Armadura para un hombre solo

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Cimientos La mañana del 19 de septiembre de 1985 alcanza al maestro constructor en medio del insomnio. A las seis en punto sostiene su taza de café (la sustituta de peltre). A las siete, está sentado tras el escritorio. El sueño lo alcanza a las siete con quince. Ni un minuto más. Todo gracias a una vigilia de treinta horas y a los efectos provocados por el Seconal. Horus cae dormido sobre la mesa de juntas y no despierta sino hasta las seis de la tarde. El sol teñido de rojo se pone sobre una ciudad cuyos halcones chillan como nunca. Es Tadeo, el primer vago, quien le pone un edredón nórdico sobre el cuerpo. Luego le roba la cartera y lo deja dormir mientras la Tierra y sus calles se convierten en un infierno. Todo habría caminado como un reloj si el terremoto de 1985 no hubiese reventado las tuberías del segundo sótano. Cuando Horus despierta esa tarde, su cuerpo no sabe distinguir el origen de las fumarolas que, como torres vecinas, se levantan aquí y allá. La crisis se desata cuando intenta darse un baño de agua caliente. El lodo que escupe la regadera y los insectos que caminan en las paredes liberan su furia contra los vagos. Envuelto en una toalla se seca la

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cabeza mientras el cansado Otis lo lleva hasta el piso de las literas. Viene con un discurso preparado y, sin remedio, tiene que tragárselo. En el lugar no hay nadie. Entonces, se dirige a la planta baja. Cuando el Otis se abre, el paisaje le arranca un suspiro. Cientos de volúmenes y páginas sueltas se secan al aire: una enorme playa repleta de obras abiertas. Tadeo y los demás se empeñan en rescatar los libros que, por aquellos días, empezaban a venderse bastante bien. Horus recorre los pasillos de un vestíbulo invadido por un viento de sirenas. No es un murmullo normal. –¿Qué pasó? –pregunta el maestro constructor. –Los libros flotan por el sótano. Se ha roto la tubería. Horus no lo pregunta dos veces. Los vagos están tan embebidos en rescatar su negocio, que ninguno ha prestado atención al resto de la ciudad. Como si los conociera de siempre, los deja ahí, a su suerte, concentrados en una tarea que para ellos significa proteger algo que por primera vez llaman casa. Cuando, una hora después, los vagabundos terminan de tender el último libro, Horus ya está recorriendo la ciudad en un camión de redilas; en las rodillas lleva el rifle Mir. Da un volantazo, el camión casi pierde el equilibrio. Es un viejo modelo que los ingenieros compraron cuando se inició la obra. A través de un cristal estrellado, el constructor va descubriendo lo que ha sucedido esa mañana, a las siete diecinueve. Edificios reducidos como jíbaros. Pedacería, olor a gas. Un humo denso y atrás su edificio. Un soldado cobarde que se ha meado del susto. Las tuberías siguen rotas.

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Enloquecidos los semáforos, silencioso el gobierno, cambiados los sentidos y las calles, dormidos los colegios, clausurados los cafés y el Salón Azul. Horus piensa en Fabiana. Luego enciende un cigarro y sigue manejando. A las doce de la noche ya está de vuelta en casa. Desde el bosque de las Antenas observa la ciudad vacía, escucha la maquinaria de los edificios derrumbados, los quejidos de los fierros, las respiraciones de polvo como miles de toros cayendo mecánicamente sobre la arena. A lo lejos, más o menos por el área del cementerio y el eje vial Cuauhtémoc, observa un grupo de halcones que lentamente rodean algo iluminado. En un segundo círculo, como si fueran asteroides, miles de siluetas mucho más pequeñas siguen la misma órbita. Buscan carne, los zanates en formación y los rascadores pardos desplegados en pares, los zorzales, las palomas en masa, los gorriones en pequeños conjuntos, los canarios enloquecidos y los pericos prófugos, buscan carne. Dan las siete de la mañana y suena el teléfono. Horus decide no contestar. Se calza, aborda el viejo Otis y desciende. Con una vara de hacienda despierta a los vagabundos que, en las literas, descansan de su último día. Pocos libros sobrevivieron. Pegando en los bordes de las camas, hace que se vistan rápido, que desayunen casi nada. A las ocho de la mañana el maestro constructor y los vagos recorren la ciudad, llevando agua y tortas a los damnificados, acondicionando los pisos seis y siete de su edificio como un refugio destinado a los huérfanos del terremoto. Recorren la avenida General Porfirio Díaz, pasan por el parque hundido, doblan la esquina donde está el Salón

