PUELLES BENÍTEZ, M. de y MENOR CURRÁS, M. (Coords.)
El Artículo 27 de la Constitución: Cuaderno de quejas
Con BAYLOS GRAU, A., BEDERA BRAVO, M., CASTILLEJO CAMBRA, E., DELGADO RIVERO, A., PAZOS JIMÉNEZ, J. L., PERONA MATA, C., PÉREZ-UGENA COROMINA, Mª., TIANA FERRER, A. y VIÑAO FRAGO, A.
Fundada en 1920
Nuestra Señora del Rosario, 14, bajo 28701 San Sebastián de los Reyes – Madrid - ESPAÑA morata@edmorata.es – www.edmorata.es
A la memoria de Mariano Pérez Galán, que en tiempos oscuros historió y recuperó el legado educativo de la II República
Contenido
Sobre los autores ....................................................................................... 11 INTRODUCCIÓN: El artículo 27 de la Constitución o el peso de la Historia. Por MANUEL MENOR CURRÁS ........................................... 15 PARTE I: Análisis historiográfico sobre dos visiones enfrentadas ........... 33 CAPÍTULO 1: Los orígenes del debate. Liberalismo, Estado, educación e Iglesia (1813-1936). Por Antonio VIÑAO FRAGO .......... 35 CAPÍTULO 2: Educación en el franquismo nacionalcatólico: La negación de la libertad y de la igualdad. Por Emilio CASTILLEJO CAMBRA ........................................................................... 53 CAPÍTULO 3: El marco constitucional del derecho a la educación: Debates y proyectos en el período constituyente. Por Antonio BAYLOS GRAU ..................................................................................... 77 CAPÍTULO 4: El desarrollo conflictivo del artículo 27 en años decisivos (1982-2008). Por Alejandro TIANA FERRER ....................... 99 CAPÍTULO 5: Del pacto “acordado pero no firmado” a la contrarreforma educativa (2008-2018). Por Mario BEDERA BRAVO ............................................................................................... 121 PARTE II: La comunidad educativa ante la aplicación del artículo 27 ..... 151 CAPÍTULO 6: El alumnado en el eterno anhelo del cumplimiento del artículo. 27. Por Alejandro DELGADO RIVERO ................................. 153 CAPÍTULO 7: El artículo 27 de la Constitución desde la perspectiva de las familias. Por José Luis PAZOS JIMÉNEZ ................................. 175 CAPÍTULO 8: El profesorado y la aplicación del artículo 27: historia de una frustración. Por María PÉREZ-UGENA CORO y Carmen PERONA MATA ..................................................................................... 203 © Ediciones Morata, S. L.
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EPÍLOGO. Sobre el artículo 27 o cómo superar el peso de la historia. Por Manuel DE PUELLES BENÍTEZ ..................................................................... 225 Bibliografía ............................................................................................................... 243
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Sobre los autores
Coordinadores de la obra: PUELLES BENÍTEZ, Manuel de Catedrático de Política de la Educación, es actualmente profesor emérito de la UNED. Ha sido consultor de la UNESCO, asesor de la reforma educativa de 1990 y decano de la Facultad de Educación de la UNED. Su último libro publicado ha sido Política educativa en perspectiva histórica. Textos escogidos (Madrid, Biblioteca Nueva, 2017).
MENOR CURRÁS, Manuel Licenciado en Historia y Doctor en Pedagogía, ha enseñado Ciencias Sociales en Secundaria. En la Reforma experimental de EEMM, coordinó —entre 19831987— el proyecto de “Educación para la Convivencia”. Escribe periódicamente sobre políticas educativas, sobre todo en: Escuela, Mundiario o T. E. (Trabajadores de la Enseñanza).
Resto de autores por orden alfabético: BAYLOS GRAU, Antonio Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en Ciudad Real, dirige el Centro Europeo y Latinoamericano para el Diálogo Social (CELDS) de la UCLM y la Revista de Derecho Social (editorial Bomarzo). Estudia los fundamentos del derecho laboral y su cultura jurídica, el derecho europeo y transnacional del trabajo, la regulación jurídica del sindicalismo y las relaciones laborales. También, las reformas laborales de la crisis (2010-2014) en España.
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BEDERA BRAVO, Mario Profesor Titular de Historia del Derecho y de las Instituciones, ha sido vicerrector de la Universidad de Valladolid. Era Secretario de Estado de Educación cuando, en 2010, se negoció el anterior intento de pacto, y su capítulo en este libro enlaza con dos líneas de investigación destacables: la educación española del Sexenio democrático y el constitucionalismo social de entreguerras.
CASTILLEJO CAMBRA, Emilio Doctor en Historia, ha enseñado esta disciplina en Secundaria y Universidad (UPNA y UNED). Sus investigaciones se han centrado en los contenidos ideológicos de los manuales escolares. De ellas son fruto: Mito, legitimación y violencia simbólica en los manuales escolares de Historia del franquismo, 1936-1975 (UNED, Serie MANES, 2008) y La enseñanza de la Religión católica en España desde la Transición (La Catarata, 2012).
DELGADO RIVERO, Alejandro, Del Consejo Escolar de su instituto pasó como estudiante al del Principado de Asturias entre 2011 y 2016, y a su permanente desde 2012. Desde 2014 preside la Federación de Estudiantes Progresistas de España (FAEST), a la que representa en el Consejo Escolar del Estado y en el Consejo de Estudiantes Universitario del Estado (CEUNE). También ha sido representante estudiantil en la Universidad de Oviedo.
PAZOS JIMÉNEZ, José Luis Desde 2000 pertenece al movimiento asociativo de madres y padres del alumnado en defensa de la escuela pública. Ha presidido las juntas directivas de la FAPA Francisco Giner de los Ríos (Madrid) y de CEAPA (confederación estatal). En representación de estas entidades, ha sido miembro de instituciones participativas como el Consejo Escolar del Estado, el Consejo Estatal de Familias y el Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid.
PÉREZ-UGENA COROMINA, María Doctora en Derecho y Profesora Titular de Constitucional en la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), es Secretaria General del Instituto de Estudios Jurídicos Internacionales de esta Universidad. Preside la Cámara de Mediación de la Sociedad Española de Arbitraje y dirige la Cátedra Legálitas del Instituto de Derecho Público en la URJC.
PERONA MATA, Carmen Abogada administrativista, especializada en la función docente. Máster en Intervención de la Administración en la Sociedad. Mediadora Civil y Mercantil. Asesora en la Comisión Interministerial de Negociación del Estatuto Básico del Empleado Público y del Estatuto Público Docente. Profesora Asociada de la Uni© Ediciones Morata, S. L.
Sobre los autores
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versidad Carlos III. Actualmente trabaja sobre el acceso a los cuerpos docentes escolares.
TIANA FERRER, Alejandro Doctor en Filosofía y Letras (Pedagogía) por la Universidad Complutense, es catedrático y actual rector de la UNED. Viene trabajando desde 1980 en las áreas de Historia de los sistemas educativos contemporáneos, Política y legislación educativa, Educación comparada y Evaluación de la educación. Es autor o coautor de 25 libros y más de 200 artículos o capítulos de libros sobre diversos temas de sus especialidades.
