Infrarrojos (fragmento)

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Javier Piqueras de Noriega

INFRARROJOS

Ediciones JavIsa23



Novela de intriga

INFRARROJOS

Ediciones JavIsa23


Título: Infrarrojos © del texto: Javier Piqueras de Noriega www.javierpiqueras.es © de la portada: Gustavo Raga Pascual (Gabo) © de esta edición: Ediciones JavIsa23 www.edicionesjavisa23.com E-mail. info@edicionesjavisa23.com Tel. 964454451 Primera edición: enero de 2013 ISBN: 978-84-941713-5-2 Depósito legal: CS 434-2013 Maquetación: Javier Garrit Hernández Printed in Spain - Impreso en España Imprime: Publidisa www.publidisa.com Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de esta obra, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright, salvo citaciones en revistas, diarios, libros, Internet, radio y/o televisión, siempre que se haga constar su procedencia y autor.


Javier Piqueras de Noriega

INFRARROJOS



A Renate



ÍNDICE

NOTA DEL AUTOR……………………………………………… 9 1.- LA VISITA………………………………………………………11 2.- EL CANDIDATO………………………………………………25 3.- FIN DE SEMANA………………………………………………43 4.- OSTRAS CON ENCANTO……………………………………55 5.- UNA MALA NOTICIA…………………………………………67 6.- GETXO…………………………………………………………83 7.- UNA CHICA ESPABILADA……………………………………99 8.- GRITOS EN EL PORTAL……………………………………… 117 9.- COCINA PERSA………………………………………………135 10.- INTERCAMBIO DE COCHES………………………………153 11.- LOS TRES MOSQUETEROS………………………………… 169 12.- HUMO………………………………………………………… 185 13.- LAS COSAS A MI MANERA………………………………… 205 14.- DISCREPANCIAS……………………………………………… 223 15.- ARMAS DE MUJER…………………………………………… 239 16.- EL ASCENSOR………………………………………………… 255 17.- DOS CONOCIDOS…………………………………………… 273


18.- UN CONTRATO IMPORTANTE…………………………… 289 19.- LIMONCILLO Y AJOS………………………………………… 309 20.- TRES MENSAJES……………………………………………… 325 21.- EXCURSIÓN A LA SIERRA………………………………… 339 22.- DÍA DE ELECCIONES………………………………………357


NOTA DEL AUTOR

Los hechos, personajes, instituciones y empresas que aparecen en esta novela e incluso los fen贸menos f铆sicos que se describen en ella son ficticios. Cualquier posible parecido con la realidad es una coincidencia involuntaria. Javier Piqueras de Noriega



1 LA VISITA

La mañana se presentaba bastante ajetreada para el profesor Luis Salvatierra. Estaba en su despacho de la Facultad de Física de la Universidad de Madrid intentando terminar la redacción de un proyecto de investigación que debía de presentar al día siguiente en el Ministerio de Ciencia —¿se llamaba así el ministerio, o le habían cambiado el nombre por quinta vez en los últimos años?— para solicitar una subvención que le permitiera adquirir instrumentación nueva. Se trataba de una convocatoria extraordinaria de último momento destinada a invertir en equipamiento de investigación para toda España, un montón de millones que alguien había descubierto que se perderían del presupuesto del Ministerio, si no se gastaban de manera inmediata. Salvatierra estaba empezando a escribir la última página del proyecto, cuando Maite, la secretaria del departamento, abrió la puerta después de una casi inaudible llamada. —Tiene visita —dijo Maite entrando en el despacho—, ha venido el profesor Sanz Pereira, de Bilbao. —¡Ah! Muy bien, dígale que pase. No me había dicho que fuera a venir por Madrid. -11-


—Parece que ha venido a una reunión que ha terminado antes de lo previsto y ha decidido venir a saludarle. Ahora le digo que pase. Salvatierra se levantó y rodeó la mesa para recibir al visitante. Manuel Sanz Pereira medía uno ochenta y, con toda seguridad, no bajaba de los cien kilos. Tenía gafas, cara bastante redonda con mejillas enrojecidas por algunas venillas, y escaso pelo peinado hacia atrás. Tenía unos cincuenta años y vestía de manera moderadamente informal, chaqueta y camisa de franela a cuadros grandes, sin corbata. Traía en la mano un chubasquero ligero de color rojo y una cartera. —¡Manolo, que sorpresa! —dijo Salvatierra dándole la mano y una ligera palmada en el hombro con la mano libre. Salvatierra era más joven, estaba en la primera mitad de los cuarenta, y aunque le sacaba varios centímetros de altura a su compañero, no era tan corpulento como él y casi se le veía más pequeño a su lado. —Hola Luis —dijo Sanz Pereira—, tengo un rato libre y se me ha ocurrido venir a saludarte y de paso comentarte alguna cosa que tengo en la cabeza. ¿Estás muy ocupado? —Un poco, sí. Pero no te preocupes, tengo tiempo. Estoy acabando el proyecto para solicitar las ayudas especiales de infraestructura que se han convocado a toda prisa. —No está mal que seas optimista. ¿De verdad crees que te van a dar algo? Yo no me he molestado en escribir nada… con tan poco tiempo no tiene sentido y a la vista de cómo han hecho el reparto otros años… —Bueno… me alegro de verte. ¿Qué tal por Bilbao? —Bien…Ya sabes como es aquello. Hay de todo. -12-


—Siéntate y charlamos un rato. No sé cómo andas de tiempo, después de la última experiencia cuando te invité a comer, no me atrevo a preguntarte si comemos juntos. Tengo una reunión dentro de un rato, pero si no voy no pasa nada. —No exageres con lo de la comida. Yo sólo dije que la ventresca de ese restaurante tan elegante al que nos llevaste para celebrar la tesis de tu doctoranda, era de bote… y no de la mejor marca, pero no estaba tan mal. Por cierto ¿sigue aquí la chica esa? Estaba muy buena. —No. Al acabar su tesis encontró un empleo en una compañía de electricidad. —¡Qué lástima! Bueno… no es por lo de la ventresca en conserva, pero no me quedo a comer. Voy a coger el autobús para Bilbao dentro de dos horas. Los dos compañeros charlaron unos minutos de algunos temas intrascendentes. Sanz Pereira era catedrático de Física de las Nuevas Tecnologías de la Universidad de Vizcaya, el mismo puesto que ocupaba Salvatierra en la Universidad de Madrid. Esa situación les había llevado a coincidir en algunos tribunales de oposición y en varios congresos, y habían desarrollado una cierta amistad. Sintonizaban en la manera de enfocar la investigación científica y habían hecho varios trabajos en común que se habían publicado en revistas de prestigio. Sus estilos de trabajo eran algo diferentes ya que Sanz Pereira era bastante individualista en su investigación. Le gustaba hacer las cosas él mismo, delegando lo menos posible en los demás y no estaba demasiado interesado en formar un grupo de investigación numeroso. Normalmente tenía uno o dos colaboradores, generalmente doctorandos que desaparecían al -13-


