h. La NeurocirugĂa luis monterrubio
DEl doctor Mendez h.
La abuela elizabeth rodrĂguez
elizabeth rodríguez
La abuela
P
udo haber pasado de muchas maneras. Los doctores hicieron un examen bastante superficial y concluyeron que la muerte de la abuela fue causada por un “infarto al miocardio” (o algo así). Yo no lo creo. Y no es que considere que los médicos sean unos incompetentes (aunque sí lo creo), lo que pasa es que mi imaginación vuela con la más mínima provocación, y en este caso hay un montón de cosas que están difusas… Recreo los hechos por lo que dicen mis primos, mi tía, mi madre. Me ayudo de la escena y mientras más versiones escucho, más dudas se generan en mí, menos entiendo. Fue mi madre quien encontró el cuerpo frío y afirma que de inmediato llamó a
mi padre y al abuelo. Me parece extraño que Rafita (mi primo, quien estaba en la casa con la abuela) no se haya percatado del incidente (¿o accidente?). Pienso, en una de tantas versiones que maquilo, que escuchó un golpe y el grito de ayuda, pero cansado de tener que levantarla siempre, fastidiado de lo mismo, decidió no prestar auxilio… luego llegó mamá, saludó, fue al cuarto de Teresa (sorprendida por no escuchar sus característicos ronquidos) y encontró el cuerpo; otra versión es que pudo ser una especie de suicidio. Un dejarse morir lento y luego apresurar la muerte con dosis peligrosas de algún medicamento al que tenía acceso, pues guardaba una cantidad considerable de todo tipo de medicinas.
Edición y diseño: Coordinación Editorial de la SEC.
La verdad es que no importa cómo murió, la abuela ya no está viva y eso es lo que impacta. En su casa todos lloraban, tenían la cara inchada y los ojos rojos, algunos con mayor vehemencia que otros, algunos con mayor dolor. Yo no lloré. Varias veces me sentí conmovida por el ambiente y sentía que las lágrimas llegaban, pero ni una sola salió. Me sorprendí mucho de ver a la abuela tan quietecita, verla por una vez sin quejarse, sin pregonar nuevas dolencias. A mis veintitrés años, jamás había tenido contacto tan cercano con la muerte de un ser querido. Mi morbo me impulsaba a olerla, tocarla, examinarla minuciosamente, pero mis tíos, mi padre y todos, me pidieron retroceder, me dijeron que debía alejarme. Obedecí, naturalmente, pero luego llegó mi turno y estuve a solas con ella. Jamás había tocado un cadáver: la piel era fría pero muy suave. Estaba frente a
ella, nadie más que nosotras dos. Cuando imaginaba encuentros con cuerpos sin vida, siempre me daba escalofrío, pero esta vez no sentí ni un poco de miedo. Fue como si ella estuviera dormida; me daba la impresión, aunque no lo esperaba, de que en cualquier momento se movería trabajosamente y rompería en regaños e insultos porque todos movían sus cosas. No podía dejar de pensar en la película Morirse en Domingo, luego pensé en La ley de Herodes y en Misterios de la vida diaria de Ibargüengoitia. Mamá y papá se encargaron de los trámites. Los acompañé. En la funeraria estuve aburrida, veía los arreglos y a las personas. Me entretuve un rato con el celular de mamá. Inicié mi sesión en Facebook y ¡oh, sorpresa!, todos habían publicado sobre el fallecimiento de mi abue. Lo primero que pensé fue “¡bola de asquerosos, hipócritas, falsos, come-
mierda!”, pero al instante me di cuenta de que era un juicio infundado y visceral. Pensé varias cosas y por un rato no pude sacarme de la cabeza esa maldita necesidad contemporánea, esa fea costumbre recién creada de hacer público lo que debiera de ser íntimo. Yo, dije en mis pensamientos, le diría a la abuela que ella sabía perfectamente que no fui la mejor nieta ni la mejor persona, que casi nunca sé cómo reaccionar porque, aparentemente, mis reacciones siempre enfadan o entristecen a la gente, que es como si tardara en reír porque no entendí el chiste… Le dije, o pensé decirle, que me relaciono extrañamente con el mundo, que no me importa lo que se diga de mí, que me vale cacahuate que se juzguen (bien o mal) mis acciones. Yo no me acuerdo del cumple de mi abuela, no la visitaba cada fin de semana, no le contaba mis secretos ni horneaba galletitas con ella, pero bromeaba de vez
en cuando para que se riera un poco, la quería y cuando la veía, era con alegría. Ya no está y no entiendo por qué la gente ha reaccionado así, con tantos reclamos, con tantas disculpas, con tanto llanto. Pienso que es mejor que haya muerto hoy, aunque, en general, a ella como a mí, no le gustaran los martes; mejor hoy y no ayer que hubo puente o antes de ayer que fue domingo. Imagino que a mi abuela no se la van a comer los gusanos, será devorada por las hormigas bicéfalas que viven en mis sueños…
luis h.
monterrubio
h.
