada bien las matemáticas, que poco o nada tienen que ver con los pobres burros. 7
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La imaginación de doña Leticia o la Leti, como es llamada cariñosamente por sus alum nos, es tan vasta como la estepa rusa y casi tan rica como las natillas. Un ejemplo de lo riquísima que es tuvo lugar una fría aunque soleada mañana de hace unas semanas. La Leti esgrimía con pericia una larga y ame nazadora tiza blanca que volaba sobre las cabe zas de los estudiantes como una gran mosca angelical. Era cuestión de tiempo. Todos sabían de sobra que las moscas, tarde o temprano, de tienen su volar. Y si no, que se lo pregunten a las insensatas que tuvieron la osadía de hacerlo sobre la mesa de Manolito, que las atrapó y se las comió en el recreo. En fin, que la blanca tiza se posó sobre el pupitre de Áticus. —¡Israel, a la pizarra! —gritó la maestra, y al pobre Áticus le temblaban las piernas mientras se acercaba al encerado. Hacían un ruido parecido al de los picos de las cigüeñas, «clac, clac, clac, clac», cuando están en la épo ca del apareamiento. 8
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De todo se le pasaba por la cabeza a Áti cus, menos el amor por las matemáticas. Llegó al borde de la pizarra, cogió una tiza pequeña, de las que no chirrían, y miró alu cinado hacia arriba, donde le esperaba una temible operación: x/5 = 7x +4 Los números se le amontonaban en los ojos. Pensó en los partidos de rugby de la tele, cuando te pasan ese balón tan raro que casi no bota y piensas en escapar, pero en tonces se te echan encima siete jugadores aborígenes de Nueva Zelanda que te pulve rizan, hasta que al final, cuando ya es dema siado tarde, el árbitro pita el silbato. Sí, debajo de la mole de caníbales desapren sivos hay un pequeño cuerpo humano con un balón que casi no bota. Se llama Áticus. —¡Israaaeeelll! —vociferó la Leti para des pertarlo del sueño de la final del campeonato del mundo de rugby y traerlo de vuelta a la cruda realidad del Cumbres Borrascosas. 9
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Había sido tan real su sueño, que le parecía tener la boca llena de césped y la camiseta manchada de pringoso barro. Miró de nuevo la pizarra y los números dejaron de ser borrosos. Atacó al cinco con la punta de la tiza, lo pasó a la derecha de la ecuación y lo puso fuera de una llave. x = 5 (7x +4) 10
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Hecho esto, se giró y miró a la Leti con ojos lastimeros, implorando piedad. Aunque a veces las operaciones largas las comenzaba un alumno y las continuaba otro, esta vez la Leti se mostró inmisericorde. Áticus imaginó que bajaba el pulgar como los emperadores romanos que no perdonaban a los gladiadores heridos cuando la oyó decir, fría como el acero: —Bien, sigue. «¡Ay, mi madre! —pensó Áticus—, ¿cómo despejo ahora la x de la derecha?». Tres cuartos de lo mismo se le pasó por la cabeza a Fernando, su compañero de pupitre e infatigable cómplice de juegos, que miró su reloj electrónico sigilosamente. Marcaba las 10.53 p.m. El recreo de la mañana aún podía salvarle. Siete minutos para que tocara la sirena. Siete largos minutos para retrasar la fatídica operación de despejar esa x del 7. Ante la perspectiva de un recreo incierto, Fernando comenzó a gesticular con la ayuda de la mano sobre su reloj calculadora. 11
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Parecía un entrenador de fútbol argentino que les gritara a sus jugadores: —¡Aguanten pibes, balones fuera! Con la salvedad de que no abría la boca ni era argentino. Una pena, porque el lenguaje de los signos no era lo suyo. ¡Quién lo iba a decir, siendo Fernando como era, un chino mandarín! Áticus le miraba con cara de lelo, y claro, al final, la Leti sorprendió a Fernando haciendo llamativos aspavientos. El inquieto alumno, pillado in fraganti, hizo como si la cosa no fuera con él, como si fuera un chino más de los dos mil millones que son, como si no fuera el único chino nacido en Madrigal desde el inicio de los tiempos. Le decían que era amarillo, si bien él miraba y remiraba las bombillas sin encontrarse el parecido con ellas. —¡A ver qué nos tiene que decir nuestro hombre en Pekín! Para los alumnos poco entendidos en geografía política mundial, el comentario de la Leti sonó como si fuera, efectivamente, chino. 12
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Pero Fernandito, que conocía bien sus orígenes, se dio por aludido. —¡Se me ha parado el reloj, profe! —¡Pero si tienes un reloj electrónico! —Se me ha quedado sin pila. —A la pizarra, Fernando. Israel, siéntate —zanjó la profe para gran alivio de Áticus, desconocedor de que su amigo, el chino Fernando, tampoco sabía cómo despejar esa x.
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Y así fue como aquella fría aunque soleada mañana, en el colegio Cumbres Borrascosas de Madrigal de las Altas Torres, la mala suerte y la escasa habilidad del chino Fernando para la mímica salvaron a Áticus de ser llamado «¡buuurrooo!» por doña Leti, la temible profe de mates. En su lugar, el chino Fernando se llevó los honores. De nada le sirvió insistir en que había notado un pequeño temblor que indicaba un próximo terremoto y que era peligroso permanecer en el aula. La profe miró por la ventana, vio a lo lejos unas ovejas pastando y le obligó a seguir con la ecuación de primer grado. Como resultado, Fernando se quedó sin recreo. Áticus, por compañerismo, renunció al suyo.
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