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Azul. De nuevo piensa en Fabiana. Siguen recto y entonces una ola de sonidos los inunda a todos. Es un crepitar. La marcha sin descanso de golpes. Martillos que van aumentando sus decibeles mientras avanzan por la calle Ireneo Paz. Cuando están a punto de salir a la plaza San Juan Evangelista, Horus adivina de qué se trata. Una multitud de vecinos fabrica cajas de madera. Hay cientos apiladas junto a la fuente de la iglesia. Cuando Horus pregunta si necesitan ayuda, un hombre sonríe: –Sí, por favor. Lleven estos ataúdes al parque del Seguro Social. Caben veinte. Acomodados de pie como soldados. Los vagos se cuelgan de la canastilla o en el techo del camión. Al llegar a la casa de los Diablos Rojos del Seguro Social, el camión parece emitir un suspiro. El estadio de béisbol es asediado por halcones, cuervos y otras aves de rapiña. Huele a cloroformo. Horus ordena a sus hombres cargar las cajas. Encabezando la fila, algunos voluntarios les señalan el camino. Así entran hasta el corazón del diamante. Horus y Tadeo ponen su caja sobre el césped. Como una avalancha a escala, como una cubetada fría, se les devela el hielo. Una plancha de hielo y sal de donde salen manos y pies y cabezas gigantescas, inflamadas, decenas de cuerpos, nudos de parejas aún y para siempre en cópula. Como un puñetazo, el asco azota el bajovientre. Horus vomita. Tras una arcada levanta la vista. Un hombre lo observa. Dos segundos son suficientes para mirar a alguien por primera y por última vez. A diferencia de nosotros, el maestro constructor nunca sabrá que ese hombre se llama Germán Canseco Rott, que esa mañana ha visto una paloma muerta a los pies de

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su cama, que lleva toda la mañana buscando a una mujer y que en el pecho lleva una carta que tardará veintidós años en abrir. Dos mujeres más se atraviesan, caminan despacio, una acaba de perder la mano izquierda. Se llama Alicia Rovira y es un fantasma. Tampoco la volverá a ver. Cinco segundos más. El silencio se rompe con un grito. Es una orden: abandonen el área. A sus espaldas, Horus escucha: –De a tres por cada caja. No comen en todo el día. Ni ganas. Ni tiempo. Utilizan el camión para transportar unas tiendas de campaña a Tlatelolco, agua a Tepito, alimentos a los topos y rescatistas del programa emergente. A las veinte horas llegan al hospital Juárez con doscientos kilos de tortas preparadas en el restaurante Giratorio. En nuestros papeles revisamos que también se repartieron enormes reservas, compuestas principalmente de latería y embutidos pasados por sal. Pensando en nuevas oportunidades de negocio, el instinto de Horus se despierta. Empieza a calcular presas. Pedirá un crédito para construir nuevas viviendas. Aprieta el volante del vehículo como si su garra fuera la de un halcón. Un crujido raja el suelo. Es la réplica. Alrededor se escucha la caída desordenada de los edificios. Horus y sus hombres se repliegan a la caja del vehículo. Sitiados por los gritos y amenazados por las andanadas invisibles del gas metano, la iglesia de enfrente se viene abajo. Unos maniquíes calvos bailan desde su vitrina, estrellando sus cabezas contra el cristal de la tienda que los muestra como si fueran la especie desvalida de un zoológico. Entonces Horus se siente pequeño, mira al cielo y trata de hablar con algún Dios asociado. Los vagabundos hacen lo mismo. To-

