El secreto de la Misericordia

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J av i e r G a r r i t H e r n รก n d e z

El secreto de la Misericordia Novela de intriga

Ediciones JavIsa23



Novela de intriga

El secreto de la Misericordia

Ediciones JavIsa23

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Titulo: El secreto de la Misericordia © del texto: Javier Garrit Hernández © de esta edición: Ediciones JavIsa23 /Javier Garrit Hernández www. edicionesjavisa23.com E-mail: info@edicionesjavisa23.com Tel. 964454451 Primera edición abril de 2010 Fotografía de la portada cedida por el Patronato de Turismo de Vinaròs. Depósito legal:CS-63-2010 ISBN: 978 84 613 8345 0 Imprime: Ártes Gráficas Castell Impresores, s.l. C/ Dtor. Fleming, 6 - Tel.- 964 45 00 85 12500 VINARÒS Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de esta obra, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright, salvo citaciones en revistas, diarios o libros, siempre que se haga constar su procedencia y autor.

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Javier Garrit Hernรกndez

El secreto de la Misericordia

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AGRADECIMIENTOS

Me gustaría agradecer en primer lugar todo su apoyo a mi esposa Isabel Alcalá, sin ella esta novela no existiría. También quisiera darle las gracias a mi madre Rosa María Garrit por inculcarme la pasión por la lectura, gracias a ello me hice escritor. Quiero expresar mi agradecimiento a J.J. Rovira, editor de Cinctorres Club, por darme mi primera oportunidad al apostar por La máscara de Venecia y posteriormente con La brújula, así como por ayudarme en este proyecto; leyendo y corrigiendo el texto original. A Javier Palomo, a Mª Dolores Miralles y a la gente de la Biblioteca Municipal de Vinaròs por su ayuda incondicional. Por último expresar mi agradecimiento a toda la gente de Ulldecona, por todos estos años, y a toda la gente de Vinaròs, por acogerme y hacerme sentir como un vinarocense más; a ellos está dedicada esta novela.

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NOTA DEL AUTOR

Todos los edificios, calles y monumentos arquitectónicos descritos en esta novela son reales y pueden verse a día de hoy en la ciudad de Vinaròs. Así como se encontrarán algunas descripciones y referencias del pueblo de Ulldecona. Varios de los hechos históricos narrados durante la trama de esta novela, los expuestos en la introducción y algunos más, son reales; sin embargo, los documentos a los que se refiere esta obra, así como los hechos que relacionan a la Orden de Montesa con el Duque de Vendôme y con la Ermita de la Misericordia de Vinaròs son totalmente ficticios. La llamada Hermandad de la Misericordia no existe.

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INTRODUCCIÓN —La Orden de Montesa: Jaime II había entregado en 1294, el castillo de Peñíscola y toda su jurisdicción a la Orden del Temple, para arrebatársela por la fuerza trece años después. Tras la disolución de la Orden del Temple en 1312 el propio Jaime II creó, cinco años más tarde, la Orden de Santa María de Montesa, a la que se le adjudicaron las posesiones y bienes que los templarios tenían en el reino de Valencia. Los Maestres de la Orden, pese a mantener su nombre en referencia al castillo y convento de Montesa, decidieron establecer definitivamente su sede y sus funciones en la villa de Sant Mateu, al norte del reino de Valencia, puesto que allí se encontraban principalmente sus posesiones. En 1587 el Maestre de la Orden frey Pedro Luis Garcerán de Borja decidió dejar el maestrazgo a uno de sus hijos, frey Juan de Borja. Sin embargo, se le negó la aceptación de tal propuesta por lo que éste decidió que renunciaría al maestrazgo de la Orden dejándolo a manos del Papa Sixto V, el cual expidió el 15 de mayo de ese mismo año la Bula Supernidispositione que incorporaba la Orden de Montesa a la Corona de Aragón, pasando a ser el gran Maestre de la Orden el propio rey, delegando las funciones propias de la - -


