Ediciones JavIsa23
El misterio de Adam Mitchel
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Título: El misterio de Adam Mitchel © del texto: Rocío Mulas www.rociomulas.webnode.es © ilustración de la portada: Jaume Moreso © de esta edición: Ediciones JavIsa23 www.edicionesjavisa23.com E-mail. info@edicionesjavisa23.com Tel. 964454451 Maquetación: Javier Garrit Hernández Primera edición: abril de 2014 ISBN: 978-84-942450-3-9 Depósito legal: CS 116-2014 Printed in Spain - Impreso en España Imprime: Publidisa www.publidisa.com Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de esta obra, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright, salvo citaciones en revistas, diarios, libros, Internet, radio y/o televisión, siempre que se haga constar su procedencia y autor.
RocĂo Mulas
El misterio de Adam Mitchel
A mis padres JoaquĂn y Rosa, que siempre nos han enseĂąado a mi hermano y a mĂ el valor de la felicidad.
Prólogo Su piel no lucía tan pálida como debería ser, según su procedencia, sabiendo que el sol, realmente, apenas le tocaba. Tenía un color crema suave, que ya era más de lo que podría decir cualquiera de los que vivían por allí. Además, se acentuaba al verle aquellos ojos azules con esa singularidad magnífica en su ojo. Nunca se había visto nada igual. No sabía cómo era posible haberse sentido tan lleno de dicha desde su nacimiento hasta la fecha —aunque fuesen pocos años—, y ahora viviese con tanto miedo. Confuso. Siempre había creído que rodeado de tanta naturaleza, de tan pura belleza y bondad, jamás tendría que haberse preocupado de nada, más que de sobrevivir y divertirse. Nada más. Aun así, Sadv le repetía mil veces que no se separase de su lado, que, aunque no lo pareciese, el bosque escondía muchos problemas deseosos de acechar. La verdad es que él apenas escuchaba aquello; en toda la infancia que llevaba, nunca le había pasado nada, pensaba que si no le había sucedido algo en todos esos años, ya no le podría ocurrir nada jamás. Sadv se puso como una fiera tras saber los lugares lejanos que había ido a explorar, y le explicó con sumo detalle todos los peligros a los que podrían enfrentarse si no eran precavidos. De alguna forma, él lo entendió. Y más que eso, lo creyó; creyó realmente en todos esos problemas, e hizo bien. -7-
Realmente, ¿a quién se tenía que enfrentar? Era un niño al que Sadv había educado, pero no dejaba de ser un niño que vivía en el bosque, ajeno a todo. El no saber lo que podía pasar era lo que le hacía tiritar. Sus mechones largos, que deberían ser lacios, pero se encontraban enmarañados, de un color pardo casi negro, se movían sin cesar del tembleque que tenía. Por desgracia, poco tiempo pasó desde las advertencias de Sadv, hasta la comprobación propia de esos peligros. Una gran sombra, alta, delgada, se posó ante él. ¿Un humano más aparte de él? No le dio tiempo ni a averiguarlo; antes de pronunciar palabra alguna, se vio sumido en la más profunda oscuridad, ingenuo a lo que sería su vida a partir de ese momento.
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1 ¿Feliz día de cumpleaños? Malditos días. Esos en los que desde el momento en el que abres los ojos no quieres despertarte. Esos días en los que ves venir una avalancha de catástrofes directas hacia ti, esperando cada uno el momento perfecto para atacar cuando y donde más duele sin dejarte escapatoria alguna. Ese era uno de esos días. Para mi desgracia, tuvo que caer en mi cumpleaños. Pero, ¿por qué? ¿Por qué ese día? Me acurruqué en la cama, no sólo porque tuviera la habitación empapada de ese frío matutino. No quería salir, quería que mi edredón y mis sábanas me protegieran de lo que fuese que pudiese herirme en un día que, en teoría, estaba hecho para que estuviese feliz. Estar enroscada con la cabeza metida en la almohada no funcionaba para sentirme mejor, es más, de la fuerza con la que apretaba con mis manos, creí que me iba a asfixiar. Dejé de intentarlo, para cambiar de postura. Tiré el edredón al suelo con fuerza y desprecio, quedándome con las piernas y brazos extendidos, también destapados, y aún acordándome del frío. Me quité la almohada y la tiré con fuerza al suelo repitiendo el mismo acto que había hecho con el edredón, teniendo así la única vista de mi techo violeta con adornos dorados. Me relajaba mirar ahí arriba. Hacía que diese vueltas sin moverme, pero no me mareaba. Tan sólo debía aguardar dos minutos observándolo, para acabar sacando una sonrisa, escondida en algún lugar de -9-
mi apático cuerpo. Pero no pude hacerlo, no lo conseguía. Sabía que algo iba mal cuando, ni siquiera mi techo violeta conseguía ponerme un poco de buen humor. Aún quedaban quince minutos para que mi madre se levantara. No era costumbre ser despertada por mi madre, cuán niño de diez años, sólo que ella lo hacía de siempre en mi cumpleaños, aunque a mí me daba lo mismo si lo hacía como si no. No me echaría a llorar si llegaba un 3 de octubre y no tenía que ver a mi madre nada más abrir los ojos. Tenía tiempo para vestirme y preparar mi entusiasmo de día de cumpleaños, pero era difícil. Aunque con mi madre poco importaba. No tuve una infancia en la que me despertase con el beso en la frente de mi madre y una caricia por mi pelo mientras me dedicaba una sonrisa tan perfecta y preciosa como una estrella fugaz. Ni siquiera tuve una de esas cosas por separado. Así que poco importaba la reacción que tuviese al recibir su felicitación, ¿a caso se fijaría? Me puse los pantalones grises de vestir y la blusa marrón de media manga. Me encantaba ese conjunto y en lo poco que llevábamos de otoño me lo había puesto cientos de veces. Pensé que serviría para sacar esa sonrisa que mi techo no sacó. Acabé de mullir la almohada cuando la puerta se abrió despacio, asomando la cabeza de mi madre unos centímetros más debajo de su estatura normal. —Julia, no sabía que ya estuvieses despierta —tenía los ojos entornados, pues yo ya tenía la persiana subida—. Feliz cumpleaños. —Gracias mamá —ni siquiera me preocupé en aparentar felicidad, ella no lo hizo—. ¿Está papá despierto? —Sí, está preparando el desayuno, así que ve bajando. Su humor —habitual— no ayudaba a que lograse sacar una sonrisa y sólo hizo que agarrase la almohada recién mullida y la torturase contra la cama, haciendo que el gesto de tirarla antes al suelo quedase reducido a nada. Quería desaparecer. Aunque aún -10-
tenía el consuelo de mi padre y Martín. No sabía lo que me pasaba, pero de momento, la única persona con la que había intentado conseguir ánimos era mi madre, y la elección dejaba mucho que desear. Mi padre y mi hermano no tenían nada que ver con ella. Siempre hacíamos lo imposible por conseguir que el que estuviese mal se alegrara. Siempre fuimos una gran piña, un grupo en el que, si faltaba uno, faltábamos todos. Ambos eran mi familia, y mis amigos. Mis amigos que hacían actos desinteresados por mí cuando lo necesitaba. Bajé las escaleras con algo más de ánimo, esperando a que la reacción de los dos en ese día me hiciese salir de casa bajando las tres únicas escaleras del porche como una sola. Sabía cómo sería la felicitación de mi padre y de mi hermano, lo que no sabía era cómo sería mi reacción ante ello. No me encontraba segura esa mañana, y me aterraba no saber cómo serían mis próximas reacciones ese día. El olor a tortitas me relajó, hizo que mi pulso, que antes estaba alterado por la idea del desconocimiento de lo que sucediese, se apaciguara. No sólo por el hecho de tener mi desayuno favorito, si no porque sabía que habían sido preparadas por mi padre. Sonreí en mi fuero interno, pero no era una sonrisa de felicidad, sino de compasión. Papá trabajaba de profesor de guitarra, pero además estaba en un curso informático donde los horarios habían sido puestos sin compasión de nadie. Aunque la verdad, a mi padre no le afectaba mucho, pero el hecho de tener que levantarse a las siete para un curso de tres horas no le hacía dar saltos de alegría en la cama. Y ese día se había levantado mucho antes, no sólo para preparar tortitas, sino para preparar de forma muy elegante la mesa, y añadir otros alimentos más. También se había preocupado de recoger la cocina mucho mejor, de barrer y de ordenar el salón, al que eché un rápido vistazo cuando acabé de bajar el último escalón. Adoraba a mi padre. Me asomé cautelosa por la puerta de la cocina, como si esperase encontrar un león que no había comido en días y sabía que -11-
yo sería su almuerzo. El desastre era inminente. Mis piernas pasaron lentamente del recibidor a la cocina esperado oír rugir a la fiera. Pero eso no pasó, quizás ver las tortitas me había despejado un poco, no había cenado mucho y mi estómago tenía más poder que mi estado anímico. Mi padre, que se encontraba de cara al microondas, se giró al oír que me acercaba, y vino dando brincos hacia mí. Por un segundo creí que el león era mi padre, pero no había peligro, era como un gran cachorro juguetón. —¡Julia! ¡Feliz veinte cumpleaños! —me estrechó contra su pecho con una fuerza increíble—. ¡Julia!... ¿Julia? —Papá… —dije casi sin aliento—. Quiero darte las gracias, pero me quedará poco oxígeno si sigues estrechándome con ese ímpetu. —¡Santo cielo! Lo siento, mi niña —se apartó de inmediato, agarrándome los brazos e inspeccionándome para ver si me encontraba bien. Después volvió a su estado eufórico, al comprobar que no me había hecho ningún daño—. Es que ¡Son veinte años! ¿Verdad, Sandra? —llamó a mi madre, pero estaba buscando una revista que leer, así que volvió a centrarse en mí—. No me puedo creer lo rápido que estás creciendo. Aún recuerdo lo enana que eras, con un añito en mis brazos. Y ya estás aquí, preparada para comerte el desayuno con tus veinte añazos. Sonreí por puro instinto. Quería ver a mi padre feliz. Se lo merecía después del esfuerzo que había hecho. —Papá, lo sé. Muchas gracias por este desayuno, toda la mesa tiene una pinta increíble. Mientras le acariciaba el brazo, apareció Martín, pegando un salto desde las escaleras a la cocina, saltándose el trozo de rellano que todos habíamos pisado como personas normales. —¡Pues no te emociones, hermanita! Que el desayuno es de todos, y mi estómago se está quejando desde hace un buen rato. Me puso el brazo por los hombros y me dio un beso en la mejilla. -12-
—Feliz cumpleaños, Julia—dio dos palmadas en mi brazo—. Así que dos décadas ¿eh? ¿Qué se siente siendo ya tan vieja? Su pregunta inocente me hizo poner cara de enferma en mi interior, pero aguanté la sonrisa y, poniéndole mi brazo por su hombro como había hecho él, le seguí la broma: —Lo averiguarás cuando llegues —quería decirle algo más ingenioso, algo divertido, pero nunca me salía nada. Yo no era de las que sueltan cortes, o chistes que descolocan a la gente. Ni siquiera era capaz de tomar la iniciativa en cualquier asunto. No me salía ser así. Me colocó en la cabeza la gorra azul marino que llevaba, haciendo que me despeinase entera, y la colocó de forma suave, pero procurando no dejarse ningún pelo de mi cabeza en su lugar correcto. —Rodrigo, ¿dónde está el café? —mi madre ya estaba sentada en la mesa, esperando a ser servida. Mi padre puso el café en la mesa y eso hizo que nos separáramos. Le devolví la gorra, poniéndosela a él de la misma forma que lo había hecho conmigo, pero tenía menos pelo que yo, y le sería mucho más fácil colocárselos, y sin ayuda de ningún cepillo. Cada uno nos sentamos en nuestro sitio habitual. Mis padres presidiendo la mesa, mi hermano en el lado en el que podía ver la ventana, y yo de espaldas a ella. En su día me dio a elegir el sitio, pero a mí no me gustaba mirar por la ventana, casi siempre había mucha luz mañanera y me molestaba, prefería darle la espalda a ese pequeño mundo que entraba por un hueco a nuestra casa. Martín y mi padre hablaban sobre informática, sobre alguna duda que tendría mi padre, como de costumbre, y que querría resolver antes de llegar a clase. Así que me quedaban dos opciones; charla incómoda sobre nada en concreto con mi madre, o desayuno callado y tranquilo, para las dos, seguramente. Pero de cualquier modo, era mi cumpleaños, por un día podría comportarme con ella como si también fuese de mi piña, -13-
