El doctor Néstor y el misterio en el Museo Romano

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EDELVIVES

A L A

D E LTA

El doctor Néctor

y el misterio en el Museo Romano Luisa Villar Liébana Ilustraciones

Luis Doyague

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Uno de los hechos fundamentales de la antropología forense es que los huesos son un material muy plástico, en el que quedan marcados todos los acontecimientos de la vida del individuo, desde el nacimiento hasta la muerte y aún después de la muerte. Esos acontecimientos están escritos impresos en el hueso, en un lenguaje críptico que es preciso descifrar. Los huesos hablan, Dr. R everte Coma

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1 Un viaje y Nicolás

Los ladridos de Pegamento despertaron a Nicolás casi a media mañana. Era martes y, al abrir los ojos, su mirada se topó con la silueta del doctor Néctor, que entraba en la habitación detrás del perro. Se sentó a los pies de la cama y, tras estar un instante callados, rompió el silencio: —¿Estás seguro de que quieres venirte a pasar el verano conmigo? El doctor Néctor no solo pasaría el verano en Jaén: había decidido trasladarse a vivir allí definitivamente. Era su lugar de origen, la tierra que lo había visto nacer, de donde procedía la familia y donde había nacido su único hijo, el padre de Nicolás.

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Se acababa de jubilar y había decidido regresar, trasladarse a vivir allí después de muchos años. Era el momento adecuado. «Tú nunca te jubilarás, no te dejarán tranquilo. Siempre habrá alguien que quiera consultarte algo y, como te conocemos bien, te implicarás en ello», solía decir su hijo al doctor Néctor. No le faltaba razón. El doctor era un famoso antropólogo forense, especialista en unas cuantas disciplinas científicas, a quien la Policía y otras entidades recurrían en múltiples ocasiones para resolver los casos más extraños y enigmáticos. Tal vez no lo dejaran tranquilo, pensaba él, y, proclive como era a meterse hasta el fondo en todos los asuntos que le planteaban, posiblemente continuara en cierto modo en activo. Por el momento, la realidad era que había adelantado la jubilación nada menos que a los sesenta años, todavía en plenas facultades, ante el asombro de amigos y colegas, que consideraban la decisión desmesurada y memorable. El curso siguiente no dirigiría el departamento de la Universidad ni el Centro Forense. Los conocimientos adquiridos a lo largo de toda una vida de práctica y estudio permanecerían con él hasta el fin de sus días. Pero la situación había cambiado. Había llegado el momento de trasladarse a Los Almendros, la finca en la que tan buenos momentos

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había pasado en la niñez. Porque Nicolás y él se instalarían en la finca, no en la capital de la provincia, Jaén, ni en Torredonjimeno o en algún pueblo cercano. Tras la muerte de Leonor, la mujer con quien había compartido la vida desde que ambos eran muy jóvenes, se había quedado solo. O, sería más apropiado decir, se sentía solo, a pesar de que su hijo y su nieto Nicolás pasaban muchos ratos con él. Fue tras este hecho luctuoso, inexorable de la vida, cuando las campanas doblaron a muerto en su corazón, que había tomado la decisión de abandonar la tumultuosa ciudad, sus luchas y avatares, para refugiarse en Los Almendros, un lugar tranquilo. No le quedaban metas por conquistar. Había recibido cuantos premios, nombramientos y menciones eran posibles en el ejercicio de su profesión e incluso algunos honores inesperados, nunca pretendidos. Lo que realmente le hacía sentirse feliz era el prurito del trabajo bien hecho, un trabajo que daba por concluido. Nunca había sentido ese purpúreo apego de algunos a los fastos terrenales; todo lo contrario. Pero el tedio de la soledad en la ciudad, su pesada carga, le hizo replantearse la vida. Sin Leonor a su lado, todo se le hacía más cuesta arriba. Su ausencia había dejado un gran vacío en su vida y desolación en su alma. Y había hecho aflorar en él el deseo de reencontrarse con el pasado.