Orden a un Lugarteniente General. El día 8 de diciembre de 1592 Felipe II tomó posesión como Maestre Administrador Perpetuo de la Orden de Santa María de Montesa, pasando a ser Maestres de la Orden todos sus sucesores a la corona española. **** —La Guerra de Sucesión: Tras la muerte de Carlos II en 1700, sin haber tenido sucesión directa, dejaba en su testamento la Corona de España a Felip D’Anjou, nieto de su hermana María Teresa de Austria y de su esposo Luis XIV de Francia. Al ser Felip D’Anjou un Borbón significaba el fin de la Corona de España para la casa de los Austria, quienes no tenían intención de resignarse ante la perdida de España. En 1701 D’anjou fue proclamado rey en Madrid bajo el nombre de Felipe V. Un año más tarde, en 1702, comenzó la guerra de Sucesión entre los seguidores de los Austria y los que se mantenían fieles a Felipe V. Luis XIV rey de Francia enviaría en 1710 a Louis Jouseph de Borbón, Duc du Vendôme, en ayuda de su nieto Felipe V . Tras la batalla de Villaviciosa se aseguraba prácticamente el trono de España a favor de los Borbones. La guerra terminaría definitivamente en 1714. Por orden del propio Felipe V se da por falsa la acusación contra la Orden de Montesa por no haber sido totalmente incondicionales a los Borbones durante la guerra de Sucesión. A pesar de lo vengativo que se había mostrado con quienes habían estado del lado de los Austria, tuvo un gesto de clemencia para con la Orden de Montesa. -10-


**** —El Duc du Vendôme: Louis Joseph de Borbón, Duque de Penthièvre y de Vendôme (1654 – 1712). Durante la Guerra de Sucesión dirigió, en 1702, las batallas que se iniciaron en Italia. Estuvo al frente del ejército de Flandes en 1706. Fue el vencedor de una de las batallas claves para dar la victoria a Felipe V; la de Villaviciosa. En 1712 el Duc du Vendôme anunció su intención de veranear en la villa de Vinaròs, pero su veraneo se vio truncado radicalmente, puesto que falleció en dicha villa el 10 de junio a causa de una supuesta indigestión de langostinos. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de la Asunción de Vinaròs, trasladando posteriormente el cadáver al Monasterio de San Lorenzo del Escorial, por orden de Felipe V.

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PRIMERA PARTE

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I Eran las siete de la mañana de un frío día de noviembre, el sol empezaba a aparecer semioculto por el mar de Vinaròs. La ciudad se encontraba prácticamente desierta, salvo por el paso de algún que otro vinarocense que se dirigía al trabajo con su vehículo. La mañana era más oscura de lo normal a causa de las nubes que comenzaban a aparecer por la sierra del Puig. El padre Joaquín Lasala, caminaba a paso ligero por las calles de Vinaròs. Pese al frío de esa mañana, el sudor resbalaba por su frente. Don Joaquín, que era como le conocían sus feligreses de la parroquia de Santa Magdalena, era un hombre delgado y de estatura media; a sus cincuenta y cuatro años lucía un pelo totalmente blanco y tenía las facciones de la cara abundantemente pronunciadas. Vestía un pantalón negro y una camisa gris en la que destacaba el típico alzacuellos blanco, pese a que hoy en día la mayoría de sacerdotes no lo llevaban cuando iban por la calle; llevaba también una chaqueta de lana negra, que tenía desabrochada a causa del calor que sentía, pues a cada momento aceleraba el paso más y más. Don Joaquín había nacido y pasado su infancia en Vinaròs, aunque a muy temprana edad descubrió su vocación hacia Dios, teniendo entonces que marchar al seminario y posteriormente -15-


