MANUEL ACUÑA - En nombre de ese laurel (T. 1)

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Directorio

Lic. Rubén Moreira Valdez Gobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza Lic. Ana Sofía García Camil Secretaria de Cultura de Coahuila

Lic. Carlos Flores Revuelta Director de Actividades Artísticas y Culturales Lic. Miguel Gaona Hernández Coordinador Editorial

© Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza © Secretaría de Cultura de Coahuila Juárez e Hidalgo s/n. Zona Centro CP 25000. Saltillo, Coahuila de Zaragoza Correo electrónico: sec.editorial@gmail.com © Marco Antonio Campos © Eduardo Lizalde © Eduardo Figueroa Orrantia © Julián Herbert Chávez © Álvaro Canales Santos © Gerardo de Jesús Monroy Edición: Miguel Gaona Diseño: Estefanía Nicté Estrada

Impreso y hecho en México ISBN Obra completa: 978-607-96210-6-3 ISBN Tomo 1: 978-607-96210-5-6 Saltillo, Coahuila de Zaragoza, 2013


Para los coahuilenses, el 2013 ha sido un año de importantes conmemoraciones: celebramos el centenario de la firma del histórico Plan de Guadalupe; recordamos el 170 aniversario luctuoso del padre del federalismo, Miguel Ramos Arizpe, y asimismo el sesquicentenario de la Batalla de Puebla, en la que el general Ignacio Zaragoza cubrió de gloria a la nación y a nuestro estado. Finalmente, el 6 de diciembre, tras un año de actividades y festejos de nivel internacional en su memoria, conmemoramos el 140 aniversario luctuoso del poeta Manuel Acuña Narro. Esta publicación, EN NOMBRE DE ESE LAUREL, reúne su poesía completa y nos presenta de nuevo al autor y al personaje; es el testimonio material de la devoción y orgullo con que el Gobierno del Estado se ha planteado la celebración del saltillense, cuya existencia trágica, breve, le dio tiempo bastante para confeccionar una obra literaria imprescindible en la cultura mexicana. Esta edición no cierra, sino que abre permanentemente el homenaje y las vías de acceso a la obra de Manuel Acuña, reiterando asimismo el compromiso del Gobierno de Coahuila por fortalecer la imagen y la calidad de vida en nuestro estado a través de la poesía, de capitalizar en beneficio de la sociedad los valores culturales que nos pertenecen. El inminente reencuentro de Acuña con los lectores representa en sí mismo un motivo de festejo, pues no sólo el poeta, sino también los que entendemos su obra como parte de nuestra identidad, vemos enriquecer con ello la generosa herencia cultural que recibimos. Sirva como regalo para los lectores del presente y del futuro la obra poética de Manuel Acuña, orgullo coahuilense y joya del siglo XIX mexicano. Lic. Rubén Moreira Valdez

Gobernador Constitucional del Estado de Coahuila de Zaragoza



La segunda mitad del siglo XIX, imprescindible para entender el devenir y el pensamiento del México naciente, fue la cuna del poeta coahuilense Manuel Acuña. En ella vivió de forma apresurada, casi siempre en circunstancias adversas, dejando tras de sí una biografía brevísima, colmada de palmas, triunfos, laureles, como expresó su amigo Justo Sierra; la promesa de un porvenir feliz que no llegó a cumplirse para él pero sí para su obra. Manuel Acuña representa un ideal romántico. Durante mucho tiempo ha sido, para el público, como la flor que espera entre las páginas de un libro para desmoronarse en nuestras manos. Sin embargo, hace falta todavía mucho más para asistir al desmoronamiento de una obra que, bien leída, tiene importantes asideros en la historia, la cultura y la imaginación de nuestra lengua. A 140 años de la muerte de Acuña, sus poemas son, todavía, nuestro orgullo, y la clave para revalorar su historia, novelada por la imaginación colectiva; para entender el reconocimiento de maestros como Ignacio M. Altamirano o Menéndez y Pelayo, y las impresionantes muestras de cariño popular que recibió a su muerte, en la Ciudad de México, a los 24 años de edad. A ello han dedicado su inteligencia, su tiempo y su talento los autores que colaboran en esta nueva edición de la obra poética de Manuel Acuña, reforjando la espada que se encontraba rota, ya fuera por la sobreexposición o por el abandono. La defensa, en algunos casos, pero, ante todo, la generosa relectura que realizan de la poesía del coahuilense, nos regala el encuentro con un autor imprescindible cuyo instante de gloria no acaba todavía, y al que el Gobierno del Estado de Coahuila ha brindado un homenaje mayúsculo llevándolo de nuevo a los reflectores internacionales en este 2013, pero, ante todo, a las manos de sus lectores para este nuevo siglo. Lic. Ana Sofía García Camil Secretaria de Cultura de Coahuila



Contenido Manuel Acuña en Ciudad de México Marco Antonio Campos

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Obra poética, 1 Poemas de amor y biográficos

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“Lejos de ti”: una romanza de Manuel Acuña Nota de Eduardo Figueroa Orrantia

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Manuel Acuña desde el más allá Álvaro Canales Santos

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Dos poemas de Eduardo Lizalde Nota de Gerardo de Jesús Monroy

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Manuel Acuña: Valleto & Co. Julián Herbert

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MARCO ANTONIO CAMPOS

MANUEL ACUÑA EN CIUDAD DE MÉXICO una casa de dama pobre Luis Gonzaga Urbina (1867-1934)

recordaba en páginas de La vida literaria en México,1 con emoción tímida

–intimidado–, cuando por el 1890 se asomó al álbum de pasta de concha nácar que le mostraba una mujer que frisaría los cuarenta años pero que a él le gustaba pensar que andaba por los treinta. O para ser precisos: en ese momento la dama contaba con cuarenta y tres años. La mujer guardaba el álbum como reliquia. Quizá Urbina fue el primer escritor, después de la muerte de Acuña, Ramírez y Flores, que lo vio, o al menos, que lo documenta. 1  Es un conjunto de cinco conferencias que Urbina dictó en la Universidad de Buenos Aires en 1917 donde se combinan la historia literaria, el ensayo y la crónica. Quizá en estas páginas es donde mejor reluzcan el juicio y el estilo de Urbina. Desde luego hay buen número de equivocaciones; podemos excusarlas parcialmente tomando en cuenta que a menudo cita de memoria. Como libro se editó en Madrid el mismo año. Debió llegar pronto a México porque López Portillo y Rojas lo cita en Rosario la de Acuña (1920).



“Era como su libro de oraciones. Lo guardaba bajo siete llaves. Lo escondía a las miradas del mundo”. Como frontispicio estaba el famoso dístico de 1874 de Ignacio Ramírez: Ara es este álbum; esparcid, cantores, a los pies de la diosa, incienso y flores.

Era el arrebato (uno de los muchos) del hombre de cincuenta y seis años ante el amor imposible por la bellísima mujer de veintisiete. Sin embargo, las terribles cárceles y los dolores sin cuento hacían que Ramírez pareciese mayor. “Amor romántico, hecho de ternura paternal e ilusión tardía, en la que, no obstante, brillan relámpagos de deseos anacreónticos”, dijo Urbina. En la breve obra poética de Ramírez encontramos, al menos, doce piezas escritas para Rosario, algunas de las cuales son una porción ardiente de su obra e instantes de lo mejor de la poesía amorosa mexicana del siglo XIX. Antes de 1873, apenas es dable hallar en su lírica momentos amorosos; Rosario los despertó y el amor y el deseo sin recompensa se dieron de la mano con la resignación y el autoescarnio. Urbina vio el álbum y oyó las confidencias de la atractiva mujer “en la salita de una casa pobre, con vestigios de faustos extinguidos –un mueble antiguo, un retrato al óleo, un candelabro arcaico–”. Rosario ya residía en Tacubaya. Urbina recordaba de Rosario de la Peña y Llerena, ya conocida entonces sólo como Rosario o Rosario la de Acuña, sus ojos negros y abismales, su perfil numismático de líneas delicadas y su fascinante cabeza romana. Pese a que la rosa ronsardiana empezaba a marchitarse, conservaba “una belleza arrogante, una hermosura matronal”. Enamorado del mito

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como muchos otros, hechizado por las saetas sangrientas de amor y las pavesas de muerte que Rosario dejó con los años, el adolescente Urbina le escribió dos poemas donde declara su amor sin esperanza, como quien enciende una vela sabiendo que a nadie alumbrará. De esa mujer se habían enamorado los mejores poetas de su tiempo: el propio Ramírez (1818-1879), Manuel Acuña (1849-1873) y Manuel María Flores (1838-1885), y fue, pese a su disgusto, rival amorosa de Laura Méndez, la poeta más notable de esos años y acaso del siglo. Al santuario del álbum sólo entraron, dice Urbina, estos “tres sacerdotes del arte. Ramírez entró anciano y escéptico; Flores, fogoso y sensual, y Acuña, ingenuo y desesperado”.2 Urbina cuenta, en una fábula de convivencia ideal, que los tres jugaban sobre temas que Ramírez proponía y los otros dos contestaban. En él quedó escrito, con gotas de sangre y un vaso de cenizas, el “Nocturno” a Rosario. Pero empecemos desde el principio. Con Urbina inicia, ya documentada, la comedia de mentiras, distorsiones y equívocos, y me atrevería a decir que muchos intencionados, para embellecer el mito de la inolvidable musa de nuestro último romanticismo; en lo dicho líneas atrás hay al menos tres, graves, que en nada ayudan a la verdad histórica ni a la biográfica: los tres poetas no podían jugar a hacer versos por una simple y sencilla razón: Manuel M. Flores conoció a Rosario el 25 de agosto de 1874, o sea, ocho meses y medio después del suicidio de Acuña; segundo, los únicos que aparecen en el álbum son Ramírez y Flores, porque el álbum es un regalo de Ramírez de 1874,3 y tercero, si bien Rosario conservó el manuscrito del “Nocturno” 2  ¿Ramírez anciano a los 55 o 56 años? ¿Acuña ingenuo? 3

En la portada misma del álbum hay una fecha: 1874.


que le entregó Acuña, no estaba, no podía estar dentro del álbum, porque se trata de una hoja suelta y porque el joven poeta se había dado muerte meses antes de que el álbum existiera.

el novicio en san ildefonso Al menos cinco libros son claves para adentrarse a la vida y la obra de Acuña y la figura de Rosario. El primero que abrió puertas para fijar el mito fue Rosario la de Acuña (1920), donde con los medios que poseía a su alcance, José López Portillo y Rojas analizó, con honestidad y objetividad, a los personajes del drama: Rosario, Acuña, Ramírez y Flores. Que yo sepa es la primera vez que Rosario aparece en libro como “la de Acuña”. Tres años más tarde Roberto Núñez y Domínguez titularía la entrevista que le hizo para Revista de Revistas “Rosario la de Acuña” y en 1948 Carmen Toscano puso de título a su bella biografía novelada Rosario la de Acuña. También hay dos libros que, por su amplia documentación, son piedra de fundamento para adentrarse en la vida y obra del coahuilense: Manuel Acuña. Biografía, obras completas, epistolario y juicios (1971), de José Farías Galindo y, sobre todo, El verdadero Manuel Acuña (1984), de Pedro Caffarel Peralta. Es notable el rescate que Farías logra de materiales de archivo sobre Acuña: del paso por colegios saltillenses y del paso en Ciudad de México por el Colegio de San Ildefonso y la Escuela de Medicina, de cartas a la familia y amigos y aun de textos inéditos. Pero las limitaciones del libro son serias: está poblado de frases desgastadas, de adjetivos ampulosos, de explicaciones y especulaciones banales y de opiniones repetitivas de periodistas saltillen-

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OBRAS

RELA C IONADAS


ses. Farías Galindo olvidó con creces aquello que Stevenson vio como un arte: omitir. Caffarel, en cambio, sólo confió en los documentos y los expuso cronológicamente con atingencia. No puede omitirse asimismo el libro literario biográfico de Francisco Castillo Nájera, Manuel Acuña (UNAM, 1950), donde, con rigurosa lógica, se evidencian las calumnias, contradicciones y mentiras dichas por Rosario sobre el desdichado poeta. Castillo Nájera se basa en las entrevistas que dio Rosario a varias personalidades desde 1893 a 1923. El quinto libro es el antes citado de Carmen Toscano. Acuña nace en Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849, en la casa número 218 de lo que hoy es la calle de Allende. Lo bautiza al día siguiente en la parroquia, oh ironía del azar, un sacerdote llamado Manuel Flores. Fue el segundo de quince hijos. Sus padres se habían casado dos años antes. La familia Acuña era entonces (lo fue siempre) de magros recursos. Acuña tomó de niño clases con un profesor particular y más tarde ingresó al Colegio Público de Saltillo o Colegio Josefino, que luego fue convento de San Francisco y hoy Plaza Ateneo. El director del colegio, oh nueva ironía, era el propio sacerdote Manuel Flores que lo bautizó. Los registros que quedan del paso de Acuña por colegios saltillenses ilustran a un estudiante de excelencia y de “decencia y firmeza en sus costumbres”. De manera notable termina su ciclo saltillense en 1864. Se conserva una fotografía de busto de ese año: con bigote, piocha y con esa mirada melancólica, como yéndose, que nunca lo abandonaría. Usa traje y corbata. Tiene menos de quince años y parece de más de veinte. Imágenes de la ciudad de Saltillo y de la casa familiar hay en dos poemas: “Lágrimas”, escrito a la memoria del padre, y en la segunda mitad del “Nocturno”. 16

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M ANUEL A C U Ñ A ,

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Viajó a fines de diciembre o principios de enero a la capital de la república. Lo acompañaban Antonio García Carrillo y Blas Rodríguez. Desde su arribo, cuando se inscribe en el Colegio de San Ildefonso,4 Acuña jamás volvió a Saltillo, pese a las promesas, primero a los padres y después sólo a la madre. Acuña vivió todo el tiempo en Ciudad de México a la buena de Dios y olvidado de la Magnífica. Al principio recibía algún dinero del padre pero desde 1871, luego de la muerte de éste, se recorta el subsidio familiar. Por poemas y cartas puede verse que la relación con los padres fue entrañable y respetuosa. Para medir el tamaño del amor a su padre basta leer “Lágrimas”, donde llega aun a decir: “Y en la religión de mis recuerdos/ tú eres el dios que amo”. Para medir asimismo el amor a la madre baste precisar que en el “Nocturno”, escrito en 1873, dos o tres meses antes de su muerte, la imagina como un dios entre él y la amada. Desde la primera carta, o al menos, la primera que queda, fechada el 3 de febrero de 1867, se ve a un hijo minuciosamente inquieto por la vida de don Francisco Acuña Valdés, de doña Refugio Narro Valdés de Acuña y de sus numerosos hermanos. La familia se mantenía con un negocio de mercería y telas corrientes. Para Acuña era un día de celebración cuando recibía en Ciudad de México cartas de la familia. Al padre se dirige siempre de usted y a la madre de tú, y son el “querido papacito” y la “querida mamacita”. A su vez él se denigra como el “indigno hijo” o “el pobre hijo”. 4  En un pie de página de su Manuel Acuña, Francisco Castillo Nájera refiere que de 1865 a 1871, antes de mudarse al cuarto número 13 de la Escuela de Medicina, el poeta moró en el exconvento de Santa Brígida. Es posible, pero Castillo no aporta ningún documento. De ser cierto, no entiendo por qué, si Acuña era estudiante de San Ildefonso, no residió en el colegio de los jesuitas, donde existían cuartos para internos. ¿Se necesitaban también becas y él no era considerado un estudiante pobre?

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El dinero recibido por Acuña era escaso pero por las misivas se ve que hacía cuentas escrupulosas al progenitor: “Le remito las cuentas de mis gastos para que ustedes vean en lo que he empleado el dinero que ustedes han tenido la bondad de mandarme”. El hijo sabía demasiado bien que el dinero costaba a su padre un gran esfuerzo extra, y aun, con remordimiento, decía que tenía vivos deseos de seguir estudiando pero no a costa de la ruina familiar. Por ese entonces era el único dinero que percibía. Aún el 27 de octubre de 1870 acusa recibo de cincuenta pesos y refiere que los ha empleado en “lo más urgente”. La siguiente misiva de Acuña data de fines de abril o principios de mayo de 1871, es decir, siete meses después, y versa sobre la muerte del padre. Se enteró de casualidad, a dieciocho días de ocurrida, al encontrarse a un compañero el domingo 30 de abril, mientras se encaminaba a Telégrafos para enviar un parte donde preguntaba por la salud del progenitor. El compañero se había enterado al leer una escueta noticia en el número 16 de la revista La linterna de Diógenes. Acuña escribió en “Lágrimas”: Padre... duérmete... mi alma estremecida te manda su cantar y sus adioses; vuela hacia ti, y flotando sobre la piedra fúnebre que sella tu huesa solitaria, mi amor la enciende, y sobre ti, sobre ella, en la noche sin fin de tu sepulcro mi alma será una estrella.

Para el joven Acuña, la muerte del padre fue un golpe aniquilador tanto al corazón como al bolsillo. Pese a haber solicitado beca varias ocasiones con anterioridad, una y otra vez se la habían negado. Con la muerte del padre


las cosas cambian: “Gil me ha ayudado mucho para conseguir la beca, así como un catedrático mío a quien le debo mucho aprecio, el señor Alvarado. Yo espero que se logrará, pues los huérfanos, más valía que no lo fuera, son los generalmente preferidos”, escribió en una misiva de 1871. Así fue: pocos días más tarde se la concedieron pero dándole sólo cuarto y comida. En una de sus últimas cartas (fue la única vez que lo hizo) era tanta su desesperación que le pide a su madre “una pequeña cantidad”. Se inscribió para el segundo curso de Filosofía en el Colegio de San Ildefonso el 14 de enero de 1865.5 Debemos pisar terreno con sumo cuidado. Hay cosas que no hilan muy bien o hay cabos que quedan sueltos. Según los registros, Acuña estudió en San Ildefonso hasta fines de 1867, cuando entra a Medicina; es decir, supuestamente estuvo en el plantel tres años. No sabemos casi nada de los dos primeros años de Acuña en Ciudad de México, primero, porque no hay casi testimonios, y segundo, porque las cartas a sus padres –al menos las conservadas– sólo empiezan en 1867. 5  Caffarel Peralta sintetiza así los avatares políticos de entonces que afectaron también al Colegio: “En mayo de 1863 el licenciado Sebastián Lerdo de Tejada, que había fungido de rector una década, abandona la capital para seguir en su éxodo al presidente Juárez y confía la dirección del establecimiento al licenciado Francisco Artigas. Éste, pocos meses después, se ve obligado a suspender las actividades docentes, al ser ocupado el edificio por las tropas francesas del general Neigre, pero el obispo Ormaechea, ministro de gobernación de la Regencia, restablece la enseñanza religiosa y nombra rector al padre Basilio de Arrillaga, quien, auxiliado por otros jesuitas, reanuda los cursos en febrero de 1864. Por esos días Acuña llega a las aulas alonsiacas en las que, año y medio más tarde, por agosto de 1865, nuevamente se dejan sentir los cambios políticos que sufre el país: Maximiliano destituye al padre Arrillaga, nombra rector al licenciado Artigas y dispone que el plantel se organice de acuerdo con las normas que rigen en los liceos franceses. En virtud del nuevo reglamento –el 5 de julio del dicho año– se suprimen en el plantel cuantas prácticas pudieren darle alguna semejanza con los seminarios. Sin embargo la situación de San Ildefonso no es definitiva, porque Artigas pasa al ministerio de educación del emperador y designa para que lo sustituya al licenciado Joaquín Eguía Lis. Acuña concluye sus estudios y sale de aquellas aulas en los momentos en que se restablece la República y el doctor Gabino Barreda asume la dirección del Colegio que se transforma en la Escuela Nacional Preparatoria”.

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¿Qué pasó con las cartas de entonces? Siendo un adolescente, siendo tan apegado a los padres y dependiendo enteramente del dinero familiar, aunque nunca fue un corresponsal acucioso, es lógico que hayan existido. Perviven nueve cartas de Acuña a la familia: ocho a sus padres y una a su hermana Guadalupe. ¿Y las primeras? Según los archivos, el 31 de enero de 1868 se matricula de primero en la Escuela de Medicina. Sin embargo sabemos por una carta a sus padres del 3 de febrero de 1867, o sea, un año y diez meses antes, que “desde el quince de enero se abrieron los cursos de la Escuela de Medicina, y desde entonces estoy asistiendo a las cátedras de Química y Zoología, en cuyo curso espero salir bien en el favor de Dios, al fin del año escolar”. Pero el 28 de diciembre de 1868 vuelve a inscribirse en primero de Medicina. ¿Qué sucedió? ¿Qué estudios hizo? ¿Qué hizo entonces? Por fortuna, en los registros aparece que en los diciembres siguientes, hasta 1872, se inscribió en segundo, tercero y cuarto de la carrera. Pero ya no se matriculó para el aciago 1873.

poetas en el exconvento de san jerónimo El 24 de abril de

1869 un grupo de jóvenes poetas funda la Sociedad Nezahualcóyotl en el

exconvento de San Jerónimo. Sería la primera de las varias sociedades literarias y científicas a las que Acuña pertenecería (Sociedad Filoiátrica, Liceo Hidalgo, La Concordia, El Porvenir, Bohemia Literaria). El grupo de jóvenes estaba conformado por Agustín F. Cuenca, Francisco Ortiz, Pablo Sandoval, Francisco G. Cosmes, Gerardo M. Silva, Javier Santa María, Alfredo Higareda, Miguel Portilla y Rafael Rebollar. Del único de ellos que queda una


vaga huella es de Agustín F. Cuenca, quien se desposaría después con Laura Méndez, y moriría joven. Presidían la sociedad Ricardo Ramírez, hijo del Nigromante, y Francisco Zarco, periodista de periodistas. Tenían el apoyo de Ignacio Manuel Altamirano y de Manuel Payno. Escogieron el exconvento como homenaje a Sor Juana, quien moró, construyó sus castillos intelectuales, escribió sus poemas geométricos y fue devorada por la peste en este recinto. ¿Por qué no nombraron a la sociedad Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Qué relaciones hallaron entre Nezahualcóyotl y la lúcida y sapiente monja? Agustín F. Cuenca recordaría un año después en un artículo publicado en El Siglo xix que las reuniones se efectuaban bajo los árboles del jardín y que Acuña recitaba sus primeros poemas. En 1869 apareció un folleto que incluye composiciones de los jóvenes. De Acuña hay diez poemas y una prosa: “La brisa”, “Madrigal”, “Aislamiento”, “Dolora”, “A Ch...”, “Una limosna”, “Un sueño”, “Amor”, “Pobre flor”, “San Lorenzo (paisaje)” y “Amar y dormir”. En el prólogo se refiere que los jóvenes son amigos y se reúnen para leerse “composiciones ligeras” y piden disculpas “por las incorrecciones técnicas y lo nimio de los contenidos”. Acuña no sabía, no podía saber, que ese 24 de abril de 1868, cuando ingresa a su primera sociedad literaria, Rosario cumplía veintiún años y estaba por casarse con el capitán Juan Espinoza y Gorostiza.

escuela de medicina Según Juan de Dios Peza, que escribe de me-

moria veinticuatro años después, Acuña moró en el cuarto número 13 del patio de los naranjos de la Escuela de Medicina. Al parecer llegó a mediados 22

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de 1871, luego de la muerte del padre. En ese cuarto, afirma Peza, habitaba el joven poeta veracruzano Juan Díaz Covarrubias (1837-1859), también estudiante de medicina, cuando salió de allí el trágico 11 de abril para morir fusilado en Tacubaya.6 Hasta 1820 el edificio de la Escuela fue sede del tribunal de la Inquisición. Luis González Obregón expresa que desde la radicación del siniestro tribunal el viernes 2 de noviembre de 1571,7 no mudó de domicilio y, como todos saben, el inmueble sigue siendo casi por completo el de antes, situado en lo que era la esquina de Santo Sepulcro de Santo Domingo (hoy República de Brasil) y Cocheras (hoy República de Colombia), en el costado oriente de la plaza de Santo Domingo. Ligera y armónica, la plaza alberga la iglesia del mismo nombre, y en su costado poniente, en el portal de los Evangelistas, siguen escribiendo infinitamente los mecanógrafos y siguen imprimiendo infinitamente los propietarios de las imprentas liliputienses. Años después de la Conquista, la casa perteneció a la familia Guerrero, que la donó a los dominicos, quienes la cedieron a la Inquisición. Hacia 1736 se terminó un agrandamiento del edificio, ampliándose el número de salas, con la novedad del chaflanamiento del frontispicio, por lo que se le conoció también como Casa Chata. Por 249 años el tribunal ejerció sus funciones de infamia en este recinto. 6  Francisco Castillo Nájera, que estudió medicina en la primera década del siglo, dice en la página 40 de su Manuel Acuña: “En 1909, la sociedad de alumnos de la Escuela Nacional de Medicina discutió una proposición: colocar una placa recordatoria del lugar en que vivió Acuña: por las transformaciones, los cuartos de los internos habían desaparecido”. Castillo Nájera no precisó la fecha de la desaparición de los cuartos. 7  México viejo, “La inquisición”, capítulo xii, México.


Una puerta de hierro separaba el frontis del primer patio, el cual aún conserva la ágil arquería sostenida por columnas renacentistas. Se pasa a un segundo patio, y luego, caminando a la izquierda, se llega al patio de los naranjos. Al fondo de la planta baja se hallaba el cuarto del poeta. En los siglos de oprobio de la colonia había sido cárcel, y en 1820, un año antes de la declaración de Independencia, para apuntalar la funesta tradición, se había vuelto prisión de estado. Incluso llegó a llamársele la Bastilla mexicana. En 1823 fray Servando Teresa de Mier aún padeció allí. En el centro del patio había una fuente y en torno amarillaban los naranjos. De allí el nombre del patio. De cárcel de estado pasó luego a ser sede de la Lotería, cuartel, recinto del Congreso, Palacio del Estado de México, asiento de la escuela latinoamericana Sol y, de 1850 a 1853, morada del Seminario Conciliar. A partir de 1854 se instauró la Escuela de Medicina. En 1879 se añadió el tercer piso. En 1968, al quitarse éste, se volvió a la configuración original. Escribe Peza en sus memorias que el cuarto de Acuña era escueto y sombrío. Daba la imagen de una pobreza extrema. Había un catre con un colchón raído cubierto por un sarape saltillense, un buró en la cabecera, una mesa desvencijada color azul pálido, tres sillones en el abandono y un librero hecho de cajones con tres tablas largas. Al llegar a vivir a la Escuela de Medicina, Acuña buscó –problema primario– cómo lavar su ropa. Se enteró de una mujer que lavaba para otros estudiantes. Se llamaba Soledad, le decían Chole, pero para él fue solamente Celi. No sabemos su apellido. “Era de esas criollas de ojos negros, de piel trigueña pero sonrosada, de pocas palabras, más bien seria que risueña, y tan recatada en sus maneras que inspiraba respeto al numeroso grupo de 24

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estudiantes que la veían una vez por semana cruzar los patios de la escuela”, escribió Peza de memoria. El “hermano de corazón” observaba asimismo que Acuña la trataba con afecto ante los demás compañeros de escuela y sentía por ella gratitud. Pero Nemesio Icaza, entonces ayudante de conserje de la Escuela, y a quien el saltillense, por cierto, escribió un poema cordialmente gracioso, la precisó así: “No era muy joven, como dice Juanito Peza; tampoco guapa ni trigueña; prietita y bocona...’’.8 Muy pronto Soledad o Celi no sólo lavaría la ropa del joven amigo sino también asearía el cuarto. Pasaban temporadas sin que Acuña pudiera pagar ni ella hiciera nada por cobrarle. Al parecer la lavandera lo ayudó en la medida de sus estrechas posibilidades. Las camisas estaban albas y con el cuello duro. Aun llegó a darse la ocasión extrema de que, para un compromiso de gala del joven, Celi le regalara una camisa nueva. Soledad fue de una fidelidad conmovedora, aun en las exigencias más ácidas. Nadie quizá vio tan de cerca la miseria y las miserias del poeta. Ninguna mujer lo recordó con más apego luego de su muerte. Hay quienes fueron más lejos y hablaron de un hijo de Acuña con la planchadora. No hay, ya no una prueba, sino siquiera un mínimo indicio de que esto haya ocurrido.

8  Francisco Castillo Nájera, Manuel Acuña, “Siluetas femeninas”, pág. 40. Peza e Icaza coinciden en algo: el poeta y la lavandera jamás fueron amantes. “Miente quien lo diga, mi poeta no se rebajaba”, dijo Nemesio Icaza en una opinión que hoy escandalizaría por clasista. También dijeron que nunca fueron amantes el poeta y la lavandera dos amigos de Acuña: el médico Gregorio Orive, quien le dio respiración de boca a boca al poeta recién fallecido para tratar de devolverlo a la vida, y José Bandera, quien despreciativamente sentenció: “Chismes de [Guillermo] Prieto”.


el pasado

en el teatro principal La noche del 17 de marzo

de 1870 (cuenta Armando de Maria y Campos al principio de su libro Manuel Acuña en su teatro) se estrenó en el Teatro Principal el drama de un joven poeta, excompañero del saltillense en San Ildefonso. La pieza se llamaba Piedad y el autor respondía al nombre de Justo Sierra (18481912). Se trataba de una función extraordinaria en beneficio de los deudos del actor Merced Morales (1821-1870), muerto en la miseria. Huérfano desde muy pronto, Morales se había dedicado a la carpintería, pero siendo aficionado al teatro desde muy joven, actuaba en pastorelas populares. Debutó en el Teatro de la Unión en 1841 y luego pasó al de los Gallos y al Principal. Uno de sus maestros fue Manuel Eduardo Gorostiza, el primer dramaturgo de relieve del México independiente. Se le tenía en alto aprecio como actor y solía ir a menudo de gira por el país con diversas compañías teatrales. La compañía que representaba la obra de Sierra pertenecía a Eduardo González (también pertenecía a ella el actor fallecido) y actuaron en la obra el propio González, Pilar Belaval, María Mayora y actores mexicanos y españoles. Al terminar la función empezó el homenaje. Se colocó en el centro del escenario, como una suerte de ara, el retrato del actor, que rodeaban actores y actrices de los teatros Nacional, lturbide y Nuevo México. Luego leyeron poemas actores, actrices y poetas, y al final “Manuel Acuña, que de poco tiempo atrás había empezado a llamar la atención con algunas composiciones de una extraordinaria entonación varonil, leyó una oda pronunciadamente materialista”. La oda prefigura, por sus contenidos, su poema mayor: “Ante un cadáver”. Armando de Maria y Campos precisa

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que fue la primera vez que Acuña pisó las tablas. El 20 de mayo de 1870, en su Revista de la Semana que publicaba en el diario El Siglo xix, Altamirano incluyó el poema. En su escueta obra Acuña no sólo cantó a la muerte y a la nada, sino a parientes, amigos o prohombres fallecidos. Además de su padre y de Merced Morales, compuso una “Oda ante el cadáver de José B. de Villagrán” y una “Cineraria ante el cadáver de la Sra. Luz Presa”. Estar “ante un cadáver” fue una obsesión oscura del joven coahuilense. La segunda vez que un poema de Acuña se oyó en un escenario ocurrió el 31 de marzo de 1870, es decir, dos semanas después, con motivo del homenaje a la actriz María Jesús Servín, quien, en palabras de Altamirano, “era una dama joven, guapa, modesta y buena”. El acto se verificó en el Teatro Nacional ante numeroso público. El actor José Zamora leyó “La soñadora”; Acuña oía desde una butaca. Esa noche se dijeron también piezas líricas de Luis G. Ortiz, Justo Sierra, Emilio Rey, Hilarión Frías y Soto y de Olavarría y Ferrari.

en el velorio del señor méndez El 30 de agosto de 1919, en

algo que tiene todos los visos de una fábula tremendista, de una patraña

sucia e inútil, Rosario de la Peña confía al presbítero y doctor José Castillo y Piña, por demás una autoridad de poco fiar, la forma como Acuña conoció a Laura Méndez. El doctor Castillo y Piña reproduciría esta confesión veintidós años más tarde en su libro Mis recuerdos.9 9  Castillo y Piña en esas mismas páginas dijo que ya Rosario en ese tiempo era una santa. ¿Cómo tomarlo en serio luego de una opinión así?