como si también fuese mi amiga especial desinteresada. Fue un trabajo duro. —Mamá, ¿qué planes tienes para hoy? —la miré un segundo, y después volví a mirar mis tortitas como si tuviesen algún encanto personal. Como ya he dicho, no se me daba bien eso de tomar la iniciativa, y menos con mi madre. Tardó en responder, estaba bebiendo café. Pero sus ojos reflejaban indiferencia. Creí que no me contestaría y yo quedaría como una estúpida al hacer una pregunta y no ser contestada. Más estúpida aún sabiendo que la que me ignoraba era mi madre. —Pues, no lo sé. Tengo que acercarme a Well’s a por un anillo que dejé para que me lo arreglasen. Mi madre sacando un tema relacionado con anillos ¡Qué extraño! Ella adora los anillos sobre cualquier cosa. Seguramente hizo una lista de prioridades y a nosotros nos puso debajo de todos esos aros inútiles. Trabajaba en una relojería. No podría trabajar en una joyería. Siempre pensé que era porque, si tenía cerca un anillo que no le perteneciese, se volvería loca. No podría vender un anillo mientras su cabeza le dice «No se lo des, es tuyo, es tuyo y sólo tuyo». Una vez la pillé quitándole un anillo a su querida amiga Marta. Aunque bien esa Marta se merecía que la robasen algo más que una baratija como esa, mi madre tenía un comportamiento fuera de lo normal cuando se trataba de esas joyas insignificantes. —Ah, pues bien, un día entretenido, supongo —nos quedamos mirándonos, analizando mi respuesta, pero no hablamos. Volví a mirar mi desayuno, esta vez intentaba concentrarme en algo que o fuese mi madre y sus anillos, o mi hermano y sus consejos informáticos intraducibles para el mundo normal y corriente. Por un momento, volví a tener mal ánimo, el que se había esfumado un poco gracias a mi familia, incluso puede, que algo a mi madre. Si volvía a preguntarme qué me pasaba me volvería loca. No podía seguir así. Así que me tomé el café con rapidez para salir de casa lo antes posible, y entrar en la universidad para -14-
distraerme un poco. Me quedaba un rato para entrar, si consideraba la idea de que me llevase mi padre directamente. Vivía en Torrelodones y yo iba a la Universidad de Carlos III, y me era más fácil ir al campus de Colmenarejo. Ir directamente en el coche era más o menos rápido, pero si quería ir sola —como era el caso— debía coger el autobús, y para ello tendría que andar unos cuantos minutos desde mi casa a la parada más próxima que me dejase en el campus. Salí pitando de la cocina, y noté como los tres clavaron sus miradas atónitas en mí, pero me dio igual. Subí las escaleras deprisa para coger la mochila y las bajé con la misma energía mientras me colocaba los auriculares del MP4. Mi padre pudo pararme un segundo, antes de tocar el pomo de la puerta. —Pero espera, hija. ¿Cuál es esa prisa? —Tengo ganas de ver a Bego y a estas antes de clase —mentí—. Y quiero estar con ellas un buen rato antes de entrar. Esta vez me dio tiempo a agarrar el pomo, pero otra vez, me detuvo, poniéndome la mano en el hombro. —¿Y no quieres que te lleve? Me visto en un segundo y cojo el coche. Tardarás menos. ¿Qué debía hacer? No sabía mentirle a mi padre, sobre todo, porque no me salía mentirle a él. —Bueno, es que quiero ir en el autobús, tengo un billete sin usar… —no era una mentira, ni siquiera una buena excusa. Mi padre bajó el brazo, y la cabeza. Sabía que le hacía ilusión llevarme en mi cumpleaños, como lo había hecho cada año. Mis padres tenían la costumbre de convertir los cumpleaños en algo distinto, intentando hacer algo diferente que no hiciesen el resto de los días. Intenté arreglarlo de alguna forma. —Pero puedes ir a recogerme a la salida, si te apetece. Volvió a iluminársele la cara. Esperaba que para la salida ya tuviese superado esa extraña sensación que me recorría el cuerpo. -15-
Le di un beso, y me despedí a gritos de mi madre y de Martín. Sólo obtuve un «hasta luego» de Martín. Me puse los cascos para, distraerme un rato. Pero no lo conseguía. Todos mis pensamientos giraban en torno a mi ánimo, y poco a poco se me fue haciendo un nudo en el estómago, como cuando un niño está nervioso en un día de excursión, o cuando alguien tiene una entrevista de trabajo en su empleo soñado. No sabía qué era, pero lo iba a arreglar en seguida. Intenté no pensar en ponerme una máscara frente a Bego, Blanca y Isabel, si no que intenté ponérmela para mí misma. Quizá consiguiese engañarme, y creerme, durante unas horas, que era un día fantástico para mí. No se trataba de que yo fuese la chica más feliz de Madrid, y por eso no entendiese mi ánimo, pero tampoco era la más melancólica. Digamos que simplemente, dejaba que mi cuerpo viviese y punto, sin exaltaciones, emociones, o tristezas. Yo misma reconocía que no era lo más bonito del mundo, pero no sentía la necesidad de cambiarlo. Cogí el autobús por los pelos, estaba en la parada distraída. Si lo hubiese perdido no habría podido llegar a tiempo a la primera clase. Aunque me parecía peor tener que aguantar una hora sin hacer nada. Nada, salvo pensar. Qué tortura. Llegué justa de tiempo, pero aún tenía un rato para ir al baño y refrescarme un poco. Entré en el más cercano a mi aula y me quité la mochila y la cazadora. Era la primera vez en lo que llevaba de día que me miraba en el espejo y supe que no me engañaba ni a mí, ni conseguiría engañar a nadie. Mi cuerpo parecía haber sido invadido por un muerto viviente, la cara totalmente pálida, y no iba muy bien peinada. Debía de haberle estado dando vueltas inconscientemente a este asunto en sueños, lo decían las marcas lila de debajo de mis ojos. Agaché la cabeza para recibir un buen golpe de agua traída de mis manos, y al levantar la cabeza, pude ver a Alex, justo detrás de mí con una sonrisa de oreja a oreja. «Por favor, por favor, que no se acuerde de qué día es hoy». -16-
—Julia. —Alex, hola —sonreí con miedo. Alex ensanchó aún más su sonrisa y entornó los ojos. Me di la vuelta para saludarlo como era debido, y vi que sus manos estaban a su espalda, escondiendo algo. —¿Acaso escondes algo? —Bueno, sí. Tu regalo. Feliz cumpleaños, Julia. Antes de que pudiese sacar lo que llevaba en sus manos reaccioné. —¡Pero, ¿qué dices?! —observé su expresión de cachorro abandonado. Era la misma que mi padre me había puesto justo antes de salir de casa. Y, como antes, cambié mi frase enseguida—. ¿No ves que el baño no es buen lugar para dar regalos? Su expresión volvió a cambiar, pero no en entusiasmo, más bien parecía haberse acordado de algo. —Claro, tienes razón. Bueno, en ese caso, te lo daré en el momento que sea oportuno… Alex desapareció de allí de una forma tan instantánea que apenas pude reaccionar. Sin embargo, si me dio tiempo a ver su cara. Su rostro, una sonrisa pícara, como si tuviese algún plan entre manos. Ni siquiera le dediqué más de cinco segundos a pensar en ello, prefería concentrarme en lo que me quedaba de día. Me eché la mochila a un hombro y la chaqueta al brazo, y justo cuando abrí la puerta me encontré una sorpresa mayor que la de la aparición y desaparición fugaz de Alex. Isabel, Bego y Blanca. Las tres en la puerta del baño fijaban sus enromes y redondos ojos en mí mientras me dedicaban una sonrisa, permitiéndome ver la fila superior de dientes de cada boca. —¡Feliz cumpleaños ancianita! —Bego fue la primera en dar el paso—. Julia Llorens con veinte años ya. —¿Te das cuenta? Qué poco te queda para los 30… Ay… —Isabel la siguió. Nunca bromeaba y se tomaba las cosas con la seriedad que se merecían. En este caso hizo una excepción, permitiéndose un comentario demasiado chistoso para ella. -17-
—Feliz cumpleaños, Julia. ¿Muchos nervios por tu comienzo en la 2ª década? ¿A qué se refería Blanca? Notó mi expresión extrañada y curiosa. —Bueno, lo decía por la cara que traes. ¿Acaso dormiste mal? Lo había notado, estaba claro que no ajusté bien la máscara, claro que no. Aun así, Blanca era con la que mejor me había llevado desde unos años atrás. Blanca, Bego, Isa y yo éramos compañeras de instituto, pero nunca tuvimos una relación fuerte las cuatro. Cuando vimos la coincidencia de ir las cuatro a la misma universidad, nos unimos, al no tener a nadie más conocido por allí. Pero Blanca y yo estábamos más unidas. No es que fuésemos mejores amigas, o algo por el estilo. Cada una me aportaba algo diferente a las demás, pero Blanca me daba más confianza. Nunca creí en el instituto que ella acabaría siendo mi confidente, ni yo el suyo. Pero así fue. Y lo agradecía, pues teníamos puntos de vista muy similares. —Sí, creo que he tenido un sueño que no me ha dejado descansar como es debido —hice ademán de pasar por la puerta para que se apartasen. No tenía ganas de que me viesen la cara de mentirosa. Suficiente era que me viesen la cara de muerta. Miré el reloj, todas llegábamos tarde, lo que me facilitó las cosas a la hora de dar explicaciones más extensas sobre mi aspecto y sobre mi humor. —¡Chicas, os veo a la salida! —aproveché mi carrera por el pasillo para decirlo, y así escabullirme con rapidez, intentando copiar a Alex. Funcionó, por fin algo que me salía bien en el día. La primera clase pasó más rápido de lo que me imaginaba. Quise pensar en el asunto, pero una parte de mí decía que no. Cuanto más lo hacía, más me deprimía, y más estúpida parecía por deprimirme por algo que no sabía lo que era. En la siguiente clase la velocidad del tiempo subjetivo disminuyó considerablemente, por el simple hecho de que tenía a -18-
Alex a mi lado. Sus preguntas constantes a través del cuaderno sobre mi cumpleaños no hacían más que sacarme de mis casillas. Yo me escabullía de sus preguntas, intentando que no tuviese otra alternativa más que la de cortar la conversación, pero mis peticiones dirigidas a ninguna parte se desvanecían al verle alzar el bolígrafo de nuevo. Impulso que hacía que mi puño se cerrara inconscientemente, como si su acto determinase el mío. —Bueno, y ¿qué tienes pensado para un día tan especial? —Mmm... Pues déjame que piense… Lo mismo que cada día. ¿Te gusta la idea? Toda una hora. Insinuó algo sobre salir todos juntos por ahí, y celebrarlo a lo grande, pero le dije que ya tenía planes. Esta vez no mentí, había quedado con Isabel, Bego y Blanca para ir a dar una vuelta, pero nada más. No quería hacer nada estando así. Otro motivo por el que quería cortar rápido esa conversación era porque aprecio a Alex, mucho, y no quería acabar pagando con él el pato, no era justo. Él no había provocado mi estado de ánimo. Alex y yo nos llevábamos muy bien, a pesar de que nos conocíamos desde hacía poco. Fue en mayo, gracias a otro amigo, pero ninguno pensábamos que acabaríamos estando en algunas clases juntos. Yo le gustaba, aunque siempre le dejaba claro que no podríamos tener nada más que una mera y sencilla amistad. Pero era educado, no intentaba propasarse conmigo ni nada por el estilo, y él me caía muy bien. Alex tenía pinta del típico chico de veintitantos, que, aunque sepas cuál es su edad, siempre tendrás en la cabeza a un chaval de diecisiete o dieciocho años. Por su complexión, nada atlética, quizás también por el hecho de que aún no le había empezado a crecer la barba. Aunque nadie decíamos nada al respecto, le ponía histérico, no le gustaba sentirse como un niño. Sin embrago, muchos lo encontraban adorable así. Tenía el pelo rubio y corto. Siempre se dejaba los pelos de delante de punta. Quizá eso también influía a la hora de verle como un niño. Pero seguíamos sin poder decirle nada. -19-
