(IN)DECISIÓN Lucas Berruezo
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(IN)DECISIÓN Lucas Berruezo
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© Lucas Berruezo Editor: Ediciones Erradícame Diseño y diagramación: Ediciones Erradícame
Siempre le costó tomar decisiones. Como ejemplo podía poner aquella vez que, de chica, había estado cerca de cuarenta y cinco minutos (literales) para elegir entre alquilar una película de Frutillita y otra de Los ositos cariñosos. Cuarenta y cinco minutos, con una película en cada mano, mirándolas alternativamente como si ambas jugaran al tenis con una pelota invisible. Con el tiempo, ese defecto no hizo más que incrementarse. En la adolescencia, al elegir ropa; después, al optar por una carrera; más tarde, al ponerle un nombre a su hija. Todo llevaba tiempo, todo era insufrible. ¿Y para qué? Para sentir que siempre tomaba la decisión incorrecta. Si, después de un tiempo excesivo, elegía la campera de jean más clarita con los bolsillos grandes, ni bien salía del local sentía que era mejor la campera más oscura con los bolsillos chiquitos. Y si volvía y la cambiaba, la tortura se repetía en sentido opuesto. Hasta seguía pensando que su hija, que ya tenía siete meses, tendría que haberse llamado India y no Jimena, como efectivamente se llamaba. 5
Hace fuerza, pero no hay caso. Mientras más se esfuerza, más trabado parece el carrito. La voz de su madre se le presenta, fugaz y pertinente. «No me gusta que cruces con la barrera baja. Al tren hay que respetarlo». Y ella que siempre le había respondido con soberbia, con esos argumentos de chica superada: «Hay que ser pelotuda para que te agarre un tren, ma. Hay barreras, luces y sirenas que te avisan que viene. Hasta lo podés ver venir, escuchar venir. Hay que ser pelotuda…». Y ella no era ninguna pelotuda. Incluso en esa fría mañana de julio, de camino al jardín maternal, había visto que el tren venía desde Castelar. Rápido, aunque lo suficientemente lejos como para permitirle cruzar con comodidad el angosto paso a nivel. Y entonces había ocurrido la ironía. A ella, que le costaba tomar decisiones; a ella, que tanto había subestimado a los trenes. El carrito de Jimena, la rueda derecha de adelante más exactamente, se había trabado en el riel de una forma imposible. Al principio le dio bronca, pero cuando empezó a hacer fuerza y a notar que el carrito no cedía, la bronca dio lugar a la desesperación, esa misma desesperación que ahora le impide ver que no se trata de tirar, sino de mirar con atención y destrabar el carrito suavemente. Pero ya es tarde para pensar. 6
El tren se acerca. Con la enorme máquina a menos de doscientos metros, deja de forcejear y da la vuelta para sacar a Jimena. Primero desprende el plástico que cumple la función de proteger a la bebé del frío. Ciento cincuenta metros, como mucho. Sigue con el cinturón, que inmoviliza a la nena por la cintura y los hombros. Cien metros. El cinturón está atascado. ¡De no creer! O sus manos, que tiemblan como nunca, son incapaces de accionar las trabas. Tira de su hija con fuerza. Nada. Jimena llora. Le duele. Cincuenta metros. Siente las bocinas. Tiene pocos segundos para decidir. O salta a un lado con el tiempo apenas suficiente para salvarse, o se abraza al carrito y comparte el destino de su hija. Veinte metros. El piso tiembla. Decide. 7
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