L
La Neurocirugía DEl doctor Méndez
os doctores quedaron sorprendidos y supieron por qué el doctor Méndez había recomendado que el paciente estuviera sentado y no acostado en el quirófano. El paciente se apellidaba Sánchez o Pérez, no me acuerdo bien. El caso es que tenían que destaparlo para verle el cerebro y arreglarle unas ondas. Le hicieron un TAC pero no comprendían lo que revelaba el estudio, sólo el doctor Méndez, viejo cirujano que había visto un montón de cosas en su profesión, comprendió los resultados del estudio. A un lado del paciente estaba la tapa de su cabeza totalmente a rapa, aunque por sus 70 años tenía ya poco pelo. El hombre se estaba descerebrando a causa de una terrible depresión. Su mujer había muerto y él lloró muchos
días, y cada día lo hizo por más de 18 horas, sólo dormido no lloraba. Lo que sorprendió a los compañeros de Méndez fue ver que en lugar de cerebro, el hombre tenía un pedacito de mar, algo así como un lindo acuario con peces tropicales, un pequeño arrecife con corales y un fondo de arena blanca, sólo que el nivel del agua estaba muuuy bajo porque se estaba vaciando de tanto que había llorado. Los pececillos se veían moribundos y algunos flotaban boca arriba; a estos ya muertos, el doctor Méndez los sacó de la cabeza del triste hombre que ahora, por estar sedado, no lloraba. Cinco fueron los cadáveres que extrajo y de ahí procedieron a ponerle poco más
de un litro de agua de mar que el doctor Méndez había encargado que trajeran con urgencia desde Cancún, pues ese era del tipo de agua que llevaba el hombre en la cabeza. Al percatarse de lo sorprendidos que estaban sus compañeros, el experto cirujano les explicó que esos pececitos tropicales, en el caso de este hombre, eran las ideas, que el arrecife estaba hecho de finas capas que eran los recuerdos y que los temores eran animalitos diminutos pero que, según lo que estuviera haciendo el paciente, podían llegar a convertirse en una marea roja. También les dijo que cuando el hombre tenía un ideal, todos los peces formaban un banco que se movía como un solo pez gigante, pues todas sus ideas se juntaban
con un solo fin para poder enfrentar las tormentas y no permitir que los temores tuvieran tiempo de convertirse en la temible marea roja. La operación fue un éxito, sobre todo por un caballito de mar muuuy pequeño que el doctor puso junto con algunos pececitos nuevos. No se sabe bien cómo es que funciona, pero en sus estudios, el doctor ha probado con caballitos, cangrejos, pulpos, erizos, etcétera, etcétera, y el caballito es el que ha dado optimismo y ánimo a los pacientes. El doctor cree que los bríos de este animalito hacen que todo este pequeño ecosistema se mueva con más ganas, más rápido y en distintas direcciones. Hay riesgo de que el paciente se vuelva un poco loco, y también lo hay de que se
vuelva muy loco; lo que sí está asegurado es que ya no andará de chillón regando el cerebro por todas partes. Al final de la operación, el doctor Méndez fue aplaudido por sus colegas y muy contento fue al comedor del hospital pues ya eran más de las 2 de la tarde. Comió un delicioso spaghetti en salsa de tomate y antes de irse pidió que le vendieran un litro para llevar. Con todo y lo sabroso que estaba, el doctor no iba a comerlo en su casa, sino que lo guardaría para un paciente que últimamente había tenido hemorragias: le sangraba mucho la nariz y había estado perdiendo la memoria; síntomas que para el experimentado doctor Méndez hablaban de un típico caso de cerebro de pasta italiana que sufría de amnesia.
Luis H. Monterrubio H. Le gusta la música, el cine y las historias. Gracias al arte, disfruta de la vida diaria y todo lo que ve le causa asombro, pues por su mala memoria, todo, aunque sea eterno, le resulta efímero y lo disfruta como si lo hubiera visto por primera vez.
Elizabeth Rodríguez es estudiante de Ingeniería física en la Universidad Autónoma de Coahuila y profesora de inglés. Los sábados se dedica a coordinar el taller literario “Aleph” en el recinto Aurora Morales de López y, de vez en cuando, escribe cuentos.