Cuando vio en el cuaderno escrito «Lo siento, voy a quedar para dar una vuelta con las chicas», su expresión cambió rápidamente. No quizá por la idea exprés que se le acababa de ocurrir para celebrar mi cumpleaños, sino porque no le hubiese dicho nada a él. No podía hacerle esto, él era mi amigo también. —Oye, también puedes venir. No dije nada porque no pienso en esta tarde como algo especial, y se les ocurrió a ellas. Pero ya sabes que puedes venirte, únete —mi voz sonó como si ahora me interesase de verdad el plan de por la tarde. Por fin funcionaba la máscara. —No te preocupes —bajó la mirada—. Si de todas formas tenía algunas cosas que hacer. Pero gracias de todos modos —levantó de nuevo la cabeza para dedicarme la sonrisa que acompañaba a la última frase. Terminó la clase, y antes de darme cuenta, Alex ya tenía sus cosas metidas en la cartera. Me dio un beso en la mejilla, y se fue directo a la puerta. No sin antes dedicarme un último «Feliz cumpleaños». Esta vez por todo lo alto. Mi labio se torció un poco hacia la derecha, sin que fuese obligado a hacerlo por compromiso. ¿Quizá me estaba mejorando un poco el día? El pensar eso, hizo que el labio se equilibrase, torciéndose también mi lado izquierdo. Metí mis cosas en la mochila y salí directa a la siguiente clase. Más soportable que las dos anteriores. No podía creer que lo que me quedaba de clases hubiese pasado tan rápido. Me encontraba mejor, al menos tenía media sonrisa nada forzada cuando hablaba con alguien. Ya no tenía pánico a lo que, hacía un par de horas, me estaba atormentando. Dejé en mi cabeza hueco para disfrutar de la sensación de tener una veintena de años. Pero, justo cuando lo iba a hacer, apareció Isabel por mi espalda tapándome los ojos para averiguar quién era. Pero se había olvidado que, cuando quieres que no te reconozcan, no debes decir «¿Quién soy?» -20-
Isabel se sentó a mi lado y me observó durante casi un minuto. No lo soportaba más, no podía soportar que alguien me mirase tan fijamente sin saber por qué. —¿Se puede saber qué estás mirando? No percibió mi nota de desprecio en mi voz, y siguió mirándome, como si nada. —Bueno, que aunque tienes la misma cara de zombie de esta mañana, pareces estar…no sé, quizá, ¿más alegre? O eso parece, no lo sé. Isabel se acordaba del comentario de Blanca de esa mañana, y ahora era ella quien sacaba sus propias conclusiones. Y acertó. —Sí, bueno. No me encontraba demasiado bien esta mañana, supongo que sólo necesitaba un poco de literatura hispánica y unos cuantos comentarios de Alex para alegrarme la mañana —sonreí sin esfuerzo para enfatizar el sarcasmo, por si no lo había percibido y entrecerré los ojos a la vez. Aunque aquello sólo fue porque me estaba dando casi todo el sol en la cara. Isa interpretó eso como algo demasiado gracioso, y soltó una risotada. —Venga, vamos. Javi nos va a llevar en su coche a casa, también a ti. Aprovecha que está así de generoso. ¿Quién sabe cuando volverá a ocurrir? Me levanté con ella, pero no para seguirle el paso. —Gracias, pero no puedo. Mi padre va a venir a buscarme. Iba a llevarme esta mañana, pero le dije que lo pospusiese para la salida. Lo siento. Pero en serio, dale las gracias. Dile que me la guardo para otro día que lo necesite. Volvió a interpretar eso como si fuese un chiste, o algo por el estilo, y se rió de nuevo mientras se iba y se despedía de mí. —¡Hasta esta tarde! ¡Y dale un saludo a Rodrigo de mi parte! —¡Tranquila! ¡Lo haré! ¡Hasta luego! Nada más despedirme ya oía el claxon del Laguna de mi padre. Allí estaba él, dentro del Renault, sonriente, dispuesto a salir del coche. Fui a un paso ligero hacia el coche, no quería que saliese de él, pues me imaginaba lo que haría. En efec-21-
to. Sólo bajó del coche para abrirme a mí la puerta. Cada año lo mismo, y ya lo había soportado demasiadas veces. Ahora, cualquiera que no me conociese, o no le conociese a él, podría pensar que, por su gesto de cordialidad, podría ser algo como mi novio, demasiado mayor que me viene a buscar a la universidad para pasar la tarde juntos. Y no mi padre, que le ponía feliz venir a buscarme por el día de mi cumpleaños. Era fácil que pasase más por novio mayor que por padre, era muy guapo, y el pelo muy poco canoso. Mi padre siempre había sido apuesto, y aún lo conseguía sin hacer ningún tipo de tratamiento capilar o facial. Si fuese un famoso, todo el mundo le acabaría criticando, diciendo que se habría hecho retoques con cirugía y cosas así. Debido a que llegué tarde para impedir ese acto, solo podía darle un beso en la mejilla y agachar la cabeza, para evitar saber si alguien me observaba. Aunque cuando me metí en el coche y alcé un poco la vista, nadie parecía mirar. «Pfff..., menos mal». La sonrisa de hacía unos minutos volvió a salir a la luz, mientras tiraba mi cabeza hacia el respaldo del asiento. —¿Te sientes cansada cariño? —su pregunta me sacó de la nube de mi ensoñación, en la que descansaba—. ¿Muchos tirones de orejas? Esta mañana parecías algo cansada también y no… —No, papá —no le dejé continuar, aunque él había descubierto mi máscara, como todos los demás—. Había dormido mal, pero se me pasó en cuanto tuve a Alex pegado a mi espalda con esa sonrisa suya, tan típica. —Vaya, ¿Alex? Ese chico es tan simpático, siempre que viene a casa… Volví a interrumpirle, no quería que siguiese por ese camino. Había conseguido animarme yo solita un poco. No podía chafarse ahora tan rápido. —Papá… Ya hemos tenido esta charla más veces. Y sabes perfectamente lo que opino al respecto. Tanto de estas charlas, como de él. Te agradecería que no lo mencionases hoy. -22-
—Está bien, cielo —bajó su mirada un segundo—. Perdona —volvió a dirigir la vista a la carretera. Parecía concentrado en algo—. Bueno, y ¿qué planes tienes para hoy? Pero, ¿qué pasaba? ¿Acaso tenía la obligación de hacer planes en mi cumpleaños? —Bueno, nada interesante. Saldré con Blanca y las demás a dar un paseo. —Pues vaya chafa de cumpleaños, hija —notó como mis labios formaban una línea recta—. Bueno, seguro que sea lo que sea, lo pasarás bien —me acarició el pelo, y mi línea recta se transformó de nuevo en una curva. —Por cierto, un saludo de parte de Isabel. La media mañana pasó sin ningún sobresalto. Durante la comida vi, o mejor dicho, dejé que mis ojos se perdieran en la televisión sin hacer caso alguno. Sólo me salí de una ensoñación cualquiera cuando mi hermano dio un salto de la silla. «Como lo oyen, tanto hoy, como mañana 4 de octubre y pasado mañana, la península gozará de un sol radiante durante toda la mañana, a excepción de Galicia y Cataluña. Aunque es posible que en la tarde el tiempo se estropee con vientos y algún chubasco. Así que disfruten del sol de las próximas mañanas. Buenas tardes, y hasta mañana.» Mi madre no soportaba cuando mi hermano hacía esas cosas como pegar gritos, o saltar de un brinco de la silla. Pero a mí me gustaba, por el simple hecho de que a ella le ponía enferma. —¿Se puede saber qué es lo que te pone tan feliz? Si sigues así, me encargaré de que se te quite la alegría bien rápido, ¿me oyes? Quizá mi madre no era la más adecuada para quejarse del ruido, pues los gritos la acompañaban en la voz allí a donde fuera. —Perdón, pero ¡Mira! ¡Buen tiempo en tres largos días! ¡No dejaré el monopatín en mucho tiempo! Al menos no lo dejaré por la mañana. Esperemos que se equivoquen y también haya un poco más de sol por la tarde. -23-
Esa era la afición de mi hermano; el skate y todo lo que le rodease a ello. Tenía diecisiete años, y parecía un niño de ocho, con tantas costras en las rodillas y codos. Nunca hacía caso sobre el uso de las rodilleras. Aunque yo no era quien se lo aconsejaba. Si se ponía eso lo menos que conseguiría sería seguridad en su cuerpo, teniendo en cuenta quienes eran los que se juntaban en el parque con los monopatines. Salió corriendo de la cocina tras dejar su plato y su vaso en el fregadero. —Chaval, y tu plato y tu vaso ¿qué? ¿Se van a limpiar solos? —gritó mi padre. —No te preocupes, Martín —le paré yo de otro grito más—. Papá, no tengo nada que hacer. Lo puedo recoger yo. Y los vuestros también. No haré nada interesante hasta que vengan a buscarme, así que… —¿Seguro?, pues, como quieras. Si te va a hacer feliz fregar, ¡todo tuyo! —se levantó y puso su plato y vaso en el fregadero, casi a la vez que mi madre. Mi lentitud a la hora de lavar no era inconsciente. Necesitaba distracciones, y era lo más que podía hacer para tener la cabeza ocupada en algo. Y, la verdad, no se estaba tan mal. Desde donde estaba podía ver por el cristal de la puerta del salón a mis padres sentados en el sofá viendo la televisión, y escuchar a la vez a mi hermano tocar la guitarra, que se le empezaba a dar bastante bien, así que resultaba agradable escucharlo. Era una bonita imagen, a pesar de parecer que fuese Cenicienta. No, porque Cenicienta no eligió eso, y no era bien tratada, supongo que ahí residía la diferencia. Me sentía a gusto con lo que hacía, veía y escuchaba en ese momento. Pero se torció un poco todo. La verdad es que era más que extraño ver sentados a mis padres en el mismo sofá, y no tardaron en demostrar lo que sí era normal. Acabaron yendo cada uno por un lado por algún comentario que habrían hecho sobre alguna estupidez, y ya la habían liado. Mi preciosa vista -24-
se había esfumado, ya no tenía donde mirar. Salvo a la calle, más que nada por el lugar que ocupaba el fregadero. Me veía obligada a mirar fuera. Aunque no parecía tan malo; niños, parejas, familias con perros… pero quería otra vez la vista de antes. No sabía cuándo volvería a ver algo así, y sólo me podía consolar con la melodía que bajaba por las escaleras. Martín estaba tocando «Ojos claros», pero sin cantar, así que yo puse la letra en mi cabeza. Cerré los ojos mientras la tarareaba, era magnífico. Pero, tan pronto como acabó la canción, abandonó la guitarra, sin tocar cualquier otra melodía. Me había quedado sin vista perfecta, y sin melodía perfecta. ¿Qué me quedaba? En cuanto se evaporó todo aquello comencé a fregar más rápido, ya no me apetecía seguir. Quería irme a mi cuarto y escuchar yo mi propia música, mientras cerraba los ojos y veía mi imagen perfecta. —¡Julia! —los gritos inconfundibles de mi madre me sobresaltaron en la cama—. ¡Es Blanca! ¡Corre! —salí pitando de la cama, dando traspiés, me había dormida, pero bien. Pero ¿qué hora era? Si sólo habían pasado dos. ¿Cómo podía estar ya en casa para buscarme si aún quedaba una hora? Bajé agarrándome a la barandilla de las escaleras, para no tropezar. Cosa difícil. Abrí bien los ojos un par de veces, pues no encontraba lo que yo buscaba. Blanca no estaba en el recibidor. Sin bajar de las escaleras incliné el cuerpo para asomarme al salón, por si estaba allí esperándome, pero nada. Justo cuando iba a preguntarle a mi madre que dónde estaba Blanca, apareció de la cocina. —Toma, es Blanca. Dice que te pongas —me pasó el teléfono mientras sujetaba un anillo suyo. Ni miré para ver cuál era, no me interesaba. Me aclaré la garganta, aún tenía el cuerpo medio dormido. —¿Qué pasa, Blanca? ¿Se cancela lo de esta tarde? —Ja, ja. Más quisieras. No. Sólo era para decirte que estés -25-