Para dar mayor verosimilitud a su libelo contra el joven suicida, el presbítero dice que inmediatamente después de que Rosario le narró los hechos, redactó los apuntes. Pese a sus afanes de verosimilitud, pese a la obligación de la verdad que le imponía ser presbítero, Castillo, tenemos la impresión, jugó a la fantasía y apostó a la conclusión morbosa. Según esta historia, cuando Rosario reclama a Acuña a mediados de 1873 sobre sus amores con Laura y Soledad,10 con base en las hablillas de Guillermo Prieto, él acepta su falta, pero le pide que haga caso omiso de la planchadora. El poeta le cuenta cómo conoció a Laura: Un día Acuña paseaba por las calles, cuando la vio frente al zaguán de su casa “pálida, desencajada, macilenta y revelando en su semblante una gran angustia”. El joven preguntó qué le pasaba. Ella lo hizo entrar a un cuarto misérrimo y sucio donde yacía un cadáver sobre un petate y donde apenas dos cajones de cartón servían de asiento. El cuerpo presente era el del padre de Laura, quien había fallecido de hambre. Laura se encontraba en una situación de miseria extrema. Acuña salió de la casa, empeñó unos volúmenes, y trajo unos cirios y algún dinero, y la acompañó en el afligido velorio. Cuando las velas se apagaron y aprovechando la oscuridad y la desprotección de la muchacha, la poseyó. “Y desde entonces –dijo Rosario al cura– Acuña concibió la idea de suicidarse”.11 10  Que yo sepa, López Portillo y Rojas, en su Rosario la de Acuña, es el primero que alude públicamente, con base en testimonios oídos, que un prócer de edad provecta tuvo una aventura con Laura y que Acuña se enteró del desliz. El prócer era nada menos que Guillermo Prieto. Cuando Castillo Nájera preguntó a Justo Sierra sobre Laura, Sierra respondió de modo terrible: “Guillermo Prieto es el que, por intrigante, tuvo mucha responsabilidad... Detestaba a Manuel… Le hirió uno de sus quereres”. A su vez Porfirio Parra, condiscípulo de Sierra y de Manuel Acuña, añadió sobre la respuesta de don Justo: “Guillermo Prieto, por su pique literario con Acuña, pretendió a Laura, la conquistó y, después, le llevó el chisme a Rosario”. En esa historia, el gran Prieto sale mal parado. Por decir lo menos, queda como un abusivo e intrigante. Lástima: también los grandes tienen pequeñas y grandes sombras. 11  Una versión más creíble. En la página 47 de su libro, Castillo Nájera cita la entrevista de un tal Ignacio Miranda con el doctor Gregorio Orive en el cincuentenario de la muerte del poeta

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Esta fábula maquillada parece sacada más de nota roja de un periódico de escándalos, de leyendas negras condimentadas para el bajo pueblo o de un relato gótico de imaginación vulgar, con el fin de que el lector odie o se resienta contra el protagonista. Harta de ser llamada “la de Acuña”, Rosario trató por los medios a su alcance de dejar en claro dos cosas: nunca estuvo enamorada de Acuña ni fue la causa directa y principal de su suicidio. El objetivo –aclarar los hechos– era correcto; Rosario tenía razón; pero los medios usados no dejaron de ser tramposos y aun arteros. Varias ocasiones mintió, modificó versiones, se contradijo y llegó a ensuciar sin elegancia a Acuña y aun a la familia de éste. No le sirvió de mucho, o mejor, de nada. Contra toda la verdad biográfica e histórica, sería, acabaría siendo no Rosario la de Flores, sino Rosario la de Acuña, como Laura no fue para la posteridad Laura la de Acuña sino Laura Méndez de Cuenca. Sin embargo, para la verdad biográfica hay un inconveniente: nunca, en anteriores confidencias, Rosario contó esta historia truculenta, o si lo hizo, nadie la documentó. Es decir, Rosario relata esta versión sospechosa 46 años después de la muerte de Acuña, a la edad de 72 años, estando muy enferma, y sólo esa vez. A ningún otro de los que la oyeron y dejaron testimonio de sus palabras (Urbina, Amézaga, López Portillo y Núñez y Domínguez) doró semejante píldora. Más: ni a Laura Méndez, ni a los amigos próximos o lejanos de Acuña se les ocurrió siquiera sugerir esto. La misma Laura escribió, probablemente hacia febrero de 1874, un poema llamado “Adiós”, que (1923). El doctor responde que él fue quien llevó a Acuña a casa de Laura, “donde se reunía un selecto grupo de literatos”. De lo dicho por Orive se coligen dos cosas: el lugar donde se conoció la pareja y otra, como observa Castillo Nájera, si asistía a la casa “un selecto grupo de literatos” las condiciones económicas de la familia Méndez no eran precisamente de miseria extrema.


es una respuesta póstuma al poema “Adiós” de Acuña. Dos meses antes había muerto el amigo. Este “poema de la desgracia”, como Laura lo llamó, si no tiene la redondez deseada, si hay imágenes marchitas de tanto usarse, si sus alejandrinos llegan por instantes a cojear, está escrito a corazón abierto. Por demás, tiene en su construcción, en su música y en imágenes, oh ironía, oh paradoja, turbadoras semejanzas con el “Nocturno” a Rosario (Laura quiso creerse, en un rapto extraño, destinataria del poema): Soñé que en el santuario donde te adora el alma, era tu boca un nido de amores para mí, y en el altar augusto de nuestra santa calma cambiaba sonriendo mi ensangrentada palma por pájaros y flores y besos para ti.

¿Una mujer que ha sido doblemente ofendida de modo grave –una cuando fue poseída en el velorio de su padre, y la otra, cuando se la dejó, estando enamorada, por otra mujer (en este caso Rosario)– escribiría así al amigo? Baste recordar que Laura tuvo un hijo de Acuña, quien murió al mes y doce días de éste. ¿Una mujer ofendida escribiría esto? ¡Qué bello el panorama alzado en mi ilusión! ¡Un mundo de delicias gozar hora tras hora, y entre crespones blancos y ráfagas de aurora la cuna de nuestro hijo como una bendición!

Son los anhelos y ensueños imposibles de una joven que soñaba vivir cada momento, en un país idílico, al lado del amante. Pero en ese país fantástico, en vez de la madre, como en el “Nocturno”, quien está en el centro es el

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hijo. Pero todo era una delirante quimera; ya amigo e hijo yacían bajo tierra. Quizá como subtítulo de su “Adiós” –respuesta a su otro adiós y al “Nocturno”– Laura pudo nombrarlo “Nocturno a Manuel”. Fuera de esto, más allá de esto, no hay noticias precisas de cuándo nació, se desarrolló y concluyó la unión amorosa. El poema “A Laura” es de abril de 1872. En ese año y principios del siguiente, me atrevo a sugerir, se dio el lapso de los amoríos. Si el hijo nació en octubre de 1873 (el acta de defunción que descubrió Caffarel Peralta en 1958, consigna que el niño murió el 17 de enero de 1874, es decir, tres meses luego de nacido), habría sido concebido en febrero de ese 1873. Al parecer, en mayo de ese año, cuando Manuel conoce a Rosario, el amor del poeta por Laura empezaba a enfriarse o de hecho se había enfriado. En octubre, es decir, el mes cuando nace su hijo, Acuña envía dedicados a Rosario y a Laura ejemplares del folleto de su poema “La Gloria”. Por las dedicatorias es ya visible el enorme abismo de afecto hacia una y otra. Para la nueva musa: “Obre. ii de 1873. Rosario: usted tiene la culpa si me atrevo a enviarle este cuaderno, por haberme dicho que le agradaba el día que tuve el gusto de leérselo; si ahora fuese yo tan desgraciado que usted lo hallara malo, perdónelo siquiera porque él le va a decir que como siempre cuenta usted en mí un sincero y buen amigo.– Man. Acuña”. Para la musa precedente: “A Laura. Manuel”. La dedicatoria no puede ser más escueta y gélida. Hasta donde sé, son las últimas palabras por escrito que dejó a Laura luego de su liga ardiente. ¿Pero cómo era Laura? Según Peza era una mujer apasionada y tempestuosa. Un poeta, Agapito Silva, amigo de Acuña, que la pretendió, compuso un poema donde habla de su belleza jovial, de su blancura y de sus ojos brillantes. Queda de Laura una fotografía de 1879. Lejos está, en mi


concepto, del ideal de hermosura. Vemos en el retrato a una mujer blanca, regordeta, con pechos prominentes, pelo ensortijado, ojos oscuros, con una mirada a la vez decidida y triste y una boca pequeña como de media hoja de cuchillo12. Por demás, sin discusiones, Laura tuvo una naturaleza intelectual y artística muy por arriba de la media de las mujeres de su época. Acuña lo sabía y lo dijo para siempre en tercetos inolvidables. En su opúsculo Poetas y escritores mexicanos del 31 de diciembre de 1877, Juan de Dios Peza escribió (ya estaba casada con el poeta Agustín F. de Cuenca): Laura Méndez de Cuenca, instruida, elocuente y con una inteligencia nada vulgar, ha escudado en el anónimo sus más bellas producciones. Muchos de sus versos publicados en El siglo xix en el año de 1874, llamaron notablemente la atención. Sus poesías son filosóficas y de escuela enteramente moderna [...] Es, si no la mejor, una de la mejores poetisas de México.

Es probable que varias de esas composiciones que comenta Peza tuvieran algo que ver con el drama del 6 de diciembre del año previo. Y nótese: a los 21 años Laura ya había llamado “notablemente la atención”.

12  Escribí esto en 1999. En 2010 apareció el escrupuloso libro de la investigadora Milada Bazant Laura Méndez de Cuenca: mujer indómita y moderna: Vida cotidiana y moderna, 498 págs., Colegio Mexiquense, Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, Toluca, 2010. En el libro hay varias fotografías en diversas edades que no le hacen mucho favor estético. Sin embargo hay una sólo de rostro, muy jovencita, que está en la portada y se reproduce en la página 92. Se ve una Laura delgada, bonita, ojos profundos y tristes, nariz recta y labios delgados, en fin, una imagen romántica de las que aparecían en el teatro y en la ópera del siglo XIX. Es tal vez la Laura que conoció Acuña. Pertenece –según el pie de foto- al archivo personal de Carlos Beteta de la Garza.

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poemas cruzados: “a laura” y “nieblas” Acuña leyó su poe-

ma “A Laura” en los salones del Conservatorio el 29 de abril de 1872. No

cumplía aún los veintitrés años y Laura tenía diecinueve. Sería uno de los poemas cruzados que tendría con la joven. O con más exactitud: a los magníficos tercetos de “A Laura”, la poeta mexiquense responde con los también magníficos de “Nieblas”, y después al “Adiós” y al “Nocturno” (del que no era la destinataria) responde con otro “Adiós”. En “A Laura”, se observa a un Acuña deslumbrado por el talento notable de la amiga y predice que escalará alturas. Anota que hay dos vías por las que los elegidos pueden cumplir su misión: por la ciencia y por el arte, o si se quiere, por la razón y por las fantasías y el sueño. Para cumplir su “misión sublime”, a Laura se destinaba la segunda vía. Acuña la llama a no someter a nadie su conciencia, a luchar contra toda adversidad y a asumir su condición superior. Que fantasee y sueñe y ascienda a la cumbre pero que al bajar cuente en su canción lo que vio y vivió. Y escribe entonces algunos de los versos más armónicos de su obra que suenan en un acorde: Sí, Laura... que tus labios de inspirada nos repitan la queja misteriosa que te dice la alondra enamorada; que tu lira tranquila y armoniosa nos haga conocer lo que murmura cuando entreabre sus pétalos la rosa; que oigamos en tu acento la tristura de la paloma que se oculta y canta desde el fondo sin luz de la espesura


Y termina con unos versos impresionantes que dibujan la condición de la mujer en el siglo xix y anticipan la rebelión femenina del siglo xx: Y que hallemos en ti a la mujer fuerte que del oscurantismo se redime.

En su imagen de la mujer, me digo, Laura representaba el ideal intelectual; Rosario el amor y el deseo ardiente. De su lado, Laura responde, o al menos tiene toda la impresión de ser una respuesta, con su doloroso poema “Nieblas”. Es no sólo la mejor pieza lírica escrita por una mujer en el siglo xix sino, tal vez, una de las mejores del siglo. Si Acuña le pedía que no se amilanara ante el dolor ni ante la cercanía del abismo para ascender a las alturas, Laura, en los primeros tercetos, provoca al sufrimiento humano para que la acose, porque ella despreciará sus golpes y no temerá que marque su rostro con surcos de fuego. “Ni gracia, ni piedad imploro”. A continuación, sin embargo, Laura escribe un terceto turbador que es imposible disociar con momentos de su vida: Que nada es la razón, si a nuestro lado surge con insistencia incontrastable la tentadora imagen del pecado.

En el poema pasa entonces Laura del singular al plural. Si Acuña la estimula a que no se amilane al borde del abismo, el “hombre iluso”, que se afana por una imposible perfección, es, en el poema de Laura, el que se amilana. Después pasa a decir que en la primavera de la vida, como en la primavera

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misma, todo es un paisaje idílico donde la fantasía “forja el amor”. Sueños y esperanzas se multiplican como las hojas de los árboles. Pronto, no obstante, desaparece la inocencia y se aísla el perfume. Ya no palpita el corazón enamorado. El “hombre iluso” sucumbe. El misterio vence al pensamiento. Y en un terceto inolvidable dice: ¿Qué deja al hombre al fin? Tedio, amargura, recuerdos de una sombra pasajera quién sabe si de pena o de ventura.

¿Eso es vida?, se pregunta en la estancia final. Ya no sabe ni en lo que cree: Ven, oh dolor, mi espíritu salvaje te espera como al buitre Prometeo.

Mujer apasionada, lúcida y elocuente, Laura fue maestra normalista y participó en varios congresos internacionales. Escribió una novela y un libro de cuentos. ¿Pero Laura alcanzó la grandeza que auguró Acuña? Si la medimos con el rasero de su tiempo, si la ubicamos en aquellos años, si vemos desde tal ángulo su poesía y su activa participación pública, destacó como ninguna poeta del siglo xix. Subió lo que no pudieron, o no las dejaron subir, o no tuvieron la voluntad de subir, poetas como Josefa Murillo y Josefina Pérez. Pero Laura pudo subir más. Si vemos en frío su poesía, salvo “Nieblas”, y en menor medida “Oh corazón”, no hay nada que salga de la medida, ni siquiera sus dolorosas piezas “Adiós” y “Bañada en lágrimas”, o composiciones descriptivas muy correctas como “Invierno” y “Sequía”. La mayoría de los poemas


claves o importantes están fechados en el primer lustro de los setenta, o para decirlo más concretamente, los escribió entre los diecinueve y los veintidós años. “Adiós” y “Bañada en lágrimas” son poemas de dolor extremo para el amado y el hijo muertos pero sin mayor desprendimiento lírico. Podemos suponer que luego de 1875 deja de escribir poesía, y la retoma a inicios de los noventa. Pero ya no hallamos pieza alguna que tenga la profundidad emocional ni el vigor antiguo. En su ya de por sí escasa obra se encuentran buen número de poemas ocasionales, ya para el álbum de las señoritas, ya como regalo al amigo. Laura trabajó con mayor o menor fortuna poesía amorosa, religiosa y descriptiva. Era una mujer a quien las hadas le dieron el don, que poseía un talento desusual, pero su vocación no tuvo consistencia. Y la poesía no perdona. Y la poesía no la perdonó.

acuña y flores en el liceo hidalgo Altamirano, el íntegro y

laborioso Altamirano, había fundado, con sus propios medios, una revista que haría época, El Renacimiento, y, gracias a su iniciativa, se había refundado el Liceo Hidalgo. Luego de los terribles años de las querellas políticas, Altamirano buscaba ser mediador para unir a intelectuales, escritores y artistas de los bandos conservador y liberal. Como diría Gutiérrez Nájera, Altamirano era, a la inversa del demoledor Ignacio Ramírez, el creador y el constructor. El 29 de abril, en la sesión para reinstalar el Liceo Hidalgo, Manuel Acuña lee en los salones del Conservatorio sus espléndidos tercetos de “A Laura” y una semana después, el 6 de mayo, es designado miembro titular del antedicho Liceo, junto con otros poetas jóvenes, como sus inseparables

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Javier Santa María y Gerardo M. Silva, como Jesús Echaiz y –léase bien– Manuel M. Flores. Otros socios adscritos fueron José María Lafragua, José María Iglesias y Francisco Pimentel. Que yo sepa es, documentada, la primera y quizás la única vez (se publicó la información al día siguiente en El Siglo xix) que aparece el nombre de Manuel M. Flores al lado suyo. En su escuetísima autobiografía de menos de una página, Flores escribe que perteneció también a la Sociedad Nezahualcóyotl –de la cual Acuña fue miembro fundador– pero no especifica el año. ¿Cuántas veces se encontraron? No lo sabemos pero todo hace suponer que muy pocas. No hay un dato, o no lo conocemos, de encuentros de ambos en el año y siete meses que le quedaban de vida a Acuña luego de aquella sesión de incorporación múltiple. El 28 de abril de 1873, o sea, un año después, Acuña fue nombrado vicepresidente del Liceo. Y lo sería hasta la muerte.

las exequias del presidente en el cementerio de san

fernando13 En el periódico El Federalista apareció una noticia el mar-

tes 23 de julio de 1872: “Los estudiantes de Medicina encargaron al señor Manuel Acuña hiciera hoy el panegírico del señor Juárez en el acto solemne de las exequias”.

¿En dónde? No, desde luego, en el cementerio de San Fernando, donde hablaron doce personas, siendo el único que leyó un poema José Rosas Moreno. Los otros once dijeron discursos y fueron, en este orden: José Ma13

Los datos están tomados de: Benito Juárez, discursos y correspondencia. Selección y notas de Jorge L. Tamayo, Secretaría de Patrimonio Nacional, 1970, tomo 13, págs. 1026-1043. Debo la información a Gastón García Cantú.


ría Iglesias, orador oficial, quien abrió el acto; el diputado Ignacio Silva, en nombre de la Diputación Permanente; Alfredo Chavero, representante del Ayuntamiento; el masón Francisco T. Gordillo; el periodista opositor José María Vigil, quien reconoció “al gran Juárez que dio a la prensa una libertad sin límites”; el músico José María Baranda; el médico Roque Jacinto Morán; don Victoriano Mereles, en representación de los obreros; don Gumersindo Magaña, en nombre del Consejo Superior de Salubridad, y los niños Antonio Álvarez y Salvador Martínez Zurita, alumnos del Tecpan de Santiago. Programado para salir a las nueve de la mañana, el cortejo fúnebre partió media hora más tarde de Palacio Nacional siguiendo este trayecto: Puente de Palacio, Palacio Nacional, el portal de las Flores, la Diputación, el portal de Mercaderes, San Francisco, Santa Isabel, La Mariscala, San Juan de Dios y San Hipólito. En el recorrido todas las casas “ostentaban cortinas con lazos de crespón y coronas de siempre vivas”. Acompañaron al cuerpo de Juárez cerca de 5 mil personas. “Nunca se había visto en México exequias tan concurridas”, observa el cronista. El acto terminó al cuarto para las dos de la tarde. Podemos imaginar que cuando el cortejo fúnebre pasó por Santa Isabel a eso de las diez y cuarto de la mañana, una joven de 25 años, que tenía simpatías liberales, estaría en el balcón o en la acera. Acuña también simpatizó con los liberales pero no hay huella de que militara en el partido. Conocido de Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto, discípulo predilecto de Ignacio Manuel Altamirano, su legado escrito se halla, en este renglón, en seis o siete poemas civiles: “El poeta mártir Juan Díaz Covarrubias”, “Ocampo” y “Cinco de mayo” y en los cuatro que tienen como fondo el tema de la Independencia: “El giro”, “A la patria”, “Hidalgo” 38

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LAURA

M É NDE Z DE C UEN C A


y “15 de septiembre”: poemas pensados más para la recitación cívica que para hacer una pieza estética. Pero no hay poemas de Acuña a Juárez ni queda en prosa una sola alocución. ¿Dónde quedó ese texto? ¿Lo escribió realmente alguna vez? ¿En qué exequias emblemáticas lo leyó? Lo que llama a curiosidad es su participación periodística de apoyo a fines de 1872 a la candidatura presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada y a la candidatura de Vicente Riva Palacio a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia.

en el patio de los naranjos Miseria y enfermedades lo persi-

guieron desde 1872. Por octubre de ese año, lo sabemos por una carta, se encontraba enfermo del pecho. El día 29 escribe a la madre y comenta sobre el examen que hará de varias materias a principios de diciembre. Busca tranquilizarla diciéndole que son las que mejor ha estudiado. Algo lo ha conmovido hasta la raíz del corazón. En la carta, el hijo precisa que en Saltillo ha aparecido por primera vez un artículo laudatorio sobre su poesía en una publicación llamada El Mosquito. Eso lo sorprende, porque mientras en Ciudad de México se vuelcan en elogios sobre su obra, en la tierra natal no existía como poeta. Y exagerando su notoriedad nacional e internacional, culmina: “El autor de ese artículo puede estar seguro de que los elogios de la prensa de México y de la extranjera han excitado menos mi gratitud que las suyas tan inmerecidas como cariñosas”. No es difícil imaginar que a él le conmovía pensar que familia, amigos y allegados podían haber leído el artículo y enorgullecerse de él.

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M ANUS C RITO DEL

NO C TURNO

ROSARIO

DE LA P E Ñ A


Pero Acuña no volvió al solar nativo. El hijo pródigo murió como hijo pródigo.

el laureado del teatro principal Acuña no cumplía los 23 años. En el Teatro Principal, sitio de las glorias efímeras de Ignacio Ro-

dríguez Galván y del resplandor melancólico de Soledad Cordero, se representó tres veces su drama El pasado,14 o como él lo subtituló, “Ensayo dramático en tres actos”. Las representaciones fueron el 9 de mayo15 y el 11 y el 16 de junio de 1872; la cuarta se verificó en el Teatro Nacional el 26 de julio de 1873. En las dos primeras Pilar Belaval fungió como primera actriz en el rol de Eugenia. En la representación inaugural se llamó a Acuña al término de cada acto, y en el tercero –según reseña Javier Santa María (amigo íntimo e incondicional del novel dramaturgo) en su crítica aparecida en el diario El Siglo xix– “se le hizo objeto de una verdadera ovación y atronaron los aplausos, los bravos, las vivas al joven compositor y las dianas pedidas por el público”. La función extraordinaria se efectuó a beneficio del actor Carlos Neto, que encarnaba el personaje de don Ramiro. Sobre la primera puesta en escena, Santa María dijo del drama que era “una verdadera joya”; Juan Mateos, que no quería a Acuña, refirió en una reseña escrita con prosa atrabancada: “La composición adolece de grandes 14  Armando de Maria y Campos dice en la página 23 de su libro Manuel Acuña en su teatro (Compañía de Ediciones Populares, S. A., 1952), que Acuña escribió su pieza en 1870, es decir, a los 21 años de edad, pero “no la tocó ni retocó nunca”. 15  Aquel mismo 9 de mayo de 1872, Acuña y sus amigos Agustín F. Cuenca y Gerardo M. Silva iniciaron una nueva época de la Sociedad Nezahualcóyotl.

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defectos, pero denuncia una buena imaginación, de éxito en el porvenir [sic]”; en una crónica de El Domingo se detalló que Acuña recibió tres coronas: de la prensa capitalina, de la sociedad literaria La Concordia y del señor Macedo, empresario del Teatro Principal. Años más tarde, el historiador y crítico Francisco Sosa recordaría la función como un gran triunfo del dotado poeta y dramaturgo, y arguyó que quienes lo coronaron no fueron los amigos, sino la sociedad entera y los literatos. La polémica suscitada por el contenido de la obra –a decir de Sosa– se extendió a la prensa, a las sociedades literarias y a las conversaciones en casas y cafés. Cierto: a Acuña no lo coronaron en triunfo los amigos pero los amigos magnificaron, o al menos, hiperbolizaron el triunfo. Armando de Maria y Campos muestra, o acaso demuestra, que ante una avalancha de estrenos, el triunfo del joven se olvidó pronto. La última puesta en escena se verificó un año más tarde, el 26 de julio, en el Gran Teatro o Teatro Nacional, siendo primera actriz la andaluza Salvadora Cairón. La función fue a beneficio de ella. El prestigiado actor y director de la compañía, José Valero, esposo de la Cairón, ya había pasado por México en 1868 y su paso dejó marca. Con mano noble apoyó en aquel entonces al actor Merced Morales otorgándole el principal rol en el drama Sullivan. Por gratitud o por interés, Acuña escribió poemas dedicados al director de la compañía (“El reo de muerte”) y dos a su cónyuge (“A la eminente actriz Salvadora Cairón” y “Adiós a México”). El primero de los dedicados se leyó la noche del estreno y en él se dice que acude a darle “si no las flores del arte/las flores del corazón”; el otro, “Adiós a México” –relata De Maria y Campos– lo leyó la actriz “empapada en lágrimas de emoción, desde el escenario del [Teatro] Nacional, el 19 de agosto de 1873”.


Antes del estreno, Acuña exultaba. Envió una carta a su amigo Juan de Dios Peza invitándolo al ensayo. Todo eran grandes expectativas. Valero prometía esforzarse al máximo. Acuña estaba seguro de que la Cairón y el actor Juan Reiz salvarían por sí solos la obra. Según la prensa, el día del estreno asistió “lo más selecto” de la elegante sociedad. Como de costumbre, el fiel Santa María elogió la obra del amigo y resaltó el papel de la Cairón; pocos días más tarde, sin embargo, firmada por Juvenal (Enrique Chávarri), apareció en El Monitor una nota a vuelapluma, donde se hablaba del “malísimo éxito [sic]” de la obra. El 4 de agosto, Juan Mateos, quien jamás dejó de tener fobia y envidia por Acuña, incluso después de muerto, criticó con rigor exagerado la puesta en escena. “Se portó muy duro”, dijo Armando de Maria y Campos. Muy duro es poco: la reseña es aniquiladora. De principio, con conocimiento de causa, Mateos habla del teatro mexicano de la época, el cual vivía de la imitación de la imitación, y después, ya sin miramientos, se arroja como perro de presa sobre obra y actores para subrayar el megafraude de la representación: “Desde el señor Valero hasta el señor Segarra los papeles fueron equivocados [sic], y la comedia [sic] salió mal, pero tan mal, que sólo los simpatizantes del poeta pudieron librarla de la catástrofe”. Podemos imaginar el golpe que Acuña recibió al leer la reseña. Podemos imaginar lo que le dolió pensar que Rosario la hubiera leído. Como otros poetas notables mexicanos que incursionaron en el teatro, ya en prosa, ya en verso –Rodríguez Galván y Manuel José Othón–, que en su momento gozaron una breve celebridad (Rodríguez con El privado del virrey, Othón con Después de la muerte), algo parecido ocurrió con Acuña. Los tres disfrutaron al principio de éxito de crítica y público. Fueron en su 44

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instante y en un instante astros que fulguraron en el Teatro Principal. Todo duró lo que dura en una noche la luz de la estrella en el cielo y la luz de la estrella en el teatro. El drama de Acuña, pese a su hondura humana, a su hábil sentido de la expectativa, apenas resistiría, o acaso no resistiría, una puesta en escena actual. Más que drama se vería ahora como un melodrama, o dicho de otro modo, como un “culebrón”. Su argumento parece más apropiado para películas nacionales de los años treinta y cuarenta o para una telenovela con pretensiones ultrarrománticas de las que de pronto nos endilgan, con todo tipo de máscaras y maquillajes, Televisa o Televisión Azteca. El lenguaje de Acuña en El pasado abunda en frases comunes y metáforas ajadas, en los actos suele haber entradas abruptas y la obra termina en una gran pantalla de color blanco y negro. Sería injusto no repetir que al escribirlo Acuña tenía 20 o 21 años. El drama versa sobre la mujer mancillada que acaba siendo suprimida por el juicio inmisericorde de la sociedad, lo que la lleva a suicidarse. Sin duda Eugenia representaba un personaje tipo de aquellos años; los demás protagonistas parecen cortados por la misma tijera. La pieza nació de una conversación nocturna entre amigos. En un artículo publicado cuando Acuña vivía aún, Ignacio Manuel Altamirano, su maestro Ignacio Manuel Altamirano, apunta que dos fueron las fuentes de la pieza teatral, la cual tenía como raíz sangrienta las causales de los celos retrospectivos y el “terrible problema de la mujer mancillada por una falta”. Las fuentes de la obra fueron una real y otra literaria: la real provenía de un hecho trágico que acaeció en la época y del cual Acuña fue testigo; la literaria, del recuerdo de dramas, novelas y estudios que esa noche repasaron


en la conversación, como La dama de las camelias (Dumas hijo), Historia de una mujer (Marzet), Vida de Bohemia (Murger), El suplicio de una mujer (Gerardin) y Fernanda (Sardou). En la reunión Acuña estuvo todo el tiempo pensativo y no dijo palabra. Días más tarde, el poeta visitó a Altamirano y le leyó la obra. El pasado, que se ha editado mucho, apareció por primera vez como libro en 1872. La crítica de nuestro siglo le ha otorgado escaso o nulo valor artístico.

estación colonia El año de 1873 había iniciado con un frío paralizador, apenas caldeado por el viaje inaugural del ferrocarril en México, que

encabezó el presidente Sebastián Lerdo de Tejada. El ferrocarril salió de la lujosa estación Colonia, en Buenavista, a las cuatro de la mañana del día 1 y llegó a Veracruz a las siete de la noche del día siguiente. Pero el frío había sido tan severo que ese primer día del año a Tiburcio Montiel, gobernador del Distrito, casi lo fulmina una pulmonía. La crónica de viaje México-Veracruz-México, la redactó Alfredo Bablot, en cuya casa, durante un baile, Manuel M. Flores conocería a Rosario un año y ocho meses después. El general Joaquín Calles, en cuya casa Rosario presuntamente conoció a Manuel Acuña, escribió, ignoramos si sobre pedido y a sueldo, sus “Impresiones de viaje”, seis sonetos que deben estar, si Dios es magnánimo, hundidos para siempre en una gaveta. Por cierto, Acuña, en la carta del 14 de enero, dirigida al abogado saltillense Ramón Espinosa, se mofa del presidente y del viaje (la prosa es desafortunada):

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Pasando a otra cosa, D. Sebastián está bueno, está viejo y está paseándose por última. Como tú habrás sabido, fue a dar su vueltecita a Veracruz, después de echar en La Lonja un zapateado, y ahí, según me han dicho, comió y se emborrachó de tal manera, que daba gusto verlo.

Ese viaje, se deleita el poeta, sirvió para que el ministro de Guerra y Marina conociera por primera vez el mar. “Cuentan que al ver el mar se quedó verdaderamente asustado, y preguntaba si todo aquello era agua”. El presidente Lerdo de Tejada bailó tan bien, se la pasó tan bien en el Puerto, que retardó varios días la vuelta.

arquillo 6 Acuña se interesaba en la nota roja. Basta subrayar que una de las dos fuentes de El pasado fue un hecho criminal de la época y que

escribió poemas como “Dos víctimas” y “El reo de muerte”, donde contaba con humor o en serio noticias policiales. En el primero incluso llega a burlarse del gobernador Montiel, cuando el curioso personaje del poema dice: Para que a nadie acuse de mi muerte don Tiburcio Montiel, sépase que me mato, porque quiero dejar de padecer..., porque ya estoy cansado de esta vida que tan odiosa me es, y porque ya he bebido hasta las heces el cáliz de la hiel. Mi novia Sinforiana se ha casado, y esto no puede ser…


En su libro Un año, hace ciento. La ciudad de México en 1873, Salvador Novo reconstruye la historia de la ciudad gracias a las memorias anuales de Tiburcio Montiel. De ese mes de enero, Novo cuenta que el día veinticinco se suscitó un escandalazo en la casa del diputado veracruzano Rafael Herrera, situada en Arquillo número 6. El diputado Herrera era un tahúr de siete suelas y un fullero marca diablo. Ese día se cateó la casa y arrestaron a treinta jugadores. Herrera amenazó y vociferó a los cuatro vientos y acusó a Montiel de abuso de autoridad. Tomando las cosas con tranquilidad, Montiel evidenció al diputado con documentos, mostrándolo públicamente como dueño de garitos desde 1870 y pidiendo al gobierno de Veracruz que mandara mejores representantes. Por demás los garitos hervían como chinches en Ciudad de México, y por la red de complicidades, se dificultaba su cierre. Como ahora. La delincuencia campeaba en una ciudad que entonces contaba con 200 mil habitantes. En 1872 ingresaron en la cárcel 23 mil 813 reos, es decir, más de 10 por ciento de la población, sin contar los que no fueron aprehendidos. Unas cifras de verdadero horror.

polémica en el liceo hidalgo El poema había sido publicado por primera vez el 19 de septiembre de 1872. Desde su aparición suscitó admiración y repulsa. Cinco meses más tarde, el 3 y el 10 de febrero, luego de leerlo, despertó en las sesiones del Liceo Hidalgo una polémica que levantó fuego. En la segunda sesión intervinieron Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano y Justo Sierra. La polémica sirvió a Acuña para afinar versos y estancias y perfilar correctamente “el sentido filosófico que las animaba”. 48

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Desde luego, el texto discutido del que hablamos es “Ante un cadáver”, quizá el mejor poema del romanticismo tardío mexicano, y al cual Menéndez Pelayo juzgó en 1893 como “una de las más vigorosas inspiraciones con que puede honrarse la poesía castellana de nuestros tiempos”. Y el crítico enciclopedista, fervoroso católico, añadió con honradez: “Acuña era tan poeta que hasta la doctrina más áspera y desolada podía convertirse para él en raudal de inmortales armonías”. La contemplación de un cadáver en la plancha de acero permite a Acuña reflexionar sobre la dinámica del mundo. A diferencia de los bellos tercetos de “A los gregorianos muertos”, donde Ignacio Ramírez da a entender que luego de la muerte sólo hay el vacío y la nada, Acuña insiste en la innumerable transmutación de la materia. “El ser que muere es otro ser que brota”. Y en el que es quizá el pasaje mejor resuelto (el cual reproduce también Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana), el poeta habla al cadáver sobre la plancha y le dice que pronto volverá a la tierra. Y llega aun a imaginar escenas macabras que pueden acaecerle, pero que Acuña resuelve en versos como acordes: Y allí, a la vida en apariencia ajeno, el poder de la lluvia y del verano fecundará de gérmenes tu cieno. Y al ascender de la raíz al grano, irás del vegetal a ser testigo en el laboratorio soberano. Tal vez para volver cambiado en trigo, al triste hogar donde la triste esposa sin encontrar un pan sueña contigo.


