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Myrna Pastrana Coordinadora
directorio
Lic. Rubén I. Moreira Valdez Gobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza Lic. Ana Sofía García Camil Secretaria de Cultura de Coahuila Lic. Carlos Flores Revuelta Director de Actividades Artísticas y Culturales Lic. Juan Salvador Álvarez de la Fuente Subdirector de Literatura y Ediciones
© Martín Reyes Guerrero © José J. Medina Zapata © Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza © Secretaría de Cultura de Coahuila Edición: Miguel Gaona Diseño: Estefanía Nicté Estrada Corrección: José Antonio Santos/ Alejandro Beltrán Saltillo, 2014
La vida nos lleva por caminos insospechados. A mí me llevó a Ciudad Acuña, Coahuila, invitada por la maestra Odila Fuentes, quien está al frente de la Coordinación de Literatura de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Coahuila. El propósito del viaje fue coordinar un taller de literatura y probar, en los hechos, que las letras son una de las armas más poderosas para combatir la tristeza y un remedio infalible para curar las heridas que nos ha dejado la violencia durante los últimos años en el norte del país. Así fue como, casi para finalizar el mes de mayo, inició el taller que devendría en un lugar de encuentro entre seres humanos que, como muchos, sentían la necesidad de expresar lo que les había ocurrido por medio de las letras, buscando, seleccionando y dimensionando las palabras precisas. Además, tenía que saber qué es lo que se estaba escribiendo, y unas cuantas técnicas que permitieran diferenciar el relato del testimonio y a éste del cuento o la crónica, para así determinar en qué formato iban a escribir sus experiencias. Una segunda visita en agosto para coordinar el segundo módulo y dar continuidad a los trabajos sirvió para eso. Actualmente el taller de literatura “Las letras curan” comienza a producir, y por ello es para nosotros un gusto presentar estos trabajos primigenios de quienes, desde su poca experiencia, escriben con el corazón. Gracias.
Mtra. Myrna Pastrana Coordinadora
cuento El destino del cuervo Martín Reyes Guerrero
A
una casa rodeada de árboles, ocupada sólo de noche por sus dueños, llegó un solitario cuervo que, alejado de los de su género, lo único que buscaba era llenar su vacío, sin saber cómo. La historia se escribiría en ese lugar. Todo empezó una tarde a la caída del sol, casi al oscurecer, cuando al observar a los otros cuervos sintió su vida mecánica y rutinaria. Entonces voló sin rumbo alguno. La oscuridad lo cubrió, y guiado solo por la luz de la luna, parecía que la misma rutina le gritaba: “¡Lárgate muy lejos! Aquí no te necesitamos; tú ya no eres de los nuestros”. Abatido por el aburrimiento, voló sin dirección, guiado por una corazonada que se hacía más presente conforme avanzaba, que le alegraba el alma, algo así como aquella nostalgia y desesperación por llegar al pueblo amado que hacía tiempo no veía. El cuervo, a quien no le importaba ni el tiempo ni la dirección, vio que ya no podía volar, estaba cansado pero, a la vez, sentía un gran alivio por alejarse de su vida triste y hueca. Algo le faltaba, ¿pero qué? Ni él lo sabía aún. Así se aferraba al destino que esa noche lo empujaba.
Al fin aterrizó en la copa de un árbol, frente a una casa donde solo una de las ventanas reflejaba la luz. Al fondo se alcanzaba a ver una pequeña casita colgada en la pared. Fue como ver un oasis en el desierto porque de pronto se apagó la luz. Una pregunta invadió su pensamiento: ¿era una casa de aves o era sólo su imaginación? Al amanecer del día siguiente se posó frente a la ventana para aclarar su duda: efectivamente, se trataba de una casita colgada en la pared, y sin apartar la mirada de su pequeña puerta, esperó pacientemente ver que alguien saliera, sin saber que se trataba de un reloj. En punto de las doce del mediodía se escuchó el cucú del reloj cantado por una pequeña pajarita. El cuervo saltó asustado; de no haber sido ave, hubiese caído. Repuesto de su asombro volvió a posarse frente a la ventana, incrédulo con lo que había visto y escuchado: era una pequeña pajarita la que alcanzó a ver de manera repentina. El cucú había terminado y no le quedaba claro qué había pasado, en su memoria solo resonaba el cucú, cucú, cucú como si fueran las campanadas de una iglesia. Su curiosidad aumentó y se quedó parado otra vez frente a la ventana, como un investigador privado que no pierde de vista su objetivo. El cuervo reflexionó: “¿Qué fue lo que vi? ¿Era una pajarita esclava en esa casita? ¿Por qué salió sólo a cantar y se regresó? ¿Acaso la tenían atada de una de sus patitas? Si es así, tengo que ayudarla, pues parece que está esclavizada”.