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Un reencuentro que, no lo dudaba, resultaría feliz y doloroso al mismo tiempo, por la ausencia de su mujer y por el propio reencuentro con la tierra natal tras muchos años de ausencia. Alguna vez habían imaginado regresar juntos, pero el trabajo se lo había impedido. Por desgracia, Leonor ya no podría acompañarlo. Era Nicolás el destinado, al parecer, a compartir con él aquella última aventura. —Allí aprieta el calor —le habló a su nieto en tono disuasorio—. ¿No te habrán obligado tus padres a venir conmigo? ¿Tan preocupados están con mi jubilación? ¿Temen que me encuentre demasiado solo? Nicolás no dijo nada. Si se había quedado a dormir en casa de su abuelo la noche anterior era para viajar a Jaén y pasar con él todo el verano. No solo sus padres, sino que también él lo deseaba. El doctor Néctor aceptó el silencio como una respuesta afirmativa y no volvió a preguntar. —¿Pegamento vendrá con nosotros? Nicolás se animó a hablar al fin. No quería separarse del perro; eso estaba claro. Aunque era de su abuelo, habían pasado mucho tiempo juntos. El animal se subió a la cama de un salto, como si lo hubiesen llamado, y lanzó un ladrido bien sonoro. Él también se apuntaba, quería ir, y se mostraba tan satisfecho moviendo el rabo como si lo hubiesen aceptado ya como compañero de viaje.

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Y lo habían aceptado. —¡Cómo iba a dejar aquí a Pegamento! —exclamó el doctor—. Lleva conmigo toda la vida, no lo voy a abandonar. Y lo echaría de menos. ¿Con quién se habría quedado el perro en Madrid? Eso era algo que ni podía imaginar. En la finca de Jaén estaría a las mil maravillas. En ningún lugar se sentiría más feliz que correteando por el campo. Y si el muchacho se encontraba con ellos, mucho mejor. El aludido lamió la cara de Nicolás, que lo acarició, y sonrió. El doctor Néctor siempre estaba metido en su laboratorio. Era un hombre afable, de estatura media y cabeza y rostro redondeados, con el pelo gris y blanco peinado a un lado, ralo ya. Solía vestir con trajes de tonos café con leche claro; cuando trabajaba, se quitaba la chaqueta y se ponía una bata blanca, que con frecuencia presentaba extrañas y siniestras manchas. —¿De qué son? —le preguntó Nicolás en cierta ocasión que fue con su padre a visitarlo al laboratorio. —Esta es de polvo de siglos —le respondió su abuelo. Se refería al polvo de los huesos que estaba sujetando con sus manos enfundadas en guantes de látex. Para realizar cierto análisis había necesitado desmenuzar un hueso y, al limpiarse los guantes

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húmedos en la bata, el polvillo que desprendía había dejado la mancha. El doctor Néctor se puso luego a manipular un fémur, lanceolado en uno de sus extremos. En una cavidad escarbó con un dedo. Los huesos pertenecían a un esqueleto descubierto en el transcurso de unas obras, en una tierra de nadie que el alcalde del municipio se había propuesto urbanizar. Los restos aparecieron junto al esqueleto de un perro. Gracias a la climatología fría y seca del lugar, los huesos no se conservaban mal y esto había permitido su estudio. ¿Quién era el individuo enterrado junto al animal? El doctor Néctor resolvió el misterio: determinó que el esqueleto humano pertenecía al sexo masculino y que el perro era su mascota. Precisó su fecha de nacimiento tres siglos atrás, y por sus hábitos alimenticios concluyó que pertenecía a la clase pudiente de la sociedad de entonces. Y estableció la causa de su muerte: un crimen. —¿Qué te hace pensar que fue asesinado? —le preguntó el padre de Nicolás. Pegamento ladraba en el pasillo a las puertas del laboratorio, demandando que Nicolás saliera a jugar, ya que él tenía prohibida la entrada. De no ocurrir así, los huesos que se hallaban en las estanterías,

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clasificados o pendientes de estudio, correrían un grave peligro. —Estoy seguro —respondió el doctor Néctor—. Alguien provocó la muerte de este hombre. —¿En qué te basas? —volvió a preguntar su hijo, el padre de Nicolás. —Me baso sobre todo en las lesiones —prosiguió el doctor—. El esqueleto presenta varias importantes, la principal en la región occipital del cráneo. Hay otra en la parte frontal, que debió de producir la oclusión inmediata del ojo. —Atrajo hacia sí la calavera, y señaló el lado derecho—: Por si fuera poco, existe una tercera tras lo que sería el lóbulo de la oreja, de estar vivo el sujeto. Un golpe fatal. Y tenemos el esqueleto del perro. —¿El esqueleto del perro? —exclamó Nicolás. El abuelo sonrió al comprobar el interés que la mención del animal había suscitado en su nieto. —Que esté enterrado junto a su amo de alguna manera confirma lo que digo —continuó—. Se trata de un crimen. Y otras razones nos inducen a pensar así a priori. Formulemos una pregunta: ¿es posible que un hombre con estas lesiones haya muerto de manera accidental? —Responde tú —le pidió el padre de Nicolás. —La respuesta es no —aseguró el doctor Néctor—. Por otro lado, el esqueleto del perro también