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mados de las manos forman una cadena que repite padrenuestros como una maquinaria trastornada. La voz coral de una legión que está a punto de ser vencida. Luego el silencio y el polvo. Luego un chisguetazo y alguien advirtiendo que hay una nueva y profunda fuga de metano. Esta grieta llega al centro de la Tierra, piensa alguna de las personas que no podemos distinguir entre la multitud que sale de ahí como expulsada del templo. Todos huyen. Incluidos los topos y los maniquíes en hombros de quienes aprovechan la ocasión para robar. Los ladrones y los parias huyen en compañía de unas enfermeras que utilizan linternas para señalar el camino y un perro. Cuando Horus y sus hombres llegan al gran Hotel, la Ciudad de México ya ha recuperado la respiración. Lo ha hecho cobrándose otros tres mil muertos. Horus entra en su cuarto del piso Muestra. Deja las llaves del camión en la repisa y mientras se lava los dientes descubre que tiene siete mensajes. El ojo ciego de la grabadora parpadea intermitente como la luz preventiva de lo que va a escuchar: Es un hombre de voz polvosa. Sin pausas, el sujeto avisa que Sebastián Henríquez Escudo se encuentra en la lista de huéspedes que ha sido hallada entre los escombros del hotel Regis. Que pinte y se muera, piensa Horus. Que ella vuelva. Desde esa altura, la ciudad le parece un amasijo de luces heridas. Nada más distinto a aquellos fines de semana, en que Fabiana le decía que eso era una playa de tortugas gigantes con todo y sus linternas; cuando las farolas eran

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fuegos pirotécnicos, barquitos de fiesta; cuando él esgrimía su lengua como un guerrero y ella estallaba, devorando con sus ojos la luz de la ciudad y la luna. Horus visita el campamento del hotel Regis casi todos los días. Sumado a la opinión de los compañeros, le parece imposible que la lista de huéspedes ubicada en la planta baja aparezca primero que todo lo que, desde la azotea, le precede. Los religiosos anuncian un milagro; los optimistas, una buena noticia; los que tienen una persona ahí enterrada, creen que esa lista es un insulto de la divinidad, una burla que enumera todo el dolor como si el dolor fuera una bodega de máximos y mínimos, de especies. Y en cierto sentido lo es. Al menos así lo piensa un hombre de ojeras crecidas y barba cerrada casi azul, a quien, tras una máscara roja y amarilla, el mundo conocerá meses más tarde como Superbarrio Gómez (SB). Escuchemos bien su nombre, que de él dependerá el futuro de Horus y su gigante. Por lo pronto miramos la zona de desastre. Horus y el vagabundo Tadeo coinciden en turnos con quien será el futuro Superbarrio. Originarios en las antípodas, se empeñan en arrancar escombros y encontrar a los suyos aunque sea por etapas; el maestro constructor a Escudo; el futuro Superbarrio busca al esposo de su hermana: un agente aduanal que, por excepción, había decidido pasar la noche en algún hotel. En vez de quedarse en casa de sus parientes, el agente aduanal prefirió hospedarse precisamente en el Regis. Así se lo había hecho saber a su mujer, quien en Ciudad Juárez lo esperaba para cenar junto con cinco niñas que en este momento miran una película de dibujos animados y cuyas edades van de los cuatro a los catorce años. Es en el

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corazón de esta historia donde nacerá un héroe, su nido serán los escombros. Al medio día del 19 de septiembre, la hermana de quien será el futuro Superbarrio pudo ver por televisión el rostro desfigurado de un hotel. Las últimas letras que su marido pronunció coinciden con las letras que ahora se encajan sobre una montaña de cascajo. Repítelo otra vez: Regis. Al salir de los agujeros, los topos cuentan cómo en medio del humo suenan los teléfonos del lugar. Intermitentemente, sin fin. La madre de las niñas llama al hotel Regis, aunque lo sepa destruido. En otros lugares vemos lo mismo. Padres, madres, hermanos que penden de una línea. Llamadas que nadie contestará, que ninguna telefonista podrá conectar a la habitación correspondiente. La pesadilla termina cuando un topo encuentra la fuente del ruido y destroza al conmutador de un hachazo. –Fue el silencio lo que hizo que mi hermana me llamase. Y aquí me tiene, con mi cuñado convertido en papel tapiz –dice el futuro Superbarrio, a quien de momento todos conocen como el licenciado Froylán Marcos. Las jornadas transcurren con lentitud. Llevan veinticuatro horas sin dormir, dos vivos y veintiún personas transformadas en amasijo: doce hombres y sus portafolios, cuatro matri­ monios y un anciano sosteniendo una manzana. También un perro. El futuro Superbarrio acompaña a Horus para que eche un vistazo bajo las sábanas. Ninguno de ellos es Escudo. Cada quien describe a sus parientes tantas veces que cuando los encuentran se les reconoce de inmediato. Horus sabe que Milena es hija de Luis y Maité y que los tres viajaban para festejar sus quince años. Sabe que el cuñado del