Se identificó tanto con ella que comprendió que sufría su mismo dolor: la rutina, el vacío y una gran desesperación por cambiar de vida, lo mismo que lo había llevado a él a ese lugar. Entendió al instante que por algo estaba ahí, sintió que el mismo creador del universo lo había ubicado en ese lugar para liberar a esa pequeña ave. Y ahí, quieto, parado frente a aquel cristal, empezó a tocar con el pico tratando de que el ruido llamara la atención de aquella pajarita, ignorando que se trataba de un ave artificial. “¡Qué raro! ¿Por qué no sale? ¿Acaso está amenazada? Estoy seguro que escucha el golpe de mi pico en el cristal”. El cuervo no podía perder el tiempo: esa pajarita necesitaba ayuda, así que voló a lo alto de aquella casa para estudiar el área. Desde el cielo pudo ver la entrada de una chimenea y bajó rápido para posarse encima de la abertura. Su pico se levantó a lo alto y, volteando al cielo, realizó el sonido que los cuervos hacen en señal de triunfo por haber encontrado la solución para entrar a esa enorme casa y salvar a la prisionera. Cuervacio, que era el nombre de aquel cuervo, observó el orificio e ideó la estrategia para entrar. Al darse cuenta del tizne abundante de aquel ducto, rió desenfrenadamente: “Por fortuna no soy una blanca paloma; soy tan negro que el tizne de este conducto no podrá mancharme, es más, ni se notará. Más negro no puedo ser, jajajaja”.
Cuervacio se lanzó como el buzo al mar, pero contrario a éste, con el pico por delante. Antes de caer al fondo, sus alas revolotearon para no golpearse. Ya dentro de la casa, como si fuera un colibrí, se posó frente al reloj del cucú para replicar como cuervo y llamar la atención de la pajarita, pero nada, no conseguía que las puertas se abrieran. Por último, una y otra vez tocó con el pico por todos lados, como pájaro carpintero, para que la prisionera se diera cuenta de que un héroe había llegado a liberarla. Cuervacio no entendía qué estaba pasando. ¿Acaso era un sueño aquella pajarita? Las horas transcurrieron hasta que anocheció. Un ruido le avisó de la llegada de los propietarios de la casa. Cuervacio se escondió en la chimenea y empezó a escalar para luego salir y volar hacia el árbol, para contemplarla, a través de la ventana, junto a su misteriosa casita. Al poco tiempo, la luz se apagó y así acabó otro día más de incertidumbre. Pero Cuervacio se sentía contento por primera vez en su vida; parecía que ayudar a los demás llenaba el vacío de cualquier tristeza. Al día siguiente Cuervacio despertó inquieto, como el niño que se levanta feliz porque tiene un juguete nuevo. Así, tan pronto la casa fue abandonada por sus dueños, Cuervacio entró como el día anterior. “Pues bien, ya estoy adentro. Ahora a esperar; creo que será a la misma hora cuando esa pajarita esclava saldrá a cantar”.