acabar la tesis y dejaban sitio a los siguientes. Su único colaborador realmente estable era un técnico de laboratorio, Muguruza, al que, aunque no era científico de titulación, sus numerosos años al lado de Sanz Pereira le habían proporcionado una experiencia y una habilidad para realizar experimentos muy superior a la de cualquier titulado joven. Por el contrario, el grupo de investigación de Salvatierra era relativamente grande y con varias líneas de investigación, de las que algunas se desarrollaban en cooperación con centros extranjeros. —Te quería proponer un trabajo —dijo Sanz Pereira al cabo del rato, entrando en el tema que realmente le había llevado a visitar a Salvatierra—, no sé cómo estáis de ocupados en tu grupo… —En este momento estamos bastante liados. Hemos empezado un proyecto europeo en el que participan quince laboratorios y vamos de cabeza para arrancar. Esos macroproyectos que tanto le gustan a Bruselas son un disparate, pero bueno… ya no tiene remedio. ¿Qué es lo que has pensado? ya tenemos ese proyecto coordinado a medias que, por cierto, está funcionando muy bien. Lo que quieres ahora… ¿es algo aparte de nuestro proyecto? —La verdad es que sí. Se trata de una idea que se me ha ocurrido, de momento sería una cosa puntual, un experimento que vosotros podéis hacer y que quizá podría ser interesante. Lo que quiero hacer, por ahora, es solo una prueba para ver si mi idea va bien orientada. A lo mejor solo sirve para haceros perder el tiempo, pero creo que puede resultar bien. Considéralo de momento como un favor que te pido, más que como una propuesta de colaboración. -14-


Sanz Pereira era un buen científico bastante intuitivo, que muchas veces tenía ideas originales sobre como abordar una investigación determinada. Salvatierra escuchaba siempre con atención las propuestas de su compañero. —Dime lo que quieres —contestó Salvatierra— y si lo podemos hacer aquí… y no nos lleva mucho tiempo, no habría problema. —Creo que podéis hacerlo. Por eso he venido a verte, necesito que me hagáis unas medidas con vuestro equipo de detección de estados de pseudofotones. —En principio se puede hacer. Supongo que sabes que solo podemos trabajar hasta la temperatura de nitrógeno líquido… no sé si eso es suficiente. —Sí, sí, perfecto. Eso va bien para lo que necesito. Tengo dos muestras de un sólido con iones de tierras raras y lo único que quiero es que midáis la señal de pseudofotones. Lo que necesito exactamente es que hagáis dos medidas, una con la luz normal del laboratorio y otra en oscuridad. —Bueno… si es solo eso, no creo que sea difícil. Tengo que hablar con Martínez, un ayudante que ya conoces. —Sí, le conozco, es un tío muy competente. —Es el que más está utilizando el equipo de pseudofotones últimamente. Hablaré con él para ver cuándo se pueden hacer las medidas en tus muestras. Ahora, lo mejor es que me cuentes cuál es exactamente el problema que quieres estudiar y comentemos un poco el plan de trabajo. —Mira Luis, esto puede ser un trabajo muy interesante o puede no ser nada. Lo mejor es que hagáis esas medidas que te digo y a la vista de los resultados te cuento todo con detalle, -15-


y planificamos un trabajo más amplio. Te lo puedo explicar también ahora pero no tenemos mucho tiempo… —Está bien. Entonces lo mejor, de momento, es que me mandes las muestras por correo y me adjuntes alguna referencia de algo que se haya publicado sobre el tema. Eso puede ser de utilidad a la hora de analizar los resultados. —No hay absolutamente nada publicado. La verdad es que prefiero contarte la idea del trabajo cuando tengamos los primeros resultados. En cuanto a las muestras… las tengo aquí. Sanz Pereira abrió su cartera de mano y sacó dos cajas planas de cartón de unos diez centímetros de lado y se las dio a Salvatierra. —Aquí están. Las he traído porque estaba seguro de que me ibas a echar una mano en esto. Son dos muestras iguales. —No me has dicho todavía de qué son… —Hay una nota dentro de la caja con la composición exacta. La sustancia en sí no es nueva, pero me interesa ver cómo es la señal de pseudofotones. Sobre todo, es muy importante saber cómo es la medida en la oscuridad. —No entiendo muy bien el motivo… pero nos ocuparemos de esto. Yo te llamaré por teléfono cuando tengamos los resultados. —Muy bien, entonces te dejo que sigas escribiendo tu proyecto y yo me voy a la estación de autobuses. Otro día que venga con más tiempo comemos juntos o cuando tú te animes a venir por allí… —Sí, eso me apetece, a ver si surge una oportunidad de tomar otra vez aquella alubiada fantástica cerca del castillo de… no me acuerdo de cómo se llama. -16-


—Castillo de Butrón. —Eso es, castillo de Butrón. Cuando Sanz Pereira se fue para tomar su autobús a Bilbao, Salvatierra logró terminar la redacción de su proyecto e imprimirlo. —Prepare cinco copias de todo esto —le dijo a Maite—, es un proyecto que hay que entregar esta semana en el Ministerio. Hace falta primero el visto bueno del Rectorado. —Muy bien, ya me ocupo de que llegue todo a tiempo. Han llamado del Decanato para decir que hay una reunión de directores de departamento y preguntan si usted puede asistir mañana a las cinco. —Dígales que sí puedo, ¿para qué es? —Eso no me lo han dicho. —Muy bien, el jardín de las sorpresas. —¿Cómo? —Nada, nada, cosas mías. Maite, me voy a una reunión. Si pregunta alguien por mí ya no vuelvo hasta la tarde. Salvatierra tenía una reunión, más bien un compromiso, en la Facultad de Filosofía con varios profesores de su Universidad que empezaban a tener discusiones y planear estrategias con vistas a las próximas elecciones a Rector. A él, que no estaba metido en la política universitaria, no le interesaba esa reunión, pero su amigo José Luis Pedraza le había convencido para que asistiera. Pedraza era un profesor de literatura española moderna, más o menos de la edad de Salvatierra, al que había conocido cuando formaron parte del mismo tribunal de selectividad unos años antes y con el que había coincidido después en algunos actos universitarios. Se trataba de -17-


