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La isla de la cruz de jade Vicente Andreu Navarro
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UNO
No serían más de las cuatro de la madrugada cuando el profesor, avezado explorador de aquellas tierras, juzgó que había llegado el momento de proseguir su camino en solitario. En apenas unas horas, antes de que cayera de nuevo la noche sobre aquel lugar remoto y apartado de la civilización, podría ganar acceso al pequeño islote que tanto sueño le había robado. Aunque era consciente de las dificultades y riesgos que entrañaba su decisión —una decisión, por lo demás, meditada y cuidadosamente planeada durante las semanas precedentes—, confiaba en que la fortuna no le fuera adversa y en que la Providencia guiara sus pasos. Los sentimientos del hombre se debatían entre la expectación que sentía por alcanzar un objetivo que veía ya al alcance de su mano y la desazón que le provocaba el hecho de no haber sido completamente sincero con sus amigos. Eran compañeros de trabajo, científicos como él, y su súbita desaparición les 7
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causaría no pocos quebraderos de cabeza. En su fuero interno lamentaba no poder hacerlos partícipes de sus intenciones, pero, por el momento, aquel era su secreto. Los verdaderos motivos que se escondían tras su forma de proceder no podían ser desvelados a nadie. En un par de días estaría de vuelta, alegaría que se había perdido, pediría disculpas a sus acompañantes por las molestias ocasionadas y su destino real permanecería oculto para siempre a los ojos de todos ellos. Nadie se extrañaría de tal cosa: en aquellos remotos parajes inexplorados, deficientemente cartografiados y cubiertos de frondosa vegetación, extraviarse no resultaba infrecuente. Con todo el sigilo del que fue capaz, abandonó la tienda. Creía haber tomado en consideración hasta el más nimio detalle de su planificada escapada, pero a última hora se vio en la tesitura de tener que tomar una postrera decisión. Valoró si debía llevar su abrigo —en aquella época del año el tiempo podía cambiar bruscamente en cuestión de minutos—, pero finalmente decidió que avanzaría con mayor ligereza si se veía libre de cargas innecesarias. Aún faltaba un buen rato para que el tímido sol de la primavera hiciera acto de presencia cuando emprendió la marcha. Portaba consigo únicamente lo que había juzgado indispensable: su bastón, un cuchillo de monte, la escopeta y el pequeño zurrón en el que portaba un puñado de provisiones que había logrado escamotear de la cena de la noche anterior. No había querido levantar las sospechas de los demás haciendo acopio de alimentos. En el bosque encontraría bayas y raíces con las que sobrevivir y, en caso de necesidad, estaban también aquellas aves corredoras del tamaño de un pollo y tan descaradas y confiadas que incluso se atrevían a introducirse en las tiendas de campaña. Comprobó que llevaba en el bolsillo su cajita de yesca y se internó en la fronda. No llevaba brújula. El instrumento, 8
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imprescindible en el caso de haberse dirigido hacia el interior de la isla, resultaba innecesario en la zona que preveía recorrer. Las montañas, el sol y la buena perspectiva sobre el largo y sinuoso fiordo, cuyo trazado ya le era familiar, bastarían para orientarse. Se dirigió al paso entre las dos montañas, un punto que la expedición había visitado días atrás. Esperaba, con las primeras luces del día, poder otear desde allí la mejor ruta para llegar a las proximidades del islote que buscaba. El avance se le hizo difícil debido a la oscuridad, pero el ligero destello de la luna y un cielo extrañamente libre de nubes, le permitieron progresar sin asumir excesivos riesgos. Llegó al collado cuando el sol ya comenzaba a despuntar sobre las montañas que quedaban a sus espaldas. Desde la privilegiada atalaya, estudió el terreno y se dio cuenta de que la ruta que había trazado la víspera sobre el papel era inviable. Ahora, al observar directamente el terreno, la posibilidad de recorrer las cimas que rodeaban los serpenteantes brazos de mar que