Cuervacio se posó arriba de la casita, en la punta de ese pequeño techo de dos aguas, y ahí permaneció, listo para caer sobre la pajarita como si fuera una guillotina y arrancar la cuerda o lo que la tuviera prisionera, y liberarla. Paciente, amenazante para enfrentarse a lo desconocido, no sabía con quién se iba a encontrar. ¿Acaso alguien iba a luchar con él para evitar salvar a la pajarita? Sin dejarse llevar por el miedo, estaba decidido, a costa de su propia vida, a sacar de la prisión a esa pequeña esclava. En punto de las doce el cucú sonó y la pajarita salió moviendo el pico e inclinando su cabeza hacia el frente. Cuervacio lanzó sus patas como los gallos cuando se pelean en un palenque, tratando de que la pajarita quedara libre. Así sucedió, la pajarita se desprendió del reloj. Cuervacio, al sentir que sus patas la liberaron, voló hasta la chimenea para mostrar el camino a su amiga. “Solo sígueme. ¡Vuela, vuela!” le gritaba, sin darse cuenta de que aquel objeto de madera y con la forma de ave caía al suelo. Cuervacio, al salir de la casa por la chimenea, revoloteó nervioso alrededor del techo para ver su gran obra, así como el pintor admira su paisaje. Pero al ver diezmado su triunfo como héroe, trató de entrar de nueva cuenta. “¿Qué pasó? ¿Por qué no sale? Acaso alguien la atrapó o tal vez no vio, de tan espantada que estaba,
el camino que le indiqué de salida”. El gran cuervo negro, sabiendo que había arriesgado su vida, pensó que si entraba de nuevo, ahora sí la perdería. Lo único que le importaba era ver libre a su pequeña amiga, así que decidió no arriesgarse y ser más inteligente, buscando otra estrategia. Voló hasta la ventana para observar qué había pasado. Cuando llegó a la ventana para husmear, se puso nervioso: tal vez iba a descubrir el cadáver de aquella pajarita o que estaba herida. Pero nada, ella no estaba; sólo observaba la pequeña casita con la puerta abierta y un pequeño trozo de madera que sobresalía. Cuervacio tocaba con el pico el cristal: “¡Amiga, amiga responde! ¿Dónde estás? Vine a salvarte, no tengas miedo, sal, ya eres libre”. El canto de una pequeña pajarita se escuchó en el techo de la chimenea; era una avecilla que venía volando no se sabe de dónde pero que se paró sobre aquel orificio de la chimenea para culminar y escribir así la historia de un héroe que acababa de nacer. El gran cuervo negro salió volando hacia el cielo para observar a la pajarita que volaba y que se alejaba sin darle las gracias. Al fin Cuervacio descubrió su vocación, por fin su vida tenía sentido: se dedicaría a salvar vidas. Y viendo cómo se perdía sol aquella pajarita libre sobre el azul del cielo y entre los rayos del, exclamó: “Ahora soy más que un simple cuervo. Ahora soy Cuervacio el Libertador”.
La vida de aquel cuervo ahora tenía sentido. Su vacío se llenaba de la libertad de las otras aves, sin saber que, por casualidad, aquella pajarita se había parado a cantar en el techo de la casa; la verdadera pajarita a la que había liberado era una avecilla hecha de madera que estaba inerte y sin vida debajo de la mesa que estaba frente al reloj. Un reloj, una mesa y una pajarita cantante habían sido los ingredientes para que aquel cuervo negro descubriera su propia vocación: salvar la vida de otras aves para que fueran libres. Desde aquel día se dedicó a destruir jaulas con su pico y a liberar a otros pajaritos de su cautiverio. Ya no era un simple cuervo negro, ahora era Cuervacio el Libertador.
Héctor Palacios Flores
E
n la sala de espera se percibía un ambiente de calma, de resignada tranquilidad. Me recibió la familia, mi cuñada Angélica y algunas amistades, con la seguridad de una visita esperada. Unos cuadros modernos de pintura religiosa daban solemnidad a la ocasión. Luego me pasaron a la capilla de velación donde se encontraba el cuerpo de mi hermano César. Fuimos acompañados por mi hermano Juan Pedro y su esposa Mila, quienes habían pasado por nosotros a la central de autobuses de Reynosa y cruzado después la frontera. Mi esposa Tere y yo habíamos hecho el viaje desde Ciudad Acuña, Coahuila. Los funerales en Estados Unidos suelen ser sobrios, sin estridencias, sin llantos y sin excesos de pasiones. La capilla, con clima artificial, también mostraba modernas imágenes de pinturas religiosas; al lado del féretro, montadas en un par de caballetes, dos fotografías de mi hermano César, en tamaño grande, una de ellas de su juventud, con un cairel en la frente y pelo oscuro; la otra reciente, con el pelo cano. En ambas destacaba esa sonrisa bonachona que lo acompañó de por vida. Había, además, dos discretos arreglos florales.