preparada en una hora. Ponte guapa, que vamos a ir a un sitio que te va a dejar alucinada, y necesitas ir medio elegante. Suspiré, y puse los ojos en blanco, aunque ella no podría verme. —Mira que os lo dije, nada de sitios ni cosas especiales. Sólo una salida normal. —Ya, bueno. Pero hemos cambiado de opinión. Tú hazme caso, por favor. Recuerda, bien guapa ¿eh? Te veo en una hora. Hasta luego. —Hasta —me colgó— luego… Parecía tener mucha prisa. Ni siquiera me dio explicaciones de por qué ese cambio tan repentino de planes. Pero estaba claro que sería algo grande, pues no me contó nada, y terminó rápido la conversación para no tener que darme explicaciones. No me había dado cuenta de que tenía a Martín detrás de mí. Quizá él supiese algo. —¿Tú sabes algo sobre todo esto? —¿Yo? No, ya sabes, demasiado niño para meterme en temas de mayores —me dio una palmada en la espalda. Abrió la puerta para irse, pero lo interrumpí antes de cerrar la puerta: —¡Ey! ¿Y se puede saber a dónde vas tú así con esa ropa? Revoloteó los ojos por todas partes menos por mi cara. Mentira, más que mentira. Fuera lo que fuese que me iba a decir, sería mentira. —He quedado con Juanjo para ir a un sitio nuevo, una discoteca, creo. No sé de qué va, pero dice que hay que ir distinguidos, y esto es lo mejor que tenía por el armario. Mentira, y más que mentira. —Ya… pues pásalo bien en esa discoteca… —¡Lo haré, gracias! —casi no oí el gracias, pues ya había cerrado la puerta prácticamente antes de darme su última contestación. Subí a mi cuarto, para prepararme a ir a cualquier sitio que necesitase a gente bien vestida, y no a gente con unos vaqueros -26-
y una camiseta, como ya tenía previsto. «Necesitas ir medio elegante». Así que no era ni muy elegante, ni informal. Busqué por mi armario no más de diez minutos, hasta encontrar con algo perfecto. Una camisa negra de media manga, con unos pantalones marrones de vestir. No era informal, y tampoco me pasaba de la línea de la elegancia. Con unas botas negras planas me sobraba, no tenía ganas de andar toda una tarde —o noche, quién sabe— con unos tacones. No tenía ganas, ni tampoco experiencia. Coloqué la ropa en mi cama bien estirada como si estuviese puesta ya en alguien. Me fui a la ducha, sobre todo para despejarme. No me gustaba quedarme dormida por la tarde, pues eran pocas horas, o incluso ninguna y me levantaba con peor cuerpo. ¿Debía importarme el sitio al que me llevasen? Yo creo que no. No prestaba mucho interés. Alucinaría, como había dicho Blanca, «¿qué más da el sitio que sea?» Me ondulé el pelo un poco, sólo para darle volumen. Mi pelo era liso con un poco de ondulación en las puntas, nada más. Pero sobre todo de lo que carecía era de «gracia», así que debía hacer algo, si me iban a arrastrar a ese lugar tan alucinante, no apto para gente informal. Después de veinticinco minutos dándole volumen a mi pelo —tampoco quería esforzarme mucho, no tenía ganas— me fui directa a por la ropa. Pelo y ropa, preparado. Ahora tocaba el maquillaje. Aún me quedaban diez minutos. Más que suficiente. No necesitaba demasiado tiempo para arreglarme, no soy de las que se pasan treinta minutos en el armario, ni otros tantos en la ducha. Sin pasarme, puse sombra marrón en el ojo, y algo de colorete marrón, también. Un poco de color en los labios, fucsia, no demasiado. Y, lista. Me miré en el espejo. Estaba bastante mejor de lo que yo me había imaginado antes. Elegante e informal a la vez. Mientras me estaba mirando por atrás, tocaron al timbre. Justo a tiempo. -27-
—¡Papá! ¡Abre, que son las chicas! Mi padre abrió la puerta, y en un santiamén estuvieron las tres, llamando a mi puerta para pasar. Aunque no esperaron mi orden, sabían de sobra que no hacía falta hacerlo. No a menos que yo estuviese en ropa interior, o sin nada puesto encima. Y ese no era el caso. Y, si lo era, mal asunto para ir a tiempo a donde quiera que me llevasen. —Vaya, muy bien, Julia. Has sabido hacerme caso. Te felicito —aplaudió Blanca mientras inclinaba su cabeza hacia adelante. —Sí, está genial, pero deberíamos darnos prisa, los… —el silencio de Bego fue provocado por un codazo leve en las costillas de Isabel—. El lugar nos espera. Vamos. —Claro, espera que coja el bolso, y salimos. Nada más meterme en el coche de Blanca, me vendaron los ojos. Bego e Isabel iban delante, y Blanca atrás conmigo, evitando el que me quitase la venda, y descubriera el pastel. —Vale, me estáis asustando —dije, mientras agarraba la mano de Blanca, como si me fuesen a llevar a algún lugar malo. Fue entonces cuando volví al amargo recuerdo de por la mañana y a ese sufrimiento llegado de la nada. Era una angustia. Ya no me gustaba seguir sin saber a dónde me llevaban. Y no porque me gustase saber la sorpresa, si no porque no quería llegar a ese sitio, y que, si no me gustaba, demostrar con mi cara, poco profesional en la interpretación, que no estaba a gusto en ese lugar. Blanca notó que estaba nerviosa, por la aceleración de mi respiración, también entrecortada. Me agarró la mano más débilmente, y con la otra me acariciaba un hombro, en señal de que no debía de preocuparme por nada. Que todo sería estupendo. Y, aunque me costaba creerla, me relajé, pensando en que no era para tanto. Por muy devastador que fuese aquello que me aguardaba de un momento a otro, no podía ser tan terrible, si mis amigas lo habían elegido para mí el día de mi cumpleaños. Intenté esa relajación con cosas como respirar hondo, y hablar -28-
con mi corazón, convenciéndole de que latir con más velocidad y fuerza no nos hacía ningún bien los dos. Mientras yo tenía una charla con mi corazón —más por intentar distraerme, que porque lo viese necesario—, el coche se paró suavemente, y vi que no servía de nada todo lo que había estado haciendo para conseguir un triste alivio, pues se fue al garete en cuanto Bego echó el freno. Y más aún cuando Isabel abrió mi puerta para conducirme por la negrura de algún camino, fácil para ellas. Iba dando traspiés, e iba medio agachada y con los brazos bien extendidos. Me incorporé, debía de tener una pinta muy ridícula, ya que sólo oía sus risas. Pero seguí con los brazos extendidos, por si acaso. —Me voy a ir adelantando, para que no sospeche, ¿de acuerdo? —oí la voz de Bego muy lejana. Me asustaba cada vez más. ¿A dónde me llevaban que requería la distancia entre Bego y yo? ¿Y por qué no me decían ya en qué consistía el maldito lugar sorpresa? No anduvimos más de treinta segundos, y seguramente tardamos ese tiempo por mi lento y torpe paso. Pero lo logramos. Noté cuando ya no estábamos en la calle. Se notaba el paso de aire frío en el atardecer —aunque hizo sol durante todo el día— al ambiente cargado de algún espacio cerrado. Me quitaron la chaqueta ellas, aún con la venda impidiéndome ver qué era lo que se cocía a mi alrededor. No sé qué sitio sería, pero me impidieron tocar nada de allí, y para asegurarse, me agarró las manos una de las dos compañeras que tenía a mis lados. En un principio creí que sería algún tipo de discoteca, o algo por el estilo. Aunque no sería algo «alucinante» para mí, como lo había descrito esa tarde Blanca. No sabía nada del lugar, pues no oía nada, no veía nada, no podía tocar nada. Oí la risa de Bego, que venía corriendo y riéndose. Solté una risa nerviosa, a la vez que Blanca y Isabel. -29-
—Vaya —dije jadeando—, me estoy empezando a impacientar. Me llevaron corriendo por todo el local, o lo que fuese. Más y más nervios, pues no me daba tiempo a poner las manos delante de mi cara por si me estrellaba. ¡Qué demonios! Confié en las chicas, en que me llevasen por el camino adecuado para que no sufriese ningún accidente. Ni siquiera sabía ya si torcíamos por la derecha o por la izquierda, y así durante, seguramente, tres minutos. Tres minutos correteando de un lado a otro por algún lado desconocido para mí, sin ver, ni oír, ni poder tocar. Cuando por fin pararon, alguna me agarró las manos, y antes de deshacerme el nudo de la venda me advertía Isabel: —A ver, te vamos a quitar la venda, y a continuación, jugaremos al escondite. —Venga, vamos chicas —la nota de desaprobación en mi voz hizo que las manos que me quitaban la venda parasen, quizá por miedo a que rompiese las reglas que habían estipulado ellas mismas verbalmente—. Hace años que no juego, ni siquiera lo recuerdo. ¿No podríais simplemente quitarme la venda y llevarme a dónde tengáis que llevarme? —De eso nada, monada —otras manos hicieron de esposas, agarrando mis muñecas—. Te refrescaremos como se juega. Y jugarás, sí o sí. —Verás. Te desharemos el nudo de la venda, pero tú la mantendrás aún en tus ojos, contarás veinte cuando nosotras te digamos, y comenzarás entonces a buscar —era Bego. —¿A buscar el qué? —comencé a estar impaciente y curiosa por lo que me esperaba detrás de ese juego infantil del que ya me había olvidado por completo. —¡Escucha todo! —supe que había cambiado la voz, ahora era la de Isabel—. Nos deberás buscar. Y para ello, tendrás que ir preguntando si estás cerca o no. Y nosotras te contestaremos, dependiendo de si es así, pues caliente o frío, ¿lo recuerdas? Hice un esfuerzo. Claro que lo recordaba. Delante de esa -30-
venda, mi vista ennegrecida cambió, por una vista mucho más colorida, una vista echada hacía once años atrás. Yo ligada, debía buscar a cinco de mis amigos. Me tocaba contar hasta cincuenta, y después salir para buscarles por el parque. Sabía las reglas de ante mano, aunque lo de frío y caliente no se incluyese en mi juego de mi infancia, sabía cómo iba. Pero no fue por ello por lo que recordé aquel día de verano del 1998. Una venda que me impedía ver, unas manos que me impedían tocar, nada de ruidos, que me impedían saber qué ocurría. No tenía nada a mi alrededor que me hiciese saber qué pasaría, me aterraba. Como me aterré aquel día de verano, en el que no llegué a contar hasta veinticinco, cuando tuve a tres niños agarrándome los brazos, y antes de poder reaccionar, otro tapándome la boca y los ojos. Comenzó a pegarme un quinto en el estómago. ¿Por qué? Imaginé que serían aquellos que jugaban conmigo, pero nunca les vi la cara, demasiado aterrada como para preocuparme por su rostro. Aun así no fue algo que me dejase marcada de por vida, pero tampoco lo podía olvidar. Me entró un temblor en el cuerpo, y un sudor frío recorrió mi espalda al recordar esto. —Ey, Julia. Que sólo es un juego —Bego me tocó la cara con su mano—. No te preocupes, que no durará mucho, y pronto llegará la verdadera diversión. Asentí con un leve movimiento de cabeza y media sonrisa. Tenían razón. Confiaba en ellas. Siempre confiaba en ellas, y nunca me habían defraudado. —Venga —agarré la mano de Bego con suavidad—, acabemos con este calvario de una vez —notaron mi sarcasmo y rieron al unísono. Noté como se deshizo el nudo de la venda en mi cabeza, y la agarré con rapidez, para que no cayese al suelo. —¿Lista? —el tono desafiante y entusiasta de Blanca me hizo subir la adrenalina. Le había visto sonreír en ese día más que en todo el tiempo que la conocía. -31-
—Lista. —¡Comienza la cuenta atrás! —al decir Bego esto, las oí correr, por algún lado. —20, 19, 18, 17… —mientras contaba, me pegué a una pared. De pronto sentí el mismo sudor frío por la espalda, tenía miedo— … 10, 9, 8, 7… —mis manos apretaban con fuerza la venda contra mis ojos, y presioné los brazos contra mi pecho, a fin de ocupar el menor espacio posible— …3, 2, 1… 0. Me despojé de la venda con sumo cuidado. De nuevo, más oscuridad. Quizá me hubiese dado lo mismo tener la venda, pues veía lo mismo con ella que sin ella. Al menos ahora tendría el permiso de tocar. Quise dar una nota divertida a la situación, pero me costaba mucho. Años y años sin jugar… —¡Estéis listos o no, allá voy!
