LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO. Fernando Morote [Fragmento]

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LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO

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LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO

Fernando Morote

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LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO 1a edición: Bizarro Ediciones, 2008

© Fernando Morote 2008, 2018 Editor: Ediciones Erradícame Diseño y diagramación: Ediciones Erradícame Ilustración de portada: El café de noche (1888) Vincent Van Gogh


[Fragmento]



Miré por la ventana el Rambler celeste de techo negro y me puse a llorar. Papá Teodoro y Mamá Julia esperaban en la puerta de la casa, como todos los sábados por la tarde, para llevarme a pasear. —¡Diles que no quiero ir, Vero! —supliqué a mi hermana. Papá Alfredo y Mamá Marina nunca se oponían. Tampoco explicaban por qué las cosas eran de esa manera. Ellos eran mis papás. ¿Los otros también? Me obligaban a ir donde no quería. Me vestían de punta en blanco: saco de paño, pantalón de polyester y hasta pañuelo de seda en el cuello. Me untaban un kilo de gomina en la cabeza. Y encima de todo me sentaban en el medio del asiento delantero. Me sentía el niño más estúpido del mundo. Una tarde estacionamos en el malecón de Chorrillos para tomar helados. Subido en el 149


pequeño muro de ladrillos rojos solté un discurso. Fue tan sorprendente mi actua­ ción, con gesticulaciones y ademanes de adulto, que varios transeúntes se detuvie­ ron a observarme. Terminaron felicitando a mis padres por el hijo tan brillante que tenían, dotes de político, según afirmaron, y hasta me tomaron una foto. De regreso a casa parábamos a tomar lon­ che. Comíamos hot­dogs con mostaza y tomábamos jugos de naranja. Papá Teodoro siempre pedía picles. —¿No te gustan? —me decía encantado. Me daban asco, pero nunca se lo dije.

* * * * * Odiaba mi apellido. Sonaba a nombre de dibujo animado, no inspiraba ningún res­ peto. Cuando los profesores pasaban lista los demás se reían. Me ponían apodos. En la mesa­estadio donde jugaba con mis sol­ dados­futbolistas había escrito con letras mayúsculas, sobre lo que sería la zona de suplentes, mi nombre de pila seguido del apellido italiano de Papá Alfredo. —¿Por qué has escrito eso? —me reprochó Mamá Julia cuando lo descubrió— ¿Acaso no sabes cómo te llamas? Traté de hacerme el desentendido. 150


—Ahora lo borro, mamá —le dije sin levantar la vista. Cuando me preguntaban en el colegio có­ mo se llamaba mi papá, no sabía qué res­ ponder. ¿Cuál de los dos debería decir? ¿Alfredo? ¿Teodoro? ¿Acaso podía esco­ ger? Papá Alfredo era mi papá porque vivía con él, me llevaba al colegio y pasábamos juntos los veranos en Punta Hermosa. Pero Papá Teodoro también era mi papá porque salía de paseo con él los sábados por la tarde, me regalaba libros y me reprendía cuando sacaba malas notas. Nadie en el colegio tenía dos papás y dos mamás. Me alegraba sólo cuando recordaba que podía recibir doble regalo el día de mi cum­ pleaños y en Navidad.

* * * * * —Me cuidan muy bien al bebe, ¿ah? —les recomendó mi mamá—. Así aprovecho de pagar el club antes de bajar a la playa. Confío en ustedes, chicos. —No se preocupe, señora —adelantó a decir uno de ellos—. Lo deja en buenas manos. En Punta Hermosa todo el mundo estaba acostumbrado a caminar sin zapatos. Mis hermanos y sus amigos cargaban entre tres sus tablas hawaianas. Enrique empujaba el 151


cochecito mientras los demás bromeaban sobre mi pelo. —Oye, este Tramboyo es bien trinchudo ¿no? —dijo alguien—. ¿De dónde lo han sacado? Ustedes no son así. —No jodas, hombre —respondió Pedro secamente—. Es mi hermano también. Cuando llegamos al malecón mi mamá había instalado su sombrilla en el sitio de siempre y se encontraba conversando con una amiga. —¡Marina! —gritó Enrique. Mi mamá volteó e hizo adiós con la mano. Los amigos de mis hermanos observaban expectantes. —¡Ahora! —gritó uno de ellos. Enrique, con un suave movimiento, empujó el cochecito escaleras abajo. Mi mamá se puso de pie bruscamente. —¡No! —gritó. Demasiado tarde. El coche, conmigo adentro, empezó a saltar peldaño tras peldaño, casi desarmándose por partes, hasta llegar a la arena. Mi mamá corrió a rescatarme. Yo estaba llorando a gritos, gimiendo a llanto pelado, con los ojos saltados del susto.