testimonio
César A. Palacios
Tuve la oportunidad de saludar a primos y sobrinos a quienes no veía desde hacía años y, en algunos casos, ni sabía de ellos; los tíos y abuelos por parte de mis padres hace tiempo que no existen. También tuve la oportunidad de abrazar a mi hija Patty, fruto de mi primer matrimonio con una joven americana. La vi muy guapa y no resistí el deseo de hacérselo saber. Por un momento logré estar sólo con mis pensamientos, la vista fija en el féretro y en las dos grandes fotografías de César. Recuerdos de nuestra niñez, soy dos años mayor que él, de su gusto por las motocicletas, de su afición por el boliche, de sus diferentes trabajos, de su negocio, de su casamiento, de sus hijos y de tantas cosas más. Sobresalía en él una bondad que algunos calificaban como defecto. En la soledad de mis pensamientos recorrí con la vista a todos los asistentes. “¡Qué tontería!”, pensé. Dentro de cien años ninguno de nosotros, jóvenes o viejos, estará vivo y ya no habrá problemas, todos estarán solucionados; no habrá penas ni rencores, pero tampoco disfrutaremos de las satisfacciones y alegrías que da la vida, porque la vida también es bella. Llegó el momento de retirarnos pues las funerarias del lado americano cierran temprano. Nos despedimos de amigos y familiares y fuimos a cenar a un lugar de comida rápida: queríamos apurarnos para visitar a Lolita, nuestra hermana menor, que no pudo asistir al funeral
por estar recién operada. Llegamos a su casa de altas escaleras en Reynosa y le reseñamos los pormenores de la visita a César. Por momentos deteníamos la plática para dar espacio a la reflexión. De camino a casa de Juan Pedro, donde nos hospedaríamos para muy temprano regresar a Ciudad Acuña, llegamos a un expendio para levantar un par de “seises” y botana para los comentarios finales. Me sorprendió ver lo poblada que está la colonia donde vive mi hermano: ahora se levantan numerosas y altas mansiones modernas junto a las primeras residencias y la casa hogar donde habitan unas hermanas religiosas. Quiso mi hermano que la plática final fuera en el patio del jardín de su casa, donde dispuso una mesa y varias sillas. ¡Qué confortable ese lugar que cuida personalmente con esmero! Las orillas del prado están marcadas como con regla y se respira un aire fresco de zacate nuevo. Pronto las señoras se retiraron a descansar. La plática giró sobre la vida y obra de César, para después pasar a recordar remotas vivencias familiares. Terminé de tomar una cerveza y otra la dejé a medias. Había un contraste muy marcado en el carácter de la familia de mi padre y la de mi madre. De parte materna, la abuela, hermanos y hermanas, eran de una sobriedad que helaba la piel. El único dulce que había en esa casa del solar con variados árboles frutales era, mi abuelo Juanito, todo corazón. Juan Pedro y yo no recordamos
haber recibido un beso de mi mamá jamás. No obstante, sabíamos que nos quería mucho por los cuidados que nos brindaba y por lo que sufría con las penas de todos y cada uno de sus hijos. En contraste, en la familia de mis abuelos paternos todo era alegría, bromas, chascarrillos y juegos. Todos mis tíos tenían un gran sentido del humor. A mi abuela Bernardita le temblaba mucho la mano derecha, pero era hábil para hacer de comer y demás quehaceres domésticos. Yo pensaba en aquel entonces que era por su edad, ahora sé que padecía mal de Parkinson. A mi abuelo Pedro le gustaba darnos de comer de lo que le servían en su plato, algo que irritaba mucho a la abuela pues decía que a nosotros nos servía suficiente. Venimos de una familia de comerciantes. Aún recuerdo la tienda de barrio que mi madre abría muy temprano para recibir mercancías como el pan, la leche, la leña y demás productos de venta frecuente. En seguida se desayunaba, los papás, siete hermanos hombres y Lolita, la hija menor, para que mi padre se fuera a abrir su negocio de joyería y óptica en el centro de la ciudad, y nosotros ir arregladitos a la escuela. La noche se fue haciendo larga e íntima. Juan Pedro recordó pasajes de mi vida, como ese amor tormentoso y enfermizo que sostuve con la americana y que hizo sufrir en silencio a mi madre. También recordamos las satisfacciones que les di a mis padres por los buenos
resultados en la escuela; los toros, los negocios, y mi nueva y maravillosa familia con quien he disfrutado el resto de mi vida. Todo ello gracias a mi esposa Tere y mis hijos Teresita y Héctor. Asimismo mi hermano me hizo saber rasgos de mi personalidad que creía no eran del todo buenos; con algunas consideraciones no compartí su punto de vista totalmente; en lo demás, haré lo posible por mejorar. Había que irse a dormir para regresar temprano a casa con la satisfacción de haber cumplido con mi hermano César y toda la familia. Así fue.