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2 ¡Sorpresa! Mi pequeña gracia hizo levantar alguna risa, que más tarde se paró en seco, seguramente por algún codazo de alguno que se lo estaba advirtiendo. Pero me bastó para saber, aproximadamente, por dónde dirigirme. Sólo había negrura a mí alrededor, así que decidí volver a usar mis brazos estirados a modo de escudo ante cualquier obstáculo que pudiese haber en mi camino. Mis pies no se separaban del suelo y usaba pasos cortos, casi como si llevase atados los pies, de tal forma que no podría levantarlos ni estirarlos a mi antojo. Sin embargo, era lo que yo quería. Ahora no tenía los confiados brazos de mis fieles amigas, ahora debía caminar yo sola por un sitio que desconocía. O quizás no, pero no sabía nada con tanta oscuridad. Mis ojos permanecían completamente abiertos. Si alguien hubiese encendido la luz, y me hubiese visto, no podría haber aguantado las burlas. Seguramente tuviese cara de haber visto un fantasma, y tampoco me servía de mucho, pues hasta habría visto mejor con la venda, o los ojos cerrados. Puro instinto, quizá. Sólo avancé cinco diminutos y eternos pasos, cuando mi cabeza se topó con algo, alguna viga seguramente, ocasionando un estruendo y la desaparición de cualquier pensamiento sin importancia que en esos momentos rondaba mi cabeza, además de mi queja: -33-
—¡Ay! Pero qué… —unas risas volvieron a sonar por algún lado, interrumpiendo mi frase. Me concentré de nuevo en esas risas, intentando dirigir mi cuerpo y sentidos hacia ellas, pero era sumamente difícil, después de aquel porrazo —que me costaría un leve chichón— concentré una parte de mí en quedar sana y salva cuando acabara el jueguecito. Después de tres minutos —excesivamente largos para mí— oí la voz clara y suave de Bego. —¡Templado! Giré rápidamente mi cabeza hacia el lugar en penumbra del que provenía su voz, para después seguir por ese camino en línea recta, aunque lo más probable era que acabara con alguna otra parte de mi cuerpo dañado. Comenzaba a impacientarme demasiado, y quería acabar rápido para poder disfrutar de aquello que me tuviesen preparado. —¡Calentito! Bien, al menos me acercaba, y se acabaría pronto esa tortura extrañamente curiosa. Dibujé una sonrisa en mi rostro, aunque nadie la pudiese ver. Me gustaba saber que estaba apunto de descubrir la sorpresa que, horas antes, poco apreciaba. Me dirigí muy lentamente hacia la voz que dio el último mensaje, la de Isabel. Mi respiración se agitó un poco y mi corazón aumentó un par de latidos más por minuto. Si no hubiese oído sus voces, dirigiéndose a mí con las instrucciones, no habría notado estar en un sitio diferente al de mi salida, pues aún seguía sin oír nada. Comencé a fantasear sobre lo que podía ser; una cena elegante para las tres. Una fiesta personal en alguna habitación de hotel… No fantaseaba con nada que tuviese a más de cinco o seis personas, pues pensaba que sería imposible mantener a ese grupo de gente callada más de dos minutos. Tan sólo se me venía a la cabeza planes que tuviesen que ver con nosotras cuatro, al fin y al cabo, lo había decidido en un final, Alex no podía asistir como me dijo… No, estaba claro que era un plan de cuatro. -34-
Cuando quise hundirme en otra ensoñación, recibí lo que debía ser la última instrucción. Unas manos se unieron y se toparon con mis ojos para impedirme ver algo, ¿Acaso acabaría ya la pesada y peligrosa oscuridad? —Caliente —el inesperado susurro me erizó la piel. De pronto, sus manos se separaron de mi rostro, dejándome ver la tan esperada sorpresa. Si sólo me hubiese guiado por la vista, habría tardado un segundo en reaccionar, pues el estar tanto tiempo acompañada de la espesa negrura me había hecho repeler la luz en un primer momento. Suerte que tenía el oído como ayuda. —¡Sorpresa! —un coro de voces gritaron a la vez en mi dirección. No podía creerlo. En realidad, sí pensaba en una especie de fiesta sorpresa, pero no en tanta gente como la que había ahí. Si hubiese sabido que era una fiesta sorpresa, habría imaginado a quince personas, a lo sumo. Allí había algunas más, bastantes más. Quizá treinta personas o treinta y cinco, en un salón que, aunque era amplio, no resultaba cómodo para ese número de invitados. Lo mejor, quizá no fue ver el gran número de gente que me rodeaba, si no ver que todos aquellos eran amigos de verdad, de los que recordaba nombre y apellido, de casi todos, y de tener más que cuatro o cinco palabras con ellos. Eran amigos que estaban más por mí que por acudir a una simple fiesta, y yo había pensado que sólo íbamos a ser cuatro… —¿Te ha gustado? —me preguntó vacilante Bego, inclinando un poco la cabeza para ver mis ojos, pues ella era algo más alta que yo. ¿Cómo podía preguntarme eso? ¿A caso no veía el rostro que tenía? —¿Qué…qué… —mi tartamudez no ayudaba, estaba punto de gimotear de la impresión— …si me ha gustado? —alcé la cabeza para que ella no se tuviera que esforzar, y clavé mi mirada -35-
brillante en la suya. Mientras, se acercaban Isa y Blanca, que se encontraban entre la multitud que se apelotonaba en el salón, viendo mi expresión, apunto de estallar—. Es uno de los mejores regalos que he recibido. Ni por asomo creí que iríais a preparar algo así. Realmente, me ha emocionado. Sois las mejores —me fundí en un abrazo con ellas, después de soltar esas últimas palabras casi en sollozos. Por la tardanza que hubo en separarnos, imaginé que ellas también estaban emocionadas por mi respuesta, y así fue. Al menos en Bego, que era la más sensible de las tres. No había lágrimas, pero el rojo y la brillantez en sus ojos lo decían todo. Cuando paré de analizar bien los rostros que se encontraban, vi el de Martín, que se acercó a mí en cuanto me quedé mirándolo con los ojos como platos y una ancha sonrisa: —¿Te ha gustado la sorpresa? —me dijo mientras venía hacia mí. —¿En serio me lo preguntas? —se quedó mirándome sorprendido, creyendo que lo decía en serio. —Pero…pero si tú antes… —las palabras se le mezclaban—. Creí que te…que tú… —Ja, ja, eres de lo que no hay, hermanito —sonreí mientras le revolvía el pelo—. Así que este era ese sitio al que acudirías con Juanjo ¿eh? —Bueno… —se giró señalando a alguien—. Lo de Juanjo era verdad… Recibí el saludo del amigo de mi hermano, bastante cortado, en una esquina y con un refresco en la mano. —El pobre está más parado…, me ha costado horrores traerle aquí. Le convencí diciendo que tendría la oportunidad de conocer a chicas universitarias. —Pues sí parece que será así —esta vez señalé yo en su dirección, pero no estaba Juanjo solo, estaba acompañado de Blanca. —Genial, me acabo de quedar colgado… —torció el gesto y esbozó una pequeña sonrisa. -36-
—Bueno, sigue su ejemplo, aquí hay un montón de chicas, aprovecha. —Muy bien, seguiré tu consejo, hermanita. Pásalo bien en tu fiesta —se despidió de mí dándome unas palmadas en el brazo Aún intentaba asimilarlo, era muy fuerte. Nunca antes había recibido una fiesta sorpresa, y aunque sí la hubiese tenido, seguramente no seria de ese gran alcance. No podía quitar la sonrisa de la cara, una sonrisa seguramente algo estúpida, pero ¿qué más daba? Todo el mundo se fue acercando para felicitarme y, acto seguido, para darle las gracias a mis tres amigas del alma, por invitarles a la fiesta. Allí estaban Eric, Dani, María, Esteban, Monica, Ana, Oliver, Fer, Bea, Javi, y una lista de veintitantas personas más. Supongo que Javi debía estar allí obligado, y no por voluntad propia, como lo estarían seguramente todos los demás, a excepción de Juanjo. Relució el nombre de «Bego» en un cartel luminoso de mi mente. Javi no era el tipo de chico que hace una acción buena por alguien que se lo merece, por mucho que le cueste. Ni siquiera sé qué hacía con Bego; no se parecían en nada. Bego lo daba todo por los demás, te hacía sentir bien, te animaba sí o sí costase lo que costase. Y Javi no miraba más allá de sus napias y, desde hacía poco, de las napias de ella. Al menos eso era un paso, pequeño, pero un paso. En el fondo, era un buen tipo, pero hacía falta excavar mucho, muchísimo, para llegar a ese fondo. Había conversado con él pocas veces, y de esas pocas, se podía contar con una mano las veces que había conseguido salir medianamente bien de una conversación entre ambos. Pero era mi cumpleaños, quería disfrutar y sería amable con todo el mundo, aunque no sabía qué me empujaba a serlo con él. De nuevo, el letrero luminoso volvió a encenderse, «Bego». Debía hacerlo por ella, y por no fastidiarme a mí también, después de conseguir adentrarme en un huequecito de mi cuerpo donde tenía plena felicidad. -37-
Me acerqué a él cuando ya había sido felicitada por todo el mundo, inclusive él mismo. Pero ahora quería mantener una conversación. Mis pasos volvían a ser cortos como hacía unos minutos donde la oscuridad fue mi único amigo. Andaba con miedo, con temor. ¿Por qué? Ah, yo sí sabía el por qué. Mi letrero luminoso no era capaz de avisarme del peligro, porque no lo veía. Pero yo sí. Sin embargo, aunque supiese que había peligro, no sabría identificar el momento exacto, y eso era lo que asustaba. —Me sorprende verte aquí, Javi —se lo dije casi en el oído, pues la música comenzó a retumbar por toda la casa a un volumen que no debería estar permitido. —¿En serio te sorprende verme aquí, Julia? —él notó mi sarcasmo, y no podía permitírmelo. Debía comenzar esa conversación con buen pié, por el bien de todos. —No. Vaya, lo siento. Quería decir que no te imaginaba en una fiesta de cumpleaños de este estilo —intenté arreglarlo penosamente. —Tranquila —su sonrisa un poco forzada decía que él también había estado viendo el letrero luminoso durante mucho rato. Eso estaba bien, no tendría que estar cargando todo el rato con el peso de mantener aquella conversación a flote—, ya te he entendido. Bueno, y ¿te ha gustado todo esto? —Sí. Aunque iba con miedo, no sabía a qué me tendría que enfrentar, la verdad. Pero realmente, me han sorprendido, son las mejores. —Lo sé, se lo han currado mucho. Llevan preparándolo durante un mes —Javi apartó la mirada de mí y la dirigió hacia ningún lugar de la sala. Yo hice lo mismo, no podía estar observándolo constantemente. Necesitaba un respiro—. Aunque pienso que no hacía falta tanto tiempo. Supongo que necesitan su tiempo para organizar fiestas. —Creo que está genial. Isabel se me acercó, me dio un vaso y se largó, sin darme tiempo a preguntarle qué era. Le pegué un trago, confiándome de -38-
que tenía pinta de refresco. Pero no, me equivoqué. Era Fernet, demasiado para mí. Mi cara de asco hizo que Javi soltase una carcajada. —¿Qué problema tienes con el alcohol? Nunca te he visto acabarte una copa entera. Su pregunta, tan cercana, y tan de repente, hizo que le mirase extrañada. —No sé, supongo que mi cuerpo repele el alcohol, casi por completo —Javi asintió vacilante mientras miraba hacia otro lado. Sabía que eso quería decir que no estaba de acuerdo. Y aunque no hubiese hecho ese gesto, lo sabría. Javi y el alcohol iban prácticamente de la mano. Aunque no creo haberle visto borracho muchas veces, pero su mano era más bien un sujeta—copas. —Bueno… —intenté romper el hielo que se había formado tan rápidamente— y ¿qué tal os va a Bego y a ti?... No tenía gran esperanza en buscar una respuesta larga, pero al menos había sacado un tema, ya se podía dar por satisfecho. No, no. Piensa en el bien común. —Pues muy bien. Sinceramente, creo que no he estado así nunca. No sé, la adoro, y la quiero como no he querido a nadie. —Vaya… —mi respuesta fue más que nada por darme algo más que «bien» como respuesta. Pero él lo interpretó de otro modo. —Lo sé, es muy fuerte —dio un trago de su vaso, seguramente para pensar él algún otro tema, pero no varió mucho—. Y tú, ¿no encuentras a nadie que te haga tilín? Su forma de expresarse me hizo gracia y se me escapó una carcajada. —Bueno, supongo que aún no hay nadie por ahí por el que merezca la pena pararse a pensar —bajé la vista, no me gustaba hablar de esas cosas. Blanca, Bego e Isabel habían tenido cantidad de novios, rollos y demás. Y lo más cerca que he estado yo de un noviazgo ha sido un chico del instituto, todo era perfecto con él al principio hasta que lo acabó convirtiendo todo en una pesadilla. -39-