VIÑAO FRAGO, Antonio Doctor en Derecho, ha sido profesor de Teoría e Historia de la Educación y miembro del Comité Ejecutivo de la International Standing Conference for the History of Education (ISCHE) (1996-2000). Ha presidido la Sociedad Española de Historia de la Educación (2001-2005) y dirigió el Centro de Estudios sobre la Memoria Educativa (CEME) de la Universidad de Murcia (2009-2013). Dirige la revista Historia y Memoria de la Educación.
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Introducción El Artículo 27 de la Constitución o el peso de la Historia Manuel MENOR CURRÁS
Desde Descartes o Bacon y los inicios de la ciencia moderna han pasado 300 años. En 1789 se inauguraron en Europa las políticas que propugnan derechos de igualdad, libertad y fraternidad, y han pasado más de 200. Sin embargo, la Constitución española de 1978 da cobertura a un sistema educativo todavía condicionado por modelos de aquel pesante pasado. El art. 27 logró aunar, en su enunciado primero, la larga pugna que se había librado en España entre los preocupados por universalizar la educación con características modernas y los ocupados en que la libertad la modelara como equipaje casi exclusivo de pocos. Después de 1978, soterrada esa vieja historia, la confesionalidad religiosa sigue siendo factor principal del sistema educativo; confiere a los padres “libertad de elección”; los “idearios” de los colegios privados, católicos en un 60%, la tienen como rasgo distintivo de las aspiraciones diferenciadoras entre unos y otros estudiantes; y en los públicos, sigue constituyendo un área curricular relevante. El agravante es que son de todos los recursos que en esto se emplean y lo son, también, los que estimulan el crecimiento del 28% de las plazas concertadas existentes en el sistema o subvencionan al 4% de colegios privados. En datos de 2013, después de Bélgica donde esta matrícula alcanza un 57,5%, en Madrid ya andamos por el 45,2%1 siendo España el segundo país europeo más relevante en este segmento al lado de Malta. 1 www.madrid.org/cs/Satellite?blobcol=urldata&blobheader=application%2Fpdf&blobheaderna me1=Content-Disposition&blobheadervalue1=filename%3Dlibro+datos+y+cifras+2015-2016+nave gable.pdf&blobkey=id&blobtable=MungoBlobs&blobwhere=1352898013282&ssbinary=true (Leído el 03.11.2017).
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El respaldo a esta configuración de la educación española es más llamativo cuando la de Finlandia, muy reconocida, es pública en un 95%. Más cerca, en Francia, lo es el 83%. Los signos diferenciales de la historia española no implican, sin embargo, que esta situación de peculiar liberalismo e inacabada reversión de la desamortización del XIX sea inalterable. La convivencia cívica los urge provisionales igual que ha sucedido con otras pautas sociales; tanto más cuanto que la subyacente posición que esconde su estructura refuerza el descuido en la gestión de la red pública, el poco aprecio que muestran a esta los Presupuestos generales del Estado y, sobre todo, que la conseguida escolarización universal de los menores de 16 años no alcance a ser la buena educación que debiera en una sociedad bien trabada. Estos rasgos han casi naturalizado profundas resistencias a cambios decididamente inclusivos con los que cualquier pacto ha de contar si tiene vocación de marcar alguna enmienda a lo ocurrido en estos 40 años. Todos los diagnósticos coinciden en la presencia de asentados particularismos, corporativismos e intereses cruzados, generadores de una incuria en que el bien común es más teórico que real. Lo denotan —como se ha podido ver en la pasarela que ha sido la Subcomisión parlamentaria por el Pacto— segmentos e instancias que, en principio, tienen que ver con el entramado educativo: familias, Universidad, profesorado, instituciones eclesiásticas y empresariales e, incluso, alumnado, con mentalidad reproductora de un bagaje cultural selectivo. Para no ser improvisada apariencia, pactar ha de implicar, al menos, que las Administraciones, de las que tantas normas, recursos y gestos dependen, dieran ejemplo en cuanto a remover estructuras que obstaculizan la democratización que un sistema del siglo XXI necesita. En este “cuaderno de quejas” sobre los incumplimientos de lo redactado en 1978, se recuerda que, pese al exceso retórico, no se consiguió que la escolarización alcanzara a todos los menores de 16 años hasta muy entrados los años noventa: habían pasado 142 desde la Ley Moyano. Sigue pendiente avanzar en la vida interna de los centros y del sistema, que haya Más escuela y menos aula (FERNÁNDEZ ENGUITA, 2017): remover cuanto elemento estructural y didáctico impida su potencial educativo, redefinir currículos escolares obsoletos y hacer valer capacidades educadoras de los docentes desaprovechadas, sin olvidar los recursos indispensables para que estos cambios factibles sean generalizables. No parece buena ocasión para ocurrencias: reflexionar sobre lo más conveniente es lo que propone este libro colectivo. En tiempo casi de descuento, la lentitud en cambiar no solo es objeto de creciente desconfianza; a nuestro entender, si no se hace pronto acelerará que, a costa de la red pública de centros, se ensanche el mercado de la individualización que las innovaciones tecnológicas posibilitan.
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1. Razones coyunturales Varios autores de este libro han escrito otras veces sobre las limitaciones del art. 27 de la Constitución. El aparente “diálogo” que, en este pasado año y medio, ha pretendido2 llegar a “Pacto Social y Político” en Educación ha motivado volver sobre él con un análisis eminentemente historiográfico. El contexto para esta relectura viene de la propia Transición democrática en que, al consenso expectante alcanzado en su redacción, pronto le sobrevinieron interpretaciones opuestas. Quienes estuvieron en diferentes movimientos anteriores, protagonizaron la “Alternancia democrática” o reiniciaron entre amenazas como la masacre de Atocha el sindicalismo —legalizado poco antes, en la ley 19/1977 (del 01.04.1977)—, no son los más acordes en confirmar que lo allí pactado satisficiera sus expectativas. La primera ley orgánica, la LOECE (1980) de la Unión de Centro Democrático (UCD), fue un temprano aviso que denotaba insuficiencias en lo hipotéticamente pactado dos años antes. Peor fue cuando, con motivo de las leyes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), la Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación de 1985 (LODE) y la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo de 1990 (LOGSE), hubo agrios enfrentamientos en la calle. Los obstáculos para aplicar esta última indujeron a presentar al Gobierno del Partido Popular (PP) una propuesta de pacto que Esperanza Aguirre desechó (FUNDACIÓN ENCUENTRO, 1997). Y, desde entonces, el pretexto de “mejorar” “la calidad” educativa acrecentó la ilusión de que “un pacto” solucionaría el desajuste interpretativo de la Constitución. Momento crucial fue la propuesta casi lograda de Ángel Gabilondo desde el Ministerio de Educación (2009-2010). En la actualidad, son las fuerzas parlamentarias las que han vuelto a insistir en la necesidad de un acuerdo. Casi cien comparecientes han desgranando ante la Subcomisión parlamentaria constituida el 01.12.2016 su versión particular de qué debiera pactarse. El procedimiento dilatorio no es nuevo, pero de alcanzarse a finales de mayo de 2018 consensos imprecisos, se justificaría una ley sustitutoria de la LOMCE, supuestamente más estable que las de estos 40 años últimos. Las dificultades que la idea de un pacto educativo ha tenido desde 1978 señalan cuáles son los escollos políticos a sortear a la hora de lograrlo, aunque el principal haya sido la alternancia partidista, fruto del peso parlamentario del PP y 2 El 05.03.2018, cuando ya se editaba este libro, el PSOE se levantó de la mesa de negociación. Estimaba escasa la financiación que proponía el PP. (Ver enlace: www.publico.es/politica/pacto-educativo-psoe-cumple-amenaza-levanta-mesa-pacto-educativo.html). Al día siguiente, 06.03.2018, PODEMOS también abandonaba la Subcomisión diciendo que “la comunidad educativa nos ha pedido que nos vayamos”. Mientras tanto, Sandra Moneo —delegada del PP en las negociaciones de 2010— decía que “la izquierda no ha sabido estar a la altura del momento histórico” (Cfr.: www. elmundo.es/espana/2018/03/075aa02a76ca474126338b4619.html).