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futuro Superbarrio es como Pedro Infante, porta una cadena de oro y un reloj Osiris. Cien veces ha escuchado que las hijas del agente aduanal tienen nombres cortos y que alguna vez se convirtieron en el escuadrón que eliminó las moscas de su casa, en la pandilla que lo ataba a las patas de la mesa, en las víctimas del padre celoso que espantaba a los novios con insultos y chiles toreados comidos a la fuerza. A las cinco treinta del día 27 de septiembre de 1985 la alarma del campamento despierta a los dormidos. El potente foco de rescate ilumina una zona delicada. Cuando Horus se abre paso entre los compañeros, de inmediato reconoce los pies y las sandalias del vagabundo Tadeo. El hombre patalea sin emitir sonido. Una loza se le vino encima mientras trataba de alcanzar algo parecido a un brazo. Tras seis horas de rescate y con las muñecas rotas Tadeo dice: –Es el brazo de un oso. Más adentro hay una muchacha y está dormida. Luego del silencio y ese rescate que duran unas dieciocho horas, el vagabundo anuncia que hasta ahí llega. La muchacha herida viaja al hospital con el cráneo fracturado como una muñeca rota. La acompaña un oso de peluche. Si Tadeo antes odiaba dormir bajo techo por puro romanticismo, ahora renuncia a cualquier tipo de casa, hogar u edificio. Esa noche abandona su litera del gran Hotel de la Ciudad y se larga. Da la espalda al mundo y se va.

Cinco años antes de la tragedia, Horus había comprado a crédito dos mil quinientos colchones. Después de pagar

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setenta letras, una hilera de camiones se estaciona junto al gigante. Mientras los voluntarios del hotel Regis se empeñan en desmantelarlo por plataformas y piso por piso, a quince kilómetros de distancia, los vagabundos del gran Hotel, que para esos días suman casi cuatrocientos, se expanden. Controlan las faldas del edificio. Se erigen en el Sindicato Auténtico de Damnificados. Cobran por las latas que se reparten a las víctimas de reciente ingreso, establecen cuotas por cada cama, acosan a las hijas de los desvelados sobrevivientes, patean, son los puños de una pequeña nación independiente. Uno de los vagos firma los papeles y recibe los colchones. Otro tiene la ocurrencia de repartirlos. Sin la presencia de Tadeo, aquello se convierte en una ciudad vertical que va llenándose de sandalias, zapatos remendados y platos de peltre que encuentran su tope en aquellos pisos fuertemente protegidos por orden de Horus. Bodegas inviolables clausuradas con cadenas y candados y, a veces, también con cemento. –Éste es nuestro albergue –grita alguno mientras sus camaradas arrancan el plástico protector de los colchones para juntarlos hasta convertirlos en una gran cama. Son los cuatrocientos vagos y no Horus quienes expulsan a los damnificados que habitan los pisos intermedios del gran Hotel. Les arrebatan sus sacos de dormir, confiscan las bolsas de queroseno y los vales de leche que las autoridades reparten todos los días a las cinco de la mañana. Les dicen que el patrón ha hecho mucho por ellos y que el patrón ha ordenado su expulsión. Incluidos los niños. Mientras en la calle un millón de personas se pasan piedras de mano en mano y las casas se convierten en inmensas