una persona sociable y buen conversador que solía referirse con gran familiaridad a altos cargos del ministerio, de los que Salvatierra nunca había oído hablar. Cuando Pedraza le había invitado unos días antes a ir a la reunión, Salvatierra se había negado en redondo. —Gracias, pero no cuentes conmigo —había dicho Salvatierra—. Ya votaré al candidato que me parezca mejor, pero yo no tengo tiempo para dedicarme a esas cosas. Además no aspiro a ningún cargo. —Por supuesto, yo tampoco —le contestó Pedraza—, se trata solo de cambiar impresiones con unos cuantos compañeros que están interesados en que la Universidad vaya por buen camino. —En eso coincidimos. De todas maneras soy bastante escéptico con respecto a mi capacidad de influencia en todo este proceso. Ya sabes que de eso, de manejar todos los hilos, se encargan los partidos políticos y los sindicatos. —¡Exacto! —había saltado Pedraza, como si Salvatierra hubiera dado con la clave de algún enigma—, de eso se trata, de que los profesionales, los universitarios independientes podamos decir algo en nuestra universidad. —No, si poder… sí que podemos decir, pero nadie nos hace ni puto caso. —¿Estás tan ocupado con tus laboratorios que no puedes venir un rato a charlar con unos compañeros? Ten un poco de vida social. No todo es Física. Cuando Salvatierra entró en el seminario de la Facultad de Filosofía en donde tenía lugar la reunión, ya había unas veinte -18-


personas sentadas a una gran mesa alargada. Escogió una de las pocas sillas libres que quedaban, y saludó a las dos personas que quedaban a cada lado suyo, un hombre con bigote que sostenía una pipa apagada y leía un periódico y que apenas le miró, y una mujer joven con el pelo teñido de color rojizo. Pedraza le hizo un gesto de saludo desde el otro lado de la mesa en donde parecía estar la presidencia informal de la reunión, que todavía no había empezado. Algunas personas mantenían conversaciones en voz baja. Salvatierra se dirigió a la mujer del pelo rojo. —¿No ha empezado todavía, verdad? —Parece que no. Yo también acabo de llegar. —Soy Luís Salvatierra, de Físicas —dijo Salvatierra dándole la mano. —Yo soy Mabel Ortueta, de Biológicas. ¿Eres vasco? —No, no… ya sé que Salvatierra es un pueblo de Álava pero yo soy madrileño. Tu nombre también parece de por allí arriba. —Sí —rió Mabel Ortueta—, de Bilbao, solo llevo aquí un año. Antes estaba en la Universidad de Vizcaya. Mabel tenía una boca grande, en general facciones grandes en una cara simpática, lo que animó a Salvatierra a continuar la conversación. —Vaya ¡Qué casualidad! Precisamente tengo un compañero que… —Buenos días a todos —interrumpió con voz fuerte, un hombre que estaba sentado al lado de Pedraza, con unos papeles en la mano—. Creo que ya podemos empezar. Todo el mundo se calló para escuchar al que había tomado la palabra. -19-


—Aunque algunos de vosotros ya me conocéis —continuó el hombre—, me quiero presentar para los demás. Soy Tomás Valverde, catedrático de Derecho. Voy a actuar de portavoz, al menos para empezar, del grupo de compañeros que hemos organizado esta reunión. Como sabéis se trata de cambiar impresiones sobre las próximas elecciones a Rector de la Universidad de Madrid y sobre los temas que a algunos de nosotros nos preocupan en relación con esas elecciones. La idea de esta reunión ha surgido de un grupo de profesores que opinamos que el carácter profesional e independiente debe prevalecer en los órganos de gobierno universitarios. Tomás Valverde comenzó a explicar las ideas de los promotores de la reunión. Aunque Salvatierra no había seguido el tema de la elección de Rector se dio inmediatamente cuenta de la situación, que por otra parte no era nada nueva sino que surgía periódicamente en cada elección. Había varias candidaturas en ciernes para el puesto de Rector de la Universidad de Madrid aunque todavía no se había abierto el plazo de presentación, y había muchas reuniones, pactos y negociaciones. Se hablaba de momento, de una candidatura de progreso impulsada por partidos de izquierda y sindicatos, y de más de una candidatura profesional. Bajo esa última denominación podía tratarse tanto de una candidatura avalada por partidos conservadores como de algún candidato independiente, típicamente de alguien con mucha experiencia universitaria y un gran prestigio profesional. Desde que Tomás Valverde tomó la palabra, Salvatierra tuvo claro que estaba asistiendo a una reunión orientada a dar forma a una candidatura «profesional» pero no se podía saber si era del tipo conservador o puramente profesional. Después de una -20-


larga introducción de Valverde hubo varias intervenciones en las que fueron apareciendo dos o tres nombres, uno de ellos, el de Matías Lara, un catedrático de Psicología, con más frecuencia que los demás. Al cabo de un rato de discusiones todos aceptaron la propuesta de Valverde de que él mismo y otras tres personas, una de ellas Pedraza, redactaran un documento de programa para discutirlo al cabo de dos semanas. Poco después Valverde dio por terminada la reunión y todo el mundo se fue dirigiendo hacia la salida. Salvatierra iba al lado de Mabel Ortueta, comenzando una conversación sobre la Universidad de Vizcaya, cuando Pedraza le cogió del brazo. —¿Qué tal, Luis? ¿Qué impresión has sacado de todo esto? —Bien. No me parece mal lo que nos han contado, pero ya sabes que yo no estoy al tanto de la alta política universitaria y no puedo evaluar bien lo que significa todo esto. Por las intervenciones deduzco que se está gestando la candidatura de un tal Matías Lara, que por cierto no tengo ni idea de quién es. —Un catedrático de Psicología… —Sí, de eso me he enterado, pero no sé nada más. Eso no quiere decir nada, claro, creo que no conozco a nadie de psicología. ¿Por qué no me haces un resumen de qué va todo esto? —Lo que pasa es que todavía no hay información porque no se ha abierto el plazo de presentación de candidaturas. Nosotros, como te habrás dado cuenta, queremos apoyar una candidatura profesional, independiente de los partidos. —¿También de los de la derecha? —Los de la derecha, por si no te has enterado todavía, pasan de la Universidad. Supongo que piensan que esto no es nada importante y que es más rentable tener uno de los suyos -21-