—¿En serio no crees que haya nadie que merezca la pena en tu entorno? No sé, alguien habrá, digo yo —su pregunta sonaba curiosa, como si intentase comprenderme, e hizo que confiase más en él. —Mmm... Para serte sincera —¡Sincera yo, con Javi!—, no es del todo cierto. No es que yo lo haya intentado mil veces, ni siquiera decenas, pero cada vez que lo he hecho no he tenido buenas respuestas, ya sabes, a la hora de intentar sincerarme con cierta persona. Supongo que recibir malas contestaciones respecto a ello me ha echado un poco para atrás. Sin darme cuenta, nos encontrábamos en el sofá, hablando. Su cara era de preocupación, como si ahora ya no hablase y me escuchase por compromiso. —No seas tonta. Sería imposible darte una mala contestación a ti. Y ¿Quién sería tan estúpido de rechazarte? —vaya, por fin Javi comenzaba a caerme un poco bien—. No sé, de todas formas hay mucho imbécil por el mundo, así que no hagas caso de esos. Cuando realmente aparezca el chico adecuado para ti lo sabrás, porque será el que no te deje escapar —de nuevo, sorprendida. Y esta vez lo hice notar con el ceño algo fruncido. ¡Javi dándome consejos!—. En serio, tómatelo con calma, al final lo agradecerás. Su última frase parecía el final de la conversación, aunque también lo fue a causa de la interrupción de Alex. Por una vez, no quería que eso pasase, me lo estaba pasando bien con Javi, y por fin nos entendíamos. Alex me llevó a la parte de arriba, y comencé a asustarme. Arriba no había ningún otro tipo de fiesta, ni había nadie. ¿Para qué quería estar a solas conmigo? Me agarró de la mano, guiándome hacia la habitación de Bego. Alex tenía la mano sudada, aunque no por ello hacía que estuviese incómoda con ese momento, si no por el momento en sí. No quería estar a solas con Alex en la habitación de Bego. Su mano tiró de la mía, para meterme a mí primero en la habitación, y sin soltarme, cerró la puerta con cuidado. La ha-40-
bitación estaba a oscuras, y no hizo nada porque estuviera algo más iluminada. No quería estar a solas con Alex en la habitación de Bego, con la puerta cerrada y con la única luz de las farolas de la calle. Me sentó en la cama con cuidado, y aún sin quitar su mano de la mía. De hecho, al sentarse él, colocó la otra que le quedaba libre en mi mano, en la misma que ya estaba sujetando. Debía reaccionar rápido, yo no quería que ese momento pasase a algo más, no quería hacerle daño. —Escucha Alex, yo no quiero que… —deshizo el emparedado que nuestras tres manos hacían, para posar su dedo índice sobre mis labios, cosa que no ayudó en mucho. Ya no las tenía sudadas, aunque sí frías. —Espera, espera —quitó el dedo de mi boca, para volver a dejar prisionera a mi mano—. Antes de que digas nada, porque sé lo que vas a decir, quiero que escuches tú algo. Aproveché que tenía la boca libre para resoplar, por lo que me esperaba. Notó mi tensión y su rostro se bañó de confusión. —¿Qué te pasa? —ladeó un poco la cabeza—. ¿No te encuentras bien? Si quieres bajamos y lo dejamos para más tarde. ¿Más tarde? Así que no pensaba rendirse esa noche, por supuesto que no. Debía quitarme de encima ese angustioso momento cuanto antes. Además, ya contaba con el rubor en las mejillas y la vergüenza que invadía todo mi ser. Posponerlo para más tarde sólo significaría volver a sentir lo mismo dos veces, y eso sí que no. —No, no te preocupes. Estoy bien. Dime lo que me querías decir —intenté hacer pasar por mi garganta algo de saliva, pero era difícil, debía de habérseme encogido la garganta de un modo exagerado. —Bueno, antes de nada, quería darte esto —rebuscó entre su vestimenta algo que le resultaba difícil de encontrar—. Espera… lo tengo por aquí —siguió buscando por los cuatro bolsillos de su pantalón, y luego por los otros cuatro de la americana. Por fin -41-
dio con el regalo, que estaba en su bolsillo interno de la chaqueta—. Aquí está —abrió las palmas de sus manos, dejando una cajita pequeña en ellas—. Feliz cumpleaños. Mi cabeza sólo pensaba y pedía una única cosa; que no fuese un anillo. Deseaba aquello por varias razones: Un anillo siempre es símbolo de unión o de intimidad, y más, si era regalado por Alex. Sería incapaz de llevarlo, porque los aborrezco —quizá gracias a mi madre— y al no ponérmelo haría infeliz al pobre de Alex. Además, si mi madre se enteraba de que tenía un anillo, y daba la casualidad de que ella no lo tenía, acabaría desapareciéndome de forma extraña. —Vamos, cógelo —me adelantó sus manos para que reaccionase. Debía de haberme pasado minutos sin hablar ni mostrar ningún tipo de reacción, y él lo había notado. —Yo…no sé qué decir —cogí la pequeña cajita de sus manos intentando no rozar mi piel con la suya. Vacilé al abrirla—. Oh, muchas gracias, Alex —unos pendientes, unos preciosos pendientes—. No tenías que haberte molestado, te deben de haber costado una pasta. —Bah, lo normal para ser de plata. Volví en sí después del embrujo de esos pendientes —de los cuales, nunca había visto unos igual—. Estaba claro, no me había llevado a un lugar alejado del gentío para darme mi regalo solamente. Y se había pasado con el detalle. Eso era algo más que un detalle. —Vaya, no tenías que haberlo hecho, de veras, pero te doy las gracias, son preciosos —hice ademán de poner fin a ese momento ya que hasta podía ver que comenzaba a ser incómodo también para él. Pero antes de poder ponerme erguida de espaldas a la cama, me agarró del brazo con sumo cuidado y tiró de mí hacia la cama para sentarme de nuevo. Cuando comenzó a abrir la boca para decir algo me adelanté a interrumpirle, no quería que mis mejillas alcanzasen la temperatura del fuego con algún comentario suyo. -42-
—Escucha, creo que deberíamos bajar —Alex me miró esperando a que siguiese hablando, sabía que no había acabado la frase—. Creo que será lo mejor. No vaciló al levantarse, ni a la hora de hablar, y mucho menos en agarrarme las manos. —¿Qué tal si te pongo los pendientes antes? Me quedé unos minutos mirándole. Observando la expresión de sus ojos, para así saber si acompañaba a su inocente frase algo más. Ingenuidad. Eso era lo que mostraban sus ojos, sólo ingenuidad. Fue una frase y una mirada de lo más amistosa. Tan sólo un amigo ofreciéndome usar su regalo. —Claro, adelante —le contesté con una amplia sonrisa inocente mientras le tendía la cajita y se la abría. Cogió uno de los pendientes colgantes de plata. Primero el izquierdo. Me lo puso con sumo cuidado y lentitud en la oreja. Después lo alzó con la mano. —Perfecto, queda perfecto —bajó su mano y la dirigió a la cajita—. Aunque a ti te quedaría perfecto cualquier cosa. Puse los ojos en blanco. Esta vez, reprodujo todos los pasos exactamente igual que antes, pero con mucha más lentitud. Parecía intentar memorizar cada paso y cada gesto que hacía. Mi pulso se aceleró, sabiendo antes que yo lo que podía pasar. Su mano rozó mi oreja con suavidad, casi un roce imperceptible, haciendo que se me erizase la piel. Más por el contacto que por otra cosa. Cerré los ojos con fuerza, intentando hundir mis párpados lo máximo posible, a ver si así convertía ese fatídico momento en una simple y estúpida pesadilla. Cuando hubo tocado el pendiente, acercó su rostro aparentemente para observar más de cerca su regalo. Pero su rostro fue girando, hasta quedar totalmente enfrente del mío. Nuestros ojos estaban a cinco centímetros, y, aunque yo intentaba hacer más grande esa distancia, Alex sólo quería acortarla, y a gran velocidad. -43-
Mis manos estuvieron rápidas y se interpusieron entre él y yo, posándose bruscamente en sus pueriles hombros. —Te dije que sería mejor que bajásemos. —Pero espera… —no le dejé continuar. —No, espera tú —me subí de tono, y no quería. Carraspeé antes de seguir, para volver a mi voz calmante de antes—. Vamos a ver, yo te he dicho muchas veces lo inútil que resulta que hagas esto. Valdría la pena si yo te hubiese dado alguna vez esperanzas, pero no te las he dado, ni te las voy a dar. No las hay. Su expresión intentaba matarme. Eso era lo que él quería. Matarme con la mirada, y así compadecerme de él, y sucumbir a sus peticiones. No podía. No debía. No quería. —Pero ¿y si yo creo que si las hay? ¿Y si yo aún tengo un poco de esperanza? ¿Me la vas a quitar? Sus preguntas constantes eran casi patéticas, pues yo le había dado a conocer la respuesta hacía mucho. No ignoraba esas preguntas, simplemente, las esquivaba. —No hay esperanzas, Alex. Intenta comprenderlo y memorizarlo de una maldita vez —volví a subir el tono, y seguidamente a bajarlo—. No quiero hacerte daño, por eso evito este tipo de conversaciones. Pero tú nunca me dejas otra elección. Quiero que entiendas de una vez que entre tú y yo nunca habrá nada. Que eres mi amigo, y nada más —agarré sus brazos con firmeza, intentando que lo entendiese también con gestos, a-mi-gos. Agachó la cabeza de un golpe tan seco que creí que se había desmayado de pie. Le agité un poco para que reaccionase, y él lo hizo levantando la cabeza de nuevo. No me gustaba su rostro, no me gustaba su expresión. Ahí era a dónde no quería llegar, a su boca curva y estrecha, a su ceño fruncido, tanto que casi unía sus cejas, y sus ojos marrones de Cocker, caídos y casi rojos. Me esforcé por no dejarme sucumbir a ese rostro. Lo conocía bien de otras veces. Sostuve su cabeza con mis manos con firmeza, obligándole a mirarme. -44-
—Prométeme que de ahora en adelante sólo intentarás ser mi amigo —bajó la mirada, puesto que no podía bajar la cabeza—. ¡Mírame! Mírame y prométemelo. Hazlo por mí, si realmente me aprecias. Esa última frase que casi susurré le debió de llegar a lo más hondo de su corazón, pues alzó la vista instantáneamente hasta dejarla clavada en mis ojos, como hacía un rato. No tardó en contestar, aunque su tono fue vacilante cuando lo hizo. —Está bien. Te lo prometo. Lo haré por ti. Por fin pude relajarme, lo hice mostrando una sonrisa y destensando mis hombros, a la vez que quitaba mis manos de su cara. Alex se unió a mí también con una sonrisa. Ya había terminado el bochornoso momento. Bajamos para poder disfrutar de la fiesta. Cuando estaba saliendo de la habitación noté de nuevo el alboroto y el volumen extremo de la música, demasiado ruidosa para identificar la canción. Tuve la sensación de que todo se había paralizado mientras yo estaba en la habitación con Alex. Debía de haberme centrado tanto en aquel momento que olvidé lo que estaba ocurriendo fuera de esas cuatro paredes. Alguien me agarró los hombros por detrás. Isabel. —Hora de abrir los regalos —me condujo torpemente hacia la mesa del salón, que estaba invadida de regalos. Más sorpresas envueltas todas ellas de papel de regalo, de color rojo y verde. Era increíble, quedaron hasta para poner todos el mismo color de papel. Debían de haber decorado de esa forma la mesa durante mi ausencia, ya que no recordaba que estuvieran allí antes. Me puse delante de la mesa, haciendo que todo el mundo quedase enfrente de mí y así no tener que dar la espalda a nadie. —No sé por cuál empezar. Hay tantos —dirigía mi mirada a todos los rincones de la mesa, intentando decidir cuál descubrir antes. —Pues será mejor que empieces ya, o nos darán las tantas de la madrugada —Jesús tenía razón. Demasiados regalos y muy -45-