recorriendo diversos pueblos de la Comunidad Valenciana para hacerse cargo de sus respectivas iglesias; había regresado a su ciudad natal hacía apenas un par de años, para hacerse cargo de la parroquia de Santa Magdalena. Aunque la Iglesia le proporcionaba una vivienda, él prefirió instalarse en la antigua casa de sus padres, en la que había vivido su hermana con su marido hasta que ambos murieron en un trágico accidente en la carretera de Vinaròs a Ulldecona. El padre Joaquín había intentado no mirar hacia atrás durante todo el camino, sabía que alguien le estaba siguiendo; probablemente la misma persona que le había llamado al móvil momentos antes. Al llegar frente a su casa miró con reticencia hacia atrás, sin ver el menor rastro de su perseguidor. Subió uno de los dos escalones que se encontraban frente a su puerta, con el fin de alcanzarla. Sin previo aviso sintió un fuerte golpe en su espalda, perdiendo así el equilibrio y estampándose contra la puerta; giró la cabeza para percatarse de qué había sucedido, viendo detrás de sí a la persona que lo había estado siguiendo, quien sacó un cuchillo y con gran rapidez se lo clavó en el costado izquierdo. El párroco sintió un fuerte escalofrío por todo el cuerpo, sus dedos se debilitaron y su mano se abrió, dejando caer el maletín. El agresor recogió el maletín y salió corriendo, desapareciendo de la vista de don Joaquín. El cura se encontraba apoyado contra la puerta de su casa, con la mano presionando sobre su costado lleno de sangre. Metió la otra mano en el bolsillo y sacó una llave. Con gran esfuerzo logró introducirla en la cerradura y abrir la puerta. Pese al terrible dolor que sentía y prácticamente a gatas fue subiendo, como pudo, las escaleras. Mientras la sangre seguía brotando de entre sus costillas. Al fin logró llegar al primer -16-


piso, abrió la puerta de su despacho y se internó en él. Tambaleándose se dirigió hacia el escritorio, cogió un lápiz y un papel y, temblándole el pulso, escribió en él. Rendido por el esfuerzo cayó al suelo, quedándose boca arriba, mientras sentía cómo la vida se le escapaba. Se quedó allí, sin ni siquiera intentar moverse; con el papel medio arrugado en su mano izquierda, que descansaba sobre un pequeño charco de sangre.

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II Como cada mañana, a las ocho y media, Andrés Taída pasaba por la Plaza Parroquial de Vinaròs para ir a abrir su tienda en la Calle Mayor; una pequeña tienda de antigüedades, algunas de ellas extraordinariamente raras y caras. La gente solía decir de Taída que no parecía un anticuario. Cuando alguien hablaba de anticuario venía a la mente la típica imagen de un señor mayor con el pelo blanco y las gafas apoyadas en la punta de la nariz, pero no era así. Andrés tenía treinta y dos años; era medianamente alto, pero no por ello excesivamente delgado; tenía el cabello castaño y denso, aunque él mismo empezaba a notar que había comenzado a caerle el pelo, de forma casi imperceptible; llevaba también una barba de tres días. Sin saber porqué, se había detenido a contemplar la iglesia de la Asunción, más conocida como la Arciprestal. Se quedó observando su fachada, en la que destacaba su gran portalada barroca valenciana a modo de retablo; construida entre los siglos XVII y XVIII. A cada lado de la puerta emergían dos columnas salomónicas. La portalada estaba ornamentada con tallas de motivo vegetal; entre las tallas se encontraban, en los laterales de la puerta, en su parte más alta, los dos símbolos de Vinaròs. En la parte izquierda una vid y en la derecha una ala caída. -19-


Andrés miró hacia arriba a la cruz, en ella se encontraba una corona encima y dos ángeles a cada lado. Taída subió más la vista, por encima de la cornisa, viendo la figura que representaba a la Virgen de la Asunción. A cada lado se hallaban tres columnas; entre las columnas más pequeñas había una vidriera de forma oval; Andrés fijó la vista en la vidriera y divisó en el centro el escudo de Vinaròs; nunca se había fijado en ese detalle. Andrés bajó la vista y sonrió al ver las cuatro pequeñas columnas de poco más de un metro de altura que había frente a la entrada, pues algunos adolescentes bromeaban acerca de ellas, diciendo que parecían unos gigantescos penes que salían del suelo, puesto que la parte superior de dichas columnas se ensanchaba terminando en canto romo. A la izquierda se levantaba el campanario, el cual se encontraba situado en el exterior de la iglesia. Arriba, en el centro del campanario, mirando hacia la plaza, el reloj no marcaba la hora correcta, pues estaba estropeado; pero Andrés no reparó en ello, no se dio cuenta de la hora que era. Se dio media vuelta y contempló el actual edificio del Ayuntamiento, situado en la otra parte de la plaza, frente a la iglesia. Los cinco escalones de canto romo presidían la entrada. Sobre la puerta de madera, grabado en piedra, se encontraba el escudo de Vinaròs con una corona encima. El edificio era de piedra hasta la primera planta donde había un largo balcón que ocupaba toda la fachada. Del balcón salían, hacia adelante, tres banderas; una frente a cada puerta de éste, en el centro la española, y, a los lados, la de la Comunidad Valenciana y la de la Unión Europea. El Ayuntamiento se ubicaba donde antiguamente había estado la iglesia original de Vinaròs que fue derruida para -20-