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cocinas, el sindicato de los Cuatrocientos pone un letrero en la barda poniente del gran Hotel: se aceptan medicinas. Durante las tres siguientes semanas aquello se convierte en una industria farmacéutica. Hay tres suicidios, las gotas para los ojos mezcladas con agua se llevan la vida de un hombre y sus dos perros. Padecían depresión crónica. El Ritalín se agota y la adicción a los jarabes, sobre todo al Bisolvón linctus, se convierte en una moda. Horus no pone atención a lo que sucede, sigue empeñado en los trabajos del hotel Regis. El Bisolvón, dice uno de los Cuatrocientos, es el mejor coctel si se mezcla con Pepsicola. El resto de medicinas donadas por cientos de vecinos se comercializa en cada esquina, en los albergues de la zona acordonada por el ejército, en el dif y en algunas iglesias. Aunque la mayoría de las medicinas están caducas, la premura por obtenerlas y el factor miedo permiten al sindicato de los Cuatrocientos revenderlas al doble de su precio. Por las noches, aprovechando las utilidades y los vinos espirituosos producidos gracias a un sistema de destilación armado con frascos y restos de manguera, los Cuatrocientos organizan fabulosos aquelarres encima de la gran cama. Brincan en ella, cogen en ella, la utilizan de pañuelo y excusado. Sin la presencia del arquitecto Tadeo (así le dicen) será imposible controlarlos. Entonces, aquella masa se vuelca contra sí misma. En el radio se escuchan las novedades de los rescates y los héroes, alguien cambia de estación. Lo que queremos es música. Afuera del gigante, cientos de familias abandonan la ciudad porque la amenaza de eso que los periodistas llaman epidemia sin precedentes choca contra una andanada de gas que pulveriza toda una manzana. Son las

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noticias de la tarde. Lo que queremos es música. Adentro del gigante, alguien profetiza que la virgen de Guadalupe ha anunciado un nuevo terremoto para el 12 de diciembre. Queremos las noticias. No, te equivocas, queremos música. Un colchón se tiñe de sangre y el sonido del radio se queda a medio camino entre una estación y otra. Lo que queremos es la verdad. Lo que quiero es matarte. Dos vagos se muerden como perros, los halcones les rodean muy arriba y en un se­gundo afloran más armas blancas para teñirse de heridas. Del número de muertos, no sabremos nada. Queremos música.

Nadie está en el comedor Giratorio. Pero desde ahí la ciudad se mira como una maquinaria que se mueve gracias a las plantas generadoras de luz que algunos empresarios han traído de la zona industrial. El ruido que producen se encaja en el cuello, huelen a gasolina. Los cables que normalmente se conectaban a las presas hidroeléctricas se han roto por culpa de los tirones telúricos. La plaza de toros se encuentra vacía y el ruedo brilla como un inmenso ojo de arena. En cambio, el estadio Moisés Cassib se ha convertido en una bodega de cascos, palas, picos, sopletes, martillos, camillas, tiendas de campaña, ropa. Todo está ordenado en pequeñas islas y paquetes simétricos que se asemejan a las bolsas hechas cubo que solía coleccionar Ariel Horus. Si pudiéramos, en la portería sur miraríamos un campamento de rescatistas holandeses que apenas terminan de instalarse junto con sus perros entrenados. Acaban de llegar en un

