Los niños cantores, ALA DELTA (Edelvives)

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Novela ganadora del XXVI Premio Ala Delta de Literatura Infantil

El jurado se reunió el 23 de enero de 2015. Estaba compuesto por Carmen Blázquez (crítica literaria), Violante Krahe (editora), Ana López Andrade (profesora), Paloma Muiña (escritora), Marina Navarro (bibliotecaria) y Belén Martul, como presidenta.

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A todos los miembros del Berliner-Oratorienchor, con quienes aprendĂ­ a cantar

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En todas las familias existen mujeres peculiares, se puede decir que incluso un poco misteriosas, ya que no se sabe muy bien de dónde salen ni por qué están ahí. Son mujeres a las que normalmente se conoce bajo el nombre de «tía Enriqueta», aunque también pueden llamarse «tía Encarnación» o «tía Esperanza». Con frecuencia sus nombres empiezan por la letra «e», aunque esto no es lo más importante en ellas. Lo más importante es que siempre, pero siempre, sin excepción, se trata de mujeres que le estrujan a uno las mejillas al saludarlo, pinzando los mofletes con unos dedos despiadados. Suelen ser mujeres vestidas de encajes, moles de carne que

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se apoltronan en el sofá de la casa y se pasan toda la tarde ahí instaladas dando vueltas a una cucharilla en una taza de café, trasegando pastas finas compradas para la ocasión y parloteando sin descanso. Y lo que es peor: tu madre siempre insistirá para que tú estés presente en esas tardes interminables, que se estiran como chicle, bien modosito sentado en la butaca, haciendo como que escuchas lo que dice esa mujer. —Pero, mamá, si la llamo «tía» es porque es tu hermana, ¿no? —No, no es mi hermana, es mucho mayor que yo. —¿Tu prima? —No. —¿La hermana de tu madre? —No. —¿De tu padre? —Tampoco. —Pero ¿por qué la llamamos «tía»? —Ya vale, Nacho, la tía Ele es de la familia, y basta. Sí, Nacho también contaba con uno de esos seres de incierta procedencia que conquistaba el salón de su casa cinco o seis veces al año, para más inri, los domingos por la tarde, cuando él se moría por estar pendiente de los resultados de la Liga. Su madre había terminado por explicarle que era la prima-dela-madre-de-la-sobrina-de-su-tía-abuela-segunda,

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algo así, pero ya hacía tiempo que Nacho había desistido de resolver semejante galimatías. La tía Ele era una presencia inevitable, como la de las estrellas en un cielo despejado, que nadie sabe muy bien de dónde salen ni para qué sirve que estén ahí. Pero están. Cuando era más pequeño, Nacho pensaba que ese «Ele» del apelativo sería la forma abreviada de algún nombre bonito o de regia resonancia: «Elena», «Eleonora», incluso se le ocurrió «Electra», como no sé qué heroína griega. Pero no. Se le cayó el alma a los pies cuando su madre le reveló la terrible verdad agazapada tras ese inocente diminutivo: la tía Ele se llamaba en realidad Eleuteria. ¿Qué se podía esperar de alguien con semejante nombrecito? Pues eso: charlas soporíferas, regalos inservibles, juguetes pasados de moda, comentarios que le hacían ruborizarse. —Ay, pero qué guapo es este niño. —Ay, que me lo como. —Ay, pero cómo ha crecido. Y él, con esa penosa sensación de estar a punto de incorporarse al mobiliario mientras la tarde iba transcurriendo con una lentitud desesperante. No prestaba demasiada atención a lo que decía la tía Ele; pensaba en el partido que estaría disputando

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su equipo en esos momentos, en los goles que seguro se estaba perdiendo, y miraba a su madre como pidiendo un auxilio que nunca llegaba. Se dedicaba a dar pataditas contra los bajos de la butaca, pues sabía que eso ponía muy nerviosa a su madre, y tal vez así lo mandara a su cuarto. Pero nada. Ella se enfrascaba en la conversación y ni se enteraba. Él entonces desconectaba por completo y solo percibía fogonazos de la incansable cháchara de la tía Ele; a ratos la oía hablar de la modista, del peluquero o de remotas vecinas a las que él no conocía ni conocería en la vida. Por suerte, la tía Ele vivía en la otra punta de Madrid, sobre todo ahora que ellos se habían mudado de barrio; no quería ni pensar en lo que supondría tenerla más cerca: las visitas serían más frecuentes y a él entonces no le cabría otro remedio que olvidarse para siempre de la Liga. Le pidió a su madre que le dejara atrincherarse en su cuarto cuando se presentaba la tía Ele o, por lo menos, que la invitara para que viniera mientras él estaba en el colegio. —Nacho, la pobre procura venir cuando tu padre está de viaje, para no molestar demasiado. A ella lo que le hace ilusión precisamente es verte a ti, porque nunca tuvo hijos. Piensa que no tiene a nadie, está sola en esta ciudad y nosotros somos su única familia.

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—Pero es que es un rollazo, mamá. —No será para tanto… Nacho suspiraba enfurruñado y se acomodaba en el butacón, desahogándose con esas pataditas inútiles. Era lo único que podía hacer. Contenía la respiración cuando la tía Ele le estrujaba los mofletes, y más o menos le daba las gracias cuando ella sacaba del bolso alguno de esos regalos tan estrafalarios como inútiles. Incluso le sonreía un poco, solo un poco. Tal vez porque, en el fondo, le daba lástima aquella mujer, que siempre venía tan maquillada y oliendo mucho a perfume, tan peripuesta y cargada de encajes y puntillas, como si, en lugar de visitar a esa sobrina-nieta-hija-cuñada (o lo que fuera su madre para ella) para soltar su rollo y tomar un café con pastas, la hubieran invitado a una recepción palaciega. Pero un día fue distinto. Porque un día la tía Ele, en una de sus visitas, mencionó por primera vez a los niños cantores.

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EDELVIVES

Los niños cantores Elena Alonso Frayle

Elena Alonso Frayle nació y creció en Bilbao, pero lleva más de veinte años dando vueltas por el mundo. Estudió Derecho, aunque siempre supo que, más que las leyes, lo que de verdad le apasiona es la literatura. Escribe para jóvenes y para adultos, y sus obras han recibido numerosos premios. Una de sus aficiones es cantar, y forma parte de un coro en Berlín. En los ensayos, a veces imagina historias relacionadas con la música. Historias como esta.

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Los niños cantores Elena Alonso Frayle

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A PARTIR DE 10 AÑOS

EDELVIVES

A Gustav le gustan los mapas y los viajes. Y también cantar. En 1938, él tiene diez años y ya es famoso: forma parte del coro de los Niños Cantores de Viena. Tras una gira por todo el mundo, llega a Australia, donde un hecho inesperado cambia su vida. Mucho después, Nacho, en Madrid, conoce la peculiar historia de Gustav y, con la ayuda de su petirrojo Amadeus y de su amiga Eli, descubre algo muy importante.

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