construir el actual edificio, aunque originalmente no tenía la función de Ayuntamiento. Andrés nunca había podido comprender cómo se pudo tirar la iglesia, aunque eso no era nada extraño, puesto que en el año dos mil uno el que fuera alcalde de Vinaròs, hizo derruir un antiguo convento con la intención de construir allí un nuevo edificio que sirviera como Ayuntamiento. El convento de San Francisco fue derruido, sí, pero nunca se permitió construir el nuevo edificio. En ese momento Andrés vio una piedra que también estaba labrada, en el centro de la fachada, antes de llegar a las ventanas de la segunda planta; nunca se había percatado de ella. En el mismo instante en el que alargaba el cuello para intentar distinguir el grabado, empezaron a repicar las campanas; el reloj no funcionaba pero las campanas sonaban puntualmente. Andrés miró su reloj de pulsera; eran las nueve, hora de abrir su tienda. Se había entretenido demasiado contemplando los edificios. Taída se dirigió hacia la Calle Mayor; antes de llegar, una vez pasada la fachada de la iglesia, giró la cabeza hacia la izquierda, donde se encontraba una especie de ancho callejón sin salida, dando paso, al fondo, a la Capilla de la Comunión. Se arrodilló frente a la verja de su tienda, metió la llave y con un fuerte tirón hacia arriba la levantó, mientras ésta chirriaba. Alargó la llave y la introdujo en la cerradura de la puerta, le dio dos vueltas y abrió. Entró en la tienda, se dirigió hacia un pequeño panel electrónico y tecleó cinco dígitos para desactivar la alarma. «Reliquias y antigüedades Taída» era una tienda de objetos antiguos, algunos de ellos de extrema rareza, tales -21-


como reliquias religiosas de aspecto místico, pero también antigüedades de todo tipo, siempre que el objeto contara con cien años de antigüedad; pero aunque las reliquias extrañas tenían mucha demanda, su precio era excesivamente elevado; por lo que muchas veces el comprador se echaba atrás; así que, para mantener el negocio a flote, Andrés se veía obligado a tener una sección dedicada a imitaciones que solían comprar sobre todo los turistas para llevarse como recuerdo, pues no servían para nada más, puesto que en el lateral o en la parte trasera tenían un sello grabado que las identificaba como meras imitaciones. Andrés había estudiado Historia del Arte en la Complutense de Madrid como había querido su tío, pero años después de la muerte de sus padres decidió reabrir el negocio familiar; el cual había sido no más que una tienda de anticuario normal y corriente antes de que él cogiera las riendas del negocio. Había también estudiado Arqueología, aunque nunca terminó la carrera, lo que le había permitido hacer relación con otros arqueólogos y estudiosos del arte que le proporcionaban varios de los objetos que vendía en su tienda; todos ellos desechados previamente de los museos, terminando en alguna subasta. Anduvo unos metros a oscuras por la tienda, alargó la mano y le dio al interruptor, entonces se dio cuenta. Se quedó paralizado cuando vio que toda la tienda estaba revuelta; Los cuadros de incalculable valor rasgados, los libros antiguos en el suelo. «¡Dios mío, me han robado!» —pensó— «¿Pero cómo?, la alarma no se ha disparado». Con paso inseguro se dirigió hacia el teléfono, mientras iba mirando cada rincón de la tienda; no habían dejado nada por registrar. Descolgó el teléfono y se dispuso a marcar, entonces se oyeron unos fuertes golpes contra el cristal, se sobresaltó y -22-