poco tiempo para dedicarle a cada uno de ellos y a quienes me lo habían dado. Asentí con la cabeza y empecé a acatar sus órdenes. Cerré los ojos alzando la cabeza hacia el techo y estiré los brazos hacia el frente, para coger un regalo al azar. Cuando ya tuve uno escogido en mis manos volví a abrir los ojos para ver cómo era. De tamaño rectangular y más bien pequeño. Sin abrirlo parecía un libro, pero ¿qué libro? Un libro dice siempre mucho sobre alguien y suele ser muy personal porque sólo se regala si se tiene suficiente conocimiento de cómo es esa persona en realidad. No podía ser de otra persona que de Martín. Lo ponía en el regalo. Le miré añadiendo una sonrisa para dar las gracias por adelantado y él me contestó con otra sonrisa y alzando un poco la cabeza indicándome que lo abriese de una vez. Arranqué el papel con rapidez, ansiosa de ver en qué lectura me vería hundida después de mis veinte; una novela de terror, quizá un ensayo o poemas, o lo mismo una novela romántica. «Éxodo». Eso fue lo primero que vi al despojar el papel de regalo por completo. «Éxodo, de León Uris». A simple vista no parecía una novela, ni un ensayo. Pero entonces, ¿qué? Martín entendió mi expresión y se adelantó antes de que yo pudiera preguntarlo. —Es un libro sobre testimonios reales de la 2ª Guerra Mundial —aún estaba perpleja. No entendía el motivo de ese regalo—. Bueno…yo creí que… bueno —Martín comenzó a trabarse cuando mi reacción no fue la de un ¡gracias! Que él esperaba, así que decidí no hacerle sentir mal. —No, no. Tranquilo, seguro que me encantará. Es sólo que… —¿Cómo continuaba esa frase? ¿Qué decir para que entendiese mi reacción sin hacerle daño?—, bueno, no esperaba que tú pudieses hacer este tipo de regalos. Pero parece muy interesante, de veras —me acerqué a él demasiado eufórica, quizá muy exagerado—. ¡Muchas gracias, hermanito! -46-
Abracé a Martín mientras le daba un segundo «gracias». Él correspondió a mi abrazo, y me preguntó al oído si realmente me gustaba su regalo. ¿De nuevo fingir? Sí, tuve que fingir. No quería destrozarle y a saber cuánto le habría costado decidir ese regalo. Esta vez no cerré los ojos y cogí el primero que estuvo al alcance de mis manos; uno irregular, de papel de color verde y bastante blando. Debía de ser alguna prenda de ropa, seguro. Su tamaño era pequeño, así que sería algún complemento. Antes de comenzar a romper el papel miré la etiqueta, era de Inma. Mi pequeña Inma, ella me tendría algún regalo bonito y alegre, siempre era así. Quité el papel con entusiasmo, esperando encontrar unos guantes naranjas, para alegrarme un rato la vista. O una braga para el cuello de rayas multicolores. Nunca había tenido una, ni lo deseaba, pero en ese momento sí. Tenía la necesidad de ver algo de color vivo en esa estancia que no fueran las luces de las lámparas o el papel de regalo verde y rojo Un gorro de lana, de color gris. No me incomodaba como el libro, pero me hacía pensar que iban encaminados por el mismo lado. ¿Por qué gorros de color triste y libros sobre guerras en mi vigésimo cumpleaños? No entendía nada. Nunca me había parado a pensar que yo daba esa impresión a la gente. En fin, cuando escribía algún relato, cierto que me salían historias tristes que nadie querría oír, pero por algo las escribía, para dejar esos sentimientos ahí, y no plasmarlos en la realidad. Creí considerarme divertida y alegre en algún momento. Parecía que para mi buena amiga Inma y para mi hermano no era así. Me acerqué a ella repitiendo casi los mismos movimientos que hice al agradecérselo a Martín, pero nadie parecía darse cuenta de ello. Al menos no ella, estaba encantada con el regalo que me había hecho, tan feliz y tan alegre, siempre enseñando su sonrisa. ¿Así me veía una persona incapaz de estar triste? Debía averiguar si también me veía así todo el personal allí presente. -47-
Cogí otro regalo, esa vez sin poner tanto entusiasmo a la hora de escoger, pues como habían dicho al principio, el tiempo apremiaba. Un regalo del tamaño de un libro, pero parecía una caja, era muy duro y mucho más grueso que un libro. Era un regalo compartido. Por Ana, Bárbara y Alicia. Lo abrí rápido por curiosidad sobre todo. Quería saber qué era aquello tan duro que se escondía en ese papel. Sobre los otros regalos había tenido pistas gracias al sentido del tacto, pero con este no tenía ni idea. Me hizo sonreír la ignorancia que tenía en ese momento sobre el regalo. Un cofre pequeño de madera, parecía antiguo. Era precioso, pero muy triste, como los dos regalos anteriores. Pregunté que de dónde lo habían sacado, para quitar la expresión de amargura de mi rostro. —De una tienda de antigüedades del centro. Queríamos algo especial para ti —Alicia hacía sonreír a todos con su voz de campanilla. Podría persuadir a quien ella quisiese, pero tenía demasiado buen corazón. —Sí, y nos costó una pasta, por eso está comprado entre tres —Bárbara era genial, me encantaba su forma de expresarse. Intentaba justificarse, como si hubiese cometido algo malo, cuando era todo lo contrario. —¡Baby! Esas cosas no se cuentan —y Ana, era Ana. Con su nariz respingona, y su carita de niña buena—. Espero que te haya gustado tu regalo, Julia. Lo hemos cogido con todo el cariño del mundo. Me quise disculpar por si había parecido que me encontraba un poco hundida. —Me ha encantado, es precioso. Pero no debisteis gastaros tanto, de veras. El siguiente regalo que abrí fue un cuadro, un cuadro de Henry Wallis. Me lo regaló Eric. Aunque no supo decirme mucho del cuadro, más que el nombre del artista, y que el cuadro -48-
se llamaba «algo relacionado con Chatterton, pero no me hagas mucho caso». Tampoco es que fuese a indagar sobre el cuadro. No era una fanática de la pintura, ni siquiera sabía algo sobre ello, y Eric lo sabía. —Simplemente vi el cuadro en una tienda, y pensé en tu cumpleaños, creo que te pega. —¿Ah sí? —mi tono parecía subestimar el detalle de su regalo—. Quiero decir, ¿en serio se me parece? —lo cambié por un tono curioso. —No sé, es que cuando lo vi me viniste a la mente, así que pensé que te gustaría. Pero no me preguntes qué veo en él que se te parezca. Lo mismo puedes averiguarlo tú algún día —me miró tras contarme aquello, como intentando evaluar mi contestación, la que haría sólo con la cara. Sonreí para darle un aprobado, aunque no me hacía especial ilusión tener un cuadro de un metro de largo de un hombre en una cama inconsciente, seguramente borracho. ¿Me vería Eric como una borracha? Si no probaba prácticamente el alcohol. Quizá fuese una ironía, y sólo trataba de ser gracioso. Le di un abrazo en forma de agradecimiento, y a partir de ahí no recuerdo mucho más sobre qué regalos tuve. Fueron demasiados, y no muy llamativos. Además de que me encontraba mareada en todo momento, desde que abrí aquellos regalos; tristes, melancólicos, grises… La fiesta continuó un rato más después de abrir todos los regalos, pero yo ya no me encontraba para fiestas. Mi ánimo había vuelto a ser tan apático y decaído como el de aquella mañana. Como el de la mañana de mi cumpleaños. Deseaba cerrar los ojos y desaparecer para encontrarme bien, o al menos para no aguar lo que quedaba de fiesta a la gente. Poco a poco fue quedando más espacio en el salón, hasta que al final sólo quedamos Blanca, Bego, Isa, Javi, Juanjo Martín Alex y yo. -49-
Nos pusimos a recoger todo, aunque no había gran desorden. Había sido una fiesta de cumpleaños bastante limpia, la verdad, sin restos de comida por el suelo, ni colillas, ni manchas en los muebles. Martín Alba y yo nos pusimos a limpiar los platos de la comida y la tarta que me habían comprado. Los demás barrían, limpiaban los papeles de regalo y ordenaban de mejor manera el salón. Alex estaba fregando los platos, yo los secaba e Isabel los colocaba en un paño. Me encontraba perdida, atontada, como si estuviese drogada y no pudiese reaccionar ante nada. Lo único que oía era el agua correr por el fregadero. Un chorro que sonaba de forma irregular cuando Martín metía un plato o un cubierto debajo del grifo. Y por otro lado, tenía el sonido que hacían los platos al chocar unos con otros despacio cuando los colocaba Isabel. No había más ruido que ese. Ninguno estábamos hablando, y no se oía el respirar. Era un alivio. Mi cuerpo nunca se acostumbró a las fiestas, y tenía el cuerpo cansado; mala noche, mal día, extraña tarde, y parecía que mala noche, otra vez. Sólo deseaba secar platos e irme a dormir. Unos metros más lejos de nosotros parecían vivir lo contrario. Estaban de juerga, jugando a encestar las bolitas de papel de regalo en la bolsa de basura, limpiando y bailando con la escoba a la vez, y otros cantando y ordenando además de jugar a usar los adornos de la madre de Bego como micrófonos. Sólo escuché lo que se cocía en el salón por un instante, después volví a mi sueño profundo y a secar más platos y vasos y tenedores y cuchillos. Comencé a cerrar un poco los ojos. Mis párpados pedían a gritos bajar, pedían un poco de sueño para mi cabeza, para mi pobre mente, y yo no podía negárselo, también lo quería. Pero en fin ¿pasaba algo si cerraba los párpados únicamente? Podría seguir haciendo ese trabajo, no necesitaba más que las manos. -50-
Después de abrírseme y cerrárseme unas cuantas veces convirtiéndolo en una lucha entre ellos y yo, decidí dejarles ganar. A la vez me dejaba ganar a mí. Pero no tuve en cuenta que, si cerraba los ojos, sería posible que entrase en un sueño profundo. ¿Me sería posible dormirme de pie? ¿Tan cansada estaba que no me hacía falta ni cama? Se me relajaron todos los músculos, todas las articulaciones, haciendo que me tabalease y perdiera por un segundo el equilibrio. No lo suficiente como para hacerme caer al suelo, pero sí para dejar caer el vaso que tenía en la mano. Isabel y Martín pegaron un brinco, y se pusieron a mí alrededor para agarrarme, pensando que me había mareado. Martín me agarró de la cintura e Isabel por los brazos. —Pero ¿qué te ha pasado? —el grito agudo de Martín me despertó por completo. —No lo sé, creo que me he quedado dormida de pie —reí, para quitarle algo de hierro al asunto. Simplemente estaba cansada. Y simplemente quería dormir, y desaparecer en mis sueños, y no pensar en todo lo ocurrido… —Siéntate, vamos —Isa tenía un tono más tranquilizador. Ella sabía que no era para tanto, pero aun así estaba preocupada. Nada más sentarme en la silla vinieron los otros corriendo, al oír el vaso estallar contra el suelo. Sus gritos eran más fuertes, al tener el volumen acostumbrado al de la música y las risas que tenían montadas en el salón. —¿Qué ha ocurrido aquí? —Lo siento, Bego. Lo siento mucho. Creo que me quedé un poco adormilada mientras secaba el vaso y… —No, no me refería al vaso. Al vaso que le den —parecía indignada—. ¿Qué te ha pasado a ti? ¿No te encuentras bien? —Sí, es que tengo mucho sueño, y me ha podido. —Ya… —no parecía convencerle mi respuesta—. Bueno, será mejor que lo dejemos, vamos a irnos que también nosotros necesitamos dormir un poco. -51-
Asentí con la cabeza y todos se marcharon a ponerse el abrigo. Todos menos Alex, que prefería quedarse conmigo. —Alex, estoy bien, en serio. Ve a ponerte la chaqueta, anda. Se sentó en una silla a mi lado. —No te preocupes, me quedo. Me rendí, era más fuerte que yo y no tenía ganas de discutir. —Como quieras. Me levanté a los dos minutos para ir a por mi abrigo a una de las habitaciones. Cuando lo cogí y me lo puse, me quedé inmóvil. No podía reaccionar. Temí sufrir un desmayo de verdad así que me senté lentamente en la cama, para esperar una mejoría que me permitiese bajar las escaleras con seguridad y con mejor aspecto. No sabía qué me pasaba, pero no quería tener que preocuparles otra vez a mis amigos, acabarían pensándose que me encontraba fatal, más de lo que estaba. Me levanté con el mismo cuidado con el que me había sentado, evitando posibles mareos. Respiré un par de veces hondo y me fui directa a la puerta. Justo cuando toqué el pomo oí que me llamaban: —¡Estas lista, Julia! —era Martín—. ¡Venga, que nos vamos ya! Bajé las escaleras bien, tanto que creí haberme recuperado al oír la voz de mi hermano. —Pero, ¿dónde están todos… —Alex no me dejó continuar. —Están ya todos metidos en los coches —sólo quedábamos en la casa Alex, Blanca y yo. —Vamos, te acercamos a casa y te ayudamos a meter todos los regalos —Blanca me lo dijo con su habitual tono áspero, común en ella, no por nada personal. —Gracias. ¿Con quién me toca ir? —Pues tú irás en el coche con nosotras, y los chicos irán juntos. Alex condujo su coche con los chicos, y las chicas y yo iríamos en el de Bego. -52-