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Mi mamá me abrazó fuerte, apretándome contra su pecho. Levantó la vista hacia el malecón y vio a mis hermanos y sus amigos convulsionando de risa. —¡Buena, Tramboyo! —gritaban algunos, haciendo adiós con las manos.

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Los menospreciaba por estudiar en un co­ legio particular de menor categoría que el mío. Al mismo tiempo los admiraba por su osadía. No sería fácil pasar desapercibidos. Fueron ellos quienes decidieron que lo más prudente era refugiarnos en la Costa Verde hasta volver a casa. Con los pantalones re­ mangados, inclinados sobre una acequia, tratábamos de atrapar pececillos cuando sentimos una presencia encima de nuestras cabezas. —Qué hacen ahí, muchachos —preguntó uno de los policías. —¿No deberían estar en clases a esta hora? —preguntó el otro. Nadie respondió. Sólo nos miramos con esa mueca típica que quiere decir “¡la cagada!”. Devolvimos los pececillos a la acequia. Los policías nos subieron al pa­ trullero. “Putamadre” pensaba yo, muerto de miedo “Qué le voy a decir a mi papá”. El mono Raúl y Micky estaban rígidos. El 153


oficial alto, rubio, de lentes oscuros, entró a la comisaría de Barranco diciendo: —Dónde están los otros. —En el patio, mi teniente —respondió un suboficial. —Lleven a éstos también y fórmenlos con los demás. Otros chicos esperaban alineados en doble fila. —Aquí están todos los vaqueros, mi te­ niente —anunció el suboficial. —Bien —dijo el teniente—. Un poco de ejercicios y después a los turcos. El sol había despuntado, sudábamos como chanchos, algunos sufríamos los estragos. Como resultado de un juego que consistía en girar el cuerpo a toda velocidad alrede­ dor del dedo índice clavado en el suelo, varios llegamos a quedar mareados como pavos borrachos antes de ser sacrificados en Nochebuena. —¡Ahora a las duchas! —fue la orden del suboficial al finalizar la media hora de educación física forzada. El severo olor a pécora que invadía el ambiente del baño provocaba náuseas. De las duchas salía un potente chorro de agua congelada. Tiritábamos. El mono Raúl parecía un auténtico chimpancé sobándose 154


los brazos peludos para entrar en calor. Me sentía humillado por tener que pasar ese bochorno, calato, delante de los policías hijos de puta. Nos pasaron unos trapos mugrientos para secarnos. Después orde­ naron que formáramos una nueva fila en el patio. —Llamen teniente.

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“¿Peluquero?”, fue la pregunta que se di­ bujó al instante en la expresión de todos. Efectivamente, tijera en mano, hizo su aparición un tipo descachalandrado vis­ tiendo una bata que alguna vez fue blanca. Lo seguía otro suboficial cargando un banquito de madera. Atónitos, observamos el procedimiento. No era un corte de pelu­ quería, ni siquiera de cachaco. Era un tras­ quilamiento salvaje. —Estás huevón —le susurré al mono Raúl—. Mi viejo me va a matar. El peluquero avanzaba inexorable. Bajo sus manos implacables emergían los cueros cabelludos de cada muchacho. El subofi­ cial pasaba detrás ofreciendo un minúsculo espejo. Algunos empezaron a llorar. Cuan­ do llegó mi turno sentí que me iban a re­ banar el cuello. El peluquero hizo con mi cabeza lo que quiso. 155