dejó caer el auricular del aparato mientras se daba la vuelta. Al parecer, alguien estaba llamando a la puerta. Como el cristal era glaseado no podía saber de quién se trataba, solamente podía ver su silueta. —Hoy está cerrado —gritó Andrés—. ¡Vuelva mañana! —¡Abra. Es importante! —dijo el hombre que esperaba tras la puerta. Pese al miedo, se armó de valor, con paso firme avanzó hacia la puerta y, dudoso, la abrió. Andrés se sorprendió al ver al individuo que esperaba en la calle; era un miembro de la Guardia Civil. —Lo siento señor, me temo que le traigo una mala noticia. —¿Una mala noticia? —respondió Andrés mientras abría la puerta de par en par—. Me han robado y destrozado el local ¿Qué puede haber peor? El guardia se sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo de su uniforme y comenzó a escribir en él. Luego volvió a guardarse el bloc en el bolsillo y miró a Taída —Siento tener que comunicarle que su tío don Joaquín Lasala ha fallecido esta mañana, víctima de un atraco. Tras aquellas palabras hubo unos segundos de incómodo silencio. Los padres de Andrés habían fallecido cuando él era un niño, y su tío era la única familia que le quedaba. —¿Cómo? —exclamó Andrés mientras en sus ojos se veían aparecer las primeras lágrimas de dolor—. Y en vez de decírmelo inmediatamente pierde el tiempo tomando notas. —Lo siento —respondió el guardia—, pero me ha parecido demasiada coincidencia. —¿Coincidencia, el qué? —A usted le han entrado a robar y su tío ha sido víctima de un atraco, los dos en el mismo día. —¿Pero entonces insinúa que...? —Andrés no pudo -23-


terminar la frase. —Tendrá que acompañarme al cuartel para tomarle declaración —dijo el guardia—. Tranquilo, es pura rutina. Allí podrá poner la denuncia correspondiente por lo de su tienda. Andrés cerró la puerta y siguió al guardia por la Calle Mayor, hacia el Ayuntamiento. A causa del impacto de la noticia se le olvidó conectar la alarma; cuando se dio cuenta de su descuido ya estaban frente al Ayuntamiento; «Qué más da» —pensó—, «ya han entrado, y tampoco ha funcionado». Frente al edificio del Ayuntamiento se encontraba aparcado el Renault Megane, uno de los vehículos que en Vinaròs habían sustituido al mítico Nissan Patrol de la Guardia Civil. Andrés sintió un sudor frío al darse cuenta de que tenía que subirse en el vehículo. Sin mediar palabra, subió y se sentó en el asiento del acompañante. El guardia continuó caminando hasta el final de la calle donde había situado un pequeño semáforo con un pulsador, lo presionó y se dirigió hacia el coche. Automáticamente el semáforo se puso en verde y los pilotes que había situados a la entrada de la Plaza Parroquial —para evitar la circulación por la Calle Mayor— comenzaron a bajar. El vehículo giró a la izquierda adentrándose en la Plaza San Cristóbal en dirección a la Plaza Jovellar, rodearon la fuente hecha con trozos de baldosas, frente a la cual descansaba una salamandra sobre un pequeño pedestal, hecha también con el estilo Trencadís de Gaudí, aunque no era tan majestuosa como la que se encontraba en medio de las escalinatas que daban la bienvenida a los turistas en el Parque Güell de Barcelona. A los pocos metros de adentrarse en la Calle del Pilar, un coche salió a toda velocidad de la Calle San Francisco sin efectuar el Stop; Andrés notó como cada musculo de su cuerpo -24-