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del PSOE. Hasta el momento, solo ha producido más leyes que derogan o modifican sustancialmente otras anteriores de signo distinto, cuando no opuesto, sin contar las divergentes interpretaciones de las leyes autonómicas posteriores. No obstante, en el último casi año y medio, el término “pacto” ha sido connotado de complaciente valor para remediar lo que el paso del tiempo y una discutible gestión política de la educación han desfigurado. La reflexión colectiva de este libro trata de explicar esta historia. Documenta cómo se gestó el pacto redactado en el art. 27, sus dificultades, el distinto peso de las fuerzas firmantes en aquel tránsito y las muchas leyes que produjeron las divergentes interpretaciones del art. 27 hasta el presente. Para esa reflexión es revelador analizar la génesis del problema y advertir las vicisitudes por las que ha pasado lo que algún historiador ha denominado el nacimiento del sistema educativo liberal, su difícil desarrollo, sus traumas y el más reciente pasado. Sin negar que lo acordado en el art. 27 propició un tiempo educador bien distinto del que lamentablemente le había precedido, al sopesar el peso de la historia se podrá entender en qué medida aquel consenso deba, o no, ser objeto de revisión profunda en una posible reforma constitucional. Esta perspectiva histórica, desprovista de cualquier esencialismo estático, tratará de mostrar que el art. 27 CE tuvo su contexto y que no le son indiferentes los desarrollos normativos que, para aplicarlo, se han sucedido desde 1978 hasta hoy. Ese peso de la historia, presente en las dilaciones de lo que está pasando, no debiera obviarse ahora.
1.1. La genealogía del artículo 27 En este ensayo, la evolución del sistema educativo después de 1978 no parte de cero, sino desde que en el siglo XIX empezó a generalizarse, a constituirse su estructura básica, sus maneras de enseñar y, con ellas, idearios implícitos o explícitos prevalentes. Los valores de “libertad” e “igualdad” educativas ya se debatieron en esos años y no de manera precisamente pacífica. Estaba en juego una mayor o menor presencia de las ideas ilustradas a que se había abierto la Constitución gaditana o las que daban prevalencia a lo concordado con el Vaticano. En ese contexto de opuestos, la idea de un Estado garante, dispuesto a regular los recursos e instituciones educativas, fue cuestión que, desde el Sexenio revolucionario (1868-1874), adquirió creciente peso hasta convertirse en pugna entre lo privado individualizador y la universalidad democrática. En esos más de cien años —herederos de siglos sin preocupación alguna por generalizar la instrucción pública—, la supuesta “calidad” se dirimió miméticamente entre los dueños reales de la enseñanza desde antes de 1808. Durante tan largo tiempo —lo contaron todavía Luis Carandell o Gloria Fuertes—, no fue lo mismo “estudiar que ir a la escuela”. Lo primero se hacía habitualmente en © Ediciones Morata, S. L.
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“colegios de pago” y daba acceso a un bachillerato que conducía al estudio de profesiones liberales en la Universidad. La escuela, en cambio, era escasa y se limitaba a las primeras letras; los pocos institutos públicos eran de difícil acceso para quienes no vivían en la ciudad, e ir a la escuela “de gratis”, cuando la había, no solía llevar ni al instituto ni al colegio. Era una vía muerta, mucho más marginal para las mujeres. Generaciones de españoles y españolas fueron marcadas por la dualidad que el sistema educativo hasta casi los años setenta del pasado siglo, más detectable todavía en el analfabetismo marginal de áreas rurales (VARELA, 2004). El análisis de ese humus en que ha crecido el actual sistema dual tiene en este libro dos partes: una, eminentemente historiográfica, y otra más sociológica. En la secuencia inicial se distinguen, en sendos capítulos, dos grandes etapas en el tiempo anterior a 1978. Abarca el primero desde 1851 —fecha del Concordato entre el Estado y la Santa Sede—, hasta 1936, o 1939 según las zonas que impuso la Guerra. Las grandes cuestiones aparecen ya entonces como objeto de contienda recurrente entre la continuidad del Antiguo Régimen y la modernización del Estado, con las dificultades del liberalismo frente a quienes se aglutinaron en torno al conservadurismo e ideales tradicionalistas. Esa pugna, visible en los debates de la Constitución de Cádiz, virulenta en el reinado de Fernando VII y en las guerras civiles carlistas, presagia lo que sucedería tras el único momento en que el Estado ha tenido una seria preocupación por la dignidad de la “instrucción pública”, la II República. El segundo capítulo mostrará un intenso control dictatorial sobre la educación. Primero, desde el Boletín de la Junta de Defensa Nacional de España y, terminada la Guerra, desde el BOE, situación que duró hasta la restauración democrática de 1978. Permite advertir las subvenciones y crecimiento de la enseñanza privada, y cómo, pese a las urgencias desarrollistas en que se había embarcado España con la OCDE en los años 60, las directrices del Estado nuevo desdeñaron un sistema educativo público bien dotado y gestionado. Es en esas condiciones que se llegó al art. 27, en medio de sustantivas reclamaciones de distintas organizaciones de maestros y profesores. En 1978, todavía no se había logrado la escolarización completa de los menores de 14 años; lo dispuesto por Lora Tamayo entre 1964 y 1967 y lo preceptuado por la Ley General de Educación (LGE) en 1970 había sido insuficiente y tardío. Con tales precedentes, el capítulo tres analiza cómo fue la redacción propiamente tal del art. 27 y su primera interpretación por parte de la UCD, principalmente con la Ley Orgánica que en 1980 reguló el Estatuto de los Centros Escolares (LOECE). Esta genealogía explica las limitaciones —y éxitos— de los últimos 40 años que analizan los dos capítulos siguientes. Este tiempo, expresivo del cumplimiento del precepto constitucional, muestra lo leal y modélico que haya sido el respeto a lo consensuado entonces. También, la alternancia de leyes orgánicas que, desde la citada LOECE a la LOMCE, en 2013, se han ido sucediendo en el © Ediciones Morata, S. L.