En tanto que las grietas de tu fosa verán alzarse de su fondo abierto la larva convertida en mariposa, que en los ensayos de su vuelo incierto irá al lecho infeliz de tus amores a llevarle tus ósculos de muerto. Y en medio de esos cambios interiores tu cráneo lleno de una nueva vida, en vez de pensamientos dará flores, en cuyo cáliz brillará escondida la lágrima, tal vez, con que tu amada acompañó el adiós de tu partida.

La existencia es pasajera pero nuestro cuerpo, como todo, sólo mudará de forma y sitio. Todavía el 20 de marzo de ese año, como contestación católica, el poeta Franz Cosmes publica en el diario El Siglo xix un poema titulado asimismo “Ante un cadáver”. El 28 de abril Acuña es designado vicepresidente del Liceo Hidalgo. Cinco días antes el gobernador del Distrito empezó a circular con profusión el decreto en que el presidente de la república comunicaba que el Congreso de la Unión había decidido otorgar a Benito Juárez el título de Benemérito en grado heroico, erigirle una estatua y fijar su nombre con letras de oro en el Congreso.

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la seductora musa de la calle santa isabel Rosario dijo

en 1923 a Núñez y Domínguez que conoció a Acuña en mayo de 1873

cuando éste tenía veintitrés años y ella veintiséis.16 El joven Acuña ya era una joven celebridad. El año anterior se había puesto en escena su obra El pasado y había publicado en periódicos poemas como “A Laura” y, el más celebrado por la crítica, “Ante un cadáver”. Los notables poemas presagiaban los grandes poemas. Se conocieron –según contó Rosario a Amézaga (Poetas mexicanos)– en 1872, en la propia casa de la joven “con motivo de sus triunfos poéticos”. Pero de nuevo entramos a una casa quebradiza. En una de sus habituales modificaciones, Rosario contó a Núñez y Domínguez, 31 años después, una nueva versión de los hechos: 16  Tengo la impresión de que la fecha es correcta. Quizá varios acuñistas han creído que se conocieron en mayo de 1872, porque en la entrevista con Núñez y Domínguez, contó que, después de una puesta en escena triunfal de El pasado, Acuña le llevó una de las coronas y la puso a sus pies. Imposible: ese triunfo apoteósico ocurrió el 9 de mayo de 1872, día del estreno. Pero a Rosario, como siempre, se le enrevesan fechas y acontecimientos y dice que eso ocurrió luego de la función donde fue primera actriz Salvadora Cairón, es decir, la fecha sería entonces el 16 de junio de 1873. Pero aquí surge un problema: dicha representación fue un fracaso. No hay prueba de que Acuña haya dado a Rosario una corona; sí la hay, en cambio, de que le dio una hoja de una corona de laurel, siendo la prueba un soneto, “Esta hoja”, que el joven adjuntó al poema autógrafo. El soneto deja traslucir que la hoja de laurel la ganó hace tiempo y con modestia explica que la corona se la otorgaron con esa benevolencia “con que el primer ensayo se perdona”, y aun agrega que la hoja le emociona “como en aquella noche” y que Rosario la vio nacer y se estremeció, como el poeta mismo, con “el encanto que produjo al rodar sobre la escena”. Si no entendemos mal, es una hoja de “aquella noche”, de la noche del estreno del 9 de mayo de 1872, y Acuña sugiere que Rosario asistió a la presentación. Pero aunque haya asistido, no significa que se conocieron; Rosario pudo hacerlo como simple espectadora. Y me parece que así fue. Basta ver que la fecha en el autógrafo del soneto es del 6 de junio pero de 1873. No existe nada antes. Nada tampoco sugiere, ni menos confirma, que Acuña haya tardado más de un año en enamorarse. Las fechas de los poemas guardados por Rosario son todos de 1873: “Nada sobre nada”, de mayo; “Esta hoja” y “A la luna”, de junio, y el “Nocturno” probablemente en septiembre. El folleto con el poema “La Gloria”, que recibió dedicado a Rosario, esta signado en octubre. Nada hay de 1872 ni de antes de mayo de 1873.


Una noche fui de visita con mi madre y mi hermana Asunción a la casa del general Joaquín Téllez, gran amigo de mi familia. En tanto que ellas se entretenían platicando con la esposa del general, yo me dirigí hacia la sala, donde él [Téllez] estaba sentado en el sofá escuchando lo que un joven, de revuelta cabellera y nervioso continente le leía. Traté de no avanzar. Para no interrumpirlos pero don Joaquín exclamó al verme: “Adelante, Rosario, que voy a tener el gusto de presentarle a esta nueva gloria nacional que se llama Manuel Acuña”.

Se saludaron de mano. El nombre de la calle donde Rosario residía entonces, Santa Isabel, provenía del convento e iglesia que cercaban la Alameda por el lado oriente. Del otro lado, cercando el lado poniente, se erguían el convento y la iglesia de San Diego, en cuya plazuela existió el quemadero de la Inquisición. La exigua calle de Santa Isabel iba de Puente de San Francisco al Hospital de Terceros. El convento se asentó sobre los terrenos de un mercado, el tianguis de Juan Velázquez, “llamado así –escribe Luis González Obregón en el capítulo dedicado al convento en su México viejo 15211899– porque en el rumbo que estuvo existió la casa de un indio principal de ese nombre y apellido”. Templo, convento y cementerio eran de las postrimerías del siglo xvII. El 26 de julio de 1681 la iglesia se abrió al culto. Un cronista colonial, Agustín de Vetancourt, en Tratado de la ciudad de México y las grandezas que la ilustran después que la fundaran los españoles, describe con emoción, en 1797, las bellezas interiores del templo, resaltando sobre todo las pinturas. Más de un siglo y medio después, en 1852 (Rosario tendría cinco años), se levantó el piso para evitar inundaciones en meses veraniegos y otoñales. Un trabajo infecundo; en 1861, con las Leyes de Reforma las monjas debieron dejar el sitio. 52

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Miro una fotografía de época de la calle de Santa Isabel. Tal vez sea la única que exista. Data de 1855. Se ha reproducido en numerosas publicaciones sobre Ciudad de México. Me detengo en la del libro de Guillermo Tovar y de Teresa La ciudad de los palacios: un patrimonio perdido. Al detallar la fotografía, el cronista refiere que en el sitio donde se hallaban el templo y convento se yergue el Palacio de Bellas Artes, y donde estuvo el cementerio se halla el estacionamiento. Que yo sepa, no hay una sola imagen que muestre completamente lo que fueron la iglesia y el convento. Enfrente, en vez de la casa de los marqueses de Santa Fe de Guardiola, se levanta el edificio Guardiola; donde había tres casas coloniales, se abrió Cinco de Mayo y se alzó, como una mole ominosa, el Banco de México, y donde se alzaba el Hospital de Terceros, hoy encontramos el Palacio de Correos. Son los antiestéticos regalos del porfiriato y del callismo. De seguro en una de las tres casas coloniales habitó la familia De la Peña y Llerena. En esa casa nació Rosario el 24 de abril de 1847, uno de los años más tristes y aciagos de la historia nacional. Rosario de la Peña y Llerena fue hija de Juan de la Peña y Barragán y de Margarita Llerena y Gotty. El padre entonces era dueño de la hacienda del Hospital en el estado de Morelos. La familia tenía recursos. Sin embargo, por los años que la conocieron Ramírez, Acuña, Martí y Flores, el padre ya había muerto y los bienes familiares de fortuna se hallaban ostensiblemente disminuidos. Como en los casos de Acuña, Flores y López Velarde, la muerte prematura del padre golpeó con severidad la economía de la casa. La familia, compuesta por la madre y cinco hermanos, vivía eso que Borges llamaba la pobreza decente. Una prueba de la difícil situación familiar: en una carta, cuando Flores comienza a querer zafarse del compromiso matri-


monial con Rosario, el poeta, al comentar una escena de agresiones de doña Margarita Llerena contra los prometidos, y sobre todo contra él, escribe que doña Margarita, sintiéndose engañada y traicionada, lo ofendió: “¿No dijo, en fin, que se pretendía sólo burlarse de sus hijas, y esto porque no tenían padre y porque eran pobres?”17 ¿Cómo era físicamente Rosario? El primero en describirla y en destacar que no era fotogénica fue el propio Manuel M. Flores en una carta del 29 de enero de 1879, donde se detiene, como lo haría Urbina una década más tarde, en su intenso perfil: Es tu bello perfil cleopátrico el que he visto en tu retrato, pero no eres tú... Hay algo en ti que no será nunca retratable, y es la expresión inteligente y espiritual de tu fisonomía, es ese reflejo de la llama del alma que resplandece en la mirada e ilumina la frente; ese no sé qué sin el cual la hermosura no tiene vida ni durable encanto.

López Portillo escribió también que no era fotogénica, y lo creemos a pie juntillas. Salvo una fotografía de 1873, año del suicidio de Acuña, donde se mira a una joven preciosa, las otras dejan ver apenas la figura, henchida de voluptuosidad, que es fama que tuvo. Hay una de 1875, es decir, dos años más tarde, donde su rostro parece el de una matrona que linda en los 17  La vida de Rosario en esos años, en especial de 1873 a 1876, fue mucho eso: una hermosa joven de magros recursos, inteligente, sensible, culta y educada, que vivía del asedio de poetas tanto o más pobres que ella. Hay una historia curiosa y tierna que José Juan Tablada relata, con un sesgo burlón, en sus memorias (La feria de la vida), la cual ocurrió quizá a fines del decenio de los ochenta y que muestra la incurable fidelidad de Rosario al asedio y al amor de los poetas. Tablada solía acompañar al poeta José Bustillos, “delicado, frágil y vibrante”, desde su oficina, que se hallaba en Correos, hasta Puente de Alvarado, “donde vivía su novia, aquella misma Rosario Peña [sic], célebre por su singular atractivo sobre los poetas de dos generaciones”. Siempre una calle antes de la casa donde vivía Rosario, Bustillos “se despedía de mí, con precauciones de celos o de misterio, que me hacían sonreír”.

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cuarenta. Precisamente en ese tiempo su presencia era un efluvio ardoroso y hacía escribir, más con la piel que con la pluma, a los poetas de la ronda. Su cuerpo era la viva imagen del deseo, y los hombres, al verla, contenían la respiración. López Portillo la detalló así cuando Rosario rondaba ya los setenta años: Por poco que se la observe encuéntrase en toda su persona, la razón de ser del influjo enloquecedor que ejerció sobre los poetas de su época. Es mujer alta, arrogante, y deben haber sido esculturales las formas. La expresión de su fisonomía es a la vez dulce y enérgica, y adivínase por la mirada de sus ojos y por el calor de sus expresiones que fue en la mocedad de temperamento vivo y apasionado. Sus retratos fotográficos no la favorecen […] Son bastante regulares sus facciones, pero su conjunto y expresión es lo que principalmente las embellece.

Todavía en 1923, Núñez y Domínguez nota algo semejante en la anciana: Hay en el rostro, nimbado por la escarcha de la vida, la suavidad de líneas que recuerda la perfección juvenil de las facciones. En los ojos profundos perduran reflejos del fuego propicio a Eros, en que se abrasaron tantos corazones.

Añádase a esto algo que repitieron varios que la conocieron: la elocuencia y el aliño en la expresión, el gusto literario y su vivo interés de estar al día sobre lo que pasaba en la vida literaria. ¿Qué poeta sobresaliente, desde Ramírez, Prieto y Altamirano, hasta Peza y Martí, no visitó su casa? Desde los albores de su juventud Rosario conoció la terrible y angustiosa unión de amor y muerte. Su primer gran amor, Juan Espinosa y Gorostiza, nieto del dramaturgo Manuel Eduardo Gorostiza, “joven apuesto, valiente, de buena sociedad, murió en un duelo con su amigo, el coronel


Arancivia”18 en 1868. El duelo tuvo lugar porque el coronel, en una ausencia de Espinosa, para incomodar a Rosario, comentó en broma ante ella y oyéndolos varios en casa de la familia De la Peña, que Espinosa se había ido a Oaxaca porque temía a una partida de rebeldes que merodeaban la Ciudad de México. Un testigo, de apellido Lombardo, comentó con Espinosa lo dicho por Arancivia, y aquél, iracundo, sintiéndose deshonrado, desafió al amigo. Arancivia se disculpó una y otra vez pero Espinosa no oía nada. Espinosa murió atravesado, con una estocada en el pecho en el valle de Mixcoac. Tenía 30 años. El cuerpo fue enterrado en el panteón de San Fernando, donde, en una placa de mármol que cubría un nicho, podía leerse: “Guarda su nombre entre el laurel la gloria,/ la amistad entre lágrimas su historia”. Rosario guardó luto varios años. Sobre la relación de Rosario y Acuña contamos con la exclusiva versión, o mejor dicho, las varias versiones de Rosario. Cinco hombres las registraron en distintos años: Luis G. Urbina en 1890, quien escribiría sus recuerdos de la visita a la casa de Tacubaya 27 años después en su Vida literaria en México; el peruano Carlos Amézaga, quien la oyó en 1892 y publicó notas y apuntes en su libro Poetas mexicanos (Buenos Aires, 1896); José López Portillo y Rojas, quien la entrevistó hacia 1917, pero cuyo libro, Rosario la de Acuña, se imprimió en 1920; José Castillo y Piña, quien oyó sus confidencias el 30 de agosto de 1919 y las publicó en Mis recuerdos en 1941, y Roberto Núñez y Domínguez, quien conversó también con ella en la casa de Tacubaya y publicó la entrevista en Revista de Revistas, el 9 de diciembre de 1923, nueve meses antes del fallecimiento de la mujer. 18  José López Portillo y Rojas, Rosario la de Acuña, pág. 56, México, 1920. La mejor descripción de los hechos se halla en el libro de Carmen Toscano, titulado también Rosario la de Acuña, tomando la información de un diario de la época.

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Partamos de dos hechos incontrovertibles: Rosario jamás amó a Acuña ni fue la causa fundamental y directa de su suicidio, pero contra todo, lo quiera Rosario o no, lo niegue o no, alguna gota del cianuro funesto bebido por el poeta salió de su corazón. Rosario lo dijo muy bien a Amézaga: ella fue pretexto pero no causa, o para nosotros, causa menor o justificación romántica. Los más próximos sabían que Acuña, de muchas formas, ya se estaba despidiendo del mundo. En la carta del 14 de enero del año aciago, dirigida al abogado saltillense Ramón Espinosa, al comentar el viaje que éste hace a Saltillo, “la magnífica ciudad de los jorongos”, le dice que se alegra de ser cristiano todavía, porque si no fuera por el temor al infierno, ya no viviría. “Si no fuera por esto, te repito, tu desgraciado amigo hubiera muerto, ¡porque es mucho, muchísimo por cierto, lo que sufre y padece el pobrecito…!” El ultra citadísimo “Nocturno” no fue el último poema que escribió, como la leyenda o la ignorancia repiten, pues, como dejó en claro Juan de Dios Peza, ya circulaba tres meses antes de su acto terminal y aun los amigos lo sabían desde entonces de memoria. Y un ribete: Acuña, en su carta de suicida, no culpa a nadie. Por otro lado, para decirlo como Robert Musil, Acuña era un hombre casi sin atributos: muy lejos estaba de ser apuesto y su estatus económico era excepcionalmente precario. Vivía en un cuarto misérrimo de estudiante y andaba muchas veces, sin ninguna metáfora, con el estómago vacío. Pero ¿cómo era físicamente? En el artículo de 1897, Peza lo describe así: Lo recuerdo, como si lo viera, en la víspera de su fin trágico. Delgado de contextura; con la frente limpia y tersa, sobre la cual se alzaba rebelde el oscuro cabello echado hacia atrás, y que parecía no tener otro peine que la mano indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras; ojos grandes


y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita oscura de largos faldones; rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra.

Un médico y también hombre de letras que lo conoció, llamado, oh nueva coincidencia irónica, Manuel Flores (1853-1924), lo evoca así en 1895 en un artículo escrito con prosa terrible (“Manuel Acuña”): Al verlo andar se comprendía que debía tener alas. La naturaleza, al crearlo, descuidó lamentablemente sus condiciones de equilibrio. Le dio por base de sustentación dos muñones deformes, inadecuados a la marcha y a la estación de pie, siempre enfermos y siempre doloridos. No andaba: tropezaba. No había calzado para él posible y apenas toleraba se lo hormaban en una piña.

Si Rosario fue víctima por muchos años de la condena popular por creerla la causa del suicidio, Acuña fue víctima de las mentiras y tergiversaciones de Rosario. Veamos una nueva: ¿Cómo fue el trato entre el poeta y su musa? Al peruano Amézaga, Rosario le dijo que recibió y trató a Acuña como amigo y agregó que lo quiso como podía quererse a seres como él: con admiración y cierto respeto. Asegura que nunca se dio cuenta del cariño del joven porque la trataba como a una hermana y siempre estaba alegre en su presencia. “Acuña19 –declaró– se manifestaba [como] un buen muchacho, contento de su felicidad y nada exigente”. Pero a López Portillo y Rojas le contó, veinticinco años después, exactamente lo opuesto. En la página 48 de su Rosario la de Acuña, José López 19  Siempre le dijo Acuña; jamás lo llamó Manuel. ¿Para no confundirlo o integrarlo con el otro Manuel?

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Portillo y Rojas escribe algo que sólo pudo decirle la antigua musa: “La amó, en efecto, y ardorosamente se lo dijo en multiplicadas ocasiones, pero Acuña era reservado, de pocas palabras, huraño y melancólico”. En suma: ni la veía como hermano ni estaba alegre en su presencia. Muy enferma, Rosario confirma en agosto de 1919 a Castillo y Piña, que Acuña “la pretendió mucho”. Veamos: lo que en Amézaga era mero trato de hermanos, se convirtió en “multiplicadas ocasiones” en las confidencias a López Portillo y Rojas, pero con Castillo y Piña fue más allá: mientras Rosario mostraba al cura sus “valiosos objetos”, le decía (el subrayado es nuestro) que “infinidad de veces [Acuña] hablaba para que le correspondiera” y de continuo le mandaba versos, libros con dedicatorias, flores, laureles desprendidos de las coronas que le regalaban. Sin embargo, aclara Rosario, no le correspondió por varias razones: porque no le tenía cariño y porque era además (esta retahíla no la había dicho antes) “un descreído, un ateo, un vicioso, un infiel”. Guillermo Prieto, dice Rosario, fue quien le advirtió que Acuña tenía como amante a una lavandera y un hijo con “X” [Laura Méndez], de modo que cuando Acuña fue a declararle su amor se negó de forma definitiva y rotunda y adujo por qué. En ese momento supuestamente Acuña contó la historia de espantapájaros del velorio del padre de Laura. Aún más: a Núñez y Domínguez, en diciembre de 1923, le dijo que a las pocas semanas de haberse conocido, Acuña “le declaró su amor” pero ella repuso que sentía admiración por el poeta y amistad por el caballero, aunque tal vez con el tiempo podrían modificarse sus sentimientos. ¿Dónde quedó el supuesto “hermano”? ¿Dónde quedó el desdén total? ¿Vicioso, infiel? ¿Qué entendería Rosario por “vicioso”? ¿Más allá de la bohemia


de la época y del abuso del mal café, cuáles serían los vicios de ese pobre joven que no tenía ni para comer al día siguiente? ¿Qué entendería por “infiel”? ¿Cómo pudo haberle sido infiel si nunca se dio entre ambos una unión amorosa? ¿O todo fueron exageraciones morbosas del doctor y cura José Castillo y Piña?

el “nocturno” y sus leyendas Fue el poema mexicano más leído

de fines del siglo xix y principios del xx. Casi cincuenta años después de haberse escrito, López Portillo y Rojas concluía que “no ha habido en la república poesía más popular ni que haya sido más recitada que ésa”. Innumerablemente parodiado, es, sin embargo, tal la sinceridad, se oye de tal modo el grito del corazón, nos envuelve en su vuelo y sortilegio rítmico, que la pieza supera todos sus defectos, sobre todo de cursilería profusa, de pobreza de lenguaje y de rimas comunes. Sus versos aún nos estremecen, como si leyéramos en los versos la despedida de un amigo, una despedida que es, de manera figurada, también su despedida de una tierra que ya le resulta del todo ajena. Si bien no tiene la concentración verbal y la resolución admirable de “A Laura” y de “Ante un cadáver”, el “Nocturno” posee una vibración que, leyéndolo en su contexto, hace temblar nuestras manos y nos crea un sentimiento de pérdida irreparable. Aun Menéndez Pelayo, que a todo encontraba reparos, reconoció que los versos del “Nocturno”, “aunque muy incorrectos, tienen toda la vehemencia y toda la angustia del momento supremo: es poesía que no puede leerse sin cierto terror y tras de la cual se adivina el próximo naufragio de la conciencia moral del poeta”. A su juicio sólo dos “ráfagas de genio” tuvo Acuña en su exigua 60

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I C ONO G RA F Í A


vida: el “Nocturno” y “Ante un cadáver”. Y trazó este admirable apunte melancólico: “En aquel niño tan infelizmente extraviado había el germen de un gran poeta”.20 No hay mayores complejidades en el “Nocturno”. Si de alguna manera pudiera resumirlo diría que es el poema del “Hubiera sido...” Dividido en diez octavas y medido en heptasílabos, la primera parte del poema es la declaración de amor y la conciencia de la imposible reciprocidad, y la segunda, el orbe idílico que Acuña sueña y fantasea, y el cual consiste en la vuelta a la ciudad y la casa natales, donde Rosario y él se casarían en la iglesia saltillense y donde ambos, felices siempre, enamorados siempre, tendrían a la madre del poeta en medio como un dios.21 Es un poema en el que no podernos distanciarnos de los contenidos y no sufrir al figurarnos el drama inmediato. Pero Acuña no volvió a la pequeña Ítaca familiar, ni en compañía de Rosario ni solo, sino que decidió tristemente tomarse el derecho de morir y que su cuerpo formara parte, en la tumba, de la innumerable transformación de la materia.

una extraña tarde en la alameda Era diciembre. Eran los

últimos días del otoño. Eran esos fríos días, más fríos aún entre los muros del edificio de la Escuela de Medicina.

20  Poesía hispanoamericana, capítulo i, págs. 154-156, Madrid, 1893. 21  Acuña fantasea con una vida provinciana, mediocremente doméstica, que no podía ser desde luego el ideal de la muchacha citadina. ¿Cómo figurarse que para la asediada joven de la capital las horas de esa vida serían hermosas y “dulce y bello el viaje por una tierra así”? Pero si se analiza bien el “Nocturno” se percibirá una segunda lectura donde Rosario pasa a un segundo plano. Es un poema de la culpa: el hijo no ha vuelto al terruño ni ha visitado a la madre en ocho años.

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El viernes 5, acompañado de Juan de Dios Peza, caminaron en la mañana por las calles céntricas y en la tarde anduvieron por la Alameda. Leyeron juntos páginas de Les Feuilles de l’Automne de Victor Hugo. Viendo cómo caían a causa del viento las hojas de los fresnos y álamos, Acuña tomó una y la mostró al amigo: “Mira, una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de tiempo”. A continuación Acuña dijo de memoria su poema “La génesis de mi vida” (que se ha perdido) y dictó a Peza el soneto “A un arroyo”, y se lo dedicó de puño y letra. Peza afirmaba que fue el último poema que Acuña compuso. Permanecieron en la Alameda hasta la caída del crepúsculo y Peza lo acompañó a una casa de calle Santa Isabel. Se despidieron. Acuña lo citó a la una de la tarde del otro día advirtiéndole que si no llegaba en punto se iría sin despedirse. Le preguntó a dónde iba. –De viaje.

la víspera en santa isabel 10 ¿Qué pasó esa noche? Sólo tene-

mos el testimonio de Rosario, o mejor, los testimonios alterados de Rosario. Cuarenta y seis años después de la muerte de Acuña, Rosario, en palabras que suenan casi increíbles, le dijo al doctor Castillo y Piña que ella y su madre, “principalmente esta última, le dieron consejos muy elevados, para que, sobreponiéndose a las ideas, se armara de valor y venciera las dificultades que tenía y llegara a ser un verdadero hombre”. Y añadió algo que parece más real: “Acuña estuvo más que de costumbre triste y poco comunicativo”. Sin embargo, cuatro años más tarde los hechos se revolucionaron en su memoria y dio una versión completamente distinta. En la entrevista de 1923 con Núñez y Domínguez ya no dijo que Acuña estaba “triste y poco

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comunicativo”, sino que charló largamente con ella y que al final Rosario llamó a su madre para despedirse. Al momento de separarse le dio en la mano una carta, que Rosario leyó después en su alcoba. Acuña se despedía de ella “para siempre” y le rogaba que pidiera a su madre que lo perdonara, pues la veneraba como si fuera la suya. “No pensé ni por un momento que hubiera tomado la fatal resolución de arrancarse la vida y atribuía aquello a una de sus acostumbradas violencias en que hubiera decidido únicamente no volver a pisar las puertas de mi casa”. Es decir, en la nueva versión la madre no estuvo con ellos en la charla ni hubo los elevados consejos ni se tocó el tema del suicidio. ¿Acuña le dio una carta? Tengo mis dudas. Nunca la mencionó en sus anteriores versiones. Cuando Núñez y Domínguez le pregunta si puede verla, Rosario contesta que es tan íntima que no puede mostrarla. Sin embargo, todas las cartas de gran vehemencia íntima que le dirigió Flores, Rosario no tuvo a mal dárselas a Castillo y Piña, quien a su vez las prestó a Margarita Quijano Terán y a Grace Ezel Weeks. ¿Existió esa carta? ¿Por qué ni a Urbina, ni a Amézaga, ni a López Portillo, ni a Castillo y Piña se las mencionó? ¿Qué pasó esa noche? ¿Cuál fue el verdadero estado de ánimo de Acuña? ¿De qué hablaron?

hospital de san andrés La mañana del día 6, Rosario estuvo es-

perando que pasara Acuña, como solía hacerlo, luego de las prácticas en el Hospital de San Andrés. El hospital22 se levantaba donde hoy se yergue el

22  El edificio original se construyó para noviciado de la Compañía de Jesús. Se fundó en 1626. Desde 1778, luego de la expulsión de los jesuitas, el arzobispo Haro y Peralta logró que se convirtiera en hospital. La piqueta porfiriana acabaría demoliéndolo en 1905.


munal (Museo Nacional de Arte), frente al Palacio de Minería. Estaba

apenas a una calle de la casa de Rosario. Un minuto a pie. Rosario pensaba que la decisión de Acuña de decir adiós no tenía por qué ser drástica. Ya podrían hablar y serenarse los ánimos.

el cuarto número 13 El 11 de abril de 1859 el poeta, novelista y

estudiante de medicina de veintidós años de edad, Juan Díaz Covarrubias, autor de las novelas La clase media y El diablo en México, salió del cuarto número 13 de los internos de la Escuela de Medicina para unirse en Tacubaya a las fuerzas liberales de Santos Degollado. No regresaría nunca. El general conservador, Leonardo Márquez, junto con los generales Miramón y Mejía, en una de las páginas más ignominiosas de la historia mexicana, planificaron en el sitio una matanza donde no se excluyó a médicos y civiles. En el prólogo a la segunda edición de las Pasionarias (1882) de Manuel M. Flores, en estampas dolorosamente inolvidables, Altamirano evoca al grupo de estudiantes –Marcos Arróniz, Florencio María del Castillo, José Rivera y Río, Juan Mateos, Manuel Mateos, Juan Díaz Covarrubias, Manuel M. Flores, entre otros– que se reunía en el Colegio de Letrán hacia 1857 y 1858, para ventilar asuntos de política y literatura. En las discusiones, Manuel Mateos, quien era alto, fuerte y de voz tonante, tomaba de conejillo de indias al delicado Juan Díaz Covarrubias, quien por lo bajo le contestaba con frases cortadas con el filo del cuchillo. “¡Cosa singular! –escribió Altamirano–, aquellos dos jóvenes, el grande y hercúleo Manuel Mateos y el pequeño y pálido Juan Díaz Covarrubias, que estaban siempre en discordia, dos años después debían morir juntos y abrazados en el cadalso de Tacubaya”. 66

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Con todo el fuego de la ira y la impotencia, el gran Ignacio Ramírez escribió sobre los sucesos un soneto aniquilador donde jura venganza eterna: Guerra sin tregua ni descanso, guerra a nuestros enemigos, hasta el día en que su raza detestable, impía no halle ni tumba en la indignada tierra. Lanza sobre ellos, nebulosa sierra, tus fieras y torrente; tu armonía niégales, ave de la selva umbría; y de sus ojos, tu luz destierra. Y si impasible y ciega la natura sobre todos extiende un mismo velo y a todos nos prodiga su hermosura; anden la flor y el fruto por el suelo, no les dejemos ni una fuente pura, si es posible ni estrellas en el cielo.

Al morir Díaz Covarrubias, Acuña estaba por cumplir 10 años y vivía en Saltillo. Pero Acuña habitaría, según la memoria de Juan de Dios Peza, en el mismo cuarto, el 13, y tal vez escribió allí la pieza de homenaje “El poeta mártir Juan Díaz Covarrubias”, donde de manera emblemática construye al poeta veracruzano un altar y donde eleva su muerte a la altura del arte. Acuña leyó el poema el 6 de septiembre de 1873 en una velada que la Sociedad Concordia consagró al joven asesinado. Conocido al principio como el Tigre, Leonardo Márquez se inmortalizó inmundamente como el Carnicero de Tacubaya. Para Acuña era simplemente “el monstruo”:


Un monstruo cuya memoria casi en lo espantoso raya, el que subió en Tacubaya al cadalso de la historia.

Y termina dándole un tinte heroico a la muerte del joven jalapeño: Que si fue hermosa tu vida fue más hermosa tu muerte.