penetraban sinuosamente en las entrañas de la tierra firme, se le antojó extremadamente complicada. Se vería obligado a dar unos considerables rodeos para evitar los cursos de agua que se divisaban a izquierda y derecha y de los cuales ignoraba por completo su longitud. Decidió que la mejor opción era descender hasta el nivel del mar y tratar de nadar cuando no resultara factible avanzar caminando. Ese fue su segundo error en el empeño por alcanzar el islote de la boca del fiordo. El primero había sido no plantear sus planes sirviéndose de una embarcación. A un par de días de navegación habría podido encontrar marineros que lo llevasen cómodamente a su destino por una cantidad irrisoria. No obstante, su tozuda obsesión en no desvelar a nadie su propósito ni su destino, le habían abocado a la insensatez que estaba en trance de cometer. 9
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El camino se fue complicando a medida que descendía por la ladera. La vegetación, de arbustos y matorral en las cimas, se transformaba en espesura de árboles, helechos y musgo a medida que el monte perdía altura. La humedad sobre las rocas le impedía afianzar los pies para avanzar y las picaduras de pequeños insectos lo estaban atormentando. Tardó más de dos horas en alcanzar el primer brazo de agua y casi veinte minutos en cruzarlo a nado. Tras escalar las rocas del otro extremo, el agua fría, la sombra perpetua y la ropa húmeda añadieron una incomodidad más a las que venía padeciendo. Como pudo, fue progresando hasta encontrarse con la pared vertical de un acantilado del cual no acertó a divisar el fin. Indeciso, meditó por unos instantes sobre cuál sería la mejor ruta para llegar al extremo opuesto del muro de roca. No le apetecía lo más mínimo sumergirse de nuevo en el agua —apenas había logrado secarse desde su anterior chapuzón—. Pero, para cruzar por la parte superior, tenía ante sí una fatigosa ascensión de más de doscientos metros a través de la espesura que comenzaba a escasos metros por encima de la pequeña meseta en la que se hallaba. Mientras reflexionaba sobre cuál sería la mejor opción para avanzar, la quietud del lugar fue quebrada por un rumor de intensidad creciente. Un brusco movimiento de los matorrales más próximos y un silencio repentino pusieron al profesor en estado de alerta. Descolgó la escopeta del hombro, comprobó que estuviera cargada y esperó expectante durante unos segundos que se le antojaron horas. Ni en sus peores pesadillas habría podido imaginar aquello que apareció ante sus ojos. Un ave descomunal que le doblaba en estatura y se asemejaba a los grabados de los extintos dinosaurios que tanto había estudiado avanzó hacia él a grandes zancadas. Paralizado momentáneamente por el terror, el hombre no pudo 10
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hacer otra cosa que arrojarse al suelo y cubrirse la cabeza con las manos justo antes de que aquella cosa le alcanzara. El animal pasó sobre el cuerpo inerme sin prestarle atención y desapareció ladera arriba. Vencido el pavor de los primeros instantes, consciente de la escasa agresividad de aquel ser y espoleado por una innata curiosidad científica, el profesor se aprestó a seguir los pasos del monstruo. Optó por cruzar a media altura a través de la misma ruta que había seguido la bestia, pero sus piernas no le permitían hacerlo con la misma agilidad que las estilizadas y descomunales extremidades del desconocido ser. Utilizó la cuerda que portaba para asegurarse a uno de los troncos y tratar de ganar terreno avanzando de rama en rama. No había progresado más allá de una veintena de metros cuando un crujido sobre su cabeza le puso en alerta. Siguió avanzando lentamente, extremando la cautela, pero un rugido sordo proveniente de la parte superior de la montaña invadió sus oídos y un alud de ramas y hojas se precipitó sobre él. Tratar de seguir a la extraña criatura había sido su tercer y último error. Poco después, arrastrado por la corriente y flotando entre los troncos de los árboles, el cadáver del profesor pasó a pocos metros del pequeño islote al que tanto había ansiado llegar antes de perderse en mar abierto.