Pedí ir esta vez delante, tenía ganas de despejarme un poco con la carretera y ninguna puso pegas a ello. Técnicamente aún era mi cumpleaños, aunque hiciese una hora que habíamos dejado atrás el tres de Octubre. Mi fatídico tres de octubre. Que ganas tenía de terminar todo, de dejar atrás aquel día atestado de pesadillas y sombras, para volver a mi vida normal. Para levantarme como cada mañana y degustar el desayuno de mi padre, y las bromas de Martín, y la ignorancia de mi madre. De ir a la universidad como cada mañana con mi estropeada mochila de color negro que tanto amaba colgada a un solo hombro. De ver a mis amigas, a mis tres grandes amigas que lo hacían todo por mí y yo lo intentaba hacer también por ellas. De cruzarme con Alex en la cafetería, por casualidad, y comentarle —a petición suya— cómo había dormido, o qué había hecho por la tarde mientras veía su cara de fascinación ante mis torpes y mal escogidas palabras para expresarme. De volver a casa y comer perdida en mis pensamientos vagos de imaginación muchas veces. De pasear por la calle y disfrutar del sol de la tarde mientras escuchaba música, como alguna balada triste. Mis pensamientos exquisitos se perdieron en la oscuridad que proyectaba el alquitrán de la carretera en cuanto paramos en frente de mi casa. Ayudé a bajar los regalos, como todos. Treinta y tantos fueron los invitados, pero había menos regalos, pues muchos habían sido regalados por varios, como hicieron con el joyero. Tan sólo nos hizo falta hacer un viaje a cada uno. Mi habitación se quedó la mitad de pequeña que antes, no había espacio para nada de todo lo que acabábamos de meter. Se despidieron todos de Martín y de mí, aunque éste se acercó a la puerta, al lado de Juanjo. —Me voy a acompañarle a casa y así dar un paseo. No tardo, unos minutos, ¿vale? —De acuerdo, ve, no soy mamá. Haz lo que quieras —mi tono era el de la hermana mayor. No el de la madre, ni el de la hermana -53-
despreocupada, simplemente el de la hermana mayor. El tono que dejaba libertad para hacer lo que quisiese, pero con cuidado. Ya era mayor y muy maduro para saber qué le convenía y qué no. Javi, Blanca y Bego ya estaban en los coches. Javi y Bego en el de ella, su Volkswagen Polo negro. Y Blanca esperaba junto a la puerta del copiloto del R-11 de Alex. Bueno, del R-11 del padre de Alex. No tenía pensado comprarle un coche nuevo hasta que pasase año y medio después de sacarse el carné, y sólo llevaba el medio. Aún seguía siendo un niño. —¿Seguro que te encuentras bien? —Isa me acarició el brazo mientras me lo preguntaba—. Hoy has estado muy rara, y no se te ha visto muy buena cara excepto durante la fiesta, pero después… —Me encuentro bien, os lo aseguro —la interrumpí y me dirigí tanto a ella como a Alex, que la secundaba en aquella opinión al asentir con la cabeza—. Marchaos a casa y mañana os llamo, ¿de acuerdo? Quizá podríamos ir a dar una vuelta por ahí —les sonreí para que se creyesen que me encontraba bien. —Muy bien, pero descansa mucho, lo necesitas —afirmé con la cabeza a Alex. Ambos me dieron dos besos de despedida y se fueron por la puerta. Me despedí de todos ellos por segunda vez desde la ventana y ellos de mí. Ya podía quitar la sonrisa. Ya podía comenzar a ser yo misma después de tanto rato y poner la cara de preocupación que tantas ganas tenía, el reflejo de amargura y de disgusto que invadía mi ser ante el miedo y la ignorancia. Subí las escaleras con el peso de un muerto que no solté hasta caer boca arriba en mi cama, observando el techo que aquella mañana me había defraudado. Mi techo lila tan bonito y colorido que no se renovaba de color desde que yo tenía quince años. Aún seguía allí. Me acordé de uno de mis regalos mientras me perdía en los decorados dorados que tenía a mi vista; Henry Wallis. Aquel cuadro siniestro que Eric decidió regalarme sin saber el porqué. -54-
Me levanté con prisa para buscarlo, apartando los demás regalos que impedían el cogerlo con facilidad. Estaba con el papel de regalo puesto, aunque se veía bastante. Tenía también ese plástico de burbujas que se pone para proteger las cosas frágiles. Lo quité con cuidado y después lo tiré con brusquedad al suelo. Quería admirar bien aquella preciosa tristeza, así que lo coloqué delante de la cama y me tumbé, para verlo desde más lejos. Parecía increíble, pero también me recordaba a mí en algo, y tampoco sabía decir en qué. Ese hombre estaba tirado en la cama y parecía estar borracho. Tenía una botella en el suelo que debía de haber rodado de su mano. Tan borracho debía de andar que dejó una vela encendida seguramente por la noche, pues se veía totalmente consumida. No fue capaz ni de apagarla. Había varias cosas más, un montón de papeles por el suelo, cerca de donde tenía caída su mano derecha, y una flor que había dejado caer su último pétalo. Suponía que serían detalles con un único valor para el pintor. Seguí observando el cuadro, intentando averiguar en qué me parecía a él. Era el regalo que más me podría ayudar, quizás. Después de más de media hora observándolo, pude ver un detalle, un detalle que había confundido. Me acerqué para ver mejor el cuadro y encendí la lámpara de la mesilla, para dar más luz. Creí que el hombre dejó caer de sus manos una botella de alcohol, de ahí su estado inconsciente. Pero al verlo con sumo detalle, aquello no me pareció una botella de alcohol, era mucho más pequeño. Agarré la lámpara y la acerqué tirando despacio del cable, hasta el cuadro, acercándolo todo lo posible a la altura de aquella botella. ¿Algún veneno? El cuadro comenzó a llamarme la atención demasiado, sin saber aún qué era lo que aguardaba relación conmigo. Encendí el ordenador para buscar sobre el cuadro. -55-
Tan solo me hizo falta poner en el buscado las palabras «Henry Wallis, Chatterton» para encontrar el cuadro, y para saber —por desgracia— cuál era el verdadero título de aquel dichoso cuadro, La muerte de Chatterton. No sabía si quería seguir leyendo o me bastaba con ver el título del cuadro. Pero me podía la curiosidad y el miedo de saber la respuesta a mi pregunta sobre el parecido. Encontré un artículo en el que se describía el cuadro, y su significado: «Wallis quiso plasmar la muerte de Chatterton. En el suelo se encuentra la botella de arsénico con la que decidió suicidarse junto a todos sus poemas desparramados. En la mesilla está una vela consumida y una flor cuyo pétalo ha caído, haciendo referencia a la prematura muerte del poeta. Todo el cuadro intenta explicar su decisión de morir joven, de acabar con su juventud pronto y por su propia mano…» No quise seguir leyendo, ya tenía lo que quería. Aquel hombre no dormía a causa de una borrachera, si no que yacía muerto en su cama tras suicidarse a una temprana edad. Un fogonazo me abrió los ojos, haciéndome ver en un segundo lo que no había sido capaz de averiguar en aquella mañana, ni todas las demás. Significaba la muere literal del poeta, y Eric y yo habíamos visto mi muerte metafórica prematura. La muerte de mi juventud, matada por mí. Quise hacer memoria para saber en qué momento pasó, y no me costó. Tenía el fogonazo alumbrándome aún, para sacar conclusiones lo más rápido posible. Como si me hubiese hecho esperar tanto para mostrármelo con prisas. Mis dieciocho años. Aquel momento fue en el que di muerte a mi juventud, mi infancia, y con ellos, a mi alegría y optimismo. Desee crecer olvidándome de todo lo que un día tuve a la espalda, para convertirme en una adulta lo antes posible. Tal fue el esfuerzo que hice que pasé de ser una adulta a una anciana. -56-
Una anciana aburrida, sin ilusiones. Una anciana triste sin sueños, que vivía lo que le tocaba sin saber darle pasión a lo que le rodeaba. Maté mi propia infancia pensando que así sería mejor, haciéndome ver, dos años más tarde, que sólo me trajo tristeza, me quitó el sol para dejarme un cielo gris permanente que me cegaba sobre los placeres de la vida. Mi mundo se rompió en pedazos, todo lo que quería, creía y apreciaba ya no valía nada, porque no era nadie. No era más que un cuerpo sin mente, materia sin alma, piel sin un ser que lo cubriese. Me asesiné. Me condené al llanto y la melancolía como si fuese lo mejor para mí y los que me rodeaban. Como si eso fuese lo que la gente adoraba. Todo el mundo se teje su destino, y yo tejí mal. Y seguí tejiendo y tejiendo hasta hacerme una bufanda que apretaba mi cuello con intención de ahogarme. Pero, ¿podría despojarme de la bufanda? Otro fogonazo, mucho más bello y suave que el anterior me abrió también los ojos. ¿Qué pasaba si volvía a intentar dar un rumbo contrario a mi vida? ¿Sí volvía a pedir un sol, una ilusión, un sueño, una fantasía? Demasiado pedir, pero quería hacerlo. Quería recuperar lo que un día maté. Fue mi muerte metafórica, y quería revivirla. Quería ser caprichosa y recuperar lo que yo misma eché al vertedero pensando que era basura. Tiré a la basura mi más preciada joya que ocultaba serlo durante mi niñez. Mi patito feo que se convirtió en cisne mientras yo lo ignoraba. Quería a mi cisne, y lo quería en ese instante. Mi rostro —ahora iluminado sólo por la luz de alguna farola de la calle— reflejó enfado, ira. Tan sólo por la sensación de superioridad y reto que necesitaba en aquel momento. Quería hacerlo, quería tenerlo todo otra vez. Quería ponerme retos en la vida, quería correr tras mis propios sueños y fantasear con las más bellas fantasías. Sonreír por nada y reír por todo. Quería ver de nuevo el sol que se escondía tras las nubes. -57-
Él nunca se fue, no me abandonó para dejar paso al cielo gris. Simplemente permaneció oculto, a la espera de que algún día, yo abriese los ojos. Me metí en la cama con una gran sonrisa, queriendo despertarme por la mañana para comenzar a ser otra Julia. Una Julia mucho mejor. Sería sábado, un día perfecto para hacer cosas nuevas. No quería perder el tiempo, quería dar un cambio radical e instantáneo así que no esperaría a nada. No esperaría a ver pasar la oportunidad, simplemente la buscaría yo o, en otro caso, me la fabricaría como fuese. Buscaría mi estrella fugaz. Soñaría mi fantasía despierta buscando quién o qué me la podría aportar, o sino, lo soñaría con alguien o algo como pudiese. Me resultó fascinante el nuevo camino que deseaba que tomase mi vida. La claridad con la que había sido posible el ver todo tan rápido, tan lógico. No tenía miedos, no tenía opresión en el pecho ni nada por el estilo. Aquel muerto que llevé conmigo por las escaleras y todo el día de pronto se esfumó de mi cama, me dejó libre para poder pensar todo lo que a mí me apeteciese, para poder desear lo que fuese. Me dormí pensando sólo en una cosa. La nueva Julia Llorens.
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Rocío Mulas nació el 17 de diciembre de 1991, en Madrid. Cuando era pequeña no le gustaba leer, aunque sí escribir, así que con ocho años ya escribía pequeñas historias en la máquina de escribir de sus padres. Pero no fue hasta los doce años, al leer Rebeldes, de Susan E. Hinton, cuando de verdad descubrió lo que podían ofrecerle los libros, y comenzó una pequeña novela. Desde entonces, ha escrito poemas y relatos cortos que fueron a parar a diversos concursos, y junto con los estudios del instituto, pudo comenzar a escribir una novela de verdad: El Misterio de Adam Mitchel. A pesar de haber estudiado Guión en una escuela de cine, la novela es su género predilecto, del que siempre intenta aprender un poco más.
Como si abriera los ojos por primera vez, pasar de la más densa oscuridad, a la claridad, a la perfección de los detalles que le rodean. Se mira las manos, y no son igual que ayer, su rostro es blando, y se adapta y moldea cuando lo toca. Puede correr como no lo había hecho antes, como no lo hacía ayer. Ayer saltaba de roca en roca, y ahora pisa el duro asfalto. Es distinto. Una pesadilla le inunda, y no por no saber quién es hoy, sino porque olvidará quién era ayer.
ISBN 978-84-942450-3-9
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