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BOE: su gran cantidad induce a dudar de que se haya conseguido una supuesta “calidad”. Tratándose de materia tan preciada, habría sido alentador que —evitada la retórica— lo legislado hubiera tenido la consistencia de valor estratégico (LLANO, 2010, pág. 205), visible, por ende, en el cuidado y constancia por demostrar que se perseguía un bien común. El art. 27 CE ha mostrado una gran elasticidad para sostener los elementos formales del sistema, pero también ha sido pretexto para que cada cual lo haya entendido a conveniencia. Indudable es que el gran logro de estos 40 años ha sido la escolarización universal y la extensión de la educación básica. Desde 1989, todos los menores de 14 años tienen plaza escolar y, en la actualidad, están escolarizados todos los niños y niñas de 3 a 6 años de edad y todos los adolescentes hasta los 16. Este éxito, tardío respecto a otros países europeos, ha dado cumplimiento, al menos, a una parte del art. 27. No, sin embargo, a ineficiencias implícitas cuando educar no es solo escolarizar: cada vez lo ha sido menos en una España que desde los años sesenta fue cada vez más urbanita y que ahora se tecnifica en un mundo globalizado. Si en 1990 la obligatoriedad se amplió hasta los 16, pronto se pudo constatar que no era igual llegar a la Primaria con un capital cultural considerable o con dificultades notables. Y si la LOGSE entendió la Educación Infantil como nivel educativo para subsanarlo —y no como mero aparcamiento de criaturas—, en 2018 todavía es imposible para familias afectadas por la precariedad salarial. Algo similar ocurre con el Bachillerato; la entrada en lo que hoy es la Unión Europea planteó estándares para pautar la movilidad de las personas, pero sigue pendiente un buen desarrollo cualitativo del Acuerdo de Lisboa: Europa-20203. E inestable sigue, asimismo, una definición justa del segundo ciclo de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) y de las condiciones académicas para acceder al Bachillerato postobligatorio o a otras modalidades formativas. Añádase que los cambios experimentados por los españoles han repercutido en los centros educativos de modo muy intenso y plural. No pocas de las modificaciones operadas formalmente en el sistema a partir de 1990, unidas a elementos mal cuidados desde muy atrás —como la dotación y dirección de los centros o la formación inicial y permanente de la función educadora del profesorado—, han contribuido a marcar crecientes diferencias internas en el sistema. La universalización educativa —incluida la de la España crecientemente vacía y la de los inmigrantes de los años 90 y siguientes—, unida a la obligada atención a todas las variantes de la diversidad y a las tan asimétricas aplicaciones de las reducciones de medios desde 2008, solo en los vocabularios B y C de la neolengua de Orwell encuentran armonía semántica con lo que una buena educación requiere. Cuando a partir de abril de 2012 se generalizó la “racionalización del
3 Consejo Europeo de Lisboa 23 y 24 de marzo 2000. Conclusiones de la Presidencia. http:// www.europarl.europa.eu/summits/lis1_es.htm (Consultado el 29.01.2018).
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gasto público en el ámbito educativo” —que en Comunidades como Madrid se había ensayado desde 2003— el recorte aumentó las diferencias de partida entre enseñanza pública y privada/concertada. La legislación generada en esta larga década no saldó la grieta que ya había entre unos centros y otros. Se cargaron más obligaciones y menos recursos a los públicos que a los privados y, acentuado el impulso neoliberal, se acrecentó la privatización y se externalizaron servicios. Incluso programas aparentes como el de bilingüismo fueron utilizados para segregar más y, en definitiva, propiciar la tergiversación de la importancia de la “escuela pública” bajo eufemismos de “servicio” público y “libertad” provechosos a negocios privados. Los capítulos cuarto y quinto permitirán apreciar por tal motivo las dificultades del PSOE para aplicar su socialdemocracia al marco conceptual y político de lo público. O cómo la LOMCE ha conjuntado entre los criterios que rigen su sintaxis narrativa la llamada “libertad de elección”, el papel crecido de la Religión, una dirección fordista de los centros, la segregación de género, la minusvaloración de la comunidad escolar, el énfasis en el “emprendimiento” eficiente o la preferencia por “la economía social” para crear centros, un conjunto que hace crecientemente contradictorio el apartado primero del art. 27 CE. Con el resultado último de que, frente a lo que debió haber sido siempre una gestión ocupada en que los mejores proyectos educativos florecieran y se consolidaran, se ha extendido una gran dejación que, en ocasiones ni vigiló corrupciones de gestión y malversación. Disensos y resistencias de todo tipo han contribuido a sostener —incluso frente a los profesores y maestros más innovadores— rasgos y didácticas proclives a la rutina, más estériles para el alumnado necesitado de confianza o atención y, en definitiva, para una armónica convivencia cívica. La perspectiva historiográfica de esta primera parte del libro permite entender mejor que las reglas de la equidad educativa no estén siendo lealmente cumplidas y cómo en muchas zonas de España persiste una dinámica discriminatoria del derecho a la educación pese a la escolarización lograda. Conseguida la universalidad, seguimos bastante alejados de cumplir con una educación democrática y democratizadora, capaz de sacarle partido significativo a esos años de obligatoriedad, con una enseñanza pública bien dotada de medios y profesionales preparados, comprometidos en que sus aulas no sean espacios segregados respecto a otras redes educativas complementarias —y tampoco segregadores— en los que educar sea signo de eficacia equitativa y solidaria. Por todo ello, siguen a continuación otros tres capítulos en que se podrá ver, en una segunda parte más sociológica, cómo se ha desarrollado en estos años el sistema educativo en España, y cuáles son sus carencias. La perspectiva de la comunidad educativa —agentes y receptores inmediatos del ejercicio cotidiano del derecho a la educación— es, creemos, de gran importancia cuando la cosificada jerarquización del saber está más en entredicho y la interacción de sus integrantes en los procesos de enseñanza-aprendizaje tiene una demanda creciente © Ediciones Morata, S. L.
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y no siempre en la dirección más conveniente a la democratización educativa. Representantes significados en la defensa de los derechos y libertades que reconoce la Constitución muestran aquí, respectivamente, la particular percepción que, como madres y padres de alumnos, docentes y estudiantes, tienen de los cumplimientos que haya propiciado el desarrollo del art. 27. Este segmento del libro es el que, posiblemente, más recuerda lo que, sin contar otros momentos de la propia historia castellana, fuera en el último tercio del XVIII francés el “Cuaderno de quejas”. Al final, un epílogo recapitula las razones por las que, tanto del ensayo historiográfico como de las vivencias compartidas de la comunidad escolar, se desprende la conveniencia de que el susodicho artículo sea reconsiderado en sede parlamentaria como el modo más solvente de mejorarlo de manera estable y sin contradicciones entre los principios de igualdad, libertad y solidaridad fraterna.