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DOS
—¿Papá? ¿Puedes venir a recogerme? Mi vuelo acababa de aterrizar. Estaba agotada, muerta de hambre y con ganas de pillar una cama de verdad. Mis piernas y mis brazos se empeñaban en decirme a gritos que necesitaba acostarme y no volver a levantarme hasta haber recuperado por completo las fuerzas. Cuestión de unos días. Mi cabeza, en cambio, disfrutaba sintiendo correr por mis venas la excitación de lo desconocido y mis pulmones se llenaban ansiosos con el aire fresco del mediodía. Trataba de dejar atrás el castigo que habían supuesto las muchas horas de peregrinaje entre aviones y aeropuertos. Era una sensación extraña. Aparte del cansancio, sentía miedo. Mucho miedo. Pero no como el que había experimentado hasta entonces, un miedo con causas concretas y efectos claros, sino una sensación distinta. Sentía temor a lo desconocido, al fracaso, pero sobre todas las 12
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cosas y quizás por vez primera en mi vida, temor a la soledad. Tenía la íntima convicción de haber hecho, después de todo lo que me había pasado, lo más correcto. No había huido; simplemente había decidido empezar de nuevo, lejos de todo y de todos, y no quería de ninguna manera tener que volver a vivir con el peso de la pena cargada en mis espaldas. Mi pasado había quedado atrás, separado del presente por miles de kilómetros de océano, y una fuerza irresistible, completamente nueva y desconocida para mí, me empujaba a seguir adelante. Mi padre, al otro lado del teléfono, no se molestó en contestarme. —¿Cómo estás? ¿Ha ido todo bien? —me preguntó sin dejar traslucir demasiada emoción. Él era así, concreto, seco, parco en el hablar. No utilizaba una docena de palabras si podía zanjar la cuestión con solo media. Obviamente, no podría venir a recogerme. A su viejo Volkswagen todavía no le habían crecido las alas. Me había limitado a formular la misma pregunta que tantas veces le había dirigido en los últimos tiempos. Por un instante, incluso había podido imaginarlo levantándose de un salto de la cama y vistiéndose rápidamente antes de subir al coche para ir a recogerme en mitad de la noche. Entonces, yo sabía que él estaba ahí, a una llamada de distancia. Sonaba el teléfono y, a los pocos minutos, él estaba a mi lado. Si estaba contenta, hablaba y exteriorizaba mi alegría en el trayecto a casa. Si las cosas habían ido mal dadas, callaba y me acurrucaba en silencio en el asiento. Pero eso ya no era posible. Ahora, mientras me lamía en soledad las cicatrices del alma, pegaba el teléfono móvil a la oreja para tratar de acercarme lo más posible a él, para intentar que me llegaran su calor y su comprensión. Ya no podía venir 13
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a recogerme, ya no estaba tan próximo como para que una llamada de teléfono me brindara su aura protectora. Ahora hacía falta bastante más para que nos volviéramos a encontrar, para que pudiera llorar en su hombro o verle reír mis ocurrencias. Podía oír cómo él, al otro extremo de la línea, trataba de despertar a mi madre suavemente. Toda la brusquedad de la que habitualmente hacía gala con sus otros congéneres, que era mucha y a veces rayaba en la hurañía, se tornaba en ternura cuando se dirigía a ella. —Es la niña —le oí decir con dulzura. Un instante después empecé a percibir los gritos sobresaltados de mi madre. Su timbre de voz era completamente diferente. —¡Ay! ¡La niña! ¡Mi niña! Esa era yo. Aunque ya no era una niña. Esperé con desasosiego los segundos que faltaban para hablar con mi madre: íbamos a acabar las dos llorando. Y llorar no era precisamente lo que más necesitaba en aquellos momentos. Bastantes lágrimas llevaba ya vertidas en los últimos tiempos. —¡Ay, cariño! ¿Ya has llegado? ¿Estás bien? Como había previsto, un nudo me atenazó el estómago nada más oír su voz; una nube se posó ante mis ojos y un mar de lágrimas comenzó a brotar de ellos. Separadas como estábamos por miles de kilómetros, estallamos en llanto al unísono. Llorar era una cosa que siempre se me había dado bien: de pequeña, de menos pequeña, de adolescente… Aunque ahora sabía que las lágrimas adultas escuecen más. Bastante más. Y yo me había vuelto adulta de la noche a la mañana. 14