Del cuarto número 13 Acuña no salió hacia la muerte; salió muerto.

la tragedia en el cuarto número 13 Relata Peza en sus

apuntes sobre Acuña que esa noche del viernes 5 de diciembre el amigo

llegó tarde a la Escuela. Quemó muchos papeles. Redactó cinco cartas a las que puso un listón negro: una a su madre, dos a amigos (Antonio Coellar y Gerardo M. Silva) y dos a un par de amigas íntimas; no sabemos quiénes eran estas amigas e ignoramos cuál fue el destino de las cartas. La voluntad suicida de Acuña era tan seria y definida que no parece haber titubeado un solo instante para llevarla a la práctica. Bebió una mortal dosis de cianuro. La mañana del 6 de diciembre Acuña se levantó tarde, arregló el cuarto, fue a tomarse un baño, regresó al mediodía, y acaso, como sugiere Peza, escribió el mensaje final con mano segura: Lo de menos era entrar en detalles sobre la causa de mi muerte; pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable. Diciembre 6 de 1873 —Manuel Acuña 68

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Desde luego que a una multitud de gente le hubiera importado saber, nos hubiera importado saber, de su puño y letra, desde su llanto de ceniza, la causa o las causas que lo orillaron a su decisión terminal. A más de un siglo y cuarto circulan aún dos versiones: la romántica, la cual fabula que se suicidó por Rosario, y la real, que los motivos cardinales fueron la pobreza ilímite, las turbaciones mentales, el deterioro físico, y no excluyéndolo, pero como motivo menor, el amor, en un túnel sin luz, por la asediada joven.23 Desde luego la primera se consolidó y es la que ha acuñado, como efigie doble en la moneda romántica de las generaciones sucesivas, los rostros de Acuña y Rosario. Es la causa, contra la verdad histórica, de que ella sea para siempre y un día Rosario la de Acuña. Luego de regresar a su cuarto a las doce de la mañana, Acuña salió unos momentos, conversó con algunas personas y entró de nuevo a las doce y media. Peza recuerda haber llegado a la Escuela poco después de la una. Entró a la escueta y pobre habitación, vio una vela encendida y el cuerpo del amigo tendido en el camastro. Tocó su frente. Aún estaba tibia. Abrió uno de los párpados y la expresión de la pupila le causó horror. Volvió la vista hacia la mesa de noche y vio el mensaje suicida debajo de un vaso. “Me incliné para leerlo y un acre olor a almendras amargas me descorrió el velo de aquel misterio”. Enloquecido salió y empezó a gritar. Llegaron al cuarto tres estudiantes (Vargas, Villamil, Orive), que estaban cerca, y trataron de volverlo a la vida. Orive le dio respiración de boca a boca y Vargas “movía el tórax para producir la respiración artificial”. Orive cayó desvanecido por la cantidad de cianuro que bebió Acuña. La noticia se extendió. Fue llegando la gente. 23  ¿Y por qué no agregar como causa al hijo que tuvo con Laura Méndez, a quien le dio su nombre y a quien no podría en el futuro inmediato siquiera alimentar?


altamirano en santa isabel 10 Quizá fue el primer gran equí-

voco, el principio de una leyenda injusta. Una hora y media después del

hecho, Ignacio Manuel Altamirano salió desesperado de su casa de La Mariscala y se encaminó a casa de Rosario. Tocó repetidas veces. Rosario pidió a Asunción que abriera. Asunción vio a Altamirano jadeante, sudoroso. –¿Dónde está Rosario? –En su cuarto. Altamirano llegó y con voz llena de angustia le dijo: –¿Qué has hecho, qué has hecho, Rosario? ¡Manuel acaba de matarse!

cementerio de campo florido Desde la noche del 6 hasta la

mañana del 10 el cadáver de Acuña estuvo expuesto en la capilla de la Escuela. Alejandro Casarín y Alamilla sacaron la mascarilla en yeso blando y Casarín dibujó a lápiz un retrato. Se embalsamó el cuerpo. Todo el tiempo velaron a Acuña los estudiantes de la Escuela. Pese al horror de las buenas conciencias, intelectuales o no, que desaprobaron públicamente el acto pero asistieron a las exequias, otros buscaron exculpar al saltillense y lamentaron ante todo dos cosas íntimamente unidas: la muerte precoz y el tajo de las alas de un poeta de extraordinario talento. La despedida fue a la vez tristísima y apoteósica. Ya a las nueve de la mañana del día 10, en la plaza de Santo Domingo, una multitud aguardaba, y en el interior de la Escuela se reunían una diputación de obreros y los miembros de las sociedades literarias y científicas a las que perteneció.

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Previsiblemente ni Rosario24 ni nadie de su familia asistieron. La capilla rebosaba de coronas y ramos de flores. Por algún motivo los ojos de Acuña no dejaban de llorar. A las diez de la mañana, los amigos del infortunado poeta, entre ellos Juan de Dios Peza, cargaron el ataúd y salieron a la plaza. Detrás iba “el carro más elegante de la capital, llevando en su remate una lira de oro con las cuerdas rotas y sobre ella la corona alcanzada por el poeta en el estreno de su drama”. En el dilatado cortejo iban varias de las figuras mayores de la literatura mexicana: Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio y Luis G. Ortiz. El trayecto que siguió el cortejo fue: calles de la Cerca de Santo Domingo, Esclavo, Manrique, San José del Real, San Francisco, San Juan de Letrán –en el Salto del Agua se hizo un alto para que el féretro pasara de los hombros de los amigos al interior de la carroza fúnebre–, y luego, en lí24  A lo largo de los años Rosario dio sus versiones del suicidio. A Amézaga, en aquel 1892, le dijo que, en efecto, el manuscrito del “Nocturno” se lo regaló Acuña y que lo guardaba como “un tesoro inapreciable”, pero añadió que esa Rosario tenía de ella quizá sólo el nombre y que todo el poema era “fantasía pura”, que ella amaba entonces a otro (Flores). Y para cerrar y apoyar su causa ofrecía una “prueba concluyente” que “todo México” conocía [sic]: Acuña era miembro de una familia de desequilibrados y dos hermanos se habían suicidado después de él, lo cual, arguyó, “no puede ser una casualidad sino una degeneración morbosa de que existen, por desgracia, muchos ejemplos”. La historia de los hermanos suicidas se la repitió a López Portillo veinticinco años después, y en 1923 a Núñez y Domínguez. Pero Francisco Castillo Nájera la acusó en 1949 de mentir: “FaIso: ‘todo México’ no podía conocer tales pruebas ya que no existían: ningún miembro de la familia de Acuña se suicidó y ninguno ha sido anormal en su psiquismo. Viven tres hermanas, totalmente sanas”. Y en un pie de página cuenta que en ese 1949 visitó Saltillo y que el profesor José Rodríguez González le comunicó que “por encargo de uno de los participantes en el concurso del Centenario, él obtuvo las copias de defunción de varios de los hermanos de Acuña. Ninguno se suicidó”. A Castillo y Piña, en cambio, como hemos visto, le ofreció como causa fundamental del suicidio la historia de engañabobos de la posesión de Laura en el velorio del padre. A excepción de Rosario, los amigos de Acuña y los acuñistas serios consideraron muy otras las causas del suicidio. Las principales fueron: la gran pobreza, los desvaríos cerebrales, el exceso de trabajo, el spleen –tan de moda entonces–, la ausencia de seres queridos y aun el uso inmoderado del café.


nea recta, hasta el Cementerio de Campo Florido. En lo que sería su tumba se irguió un túmulo y en los cuatro puntos cardinales se colocaron cuatro búcaros con ramos de flores y cuatro cirios encendidos. Se leyeron más de veinte piezas fúnebres en verso y en prosa. En una, Julián Montiel aludió por primera vez públicamente al hijo de Acuña. Entre las piezas lo más impresionante fue el poema de Justo Sierra, su antiguo condiscípulo en San Ildefonso. Pasado un siglo, los versos nos hacen revivir en toda su extensión el complejo drama del joven excepcional. ¿Quién no ha citado la primera quinteta? Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora de un porvenir feliz, todo en una hora de soledad y hastío, cambiaste por el triste derecho de morir, hermano mío.

Como los de Santa Paula, Santa Bárbara y La Piedad, el de Campo Florido era un cementerio de pobres. Cubrían el área 700 eucaliptos. Como tantos otros, ya no existe. Se cerraba el círculo vital de un hombre, de una época y de una escuela.

una caminata imposible por el barrio de san cosme

Un joven poeta cubano llamado José Martí se estremeció con la noticia. Martí lo admiraba profundamente. En un artículo de 1876 publicado en El Federalista dice que de haberlo conocido lo habría querido mucho y se imaginó con él dando paseos por las calles del barrio de San Cosme:

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Alzar la frente es mucho más hermoso que bajarla. [...] Los que se han hecho para asombrar el mundo no deben equivocarse. Los grandes tienen el deber de adivinar la grandeza. ¡Paz y perdón para aquel grande que faltó tan temprano a su deber...! Yo habría acompañado al grande y sombrío Acuña en las noches de mayo. De vuelta de largos paseos, apoyado su brazo en mi brazo, como hay un amor casi tan bello como el amor: un suave amor, amor sereno que llaman amistad. Le hubiera yo enseñado cómo renacen, tras rudas tormentas, el vigor en el cerebro, la robustez y el placer en el corazón… Y era un gran poeta aquel Manuel Acuña. Aspirador poderoso, aspiró al cielo. No tuvo el gran valor de buscarlo en la tierra. Hoy leo su “Nocturno a Rosario”, y lloro…

Releo las líneas del joven Martí y una frase vuelve a sacudirme al imaginar el roble que fue cortado en su lozanía: “¡Paz y perdón para aquel grande que faltó tan temprano a su deber…!” El deber de haber sido uno de los grandes robles de nuestro siglo xix. A Martí le tocó vivir con Rosario su propio “Nocturno”.

un niño en la calle zuleta Lo que todos sabían pero callaron

públicamente por décadas es la historia del hijo de Manuel Acuña y de Laura Méndez. Jamás en la prensa se tocó el tema. Pedro Caffarel Peralta descubrió el acta de defunción en 1958. Ahora sabemos que el hijo murió a los tres meses de nacido, el 17 de enero de 1874, un mes y once días después del padre, que tenía el mismo nombre de éste (Manuel Acuña) y que Laura residía entonces en casa de Agustín F. Cuenca en calle Zuleta (Venustiano Carranza). Se coligen al menos dos hechos de esto: uno, que Acuña dio su nombre al hijo pero al parecer poco o nada hizo por él, y que Cuenca, quien

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sería después su marido, recibió a Laura en su casa. ¿Cuánto tiempo? No sabemos. ¿Por qué? ¿Porque Laura no tenía a quien recurrir y se hallaba de hecho sin recursos? Ni siquiera sabemos si Acuña vio a su hijo entre octubre y el 6 de diciembre.

ramírez y flores en santa isabel 10 1) Podría parecer que luego de las muertes del capitán Juan Espinosa y Gorostiza y de Manuel Acuña, los pretendientes huirían del funesto hechizo de Rosario. Exactamente a la inversa. La adoración ante el ara fue creciendo y los enamorados parecían abejas furiosas buscando la miel en los panales de Santa Isabel 10. Sin duda contaban mucho los encantos físicos e intelectuales de la joven, pero también el morbo, una curiosidad excitada y la leyenda de oro sombrío, que se volvería con los años una moda y después una costumbre. De 1874 hay, escritos para ella, cerca de una decena de poemas de Ignacio Ramírez pero asimismo de Francisco Frías y Camacho, de Juan de Dios Peza, de Antonio Coellar y Argomaniz, de José Triay; de 1875, de Javier Santa María y José Martí. Los poemas de Coellar, Triay y Martí son encubiertas o abiertas declaraciones de amor. Del joven Martí (ya contaba entonces 22 años) hay asimismo una carta de marzo de 1875, que se lee como arrebato amoroso. Pero con mucho, los más significativos afectos son Ignacio Ramírez y Manuel María Flores. Ignacio Ramírez, el gran demoledor, una de las mayores inteligencias de nuestra historia, empezaría a rondar la casa tal vez a


principios de 1873. Un año antes había muerto su esposa, Soledad Mateos, que a decir de Altamirano, era bellísima y virtuosa. En 1873, ese hombre que ayudó en forma sustantiva, desde distintas tribunas y puestos públicos, a la destrucción del arcaico sistema colonial que aún pocos años antes prevalecía en México, un sistema donde una iglesia retrógrada no se había cansado en ese siglo xix de traicionar las grandes luchas de la nación para no perder sus medievales privilegios, ese hombre, con sus arduos y laboriosos cincuenta y cinco años, comenzó a frecuentar la casa de la muchacha, que también visitaban dos grandes amigos de Ramírez y de la familia De la Peña: Guillermo Prieto e Ignacio Manuel Altamirano. “Fue un adversario terrible y gigantesco para la causa religiosa, pero de ninguna manera mezquino y despreciable”, escribió con admirable honestidad el católico José López Portillo y Rojas, quien elogió del Nigromante su dilatada sabiduría, su encendida elocuencia y su escrupulosa honradez. Desde mayo de aquel 1873 Ramírez debió encontrarse con cierta frecuencia en aquella casa al joven Acuña. Muy poco sabemos de la relación entre ambos pero resulta obvio que Acuña no sentía por él simpatía ni afecto, acaso por celos, recelos o desconfianza. Si Acuña tenía fama y juventud, Ramírez era un gigante histórico e intelectual. Cuenta López Portillo que le contaba Rosario que el visitante más asiduo era Ramírez, lo cual ponía a Acuña de mal humor, y lo hacía exclamar frases como: “¡Nunca se había visto un brujo con Rosario!” En uno de sus poemas del todo circunstanciales, escrito para el álbum de Asunción, hermana de Rosario, Acuña recomendó a esta, en versos graciosos, que se cuidara de quienes afirman que los ángeles vienen por las muchachas (la alusión al “nigromante” Ramírez es clarísima): 76

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Mire usted, Asunción, aunque algún ángel metiéndose a envidioso, conciba allá en el cielo el mal capricho de venir por la noche a hacerle el oso y en un rapto glorioso llevársela de aquí, como le ha dicho no sé qué nigromante misterioso, no vaya usted, por Dios, a hacerle caso, ni a dar con el tal ángel el mal paso.

El poema continúa haciéndole ver a la joven los peligros de que un ángel semejante la tome por asalto. Los únicos ángeles que le es dable recibir –dice– son sus hermanas Rosario y Margarita. Ultraganada tenía Ramírez su fama de hombre sarcástico pero la daga también lo cortaba minuciosamente a él. Si algo de este sarcasmo alcanzó a Acuña no queda rumor ni humo. Apenas sobreviven de ambos una escena, probablemente de ficción, y una frase de Ramírez. La escena –la describió Rosario a Núñez y Domínguez– fue aquella cuando Acuña entra de súbito a la sala de la casa de Rosario “lleno de guirnaldas y flores” [sic] luego de su triunfo en el Teatro Principal [sic], y las arroja a sus pies; Ramírez, nervioso, sale precipitadamente de la casa. La frase es la que Ramírez pronuncia al enterarse del suicidio del joven: “Es una estrella que se apaga”. Antes de Rosario, Ramírez no escribió poemas de amor. Entre 1874 y 1876, sobre todo en 1874, los redacta y la única destinataria es Rosario. En los contenidos de las breves composiciones hay, por un lado, una devoción por la diosa, y por el otro, un crudo autoescarnio, una ternura esperanzada y una encubierta tristeza. Aunque Ramírez era demasiado lúcido y consciente para crearse ilusorios castillos, aunque las burlas más despiadadas


las dirigía contra sí mismo por su edad y sus sufrimientos corporales, el viejo Anacreonte poseía un corazón grande para no esperar una línea de luz en el oscuro socavón. Y Ramírez, el magnífico Ramírez, escribió ese 1874 para la ávida joven poemas por el año nuevo, por el cumpleaños de ella, por el propio cumpleaños de Ramírez, para las páginas del álbum, y de nuevo y así y de nuevo. Después, al enterarse de las relaciones entre Rosario y Flores, muy probablemente el viejo corazón debió sentirse herido por la flecha sorpresiva. ¿Cuándo se enteró? Si Flores y Rosario se conocieron el 25 de agosto de 1874, debió de haber sido no mucho después. Por demás, Guillermo Prieto, el gran hermano de Ramírez, quien era muy amigo de la familia De la Peña, fungió inclusive de mediador –inútil– en los tratos de las familias de los jóvenes para la boda. Pero lo cierto es que Flores se la pasaba casi todo el tiempo en Puebla, mientras en Ciudad de México los jóvenes poetas, entre ellos amigos del mismo Acuña, no dejaban de rondar a la atrayente musa. Los poemas caían en cascada, y aunque algunos están muy mal hechos, parecen salidos de leña ardiente. Pero en 1876 las cosas se habían modificado tristemente para Ramírez. Aún enamorado pero sin ninguna ilusión ni esperanza, henchido de despecho y furia ante el acoso de los jóvenes a Rosario, escribe un soneto titulado “Al amor”. Es el testamento amoroso del gran hombre herido que se siente viejo y cargado de aflicciones pero que se sabe infinitamente superior a los rivales agavillados que lo atacan y no tienen otro mérito que su juventud para acosar a la amada, pero que por su sola juventud tienen más oportunidades de que los dardos den en el blanco. El gran viejo solo pide al Amor que le devuelva la juventud, aunque el Amor mismo acaudille a los rivales. El soneto no es sólo una despedida 78

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de Rosario, sino del amor, y es también el llanto de ira de un hombre que ha llegado al desierto de los años y sabe que más adelante sólo verá las planicies agobiadoras de ese desierto: ¿Por qué, amor, cuando espiro desarmado de mí te burlas? Llévate esa hermosa doncella, tan ardiente y tan graciosa que por mi triste lecho has asomado. En tiempo más feliz, yo supe osado extender mi palabra artificiosa como una red; y en ella, temblorosa más de una de tus aves he cazado. Hoy, de mí, mis rivales hacen juego cobardes atacándome en gavilla; y, libre, yo mi presa al aire entrego. Al inerme león el asno humilla. Vuélveme, Amor, mi juventud y luego tú mismo a mis rivales acaudilla.

Pero el corazón de Rosario ya se había entregado desde hacía dos años. 2) Rosario conoció a Manuel María Flores en un baile que organizó a su prima Manuela de la Peña, cónyuge del director del Conservatorio, Alfredo Bablot, el cronista del primer viaje del ferrocarril mexicano. Pese a todas las desdichas y destrucciones, fueron uno y otro el gran amor de su vida. Al momento de conocerse Flores tenía treinta y seis años y Rosario veintisiete. Al contrario de Acuña y Ramírez, Flores era bien parecido y pavoneaba su fama de tenorio. Su única limitación física, señala López Portillo y Rojas,


quien lo conoció en esos años, era su baja estatura. Flores había publicado meses antes su famoso libro de poemas Pasionarias, donde dejó vanidosamente las huellas de sus amores. Flores se lo dijo por escrito dos o tres veces: una de las cosas que le atrajo de Rosario fue saberla amada y cantada por los poetas, en especial Acuña y Ramírez, a quienes él conceptuaba como dos grandes. Pero también se sintió atraído por esa unión de incendio y sepulcro, de fogoso deseo y cenizas múltiples, en la historia amorosa de la joven (así lo escribe en su primera carta enviada desde Puebla del 3 de septiembre de 1874): “Rosario, Rosario... Tú vas dejando tumbas en tu camino, pero ¡no importa! ¡Yo te amo!”. A su vez Rosario debió sentirse atraída por la buena figura, la fama donjuanesca y el reconocimiento como poeta de Flores. Las familias canjearon visitas. La boda parecía inminente. Pero de súbito los problemas empezaron. Los meses corrían y Flores no daba color. Se la vivía más en Puebla que en México. Temerosa del ridículo, doña Margarita Llerena y Gotty envía discretamente como mediador a Guillermo Prieto a la casa de los Flores en la capital poblana. Pero Flores se declaró pobre y enfermo. Doña Margarita, estando juntos un día Rosario y Manuel María, armó un margallate y los acusó de tener como principios la falsedad y el engaño. Se declaró traicionada y gritó que se mofaban de sus hijas sólo porque no tenían padre y eran pobres. Flores se ofendió. A partir de entonces las visitas se espaciaron y aun el envío de cartas seguía cursos laberínticos. En loor de la pareja debe decirse que contra viento y marea nunca se dejaron de amar. En determinado momento la situación debió tornarse imposible por la simple y sencilla razón de que por su vida de crápula, Flores se había contagiado de la lúes o sífilis y el avance de la enfermedad causaba estragos. 80

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Desde mediados del decenio de los sesenta, Flores ya estaba invadido. En 1878 la noche empezó a bajar a sus ojos y en 1882 ya estaba totalmente ciego. O como López Portillo fija en una secuencia: empezó por utilizar anteojos negros, luego bastón y terminó siendo llevado por un lazarillo. En la enfermedad y sólo en ella, creemos, radicaba la razón de la imposibilidad del matrimonio. Las últimas cartas de Flores a Rosario no pueden leerse sin lágrimas en los ojos y con el corazón oprimido. En los meses postreros de su vida, Rosario y su madre cuidaron al poeta (la madre hacía tiempo lo había perdonado). Flores murió un día de mayo de 1885. El sepelio fue tan desolador como sus últimos años: sólo siguieron al ataúd doña Margarita, Rosario y un hermano de Rosario.

una casa de dama pobre En la última parte de su vida habitó en

calle Morelos 87, en el barrio de Tacubaya. En la casa vivían también su hermana Margarita, sus sobrinos Asunción y Juan y la familia de Juan. Hacia 1923, cuando Roberto Núñez y Domínguez la entrevista, las calles del antiguo pueblo eran polvorientas y sinuosas. Por desgracia, el periodista no describió la casa; como Urbina, sólo dijo que era pequeña. Rosario tenía al final de su vida una afección cardiaca, y vivía, sin ningún eufemismo, mucho más con las imágenes de los recuerdos lejanos que con el diario acontecer de los días presentes. Todavía siendo novia de Flores, y después de la muerte de Flores, para no olvidar la moda o la costumbre, otros poetas le escribieron versos: Heberto Rodríguez (febrero de


1877), F. Suzarte (19 de octubre de 1878), Ángel de Campo Micrós (finales de los años ochenta), Luis G. Urbina (8 de abril y 5 de mayo de 1890), el mismísimo peruano Carlos E. Amézaga (11 de junio de 1892), Juan Castro (tres poemas en 1912) y Enrique Santibánez (sin fecha). ¡Qué ironía! La mujer más idolatrada por los poetas en la historia de la literatura de México, la musa por excelencia, murió sin casarse. La guapa y arrogante mujer, inteligente, sensible y culta, a quien los poetas vieron como diosa, estatua u oscuro objeto del deseo, en vez del cuerpo de aquellos hombres, la acompañaron por décadas sus sombras, que surgían como fantasmas imprevistos en las páginas de un álbum, en poemas autógrafos, en retratos envejecidos y en cartas arrugadas y amarillentas. Menos que el sueño de la felicidad conyugal, la persiguió el signo de la condenación sombría. En lugar del incienso en el altar de la iglesia, terminó sólo “dejando tumbas en el camino”: la de un valiente capitán sableado en un duelo con un amigo por un mal entendido espantoso y de quien guardó hasta el final la banda verde que le regaló en los días de triunfo (1868); la de un joven poeta, que era el naciente fulgor de su generación (1873); la de un prócer de inteligencia de prodigio que agonizó y murió en medio de la pobreza extrema (1879), y la de un héroe cubano de corazón libre y generoso que cayó a las primeras de cambio en el campo de batalla luchando por la independencia de la isla natal (1895). Los años de oro de Rosario en la vida literaria se dieron entre 1873 y 1876; después vivió sobre todo de los reflejos y espejeos, de los ecos y resonancias del periodo inolvidable. Rosario murió el 24 de agosto de 1924 a causa de una pulmonía a la edad de 77 años acompañada por amigos y familiares:

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Su entierro –escribió Carmen Toscano en su hermosa biografía novelada– fue un acontecimiento social. En los periódicos de los días siguientes aparecieron artículos dedicados a la musa y la ceremonia fue solemne. La modesta casa que ocupaba en la avenida Morelos número 87, en Tacubaya, se vio invadida por literatos que iban a rendir los últimos honores a la musa. Sobrecargada la atmósfera con el aroma de las flores y la combustión de los cirios, en el rincón de la sala mortuoria, dentro de un blanco ataúd yacía el cuerpo de Rosario. Su rostro sereno y pálido no acusaba el sufrimiento y el mundo intelectual que llegó a contemplarla acaso sintió al verla, más que la presencia de la muerte de una mujer, la presencia de la muerte de un pasado.

Laura vivió aún cinco años más. Con la muerte de ambas entraba también a la casa de la noche una época singular de México llamada el romanticismo tardío, el cual, sin ellas, hubiera sido triste y radicalmente distinto.


EN NOMBRE DE ESE LAUREL PRESENTAC I Ó N

En cuanto a textos, EN NOMBRE DE ESE LAUREL contempla prácticamente toda la poesía escrita por Manuel Acuña de la que se tiene conocimiento. Incluye la primera edición recopilatoria de sus “Versos”, realizada por amigos a partir de publicaciones diversas, y los que añade José Luis Martínez en sucesivas apariciones de Obras: poesía y prosa (1949 y 2000). En la presente recopilación se excluyen, sin embargo, los poemas dedicados a su hermana Guadalupe (“A Lupe” y “A Lupita”), pues, tomando en cuenta las fechas y la calidad que muestran, suponemos que, o bien no pertenecían realmente a la obra del poeta (según José Farías Galindo, el primero fue dictado de memoria por su hermana Dolores), o no fueron escritos o acabados para su publicación (el otro, con inconsistencias verso a verso, fue supuestamente escrito después de “Ante un cadáver”). Por otra parte, la romanza “Lejos de ti”, del compositor Rafael Gálvez León, lleva una letra de Manuel Acuña (no incorporada hasta el momento en otras ediciones), y en este libro se encuentran tanto su partitura como la transcripción del texto literario. En El verdadero Manuel Acuña (1984), Pedro Caffarel Peralta se dio a la tarea de consignar las modificaciones (unas ínfimas, otras sustanciales) que sufrieron algunos poemas al aparecer en diarios, suplementos de la época e incluso en diversos manuscritos. Tales variantes han sido incorporadas en esta nueva edición, a manera


de glosas, para facilitar una lectura completa, holográfica, de cada uno de esas obras, y al mismo tiempo una visión más precisa de las cuestiones de estructura, ritmo y contenido que preocupaban a su autor. El objetivo de esta recopilación es agrupar el material existente sobre Manuel Acuña, presentarlo de forma más organizada –más atractiva incluso– y ofrecer un conjunto de obra, crítica e iconografía para los lectores del siglo XXI. La primera diferencia importante, respecto a las recopilaciones anteriores, es su nueva organización. Se respeta e incluso se vuelve más explícito el orden cronológico usado en sus principales ediciones, pero, ante todo, se separa a los poemas en dos bloques temáticos: “De amor y biográficos”, en el primer tomo, y “Científicos, cívicos, filosóficos…” en el segundo, con la intención de hacer mucho más visibles las múltiples facetas de su poesía. Podemos decir que esta edición de la obra de Manuel Acuña es como un anaglifo, una imagen alterada para verse en tercera dimensión a través de dos lentes de colores distintos, correspondientes, quizá huelga decirlo, a cada uno de estos tomos, con su organización y contenidos particulares. En cuanto a material crítico, esta edición incluye algunos textos publicados previamente y otros inéditos. Destacan los ensayos de


Marco Antonio Campos y Evodio Escalante, que prologan cada tomo, además de artículos y materiales complementarios –dos poemas de Eduardo Lizalde, una traducción de Samuel Beckett, artículos diversos– que enriquecerán sin duda la lectura de su obra y el conocimiento de su fugaz y luminosa trayectoria vital. Contra lo que suele suponerse, la obra de Manuel Acuña es particularmente vasta en temas e interpretaciones. Tratamos de ofrecer una edición personalizada, con anotaciones al margen, y nos hubiera gustado incluir además fragmentos resaltados, y los signos de nuestra admiración al lado de un gran número de versos, mas tal exceso quizá hubiera arruinado esos hallazgos para los lectores futuros. Tenemos fe, y paciencia: aunque la leyenda ha extendido y deformado su interpretación, y aunque la métrica tradicional (o cierta formación declamatoria) vuelve engañosamente simple el acceso a ciertos textos literarios, cuyo fondo se oscurece tras el brillo de la forma, en los últimos quince años un acercamiento más atento y generoso de la crítica le ha concedido o regresado a Acuña algunas de esas hojas de laurel que obtuvo en vida. Por ello la presente edición, además de un homenaje para el autor coahuilense, es una ocasión nueva y oportuna para el encuentro entre la obra, sus críticos y sus lectores.


OBRA POÉTICA, 1

POEMAS DE AMOR Y BIOGRÁFICOS 1865

1868

A MI MADRE EN SU CUMPLEAÑOS

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A MI MADRE EN SU DÍA

92

UN SUSPIRO

94

UN SUEÑO

95

MADRIGAL

96

LA BRISA

97

¡YA SÉ POR QUÉ ES!

100

YA VERÁS

103

LA AUSENCIA Y EL OLVIDO

105

SAN LORENZO

107

MENTIRAS DE LA EXISTENCIA

111

AISLAMIENTO

117

A CH…

120


1869

AMOR

122

¡POBRE FLOR!

127

A…

128

1870

OLVIDARTE JAMÁS

130

1871

LÁGRIMAS

138

1872

A LAURA

149

GRACIAS

153

POR ESO

156

MISTERIO

158

ESPERANZA

161

RESIGNACIÓN

164

EPITALAMIO

168

DOS VÍCTIMAS

171

ENTONCES Y HOY

174

LA FELICIDAD

178


1873

S/F

ADIÓS

180

A UNA FLOR

184

ESTA HOJA (A ROSARIO)

193

A ASUNCIÓN

194

CINERARIA

196

AL MOÑO DE MERCED

199

NOCTURNO

203

LAS RUINAS

208

HOJAS SECAS

210

LA GLORIA

227

OTRO FRAGMENTO

247


¿1865 ?

A mi madre en su cumpleaños Entre los lirios morados y las camelias hermosas; entre las mágicas rosas busqué una flor para ti. Aunque todas eran puras, encantadoras y bellas, ninguna entre todas ellas que fuese digna creí. Porque ninguna tenía las galas y la poesía de la flor que yo deseaba, de la flor de mi ilusión. Pero la busqué en seguida y encontré, por mi fortuna, una flor como ninguna, porque era del corazón. Esa flor que sólo nace en el corazón del hombre, y cuyo poético nombre es el cariño filial.

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OBRA POÉTICA 91

Acéptalo si te place como el amor de tu hijo; y en cambio sólo te exijo un recuerdo para mí.


1865 CA.

A mi madre en su día —¿Qué le ofreces, me decía una mañana una rosa, a tu madre en este día? —Recuerdos para la hermosa que en inocencia nacía. Y tú, rosa bella y pura, le dije entonces a ella, ¿qué le das a la natura que siempre, siempre procura por conservarte más bella? —Yo le doy mi suave encanto, yo le ofrezco mi ambrosía… —Y yo le ofrezco mi canto de un pecho que la ama tanto que sin ella moriría.

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DEDI C ATORIA AUT Ó G RA F A P ARA LA SRA .

RE F U G IO NARRO DE A C U Ñ A


1868

Un suspiro A mi querida hermana Lola

Si llega a tu ventana una paloma blanca y hermosa como el casto armiño, recíbela en tu pecho, Lola bella, y dale un beso en su rosado pico. Que la paloma al recibir tus besos ha de entregarte los que yo te envío, y así unidos, mis besos con los tuyos, se han de convertir en un suspiro.

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[un acento del alma y… un suspiro]


A Ch…

¿Quieres oír un sueño?... Pues anoche vi a la brisa fugaz de la espesura que al rozar con el broche de un lirio que se alzaba en la pradera grabó sobre él un “beso”, perdiéndose después rauda y ligera de la enramada entre el follaje espeso. Éste es mi sueño todo, y si entenderlo quieres, niña bella, une tus labios con los labios míos y sabrás quién es “él” y quién es “ella”.

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1868 CA.

Un sueño


1868 CA.

Madrigal A Ch…

Son tus labios tan rojos y tan bellos, y tan suave y tan dulce la dulce y suave miel que mana d’ellos que, si querube fuera y por unir tu boca con la mía existencia y Edén juntos perdiera, sin vacilar siquiera a existencia y Edén renunciaría.

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A mi querido amigo Juan C. Fernández

Aliento de la mañana que vas robando en tu vuelo la esencia pura y temprana que la violeta lozana despide en vapor al cielo: dime, soplo de la aurora, brisa inconstante y ligera, ¿vas por ventura a esta hora al valle que te enamora y que gimiendo te espera? ¿O vas acaso a los nidos de los jilgueros cantores que en la espesura escondidos, te aguardan medio adormidos sobre sus lechos de flores? ¿O vas anunciando acaso, soplo del alba naciente, al murmurar de tu paso, que el muerto Sol del Ocaso se alza ya niño en Oriente?