1.2. Nuestra sugerencia En este ensayo, las “quejas” o incumplimientos muestran que en el sistema que hemos construido hay aspectos manifiestamente mejorables que seguirán generando confusión y desprestigio si no se modifican. Continuaremos con políticas más o menos tecnocráticas, de arriba abajo, de las que no cuentan con los actores de una posible transformación a través de la escuela. No iremos a lo que de verdad merece reformarse; por ejemplo, “hacer una renovada lectura del derecho a la educación” a la luz de las nuevas condiciones sociales, culturales y tecnológicas (GIMENO, 2006, pág. 41). La perspectiva de tiempo largo que se adopta en este análisis sugiere insistir sobre un punto neurálgico que, de proseguir, solo prolongará la apariencia de que el Estado cumple, aunque esté haciendo dejación de su obligaciones. La tensión ya no está en lo soñado por muchos ciudadanos de los siglos XIX y XX de un puesto escolar para todos, sino en la aguda desregulación que genera un mediatizado Estado de Bienestar. No solo hemos llegado tarde a la escolarización universal, sino que se ha rebajado la atención cualitativa que esta debe tener en cada escuela o colegio del país. El cumplimiento constitucional de un baremo exigente del derecho a la educación de cada alumna/o no alcanza demasiadas veces los indispensables requisitos de inclusividad democratizadora que deba perseguir una educación pública de calidad. Revisar la redacción del art. 27 CE sería una óptima ocasión para que las nuevas generaciones de votantes actualizaran la decisión de que, legislativamente, se eliminara la posibilidad de apartamiento discriminatorio por razones ajenas a la libertad electiva de los estudiantes y, en su caso, de las familias y tutores. Urgiría a fortalecer la educación pública como eje neurálgico del sistema educativo y ejemplificaría que la justicia distributiva ha de ser prioritaria con quienes más carencias tengan. © Ediciones Morata, S. L.
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Al someter a consideración la validez de una redacción ambigua del derecho universal a la educación en 1978, tenemos presente la última interpretación del art. 27 que ha desarrollado la LOMCE. Cómo su “mejora” ampara un sistema profundamente reproductor de un modelo productivo propio de país periférico, muy dependiente de colonizadores externos. Parece que hubiéramos de aspirar a una educación pública devaluada, destinada a que la mano de obra disponible hubiera de ser de antemano barata y muy dócil en una sociedad desmovilizada. Sin interpretaciones fantasiosas, es difícil admitir que la versión que esta ley hace del precepto constitucional case bien, entre otros, con el art. 14 CE que, recuérdese bien, establece que no puede prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión u opinión; o con el art. 9.2 del mismo rango, que establece como obligación de los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos sean reales y efectivas, así como remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud o facilitar la participación en todos los sectores de la vida, incluidos los relativos a la cultura (y obviamente a la educación). Agréguese a todo ello que, desde 2009, la inversión educativa sigue descendiendo hasta el 3,8 % del PIB cuando ya se han dejado de invertir casi 9.000 M€ y se ha expulsado a unos 40.000 profesores de los centros públicos, mientras se potencia la privatización del sistema y no se modifica una organización pedagógica ominosa para el alumnado que “fracasa” o lo “abandona temprano”. Sin revertir esos recortes ni derogar la LOMCE, la fiabilidad del pacto que proyecta el PP no tiene garantías y, a fecha de 08.03.2018, ha provocado que ya sean dos los grupos parlamentarios importantes que la ven muy insuficiente. Las “mejoras” de esta ley —en connivencia con el anhelo de distinción y exclusividad social en muchas familias—, incrementan las marcas de asimetría del alumnado, la ignorancia maleducada y la desigualdad excluyente, que pasarán factura. La interpretación del art. 27 CE que sostiene esta ley no va en la senda de lo que fue razón primordial del derecho a la educación, y no contribuye a que las relaciones sean más justas y equitativas, nutrientes imprescindibles para la moral colectiva de un país moderno y libre en un mundo aceleradamente cambiante.
2. La “solidaridad” como precepto La reflexión de este libro, sustentada en el análisis del pasado educativo, propone, ante todo, que un posible pacto no será de verdad “político” si no es de verdad “social”. Con independencia de que la reconsideración del artículo 27 sugiera la de otros aspectos conexos —y en particular los Acuerdos de 03.01.1979 con el Vaticano—, no pierde de vista el surgimiento del derecho universal a la educación, por el peso que tienen sus incumplimientos y mixtificaciones. © Ediciones Morata, S. L.
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Las variantes de la pobreza —lo “social”— han sido siempre la piedra de toque de toda política democrática, y para atenderla se ha echado mano, según momentos históricos, de la philía, caridad, filantropía, beneficencia, solidaridad, justicia social, y del Estado de Bienestar. Cuando las exigencias de este se han relajado, con pretextos diversos —señeramente desde la caída del Muro de Berlín— la perspectiva jurídica de “la fraternidad”, que fuera emblema en 1789, todavía puede motivar el trabajo social con los más débiles completando los huecos dejados por la “libertad y la igualdad” (PUYOL, 2017), lo relevante de ese concepto para esta relectura del art. 27 es que su implicación con lo “social” no induzca a inequidad de trato; que, como “solidaridad”, su exigencia de “buena educación” para todos comporte una justicia distributiva capaz de reparar diferencias no deseadas que puedan impedir las opciones vitales de los educandos. En esa perspectiva, nadie ha de quedar excluido de ese bien principal en la vida social y ese modo de atención ha de ser motivo de orgullo colectivo. Tenemos presente que este recorrido no ha sido sencillo y que, antes de llegar a esa pretensión cívica de la educación como derecho, la cultura dominante fue otra; la necesidad de una moral colectiva y no que cada cual haya de apañarse como pueda frente al abuso o la impotencia no se debería desandar ahora. La philía aristotélica superó el individualismo para asociarse a otros (LLEDÓ, 1999), pero es insuficiente; excluía mujeres, esclavos, niños y extranjeros; únicamente incumbía a la justicia entre iguales, los varones adultos nacidos en la ciudad, a fin de que la polis lograra sus fines. En cuanto a la caridad cristiana, que tanto universalizó la fraternidad, despolitizó las exigencias de su proyección moral más allá de la conciencia subjetiva y la salvación personal. Las “escuelas de caridad y parroquiales” que proliferaron en la etapa de “cristiandad” para ocuparse de la infancia pobre, ya se diferenciaban de las destinadas a hijos de familias acomodadas. Pronto evolucionaron hacia un pragmatismo ancilar: clasificar a los pobres, disciplinarlos y procurar que fueran mano de obra rentable en talleres y servicios preindustriales. Por su repercusión en España, no es menos relevante advertir que la caridad —que no la justicia— fue directriz principal de la Rerum novarum de León XIII en 1891, cuando la preocupación política ya era la pobreza de los asalariados del capitalismo industrial ante el riesgo de que pudieran desestabilizar el orden burgués y el valor sagrado de la propiedad. En contraste, los informes a la Comisión de Reformas Sociales habían documentado, entre 1889 y 1903, la corta contribución de las instituciones de caridad a la solución real de los inquietantes desajustes socioeconómicos, aparte de que, según algunos informantes, su potencial consistía en sostener la humilde resignación de los pobres (MENOR, 2008, pág. 279). No había sido, por demás, el paternalismo caritativo el que había militado por la extensión de la educación o su equidad, sino su consideración como derecho inscrito en la naturaleza humana basado en la aspiración, más que centenaria, a © Ediciones Morata, S. L.