se tensaba. El guardia, haciendo caso omiso a la infracción, continuó su trayecto. Unas finas gotas de agua comenzaron a depositarse en el parabrisas; comenzaba a lloviznar. En mitad de la Calle del Pilar se encuentra la Plaza San Esteban en cuyo interior hay una rotonda que separa la Avenida Libertad, a la derecha, de la Pablo Ruiz Picasso, a la izquierda. Rodearon la rotonda, en el centro de la cual hay, sobre un pedestal de piedra, una mujer sosteniendo un saco mientras el hombre sujeta un capazo inclinado hacia el saco, como si vaciara algo en él. El coche continuó por la Avenida Ruiz Picasso hasta llegar a la altura del nuevo Mercadona, frente al que había otra rotonda mucho más grande que la anterior. Siguieron recto por la Avenida Castellón, una avenida con dos sentidos de marcha divididos por una mediana. Al final de la avenida se comenzó a divisar la fachada de obra vista perteneciente al cuartel de la Guardia Civil. El Megane rodeó la última rotonda y paró frente al cuartel. El fino manto de lluvia se había disipado, ya no caía ni una gota. Andrés, sintiendo un nudo en el estomago, bajó del vehículo mientras el guardia paraba el motor y quitaba las llaves. Tras cerrar la puerta del coche, Andrés miró hacia la rotonda; en la base había inicialmente el escudo de Vinaròs, detrás del cual se levantaba una reciente pieza cilíndrica y alargada, con una pieza de forma redondeada en lo alto. En su parte posterior un langostino escalaba el largo mástil. La pieza, que fue encargada por el entonces Alcalde, tuvo mucha polémica en su momento, más la que algunos añadieron cuando se erigió tal monumento diciendo que el escultor había plasmado en su obra «el miembro del Alcalde».

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III Tras bajar del coche Andrés vio cómo un guardia salía del cuartel, dirigiéndose hacia él. —Señor, soy el sargento Agustín Alonso, sígame por favor. El guardia que había traído a Andrés hasta el cuartel, se acercó al sargento y le entregó el pequeño bloc en el que había escrito momentos antes. Luego otro guardia salió del cuartel y ambos subieron al Megane para continuar con su quehacer diario. El sargento cruzó la verja y se dirigió hacia el interior. Andrés le siguió. En la acera vio que había grabadas las palabras GUARDIA – CIVIL, una a cada lado de la entrada. Al adentrarse se fijó en una placa conmemorativa en la pared de su derecha otorgada por el Ayuntamiento en honor a la dedicación y los servicios de la Guardia Civil de Vinaròs. Siguió adelante y entró; a la izquierda había un mostrador protegido en la parte superior por un cristal irrompible, con una ventanilla como los de las cajas de ahorro. El interior del mostrador era una garita de un metro y medio cuadrado, en la pared del lateral y en la del fondo había varios monitores, cada uno de ellos se dividía en cuatro imágenes que correspondían tanto al interior como al exterior del cuartel. Tras el mostrador se encontraba un guardia que mantuvo una -27-


pequeña conversación con el sargento Alonso. El guardia del mostrador tenía un pronunciado acento andaluz. El sargento se dio la vuelta hacia Andrés. —Sígame, le llevaré hasta el capitán. «¿El capitán?» —Andrés se preguntaba por qué le llevaban a ver al capitán, en vez de tomarle declaración directa cualquier otro guardia; el guardia de antes le había dicho: «pura rutina». Llegaron hasta una puerta de color blanco. El sargento dio tres golpes en la puerta. —Usted espere aquí —el sargento entró cerrando tras de sí. Andrés comenzaba a ponerse cada vez más nervioso. «¿Qué hago yo aquí?» —se preguntaba—. «Han asesinado a mi tío; tendrían que ir en busca del culpable» —pensaba—, «y en vez de eso están aquí tan tranquilos, perdiendo el tiempo conmigo». La puerta del despacho del capitán volvió a abrirse, pasados unos instantes. —Ya puede pasar —dijo el sargento Alonso, asomándose por la puerta entreabierta. Alonso se apartó dejando paso a Andrés, quien entró con disimulada cautela. El despacho del capitán no era gran cosa, las paredes eran blancas, a la derecha había un archivador, a la izquierda una pequeña estantería y en el centro de aquel cuadrado despacho se encontraba una mesa rectangular, tras la que se hallaba uniformado un hombre alto y delgado; se trataba del capitán de la Guardia Civil de Vinaròs José Manuel Ramírez. En su rostro alargado, en el que destacaba un fino bigote, se reflejaba la experiencia de un hombre que había llegado donde estaba por sus propios méritos. Pese a tener solamente cuarenta y ocho años, en sus ojos se podía distinguir la capacidad de ese hombre. -28-