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1868

La brisa Imitación


Recoge tus leves alas brisa pura del Estío, que los perfumes que exhalas vas robando entre las galas de las violetas del río. Detén tu fugaz carrera sobre las risueñas flores de la loma y la pradera, y ve a despertar ligera al ángel de mis amores. Y dila, brisa aromada con tu murmullo sonoro, que ella es mi ilusión dorada y que en mi pecho grabada como a mi vida la adoro.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 99

AL G UNAS IN F LUEN C IAS

C A M P OA M OR / ES P RON C EDA / HU G O / B É C Q UER


1868

¡Ya sé por qué es! Dolora A Elmira

Era muy niña María, todavía, cuando me dijo una vez: —Oye, ¿por qué se sonríen las flores tan dulcemente cuando las besa el ambiente sobre su aromada tez? —Ya lo sabrás más delante, niña amante, la contesté yo… ¡después! Y más tarde, una mañana, la niña pura y hermosa, al entreabrirse una rosa, me dijo: ¡Ya sé por qué es! Y la graciosa criatura, blanca y pura se ruborizó… y después, ligera como las aves que cruzan por la campiña corrió hacia el bosque la niña diciendo: ¡Ya sé por qué es! Y yo la seguí jadeante, palpitante de ternura y de interés, 100


OBRA POÉTICA 101

y… oí un beso dulce y blando, y una voz después del beso, que fue a perderse en lo espeso, diciendo: ¡Ya sé por qué es! Era muy joven María todavía, cuando me dijo una vez: —Oye, ¿por qué la azucena se abate y llora marchita cuando el aura no la agita ni besa su blanca tez? —Ya lo sabrás más delante, niña amante, le contesté yo… ¡después! Y más tarde ¡ay! una noche, la joven de angustia llena al ver triste a una azucena me dijo: ¡Ya sé por qué es! Y ahogando un suspiro ardiente, la inocente me vio llorando… y después, corrió al bosque, y en el bosque esperó mucho la bella, y al fin… se oyó una querella diciendo: ¡Ya sé por qué es!


Era muy linda María, todavía, cuando me dijo una vez: —Oye, ¿por qué se sonríe el niño en la sepultura, con una risa tan pura, con tan dulce sencillez? Ya lo sabrás más delante, niña amante, le contesté yo… ¡después! Y… murió la pobre niña, en vez de llorar, sonriendo, y voló al azul, diciendo, diciendo: ¡Ya sé por qué es! Ya lo ves, mi hermosa Elmira, quien delira sufre mucho, ¡ya lo ves! Y así, ilusiones, mi encanto, ni acaricies ni mantengas, para que al llorar no tengas que decir: ¡Ya sé por qué es!

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


—Goza, goza, niña pura, mientras en la infancia estás; goza, goza esa ventura que dura lo que una rosa. —Qué, ¿tan poco es lo que dura? —Ya verás, niña graciosa, ya verás. —Hoy es un vergel risueño la senda por donde vas; pero mañana, mi dueño, verás abrojos en ella. —Pues qué, ¿sus flores son sueño? —Sueño nada más, mi bella, ya verás. —Hoy el carmín y la grana coloran tu linda faz; pero ya verás mañana que el llanto sobre ella corra... —Qué, ¿los borra cuando mana? —Ya verás cómo los borra, ya verás.

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1868

Ya verás

Dolora / Imitación


—Y goza, mi tierna Elmira, mientras disfrutas de paz; delira, niña, delira con un amor que no existe. —Pues qué, ¿el amor es mentira? —Y una mentira muy triste, ya verás. —Hoy ves la dicha delante y ves la dicha detrás; pero esa estrella brillante vive y dura lo que el viento. —Qué, ¿nada más un instante? —Sí, nada más un momento, ya verás. —Y así, no llores, mi encanto, que más tarde llorarás; mira que el pesar es tanto que hasta el llanto dura poco. —¿Tampoco es eterno el llanto? —Tampoco, niña, tampoco, ya verás.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


A Lola

Iba llorando la Ausencia, con el semblante abatido, cuando se encontró en presencia del Olvido, que al ver su faz marchitada, sin colores, la dijo con voz turbada: —“Ya no llores, niña bella, ya no llores, que si tu contraria estrella te oprime incansable y ruda, yo te prometo mi ayuda contra tu mal y contra ella”. Oyó la Ausencia llorando la propuesta cariñosa, y los ojos enjugando ruborosa, —“Admito desde el momento, buen anciano”, le dijo con dulce acento, “admito lo que me ofreces y que en vano he buscado tantas veces, yo que, triste y sin ventura, 105

1868

La ausencia y el olvido Dolora


la copa de la amargura he apurado hasta las heces�. Desde entonces, Lola bella, cariùoso y anhelante vive el Olvido con ella, siempre amante; y la Ausencia ya ni gime, ni doliente recuerda el mal que la oprime; que un amor ha concebido tan ardiente por el anciano querido, que si sus penas resiste, suspira y llora muy triste cuando la deja el Olvido.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


A mi querido amigo Antonio Carrillo

Dulce remedo del Edén perdido, vergel hermoso de pintadas flores, en donde unidos al zenzontli cantan los ruiseñores. Deja que admire y goce la belleza de tus silvestres y gentiles rosas, y que respire sus esencias puras y vaporosas. Deja que el poeta desgraciado y triste, que ansiando dichas padeceres halla, calme en tu seno la letal congoja con que batalla. Deja que mezcle el llanto de mis ojos con los raudales de tus claras fuentes, y mis gemidos al murmullo que ellas lanzan dolientes. Tú, cuyo viento arrullador y blando meció la cuna de mi tierna infancia, suave esparciendo en mi redor lo dulce de su fragancia.

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1868

San Lorenzo Paisaje


Tú, cuyas lilas de aromadas hojas paso negaban a la luz del día, frescas calmando para mí los rayos que despedía. Tú, cuyas brisas arrullaban leves mis gratos sueños con los cantos suyos, mientras las aves me brindaban puras con sus murmullos; deja que goce la celeste calma que se respira entre tus verdes hojas, y que un instante la tristeza olvide de mis congojas. ¡Es tan hermoso hallar lo que la mente sueño juzgaba en su dolor eterno…! ¡Es tan hermoso un lirio cuando sopla triste el invierno! Yo, que he regado mi fatal camino de mis ensueños con las flores bellas, y que la calma he visto disiparse mustia como ellas; yo, que oprimido por la dura garra de mi terrible y azarosa suerte,

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 109

sólo buscaba al ángel de las tumbas, ¡pálida muerte! Al encontrarme entre tus verdes plantas, dulce remedo del Edén perdido, tanto disfruto que mis penas hondas ¡echo en olvido! ¡Triste piloto que al mirar deshecha su débil barca por el raudo viento, al ver la Luna olvida, por gozarla, su sentimiento! Y es que tú encierras para el pecho mío una memoria de la edad risueña, en cada rama de tu bosque espeso y en cada peña. Y que tus ecos repetir parecen… el “Te amo” suyo lleno de ternura, y que tus fuentes aún la imagen guardan de su hermosura.

Deja, pues, deja que en tu seno busque la dulce calma por mi mal perdida,


mientras que llego al fin de la jornada, ¡tétrica vida! Y en tanto, selva, que llorando sigo ante los restos de mi muerta gloria, tú vive, vive, de mejores días, tierna memoria. Y cuando venga a contemplar tus galas la virgen pura en cuyo amor me inflamo… dila que la amo como siempre, selva, dila que la amo.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


¡Qué triste es vivir soñando con un mundo que no existe! Y qué triste ir viviendo y caminando sin ver en nuestros delirios, de la razón con los ojos, que si hay en la vida lirios son muchos más los abrojos. Nace el hombre, y al momento se lanza tras la esperanza, que no alcanza porque no se alcanza el viento; y corre, corre, y no mira al ir en pos de la gloria que es la gloria una mentira tan bella como ilusoria. No ve al correr como loco tras la dicha y los amores que son flores que duran poco, ¡muy poco! ¡No ve cuando se entusiasma con la fortuna que anhela

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1868

Mentiras de la existencia Dolora


que es la fortuna un fantasma que cuando se toca vuela! Y que la vida es un sueño del que, si al fin despertamos, encontramos el mayor placer pequeño; pues son tan fuertes los males de la existencia en la senda, que corren allí a raudales las lágrimas en ofrenda. Los goces nacen y mueren como puras azucenas, mas las penas viven siempre y siempre hieren; y cuando vuela la calma con las ilusiones bellas, su lugar dentro del alma queda ocupado por ellas. Porque al volar los amores dejan una herida abierta que es la puerta por donde entran los dolores; sucediendo en la jornada de nuestra azarosa vida,

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 113

que es para el pesar “entrada” lo que para el bien “salida”. Y todos sufren y lloran sin que una queja profieran, ¡porque esperan hallar la ilusión que adoran…! Y no mira el hombre triste cuando tras la dicha corre que sólo el dolor existe sin que haya bien que lo borre. No ve que es un fatuo fuego la pasión en que se abrasa, luz que pasa como relámpago, luego; y no ve que los deseos de su mente acalorada no son sino devaneos, no son más que sombra, nada. Que el amor es tan ligero cual la amistad que mancilla porque brilla sólo a la luz del dinero; y no ve cuando se lanza loco tras de su creencia


que son la fe y la esperanza mentiras de la existencia.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


JUAN DE DIOS PEZA Cd. de México, 1852 - 1910 Nacido en 1852, inició estudios en la Escuela de Agricultura. Después fue alumno del Colegio de San Ildefonso, y posteriormente se matriculó en la Escuela de Medicina, donde hizo gran amistad con Manuel Acuña. No terminó sus estudios y se dedicó a las letras, influido por la causa liberal y por un sentido del deber que le impulsaba a propagar las ideas del liberalismo mexicano. Para ello, se hizo periodista. Después de la muerte de Acuña, hizo carrera política y ocupó varios cargos públicos, pero nunca cejó en su vocación literaria. Quizá influida por el abandono de su mujer, quien lo dejó con dos hijos pequeños, su poesía es realista, tierna e intimista, y ha sido traducida a varios idiomas. Fue el mejor amigo de Acuña, e incluso éste le llamaba “hermano”. El día 5 de diciembre, caminando ambos por la Alameda, el coahuilense le pidió que lo buscara en su cuarto al día siguiente. Fue el último de los amigos al que el poeta quiso ver en vida, y quien encontró su cadáver.


SOLEDAD CELI (Sin datos)

Celi, como la llamaba cariñosamente Acuña, era una lavandera que ofrecía sus servicios a los estudiantes de la Escuela de Medicina. Ella y el poeta se conocieron cuando éste necesitó quien le preparara su ropa y Soledad le fue recomendada por sus amigos. Entre ellos pronto nacieron una amistad y un cariño desinteresados. Al poco tiempo, ella ya le aseaba el cuarto también. Quizá el joven estudiante de medicina la viera como una figura maternal que le ayudara a aminorar su sentimiento de soledad en la Ciudad de México. Cuando el joven no le podía pagar, ella no le cobraba. Incluso, en una ocasión, Soledad le llegó a obsequiar una camisa para que pudiera asistir a un compromiso de gala. De ella, nos dicen sus amigos que era “algo mayor, morena, seria, y tan recatada en sus maneras, que inspiraba respeto entre los estudiantes”. Nadie vio tan de cerca las penurias de Acuña, ni resintió más su muerte.


Todos lloran; pero al menos cuando muestran su quebranto de angustia y pesares llenos hallan una mano amiga que sus dolencias mitiga y enjuga su acerbo llanto. Y sólo yo, ¡triste suerte!, lloro y lloro en la agonía del dolor y de la muerte, sin encontrar en mi senda ¡ni una alma que me comprenda! ¡ni una alma para la mía! El Sol al dejar el cielo y al ocultar sus fulgores de la noche tras el velo, muere… pero acompañado del aroma delicado con que le brindan las flores. Y muere… pero las aves al no mirar sus destellos callan sus trinos süaves,

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1868

Aislamiento


y entre quejas y gemidos van a esconderse en sus nidos cuando se esconden aquéllos. Y el lirio que se consume muere marchito y sin galas, sin color y sin perfume; pero al perder su belleza siente que el aura lo besa cubriéndole con sus alas. Y la fuente que se agota, sus aguas y sus espumas perdiendo gota por gota, mira al cisne que suspira cuando el espejo no mira que retrataba sus plumas. Y todos, todos los seres encuentran en su quebranto quien calme sus padeceres, y sólo yo… sin abrigo, sufro y no hallo un ser amigo que venga a enjugar mi llanto. Y así corriendo y corriendo del mundo entre los abrojos,

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 119

voy llorando y voy gimiendo al sentir bajo las huellas de mis ilusiones bellas los palpitantes despojos. Y gimo y el mundo canta, y entre copas y ruïdo su alegre cantar levanta mientras mi voz lastimera no encuentra un eco siquiera que gima con su gemido. Y entre el pesar y el dolor sufro y sufro en mi agonía. Maldito y aislado y solo, sin encontrar en mi senda ¡ni una alma que me comprenda! ¡ni una alma para la mía!


1868

A Ch... Si supieras, niña ingrata, lo que mi pecho te adora; si supieras que me mata la pasión que por ti abrigo; tal vez, niña encantadora, no fueras tan cruel conmigo. Si supieras que del alma con tu desdén ha volado fugaz y triste la calma, y que te amo más mil veces que las violetas al prado y que a los mares los peces; tal vez entonces, hermosa, oyeras el triste acento de mi querella amorosa; y atendiendo a mi reclamo mitigaras mi tormento con un beso y un “yo te amo”. Si supieras, dulce dueño, que tú eres del alma mía el solo y único sueño

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OBRA POÉTICA 121

y que al mirar tus enojos, la ruda melancolía baña en lágrimas mis ojos; tal vez entonces me amaras y con tus labios de niño mis labios secos besaras; y cariñosa y sonriente a mi constante cariño no fueras indiferente. Ámame, pues, niña pura ya que has oído el acento del que idolatrarte jura, y atendiendo a mi reclamo, ven y calma mi tormento con un beso y un “yo te amo”.


1869

Amor ¡Amar a una mujer, sentir su aliento, y escuchar a su lado lo dulce y armonioso de su acento; tener su boca a nuestra boca unida y su cuello en el nuestro reclinado es el placer más grato de la vida, el goce más profundo que puede disfrutarse sobre el mundo! Porque el amor al hombre es tan preciso como el agua a las flores, como al querube ardiente el paraíso; es el prisma de mágicos colores que transforma y convierte las espinas en rosas, y que hace bella hasta la misma muerte a pesar de sus formas espantosas. Amando a una mujer olvida el hombre hasta su misma esencia, sus deberes más santos y su nombre; no cambia por el cielo su existencia; y con su afán y su delirio, loco, acaricia sonriendo su creencia y el mundo entero le parece poco... y quitadle al zenzontli la armonía, 122


OBRA POÉTICA 123

y al águila su vuelo, y al luminar espléndido del día el azul pabellón del ancho cielo, y el mundo seguirá... Mas la criatura, del amor separada, morirá como muere marchitada la rosa blanca y pura que el huracán feroz deja tronchada; como muere la nube y se deshace en perlas cristalinas si le hace falta un Sol que la sostenga en la etérea región de las ondinas. ¡Amor es Dios!, a su divino fiat brotó la tierra con sus gayas flores y sus selvas pobladas de abejas y de pájaros cantores, y con sus blancas y espumosas fuentes y sus limpias cascadas cayendo entre las rocas a torrentes; pero brotó sin canto ni armonía... Hasta que el beso puro de Adán y Eva, resonando en el viento, enseñó a las criaturas ese idioma, ese acento magnífico y sublime con que suspira el cisne cuando canta y la tórtola dulce cuando gime.


¡Amor es Dios!, y la mujer la forma en que encarna su espíritu fecundo; él es el astro y ella su reflejo, él es el paraíso y ella el mundo... Y vivir es amar. Quien no ha sentido latir el corazón dentro del pecho del amor al impulso, no comprende las quejas de la brisa que vaga entre los lirios de la loma, ni de la virgen casta la sonrisa, ni el suspiro fugaz de la paloma. ¡Existir es amar! Quien no comprende esa emoción dulcísima y süave, esa tierna fusión de dos criaturas gimiendo en un gemido, con un goce gozando y latiendo en unísono latido... Quien no comprende ese placer supremo, purísimo y sonriente, ése miente si dice que ha vivido; ése, si dice que ha gozado, miente. Y el amor no es el goce de un instante que en su lecho de seda nos brinda la ramera palpitante; no es el deleite impuro que hallamos al brillar de una moneda del cieno y de la infamia entre lo oscuro;

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 125

no es la miel que provoca y que deja, después que la apuramos, amargura en el alma y en la boca… Pureza y armonía, ángeles bellos y hadas primorosas en un Edén de luz y de poesía, en un pensil de nardos y de rosas, todo eso es el amor… Mundo en que nadie llora o suspira sin hallar un eco; fanal de bienandanza que hace que siempre ante los ojos radie la viva claridad de una esperanza. El amor es la gloria, la corona esplendente con que sueña del genio el alma grande la virgen sonrïente que pulsa el arpa o el acero blande. El Petrarca, sin Laura, no fuera el vate del sentido canto que hace brotar suspiros en el pecho y en la pupila llanto. Y el Dante sin Beatriz no fuera el poeta a veces dulce y tierno, y a veces grande, aterrador y ronco como el cantor salido del infierno… Y es que el amor encierra


en su forma infinita cuanto de bello el universo habita, cuando existe de ideal sobre la Tierra. Amor es Dios, el lazo que mantiene en constante armonía los seres mil de la creación inmensa; y la mujer la diosa, la encarnación sublime y sacrosanta que la pradera con su olor inciensa y que la orquesta del Supremo canta. ¡Y salve, amor!, emanación divina… …¡Tú, más blanca y más pura que la luz de la estrella matutina! ¡Salve, soplo de Dios!… y cuando mi alma deje de ser un templo a tu hermosura, ven a arrancarme el corazón del pecho, ven a abrir a mis pies la sepultura.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


—¿Por qué te miro así tan abatida, pobre flor? ¿En dónde están las galas de tu vida y el color? Dime, ¿por qué tan triste te consumes, dulce bien? ¿Quién vino a arrebatarte tus perfumes?, dime quién. —¿Quién?, ¡el delirio devorante y loco de un amor que me fue consumiendo poco a poco de dolor! Porque amando con toda la ternura de la fe, a mí no quiso amarme la criatura que yo amé. Y por eso sin galas me marchito triste aquí, siempre llorando en mi dolor maldito, ¡siempre así! Dijo la flor, y terminó su historia. ¡Pobre flor!... Yo gemí... era igual a la memoria de mi amor. 127

1869

¡Pobre flor!


1869

A... Si hay algún césped blando, cubierto de rocío, en donde siempre se halle dormida alguna flor, y donde siempre puedas coger, dulce bien mío, violetas y jazmines muriéndose de amor, yo quiero ser el césped florido y matizado donde descansen, niña, las huellas de tus pies, yo quiero ser el aura tranquila de ese prado, ¡para besar tus labios y agonizar después! Si hay algún seno amante que de ternura lleno se agite y estremezca no más para el amor, yo quiero ser, mi vida, yo quiero ser el seno donde tu frente inclines para dormir mejor. Yo quiero oír latiendo tu pecho junto al mío, yo quiero oír qué dicen los dos al palpitar, y luego alzar los ojos y ver en el vacío escrita con estrellas esta palabra: amar. Si hay algún sueño dulce y apasionado y blando, un sueño todo rosas, perfumes e ilusión, un sueño de esos sueños que pasan embriagando y que al pasar encienden en la alma la pasión, yo quiero ser, mi hermosa, mi dulce bien querido, ¡el lecho en que tú duermas para soñar así!

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OBRA POÉTICA 129

Yo quiero ser la cuna, yo quiero ser el nido que brote perfumados mil sueños para ti. Si hay algún cielo tibio donde una luz eterna alumbre una existencia de goces inmortal, un cielo en que la nube de tu ilusión se cierna cubriendo entre su niebla las formas de tu ideal, yo quiero ser quien alce las alas en el vuelo que te conduzca, niña, de tu deliro en pos; y a quien tus alas cubran cuando al dejar el cielo vengan a unir en una las almas de los dos.


1870

Olvidarte jamás ¿Cómo quieres que tan pronto olvide el mal que me has hecho si cuando me toco el pecho la herida me duele más? Entre el perdón y el olvido hay una distancia inmensa; perdonaré yo la ofensa, pero olvidarla ¡jamás!

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“Lejos de ti”: una romanza de Manuel Acuña Eduardo figueroa Orrantia

El proceso que lleva al redescubrimiento de la partitura “Lejos de ti”, con música de Rafael Gálvez León y letra de Manuel Acuña, inicia con su resguardo hace más de ciento veinte años por parte de la pianista Rosa de la Peña, radicada en Santa Catarina, Nuevo León y con raíces en Saltillo. Ella, al parecer, se dedicó a la enseñanza de música, pues en su repertorio se encuentra una considerable cantidad de metodologías, no solamente de piano sino también de mandolina. Como buena maestra, creó una extensa colección de material musical. Las partituras recopiladas por ella me fueron entregadas hace varios años por algunos de sus descendientes que, después de guardarlas por mucho tiempo, ya no contaban con espacio ni uso para ellas. El material se encontraba desalineado y revuelto en dos cajas de cartón sin un orden establecido. Con el paso del tiempo, a la colección “Rosa de la Peña” se le agregaron más donativos de partituras viejas cuyos dueños o herederos, no queriendo conservarlas, optaron por entregármelas para que se les diera algún uso. Así llegaron a mis manos los archivos de “Jesús S. y Sánchez” y de “R. Montemayor”. El uso que le di a estas colecciones fue, primordialmente, de catálogo y resguardo. En ocasiones tomaba alguna selección de partitura para realizar arreglos musicales y utilizarlos en los estudios de los grupos de la Banda Sinfónica Juvenil de Saltillo. Fueron usadas además para diversas exposiciones (una de ellas conmemorativa al centerario de la Revolución, en el Museo del Palacio de Gobierno de Coahuila) y para la edición del libro Notas con Historia. Partituras presentes en el noreste de México 131


UNA RO M AN Z A DE M ANUEL A C U Ñ A

LE J OS DE TI

durante el porfiriato y la Revolución, a iniciativa expresa del Lic. Armando Javier Guerra, a la sazón director general del Instituto Coahuilense de Cultura. La obra “Lejos de ti” pertenece al catálogo 532 de la casa editora H. Nagel Sucesores, con domicilio en la Calle de la Palma número 5 en la Ciudad de México (originalmente la calle de la Palma incluía únicamente la cuadra ubicada entre las actuales calles Madero y 16 de Septiembre). Este catálogo presenta en su portada una selección de 39 obras intitulada “Piezas escogidas para canto con acompañamiento de piano. Serie 1”. Bajo el encabezado encontramos una lista que incluye romanzas, danzas y canciones además de melopeyas, letanías, melancolías y playeras. Los trabajos se encuentran ordenados alfabéticamente por el primer apellido del compositor musical, y allí encontramos en el lugar dieciocho: “Galvez Leon, R., Lejos de ti, Romanza… $0.50”. Al interior (página 3), vemos en el encabezado la dedicatoria “A mi discípula la Señorita Lucinda Ardoñez” seguida del título “Lejos de ti, Romanza para Mezzo-Soprano”. Según la costumbre, después del encabezado y a mano derecha se encuentra el nombre del compositor: “Musica de Rafael Galvez Leon. Op. 20 [sic]” y a la izquierda se lee: “Letra de Manuel Acuña”.


pases escritos en la tonalidad de Mi bemol mayor con un tipo de compás de 4/4. Resulta fácil dejar volar la imaginación hacia esa época e imaginar una reunión de artistas departiendo y compartiendo el fluir de las musas por sus respectivos campos creativos. En lo personal, imagino al maestro Gálvez León realizando la composición musical en solitario. De alguna manera no veo en esto el trabajo en equipo con Acuña al estilo de muchos otros compositores y letristas que acostumbran realizar jornadas de trabajo conjunto para lograr ese empalme literario-musical. Por el contrario, en “Lejos de ti” se intuye la musicalización de una letra, quizá, pensada como el fragmento literario de una composición musical. Felizmente, el resultado final no demerita ni a la música ni a la letra. La ausencia de Acuña en el mundo musical se ve felizmente eliminada por la aparición de esta obra dedicada, por su compositor, a una alumna del México del porfiriato. El maestro no logró pasar a los registros en los libros de historia y, hasta el momento, sólo una oscura referencia ha sido encontrada en archivos parroquiales. En cuanto a Acuña, esta aparición coincidente con los festejos de su aniversario ha abierto una línea de investigación que de momento ya nos guía hacia otra partitura con letra del maestro saltillense. Esperemos que en un futuro no muy lejano podamos disfrutar de alguna otra melodía escrita en el tiempo de vida y con la letra del maestro Manuel Acuña.

UNA RO M AN Z A DE M ANUEL A C U Ñ A

lódico y de una calidad de composición muy agradable. Consta de cuarenta com-

LE J OS DE TI

El contenido musical es, como podría esperarse de una romanza, bastante me-


UNA RO M AN Z A DE M ANUEL A C U Ñ A

LE J OS DE TI

Lejos de ti Son tristes, lánguidas Las horas mías Desde el momento Que te perdí,

Y son más negras Y más sombrías Al encontrarme Lejos de ti, Al encontrarme Lejos de ti. Tal vez dichosa A ti no llegan Los ecos tristes De mi dolor

Ni los suspiros ¡Ay! de mi amor. La angustia horrible Me está matando, Bello angel mío, Ven hacia mí,

Mira que sufro Y estoy llorando, Que yo no puedo Vivir sin ti, Que yo no puedo Vivir sin ti. Tal vez no escuchas Ni aun el gemido Que arranca el alma En mi dolor, Y por ti muero ¡Ay! de aflicción. Bello angel mío, Ven hacia mí, Vivir no puedo Lejos de ti.





1871

Lágrimas A la memoria de mi padre Cum subit illius tristissima noctis imago,

Quæ mihi supremum tempus in urbe fuit;

Cum repeto noctem, qua tot mihi cara reliqui, Labitur ex oculis nunc quoque gutta meis.

Ovidio. Elegía III

Aún era yo muy niño, cuando un día, cogiendo mi cabeza entre sus manos y llorando a la vez que me veía “¡Adiós! ¡Adiós!”, me dijo; “Desde este instante un horizonte nuevo se presente a tus ojos; vas a buscar la fuente donde apagar la sed que te devora; marcha… y cuando mañana al mal que aún no conoces ofrezcas de tu llanto las primicias,

[le rindas de tu llanto las primicias]

ten valor y esperanza, anima el paso tardo, y mientras llega de tu vuelta la hora ama un poco a tu padre que te adora, y ten valor y… marcha... yo te aguardo”. Así me dijo, y confundiendo en uno su sollozo y el mío me dio un beso en la frente…

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OBRA POÉTICA 139

Sus brazos me estrecharon… y después… a los pálidos reflejos del Sol que en el crepúsculo se hundía sólo vi una ciudad que se perdía con mi cuna y mis padres a lo lejos. El viento de la noche, saturado de arrullos y de esencias, soplaba en mi redor, tranquilo y dulce como aliento de niño; tal vez llevando en sus ligeras alas con la tibia embriaguez de sus aromas, el acento fugaz y enamorado del silencioso beso de mi madre sobre del blanco lecho abandonado… Las campanas distantes repetían el toque de oraciones… una estrella apareció en el seno de una nube; tras de mi oscura huella la inmensidad se alzaba… yo entonces me detuve, y haciendo estremecer el infinito de mi dolor supremo con el grito: “Adiós, mi santo hogar”, clamé llorando; “¡Adiós, hogar bendito, en cuyo seno viven los recuerdos


más queridos de mi alma… pedazo de ese azul en donde anidan mis ilusiones cándidas de niño… quién sabe si mis ojos no volverán a verte…! ¡Quién sabe si hoy te envío el adiós de la muerte…! Mas si el destino rudo ha de darme el morir bajo tu techo, si el ave de la selva ha de plegar las alas en su nido, ¡guárdame mi tesoro, hogar querido, guárdame mi tesoro hasta que vuelva!”. Las lágrimas brotaron a mis hinchados párpados… las sombras espesas y agrupadas de repente se abrieron de los astros a la huella… Cruzó una luz por lo alto, alcé la frente, el cielo era una página y en ella vi esta cifra: —¡Detente! ¡Detente!… y a mi oído llegó como un arrullo de paloma la nota de un gemido; algo como un suspiro de la noche rompiendo del silencio la honda calma; algo como la queja

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 141

de una alma para otra alma… algo como el adiós con que los muertos, del amor al esfuerzo soberano, saludan desde el fondo de sus tumbas al recuerdo lejano!

Al despertar de aquel supremo instante de letargo sombrío, la noche de la ausencia desplegaba su impenetrable velo, sus sombras sin estrellas, su atmósfera de hielo… esa odiosa ceguez en que el ausente proscrito del cariño cumple con su destierro, suspirando por sus recuerdos vírgenes de niño; ese inmenso dolor que hace del alma en el terrible y solitario viaje, un árido desierto en donde es un miraje cada punto y en donde es un amor cada miraje… Y así de la ampolleta de mi vida se deslizaban las eternas horas sobre mi frente mustia y abatida, sonando al extenderse en lontananza


como una dulce estrofa desprendida del arpa celestial de la esperanza; así, cuando una vez, en el instante en que la blanca flor de mi delirio desplegaba en los aires su capullo, cuando mi muerta fe se estremecía bajo sus ropas fúnebres de duelo al ver flotando en el azul del cielo el alma de mi hogar sobre la mía, cuando iba ya a sonar para mis ojos la última hora del llanto y se cambiaba en música de salve la música elegiaca de mi canto, mi corazón, como la flor marchita que se abre a las sonrisas de la aurora esperando la vida de sus rayos, también se abrió… para plegar su broche, a las caricias del amor abierto, encerrando en el fondo de su noche ¡las caricias de un muerto!… En el espacio blanco y encendido por los trémulos rayos de la Luna yo vi asomar su sombra… la gasa del sepulcro lo envolvía con sus espesos pliegues…

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 143

en su frente espectral se dibujaba una aureola de angustia, lo que dijo se perdió en la región donde flotaba… su mano me bendijo… su pecho sollozaba… la sombra se elevó como la niebla que en la mañana se alza de los campos; cerré los ojos suspirando, y luego… oí un adiós en la profunda calma de aquella inmensidad muda y tranquila, y al levantar de nuevo la pupila ¡el cielo estaba negro como mi alma! En el reloj terrible donde cada dolor marca su instante, el destino inflexible señalaba la cifra palpitante de aquella hora imposible; hora triste en que el íntimo santuario de mis sueños de gloria, vio su altar solitario, convertido su Sol en tenebrario y su culto en memoria… Hora negra en que la urna consagrada para envolverte, ¡oh, padre!, del cariño en la esencia perfumada, fue un sepulcro sombrío


donde sólo dejaste tu recuerdo para hacer más inmenso su vacío.

[para hacer más intenso su vacío]

¡Padre… perdón porque te amaba tanto que en el orgullo de mi amor creía darte en él un escudo! ¡Perdón porque luché contra la suerte y desprenderme de tus brazos pudo! ¡Perdón porque a tu muerte le arrebaté mis últimas caricias y te dejé morir sin que rompiendo mi alma los densos nublos de la ausencia, fuera a unirse en un beso con la tuya y a escuchar tu postrera confidencia! Sobre la blanca cuna en que de niño me adurmieron los cantos de la noche, el cielo azul flotaba, y siempre que mis párpados se abrían, siempre hallé en ese cielo dos estrellas que al verme desde allí se sonreían; mañana que mis ojos se alcen de nuevo hacia el espacio umbrío que se mece fugaz sobre mi cuna, tú sabes, padre mío, que sobre aquella cuna hay un vacío, que de esas dos estrellas me falta una.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 145

Caíste... de los libros de la noche yo no tengo la ciencia ni la clave; en la tumba en que duermes yo no sé si el amor tiene cabida... Yo no sé si el sepulcro puede amar a la vida; pero en la densa oscuridad que envuelve mi corazón para sufrir cobarde, yo sé que existe el germen de una hoguera que a tu memoria se estremece y arde... Yo sé que es el más dulce de los nombres el nombre que te doy cuando te llamo, y que en la religión de mis recuerdos tú eres el dios que amo. Caíste… de tu abismo impenetrable la helada niebla arroja su negra proyección sobre mi frente, crepúsculo que avanza derramando en el aire transparente las sombras de una noche sin oriente y el capuz de un dolor sin esperanza. Padre… duérmete… mi alma estremecida te manda su cantar y sus adioses; vuela hacia ti, y flotando sobre la piedra fúnebre que sella


tu huesa solitaria, mi amor la enciende, y sobre ti, sobre ella, en la noche sin fin de tu sepulcro mi alma serรก una estrella.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


AGUSTÍN F. CUENCA Cd. de México, 1850 - 1884 Poeta romántico, nació en la Ciudad de México en 1850. Originalmente ingresó a la Escuela de Jurisprudencia, pero dejó trunca su carrera para dedicarse al periodismo y las letras. Varios periódicos de la época le abrieron las puertas, además de la importante revista literaria El Parnaso mexicano. Ahí, se dio a conocer con algunos de sus poemas y alguna que otra obra dramática. Sus composiciones poéticas son suaves y elegantes, de corte romántico. También era invitado recurrente en las reuniones literarias en casa de Rosario de la Peña. Fue él, finalmente, quien se casó con Laura Méndez, poetisa que primero estuvo ligada sentimentalmente con Acuña y a quien le dio un hijo. No alcanzó a publicar sus obras reunidas, pues murió a los 34 años de edad. Fue hasta 1920 que Manuel Toussaint compiló y prologó algunos de sus poemas. Fue el único escritor de oposición en momentos en que la libertad de imprenta fue suprimida. Sufrió la multa y censura por parte del gobierno de Lerdo de Tejada a uno de sus artículos.