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la igualdad. La configuración como servicio público de tal derecho se produjo a partir del cuestionamiento de las condiciones sociopolíticas y económicas que regían en el Antiguo Régimen, del que la Iglesia era parte privilegiada. Tal exigencia emancipadora es la que hace inteligible la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y, enseguida, los derechos y obligaciones educativas del Estado en las constituciones francesas de 1791 y 1793, o, en 1905, la ley (francesa) de separación de Iglesia y Estado. El cambio de paradigma supuso, obviamente, fuertes tensiones, amén de importantes repercusiones en España. Garantizar que los pobres pudieran subsistir con dignidad y que la concentración de recursos económicos en unos pocos no pusiera en riesgo la libertad de los más pobres para ser dueños de sí mismos, sería en adelante el gran reto. Evitar los excesos de un individualismo incontrolado o una homogeneización que elimine la libertad individual, y que todos puedan vivir cumpliendo sus legítimas aspiraciones no ha dejado de producir —desde el propio final del XVIII—, posturas enfrentadas respecto al derecho de propiedad, la libertad económica, la representación política o que la caridad cristiana pueda ser sentimiento relevante en el ámbito privado pero sin obligación política institucionalizada. No obstante, ya no desapareció de la escena la necesidad de atención a “lo social” en el plano jurídico-político, y esto es relevante en la reflexión de este libro. Para Robert Castel fue la incapacidad de las regulaciones morales subjetivas para atender las aspiraciones de las “clases inferiores” y la resistencia a una concepción distinta lo que abrió camino a la invención del “Estado social”, que, sin obviar “el antagonismo de clases, al mismo tiempo lo eludía” (CASTEL, 1997, págs. 270-273). Ello habría sucedido especialmente desde que, en la revolución de 1848, se plasmó constitucionalmente en Francia el “derecho al trabajo”. La cuestión política pareció resuelta, pero no se solucionaron los problemas de los nuevos pobres, los obreros. Pronto la inestable situación asoció atenderlos invocando “solidaridad” y se empezó a hablar de “derechos en el trabajo”. Este concepto, más flexible, mantenía connotaciones secularizadas que conectaban con los ideales republicanos primeros, podía cobijar un socialismo democrático, se acomodaba a lo que reclamaba el sindicalismo y facultaba —como antídoto frente al egoísmo de la “Economía política” clásica— la construcción negociada de un “Estado Social”. Se abría paso, de este modo, una “Política económica” en capítulos como Sanidad, Trabajo, Pensiones y, cómo no, Educación. En España, también la atención a la pobreza fue cambiando su metamorfosis conceptual y asistencial, incluso cuando a mediados del XIX pasó a llamarse eufemísticamente “la cuestión social”. Para velar por los problemas que empezaban a generar los asalariados, surgió en 1857 —en la Ley de Instrucción Pública de Claudio Moyano— la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (RACM). En sus actas y publicaciones quedó reflejada en detalle, además de su finalidad de “adoctrinar a las clases menos ilustradas e inspirarles el sentimiento © Ediciones Morata, S. L.
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del deber, el amor al orden, el respeto a la autoridad y cuanto, en fin, puede conducir a mejorar su condición”, la percepción de estas preocupaciones sociales por parte de las élites dirigentes (MENOR, 2006, pág. 29). Un trabajo de Concepción Arenal trató, en 1861, de conciliar las tres modalidades de atención existentes —caridad, filantropía y beneficencia— justo cuando el movimiento obrero empezaba a reclamar justicia. Pronto la RACM testimonió el peso de la estrategia de “seguridad social” que Bismarck había planeado en 1882 para frenar el socialismo y la influencia de las iglesias en el imperio prusiano (MENOR, 2008, pág. 121). Contribuyó a que aquí aparecieran la Comisión de Reformas Sociales (1883), el Instituto de Reformas Sociales (1903), posteriormente el Instituto Nacional de Previsión (1908) y, en paralelo, las sucesivas normas e instituciones protectoras que, desde la Ley Dato de aseguramiento de accidentes de trabajo (1900), nos adentraron parsimoniosamente en el Estado Social. Lo que en nuestro libro se analiza tiene que ver con este proceso de intervencionismo del Estado sobre la sacralizada propiedad privada en aras de un bien común superior de armonía social. También, con su evolución después de la II Guerra Mundial, cuando esos derechos se ampliaron básicamente por razones de fondo similares. El “Estado de Bienestar”, generalizado en Europa a instancias del keynesiano Plan Beveridge (1942), fue principalmente un pacto social por una sociedad más justa y estable en un tiempo de sostenida conflictividad no solo de “Guerra fría”. Eso mismo pretendió traducir similarmente, a mayor escala, La Declaración de los Derechos Universales de 1948 —que España tardaría en firmar— y la Convención de los Derechos del Niño, de 1989, que España ratificó en 1990. Pero los efectos del Estado social y del posterior Estado de Bienestar sobre las clases trabajadoras de nuestro país llegaron de manera lenta, mediatizada y en fechas dispares según qué aspectos. Es decir, que su traducción en las características adquiridas por el sistema educativo español en la secuencia temporal en que transcurren los capítulos tres al cinco de este libro, no contaron con la mejor de las tradiciones para asentar una democratización sólida de la educación. Esa morosidad de un debilitado Estado en cumplir la solidaridad institucionalizada de las políticas sociales —en contraste con las económicas— explicaría las deficiencias y tardanzas persistentes en cumplir con las responsabilidades que plantean las políticas educativas exigidas desde el art. 27, y asimismo los arts. 9.2,10, 14 y 39 de la Constitución española de 1978. Desde esta perspectiva, la cuestión urgente respecto al antes, en y después del pacto que se pretende, es hacia qué lado quiere inclinarse ahora su cumplimiento. Rebajar sus exigencias de solidaridad, especialmente en la red pública, sería degradante.
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3. La reflexión historiográfica Con ese trasfondo de “lo social”, y puesto que este es un ensayo historiográfico sobre la amplitud democrática del sistema educativo, sus razones se acentúan desde su evolución diferencial como derecho. En la historia de la educación no solo queda reflejada la preocupación de los grupos dirigentes de unas u otras etapas. Los variados ingredientes que durante más de 160 años han quedado plasmados en los currículos y en las didácticas del profesorado repercutiendo en las capacidades de las sucesivas cohortes estudiantiles, son más perceptibles al comparar de nuevo lo acontecido en Francia y en España proporcionando motivos adicionales por los que el art. 27 debiera ser reconsiderado.
