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EDELVIVES
A L A
D E LTA
La linternita mรกgica Sandra Siemens Ilustraciones
Adolfo Serra
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1 La linternita mágica
Estaba mirando la repetición de los goles del partido de Boca por la tele, cuando sonó el timbre. —¡Tiiiiiiimmmmbre! —grité. Nadie atendió. Volvieron a tocar. Entonces me acordé de que estaba sola. Mi hermano estaba en el colegio y mamá y papá trabajando. Esperé a que terminaran de pasar el golazo de Pablito. ¡Genio! ¡Cómo te amo! Y atendí por el portero. —¿Quién es? 7
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No entendí ni una palabra de lo que me hablaban, así que abrí la puerta. Mi casa tiene un jardín y una reja. Detrás de la reja había una chica más o menos de mi misma altura que tenía dos trenzas relargas y renegras (después, cuando me acerqué, vi que eran tres y la tercera le caía en el medio de la espalda). Cada trenza estaba atada con cintas de distintos colores. Tenía una falda superhermosa, larga hasta los tobillos, y debajo unos pantalones que parecían los de un pijama; una camiseta roja y una chaqueta tejida color fucsia. Le pregunté qué necesitaba. Y me dijo: —Estuy vendiendu lapiceras, bruches, linternas, estampitas, llaverus luminusus, llaverus musicales… Con razón no le había entendido nada por el portero. Hablaba raro. No sé, me hizo acordar del teléfono de latas. Cuando yo era chica mi papá me había hecho un teléfono con un hilo largo y dos latas de tomate. Yo me escondía y me ponía una lata en la oreja y mi papá me hablaba por la otra. Ahora que 8
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lo pienso, era bastante estúpido el juego, pero se ve que me gustaba. Bueno, la voz de la chica me hizo acordar a la voz de mi papá cuando hablaba por el teléfono de latas. Salía toda así, cerrada, apretada. No sé, ponía la boca puntuda como una trompa para hablar, «luminusus». No se le entendía un pepino. Le dije que no, que no necesitábamos nada. Hace tiempo mi mamá me dijo que a los vendedores ambulantes les diga así: «Gracias, pero no precisamos nada». —Una linternita… —dijo como pidiéndome por favor. Y yo pensé que una linternita no tenía. —Una linternita puedo necesitar —le dije, y abrí la reja. Ahí nomás, en el caminito de entrada apoyó la mochila roja, toda gastada, donde tenía las cosas para vender y se sentó en suelo. Yo me arrodillé enfrente de ella. —¿Cómo te llamás? —le pregunté. —Esmeralda. —¡Esmeralda! ¡Como la del jorobado! Ella me miró, pero no dijo nada. 9
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—¡Esmeralda! —le volví a decir—. ¿No viste la peli? ¿El jorobado de Notre-Dame? —Nu —dijo Esmeralda. La verdad es que no hablaba mucho. Mejor. Porque cada vez que hablaba, yo no le entendía. Aunque Esmeralda no me preguntó, yo igual le dije que me llamaba Paula. Tampoco dijo nada. Mientras yo hablaba de su nombre y del mío y de la película del jorobado y todo eso, Esmeralda, en silencio, había sacado las linternas y las había acomodado en fila, una al lado de la otra. Eran tres modelos, todas made in China. Una era de color violeta y parecía una lámpara de trabajo, con la cosa esa flexible que se doblaba para cualquier lado. Otra era redonda, con ledes y un elástico grueso, idéntica a las que usan en la cabeza los exploradores de cavernas. Y la tercera una linternita verde, común. Yo no sabía cuál elegir. Esmeralda me miraba en silencio. Tenía unos ojos verdes, reverdes y grandes. ¡Y los 10
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tenía pintados con una línea negra! ¡Eran igualitos a los ojos de la Esmeralda del jorobado! —¿Tenés los ojos pintados? —le pregunté. —Sí. —¿Y te dan permiso? —Me lus pinta mi mamá. —¡Genial! Volví a retorcer la cosa esa de la linterna violeta que parecía una lámpara —era una lámpara, nada más que a pilas— y le dije: —Me gusta este. Esmeralda, así, toda enredada como hablaba, me dijo que costaba veinticinco. Y yo recién ahí me di cuenta de que no tenía plata. Mi mamá no estaba y yo no tenía ni un peso. Pero por suerte, no sé cómo, así, de golpe, se me ocurrió la solución. —¡Esperá un minuto! —le dije. Y me metí en mi casa. Volví con el libro de El jorobado de NotreDame. Esmeralda seguía sentada en la misma posición. —Mirá, ¿ves? —le mostré—. ¡Esta se llama Esmeralda, igual que vos! 11