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presenta lesiones graves, lo que indica odio, inquina. La mascota fue enterrada cuando aún le quedaba un hálito de vida. —Pues, si se trata de un crimen, jamás se sabrá quién lo cometió —comentó el padre de Nicolás. —No sabemos quién lo cometió, pero sabemos quién no lo hizo —apuntó el doctor Néctor. —¿Ah, sí? —exclamó Nicolás. Parecía un juego divertido. —No fue un ladrón —respondió su abuelo—. Un ladrón no se habría molestado en ocultar los cuerpos ni habría acabado con la mascota. El odio que transmiten las lesiones en ambos casos nos lleva a pensar que el culpable y la víctima se conocían, y que entre ellos debía de existir algún tipo de litigio. Nicolás, que por entonces estaba a punto de cumplir nueve años, quedó muy impresionado. Su abuelo lo miró: —Si los investigadores de aquel siglo hubiesen contado con las técnicas actuales, sin duda el culpable de este crimen habría sido descubierto. El doctor Néctor había dedicado su vida precisamente a eso, un romanticismo que no le importaría inculcar en su nieto. Dejando a un lado las visitas del chico al laboratorio con su padre cuando era pequeño, ahora, en la actualidad, la idea de pasar juntos aquel verano

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había partido de él. Quería que Nicolás aprendiera de sus conocimientos, que se familiarizara con la misteriosa y eficaz ciencia que practicaba. Su hijo no había seguido su camino; sin embargo, el nieto parecía sentir cierta curiosidad por su trabajo. Y los once años más que cumplidos, camino de los doce, eran una edad estupenda para aprender. La curiosidad que mostraba sobre su trabajo lo había llevado a contemplar la posibilidad de que algún día siguiera sus pasos. Por él no quedaría. Si Nicolás mostraba interés, le enseñaría los secretos de su profesión. —Si de verdad quieres venirte a Jaén —resolvió la cuestión—, de acuerdo. Desayuna y prepárate, no te dejes nada. Hace días que he desmantelado el laboratorio; solo me queda supervisar unas cajas que después me enviarán. Comeremos y viajaremos en mi coche. Conduciré yo, si las rodillas no me fallan. Te auguro un verano caluroso, ya verás. —E interesante —añadió Nicolás. Lo dijo sin ninguna intención específica. Estar con su abuelo y escuchar los comentarios sobre sus casos le encantaba. —Más bien tranquilo —replicó su abuelo—. Mi propósito es el descanso. Se habían despedido de todos el día anterior, así que después de comer se pusieron en marcha.

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Cuando superaron Despeñaperros, entraron en la provincia de Jaén y ante sus ojos empezaron a pasar los olivos, el doctor Néctor sintió un cúmulo de emociones, sentimientos y añoranzas; en su corazón afloraron los recuerdos inefables de la niñez. —Todo esto es muy bonito —expresó en voz alta—. Mira la sierra. Se acercaban a Jaén capital y las altivas montañas que rodeaban la ciudad quedaban cada vez más próximas. —El castillo de Santa Catalina. ¿Lo recuerdas? El doctor Néctor sintió una punzada en el pecho al darse cuenta de lo poco que la familia había viajado a la tierra. Nicolás no lo había hecho desde pequeño. Pasada la media tarde giraron hacia Torredonjimeno, el pueblo de su padre y el suyo, con el sol poderoso iluminándolo todo. La finca se encontraba en el extremo sur; quedaba poco para llegar. De pronto, el doctor sonrió pícaramente. Acababa de recordar una carta que había recibido y que a Nicolás le gustaría conocer; sin embargo, todavía no se la había mostrado. Estaban llegando a Los Almendros y pensó que era el momento de hacerlo. El contenido de la misiva dejaría a su nieto con la miel en la boca, y luego, ya tranquilamente en la casa, charlarían.

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—Hace días recibí una carta que está en un bolsillo de mi chaqueta —anunció—. Habla de uno de esos asuntos que te producen curiosidad. Vestía un traje de verano del color habitual, y había dejado la chaqueta en los asientos de atrás. Nicolás la alcanzó. Después, cogió el sobre y lo abrió. Su abuelo tenía razón: la carta mencionaba un asunto de esos que tanta expectación le producían. —A ver, lee en voz alta. Así podré ayudarte si no entiendes algo. La firmaba un tal doctor Campillo. Decía así: Apreciado doctor Néctor: Tuve ocasión de conocerlo hace años en el Congreso de Medicina Forense e Investigación Criminalista de Valladolid, en el que impartió una conferencia sobre venenos en la que se centró en los terribles efectos de la cicuta. Fue un placer escuchar su exposición del caso de aquella desgraciada señora, cuyo cuadro le había resultado sospechoso desde el primer momento, que sin duda recordará… Nicolás interrumpió la lectura. —La cicuta es un veneno, ¿no? —En efecto —sonrió su abuelo—. Una planta venenosa con el tallo hueco, cuyas ramas verdes y blandas con hojas pequeñas hace que se confundan