3.1. Comparaciones A sensibilidades distintas, discrepancias significativas. La prontitud solidaria de Francia en legislar el derecho a la educación fue formalizada de modo laico algo después de un siglo más tarde. Fue en 1905, en la Ley Briand, cuando se separaron Iglesia y Estado (TORRES, 2014, pág. 214), tras un disputado debate en que descolló la aportación de Émile Durkheim y L´Anné Sociologique. Sus enfoques influyeron en la reflexión acerca del papel de la escuela pública para fundamentar una moral social distinta de la predicada desde una perspectiva religiosa. En ese esfuerzo, la relación profunda de Durkheim con el socialista Jaurês4 y con un nutrido grupo de intelectuales jugó un papel eminente. Se enfrentaban a otros grupos de gran relieve cuya apuesta prioritaria eran la libertad y subjetividad individuales, de donde saldría el enfoque neoliberal del ser humano y la sociedad respecto al gran mercado económico (ÁLVAREZ-URÍA, 2017, pág. 43). La separación entre las dos grandes instituciones —Iglesia y Estado— aconteció en un momento en que la dejación de los viejos códigos de conducta y el desarrollo capitalista habían agudizado los procesos de individualización. La contribución democrática de personalidades del conocimiento y la cultura implicándose en la convivencia colectiva y en crear un tejido político y moral en torno a los valores republicanos de la libertad, la igualdad y la fraternidad, hizo que nuestros vecinos procuraran que la escuela, como espacio de intercambio entre el profesorado escolar y los estudiantes, aunara a las enseñanzas la sensibilidad, el derecho y el compromiso para ejercitar libremente la deliberada voluntad de vivir libres e iguales (DUCLERT, 2015, pág. 9). En esa ambición de una sociedad civilmente bien entrelazada se mueve la escuela pública francesa, según plasmó en 2013 su Carta de la laicidad en la escuela (Ibidem, pág. 413). 4 “L’enseignement laïque” (La enseñanza laica). Discurso de Castres, 30 julio 1904: Jean Jaurès. (Leído el 20.12.2017 en https://www.marxists.org/francais/general/jaures/works/1904/07/laique.htm).
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Entretanto, en la España anterior a 1978 preponderó la tendencia individualizadora del liberalismo doctrinario del XIX —reduccionista del derecho universal a una buena educación—, junto a un poder de la Iglesia no solo intacto sino reafirmado desde el Concordato pactado en 1851, antes de que se generalizara la preocupación del Estado en este terreno. Todo el siglo fue una encarnizada lucha por la laicización del poder civil entre las fuerzas progresivas y un conservadurismo aliado con la jerarquía católica para no ceder en los privilegios del pasado. El enfrentamiento más que simbólico de esos dos mundos —en medio de varias guerras civiles, múltiples golpes de Estado y desastres coloniales— tuvo momentos especialmente fuertes, de los que lo ocurrido en los años 30 del pasado siglo tiene especial valor para entender el panorama educativo que precede a la firma del art. 27 CE: “La II República española es —según sostiene Mariano Pérez Galán— un acto más, en determinados aspectos, de esa lucha que se mantuvo durante más de un siglo entre la Iglesia incapaz de evolucionar y los grupos liberales, sin fuerza suficiente para imponer el cambio”. (1975, pág. 10.)
A la construcción de esa tradición privilegiada, que la Ley Moyano había tenido que asumir en 1857, se presta atención en el primer capítulo del libro. Es una etapa en que las controversias sobre el papel del Estado, que tan bien reflejan las actas parlamentarias, son especialmente intensas desde que García Álix, seguido del Conde de Romanones, inauguraron el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1900 (TURIN, 1967, passim). Esas tensiones serían más agudas desde que en 1876 se creó la ILE (Institución Libre de la Enseñanza) al amparo precisamente de una amplia interpretación de la libertad de enseñanza. Opuesta a la que invocaban con carácter exclusivo y excluyente el sector eclesiástico y sus aliados, ocasionó que el pleno desarrollo del proyecto institucionista fuese coartado y 60 años más tarde cercenado. La iniciativa pedagógica de Giner, exitosa al institucionalizarse la Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto-Escuela, las becas en el extranjero y otros proyectos, perdió la pugna. El Gobierno de Burgos, se encargaría, desde octubre de 1936, de “amputar con energía” —como dijo Ibáñez Martín en 1940— aquella libertad de cátedra y de conocimiento. Ese año, editorial Fax pregonaba las nuevas aspiraciones del clero (PÉREZ MIER, 1940, págs. 537-603). Otro Concordato las recogería en 1953 para asegurar que las consignas catequéticas de la Divini illius Magistri (1929) tuvieran la exclusiva de la reconstrucción moral de la educación nacional, una “acción misionera” que, según Fernández de Castro, se llevó a cabo del lado de los vencedores y “en contra de la historia” (1966, pág. 217); en principio, hasta la Constitución de 1978. Los cuarenta años de la deriva que trajo la dictadura franquista —que se analizan en el capítulo dos— han tenido continuidad con abundantes marcas en los otros cuarenta posteriores. En los capítulos tercero, cuarto © Ediciones Morata, S. L.
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y quinto de este libro se verá cómo hay constancia de ellas no solo en la redacción del art. 27 CE, sino en el hilo que recorre la legislación educativa española desde la LOECE, en 1980, pasando por la LOCE en 2002, hasta el neoliberalismo puesto en práctica por Esperanza Aguirre y que la LOMCE ha querido normalizar en 2013. Lo acontecido en Francia había tenido fuerte repercusión en España. Tantas congregaciones afluyeron para enseñar —además de las que las crisis coloniales aportaron— que Canalejas trató de regular su flujo en diciembre de 1910. Pero su “ley del candado” suscitó una enorme oposición en la ACNP (Asociación Nacional Católica de Propagandistas) y en el periódico El Debate reanimando el conflicto que, sobre todo desde los años 30 del XIX, habían venido sosteniendo con instrumentos y medios como Razón y Fe (desde 1901). Con la encíclica de Pio XI, la Iglesia reafirmó su papel mediador ante el destino trascendental del hombre hacia el cual deben dirigirse todas las cosas: “no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada hacia este fin último”, y en consecuencia “no puede existir otra completa y perfecta educación que la educación cristiana” (Divini illius Magistri, 5, pág. 538). La Jerarquía católica en España, que ya acumulaba esfuerzos en defender celosamente su hegemonía desde antes de la II República, acreditó abundantes méritos entre 1936-39, para que la “equidad” y “libertad” quedaran sometidas en educación —y en otros ámbitos de moral social— al derecho que se le reconocía, como “sociedad perfecta”, a crear colegios, formar profesores, educar la infancia y la juventud. En ello había implicado a empresas de diverso tipo y a sus asociaciones de padres —garantes de su “libertad de enseñanza”, de la existencia de una escuela confesional y del reparto social de alumnos y alumnas— para exigir las correspondientes subvenciones a cuenta del erario público. Esta recia posición —preponderante pese al Vaticano II— es la que precede a la redacción de la Constitución de 1978 y se consagra en los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, como se analiza en el capítulo tercero del libro. Después de casi cuarenta años, han servido a la LOMCE para justificar el trato privilegiado a las redes privadas, donde la Iglesia mantiene predominio y un constructo discursivo exclusivo que, en ocasiones, sigue pautas de un pasado absolutamente autoritario y patriarcal (ÁLVAREZ-URÍA, 2016), amén de una presencia poderosa de la Religión en la red pública. Preferir este desarrollo del art. 27 CE, hacer caso omiso de su ambigüedad y no limitarlo o revertirlo en el presente pacto —o en una nueva redacción que asegure una mejor democratización educativa— relega o potencia “la solidaridad” que la exigible universalización democratizadora de la educación requiere. La cautiva división estructural que todavía sostiene el sistema educativo español reproduce en gran medida la divisoria social entre grupos acomodados y populares que, sumada a idearios particulares y a la licencia para que se diversifiquen los niños y las niñas, dificulta que todos y todas se sientan de raíz igualmente libres para cooperar solidariamente en la construcción de un © Ediciones Morata, S. L.