A
veces es difícil describir cómo ocurrieron ciertas partes de la historia de nuestra vida… En ocasiones he intentado compararme con alguien que haya sufrido un dolor físico muy profundo, alguien a quien le mutilaron un brazo, un pie, un seno, por mencionar algunos ejemplos; esto sin duda alguna afecta en su autoestima. Si se tiene la posibilidad se compra una prótesis y eso ayuda en mucho, no digo que todo vuelva a ser como antes, lo cierto es que ayuda, eso es seguro. Pero… ¿Qué pasa cuando te mutilan el alma? ¿Cuando te roban el amor propio, la seguridad, la dignidad, la voluntad y te impregnan el miedo a la vida, a las personas, a los hombres? La parte más dolorosa de mi vida comenzó así… Eran tiempos difíciles para la familia; mi abuelo enfermó de gravedad y se le cambio de habitación para que durmiera con mi tío y así tuviera más atención durante la noche.
testimonio
Alma flagelada
Tenía 6 años cuando me fui a vivir a la casa de mi abuelita para que no estuviera sola. De día vivía con mi mamá, de noche con mi abuela. Es duro revivir aquellos momentos en que mamá llegaba fastidiada y cansada del hospital al cual acudía a la rehabilitación del abuelo. Hay una escena que tengo muy grabada en mi mente y que aún me desmorona al acordarme. Me encontraba jugando con mis dos hermanos, eran las 12:00 p.m. y yo entraba a la escuela a la 1:00 p.m. aún no estaba “arreglada” para irme a estudiar. En eso llegó mi madre, y al verme allí sentada jugando casi echaba lumbre, así como pasa en las caricaturas cuando los personajes se ponen rojos al enojarse y echan humo por los ojos y oídos. Cada uno de los insultos que me dijo, todavía me estremecen cuando los escucho aunque sea por error: “marrana asquerosa”, “pinche perra malparida”, “cerda”, “mantecosa”, todo esto mientras me levantaba una y otra vez jalándome del cabello y me daba de cachetadas. De hecho estas palabras, cuando las escucho en la actualidad, es como si alguien estrujara mi corazón, lo apretara fuertemente y lo dejara vacío; sin duda alguna me siguen lastimando. Las frases peyorativas por parte de mi madre cercenaban una parte de mí cada que se hacían presentes. 6 años, la edad en que los padres refuerzan la autoestima en los hijos, pero creo que en mi caso la encomienda era distinta.