de concejal en el ayuntamiento de Villacuervas de Abajo que de Rector de Universidad. —Entonces… ¿qué? —Entonces, de verdad queremos una candidatura profesional aunque supongo que los que tengan simpatías conservadoras la votarían, solo por cortarle el camino a los otros. —Ya ¿y quiénes son los otros? —Luís… Lo tuyo es verdaderamente preocupante, ¿de verdad no lo sabes? —No tengo ni idea. —Están organizando una especie de candidatura de izquierdas pero que además venga encabezada por alguien con prestigio científico. Es una buena jugada porque el prestigio científico siempre atrae los votos de unos cuantos independientes. —Ya. ¿Y quién es el sabio en cuestión? —Es un catedrático de tu Facultad, Alejandro Ruiz Fonseca. —¿Estás de coña? —¿Por qué lo dices? Objetivamente parece que es un buen candidato. —No sé si es un buen candidato, pero lo del prestigio científico solo se lo creen los dos o tres periodistas amigos suyos que lo mencionan de vez en cuando entre las figuras punteras de la ciencia española y le publican sus artículos llenos de simplezas. —Ya veo que tú no vas a ser votante de Ruiz Fonseca. —¿Y cómo ha conseguido engañar a los de la izquierda? Tienen gente mucho mejor que ese gilipollas. —No lo sé, ya te imaginarás que no estoy muy bien informado de las interioridades de los adversarios. Lo que se rumo-22-


rea es que había dos tendencias con candidatos realmente buenos y como no se ponían de acuerdo han acabado eligiendo, en beneficio del consenso, a Ruiz Fonseca, como personaje progresista, independiente y todo eso. —Tiene de progresista lo que yo de chino. —Esa es la imagen que da de sí mismo, y la verdad es que no lo hace nada mal. Como tú dices, se mueve muy bien en los medios de comunicación. —Ya… y lo del prestigio científico supongo que también le viene de la prensa. —Tú lo sabrás mejor porque es físico, pero el hecho es que su nombre ha sonado mucho últimamente, ha aparecido en todos los periódicos. Ha escrito bastante y le han hecho entrevistas sobre algo de unos sistemas infrarrojos o no sé qué rayos infrarrojos que son peligrosos. También le he visto en la tele hablando de eso. —La verdad es que no leo los artículos periodísticos de Ruiz Fonseca, solo sé que un compañero de la facultad me comentó algo sobre eso que dices de unos rayos infrarrojos pero era más bien en tono negativo. Ruiz Fonseca y Salvatierra estaban en la misma facultad pero en distintos departamentos. Las relaciones de Salvatierra con Fonseca, como todo el mundo le llamaba, se limitaban prácticamente al saludo, y poco más, cuando se encontraban en la escalera o el ascensor. Salvatierra no recordaba bien en qué momento había comenzado el deterioro de sus relaciones, pero pensaba que los desacuerdos que habían tenido en algunas comisiones designadas para evaluar proyectos y becas, habían sido decisivos. Fonseca daba bastante valor al presti-23-


gio del nombre de los investigadores mientras que Salvatierra insistía en que el prestigio debía estar respaldado por publicaciones científicas y no por apariciones en los medios de comunicación. Fonseca por su parte insistía en que los científicos que publicaban demasiados trabajos eran, con frecuencia, poco profundos y rigurosos. En definitiva había una antipatía mutua entre los dos profesores aunque nunca hubieran tenido una discusión fuerte o con malas maneras. Fonseca, unos años mayor que Salvatierra, era correcto en sus formas y casi siempre cuidadoso en su manera de vestir lo que unido a una figura delgada y su pelo blanco bien cortado, hacía que tuviera un aspecto elegante. —Si ese bocazas llega a Rector —añadió Salvatierra— estamos bien jodidos. No sabe hacer nada que no sea para la galería y con él, por supuesto, de personaje estrella. —Pues entonces… ya sabes —contestó Pedraza dándole una palmada afectuosa de despedida en el hombro— hay que trabajar para que venga otro, Matías Lara por ejemplo. Salvatierra se despidió de su amigo y buscó a Mabel Ortueta entre las pocas personas que quedaban por allí. Un momento antes, cuando salían juntos charlando, Salvatierra pensaba invitarla a tomar un café ya que la encontraba muy simpática. Ahora durante la interrupción de Pedraza, Mabel había seguido su camino y Salvatierra la había perdido de vista. —Y encima... por culpa de un tipo como Fonseca —murmuró Salvatierra mientras se ponía en camino hacia su Facultad.

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2 EL CANDIDATO

Salvatierra entraba en su departamento, después de comer en la cafetería de la Facultad de Filosofía, cuando oyó sonar el teléfono en su despacho. Abrió la puerta lo más rápido que pudo y se apresuró a contestar. —Diga. —No eres muy rápido que se diga, llevo un rato llamando. ¿Te he despertado? —dijo Cristina Mata. —Muy graciosa. He tenido una reunión y ahora vengo de comer. Estaba abriendo la puerta cuando he oído el teléfono. —¿Qué reunión? ¿Algo importante? —No. Ha sido una liada de un tipo que conozco, Pedraza, que ha insistido en que vaya a una reunión para hablar de las elecciones a Rector. A mí esas cosas no me interesan, pero se ha puesto tan pesado… —Muy bien, a ver si te nombran algo… Vicerrector de festejos o algo así. —Seguro que sí. ¿Tú, qué tal? —Muy bien, bastante trabajo, pero muy bien. Oye… ¿vamos a ir luego a ver lo de las estanterías? —Por mí, sí. Si te pasas por aquí cuando termines, pode-25-


mos ir directamente. Eso sería lo más cómodo. Cristina, la pareja de Salvatierra, había sido alumna suya dos cursos antes y a raíz de eso habían empezado una relación que ya parecía estar muy consolidada. Cristina había pasado unos meses con una beca en Estados Unidos al terminar la carrera de físicas pero después de ese tiempo, que Salvatierra llamó «tiempo de reflexión», habían decidido permanecer juntos. La diferencia de edad entre los dos, Cristina tenía veinticuatro años, no impedía que sintonizaran en casi todo y estaban haciendo los preparativos para vivir juntos en el apartamento de Salvatierra. Eso implicaba comprar algunas estanterías y algún otro mueble que necesitaban para colocar todas las cosas de Cristina. —Vale. Paso por la facultad a recogerte a las seis. Estoy terminando un informe que me ha pedido el jefe para mañana pero ya lo tengo casi listo. —Hazlo bien, a ver si te dan el contrato. —Claro que lo voy a hacer bien, a mí se me dan muy bien los informes. Eso del contrato tiene buena pinta, me lo ha dicho un compañero de la empresa, que ha oído algo. Luego te lo cuento, ¿vale? Cristina tenía un contrato en prácticas en una empresa de tamaño medio del sector de óptica y estaba entusiasmada con el trabajo. La posibilidad de que le dieran un contrato para continuar en la empresa al terminar las prácticas era tema diario de conversación entre ellos. Al terminar de hablar con Cristina, Salvatierra se ocupó de varios asuntos administrativos que había ido retrasando para poder redactar el proyecto de investigación que había termi-26-