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mundo en que los abusos de los fuertes estén alejados de nuestra convivencia. Ni es ejemplarmente equitativa con los más vulnerables ni ayuda a que la profesionalidad docente sea homologable en todos los centros educativos.
3.2. Y amnesias A este conjunto de razones, cabe añadir, en esta perspectiva historiográfica, silencios elocuentes de los currículos escolares. Antonio Viñao ha estudiado cómo la presencia de la Historia en ellos —lo que conviene saber al educando— no es longeva (VIÑAO, 1982). Discutible es si conocer lo realmente ocurrido es valioso para analizar y decidir mejor en lo tocante a ser ciudadanos responsables: los locus desde los que los docentes de Historia trabajan los currículos son múltiples y no todos explican o justifican, describen o descubren lo mismo. Muchos “idearios” explícitos u ocultos de los centros —aparte de convencimientos prejuiciados (HERNÁNDEZ, 2016)— no lo permiten o prefieren el adoctrinamiento. El cambio que sin duda ha habido en estos 80 años no impide que haya asuntos o aspectos en que ha sido inapreciable. Lo advirtió Emilio Castillejo analizando los libros de texto de Religión católica (2012: pág. 286) y lo mismo cabría decir de los de muchas otras áreas de conocimiento, comodines rutinarios para lo que debe ser un docente competente (MARTÍNEZ BONAFÉ, 2002). Y de lo acontecido con la historia de las políticas educativas españolas, Manuel de Puelles, rindiendo homenaje a Yvonne Turin y a Pérez Galán, aseguraba que habían contribuido “en alto grado a avivarle el deseo de recuperar una historia que se nos había hurtado” (2010b, pág.15). Antonio Viñao, a su vez, señaló aspectos “que muestran tanto el peso, todavía perceptible, de las negativas consecuencias de la guerra civil y de la dictadura franquista, como de las fuerzas opuestas a dicha modernización” (VIÑAO, 2004, pág. 260). Mariano Pérez Galán, en fin, ya había escrito que, con los nuevos aires de la victoria, “a favor de las circunstancias políticas, la enseñanza confesional barrería a las otras dos orientaciones político-pedagógicas [“la liberal” y “la proletaria” con sus variantes], quedando así en exclusiva la enseñanza católica como la única permitida en nuestro país”. Y también había advertido entre las consecuencias de la política educativa de los años de posguerra que “la exclusión de las otras dos tendencias pedagógicas y culturales no hizo sino empobrecer el desarrollo intelectual de nuestro país a límites que todavía padecemos. (1975, pág. 327.)
Ese empobrecimiento, dominante en el sistema educativo español anterior a 1978, sigue siendo fácil de advertir. En febrero de 2015, al publicarse en el BOE el diseño curricular de Religión, muchos columnistas explicaron la situación de privilegio que los poderes del Estado habían concedido a la Iglesia más allá de los idearios de sus centros privados y concertados. Los artífices de la LOMCE © Ediciones Morata, S. L.
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habían dispuesto en 2013 que las aulas continuaran la dinámica en que la jerarquía católica conformaba la conciencia del común a pesar de que la “tercera oleada” del proceso de secularización alcanza a más proporción de estudiantes que de personas que se confiesan practicantes, lo que evidencia que, si los colegios confesionales son, ante todo, “espacio privilegiado”, antes que espacio religioso (PÉREZ-AGOTE, 2012, pág.134), menos justifica que en los públicos se preceptúe en horario escolar la presencia curricular de una catequesis claramente diferenciadora de opciones cognitivas y morales. Amnesias hay, por otra parte, exigidas de algún tipo de reparación en toda política de pacto educativo que tenga propósito de enmienda. La arbitrariedad autocrática que impuso la victoria sobre la República cuarenta años antes del art. 27 justificó depuraciones de quienes habían apoyado su ambición democrática; apadrinó las regresiones que el nacionalcatolicismo implantó desde instancias determinantes para instrumentar oposiciones y cátedras; y damnificó a varias generaciones de estudiantes, profesores, maestros, periodistas y escritores que no pudieron desarrollar su aprendizaje a la altura de las características de una libertad de conocimiento homologable. La grieta y retroceso (OTERO, 2006) que todo ello generó —también en otras libertades— tuvo tal profundidad que sus huellas todavía son detectables, pese al tiempo transcurrido. Afloran, incluso, en eventos tan efímeros como conmemoraciones y callejeros urbanos, ocasiones en que las malquerencias pueden resurgir. Más lamentable es, sin embargo, que, si por medio se pone en cuestión la nomenclatura que los vencedores de la guerra impusieron en centros educativos, su continuidad quiera ser justificada con burdos ahistoricismos (MENOR, 2004, pág. 16). Para un pacto actual, mínimamente responsable, este libro quiere contribuir a que, al tratar cualquier mutación organizativa o curricular valiosa para una educación comprometida con la ciudadanía, no pueda alegarse, por amnesia, que haya de ser apolítica o tecnocrática, supuestamente ajena al pasado y al presente social.
4. Empezar de nuevo En la conversación democrática sobre políticas sociales, si ficción es que lo meritorio de la educación española haya sido obra de una mano invisible en que neoliberalismo y catolicismo concordaran, fantasía es igualmente que esté garantizada la equidad que el art. 27.1 de la Constitución exige. La escolarización existente es insuficiente: mantiene ámbitos, concesiones estructurales y abandonos organizativos que distorsionan la universalización educativa que se necesita hoy. La perspectiva de tiempo largo de este ensayo, desde antes de ese precepto, muestra cómo al éxito indudable en la universalización educativa le acompañan limitaciones que condicionan los retos actuales: por ejemplo, el discurso © Ediciones Morata, S. L.
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neoliberal de la llamada calidad de educación medida en términos de rendimientos escolares y no de procesos de aprendizaje, que “es en realidad la antesala —una de ellas— en la que se prepara la transformación de una sociedad de ciudadanos en una sociedad de clientes y consumidores” (PUELLES, 2000, pág. 35), olvidando así, por otra parte, que la auténtica calidad depende en gran medida de que la combinación efectiva de “universalidad” y “libertad” no reduzca el alcance de “la igualdad”. Cualquier acuerdo, pacto o revisión constitucional que oriente la actuación política en estos momentos indicará, por consiguiente, el alcance de la aspiración a la igualdad y “solidaridad” que se ambiciona. Si no comportan exigencias suficientes desde la perspectiva de la justicia —con una ética atenta a los otros— banalizará más la funcionalidad del sistema educativo, y mientras, gran parte de la comunidad que lo constituye e integra no cejará hasta ver cumplida la atención a sus derechos. Seguirá haciendo buena la decisión del apicultor de Lars Gustafsson: “Empezamos de nuevo. No nos rendimos” (2015, passim).
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