La falta de tacto en la manera de querer de mi mamá configura una de las heridas más grandes de mi alma. No es que yo me queje, yo sé que me ama; a su manera, pero lo hace. Tomando en cuenta que las agresiones tanto verbales como físicas no son ni tan sólo un poco de lo que ella padeció es su niñez, debo reconocer que me ha amado aun mucho más de lo que como ser humano sabía amar. Pero esto no es todo, aquí apenas empieza a desintegrarse mi alma, así lo siento yo, porque es mi dolor y porque a nadie más le duele. Ni siquiera tienen porbqué comprenderlo; porque dentro de todos los dolores, cada persona ama su sufrimiento. La vida me tenía preparada la prueba más grande, nunca falta un oportunista sin corazón que se aproveche de la tribulación ajena. El segundo golpe certero a mi autoestima, el que me robó la voz, la alegría, la niñez y me volvió extremadamente frágil, quebrantable ante cualquier persona que buscase hacerme daño, se dio así: Una mañana, de las tantas que desperté con mi abuela, sentí que una mano recorría mi pierna, desperté asustada buscándola a ella, pero no estaba, solo se encontraba él, quien rápidamente tapó mi boca y siguió tocando mis genitales y mis senos. Todavía siento náuseas al recordar, pero éste era apenas el inicio de la pesadilla. Yo tenía 7 años y juro que hubiera dado cualquier cosa por no vivir los siguientes
cinco años. No me refiero a morir lentamente, como murió mi alma, sino a vivirlos de otra manera. Después de todo, no me merecía lo que estaba aconteciendo. Fueron años de tocamientos, lamidas, sexo oral, era muy frecuente perderme por largo tiempo durante el juego de las escondidas con mis amiguitas; siempre deseé que alguien me encontrara, pero eso nunca sucedió. Constantemente pensaba: “por favor, alguien encuéntreme para que esto acabe ya”. De la noche a la mañana cambió el juego por el sexo. Era tan desagradable sentir su mano subiendo por mi entrepierna, mi corazón estaba lleno de temor. Tocar sus genitales me provocaba vomitar. Esos besos y esos abrazos que hoy me hacen ser como soy, fría, temerosa. Me cuesta demasiado trabajo dar un abrazo, porque estos, para mí, simbolizan sumisión. Pero… ¿Qué podía hacer? Si cuando no hacía lo que él quería me quemaba con cigarros, me apagaba la voz, me flagelaba el alma. Todo mundo estaba ocupado en sus problemas. Sentí que hasta Dios se olvidó de mí. Recuerdo perfectamente la frase más angustiosa de mi infancia: “cuando seas grande tú y yo nos vamos a ir a vivir juntos”. Estas palabras mataron mi ilusión de tajo, ya no quería ser enfermera, doctora, maestra, psicóloga; yo simplemente no quería crecer. Los sueños infantiles fueron enterrados con tanta facilidad. Al igual que se lee un cuento a un niño, así de fácil se le matan las fantasías.
Cada huracán dentro de todo su desastre tiene un momento que lo hace diferente de cualquier otro, una imagen, un daño en particular, esa parte es aquella situación que nos afecta directamente, no como comunidad, no como sociedad, sino como individuos. El recuerdo más recurrente de mi niñez en la edad adulta es su boca sobre mis senos, es la memoria más vil que tengo de cada encuentro. La sensación de suciedad, de asco, de sumisión; ésta es la razón por la cual hoy por hoy no tolero el contacto físico, porque tiendo a relacionarlo con agresión y no con cariño. Si mi alma pudiera cuantificarse, una parte la flageló mi madre y la otra la destruyó mi agresor. Mas no me considero victima porque hoy tengo la fuerza de abrir mi corazón y escribirlo en un papel. No busqué las palabras adecuadas ni las que se leyeran más bonitas. Sólo abrí mi pecho y dejé salir cada uno de mis sentimientos y sensaciones; así nada más, sin miramientos. La historia jamás contada, la herida por muchos juzgada. Catalogada siempre como rara, por ser como me hicieron y no como yo quiero ser. Y qué decir del amor. ¿Eso con qué se come? El cariño más grande que conozco es el de mi madre, un afecto lastimado que me hizo daño. Qué conversar acerca del amor si yo no sé amar; yo te puedo explicar cómo se siente el dolor o el alma flagelada. No sé quién me trajo hasta donde hoy estoy, ¿Dios? ¿La vida? ¿El destino?… Solo sé que tenía que estar aquí
para poder dar mi testimonio y decir que hay “letras que curan�
Martín Reyes Guerrero
L
a vida gira de instante en instante. Cada segundo cambia como resultado matemático de un proceso que no tiene margen de error; en segun-