nado esa mañana, poco después de la visita de Sanz Pereira. Redactó un informe explicando que los laboratorios de prácticas de alumnos funcionaban por la mañana y por la tarde, lo que justificaba la presencia de personal técnico también en el turno de tarde, y otro informe explicando que su departamento necesitaba más conexiones a la red debido al incremento de ordenadores. Contestó a una carta del Rectorado en la que pedía propuestas para la inversión de unos fondos europeos para el desarrollo de regiones menos favorecidas, con el convencimiento absoluto de que si alguna vez llegaba una subvención se repartiría de forma absolutamente arbitraria y a su departamento no le tocaría nada. Se disponía a despachar la última cosa pendiente, una carta de referencia que un ayudante del departamento necesitaba para pedir una beca en el extranjero, cuando entró Domingo Astorga, el profesor que tenía el cargo de secretario académico del departamento. —Hola Luis. ¡Esto es la leche! —dijo con tono indignado. —¿Qué pasa? —contestó Salvatierra. —Hoy hemos tenido las elecciones de representantes de alumnos en el Consejo de Departamento. —Sí, ya me acuerdo. ¿Y qué pasa? Tú eres el secretario de la Junta Electoral del Departamento, ¿ha habido algún problema? —El único problema es que el que ha inventado las normas no tiene más de cinco o seis neuronas, y mal conectadas. Llevo tres semanas poniendo anuncios en los tablones con cosas como el censo electoral, el acta de constitución de la Junta Electoral del departamento, fecha del sorteo para la composición de la mesa electoral… y mil cosas más. Hoy he reservado -27-


un aula y hemos puesto una urna de verdad. Los miembros de la mesa han estado ocho horas como idiotas detrás de la urna, algunos alumnos a los que les tocaba estar en la mesa no querían pero les he logrado convencer de que es obligatorio. Y después de todo eso… adivina cuántos han votado, de un censo de más de mil alumnos. —¿Cien? —dijo Salvatierra, suponiendo que habría habido poca participación. —Cuatro. Un candidato, una candidata y sus respectivas parejas. Aquí tienes el acta de las elecciones —añadió Domingo alargándole un papel—. Las normas dicen que tengo que darte una copia, como director del departamento. —Gracias —contestó Salvatierra cogiendo el acta—. Me doy por enterado oficialmente. De todas maneras no veo por qué te cabreas. Me estás resultando un poco facha y políticamente incorrecto. —Claro… seguro que es eso. Lo correcto es lo del genio que ha redactado la ley de universidades… De todas maneras podía haber sido peor, ya sabes que hay profesores que van captando alumnos, prácticamente por los pasillos, para que se presenten y luego les apoyen en sus maniobras. —Si me hablas de Carmina ya sé lo que ha hecho en el departamento de Física Cosmológica, menos mal que no la tenemos aquí. —Bueno, lo importante es que ya está el asunto resuelto hasta las elecciones del año que viene. ¿Quieres tomar un café? —No. Bueno… sí, vale, vamos a bajar a la cafetería a tomar algo. Lo necesito. Encima sale Ruiz Fonseca diciendo -28-


que hay que incrementar la representación de alumnos en los órganos de gobierno de la universidad. —¿Ha dicho eso? ¿A quién? —Hoy le hacen una entrevista en Las Noticias. Eso lo ha dicho mezclado entre una inmensa colección de tópicos sobre la ciencia, la universidad y… yo qué sé. Al final de la entrevista le preguntan sobre su posible candidatura al rectorado y… adivina lo que dice. —Que si su persona puede representar al sector progresista y profesional de la universidad, él se pone a disposición de esa idea, si la comunidad universitaria lo considera necesario. —¡Bingo! De hecho lo has expresado mejor que él, pero ha dicho más o menos eso. —¿Y no habla de unos rayos infrarrojos? —Claro que habla de eso, es un tema que interesa mucho a los periódicos y eso es justamente lo que él quiere. De hecho en la introducción a la entrevista, la periodista menciona lo de los rayos como uno de los motivos por los que Ruiz Fonseca es un científico de prestigio, que además se implica de verdad en los problemas de la sociedad… —¡Vaya! Es la segunda vez que oigo hoy que Fonseca es un científico de prestigio, me lo voy a acabar creyendo. —Sí. Ya sabes como es el tío, lo que más le gusta es figurar y que se hable de él… y con lo de los infrarrojos ha encontrado un filón. —Pero… ¿qué es exactamente eso de los rayos infrarrojos? Yo una vez vi una noticia en un periódico que mencionaba no sé qué descubrimiento de Fonseca, pero la verdad es que no lo leí. -29-


—Mal hecho. No puedes ser tan cerrado a las novedades científicas —bromeó Domingo Astorga, más relajado que a su llegada. —Cuéntamelo tú, que parece que estás al día. —Yo tampoco lo sé muy bien. Lo que he entendido es que ha hecho unas medidas de la radiación secundaria que se genera en unos detectores de rayos infrarrojos y dice que los niveles son peligrosos para el que los utiliza. —Pero se supone que cualquier equipo relacionado con la radiación está apantallado y protegido… y además, probablemente la utilización más extendida es para visión nocturna. Es raro que eso pueda ser peligroso, ¿sabes si ha publicado sus conclusiones en algún sitio? —Si te refieres a alguna revista técnica o científica… me parece que no. Se ha dirigido sobre todo a los medios de comunicación. Creo que ha conseguido que todos los periódicos, menos los deportivos, hayan hablado de él y ha dado algunas conferencias en centros culturales, asociaciones y tal… Los detectores se usan mucho en cámaras fijas de vigilancia. Ahí, en principio, el problema no sería muy importante porque no hay un operador al lado de la cámara sino que se registra en un video o se recibe la imagen en un centro de control de seguridad… —¿Entonces…? —Hay otros sitios en donde sí hay alguien al lado del detector. Por ejemplo en vehículos militares, tanques y cosas así, o en lanchas guardacostas, barcos en general…. no sé, supongo que los que usan rifles u otras armas con visión nocturna. Eso es lo que he leído, la verdad es que no sé nada de armas. -30-