LAURA MÉNDEZ Hda. de Tamariz, 1853 Cd. de México, 1928 Nació en 1853, en Hacienda de Tamariz, Estado de México. Al poco tiempo, su familia se traslada a la Ciudad de México, donde cursa la carrera normalista. Desde joven sentía atracción por las letras, y frecuenta los círculos literarios en los que Acuña ya es una figura que va cobrando realce. Ella también escribe poesía, con un vigor elogiado por muchos de sus contemporáneos. Los dos poetas entablan una relación de la que nacerá un hijo, que morirá a los tres meses, mes y medio después del suicidio de su padre. Laura casó con el poeta Agustín Cuenca, quien murió al poco tiempo. Acepta un cargo en el gobierno porfirista que la lleva a San Francisco, California, a donde parte sin hablar ni una palabra de inglés, muestra del carácter apasionado y decidido de esta mujer. Asimismo, es comisionada en viajes oficiales a varios otros países. Fue una de las primeras feministas mexicanas. Fundó varias publicaciones, y publicó narrativa y poesía en otras. Muere en 1928.


Yo te lo digo, Laura… quien encierra valor para romper el yugo necio de las preocupaciones de la tierra. Quien sabe responder con el desprecio a los que amigos del anacronismo

[Quien sabe constestar con el desprecio]

defienden el pasado a cualquier precio. Quien sacudiendo todo despotismo a ninguno somete su conciencia y se basta al pensar consigo mismo. Quien no busca más luz en la existencia que la luz que desprende de su foco el Sol de la verdad y la experiencia.

[el Sol de la Razón y la experiencia.]

Quien ha sabido en este mundo loco encontrar el disfraz más conveniente para encubrir de nuestro ser lo poco. Quien al amor de su entusiasmo siente [Quien se alza al cielo y al alzarse

siente]

que algo como una luz desconocida baja a imprimir un ósculo en su frente.

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1872

A Laura


Quien tiene un corazón en donde anida el genio a cuya voz se cubre en flores la paramal tristeza de la vida; y un ser al que combaten los dolores [y un ser a quien agitan los amores] y esa noble ambición que pertenece al mundo de las almas superiores; culpable es, y su lira no merece si debiendo cantar, rompe su lira

[si debiendo cantar, rompe la lira]

y silencioso y mudo permanece.

[y silenciosa y muda permanece.]

Porque es una tristísima mentira

[Que fuera una tristísima mentira]

ver callado al zentzontle y apagado el tibio Sol que en nuestro cielo gira;

[el limpio Sol que en nuestro cielo gira;]

o ver el broche de la flor cerrado

[o ver el broche de una flor cerrada]

cuando la blanca luz de la mañana derrama sus caricias en el prado.

[derrama sus caricias sobre el prado.]

Que indigno es de la gloria soberana, quien siendo libre para alzar el vuelo, [quien teniendo el poder de alzar el

vuelo,] [al ensayar el vuelo no se afana.]

al ensayar el vuelo se amilana. Y tú, que alientas ese noble anhelo, ¡mal harás si hasta el cielo no te elevas para arrancar una corona al cielo…!

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL

[para robarle una corona al cielo…!]


OBRA POÉTICA 151

Álzate, pues, si en tu interior aún llevas el germen de ese afán que pensar te hace [el germen de ese afán que soñar en nuevos goces y delicias nuevas. Sueña, ya que soñar te satisface

te hace] [con nuevos goces y delicias nuevas.] [Sueña, ya que el soñar te satisface]

y que es para tu pecho una alegría cada ilusión que en tu cerebro nace.

[cada ambición que en tu cerebro nace.]

Forja un mundo en tu ardiente fantasía, ya que encuentras placer y te recreas en vivir delirando noche y día.

[en estar delirando noche y día.]

Alcanza hasta la cima que deseas, mas cuando bajes de esa cima al mundo refiérenos al menos lo que veas. Pues será un egoísmo sin segundo, que quien sabe sentir como tú sientes se envuelva en un silencio tan profundo. Haz inclinar ante tu voz las frentes, [Haz inclinar ante tu voz las gentes,] y que resuene a tu canción unido el general aplauso de las gentes. Que tu nombre do quiera repetido, resplandeciente en sus laureles sea quien salve tu memoria del olvido;

[y que resuene con tu canto unido]


y que la tierra en tus pupilas lea la leyenda de una alma consagrada al sacerdocio augusto de la idea. Sí, Laura…, que tus labios de inspirada nos repitan la queja misteriosa que te dice la alondra enamorada; que tu lira tranquila y armoniosa nos haga conocer lo que murmura cuando entreabre sus pétalos la rosa; que oigamos en tu acento la tristura de la paloma que se oculta y canta desde el fondo sin luz de la espesura; o bien el grito que en su ardor levanta el soldado del pueblo, que a la muerte envuelto en su bandera se adelanta. Sí, Laura… que tu espíritu despierte para cumplir con su misión sublime, y que hallemos en ti a la mujer fuerte que del oscurantismo se redime.

152

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


¡A ti, niña, la voz del sentimiento, la palabra dulcísima y serena… que me has hecho, al arrullo de tu acento, olvidar este eterno sufrimiento al que Dios o la suerte me condena! ¡A ti… la blanca estrella, a la que debo la luz de un rayo de ilusión y calma, yo que hace tanto tiempo que no llevo más que luto y tinieblas en el alma! A ti… la que te llamas mensajera de un porvenir de ensueños y de gloria que mi espíritu muerto ya no espera… la dulce golondrina, la que me hablas de una mañana y de una primavera, en medio de estas brumas invernales, y en medio de estos ásperos breñales que ya no brotan ni una flor siquiera. ¡Gracias…! si tú no sabes ni adivinas la suprema ventura que se siente cuando de la corona de la frente viene alguien a quitarnos las espinas; si ignoras lo que vale una frase de amor y de consuelo

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1872

Gracias


para aquel que suspira sin un cielo que guarde el ¡ay! que de su pecho sale; yo no, que acostumbrado a llorar mis dolores siempre solo y en el fondo de mi alma retirado, yo, niña, he comprendido que no hay queja como la queja que respuesta no halla, que no hay pesar como el pesar oculto, que no hay dolor como el dolor que calla, y que triste el llorar, agobia menos la calcinante lágrima que rueda, cuando una mano cariñosa enjuga la que temblando en las pestañas queda. ¡Sí, niña! desde ahora ya al sufrimiento no seré cobarde, ni me hará estremecer aterradora la llegada tristísima de esa hora que empieza en las tinieblas de la tarde; te tengo a ti… la que a mi lado vienes cuando el consuelo de tu voz reclamo... la que me das tus brazos y tu abrigo, la que sufres conmigo si yo sufro, la que al verme llorar lloras conmigo…! ¡Gracias! y si algún día, cuando tu pecho al desengaño abras, llegas a padecer esta agonía y esta negra y letal melancolía

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 155

que tanto han endulzado tus palabras; si alguna vez te miras en el mundo sola y abandonada a tu congoja, sin encontrar en tu dolor profundo quien tus calladas lágrimas recoja; llámame entonces, y a tu blando lecho, mientras que tú dormitas y descansas yo iré a velar tranquilo y satisfecho y a encender en el fondo de tu pecho la estrella de las dulces esperanzas; llámame… y cuando en vano tiendas la vista en tu redor sombrío, yo iré a llevarte en el consuelo mío los besos y el cariño de un hermano.


1872

Por eso Porque eres buena, inocente como un sueño de doncella, porque eres cándida y bella como un nectario naciente. Porque en tus ojos asoma con un dulcísimo encanto, todo lo hermoso y lo santo del alma de una paloma. Porque eres toda una esencia de castidad y consuelo, porque tu alma es todo un cielo de ternura y de inocencia. Porque al Sol de tus virtudes se mira en ti realizado el ideal vago y soñado de todas las juventudes; por eso, niña hechicera, te adoro en mi loco exceso; por eso te amo, y por eso te he dado mi vida entera.

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OBRA POÉTICA 157

Por eso a tu luz se inspira la fe de mi amor sublime; ¡por eso solloza y gime como un corazón mi lira! Por eso cuando te evoca mi afán en tus embelesos, siento que un mundo de besos palpita sobre mi boca. Y por eso entre la calma de mi existencia sombría, mi amor no anhela más día que el que una mi alma con tu alma.


1872

Misterio Si tu alma pura es un broche que para abrirse a la vida quiere la calma adormida de las sombras de la noche. Si buscas como un abrigo lo más tranquilo y espeso, para que tu alma y tu beso se encuentren sólo conmigo. Y si temiendo en tus huellas testigos de tus amores, no quieres ver más que flores, más que montañas y estrellas; yo sé muchas grutas, y una donde podrás en tu anhelo, ver un pedazo de cielo cuando aparezca la Luna, donde a tu tímido oído no llegarán otros sones que las tranquilas canciones de algún ruiseñor perdido.

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OBRA POÉTICA 159

Donde a tu mágico acento y estremecido y de hinojos, veré abrirse ante mis ojos los mundos del sentimiento. Y donde tu alma y la mía, como una sola estrechadas, se adormirán embriagadas de amor y melancolía. Ven a esa gruta, y en ella yo te diré mis desvelos, hasta que se hunda en los cielos la luz de la última estrella, y antes que el ave temprana su alegre vuelo levante y entre los álamos cante la vuelta de la mañana, yo te volveré al abrigo de tu estancia encantadora, donde el recuerdo de esa hora vendrás a soñar conmigo… Mientras que yo en el exceso de la pasión que me inspiras


iré a soñar que me miras, e iré a soñar que te beso.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


Mi alma, la pobre mártir de mis ensueños dulces y queridos, la viajera del cielo, que caminas con la luz de un delirio ante los ojos, no encontrando a tu paso más que abrojos ni sintiendo en tu frente más que espinas, sacude y deja el luto con que la sombra del dolor te envuelve, y olvidando el gemir de tus cantares deja la tumba y a la vida vuelve. Depón y arroja el duelo de tu tristeza funeral y yerta, y ante la luz que asoma por el cielo en su rayo de amor y de consuelo, saluda al porvenir que te despierta. Transforma en Sol la Luna de tus noches eternas y sombrías; renueva las sonrisas que en la cuna para hablar con los ángeles tenías; y abrigando otra vez bajo tu cielo, de tus horas de niña la confianza, diles tu último adiós a los dolores,

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1872

Esperanza


y engalana de nuevo con tus flores las ruinas del altar de tu esperanza. Ya es hora de que altivas tus alas surquen el azul como antes; ya es hora de que vivas, ya es hora de que cantes; ya es hora de que enciendas en el ara la blanca luz de las antorchas muertas, y de que abras tu templo a la que viene en nombre del amor ante sus puertas. ¡Bajo el espeso y pálido nublado que enluta de tu frente la agonía, aún te es dado que sueñes, y aún te es dado vivir para tus sueños todavía!… ¡Te lo dice su voz, la de aquel ángel cuya memoria celestial y blanca es el solo entre todos tus recuerdos que ni quejas ni lágrimas te arranca!… ¡Su voz dulce y bendita que cuando tu dolor aún era niño, bajaba entre tus cánticos de muerte, mensajera de amor a prometerte la redención augusta del cariño!…

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 163

Y yo la he visto, ¡mi alma!, desgarrando del manto de la bruma el negro broche y encendiendo a la luz de su mirada, esas dulces estrellas de la noche que anunciaban la alborada!… ¡Yo he sentido el perfume voluptuoso del crespón virginal que la envolvía, y he sentido sus besos, y he sentido que al acercarse a mí se estremecía!… ¡Si, mi pobre cadáver, desenvuelve los pliegues del sudario que te cubre; levántate, y no caves tu propia tumba en un dolor eterno!… La vuelta de las aves te anuncia ya que terminó el invierno; saluda al Sol querido que en el Levante de tu amor asoma, y ya que tu paloma vuelve al nido, reconstrúyele el nido a tu paloma.


1873

Resignación A…

¡Sin lágrimas, sin quejas, sin decirlas adiós, sin un sollozo! Cumplamos hasta lo último… la suerte nos trajo aquí con el objeto mismo, los dos venimos a enterrar el alma bajo la losa del escepticismo.

[bajo el sepulcro del escepticismo.]

Sin lágrimas… las lágrimas no pueden devolver a un cadáver la existencia; [devolverle a un cadáver la existencia;] que caigan nuestras flores y que rueden, pero al rodar, siquiera que nos queden seca la vista y firme la conciencia. ¡Ya lo ves! para tu alma y para mi alma los espacios y el mundo están desiertos... los dos hemos concluido, y de tristeza y aflicción cubiertos, ya no somos al fin sino dos muertos que buscan la mortaja del olvido. Niños y soñadores cuando apenas de dejar acabábamos la cuna, y nuestras vidas al dolor ajenas se deslizaban dulces y serenas

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OBRA POÉTICA 165

como el ala de un cisne en la laguna; cuando la aurora del primer cariño aún no asomaba a recoger el velo

[aún no asomaba a desgarrar el velo]

que la ignorancia virginal del niño [que la ignorancia angelical del niño] extiende entre sus párpados y el cielo, [oculta ante sus párpados y el cielo,] tu alma como la mía, en su reloj adelantando la hora

[al sentimiento y al placer precoces,]

y en sus tinieblas encendiendo el día,

[forjaron en su virgen fantasía]

vieron un panorama que se abría [todo un mundo de ensueños y de goces] bajo el beso y la luz de aquella aurora; y sintiendo al mirar ese paisaje

[y sintiendo al amor de aquel paisaje]

las alas de un esfuerzo soberano,

[las alas de un aliento soberano,]

temprano las abrimos, y temprano nos trajeron al término del viaje. Le dimos a la tierra

[Aquí es donde la luz de la esperanza]

los tintes del amor y de la rosa;

[en el santuario lúgubre encendida]

a nuestro huerto nidos y cantares, a nuestro cielo pájaros y estrellas; agotamos las flores del camino para formar con ellas

[derrama un resplandor que ya no alcanza] [para esa noche eterna que se avanza] [sobre el cielo sin luz de nuestra vida]*

una corona al ángel del destino… y hoy en medio del triste desacuerdo de tanta flor agonizante o muerta, ya sólo se alza pálida y desierta la flor envenenada del recuerdo.

*Esta parece ser una versión intermedia entre “Al cielo” y “Resignación”, que acabaría en el verso que dice “Sobre el cielo sin luz…”.


Del libro de la vida la que escribimos hoy es la última hoja…, cerrémoslo en seguida, y en el sepulcro de la fe perdida enterremos también nuestra congoja. Y ya que el cielo nos concede que éste de nuestros males el postrero sea para que el alma a descansar se apreste, aunque la última lágrima nos cueste, cumplamos hasta el fin con la tarea. Y después cuando al ángel del olvido hayamos entregado estas cenizas que guardan el recuerdo adolorido de tantas ilusiones hechas trizas y de tanto placer desvanecido, dejemos los espacios y volvamos a la tranquila vida de la tierra, ya que la noche del dolor temprana se avanza hasta nosotros y nos cierra los dulces horizontes del mañana. Dejemos los espacios, o si quieres que hagamos, ensayando nuestro aliento, un nuevo viaje a esa región bendita cuyo solo recuerdo resucita al cadáver del alma el sentimiento,

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 167

lancémonos entonces a ese mundo en donde todo es sombras y vacío, hagamos una Luna del recuerdo si el Sol de nuestro amor está ya frío; volemos, si tú quieres, al fondo de esas mágicas regiones, y fingiendo ilusiones y placeres, y fingiendo esperanzas e ilusiones, rompamos el sepulcro, y levantando nuestro atrevido y poderoso vuelo, formaremos un cielo entre las sombras, y seremos los duendes de ese cielo.


1873

Epitalamio A mi querido amigo J. M. Bandera el día de su boda

Pues que en tu cielo aún brilla la luz de la esperanza, pues que en tu mundo aún vierte la fe su resplandor, poeta, duerme y sueña mientras que tu alma avanza por esa blanca huella que te abre en lontananza la encarnación bendita del ángel de tu amor. Embriáguete la copa de sueños y ventura que acerca hasta tus labios su mano virginal, la misma que en tus horas inmensas de amargura rasgada de tu noche la negra vestidura para encender en ella la luz de lo inmortal. Que lance tu arpa al aire su acento enamorado;

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OBRA POÉTICA 169

que tiemble entre sus cuerdas tu ardiente corazón, tu afán está cumplido, tu ensueño realizado: ya tiene una ave el nido que estaba abandonado, ya vuelve al culto el templo cerrado a la ilusión. Del viaje que a los cielos tu noble fe emprendiera, buscando lo que el mundo jamás te pudo dar, ceñida de ilusiones ha vuelto la viajera, trayéndote en sus brazos la dulce compañera que tanto reclamaban los ecos de tu hogar. Piadosa de tu luto, piadosa de tu duelo, tendió al oír tus quejas sus alas hacia aquí… ¡Poeta!, dale gracias y fórmale en tu anhelo, un mundo donde acabe


e vodio escalante por olvidar el cielo, el cielo venturoso que abandonó por ti. Despiértate a la aurora dichosa de este día en que por fin acaban tus noches de dolor; y en brazos de la virgen que tu ilusión te envía, elévate a ese espacio donde alza su armonía la voz del infinito, del alma y del amor.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


¿Se acuerda usted de Juan, de aquel muchacho de quien le dije a usted que eran aquellos cuadros tan bonitos y el paisajito aquel? ¿Sí?, pues señor, ayer por la mañana como a eso de las diez, se suicidó por celos de su novia; ¿lo pasará usté a creer? Yo no pude ir a verle porque he estado muy malo desde antier; pero Antonio, el que en casa de Jacinta nos habló aquella vez, cuando por poco mata a usted a palos el papá de Isabel, dice que estaba el pobre hecho pedazos desde el cuello a los pies, con la lengua de fuera y con los ojos volteados al revés; que el pavimento estaba ensangrentado, manchada la pared, y que además del pecho en que tenía dos heridas o tres se rasgó la garganta y, según dicen, la barriga también. 171

[Yo no pude ir a verlo porque he estado]

1872

Dos víctimas


Juzgando por el dicho de los guardas y el dueño del hotel, el arma con que Juan se dio la muerte fue un tranchete leonés. El caso es que en la bolsa del chaleco le hallaron un papel que sobre poco más o menos dice lo que va a usted a ver: —Para que a nadie acuse de mi muerte don Tiburcio Montiel, sépase que me mato, porque quiero dejar de padecer…, porque ya estoy cansado de esta vida que tan odiosa me es, y porque ya he bebido hasta las heces el cáliz de la hiel.

[y porque ya he apurado hasta las heces]

Mi novia Sinforiana se ha casado, y esto no puede ser… Un desgraciado menos… Pasajero, ¡ruégale a Dios por él!… — Así dice la carta que yo mismo vi en El Siglo de ayer, ¿quién se hubiera pensado hace tres días, figúrese usted, quién, que aquel huero tan gordo y colorado, que el barboncito aquel, tan callado y tan serio, moriría

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 173

pocas horas después?… ¿Verdad que nadie? Pues el hecho es ése, así como también, que la tal Sinforiana ha derramado mil lágrimas por él, pues dice que su esposo el comandante, solamente en un mes, le ha dado tres palizas soberanas sin contar la de ayer; que llega por la noche en un estado incapaz de embriaguez; que sin llevarle el diario le está siempre pidiendo de comer, y, en fin, que una y mil veces le ha pesado haberse ido con él. La pobrecita está tan apurada que ya no halla qué hacer, y según yo la he visto, apostaría doscientos contra cien, a que si dura, durará a lo mucho ¡hasta fines del mes!… Conclusión: Sinforiana se ha matado. ¿No se lo dije a usted?


1872

Entonces y hoy Ése era el cuadro que, al romper la noche sus velos de crespón, alumbró, atravesando las ventanas, la tibia luz del Sol: un techo que acababa de entreabrirse para que entrara Dios, una lámpara pálida y humeante brillando en un rincón. Y entre las almas de los dos esposos, como un lazo de amor, una cuna de mimbres con un niño recién nacido… ¡yo! Posadas sobre la áspera cornisa, todas de dos en dos, las golondrinas junto al pardo nido lanzaban su canción. En tanto que a la puerta de sus jaulas, temblando de dolor, mezclaban la torcaza y los zentzontlis sus trinos y su voz. La madreselva, alzando entre las rejas su tallo trepador, enlazaba sus ramas y sus hojas en grata confusión, 174



formando un cortinaje en el que había por cada hoja una flor, en cada flor una gotita de agua, y en cada gota un sol, ¡reflejo del dulcísimo de entonces y del doliente de hoy! Mi madre, la que vive todavía puesto que vivo yo, me arrullaba en sus brazos suspirando de dicha y de emoción, mientras mi padre en el sencillo exceso de su infinito amor, me daba las caricias que más tarde la ausencia me robó, y que a la tumba en donde duerme ahora ¡a pagarle aún no voy!... Forma querida del amante ensueño que embriagaba a los dos, yo era en aquel hogar y en aquel día de encanto y bendición, para mi cuna blanca, un inocente, para el mundo un dolor, y para aquellos corazones buenos ¡un tercer corazón!... De aquellas horas bendecidas, hace veintitrés años hoy… y de aquella mañana a esta mañana,

176

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 177

de aquel Sol a este sol, mi hogar se ha retirado de mis ojos, se ha hundido mi ilusión, y la que tiene al cielo entre sus brazos, la madre de mi amor, ni viene a despertarme en las mañanas, ¡ni está donde yo estoy! Y en vano trato de que mi arpa rota module una canción, y en vano de que el llanto y sus sollozos dejen de ahogar mi voz… que solo y frente a todos los recuerdos de aquel tiempo que huyó, mi alma es como un santuario en cuyas ruinas, sin lámpara y sin Dios, evoco a la esperanza, y la esperanza penetra en su interior, como en el fondo de un sepulcro antiguo las miradas del Sol… Bajo el cielo que extiende la existencia de la cuna al panteón, en cada corazón palpita un mundo, y en cada amor un sol… Bajo el cielo nublado de mi vida donde esa luz murió, ¿qué hará este mundo de los sueños míos? ¿qué hará mi corazón?


1872

La felicidad Un cielo azul, dos estrellas brillando en la inmensidad; un pájaro enamorado cantando en el florestal; por ambiente los aromas del jazmín y el azahar; junto a nosotros el agua brotando del manantial; nuestros corazones cerca, nuestros labios mucho más, tú levantándote al cielo y yo siguiéndote allá, ése es el amor, mi vida, ¡ésa es la felicidad…! Cruzar con las mismas alas los mundos de lo ideal; apurar todos los goces, y todo el bien apurar; de los sueños y la dicha volver a la realidad, despertando entre las flores de un césped primaveral; los dos mirándonos mucho, 178


OBRA POÉTICA 179

los dos besándonos más, ése es el amor, mi vida, ¡ésa es la felicidad…!


1873

Adiós A…

Después de que el destino me ha hundido en las congojas del árbol que se muere crujiendo de dolor, tronchando una por una las flores y las hojas que al beso de los cielos brotaron de mi amor. Después de que mis ramas se han roto bajo el peso de tanta y tanta nieve cayendo sin cesar, y que mi ardiente savia se ha helado con el beso que el ángel del invierno me dio al atravesar. Después… es necesario que tú también te alejes en pos de otras florestas y de otro cielo en pos; que te alces de tu nido, que te alces y me dejes

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[se ha helado bajo el beso]


OBRA POÉTICA 181

¡sin escuchar mis ruegos y sin decirme adiós! Yo estaba solo y triste cuando la noche te hizo plegar las blancas alas

[plegar tus blancas alas]

para acogerte a mí, y entonces mi ramaje doliente y enfermizo brotó sus flores todas, y todas para ti. ¡En ellas te hice el nido

[¡Y en ellas te hice el nido]

risueño en que dormías de amor y de ventura temblando en su vaivén,

[de amor y de esperanza] [temblando a su vaivén,]

y en él te hallaban siempre las noches y los días feliz con mi cariño y amándome también…! ¡Ah!, nunca en mis delirios creí que fuera eterno el Sol de aquellas horas de encanto y frenesí; ¡pero jamás tampoco que el soplo del invierno

[¡Ay!, nunca en mis ensueños]


llegara entre tus cantos, y hallándote tú aquí…! ¡Es fuerza que te alejes… rompiéndome en astillas; ya siento entre mis ramas crujir el huracán, y heladas y temblando mis hojas amarillas se arrancan y vacilan, y vuelan y se van…! Adiós, paloma blanca, que huyendo de la nieve te vas a otras regiones

[te lanzas a otras selvas]

y dejas tu árbol fiel; mañana que termine mi vida oscura y breve, ya sólo tus recuerdos

[ya sólo tu memoria]

palpitarán sobre él. Es fuerza que te alejes… del cántico y del nido, tú sabes bien la historia, paloma que te vas…; el nido es el recuerdo y el cántico el olvido

182

EN NOMBRE DE ESE LAUREL

[Te vas y es necesario,]


OBRA POÉTICA 183

¡el árbol es el siempre y el ave es el jamás! Y ¡adiós! mientras que puedes oír bajo este cielo el último ¡ay! del himno cantado por los dos… te vas y ya levantas el ímpetu y el vuelo, te vas y ya me dejas, paloma, ¡adiós, adiós!

[te vas y yo me quedo…] [mi alondra, ¡adiós, adiós!]


1873

A una flor A mi buena amiga la señorita Rosario Peña

¿Cuando tu broche apenas se entreabría para aspirar la dicha y el contento, te doblas ya y, cansada y sin aliento, te entregas al dolor y a la agonía? ¿No ves, acaso, que esa sombra impía que ennegrece el azul del firmamento nube es tan sólo que al soplar el viento, te dejará de nuevo ver el día?…

[te dejará de nuevo ver al día?…]

¡Resucita y levántate!... Aún no llega la hora de que en el fondo de tu broche des cabida al pesar que te doblega. Injusto para el Sol es tu reproche, [Qué injusto para el Sol en tu reproche,] que esa sombra que pasa y que te ciega, es una sombra, pero aún no es la noche.

184

[esa sombra que pasa y que te ciega,]


Manuel Acuña desde el más allá Álvaro Canales Santos

Prácticamente todo, sobre la vida de Manuel Acuña, ha sido dicho por sus críticos, y todo por lo regular bien dicho. En 1984 salió a la luz un libro que dio a conocer nuevos datos de su joven y tormentosa vida: El verdadero Manuel Acuña, de Pedro Caffarel Peralta. Este libro estuvo en bodegas, guardado por más de veinte años, por causas no explicadas. Fue la UNAM la patrocinadora y hace diez años la institución decidió sacar el libro a la venta, a un precio ínfimo. Como un nuevo dato, Caffarel nos da a conocer que Acuña procreó un hijo con Laura Méndez, una joven poeta originaria de Amecameca y perteneciente a la clase media capitalina de entonces. La pareja no contrajo matrimonio y el niño, de nombre Manuel Acuña, nació en octubre de 1873, un poco antes del fallecimiento de su padre. El mismo autor nos da a conocer que el niño falleció a los tres meses de edad, el 17 de enero de 1874, de bronquitis aguda, cuyo dictamen médico se expresa en el acta de defunción, donde también se anota la edad de la madre: 20 años. Otro dato que nos obsequia Caffarel es que Rosario de la Peña, el amor imposible de Acuña, era dos años mayor que él, pues nació en la ciudad de México el 24 de abril de 1847 y murió en Tacubaya, soltera, el 24 de agosto de 1924.

Escasa vida Manuel Acuña vino al mundo el 27 de agosto de 1849 en

una modesta casa de la calle de Landín —hoy de Allende, 218— de la ciudad de Saltillo. Fue el segundo descendiente del matrimonio formado por Francisco Acuña Cantú y María del Refugio Narro, pareja que procrearía hasta quince hijos. 185


DESDE EL M Á S ALL Á

M ANUEL A C U Ñ A

Estudió las primeras letras en su tierra natal y después de cumplir la enseñanza secundaria se trasladó a Ciudad de México con el propósito de ingresar a la Escuela de Medicina a finales de 1864. Cuando en Saltillo arribó la diligencia, lo acompañaron los jóvenes Agustín Farías, Antonio García Carrillo y Blas Rodríguez; los tres iban a estudiar la carrera de Derecho y los últimos dos llegaron a ocupar el gobierno de Coahuila: García Carrillo en 1874 y Rodríguez en 1876. En la capital terminó los estudios preparatorios y al estudiar en la Escuela de Medicina tuvo poco éxito. Su mejor amigo, el también poeta Juan de Dios Peza, nos entrega una descripción del poeta saltillense: Delgado de contextura, con la frente limpia y tersa, sobre la cual se alza rebelde el oscuro cabello echado hacia atrás y que parece no tener otro peine que la mano indolente que suele mesarlo, cejas arqueadas, espesas y negras, ojos grandes y salientes como si se escaparan de sus órbitas, nariz pequeña y afilada, boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos, barba aguzada y con hoyuelos, siempre vestido con levita oscura y largos faldones, rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra. Triste en el fondo, pero jovial y punzante en sus frases, sensible como un niño leal, como un caballero antiguo, le atormentan los dolores ajenos y nadie más activo que él para visitar y atender el amigo enfermo y pobre.

Acuña tuvo una producción lírica que es página esencial del romanticismo mexicano. Emergen aquellas dos composiciones escritas precisamente el último año de su corta vida, en las cuales depositó toda la sustancia de su alma enferma y atormentada. Una de amor, el famoso “Nocturno”, otra de materialismo dogmático, “Ante un cadáver”. El propio Menéndez y Pelayo, tan parco en la alabanza, afirma que esta última poesía “es una de las más vigorosas inspiraciones con que puede honrarse la poesía castellana de nuestro tiempo”, y que “Acuña era tan poeta que hasta la doctrina más áspera y desolada podía convertirse por él en raudal de inmortales armonías”.



DESDE EL M Á S ALL Á

M ANUEL A C U Ñ A

Su amigo Juan de Dios recogió los detalles trágicos de aquel 6 de diciembre de 1873, en el que el joven poeta de 24 años, estudiante de cuarto de medicina, enamorado de Rosario de la Peña hasta la médula del alma, se privó de la vida dejando la nota imprescindible del suicida para exculpar a todos de su muerte.

Con los espíritus Como un humilde homenaje sobre su tumba, y por vía de curiosidad y de buen humor, quiero abrir un libro desconocido donde aparecen prosas y poemas dictados nada menos por el espíritu de Manuel Acuña. Se trata del único caso en México y tal vez en el orbe, en que un poeta escribió después de muerto, desde la fría losa y a más de cincuenta años de haber abandonado este valle de lágrimas. Este libro se llama Lauros de la noche, escrito por el médium Ismael Gómez y editado por los espíritus en Zaragoza, municipio de Coahuila, el año de 1931. La ciudad de Zaragoza está ubicada al norte de Coahuila. Es una pequeña población donde todos se conocen; como buenos pueblerinos a todos saludan con afecto y, como ellos mismos dicen, aquí no pasa nada. Pero nada más alejado de la verdad. Muchos de sus habitantes practican el espiritismo desde fines del siglo XIX.


otro libro que haya sido confeccionado en imprenta, no por linotipistas de carne y hueso, ni por impresores vivitos y coleando, sino por espíritus flotantes sobre prensas, galeras y guillotinas? También nos los imaginamos con las manos y ropa manchadas de tinta. En cuanto al médium, poco trabajo debió tener Ismael Gómez. Sencillamente esperó que, a media sesión espiritista –las que por algo siempre se realizan a oscuras– bajara o se presentara el alma de Acuña a dictarle estas composiciones, que están a tono con la oscuridad y la tontería. El médium Ismael no hizo más que copiar mecánicamente en un papel las voces de ultratumba. Con esto Manuel Acuña se convirtió en el único escritor en la historia de la literatura universal que aumentó sus obras más allá de la vida. Un nuevo Cid Campeador que ganó batallas aun después de muerto. Todo esto, gracias al espiritismo. El libro recoge una colección de trece poesías de Acuña, con el imprevisto título de Sueños místicos —con lo soñador y místico que fue el poeta de Saltillo—, y dos prosas, una titulada “La voz de los muertos” y otra sin nombre. La primera prosa nos pone a temblar cuando Acuña seguramente ahueca la voz espeluznante: “Nosotros los que ayer desencarnamos, los que huimos de vuestro mundo para poblar el infinito, venimos a vosotros dejando nuestras ciudades celestiales, poseídos de profundos afectos“. Y al parecer cambia de tono la voz al dispararnos este dulcísimo arrebato: “Escucha nuestra voz y ven a nos, querido mío”. Con esto es suficiente; no necesito agregar otro ejemplo para ponderar la calidad de estas nuevas prosas de Acuña.