dos pasan desgracias y en segundos cosas increíbles. Cada vez que recuerdo los momentos difíciles de mi vida reacciono a las circunstancias inesperadas de manera automática; actuamos de manera exacta en un instante para resolver una situación. Cuando estoy a punto de ahogarme en el caos de la vida encuentro la solución, y más allá del razonamiento o el análisis, las vivencias previas templan el carácter de cualquier persona. Hace algunos años salimos de día de campo a un arroyo rodeado de árboles inmensos, lugar mágico y maravilloso donde existe una cascada que se aprecia al fondo de aquel pequeño paraíso. Ahí, en ese lugar que parece indefenso, convivíamos alegremente en familia. De pronto caminé unos cuantos metros, alejándome un poco de ellos. La curiosidad por saber qué había más allá me llevó a un codo del arroyo donde el agua corría un poco más
testimonio
En el mar de la vida
fuerte por la caída de su corriente; era impresionante ver cómo el agua te podía acariciar y hasta darte unos masajes. Decidí entrar. El agua poco a poco me hizo caminar de manera segura, confiado en la nobleza del arroyo que parecía ser mi amigo. Sorpresivamente resbalé, mi vida estaba en peligro. Sentí cómo la fuerza del agua me tragaba. El pánico se apoderó de mí, pero una fuerza que era del mismo tamaño me hizo reaccionar: era la consciencia que me aconsejaba guardar la calma. Al mismo tiempo recordé esa gran frase que tantos y tantos mencionan pero que nadie comprende: “Vive el presente como si fuera el último día de tu vida”. Y vaya que lo viví: sentía el corazón retumbando en mi pecho con tal fuerza que juro haber escuchado cada uno de sus latidos; estaba realmente viviendo el presente, sentía cada parte de mí. Ese día lo viví como si fuera el último. Luché contra el miedo que quería derrotarme. Traté de avanzar moviendo brazos y piernas, y cuando logré pararme tratando de tocar el fondo, alcancé a sacar la nariz para respirar y llenar los pulmones de oxigeno. Al instante me volví a entregar a la corriente para ser tragado. Como tratando de engañar al arroyo, de manera estratégica y con la fuerza de mi oxígeno, seguí moviendo brazos y pies para avanzar lo más que se pudiera a la orilla. Ahora entiendo que todo esfuerzo y perseverancia dan resultados; en fracciones de segundo rememoré de
manera drástica a mis padres y maestros cuando alguna vez me dijeron que quien persevera, triunfa. Logré avanzar. Sentí que había logrado pisar una roca y saqué mi cara para poder respirar y pararme, con dificultad; la corriente trataba de arrastrarme. En ese momento mi tío, quien guiado por la curiosidad y para mi buena fortuna había salido a caminar por el mismo lugar, se dio cuenta del suceso. Al instante corrió para lanzarse y salvarme, pero le dije que no, que utilizara la rama de algún árbol para poder agarrarme, ya que si se lanzaba, lamentablemente los dos hubiéramos muerto ahogados en aquel remolino. Finalmente logré salir poco a poco, asido de aquella rama. Hoy, cuando tengo un problema, viene a mi memoria aquel acontecimiento, y cuando las imágenes, palabras y circunstancias de la vida nos manipulan para mal, tomo el control de mí mismo. Ahora sé que el peor enemigo no es externo sino interno: cuando siento que me ahogo en la corriente de la vida, reacciono correctamente, con paciencia, inteligencia y consciencia, como lo hice en aquel arroyo en el que casi muero. Ahora, cada vez que veo las fotos tomadas en aquella ocasión, donde aparecen tíos, primos, hermanos y mi madre dibujando una sonrisa de felicidad, pienso que de no haber sido por el control mental, el destino, mi tío y Dios, hubiera sido un día de nefastos recuerdos para ellos. También veo a mi pequeño hijo, quien por
entonces no llegaba al año de vida; aparece en la foto sin imaginar que hubiera sido el último recuerdo de su padre, de quien nunca se hubiera acordado por lo corto de su edad. De esta experiencia han pasado muchos años, pero me doy cuenta del gran aprendizaje que me dejó. Los momentos más difíciles de la vida se resuelven controlando tu mente, sin desesperarte y tomando la mejor decisión en cuestión de segundos. Esta vida es un mar, si no te controlas te puedes ahogar.
una colección de plaquettes
con un traje de 1000 ejemplares se termino de imprimir en octubre de 2014 por Quintanilla Ediciones