—Yo tampoco, y supongo que Ruiz Fonseca está como nosotros. Y tampoco me suena que tenga ninguna experiencia en investigaciones sobre efectos de la radiación, nunca había trabajado en nada parecido. —En cualquier caso ha organizado un buen revuelo. Ya hay algunas peticiones para que se aclare si los soldados o los marinos, o quien use esas cosas, están en peligro o no. —Bueno… ya tengo curiosidad por esta historia. Me parece que la próxima vez voy a leer los periódicos con más detalle y enterarme de lo que dice Fonseca sobre los famosos rayos. ****

El despacho de Alejandro Ruiz Fonseca era un sitio bastante acogedor a pesar de ser bastante grande. Estaba situado dos pisos más arriba del que ocupaba Salvatierra y tenía la misma forma y tamaño. Había dos ventanas que daban a la fachada principal de la facultad por lo que normalmente tenía una agradable luz natural que se filtraba a través de unas cortinas finas de color marfil. Era el único despacho de la facultad con esas cortinas, que Fonseca había hecho confeccionar especialmente. Los muebles, en tonos oscuros, estaban bien cuidados e incluso relucientes y la mesa era suficientemente grande para que, a pesar de haber bastantes papeles y carpetas sobre ella, no diera sensación de estar abarrotada. En una mesa más pequeña que formaba ángulo recto con la mesa de despacho, destacaba un gran monitor de ordenador. Las estanterías contenían en general libros de Física, pero los libros de -31-


Historia de la Ciencia y de temas sobre el papel de la ciencia en la sociedad estaban colocados en lugar destacado. En una de los estantes, al lado de los Principios de la Filosofía de Descartes y unos tomos de Teilhard de Chardin, había una foto en un marco de plata en la que se veía al Rey entregando lo que parecía ser un diploma a Ruiz Fonseca. En un lado del despacho había un sofá negro de piel con una mesa auxiliar y justo detrás, colgada en la pared, había una foto enmarcada, tamaño poster, de Nelson Mandela aparentemente pronunciando un discurso. En ese momento había cuatro personas reunidas alrededor de la pequeña mesa. Ruiz Fonseca estaba sentado en el sofá y a su lado estaba un hombre rubio de unos treinta y cinco años, sin chaqueta, con una impecable camisa azul claro y una corbata roja de seda. Las otras dos personas, un hombre y una mujer, ocupaban sillas al otro lado de la mesita. El hombre, un profesor de psicología llamado Rafael Díaz, vestía una chaqueta con grandes cuadros, una camisa marrón sin corbata y unos pantalones vaqueros. La mujer, una rubia delgada de pelo largo que aparentaba cuarenta años, hablaba a través del humo de su propio cigarrillo. —Por lo que nos cuentas —decía la mujer, dirigiéndose a Ruiz Fonseca—, está claro que tienes el apoyo suficiente para encabezar la candidatura de izquierdas. En ese caso los dos únicos candidatos de peso seríais Matías Lara y tú. —Apoyo tengo, desde luego —contestó Ruiz Fonseca—, como os he dicho, los promotores de la candidatura de izquierdas han venido a pedírmelo. Yo les he dicho que prefiero llamarla candidatura de progreso y profesional y les ha pareci-32-


do muy bien. Parece que no habían llegado a un acuerdo entre los posibles candidatos y han decidido recurrir a mí. —No solo no han llegado a un acuerdo —dijo el hombre de la chaqueta a cuadros—, yo estuve en esa reunión y fue un caos total, nadie quería ceder en nada y algunos casi llegan a las manos. Por eso algunos propusimos buscar un candidato de consenso… y acabó saliendo el nombre de Alejandro. —Gracias Rafael —dijo Ruiz Fonseca—, por la información que me ha llegado, sé que tú fuiste el primero en poner mi nombre encima de la mesa… —Sí, es verdad, pero también es cierto que enseguida me apoyaron varios. Ya sabes… el grupo de la facultad de biología…con Marisa Galán a la cabeza —añadió señalando a la mujer. —Sí, en biología hay buena gente, empezando por Marisa. —Yo pensaba que había más consenso a favor de Bermejo… pero me alegro de que no haya funcionado —dijo la mujer. —Los de Bermejo venían bien preparados a la reunión —contestó Rafael—, pero eran pocos, y además Bermejo no le cae bien a mucha gente. Se niega a incluir algunas de las reivindicaciones más importantes en su programa, con el argumento de que no son realistas desde el punto de vista económico. —Es lo malo de los economistas —dijo Ruiz Fonseca sonriendo—, a veces les falta empuje. Bueno… allá él. La situación actual es que no tiene apoyos políticos ni sindicales. No creo que se presente y eso nos deja buenas perspectivas a nosotros. Ya hay gente de varias facultades que se ha ofrecido a colaborar para impulsar mi candidatura, y en su momento tendremos reuniones más amplias. Sin embargo, creo que -33-


nosotros cuatro podemos ser un grupo informal para cambiar impresiones en confianza. Ya sabéis que, si ganamos, cuento con vosotros. Los tres asintieron en silencio y Ruiz Fonseca continuó. —Hay un punto que a mí me parece muy importante, tan importante que puede ser decisivo. Se trata de la vertiente profesional de la candidatura, aparte de que sea una opción progresista. Hay un núcleo de gente que quiere más apoyo y más reconocimiento para la investigación científica. Tenemos que traer a esa gente a nuestro lado. —Ahí vamos por buen camino —dijo Marisa—, la entrevista que te han hecho en Las Noticias ha quedado muy bien. Espero conseguirte otra entrevista en El Diario dentro de poco, el tema ese de los rayos infrarrojos está levantando bastante revuelo y ya te conoce todo el mundo. —Sí —dijo Ruiz Fonseca—, aparte de que sea un tema de interés mediático, es un trabajo muy interesante. Emilio —añadió señalando al hombre de la camisa azul y la corbata de seda— ha hecho buena parte del trabajo, ha echado un montón de tiempo en el asunto y me parece que los resultados están bien claros, yo diría que son espectaculares. —Bueno… —contestó Emilio—, el trabajo lo hemos hecho los dos, por supuesto. Cuando le comenté a Alejandro los primeros resultados que había obtenido sobre el efecto de la radiación infrarroja, enseguida se dio cuenta de la posible trascendencia y me animó a seguir. Reconozco que a mí se me había escapado. Después hemos puesto a un becario a trabajar en el tema para que me ayude y la cosa va bastante bien. De todas maneras, como yo lo veo es un trabajo que va bien, pero -34-