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Esmeralda agarró el libro y se lo puso sobre la falda esa tan hermosa que tenía y empezó a pasar las páginas. —Te cambio el libro por la linterna —le dije. Los ojos de Esmeralda se llenaron de chispas. No es que le salieran chispas, pero yo me di cuenta de que el libro le había gustado. ¿Y yo para qué lo quería? Si total ya lo había recontraleído. Esmeralda toqueteó todo el libro, lo abrió, lo cerró, le dio vuelta y cada tanto miraba la linterna violeta. Algo estaba pensando, seguro. Al final, dijo: —Bueno, te lo cambiu, pero por la linterna verde. —Ahhhh… —protesté—, mi libro es gigante y esa linterna es chiquita. —Peru es mágica —me aseguró Esmeralda. —¿De verdad? —Te lo juru, por Dios —dijo besándose la cruz que hizo con un dedo sobre su boca. Y bueno, me convenció. Ella se guardó el libro en la mochila y me dio la linternita verde. 14
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La verdad es que no era gran cosa la linternita. No sé, apenas Esmeralda cruzó la reja ya me había empezado a arrepentir. Pero listo, ya estaba. ¡A otra cosa mariposa!, como dice mi abuela Lilia. Mi mamá siempre llega agotada del trabajo. Todos los días igual: abre la puerta, grita «Holaaaaa» y después se sienta en el sillón grande y dice: «¡Uf, hoy estoy muerta!». Ese viernes, cuando volvió del trabajo, no alcanzó a sentarse en el sillón porque, apenas abrió la puerta, la estaba esperando el idiota de mi hermano para quejarse y decirle que yo le había escondido el móvil y que no se lo quería devolver. Yo a veces pienso que crecer no es bueno. Mi hermano, que es más grande, se va poniendo cada vez más estúpido. —¡Paulaaaaa! —me llamó a gritos, se tiró en el sillón y dijo—: ¡Uf! ¡Hoy estoy muerta! Cuando aparecí con la camiseta de Boca y los ojos pintados con sombra verde brillante como mi linternita y como los ojos de Esmeralda, mi mamá se tapó la boca. 15
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—¿Ves? —aprovechó mi hermano—. ¿Ves que te dije que parece una loca? Y después me miró y me dijo: —¡Hasta mamá se ríe! —¡Hasta que no me pidas perdón, no te lo devuelvo! —le grité furiosa. —No me río —dijo mi mamá. Yo no estaba segura de si se reía o no porque tenía la boca tapada. Al comienzo me pareció que sí, pero ella dijo que no. Además, obligó a mi hermano a pedirme perdón. Después de que le devolví el móvil, mi hermano salió en su bicicleta, pero antes el muy maldito le dijo a mi mamá: —¡Decile que te cuente de dónde sacó la linternita verde! No le gustó nada lo de Esmeralda a mi mamá. Y me dijo que tuviera mucho cuidado con los gitanos. —¿Por qué? —Porque sí. Porque son ladrones y mentirosos. Esa noche, durante la cena, mi mamá volvió a sacar el tema de los gitanos y mi papá 16
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dijo que en la ferretería —mi papá tiene una ferretería que antes era de mi abuelo Alfonso— alguien había contado que los gitanos le habían vendido a Susana Salieri un auto que no funcionaba. —¿A la señorita Susana? —pregunté yo. —Dicen… —aclaró mi papá—. Pero la gente siempre habla por hablar. Y de paso me dijo que los ojos verdes me quedaban hermosos. La seño Susana es mi maestra de quinto, pero la segunda semana de clases se dobló un pie y entonces tuvieron que enyesarla. La reemplaza una seño nueva que se llama Patricia. —¿Se puede conducir con un pie enyesado, pa? —Más vale que no —dijo mi mamá. —Entonces no es verdad, porque la seño Susana está enyesada. ¿Para qué se va a comprar un auto si no puede manejar? Por suerte seguimos hablando de la seño y no sé de qué más, y dejamos de hablar de los gitanos. Yo me comí todo rápido como una 17
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langosta, porque quería ir a probar la linternita mágica. Cuando me fui a dormir, encendí la linternita que había escondido debajo de la almohada y apunté al techo. ¡Nada! ¡Cómo podía ser! Después me di cuenta de que le faltaban las pilas. Me levanté y, sin hacer ruido, saqué las del mando del televisor. Volví a mi cama y apunté otra vez al techo. Salió una luz común como las luces de todas las linternas. La linternita verde no tenía nada de mágico. ¡Ay, qué rabia me dio! ¡Esmeralda me había engañado!
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