DESDE EL M Á S ALL Á

160 páginas y es un portento de ficha bibliográfica. ¿Dónde existe en el mundo

M ANUEL A C U Ñ A

En la portada del libro se agrega Centro Espírita Manuel Acuña. Éste contiene


DESDE EL M Á S ALL Á

M ANUEL A C U Ñ A

Respecto a las trece poesías que transcribe el médium Gómez, claro está que no aparecen en ninguna de las ediciones que sobre Acuña se han dado a conocer. Por más que he buscado no aparecen en ninguna de las ediciones de Acuña, una de ellas la de Poesías completas, recopilada y anotada por otro saltillense, Florencio Barrera Fuentes, en 1949, con la cual ganara el certamen literario organizado en homenaje al bardo con motivo del centenario de su nacimiento. Los poemas de ultratumba huelga decir que son pésimos y majaderos de contenido y forma, monótonos, puesto que todos están estructurados en cuartetas cruzadas, combinación estrófica que jamás usó Acuña en vida. En uno de ellos el alma del romántico entra en escena y se despacha este sermón medio rimado: Oropeles, queridos lectorcitos son las cosas del mundo que brillantes deslumbran nuestros ojos de donceles y anheláis alcanzarlos delirantes.

No conocemos el método que utilizaba don Ismael Gómez para llamar a los espíritus, pero por su libro sí sabemos que las almas acudían en tropel para dictarle sus prosas y poesías. En Lauros de la noche aparecen, seguramente trasnochados, Amado Nervo, Juan de Dios Peza, Camilo Flamarión, Claudio Dreser, Celedonio Ervey, Ana María Ibera Tulz, Zoroastro, Bernardo Aguilar, Napoleón Bonaparte, Guillermo Prieto y otros más. De todos ellos se apuntó su impronta. Pero el colmo del médium Ismael fue meterse con el “Nocturno” de Acuña, la máxima expresión del romanticismo mexicano. En esta nueva versión, Ismael destroza el gran poema como chivo en cristalería. Veamos lo que le dictó Acuña, y que se dice es mejor que el original:



En 2012, la dramaturga y directora teatral Mabel Garza Blackaller, originaria de San Buenaventura, Coahuila, llev贸 a escena su obra Lauros de la noche, hom贸nima del libro de 1931.

LAUROS DE LA NO C HE

OBRA TEATRAL DE M ABEL G AR Z A


A Rosario

Esta hoja arrebatada a una corona que la fortuna colocó en mi frente entre el aplauso fácil e indulgente con que el primer ensayo se perdona.

[con que el primer ensayo se perdona;]

Esta hoja de un laurel que aún me emociona [esta hoja de un laurel que como en aquella noche, dulcemente,

aún me emociona,]

por más que mi razón comprende y siente [por más que mi razón conoce

y siente]

que es un laurel que el mérito no abona; [que es un premio que el mérito

no abona;]

tú la viste nacer, y dulce y buena te estremeciste como yo al encanto que produjo al rodar sobre la escena; [que produjo a rodar sobre la escena;] guárdala, y de la ausencia en el quebranto, [guárdala, que de la ausencia en el quebranto,]

que te recuerde, de mis besos llena, al buen amigo que te quiere tanto.

* Esta edición condensa los poemas “A Rosario” y “Esta hoja”, transcripciones del que Acuña entregó a Rosario de la Peña en junio de 1873, y que ella conservó en su álbum. Al margen pueden apreciarse las diferencias existentes entre ambas versiones (cuyo origen no se aclara).

193

1873

Esta hoja*


1873

A Asunción En su álbum Mire usted, Asunción: aunque algún ángel metiéndose a envidioso, conciba allá en el cielo el mal capricho de venir por la noche a hacerle el oso y en un rapto glorioso llevársela de aquí, como le ha dicho no sé que nigromante misterioso, no vaya usted, por Dios, a hacerle caso, ni a dar con el tal ángel un mal paso; estése usted dormida, debajo de las sábanas metida, y deje usted que la hable y que la vuelva a hablar y que se endiable, que entonces con un dedo puesto sobre otro en cruz, ¡afuera miedo! No vaya usté a rendirse ante el ruego o las lágrimas y a irse… que donde usted nos deje por seguir en el vuelo a su Tenorio, después irá a llorar al purgatorio sin tener quien la mime, aunque se queje… Con que mucho cuidado si siente usted un ángel a su lado, que yo, como su amigo, 194


OBRA POÉTICA 195

con tal que usted, Asunción, me lo permita, le aconsejo y le digo que después de Rosario y Margarita no admita usted más ángeles consigo. Estése usted con ellas compartiendo delicias e ilusiones, que rodeada de tales corazones todas las horas tienen que ser bellas; viva usted muchos años (como un humilde criado le diría) y mañana que sola o entre extraños se encuentre por desgracia en este día, si busca usted una alma que la ame, llame usted a mi pecho, y con que llame, si no estoy muerto encontrará la mía.


1873

Cineraria Ante el cadáver de la señora Luz Presa

Jamás pensé al venir a estas regiones que mis palabras últimas serían para hablar a un cadáver… ni nunca que las notas de mi canto al perderse en los aires sonarían mezcladas con el eco de mi llanto. Cuando yo vine aquí, casi acababa de sentir y estrechar entre mis brazos al buen amigo que en su noble empeño, soñaba en un laurel para la frente de la que hoy duerme en el sepulcro el sueño que dura y se prolonga eternamente. Y ese hermano me hablaba del cariño, el más puro entre todos los amores, sin penas, sin temores, casi volviéndose al hablarme un niño; y le enviaba conmigo sus recuerdos, y le enviaba conmigo sus abrazos, y alegre en el amor en que se ardía, ni siquiera pensaba en ese instante, que su madre distante, muy distante, casi en aquella hora se moría. Yo también tuve un padre que a la fosa 196


OBRA POÉTICA 197

rodó sin que mis labios lo besaran, y sé lo que es ese dolor profundo que hace una noche eterna de los días y un desierto tristísimo del mundo. Yo sé qué horizonte es el que se cierra delante del espíritu aterrado, cuando eleva sus alas de la tierra la que en su pecho maternal encierra cuanto se alza de bueno a nuestro lado. Yo adivino esa pena, y porque casi siento la misma angustia que devora al huérfano infeliz que en su aislamiento busca a su madre y por su madre llora, yo le traigo en su nombre mi lamento, yo le traigo en su nombre mi gemido, y la eterna promesa de que nunca caerá sobre esa lápida el olvido. Yo le traigo en el canto de una lira que cuando se habla de la madre tiembla, y cuando se habla de su amor se inspira, el adiós que sus labios no lograron dejar caer sobre sus ojos yertos cuando a la luz del mundo se cerraron para abrirse a la sombra de los muertos; mi adiós que en momentáneo regocijo la agitará volviéndola a la vida,


para que pueda oĂ­r la despedida con que la vengo a saludar por su hijo.

198

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


Me cuentan que ibas corriendo como una sílfide alada, cuando de tus blondas trenzas te lo robaron las auras; no sé yo de tal historia si es cierta o es inventada; pero lo que sé es que ardiendo de amor y de dicha el alma, traigo tu moño en la bolsa desde ayer por la mañana; que le he hecho mil caricias y pienso hacerle otras tantas, que por ser color de rosa y por ser tuyo me encanta, y que por toda la vida lo guardaré donde se halla, reunido con un billete que compré, de La Esperanza, con cosa de diez poesías, de dos vales y una carta que me escribió hace dos meses la que me dio calabazas. Aquí lo tengo, y a menos que deje esta vida amarga, 199

1873

Al moño de Merced


no abandonaré tu moño, dulce cariño del alma, ni por lo uno ni por lo otro, ni por esto ni por nada, que de esa prenda querida pienso, Merced adorada, hacer el hermoso emblema de todas mis esperanzas.

200

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


MANUEL M.FLORES San Andrés Chalchicomula, 1838 Cd. de México, 1885 Nació en el estado de Puebla en 1838. Estudió filosofía en el Colegio de San Juan de Letrán, pero lo abandonó en 1859. Como muchos otros escritores y poetas, fue seducido por la causa liberal y luchó por ella durante la Guerra de Reforma. Fue hecho prisionero por los franceses y en 1867, al ser liberado, hizo una breve carrera política, siendo electo diputado. En este periodo se une al grupo de Ignacio Manuel Altamirano. Fue de esta manera que conoció a Manuel Acuña, con quien publicó algunos poemas. A Rosario la conoció después del suicidio del saltillense, y la atracción fue inmediata. La boda parecía inminente, pero la vida disipada y galante de Flores dio al traste con los proyectos. Aún así, cuando Flores se encontró solo y casi ciego por la sífilis, Rosario y su madre lo cuidaron con esmero, hasta que llegó el fin en mayo de 1865. A su ataúd sólo lo siguió Rosario junto con su hermano y su madre, pues él no tenía familia.


ROSARIO DE LA PEÑA Cd. de México, 1847 - 1924 La musa del movimiento literario mexicano de finales del siglo diecinueve, Rosario nació el 24 de abril de 1847, en una familia emparentada con figuras literarias y políticas de la época, como el escritor Pedro Gómez de la Serna y el mariscal Bazaine. Interesada en el mundo cultural, organizó reuniones donde pudo codearse con casi todos los escritores importantes del momento; por su casa desfilaron Guillermo Prieto, Juan de Dios Peza, y José Martí, entre otros. Fue en una de esas reuniones en donde el joven Acuña la conoció. El renombrado poeta quedó, como tantos otros, enamorado de ella. Es a ella a quien dedica el “Nocturno”, es ella una de las causas de su suicidio. Admirada –y amada– por muchos, Rosario tan sólo quiso de verdad a Manuel M. Flores, con quien estuvo a punto de casarse, y a quien cuidó en su lecho de muerte. A pesar de eso, siempre será reconocida como Rosario la de Acuña, así, con su nombre por siempre unido al del poeta saltillense.


A Rosario

I

¡Pues bien!, yo necesito decirte que te adoro, decirte que te quiero con todo el corazón; que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro, que ya no puedo tanto, y al grito en que te imploro

[que al grito que te imploro]

te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión. II

Yo quiero que tú sepas que ya hace muchos días estoy enfermo y pálido de tanto no dormir; que ya se han muerto todas las esperanzas mías, que están mis noches negras, tan negras y sombrías, que ya no sé ni dónde se alzaba el porvenir.

203

1873

Nocturno


III

De noche, cuando pongo mis sienes en la almohada y hacia otro mundo quiero mi espíritu volver, camino mucho, mucho, y al fin de la jornada las formas de mi madre se pierden en la nada y tú de nuevo vuelves en mi alma a aparecer. IV

Comprendo que tus besos jamás han de ser míos, comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás; y te amo, y en mis locos y ardientes desvaríos bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos, y en vez de amarte menos te quiero mucho más. V

A veces pienso en darte mi eterna despedida, 204

EN NOMBRE DE ESE LAUREL

[y hacia otros mundos quiero]


OBRA POÉTICA 205

borrarte en mis recuerdos y hundirte en mi pasión; mas si es en vano todo y el alma no te olvida, ¿qué quieres tú que yo haga, pedazo de mi vida, qué quieres tú que yo haga con este corazón? VI

Y luego que ya estaba concluido el santuario, tu lámpara encendida, tu velo en el altar; el Sol de la mañana detrás del campanario, chispeando las antorchas, humeando el incensario, ¡y abierta allá a lo lejos la puerta del hogar…! VII

¡Qué hermoso hubiera sido vivir bajo aquel techo, los dos unidos siempre y amándonos los dos; tú siempre enamorada,

[construido tu santuario,]


yo siempre satisfecho, los dos una sola alma,

[los dos una misma alma,]

los dos un solo pecho, y en medio de nosotros, mi madre como un dios! VIII

¡Figúrate qué hermosas las horas de esa vida! ¡Qué dulce y bello el viaje por una tierra así! Y yo soñaba en eso, mi santa prometida, y al delirar en eso con la alma estremecida, pensaba yo en ser bueno, por ti, no más por ti. IX

¡Bien sabe Dios que ese era mi más hermoso sueño, mi afán y mi esperanza, mi dicha y mi placer; bien sabe Dios que en nada cifraba yo mi empeño, sino en amarte mucho bajo el hogar risueño

206

EN NOMBRE DE ESE LAUREL

[Y yo soñando en eso,]


OBRA POÉTICA 207

que me envolvió en sus besos cuando me vio nacer! X

Ésa era mi esperanza… Mas ya que a sus fulgores se opone el hondo abismo que existe entre los dos, ¡adiós por la vez última, amor de mis amores; la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores; mi lira de poeta, mi juventud, adiós!


1873

Las ruinas A Asunción

I

Las ruinas solamente quedaban del santuario, y en medio de las ruinas

[y en medio de esas ruinas]

la virgen del altar; conmigo llegó un ave, y en trino dulce y vario volando en torno de ella su acento empezó a alzar. La virgen era hermosa, y alzándose a porfía las flores se agrupaban en torno de su sien, encima estaba el cielo, y encima estaba el día, y el pájaro, entre tanto, cantaba siempre… ¿a quién? Los ojos de la virgen brillaban dulcemente del astro de los astros al mágico arrebol

208

[y abriéndose a porfía]


OBRA POÉTICA 209

y… “¡Oh virgen! —dijo el ave— bendita sea tu frente

[que Dios guarde tu frente]

puesto que en ella ha hallado como otro cielo el Sol. Para ella son los trinos de todos los cantares que vengo a darte, ¡oh virgen!

[de todos sus cantares] [que viene a darte mi alma]

cada hora matinal; que rotos y en el polvo tu templo y tus altares,

[que hundidos y en el polvo] [tu estatua y tus altares,]

tu frente aún está viva, tu frente es inmortal”. II

Mañana que las penas y el tiempo hayan destruido el templo en que te adora la ardiente juventud, en medio de las ruinas y en medio del olvido tendrás una ave siempre que cante tu virtud.

[el templo en que hoy te adora]


1873

Hojas secas I

Mañana que ya no puedan encontrarse nuestros ojos y que vivamos ausentes, muy lejos uno del otro, que te hable de mí este libro como de ti me habla todo. II

Cada hoja es un recuerdo tan triste como tierno de que hubo sobre ese árbol un cielo y un amor; reunidas formas todas el canto del invierno, la estrofa de las nieves y el himno del dolor. III

Mañana a la misma hora en que el Sol te besó por vez primera, sobre tu frente pura y hechicera caerá otra vez el beso de la aurora; pero ese beso que en aquel oriente 210



cayó sobre tu frente solo y frío, mañana bajará dulce y ardiente, porque el beso del Sol sobre tu frente bajará acompañado con el mío. IV

En Dios le exiges a mi fe que crea, y que le alce un altar dentro de mí. ¡Ah! ¡Si basta no más con que te vea para que yo ame a Dios, creyendo en ti! V

Si hay algún césped blando cubierto de rocío en donde siempre se alce dormida alguna flor, y en donde siempre puedas hallar, dulce bien mío, violetas y jazmines muriéndose de amor; yo quiero ser el césped florido y matizado donde se asienten, niña, las huellas de tus pies; yo quiero ser la brisa tranquila de ese prado

212

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 213

para besar tus labios y agonizar después. Si hay algún pecho amante que de ternura lleno se agite y se estremezca no más para el amor, yo quiero ser, mi vida, yo quiero ser el seno donde tu frente inclines para dormir mejor. Yo quiero oír latiendo tu pecho junto al mío, yo quiero oír qué dicen los dos en su latir, y luego darte un beso de ardiente desvarío, y luego… arrodillarme mirándote dormir. VI

—Las doce… ¡adiós…! Es fuerza que me vaya

y que te diga adiós…

Tu lámpara está ya por extinguirse,

y es necesario.

—Aún no.


—Las sombras son traidoras, y no quiero que al asomar el Sol, se detengan sus rayos a la entrada

de nuestro corazón…

—Y, ¿qué importan las sombras cuando entre ellas

queda velando Dios?

—¿Dios? ¿Y qué puede Dios entre las sombras

al lado del amor?

—Cuando te duermas, ¿me enviarás un beso?

—¡Y mi alma! —¡Adiós…!

—¡Adiós…!

VII

Lo que siente el árbol seco por el pájaro que cruza cuando plegando las alas baja hasta sus ramas mustias, y con sus cantos alegra las horas de su amargura; lo que siente por el día la desolación nocturna que en medio de sus pesares y en medio de sus angustias, ve asomar con la mañana de sus esperanzas una; lo que sienten los sepulcros

214

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 215

por la mano buena y pura que solamente obligada por la piedad que la impulsa, riega de flores y de hojas la blanca lápida muda, eso es al amarte mi alma lo que siente por la tuya, que has bajado hasta mi invierno, que has surgido entre mi angustia y que has regado de flores la soledad de mi tumba. Mi hojarasca son mis creencias, mis tinieblas son la duda, mi esperanza es el cadáver, y el mundo mi sepultura… Y como de entre esas hojas jamás retoña ninguna; como la duda es el cielo de una noche siempre oscura, y como la fe es un muerto que no resucita nunca, yo no puedo darte nido donde recojas tus plumas, ni puedo darte un espacio donde enciendas tu luz pura, ni hacer que mi alma de muerto


palpite unida a la tuya; pero si gozar contigo no ha de ser posible nunca, cuando estés triste, y en la alma sientas alguna amargura, yo te ayudaré a que llores, yo te ayudaré a que sufras, y te prestaré mis lágrimas cuando se acaben las tuyas. VIII

i Aún más que con los labios hablamos con los ojos; con los labios hablamos de la tierra, con los ojos del cielo y de nosotros. ii Cuando volví a mi casa de tanta dicha loco, fue cuando comprendí muy lejos de ella que no hay cosa más triste que estar solo. iii Radiante de ventura, frenético de gozo, cogí una pluma, le escribí a mi madre, y al escribirle se lo dije todo. 216

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 217

iv Después, a la fatiga cediendo poco a poco, me dormí y al dormirme sentí en sueños que ella me daba un beso y mi madre otro. v ¡Oh sueño, el de mi vida más santo y más hermoso! ¡Qué dulce has de haber sido cuando aun muerto gozo con tu recuerdo de este modo! IX

Cuando yo comprendí que te quería con toda la lealtad del corazón, fue aquella noche en que al abrirme tu alma

miré hasta su interior.

Rotas estaban tus virgíneas alas que ocultaba en sus pliegues un crespón y un ángel enlutado cerca de ellas

lloraba como yo.

Otro, tal vez, te hubiera aborrecido delante de aquel cuadro aterrador; pero yo no miré en aquel instante

más que mi corazón;

y te quise, tal vez, por tus tinieblas, y te adoré, tal vez, por tu dolor,


¡que es muy bello poder decir que la alma

ha servido de Sol…!

X

Las lágrimas del niño la madre las enjuga, las lágrimas del hombre las seca la mujer… ¡Qué tristes las que brotan y bajan por la arruga, del hombre que está solo, del hijo que está ausente, del ser abandonado que llora y que no siente ni el beso de la cuna, ni el beso del placer! XI

¡Cómo quieres que tan pronto olvide el mal que me has hecho, si cuando me toco el pecho la herida me duele más! Entre el perdón y el olvido hay una distancia inmensa; yo perdonaré la ofensa; pero olvidarla… ¡jamás!

218

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


OBRA POÉTICA 219

XII

“Te amo —dijiste— y jamás a otro hombre le entregaré mi amor y mi albedrío”, y al quererme llamar buscaste un nombre, y el nombre que dijiste no era el mío. XIII

¡Ah, gloria! ¡De qué me sirve tu laurel mágico y santo, cuando ella no enjuga el llanto que estoy vertiendo sobre él! ¡De qué me sirve el reflejo de tu soñada corona, cuando ella no me perdona ni en nombre de ese laurel! La que a la luz de sus ojos despertó mi pensamiento, la que al amor de su acento encendió en mí la pasión; muerta para el mundo entero y aun para ella misma muerta, solamente está despierta dentro de mi corazón.


XIV

El cielo está muy negro, y como un velo lo envuelve en su crespón la oscuridad; con una sombra más sobre ese cielo el rayo puede desatar su vuelo y la nube cambiarse en tempestad. XV

Oye, ven a ver las naves, están vestidas de luto, y en vez de las golondrinas están graznando los búhos… El órgano está callado, el templo solo y oscuro, sobre el altar… ¿y la virgen por qué tiene el rostro oculto? ¿Ves?… en aquellas paredes están cavando un sepulcro, y parece como que alguien solloza allí, junto al muro. ¿Por qué me miras y tiemblas? ¿Por qué tienes tanto susto? ¿Tú sabes quién es el muerto? ¿Tú sabes quién fue el verdugo?

220

EN NOMBRE DE ESE LAUREL


Releyendo a Lizalde, relector de Acuña Gerardo de Jesús Monroy

Entre nuestros contemporáneos, casi todo abordaje crítico de Acuña parece ejecutado con molestia. La desazón resulta evidente en la prosa académica o ensayística, pero es real también y perceptible en los no pocos versos que homenajean o parodian al vate saltillense. El coro letrado repite como razones de su indisimulado desdén, entre otras: la cursilería del vate, una ideología retrógrada permeada a través de imágenes infames y falta de pericia técnica. No comete ese yerro crítico Eduardo Lizalde en “Para un romántico” y “Para una reescritura de Acuña”, obras que el tigre humano ha erigido en memoria del suicida. Lo primero que debemos decir sobre los dos poemas es que, al lado del cuento “Monólogo del insumiso” de Juan José Arreola, destacan como los objetos artísticos más inspirados y más bella y finamente conseguidos entre todos los que se fundan en la vida y la obra de Manuel Acuña. Pero, además de su valía estética, en ellos los lectores encontramos simpatía, empatía, saludo; la amistad que el poeta del fin del siglo XX anhelaría entablar con su predecesor y cofrade del fin del XIX. Un afecto sincero por el homenajeado hace brillar los textos de Lizalde y los vuelve excepcionales. El vínculo entre dos poetas tan distintos nace de una raíz hondamente enterrada: Lizalde es un romántico que le escribe a un romántico. Por cronología, el Tigre responde a una época súper materialista; ateísmo & industria, ciencia & publicidad, y las guerras más crueles de la historia, abrieron un punto de inflexión en el espíritu de la civilización. Poetas, filósofos, hombres comunes, nos volvimos escépticos, mordaces, cínicos; incluso vulgares y toscos. Aquel autor 221


RELE C TOR DE A C U Ñ A

RELE Y ENDO A LI Z ALDE ,

que se desvía de esta norma, quien no pierde o recobra la fe en Dios, en el amor o en la humanidad, se hermana por la fe con los románticos. Lizalde y la estirpe de Acuña, que incluye a Jaime Sabines –el gran romántico mexicano de los últimos tiempos–, son fervorosos creyentes (y practicantes) del amor. Lo aceptan como destino terrible y enfermedad redentora: el amor es el fuego que los devorará, pero también es síntoma de bienestar y salud, fuente de poesía y belleza. Es la frontera, límite o umbral de filo agudo donde se miran cara a cara la vida y la muerte y una se transmuta en la otra. Manuel Acuña, suicida vital, no se entrega voluntario a la muerte por haber fracasado: se entrega porque ha de cumplir un destino. Su dolor y su cuerpo son el tributo que ha de pagar el poeta por haber vivido emocionado.


Para un romántico Si pierden la razón las flores cuando tú las miras,

si como en anteriores siglos se deshojan al tocarlas, si al tacto mueren,

si no responden claro

cuando las interrogas, la razón te asiste: estás enfermo

y el mundo está construido para tu desgracia.

El mundo tiene exactamente, cruel, la forma de tu sufrimiento.

EDUARDO LI Z ALDE DOS P OE M AS DE

Dos poemas de Eduardo Lizalde


EDUARDO LI Z ALDE DOS P OE M AS DE

Para una reescritura de Acuña Pues bien,

no necesito decírtelo.

Desde hace turbios meses lo sabes a mansalva.

Lo sabes desde el día

en que me herí la mano con el broche

de tu cinto dorado

y te escribí unos versos –infames–,

en el álbum.

Mi sangre te enervó como a una fiera y te encendiste en hilarante rubor. Tú sabes lo que sufro,

sabes lo que me degrado.

Pero hoy, día cinco, el baile se termina, cierra la temporada,

se enfrían los caldos para siempre. No puedo más.

Estas cerradas noches

que me ahogan en ti como en un agua de abundantes aceites y desechos floridos,

son más altas y más fuertes que yo. Escupo flores, carnes y caricias

de espantosa factura convincente en las mañanas


EDUARDO LI Z ALDE

se mezclan con las tuyas deliciosas al terminar el sueño.

Despierto seco y loco:

escupo besos tuyos nuevamente,

como enfermas rosas o cangrejos abatidos, pero vuelvo a tu casa,

me arrastro a la querencia por la tarde como para probarme

hacia tu lecho

que es objeto posible de olvidar. Qué quieres.

Ya construí el santuario y el altar y el nicho.

Qué quieres que yo haga con este corazón que pesa y quema aquí,

siempre el cetrero alado

que hace ronda carnívora en el pecho. Ya lo he aceptado todo: la sombra de tu madre

flotando como un dios –griego o cristiano– sobre nuestras batallas recurrentes de frustrados amantes.

Ya lo he soñado todo, santa, horrenda, abominable, bien lo sabe Dios, ya he sido fiel, ya he sido sucio,

astro, medusa,

DOS P OE M AS DE

y aberrantes formas maternales


EDUARDO LI Z ALDE DOS P OE M AS DE

ya te he amado como un perro y como un ángel.

Pero si a estos fulgores

se opone el hondo abismo –gap, le llaman–

de la edad o el dinero o la prostitución, adiós por la vez última,

amor, luz de mis noches de taberna, perfume de mis flores y mis zanjas, lira de mis nocturnas fantasías y raptos de poeta,

esfinge y diosa de mi juventud, adiós.


Pequeño poema en dos cantos

Canto primero La cabeza sin corona I

Como decir veinte años es lo mismo que decir corazón, ternura, amores, arranques, heroísmo, cielos, celajes, pájaros y flores, y a falta de otros útiles mejores tener para salvar cualquier abismo las alas del lirismo, que si no son muy buenas, no son malas porque al cabo y al fin siempre son alas, ya que de comenzar entre dos modos tengo por fuerza que escoger alguno, no pudiendo a la vez usar de todos, a fin de no pecar por importuno y, lo que fuera peor, por indigesto, ya que en esto me auxilia la memoria, que no siempre me auxilia como en esto, seguro de que todo lo reúno, diré que Pablo, el héroe de esta historia, se hallaba entre los veinte y los veintiuno al dar principio al poema de la gloria. 227

1873

La gloria


Así es que aunque muy alta la bohardilla en que vive y aunque pobre, porque si tiene mucho que le falta, no tiene en cambio nada que le sobre; el muchacho contento en su pobreza desde el oscuro fondo de su pieza, si sabe que hay un mundo es solamente porque así lo ha aprendido de la gente, pues él con otro mundo en la cabeza de su bendita edad bajo la calma, no cree que exista más naturaleza, que la que todo joven lleva en su alma. II

Pobre razonamiento que arrastrando en su vuelo al sentimiento, de esperanzas origen tan fecundo, hace que el hombre triste, desconozca este mundo donde existe hasta la hora de entrar al otro mundo… Pues aunque esos rateros que en español se llaman desengaños lo dejen de ilusiones casi en cueros, sin que haya una ilusión que no le roben; él, en medio de propios y de extraños, sostendrá con su ciento y pico de años que la alma es siempre nueva y siempre joven.

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EN NOMBRE DE ESE LAUREL


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III

Pablo, apartado por la negra ausencia del dulce hogar donde la luz del día vio por la vez primera en la existencia, siente frecuentemente esa vaga y letal melancolía del que tiene una madre y en su frente no puede recibir, porque está ausente, los besos que su madre le daría; ve a su padre muy lejos a través de unos cielos muy oscuros, y extrañando su voz y sus consejos halla que, visto bien, no eran tan duros los que él llamaba achaques de estos viejos; recuerda a sus hermanos con quienes en las horas del cariño jugaba esos mil juegos soberanos que ocupan en la edad en que uno es niño la alma al dormir y al despertar las manos… Y pensando en todo esto que por haber pasado le parece más bonito y más triste por supuesto, se aflige, languidece, y para hacer más rápido y más pronto el término que falta a su carrera, se levanta, y después de —Soy un tonto— coge el libro y estudia una hora entera.


Y estudia… y dan las dos de la mañana que lo encuentran despierto, y dan las tres y con el libro abierto lo sorprende la luz por la ventana… pues aunque Pablo sabe que no hay fuerza o vigor que no se acabe cuando se abusa más de lo debido, ve que su aliento juvenil se agosta, y arrojando esa máxima al olvido, sigue siempre lo mismo, decidido a ser un hombre sabio a toda costa. IV

Mas no vaya a pensarse que esto es todo lo que hace que él trabaje de este modo… pues queda y falta por decir que Elena, que es muy hermosa y además muy buena, le dijo el otro día que le gustaba mucho la poesía, y que si amarle más posible fuera, aún más de lo que le ama le amaría si él supiera decir lo que sentía de la misma manera que un poeta cualquiera tratando de decirlo lo diría. Y como Pablo, en cuanto a Elena toca, nunca ha sabido desplegar la boca

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más que para rendirse a sus antojos, ha visto en la mirada de sus ojos que de ahí en adelante si ha de decirles a sus labios —rojos— tendrá que encontrar el consonante que ponerse de hinojos, y queriendo agradarla a cualquier precio, aunque nunca jamás ha escrito una oda, por no hacerse acreedor a su desprecio pensó en una oda y escribió tan recio que en menos que lo digo, la hizo toda. V

La oda no era muy buena, como es fácil pensarlo; pero Elena que se oía llamar la más hermosa de todo el universo, y esto no en simple prosa sino en verso, lo cual, como se ve, ya es otra cosa, radiante de alegría propuso que la prosa abolida por siempre quedaría en cuantas cartas él la escribiría; y Pablo, que no hay modo de que pueda resistir a un capricho de su amada, tras de —la prosa queda desterrada— no supo más que contestar —pues queda.


Y así con la alma henchida de ternura y pasión por su querida, le escribe diariamente una carta de dos o de más hojas, donde forzosamente hay muchas frases débiles y flojas, pero en cambio también y de repente alguna que por nueva y por valiente recuerda a los Quintanas y los Riojas; pues Pablo en fuerza de escribir cuartetas y de educar el gusto y el oído, ha conseguido al fin ser aplaudido y al nombre y apellidos de otros poetas ver agregar su nombre y su apellido. VI

Y esto que el pobre mozo se encontró con grandísimo alborozo cierta vez que un periódico leía, se lo enseñó a su amada con mucho del rubor y la alegría, del que por vez primera mira una cosa suya publicada, cuando ha sido, además, acompañada de una lisonja o de una flor cualquiera. Cuán cierto es que la gloria brotando de la cosa más sencilla

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toma las formas de lo real y brilla de la ambición en la óptica ilusoria, en dos líneas o tres de gacetilla que allá en la soledad de una bohardilla se aprenden muchas veces de memoria. VII

Llena de regocijo por la prueba de amor que le presenta quedó Elena con ella tan contenta que queriendo hablar mucho nada dijo; mas si no pudo hablar porque su boca no estaba en aquel punto para eso, en cambio le abrazó como una loca y le dio de su dicha en un exceso que casi casi en la demencia toca, un beso de esa especie que provoca a hacer interminable cada beso. VIII

Pablo, que en la pasión en que se ardía por la graciosa Elena, al pensar en el beso de aquel día, no acertaba a encontrar ni comprendía que hubiera de existir cosa más buena, henchido de esperanzas y risueño como aquel que no lleva en su memoria


ni aun la sombra del duelo más pequeño, al entregarse aquella noche al sueño no soñó en otra cosa que en la gloria. Sobre su altiva frente brillaba inmarcesible y refulgente la corona inmortal de la victoria; y entre el inmenso aplauso que la gente alzaba victoreándole a su vista, con esa buena fe de todo artista que se siente muy grande interiormente cree que el laurel de triunfo que conquista, la gloria misma lo tejió en persona, aunque sabe muy bien que su corona salió del obrador de una modista. IX

Sueña con que su nombre dicho siempre entre muchas alabanzas ha hecho concebir mil esperanzas de que tenga la patria otro grande hombre. Y de tan dulce sueño despertando y al despertar quedándose suspenso se incorpora en el lecho meditando con un placer inmenso, en que si la ansia noble que le apena llegase al fin a realizarse un día, al corazón que ha consagrado a Elena su corona de poeta agregaría. 234

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X

Y Pablo, a quien le sobra fuerza y valor porque le sobra afecto, concibe en su interior un gran proyecto y sin pensar en más lo pone en obra; llegando a tal extremo en su demencia y a tal punto llegando en su arrebato, que ha olvidado los libros y la ciencia, sin ver que está enfermándose de ausencia su pobre madre que le dice —¡ingrato! XI

Y es que aunque Pablo quiere a su familia con el afecto de un amor gigante, por más que lo medita y lo concilia siempre halla que el esfuerzo que lo auxilia nunca llega a auxiliarle lo bastante; que en la eterna vigilia en que vive soñando con su amante, ésta, que toda su memoria llena, le hace olvidar la obligación, de modo que él sólo dice que ha pensado en todo si ha pensado en la gloria y en Elena.