todavía los resultados no son definitivos. No todo el mundo está de acuerdo con nuestra interpretación… —Eso pasa siempre —dijo Marisa, descartando la última frase con un movimiento de la mano—. Creo que debemos insistir en el punto de la importancia científica y social de vuestra investigación, desde ahora hasta las elecciones. Tiene todo tipo de ventajas: interesa a la prensa, a Alejandro le da imagen de buen investigador frente a nuestros compañeros de ciencias y también le muestra como investigador en contacto con los problemas de la sociedad… además del toque progresista en relación con grupos pacifistas y todo eso… —Perdona Marisa —dijo Emilio—, ahí me pierdo un poco. ¿Qué tiene que ver nuestro trabajo con el pacifismo? —¿Vuestros resultados no dicen que la utilización de los sistemas de visión nocturna pueden producir daños graves a los que los usan? —Sí. En principio esa podría ser una de las conclusiones… yo no soy especialista en efectos de la radiación sobre sistemas biológicos, pero nuestras medidas muestran un efecto de conversión que… —¿Un efecto de qué? —dijo Rafael Díaz, el hombre de la chaqueta a cuadros. —No importan los detalles —contestó Emilio—, el hecho es que puede haber inicialmente rayos infrarrojos que, en principio no sean perjudiciales, pero que se transforman en rayos de energía próxima al ultravioleta con los que, como sabéis, hay que tener cuidado. —Sí, los rayos UVA, el peligro para los tejidos… —dijo Rafael. -35-


—Ya. Lo que yo te comentaba —dijo Marisa— sobre los pacifistas, es que muchos usuarios de detectores por rayos infrarrojos están en el ejército y ya hay soldados intranquilos por este tema y que piden información. Ese es un motivo más para que la investigación que hacéis Alejandro y tú esté en los medios de comunicación, que es lo que nos interesa en este momento. —Bueno… —dijo Emilio—, tampoco debemos de sacar conclusiones precipitadas…Hemos detectado un fenómeno físico y falta el estudio biológico... No me gusta que se saquen las cosas de quicio. —No es precipitado, ni hay nada fuera de quicio —interrumpió Ruiz Fonseca cortante—. La cosa está clara. Hay unos equipos de detección en donde se crean rayos ultravioleta y probablemente incluso de más energía. Se sabe que esa radiación es peligrosa y nuestra obligación es dar a conocer ese peligro potencial. Aparte de eso, lo que hemos descubierto tiene un interés científico indudable. —Sí, claro, tienes razón —contestó Emilio—, yo solo digo que todavía hay trabajo por delante. —Por supuesto —zanjó la discusión Ruiz Fonseca—, eso pasa en toda investigación científica. Siempre hay algo que añadir y algo que investigar. Ahora dejemos el tema de los rayos infrarrojos y vamos a ver cómo nos organizamos para los próximos días. Lo que tenemos que planificar son las actividades para la próxima semana, reuniones con representantes de los distintos estamentos; eso lo puedes coordinar tú, Rafael. —Sí, ya me he empezado a ocupar de eso. -36-


—Y el tema de los medios, Marisa… me habías hablado de una entrevista en la radio. —Sí, te llamará Lola Casas de Radio Norte para fijar día y hora. —Perfecto. Ahora me gustaría repasar el programa electoral en la parte que toca al profesorado contratado. A solo unos cuantos metros de donde se celebraba esa reunión, varios jóvenes, con edades en la veintena, charlaban en otro despacho situado en el mismo pasillo que el de Ruiz Fonseca. En la puerta había pegada una hoja de papel en la que con un fondo colorido, un texto en letras grandes de impresora indicaba: «Palacete de Doctorandos; Tere, Manolo, Sebastián y Laura… de momento». El despacho no era grande y allí no sobraba sitio ya que había cinco mesas de trabajo, todas con ordenadores y varias estanterías y muebles archivadores. —Yo creo que el jefe se ha vuelto loco —decía tajantemente una chica con unos rizos anaranjados estilo rasta, que tenía una jarra rosa de café en la mano. —¿Sólo porque quiere ser rector? —contestó otra chica delgada de pelo corto, sin dejar de teclear con la vista fija en la pantalla de su ordenador—. A mí no me parece mal. Si sale de rector, a lo mejor sacamos algo en limpio. —Claro, sobre todo eso, Laura —intervino un doctorando que estaba sentado en una butaca, con una lata de Coca-cola en la mano—, tienes una moral impresionante. —No lo digo porque quiera ser rector —contestó la de los rizos—, me refiero a esa gilipollez de los rayos infrarrojos. -37-


Me parece que va a hacer el ridículo como siga por ahí… y tiene toda la pinta que piensa seguir por ahí. De momento ya le han hecho una entrevista en el periódico. —¿Por qué dices que es una gilipollez, Tere? —dijo la del ordenador volviéndose hacia su compañera—. A mí me parece que es un trabajo muy bueno. —Ese trabajo está todavía un poco verde, eso lo sabemos todos. Como tú acabas de empezar, todavía no estás muy al tanto. —Vaya, estoy rodeada de sabios que lo saben todo mejor. Aunque lleve aquí solo dos meses, puedo opinar… y me parece que es un buen trabajo. Y Emilio es un buen tipo que sabe un montón, y uno de los mejores profesores de la Facultad. —Claro que puedes opinar Laura —contestó el chico de la Coca-cola en tono conciliador—, pero nosotros llevamos ya dos años haciendo la tesis y sabemos como van las cosas en este laboratorio. —¿Ah, si? —dijo Laura que ya había abandonado su ordenador—, ¿y cómo van? Si es que una pobre recién llegada como yo puede saberlo. —Por ejemplo, estabas hablando de Emilio —contestó el chico— y a mí me parece que Emilio tiene un carácter muy especial. Es verdad que es un buen profesor, a mí me dio clase en tercero y era muy bueno. Y también es un buen investigador, le está dirigiendo la tesis a Antonio y parece que la tesis va muy bien. —Entonces… ¿qué os pasa con Emilio? —Lo que pasa —interrumpió Tere, la de los rizos naranjas— es que cuando el jefe dice cualquier cosa, aunque sea -38-