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con el perejil. Los griegos la utilizaban con los condenados a muerte. A Séneca, el más ilustre de todos, el verdugo le sirvió una copa de vino con tres gotas de cicuta, y así fue ejecutado. Hacía rato que habían girado en dirección a Torredonjimeno y ya bordeaban el pueblo por la autopista. —La señora a la que el doctor Campillo se refiere —continuó su abuelo— presentaba un cuadro de dolor de cabeza agudo, pérdida de visión, el sentido turbado y las extremidades frías, gélidas… Nada más verla supe que había ingerido el veneno. La cicuta había crecido en su jardín; la mujer la confundió con perejil y la echó en un guiso de pescado, que resultó mortal de necesidad. Nada pudimos hacer por ella. Miró de reojo a su nieto a través de las gafas que colgaban de su cuello y que utilizaba para trabajar y conducir, unas gafas con el marco plateado en torno a unos cristales rectangulares: —Acaba de leer —le pidió. No hace falta expresarle —decía el doctor Campillo— la admiración que le profeso. He seguido sus casos, y la total confianza en sus métodos e investigaciones me llevan a pedirle que venga a Mérida, donde ha ocurrido un extraño acontecimiento: un esqueleto ha sido hallado en una excavación arqueológica romana. Hasta ahí, todo

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aparentemente normal. Pero también se ha hallado una lápida sobre la que se cierne un misterio. Por otro lado, en el museo de la localidad se oyen extraños ruidos y, curiosamente, también en algunas casas. ¡Ojalá se encuentre en disposición de poderse trasladar aquí! Sería preferible que usted lo viera todo directamente. —¿Vamos a ir a Mérida? —preguntó Nicolás. —¡Ya sabía yo que te interesaría! —exclamó su abuelo con una sonrisa—. Has hablado en plural. ¿Qué te hace pensar que podrás acompañarme? No iremos a ninguna parte, excepto a Los Almendros. Me he propuesto relajarme, y hemos de instalarnos allí. Los casos en los que el doctor Néctor había intervenido a lo largo de su vida se habían ido sucediendo uno tras otro sin descanso, y más de un verano su mujer y él se habían quedado sin vacaciones. Eso había acabado. Le había respondido al doctor Campillo explicándole su situación, la jubilación y el traslado a su pueblo natal. También le había facilitado el nombre de un colega de su confianza y el asunto de Mérida había quedado zanjado. Giraron en el extremo sur del pueblo hacia la carretera de Córdoba y, al entrar un poco en la población —el doctor había sentido el impulso de hacerlo

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antes de dirigirse a la finca—, observó con sorpresa un barrio nuevo para él, con sus casas blancas y sus naranjos en las aceras. Volvió a salir a la carretera y no tardaron en alcanzar la finca. —Hemos llegado. Detuvo el coche ante la verja. La finca de almendros había sido tapiada en tiempos muy antiguos, excepto por la parte de atrás, que daba al olivar de su propiedad. A ella se entraba por aquella noble verja de hierro labrado. En un instante salió a recibirlos un hombre al que calcularon unos cincuenta años. Se acercó al coche y el doctor Néctor bajó el cristal de la ventanilla: —Tú debes de ser Ramón. El hombre tendió su mano y el doctor le devolvió el saludo. —El mismo —dijo—. Hace rato que esperaba. —Este es mi nieto Nicolás. —Hola, Nico —lo saludó—. A ver si te gusta esto también a ti y te quedas con nosotros. El semblante de Ramón era serio, aunque una sonrisa afable adornaba su rostro. Era de complexión recia, y pelo y ojos castaños. Vestía un pantalón gris marengo y una camisa azul de manga corta, y se había hecho un buen pelado para combatir el calor de aquellos meses de estío.

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Abrió las puertas de la reja de par en par y el coche se deslizó por un camino de tierra hasta la casa —en otros tiempos un próspero cortijo— grande y vieja. Era un edificio con ventanas y balcones, con la cal de la fachada desconchada y la pared llena de grietas. Una palmera datilera daba sombra en uno de los lados.

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Ramón cerró la verja y los alcanzó a pie. Nicolás comprendió rápidamente por qué la finca se llamaba Los Almendros. Allí solo había almendros. El olivar quedaba fuera del entorno de la casa.

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