—Así que son pendejos, ¿no? —dijo el te­ niente al final del procedimiento—. Ahora pueden irse a sus casas y contarle a sus pa­ dres lo que han hecho. No quiero verlos de nuevo vagando por las calles cuando de­ berían estar estudiando en el colegio. Caminamos sin rumbo durante largo rato, sólo atinamos a usar las chompas del uni­ forme como sombrero. —¡Hijo, pero qué te ha pasado! —gritó Mamá Marina al verme llegar. Se me caía la cara de vergüenza. Papá Alfredo, indignado, amenazó denunciar al oficial que había cometido semejante exceso. —No puede ser posible que hagan esto con el muchacho —dijo mi papá—. Esos infelices merecen un castigo ejemplar. ¡Que les den de baja, carajo! Después de quejarse con el tío Juan Benavente, que era general de la policía, mi papá averiguó que se trataba del gringo Méndez, hijo de un amigo de la familia, vecino además de Mamá Julia en la quinta de Pedro de Osma. Al no conocerme, ni yo a él, no hubo forma de que hiciera una excepción conmigo. —Ya deja, Alfredo —dijo Mamá Mari­ na—. No vamos a hacerle un daño al 156


gringo Méndez ahora. Él estaba haciendo su trabajo nada más. —¡Pero no tiene derecho a dejar así al muchacho, pues Marina! —protestó mi papá. —Mira —dijo mi mamá—, mejor vamos a llevar a Federiquito al peluquero de la Avenida Grau, a ver si puede arreglarle un poco la cabeza. Eso también le servirá co­ mo lección a este zamarro para que no vuelva a hacerse la vaca en el colegio. Manuel, el peluquero de la Avenida Grau, era estilista, pero no hacía milagros. Las siguientes semanas tuve que usar gorro de lana para esconder los huecos de mi cabeza.

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Al entrar a su habitación caí devastado. La habían sentado casi verticalmente sobre la cama, la cantidad de flema que expectora­ ban sus pulmones podía ahogarla en un absceso repentino. Una maraña de tubos, mangueras y máquinas atravesaba despia­ dadamente su cuerpo. Me arrastré hasta ella sintiendo que mi vida se iba junto a la suya. Tenía la boca abierta, los ojos cerra­ dos. Su expresión de dolor reflejaba un largo, insufrible padecimiento. Le tomé una mano y rompí a llorar. Vinieron a mi recuerdo los momentos maravillosos que 157


viví a su lado, cuando me abrazaba con todo su corazón y le decía a medio mundo que yo era el “báculo de su vejez”. Mamá Marina tenía sólo cincuenta y dos años cuando el cáncer la atrapó y la consumió en un santiamén. Después de unos minutos mis lágrimas se despejaron. Papá Alfredo le había tomado la otra mano y ahora él lloraba como un niño, su cabeza enterrada en las sábanas. No estaba sufriendo sólo su propio dolor sino también el mío.

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El long play con lo mejor de Armando Manzanero raras veces era reemplazado por lo nuevo de Julio Iglesias. Mis herma­ nos llegaban con sus esposas, mis herma­ nas con sus maridos, todos cargando un batallón de nanas para los niños. Esos al­ muerzos constituían un acontecimiento so­ cial, más que familiar, para mí. —No somos millonarios, hijo —me había dicho Papá Alfredo una vez—, pero somos ricos. Escuchaba fascinado los rajes de la paren­ tela, celebraba los chistes que contaban, pero permanecía mudo, no me movía del sillón a menos que fuera a servirme otro trago. Me abochornaba cuando el tío Aldo llegaba de sorpresa pidiendo que le hicie­ 158


ran espacio para poder estacionar su auto. Sudaba por todas partes ya que, siendo el más joven del grupo, resultaba obvio que era candidato seguro para el servicio, pero todavía no sabía manejar, y se suponía que a mi edad…Lo mismo cuando me pregun­ taban por las chicas con que salía, decían que ya era tiempo de traer enamorada a la casa. Aún así, al reunirme con mis amigos de La Capullana siempre encontraba la forma de jactarme de lo espléndido que había comido, charlado y reído junto a mi papá, hermanos y cuñados, todos profesio­ nales, autos de lujo, puestos importantes, lugares de moda, viajes al extranjero...

* * * * * Cada vez que Jaime Bonelli y Pipo Berte­ llo sacaban sus bicicletas para dar vueltas a toda velocidad alrededor del parque muni­ cipal me quedaba solo. Me entraban ganas de subirme a una y pedalear junto a ellos. Los envidiaba porque veía cómo se di­ vertían. Hasta podía sentir cómo se di­ vertían. Nunca aprendí a montar bicicleta. Recordaba lo que mi mamá me decía: —Ten cuidado, hijo. Puedes hacerte daño. Mejor déjalo. Tenía miedo de caerme y pensar en el ridículo que podía hacer. 159



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