una chorrada, Emilio se la traga completa. Pierde su capacidad de raciocinio, vamos… que parece que se vuelve tonto. —Sí —dijo el chico—, le tiene a Ruiz Fonseca como a un dios. Se apunta a todo lo que dice y le seguiría hasta el fin del mundo. Yo creo que a Ruiz Fonseca le interesa hacerse nombre a costa de la historia de los rayos infrarrojos que está estudiando Emilio, y al final van a quedar los dos en ridículo. O solo Emilio porque estoy seguro de que Fonseca se las arreglará para quedar a salvo. —Me parece que exageráis —dijo Laura con poca convicción— y tampoco creo que el trabajo ese sea nada disparatado. —Yo no he dicho que sea disparatado, lo único que digo, y eso lo sé por los que están colaborando con Emilio, es que están intentando sacar conclusiones de una manera demasiado rápida. Y ese afán de contárselo todo a los periódicos que tiene el jefe… —Yo la verdad es que… no sé… esa devoción que tiene Emilio por el jefe, a mí a veces no me parece muy normal —dijo la chica de los rizos rasta. —¡Vaya! Ahora resulta que cuando uno se lleva bien con el jefe, entonces es que no es normal —dijo Laura. —No es eso, no me quieres entender. —Si nos vamos a meter en plan marujeo —dijo Laura— será mejor que dejemos el asunto. Yo no creo que Fonseca lo esté haciendo mal y además me da la impresión que va a salir de rector y que vais a ser de los primeros en felicitarle. —No creo que lleguemos a felicitarle antes que tú —dijo su compañera, apurando su taza rosa de café—. Seguro que montas guardia delante de la puerta de su despacho para ser la primera. -39-


—Oíd guapas —dijo el chico—, solo estábamos haciendo la pausa del café. Si no os importa, dejad de lanzaros hachazos mutuos. Este es un departamento bien avenido, como nos dijo el jefe el día de la copita de Navidad. —Claro, y tú Manolo eres de los que más contribuyen a la armonía —dijo Laura. **** Eran más de las seis y media de la tarde cuando, después de una llamada a la puerta, Cristina entró en el despacho de Salvatierra, que tecleaba en el ordenador. —Ya estoy aquí —dijo con voz alegre—, cierra el chiringuito, que nos vamos. Salvatierra se volvió hacia ella y se encontró con su habitual sonrisa, algo que ya le había atraído hacía ya más de un año, cuando Cristina, que era entonces una de sus alumnas, venía a preguntarle alguna duda al terminar la clase. Era morena, con la piel ligeramente cetrina y una cara delgada y un poco angulosa que podría parecer dura, si no fuera por los ojos vivaces y la boca grande en la que con tanta frecuencia aparecía la sonrisa. —Apago el ordenador y estoy listo —contestó Salvatierra—, dijiste que vendrías a las seis y son… —Mira —dijo Cristina, señalando un pañuelo de tonos rojos que llevaba anudado al cuello y que le colgaba a un lado encima de la blusa—. ¿Te gusta? Me he parado un momento a comprarlo en la tienda que hay al lado de la empresa. Ya le había echado el ojo y ahora lo han rebajado a la -40-


mitad… es pintado, no sé como pero es lo que me ha dicho Rosa, la encargada… —Sí, es muy bonito, ahora vámonos. —No me he retrasado solo por el pañuelo. Al entrar en la Facultad me he encontrado con una antigua compañera, Laura Villar, que ha empezado a trabajar en el grupo de Ruiz Fonseca y hemos comentado como nos va a cada una. Estaba un poco cabreada. —No me extraña —contestó Salvatierra, mientras metía unos papeles en su cartera, preparándose para marcharse—. Si yo tuviera que trabajar con Ruiz Fonseca también estaría cabreado… —No. Es todo lo contrario. Ella es una fan de Ruiz Fonseca y de otro profesor que está allí, un tal Emilio… —Sí, Emilio Bustamante, es algo así como la mano derecha de Fonseca. —Eso es, Emilio Bustamante, Laura está indignada porque los otros doctorandos de su grupo no hacen más que criticar a Fonseca… —¿Por qué? ¿Qué les pasa? —Por eso de los rayos infrarrojos que ha aparecido en los periódicos. Dicen que el trabajo ese no es de fiar, o que está sin terminar o algo por el estilo. Laura dice que la promoción en los medios de comunicación les da prestigio pero los otros piensan que pueden hacer el ridículo si al final no se confirma lo que dicen Fonseca y Emilio. —La verdad es que si están dando como definitivos, datos que no están confirmados no cabe duda de que corren un riesgo. Pero supongo que saben lo que hacen aunque a mí perso-41-


nalmente Ruiz Fonseca me parece un bocazas. —Eso ya lo sé. Me lo dices cada vez que aparece su nombre. Si sale de rector, no va a haber quien te aguante. —Espero que me aguantes tú —dijo Salvatierra cogiéndola del brazo—. Vámonos ya, no sea que se acaben las estanterías esas que hemos visto el otro día.

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Javier Piqueras de Noriega nació en Madrid y estudió Ciencias Físicas en la Universidad Complutense, donde también realizó el doctorado y comenzó su actividad docente. Su carrera como profesor e investigador le ha llevado también a trabajar en las Universidades del País Vasco, Granada y Duisburg, así como en centros de investigación europeos. Actualmente es catedrático de Física de la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de numerosos trabajos científicos internacionales, que en los últimos años se centran en el campo de los nanomateriales con aplicaciones en nanotecnología. Ha publicado tres novelas, “La Cátedra” “El Congreso” y “El Instituto” ambientadas en el mundo universitario. Ahora, con “Infrarrojos”, se presenta la cuarta novela de intriga protagonizada por el profesor Salvatierra. Ha publicado también la novela histórica “Dinamarca 1808”.

El profesor Salvatierra, físico de la Universidad de Madrid, recibe la visita de un compañero de una universidad del País Vasco, que le entrega unas muestras para realizar unos análisis con unas técnicas complejas. Poco después, Salvatierra y su pareja Cristina, antigua alumna suya, se tropiezan con varios indicios de que los estudios de esas muestras podrían chocar con fuertes intereses dentro de la Universidad de Madrid y, en concreto, afectarían a las aspiraciones del principal candidato a rector en las inmediatas elecciones. Al seguir el hilo de esa posible relación, Salvatierra y Cristina se ven envueltos en una trama en la que tiene lugar una extraña muerte en las proximidades de la universidad, la empresa en la que trabaja Cristina sufre un atentado, y una becaria de la universidad es brutalmente atacada.

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