Canto segundo La corona sin cabeza I

Entre el canto primero y el segundo han pasado dos años; y como todo pasa en este mundo que si en algo es fecundo es, por desgracia eterna, en desengaños, aquel montón de flores donde vimos dormir como en un nido a nuestros dos hermosos soñadores, aquel montón de flores se ha perdido con la triste esperanza en sus dolores de encontrar el remedio del olvido. II

Dos años han pasado, ¡y el corazón de Elena está ya helado!… ¡Ella que era tan buena ya no es aquella Elena a la que el pobre Pablo enamorado le consagraba en su ilusión serena la gloria que aún no había conquistado! En la triste bohardilla, que aunque muy miserable y muy sencilla era en tiempos mejores

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todo un cielo de encantos y de amores, hoy no se encuentra más que el desaliento, el tedio, la amargura, la tristeza, y en medio de todo esto una cabeza donde duerme muy triste el pensamiento. Y así es que Pablo, el que en su dulce encanto no lloraba jamás con otro llanto que el llanto del placer y la alegría, hoy llora en su amoroso desencanto con el que antes de amor no conocía. Repasa una por una, aquellas dulces horas tan hermosas en que después de hablar de muchas cosas siempre olvidaban al partir alguna; al dar la media noche, vuelve aquella que por primera vez lo halló en ella, y tropezando al delirar en eso con aquel lindo beso de aquel día tan dulcemente en su memoria impreso, ¡ni puede resistirse a enviarla un beso, ni puede aborrecerla todavía…! III

—“¡Hacer, y hacer lo que hizo!”— saltaba él sollozando de improviso. —“¡Ella que era tan pura y cuya frente un cielo hermoso de virtudes era,

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tener que huir del mundo y de la gente como la infamia o la traición lo hiciera! Matar al Sol para sus ojos bellos bajo la noche en que el dolor la abisma, y sintiendo las lágrimas en ellos envolverse la faz en sus cabellos con la vergüenza horrible de sí misma; buscar en otro pecho las dulzuras de que mi pecho rebosaba lleno, sin dejar a mi amor salvar del cieno sus alitas tan blancas y tan puras. ¡Ay!, cuando yo por alfombrar su huella si para alzarse al cielo hubiera sido, con la paloma deshaciendo el nido hubiera dado el corazón por ella…” Y Pablo en el dolor que le devora de su vida ante el páramo desierto se inclina y gime y languidece y llora como deben llorar en la última hora los inmóviles párpados de un muerto. IV

A veces, muchas veces, Pablo suele con la ilusión de que esto le consuele buscar en el trabajo y la lectura, olvidando las penas de aquí abajo, esa tregua al dolor que la amargura


encuentra en la lectura y el trabajo... Coge los libros que en mejores días formaban de su afán las alegrías, y abriéndolos por fin con el denuedo de una resolución bien meditada, después de mucho leer y no leer nada concluye al cabo por decir —¡no puedo! Busca y toma en seguida la misma pluma aquella que de manos de Elena recibida, le ayudó con los sueños de su vida a escribir tantas páginas para ella… La clava en el papel febricitante, como queriendo huir de su memoria y tratando de hacer la de otro amante, mas la historia que escribe es semejante a la historia de Elena y a su historia; que aunque la buena lógica concluya que historia escrita así no ha de ser buena, raros serán los que al hacer la ajena no se acuerden un poco de la suya. V

Sea de ello lo que fuere, como Pablo no puede aunque lo quiere olvidar el recuerdo de la ingrata por quien conoce el pobre que se muere,

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pues conoce que eso es lo que lo mata, por cuantos medios le es posible cuida de recoger noticias de su Elena, no habiendo a quien informes no le pida sobre si está contenta de la vida, sobre si es muy dichosa y si está buena. Y cuando oyendo un día sus preguntas le contestó abrazándole un amigo: —No sueña la infeliz más que contigo, y tus cartas las guarda todas juntas—, radiante de ventura al oír esto de su amigo, estrechándole, se aparta, y nuevamente a la ilusión dispuesto con mano alegre y con alegre gesto cogió una pluma y escribió una carta: “Si fuiste cruel conmigo y si hubo un día en que apartando tu alma de la mía me hundiste en el dolor y en la tristeza, en prueba de que mi alma te perdona te mando con mi amor esa corona que anhela por estar en tu cabeza… que pues en tu alma aún escondido tienes algo de aquel amor que me tenías, si yo la conquisté para tus sienes en ellas debe estar y no en las mías”.


VI

Puso Pablo su nombre como un hombre que piensa decir mucho con su nombre; y después de plegarla en tres dobleces y de leerla y leerla muchas veces, hallando en su ilusión que estaba buena puso en el sobre —A Elena—, y en seguida radiante y satisfecho con un inmenso júbilo en el pecho, dando forma a una idea que en su amorosa sencillez se abona, exclamó contemplando la corona: —¡Qué dichosa va a ser cuando la vea! VII

Y en tanto, aquella madre, aquella ausente sin consuelo ni alivio en su congoja lloraba sola y sin tener ni una hoja que enlazar a las canas de su frente… ¡Cuán cierto es que en la vida, aunque esto asombre, en medio del placer y el regocijo, si el hijo no se olvida de que es hombre, el hombre sí se olvida de que es hijo! VIII

Lo que el amigo aquel le dijo un día al triste Pablo era una farsa impía; 242

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pues Elena la ingrata ni guarda aquellas cartas que decía, ni piensa en Pablo, ni el dolor la mata; que parecida en esto y semejante a más de alguna amante a quien mirándose al espejo he oído parodiar con feroz desenvoltura una frase muy vieja, de este modo: —No se ha perdido nada cuando todo se haya perdido, menos la hermosura—. La ingrata Elena como llevo dicho, sin huir de las gentes y del día ni llora como Pablo suponía, ni ha tenido jamás ese capricho. Elena va al paseo de lucir y brillar en el deseo; tiene palco en el teatro y no hay velada, tertulia, baile, aniversario o fiesta, a que oportunamente convidada no se encuentre a asistir siempre dispuesta. Si alguna vez lloró su desvarío recordando su falta y sus deberes, después, y como todas las mujeres en casos semejantes, ha olvidado su falta y su extravío, tratando a sus amantes con desvío y aprendiendo a olvidar a sus amantes.


IX

De manera que Pablo, que en su anhelo esperaba soñando con el cielo, que su amante por fin le volvería todo el cariño y la pasión de un día, con el cerebro ardiente y un montón de esperanzas en la frente, ansiando una respuesta que confirmara su ilusión no escasa, al entrar en su casa se halló un papel y en el papel con ésta: “Como de aquí a dos meses que habré arreglado ya mis intereses, pienso casarme con mi primo Antonio que ha pedido mi mano en matrimonio, le ordeno… le prohíbo, siendo ésta la razón porque le escribo, que se vuelva a ocupar de la que un día tuvo el capricho de quererle un poco, sin sospechar que le volviera loco su demasiado amor a la poesía. Respecto a su corona con la que dice usted que me perdona, es un obsequio cariñoso y blando que confieso en verdad que no merezco, así es que la agradezco, ¡y como no me sirve se la mando!”. 244

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X

Cuando el triste de Pablo hubo leído por una y otra vez este recado tan esperado como temido, viendo aquellos renglones que en cambio de su fe y sus ilusiones le brindan el escarnio y el olvido, lleno de ese profundo desaliento del que lo pierde todo en un momento, cogió aquella corona sin cabeza, fruto de su trabajo y su cariño, y llorando, llorando como un niño que de una falta grave se confiesa, “¡Oh gloria! —dijo el fin— si hasta tu asiento en una hora de amor y atrevimiento soñé volar del mundo a arrebatarte uno de esos laureles con que el arte recompensa el trabajo y el talento; tú sabes bien, ¡oh gloria!, que no lo hice por mí sino por ella; mas ya que ella tan dura como bella ha insultado mi fe y aun mi memoria, ¡que acaben mi laurel y el regocijo que sentí de ceñírmelo al anhelo…!”. Y deshaciendo su corona, dijo, y la arrojó en pedazos por el suelo.


XI

Después, tranquilo ya, bajo la calma de otro cielo mejor y diferente, Pablo, pensando en la que estaba ausente, en lugar de un laurel ¡le mandó el alma!

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La blanca cumbre en que ella por la primera vez surgió a mi vista, se alzaba coronada de una estrella como un altar salvaje sin ídolo, sin flores, solitaria. Y en medio de su quietud, que reverenció, respondiendo de mi alma a la plegaria con el himno de amor de su silencio. Y entonces, los recuerdos cariñosos de aquellas breves horas; aquel cielo de amor que por el día se empapaba del valle en las esencias y que al llegar la noche se entreabría y en su tranquilo seno recibía nuestras santas y tiernas confidencias; aquellos ojos negros que tan bellos se inclinaban a verme cuando al unir su boca a mis cabellos depositaba un ósculo sobre ellos y esta palabra arrulladora, ¡duerme!

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S/F

Otro fragmento


JULIÁN HERBERT

MANUEL ACUÑA: VALLETO & CO.

Una pregunta –romántica y no– persiste en un rincón de la literatura mexicana: ¿por qué se suicidó Manuel Acuña, protomédico de 24 años, coahuilense nacido en 1849, huérfano de padre, autor de un drama cuyo triunfo apoteósico hoy nos resulta casi incomprensible y de dos poemas más o menos célebres; estrella fulgurante y fugaz del tardío romanticismo nacional?… No faltará quien opine que la cuestión está saldada: hay suficientes datos biográficos para inferir que, al momento de su muerte, el vate lidiaba con una profunda crisis emocional y económica.1 Pero su

fama no se asienta en hechos positivos sino en el tópico romántico por excelencia: flor tronchada en plenitud por una intensa pasión. Hay además, en torno a la desgracia, un issue poco explorado: la amargada ironía que trasmiten algunos de los mejores poemas que el saltillense compuso en sus últimos meses de vida. Habría, pues, al menos tres rutas para acercarse al suceso: la mítica, la biográfica y la estilística. 1

Cf. Marco Antonio Campos, Manuel Acuña en Ciudad de México, Saltillo, México: Instituto Coahuilense de Cultura, 2001.


No importa cuánto nos esmeremos en desmentirlo: el coro popular repetirá que Acuña se envenenó por los desdenes de Rosario de la Peña. De ahí la fama singular de su “Nocturno”, un poema mediocre comparado con otros de su mismo tono y técnica. Esto me lleva a enfatizar un hecho clave: el “Nocturno” a Rosario es una obra incompleta si se le juzga exclusivamente en su perímetro textual; para asimilar su plenitud estética tenemos que leerlo como nota a pie de página de un gesto (diré más, de un performance): la muerte a mano propia de su autor.2 Sólo a través de una lectura de tal índole cobran intensidad los versos finales: ¡adiós por la vez última, amor de mis amores; la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores; mi lira de poeta, mi juventud, adiós!

Quitemos el suicidio y lo que queda es patetismo débil –incluso para los estándares del romanticismo mexicano tardío.3

2

Esta clase de lectura me fue sugerida por un libro de ensayos que recomiendo mucho: Luis Felipe Fabre, Leyendo agujeros, México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2005. 3

Comparémoslo con el soneto del Nigromante (también dirigido a Rosario de la Peña) en el que el enamorado se lamenta de su vejez y cuyo final es esta bella y patética estrofa (relectura a su vez del parcite dum propero, mergite dum redeo de Marcial, y de los consiguientes dos versos finales de un soneto de Garcilaso en el que Leandro se dirige a las olas: dejadme allá llegar, y a la tornada, / vuestro furor ejecutad en mi vida): “al inerme león el asno humilla. / Vuélveme, Amor, mi juventud y luego / tú mismo a mis rivales acaudilla”. O con este afamado fragmento de Manuel M. Flores: “Amémonos, mi bien, en este mundo / donde lágrimas tantas se derraman; / las que vierten, quizá, los que se aman, / tienen un no sé qué de bendición”.


V ALLETO & C O . M ANUEL A C U Ñ A :

Por lo que atañe a los hechos históricos que circundan la tragedia, el opúsculo de Marco Antonio Campos es referencia básica.4 Campos enumera estas probables causas del suceso: Manuel vivía en un lamentable estado de pobreza, especialmente tras el fallecimiento de su padre; su salud (física y mental) era, según testimonio de sus allegados, precaria; recientemente había procreado, con la poeta Laura Méndez, un hijo al que por supuesto era incapaz de criar y sostener –y que por otra parte le sobreviviría apenas unos meses; y, pese a que su drama El pasado había tenido un caluroso recibimiento en 1872, la segunda puesta en escena (ya en el 73) resultó un fracaso. Dicho fracaso abre la puerta a una tercera, maliciosa lectura de la anécdota: tal vez Acuña se suicidó con el afán de preservar su magro éxito; por trascender los límites de su romanticismo; para ingresar, con pasaporte de cianuro, a los libros de historia nacional. Hasta donde sé, el primero en proponer esta socarrona teoría fue Juan José Arreola en su cuento “Monólogo del insumiso”. La pieza lleva el epígrafe “Homenaje a M. A.” e incluye frases como éstas: “Hay un diablo que me castiga poniéndome en ridículo. Él me dicta casi todo lo que escribo”… “me siento condenado a repetirme y a repetir a los demás”… “Y yo andaría con mi cabellera llena de telarañas, representando a los ochenta años las antiguas tendencias con poemas cada vez más cavernosos y más inoperantes”… “Cuando menos, me gustaría que no sólo en mi cuarto, sino a través de toda la literatura mexicana, se extendiera un poco este olor de almendras amargas que exhala el licor que a la salud de ustedes, señoras y señores, me dispongo a beber”.5 4

Op. Cit.

5

Juan José Arreola, Confabulario, México: Joaquín Mortiz, 1975, pp. 52-54. La tesis de


Arreola le hace justicia, si no a la verdad histórica, sí al estilo predominante en algunos de los últimos textos del poeta. La vena satírica de Manuel será (tanto para él como para nosotros) un hallazgo tardío: todos sus poemas de 1868-69 tratan temas “serios” de manera cursi.6 en 1870 aparece un primer y tibio intento de aproximación al humor: “Uno y quinientos”. Hay algunos ejercicios más bien desafortunados entre 1871 y 1872 (“Dos víctimas” es quizá el más rescatable). Pero es justo su primer poema fechado en el 73 (es decir el año de la muerte) el que incorpora el tema central de su poesía satírica futura: la crítica a los modelos literarios. Se titula “La vida en el campo” y, previsiblemente, es una burlona lectura del tópico latino (y barroco) beatus ille. No es un texto completamente desafortunado, aunque sí demasiado extenso; a ratos el autor parece frígido ante lo que censura (incluso reconoce que “la vida en el campo” no es un tema que importe gran cosa a sus coetáneos). Más interesantes son cuatro composiciones posteriores en las que zahiere la referencialidad más obvia del romanticismo tardío: “Nada sobre nada”, “A la luna”, “Letrilla” y “La gloria”. “A la luna” no sólo hace broma de ese satélite y de sus obvias implicaciones románticas: también es una crítica al estilo pomposo de algunos poetas cuyos nombres son citados (directa o indirectamente) en las estrofas. “Letrilla” se interesa menos por lo estético y retrata con chistes buenos y Arreola ha tenido adeptos entre los que destaco a Jesús de León, quien en su novela Semidesiertos presenta a un Acuña calculador y antipatético, desesperado por la fama póstuma. 6

Sigo en todo momento las fechas y el orden editorial propuesto por José Luis Martínez en Manuel Acuña, Obras: poesía y prosa, Saltillo, México: Instituto Coahuilense de Cultura, 2000.

V ALLETO & C O .

grave de su muerte? Opino que sí: la ironía antirromántica practicada por

M ANUEL A C U Ñ A :

¿Hay en la obra de Acuña rasgos que justifiquen un enfoque tan poco


V ALLETO & C O . M ANUEL A C U Ñ A :

malos los hábitos del medio literario mexicano. “La gloria” es a mi juicio el testamento literario de Acuña en un sentido más profundo que el “Nocturno”. Primero, porque el relato contenido en esta pieza describe no sólo la decepción amorosa, sino la azarosa condición estética –y el suicidio que acompañaría a ambas.7 Segundo, porque en él se funden (si bien de manera torpe) las dos vetas de su poesía: lo cómico y lo solemne. Y tercero porque, aunque fallido, es sin duda su texto más ambicioso, tanto en asunto y estructura como en versificación. “La gloria” contiene pasajes que prefiguran el primer modernismo. Como éste: Elena va al paseo de lucir y brillar en el deseo; tiene palco en el teatro y no hay velada, tertulia, baile, aniversario o fiesta, a que oportunamente convidada no se encuentre a asistir siempre dispuesta.

Sin embargo, en ningún otro poema satírico consiguió Acuña tal equilibrio entre modernidad, musicalidad, estructura e inteligencia como el que puede apreciarse en “Nada sobre nada”. Se trata a mi juicio de su mejor pieza, superior a “Nocturno”, “Ante un cadáver” y “La gloria” (lo que sólo significa que lo considero un texto más vivo, más cercano a la sensibilidad contemporánea; o a lo que para mí es esta sensibilidad). “Nada sobre nada” es un discurso en verso: desde su arranque el autor nos avisa que su intención original era entregarnos una prosa, pero que fue sorpresivamente disuadido de ello. Es también un poema de ocasión: lo 7

El “Nocturno” ya circulaba en septiembre; la publicación de “La gloria” data de octubre. Cf. Campos, Op. Cit., pp. 20 y 37.


Es, finalmente, un poema que no se concibe del todo como tal: “que rompa yo la bendecida prosa / que preparado para el caso había / y que escriba en vez de ella alguna cosa / así, que se parezca a la poesía”; es un antipoema. Desde tal exterioridad y ligereza, Manuel Acuña pasa revista sin piedad a algunos de los temas centrales del romanticismo (e incluso de alguna poesía anterior a éste): la belleza inmarecesible de la amada, la fe religiosa, la contemplación arrobada de la naturaleza, la relación entre vida y ética, el mar como metáfora de lo sublime, la épica, la hagiografía… Y despedaza, cada tanto, su propio esfuerzo. Describe la fealdad de su novia registrada en “un retrato / firmado por Valleto y Compañía” (nuevamente linda con el Gutiérrez Nájera que vendrá). Se asume incapaz de hablar del mar –de lo sublime– porque en materia de “charcos” sólo conoce “el lago de Texcoco”. Declara haber escrito ciento cincuenta octavas reales sobre la vida y sus miserias; octavas “cuyo único defecto / (…) era que en vez de ser originales / no pasaban de un plagio de Espronceda”. Y el texto prosigue en este mood hasta su apoteosis, un final que bien podría leerse como gemelo abyecto de la última estrofa del “Nocturno”: Ya que en mi numen agotado no hallo ni el asunto ni el plan a que yo aspiro, rompo mi humilde cítara, me callo, y con perdón de ustedes me retiro.

Una retirada equiparable al suicidio –siguiendo la lógica brillante y perversa del cuento de Arreola.

V ALLETO & C O .

pero lo considera un “grave y horrible compromiso” del que intenta salvarse.

M ANUEL A C U Ñ A :

escribe “…ya que es preciso, / puesto que así lo han dicho en el programa”;


V ALLETO & C O . M ANUEL A C U Ñ A :

“Nada sobre nada” es una obra fundacional de la (por lo demás vastísima y escasamente atendida) poesía satírica mexicana. Una lectura que permite observar otra vertiente de un autor al que comúnmente enmarcamos en la zona más inofensiva del romanticismo tardío, pero cuyo humorismo cínico y desencantado podría considerarse un temprano antecedente de poetas como Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde y Renato Leduc.




EN

NOM B RE

D E

ESE

LAU REL

Bibliografía Acuña, Manuel. Obras (Colección de Escritores Mexicanos). Prólogo y selección de José Luis Martínez. México: Porrúa, 1949. CONACULTA, 2000. Acuña, Manuel. Obras: poesía y prosa. Edición, prólogo y notas José Luis Martínez. México: ICOCULT, 2000. Acuña, Manuel. Obras. Prólogo de Juan de Dios Peza. Buenos Aires: Editoriales Maucci, 1898. Acuña, Manuel. Poesías (Colección Biblioteca poética). Prólogo de Fernando Soldevilla. París: Garnier Hermanos, 1885. Acuña, Manuel. Poesías completas. Compilación y notas de Florencio Barrera Fuentes, México: Ediciones Papel de poesía, 1949. Acuña, Manuel. Poesía reunida. Saltillo: ICOCULT, 1999. Acuña, Manuel. Sus mejores poesías (El Libro Español). México: Ed. Heráclides D’Acosta, 1963. Arreola Cortés, Raúl. Miguel N. Lira. El poeta y el hombre. México: Editorial Jus, 1977. Batis, Humberto et al. Manuel Acuña a través de la crítica literaria, selección de Eleazar López Zamora. México: UNAM, 1889. Blanco, José Joaquín. Crónica de la poesía mexicana. México: Universidad Autónoma de Sinaloa, 1979. Caffarel Peralta, Pedro. El verdadero Manuel Acuña. México: Imprheca, 1984.


Campos, Marco Antonio. Manuel Acuña en Ciudad de México. México: ICOCULT, 2001. Cantón, Wilberto. El Nocturno a Rosario. Pieza en tres actos. México: Los presentes, 1956. Castillo Nájera, Francisco. Manuel Acuña. México: Imprenta Universitaria, 1950. Chumacero, Alí, comp. Poesía romántica. 2ª ed. Biblioteca del Estudiante Universitario 30. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1973. Cruz, Salvador. Ensayos sobre literatura mexicana. México: Secretaría de Cultura de Puebla, 2001. De Campoamor, Ramón. Obras completas. Madrid: Aguilar Ediciones, 1949. De Maria y Campos, Armando. Manuel Acuña en su teatro. México: Compañía de Ediciones Populares, 1952. Farías Galindo, José. Manuel Acuña. México: Grupo Editorial México, 1971 Gálvez León, Rafael y Manuel Acuña. “Lejos de ti” en Piezas escogidas para canto con acompañamiento de piano. Serie I (transcripción del original por Eduardo Figueroa Orrantia). México: H. Nagel Sucesores. Gómez, Ismael. Lauros de la Noche. Libro editado por los espíritus. Zaragoza, Coahuila, 1931. Gonzáles Peña, Carlos. Historia de la literatura mexicana. Desde los orígenes hasta nuestros días. México: Porrúa, 1998. Güemes, César. Cinco balas para Manuel Acuña. México: Alfaguara, 2009. Herbert, Julián. Caníbal. Apuntes sobre poesía mexicana reciente. México: Bonobos Editores, 2010. Jarnés, Benjamín. Manuel Acuña. Poeta de su siglo (Colección Vidas Mexicanas). México: Editorial Xóchitl, 1942. López Portillo y Rojas, José. Rosario la de Acuña. Saltillo: Colegio Coahuilense de Investigaciones Históricas, 1920. Monterde, Francisco et al. Cumbres de la poesía mexicana en los siglos XIX y XX (primera parte), Ciclos de Conferencias. México: Publicaciones de la Delegación Benito Juárez del departamento del D. F., 1977.


Pacheco, José Emilio, comp. Poesía Mexicana I. 1810-1914, Clásicos de la literatura mexicana. México, 1979. Peza, Juan de Dios. Manuel Acuña íntimo. México: SEP/Conasupo. Peza, Juan de Dios. Cantos del hogar. París: Librería Vda de C. Bouret, 1916. [En línea]. Recuperado en: https://archive.org/stream/3748117#page/n0/ mode/2up. Riva Palacio, Vicente, director. El parnaso mexicano (tomo I). México: Librería la Ilustración, 1885. [En línea]. Recuperado en: http://cdigital.dgb.uanl.mx/ la/1080019204_C/1080019204_T1/1080019204_T1.html. Riva Palacio, Vicente, director. El parnaso mexicano (tomo II). México: Librería la Ilustración, 1886. [En línea]. Recuperado en: http://cdigital.dgb.uanl.mx/ la/1080019204_C/1080019206_T2/1080019206_T2.html. Riva Palacio, Vicente, director. El parnaso mexicano (tomo III). México: Librería la Ilustración, 1885. [En línea]. Recuperado en: http://cdigital.dgb.uanl.mx/ la/1080019204_C/1080019205_T3/1080019205_T3.html. Rodríguez Garza, José et al. Manuel Acuña visto a través de los escritores coahuilenses actuales. Centenario de la muerte del poeta. Saltillo: Ediciones Espigas. Cuadernos literarios México, 1974. Vigil, José María, comp. Poetisas mexicanas. Siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1977. Viesca, Sergio R. Ensayos críticos. Salvador Díaz Mirón. Manuel Acuña. México: Imp. Manuel León Sánchez, 1926.



EN

NOM B RE

D E

ESE

LAU REL

Iconografía Figura 1. Manuel Acuña

Grabado de Navellier & L Marie SC (Poesías, Garnier Hermanos, 1885)

11

Figuras 2-5. Portadas de libros

15

Figura 6. Acuña antes de partir a la capital

(Manuel Acuña de José Farías Galindo, 1971)

17

Figuras 7-9. Laura Méndez de Cuenca

(http://mujeresnet.info/img_page/tey2.jpg; Manuel Acuña de José Farías Galindo, 1971; http://www.elporvenir.com.mx/upload/foto/27/8/5/laura2.jpg)

39

Figuras 10-12. Rosario de la Peña

(Retratos: Manuel Acuña. Alas rotas, SNTE Sección 38, 2013; Manuel Acuña de José Farías Galindo, 1971; Manuscrito: Manuel Acuña de Francisco Castillo Nájera, 1950)

41

Figuras 13-16. Retratos de Manuel Acuña (Obras: poesía y prosa, 2000; Manuel Acuña de Francisco Castillo Nájera, 1959; Manuel Acuña. Sus mejores poesías, 1960; Manuel Acuña de José Farías Galindo, 1971)

Figura 17. Acuña y Juan de Dios en la Alameda

(Manuel Acuña íntimo de Juan de Dios Peza)

61

65


Figuras 18-19. Féretro de Acuña y declamación de Justo Sierra (Manuel Acuña íntimo de Juan de Dios Peza)

Figuras 20-21. Sra. Refugio Narro de Acuña

(Retrato: Manuel Acuña de José Farías Galindo, 1971; Dedicatoria autógrafa: Cortesía del Dr. Manuel Acuña Cepeda)

73

93

Figuras 22-25. Campoamor, Espronceda, Hugo, Bécquer

(Obras completas, 1949; http://es.wikipedia.org/wiki/José_de_Espronceda; http://recuerdosdepandora.com/wp content/uploads/2010/09/Victor_Hugo.jpg; http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/9/99/Portrait_of_Gustavo_Adolfo_ Bécquer%2c_by_his_brother_Valeriano_%281862%29.jpg)

99

Figura 26. Juan de Dios Peza

(Cantos del hogar de Juan de Dios Peza,1916)

115

Figura 27. Soledad

116

Figuras 28-29. Catálogo 532 de la casa editora H. Nagel Sucesores

132

(Manuel Acuña íntimo de Juan de Dios Peza)

(Cortesía de Eduardo Figueroa Orrantia)

Figuras 30-32. Partitura de “Lejos de ti” (Cortesía de Eduardo Figueroa Orrantia)

135-137

Figura 33. Agustín F. Cuenca (El parnaso mexicano, tomo II, 1886)

147

Figura 34. Laura Méndez de Cuenca

148

Figura 35. El joven Manuel Acuña

175

Figura 36. Portada de Lauros de la Noche

187

Figura 37. Estrofas del “Nocturno”

191

(Poetisas mexicanas. Siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, 1977)

(Cortesía de la Biblioteca del Centro Cultural Vito Alessio Robles)

(Lauros de la Noche, 1931)

(Lauros de la Noche, 1931)


Figuras 38-40. Lauros de la Noche, obra de teatro (Cartel: Cortesía de Mónica Álvarez Herrasti Fotografías: Susana Veloz)

Figura 41. Manuel M. Flores

(El parnaso mexicano, tomo III, 1885)

Figura 42. Rosario de la Peña

(Pintura digital de Pedro García, 2013)

Figura 43. “Ella me daba un beso y mi madre otro” (Obras de Manuel Acuña, Editoriales Maucci, 1898)

Figura 44. Pablo y Elena

(Obras de Manuel Acuña, Editoriales Maucci, 1898)

192

201

202

211

237

Figura 45. Monumento a Manuel Acuña Escultura de Jesús F. Contreras, 1900 (Fotografía: Ignacio Valdez)

Figura 46. El libro de hueso

(Manuel Acuña íntimo de Juan de Dios Peza)

255

266-267


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N OMB RE

DE

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LAU REL

Créditos Investigación:

Saltillo: Alejandro Beltrán; Isabel Chávez Echeverri; René Gil González Saltillo, Monterrey, DF: Valeria Salas Carrillo

Transcripción y digitalización de textos: Alejandro Beltrán; Gonzalo Cárdenas

Semblanzas:

René Gil González

Corrección:

Alejandro Beltrán; José Antonio Santos Fernández

Apoyo administrativo y archivo digital: Denisse Alejandra Manzanares Vitela


EN

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Agradecimientos

Los editores (disculpándose por cualquier omisión involuntaria) agradecen a las siguientes personas e instituciones por su apoyo, por las facilidades brindadas para el desarrollo de este proyecto y/o por su confianza: Archivo General de la Nación; Archivo Municipal de Saltillo; Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León; Biblioteca Central y Centro de Enseñanza para Extranjeros de la Universidad Nacional Autónoma de México; Centro Cultural Vito Alessio Robles; Museo Miguel N. Lira del Instituto Tlaxcalteca de Cultura; Manuel Acuña Cepeda; Mirtea Acuña Cepeda; Juan Salvador Álvarez; Mónica Álvarez Herrasti; Gabriela Balleza; Marco Antonio Campos; Álvaro Canales Santos; Miguel Canseco; Patricia Carrillo Carrera; Alejandro Cortés Cervantes; Edna Dávila Mata; Esperanza Dávila Sota; Evodio Escalante; Eduardo Figueroa Orrantia; Julián Flores Olivares; Carlos Flores Revuelta; Pedro García; Ana Sofía García Camil; Rafael García Sánchez; Mabel Garza Blackaller, Diana Garza Islas; Julián Herbert; Lourdes Herrasti; Asis Jaramillo; Román Luján; Ernesto Lumbreras Bautista; Lucas Martínez Sánchez; Gerardo de Jesús Monroy; Jorge Palomares; Dolores Quintanilla Rodríguez; Lilia Rabiela; Guadalupe Ramírez; Jorge Rangel; Jonathan Sandoval; Liliana Tanaka; Melissa Torres; Marianne Toussaint Ochoa; Susana Veloz; Ignacio Valdez; Javier Villarreal Lozano; Arturo Villarreal Reyes.



E n nombre de ese laurel Obra poética, 1, editado en ocasión del CXL aniversario luctuoso de Manuel Acuña, se terminó de imprimir en noviembre de 2013 en Saltillo, Coahuila de Zaragoza. El tiraje consta de 2,000 ejemplares. La impresión estuvo a cargo de Coordinación Editorial Dolores Quintanilla.




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PO É T I CA, 1

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M A NU EL ACUÑA EN CI U DAD D E M ÉX I CO MARCO AN TON I O CAM PO S MA NUEL ACUÑA DES D E EL M ÁS ALLÁ Á LVA R O C A N A L E S S A N T O S “ LEJOS

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