El capitán Ramírez permanecía sentado, impasible, mirando los papeles que tenía sobre la mesa. Alzó la vista sin mover la cabeza, estudiando al sujeto que tenía delante. —Siéntese —indicó el capitán con un ademán. Andrés retiró una de las sillas que había frente a la mesa del capitán y posteriormente se sentó. —Bien —dijo Ramírez—. ¿Es usted el señor Andrés Taída Lasala? —Así es —respondió Andrés—. ¿Por qué me han traído hasta aquí? El guardia que me trajo dijo que se trataba sólo de tomarme declaración. Ramírez alzó la cabeza y dejó caer el bolígrafo que tenía en la mano sobre la mesa. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa. —Le seré franco —dijo el capitán—, tenemos razones para creer que el asesinato de su tío guarda relación con usted. —¿No creerá que fui yo quien...? —Oh, no, por supuesto que no. Usted tiene una buena coartada. —¿Yo? —Así es. La chica que limpia las escaleras en el edificio de pisos en el que usted reside empieza su tarea a las siete de la mañana. Nos ha dicho que le vio a usted salir del piso sobre las ocho y media. Para ser usted sospechoso hubiera tenido que salir y volver a entrar entre las siete y las ocho, hora en la que al parecer fue asaltado su tío. —Entonces, ¿qué relación tiene conmigo? —preguntó Andrés. Ramírez miró el bloc que le había entregado el sargento Alonso; el mismo bloc de notas en el que media hora antes había escrito el agente encargado de ir a buscar a Andrés. Aquí dice que han entrado a robar en su tienda. Lo más -29-


lógico sería sospechar que fue la misma persona. —¿La misma persona? ¿Quién? —preguntó Andrés. —Quien fuera que asesino a su tío para robarle un maletín. —¿Un maletín?, ¿cómo saben que le robaron un maletín? —Tenemos una testigo —respondió Ramírez—, una vecina que vive unas casas más allá. La mujer se encontraba limpiando los cristales de su casa cuando lo vio todo. Todo, salvo al agresor, ya que éste se encontraba de espaldas. No podrá hacer ningún reconocimiento. Ramírez abrió un cajón de su mesa y metió la mano sacando un papel arrugado, lleno de manchas de un color granate, que estaba metido en una pequeña bolsa de plástico transparente. Volvió a mirar a Andrés mientras le alargaba el papel. —Su tío fue asaltado en la calle, pero parece que tuvo suficiente fuerza para entrar en casa y subir al primer piso. Andrés alargó la mano para coger el papel que le ofrecía Ramírez. —Le encontramos —continuó Ramírez— en su despacho, con este papel en la mano, creemos que lo escribió antes de morir. Andrés desplegó el papel y lo leyó: Tras la Misericordia. Donde se encuentra la cruz Custodiado por el duc de Vendôme. Entregar a mi sobrino Andrés. Andrés alzó la vista y miró al capitán Ramírez, quien a su vez le observaba; tenía los codos clavados en su mesa y los dedos cruzados frente a su boca.

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Francisco Javier Garrit Hernández nació en Ulldecona (Tarragona) el 23 de agosto de 1979. Desde hace varios años reside en Vinaròs (Castellón). Es autor de “La Máscara de Venecia” y “La brújula” dos novelas de intriga y acción; publicadas por la Editorial Cinctorres Club.

El secreto de la Misericordia Una apasionante novela de intriga que, con el estilo característico del autor, entremezcla la ficción con varios hechos históricos; en un suspense que atrapará al lector hasta el final. El padre Joaquín Lasala es asesinado. La única pista es un trozo de papel en el que escribió algo relacionado con el duque de Vendôme y que parece no tener sentido. Su sobrino Andrés Taída intentará descubrir el significado de aquel papel; para ello contará con la ayuda de Estefanía Soler, colaboradora de su tío en el libro que éste estaba escribiendo sobre la historia de Vinaròs. Andrés descubrirá que todo ello guarda relación con la Orden de Montesa y con una sociedad secreta llamada Hermandad de la Misericordia; al mismo tiempo, se verá envuelto en una serie de persecuciones e intentos de asesinato.

9788461383450

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