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Los hombros cálidos y cercanos o las palabras reconfortantes no inspiran la misma confianza ni apaciguan el dolor en la misma medida que cuando eres una niña. Las lágrimas adultas distan mucho de aquellos lagrimones infantiles forzados para captar la atención de los demás. Son una muestra real y veraz de pena, de dolor o de miedo. En aquel instante, al oír la voz de mi madre, lloré de soledad. Sin darme cuenta dejé escapar un largo gemido y después un fuerte sollozo que hizo que uno de los policías que vigilaban el amplio vestíbulo del aeropuerto se fijara en mí. Se dirigió hacia donde me encontraba con cara de preocupación y me preguntó amablemente y en voz baja —tratando de no interferir en la conversación telefónica—: «Are you alright?». Tras el gesto de la mano y la media sonrisa que conseguí esbozar, le debió quedar claro que nada grave me ocurría. Saludó llevándose dos dedos a la gorra, dio media vuelta y se marchó en busca de su compañero. Respiré aliviada al ver cómo se alejaba y, como pude, saqué fuerzas de flaqueza para contestar a mi madre. —Sí, mamá. He llegado hace una hora. —¡Una hora! ¿Cómo has tardado tanto en llamar? ¿Seguro que te encuentras bien? —He tenido que pasar el control de inmigración. Ya he recogido el equipaje y voy hacia el autobús que me ha de acercar a la ciudad. —¿Ha ido todo bien?¿Has tenido algún problema? Por algún motivo me sentí tentada de excitar un poco el misterioso resorte que gobernaba sus preocupaciones y que ella tenía siempre a flor de piel. El mismo que le hacía despertarse sobresaltada en mitad de la noche cuando oía una sirena de la policía o una ambulancia e, introduciéndola momentáneamente en la vigilia, la ayudaba a hacer 15
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un inventario mental de quién estaba en casa y quién no había llegado todavía. Estuve a punto de decirle que me habían interrogado durante horas o que me habían obligado a desnudarme para registrarme, pero no pude. Aunque la situación en la que me hallaba había sido el fruto de una decisión mía —libre, motivada y conscientemente tomada—, en mi fuero interno no dejaba de culparla a ella por no haber sabido convencerme, por no haber empleado todos sus esfuerzos para mantenerme a su lado. Quería hacerle sentir un poco de dolor por no haber sido capaz de guardarme de la mala fortuna. Pero no era justo. Ella no era culpable de nada. Nadie es culpable de los giros que da la suerte, ni de sus consecuencias. Al final, por aciaga que sea la fortuna que una persona tiene que encarar, por adversa que se muestre la vida, la única culpabilidad o el único mérito de las decisiones que se toman es de uno mismo. Ese había sido mi mayor logro: darme cuenta de que mi futuro dependía de mí misma. Yo sola había sido capaz de retomar el control de mi vida y ello había ocurrido en el instante en que, por fin, había asumido que los demás no eran culpables de mis males. La única responsable era yo. Solo yo. —No he tenido ningún problema. Me han hecho abrir la maleta, han echado un vistazo, han comprobado que no tuviera barro en las botas, me han preguntado si llevaba medicinas o drogas y me han hecho explicar qué vengo a hacer aquí. —¿Y qué les has dicho? La pregunta era, a todas luces, absurda. No se me ocurría ninguna razón por la que hubiera tenido que ocultar la verdad. Si hubiera llevado drogas o fuera a entrar 16
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ilegalmente en el país y hubiera optado por confesarlo abiertamente, seguramente en ese instante estaría detenida y no hablando por el móvil. Pero interpreté que con aquel juego de preguntas innecesarias y respuestas previsibles mi madre trataba de hacer lo mismo que yo: retardar el momento de decirnos adiós, de cortar el nimio cordón umbilical en que se había convertido la señal telefónica. —Que el motivo de mi viaje eran los estudios y que no llevaba ningún tipo de drogas ni de medicamentos. —Ah… Al otro lado del teléfono se hizo un silencio que me hizo darme cuenta de que acababa de meter la pata. En ese momento la unidad central de proceso de la cabeza de mi madre estaba accediendo a la memoria para buscar secuencialmente entre todas las cosas que tan concienzudamente había preparado para mi equipaje. Aunque la búsqueda mental le llevara un rato, yo sabía cómo iba a seguir la conversación. Aun así, esperé pacientemente a que fuera ella quien la reiniciara. —Oye… Una cosa… ¿Cómo que no llevas medicamentos? ¿Y el botiquín que yo te preparé? —Mamá… ¡Pesaba más de un kilo! —le contesté tratando de justificarme. Hice una breve pausa antes de continuar para que ella pudiera ir asimilando la contrariedad—. Está escondido en el mueble bar. Detrás de las botellas de licor. —¡Te mataré! —¡Vale! Ven a buscarme y después me matas. —Déjate de tonterías. Habrás comido, al menos… Una vez descubierto, por mi inocente desliz, el tema de los medicamentos, esta era la otra cuestión sobre la que esperaba polémica. Podría haber mentido, incluso podría 17
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haberlo hecho sin remordimientos —considerando que se trataba de una mentira piadosa que no tenía otro fin que el de no acrecentar el sufrimiento de mi madre en la lejanía—, pero últimamente había perdido la costumbre de mentir y seguro que me pillaba. Respiré profundamente antes de contestar. —No, mamá. Bueno, sí… Comí un poco de fruta ayer, el rato que estuve esperando el vuelo. —¿Qué? ¿No te han dado comida en el avión? Mi madre sabía de sobra que sí. Ella misma había llamado a la compañía aérea para cerciorarse de que no debía incluir entre los diez quilos de equipaje de cabina unas cuantas fiambreras con alimentos. —No me apetecía. En cuanto han empezado a repartirla se ha llenado toda la cabina del avión de un olor espantoso. Me han entrado arcadas; no podía comer nada. No obstante, mi madre no era de las que dejaban una investigación a medias. Era demasiado aficionada a las series de televisión americanas. Ella necesitaba llegar hasta el fondo de todos los asuntos: —¿Qué era? —¿Qué era qué? —La fruta. ¿Qué fruta has comido? —¡Ah! No sé. Era una cosa con la pulpa blanca y unas diminutas semillitas negras. —¿Y por fuera? —¡Yo que sé, mamá! Me lo han dado pelado y cortado en trocitos. Supongo que no sería nada venenoso si lo vendían, a precio de oro, en uno de los aeropuertos internacionales con más tráfico del mundo… Casi sin darme cuenta aparté el móvil de la oreja para ver el tiempo que llevaba hablando. Me volví a acercar el 18
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aparato a la cara. La mano me temblaba. Empecé a sentir pavor por el hecho de tener que cortar el nexo telefónico que me unía momentáneamente con mis padres, con todo lo que hasta entonces había sido mi mundo. —Mamá, tengo que colgar. Esta llamada nos está costando una fortuna. ¿Puedes pasarme a papá? —Claro, hija, claro. Cuídate mucho —dijo con voz débil, y adiviné que estaba haciendo esfuerzos para contener el llanto. —De acuerdo, mamá —la interrumpí antes de tener que seguir sus pasos—. Te llamaré dentro de tres o cuatro días, cuando ya esté instalada en la universidad. Venga, pásame a papá. —Bien, pero mándame mensajes todos los días. Ya sabes que si no lo haces, no podré dormir tranquila… Mi madre dejó el teléfono en manos de mi padre y oí cómo él le decía que no llorara, que tenían que darme ánimos, que yo podía oírla y me sentiría fatal. Pues claro que la podía oír. Y también a él, para eso existían los teléfonos, para trasladar el sonido de un lugar a otro. Y claro que me sentía fatal. Estaba completamente sola en un lugar remoto del planeta y sin la más mínima posibilidad de volver a casa, a menos que sufriese un grave accidente y el seguro se hiciera cargo de repatriarme. Por un momento la tristeza se tornó en enojo. ¿Cómo podían haber sido capaces de dejarme ir a aquel lugar? Todavía no podía dar crédito. No obstante, cuando oí de nuevo la voz de mi padre, la rabia desapareció. Había sido una buena decisión, la única posible, y ellos me habían apoyado en todo momento. Me saludó de nuevo con su voz grave y después empezamos a repasar los pasos que debía seguir. No lo necesitaba, 19
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pero lo hice por él. Le gustaba controlar las cosas hasta el último extremo y seguro que así se sentiría mejor. Los dos nos sentiríamos mejor. El domingo anterior por la tarde, después del fútbol, lo habíamos preparado todo. Juntos, ante el ordenador, habíamos pulido y repasado hasta el último detalle de mi viaje. Me había sentido de nuevo como una niña y estaba segura de que él había vuelto a sentirse como el padre protector de mi más tierna infancia. Aquel que tan bien había velado antaño por su pequeña y que tan impotente se había sentido en los últimos tiempos al no poder proporcionarle el mismo bienestar de su niñez. ¡Cielo santo! Hacía solo un par de días y tenía la sensación de que habían transcurrido años. Hablar con mi padre de lo que tenía que hacer inmediatamente después me tranquilizó. Me despedí de él, colgué el teléfono y, transformada de repente en Dora la Exploradora, en la joven que iba a comerse aquel país lejano, salí del edificio de la terminal en busca del autobús para llegar a la ciudad.
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