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avión Hércules de la Fuerza Aérea. Tras salvar a un grupo de diez enfermeras que, cubiertas por una loza de hospital y enterradas hasta la cintura, permanecieron como pinos durante seis días, los perros de rescate amanecerán orinando en casa de un desconocido, bautizados con otro nombre. Nadie volverá a saber de ellos. Tampoco lo podemos ver, pero aquí y allá, en la gramática del desorden, se han improvisado potentes luces que se proyectan sobre las pirámides de cascajo. Lentas grúas hacen su tarea, las hormigas que antes ovacionaban en la plaza de toros, ahora se empeñan en salvar sus túneles, sus cuartos, sus cocinas, sus fotografías, sus equipos de sonido y su memoria. Los taxis y los autobuses prestan servicios gratuitamente; los escritorios públicos redactan testamentos y cartas sin cobrar un centavo; los carpinteros construyen cabañas improvisadas, archiveros y ataúdes; el ejército organiza cadenas humanas; los animales del zoológico reconocen la inquietud de la ciudad y se guardan en sus cuevas, sus jaulas, sus peceras. Mientras en el sótano y la planta baja del edificio sucede una guerra, los ciudadanos de afuera se cubren el rostro con mascarillas, deambulan por las calles que en pocos días se convertirán en una cloaca. Hay quien no soporta mirar y huye, las casas salvas se vacían y las avenidas que nos llevan fuera de la ciudad se atascan. Son arterias tapadas. Si tuviéramos un telescopio, desde el gran Hotel encontraríamos más tráfico, asaltos, rapiña. Nada volverá a ser lo mismo. El fin del mundo no sucederá de un manotazo. El fin del mundo transcurrirá lento, como lava. Y el guerrero estará ahí, armado e inmóvil en su armadura para verlo todo. No como nosotros.

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Esquivando algunas puntas de varilla, el futuro Superbarrio tropieza con una maleta. Luego con dos pares de zapatos. Al levantar la loza, los del forense rescatan otra almohada con restos de cabello. Debajo hay un reloj. Es un Osiris de oro. Estrellado en su carátula, las manecillas están detenidas a las siete diecinueve. –Es él –dice el futuro Superbarrio– es el reloj de mi cuñado. Lejos de su edificio, Horus se ha vuelto humano y no sabe qué decir. Acompaña a su amigo cuando se levanta el acta ante el ministerio público, está con él cuando llama a su hermana a Ciudad Juárez. Con las ojeras crecidas, el futuro Superbarrio explica cinco veces la historia. Les dice a sus sobrinas que ya es hora de parar. A la primera niña la trata como un adulto. Cuando llega a la más pequeña, ya ha convertido a su papá en una mariposa. El futuro Superbarrio había nacido en el norte. A los diecinueve años se convenció de hacer una revolución. Asaltó un banco, se sumó al Partido Comunista, escribió panfletos y luego de que un amigo lo delató tuvo que salir huyendo a la Ciudad de México. Ahí encontró mejores causas, más contaminadas, pero mejores. Leyó El Capital y tuvo que conformarse con un proletariado que se negaba a cambiar. Esa noche, cuando debajo de la almohada encuentra el reloj de su cuñado, termina por transformarlo. Los últimos días en el hotel Regis los pasa en silencio, cavando en silencio, odiando el silencio de los desenterrados. Han pasado muchos días para pensar que hallarán algún sobreviviente. Es por eso que deja a Horus hacer. El futuro Superbarrio sabe que su amigo no descubrirá nada vivo, pero no

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le dice nada. Horus ya encontrará algún objeto o resto que le devuelva la calma, que lo sumerja en el mismo dolor. El ejército está impaciente. Ya no hay nadie. Ya no hay nadie, se multiplica el eco de la zona acordonada. Según el registro, Escudo se ha hospedado en el segundo piso. Falta muy poco. –Casi nada, general –casi nada suplica Horus al jefe de zona. La tarde que encuentran al cuerpo del pintor sonorense, el futuro Superbarrio está en otra cosa. Visita a un viejo fabricante de máscaras: ése que inventó el rostro del Santo, Blue Demon y Mil Máscaras. El futuro héroe le explica que desea llamarse Legión. El diseñador contesta que ya existe uno con ese nombre. –Quiero ayudar a los que se quedaron sin casa. –Entonces te llamaré Superbarrio Gómez. Baja un par de kilos y pasa el viernes por tu uniforme.

La habitación fue blanca. Al momento de levantar la lápida, una luz la ilumina de nuevo, llena el lugar de sol. Horus piensa: Que él se muera. Que su pintura me haga rico. Que ella vuelva. Desde nuestro lugar, observamos una cómoda cubierta de escombros con su luna convertida en media luna de espejo roto. La puerta del baño, pintada de azul, está intacta. Adentro, la espalda poderosa de Escudo se astilla de vidrios: no brota, se esculpe. Parece un Dios caído. Cuando retiran el cuerpo, ahí está Fabiana. La pálida solitaria, piensa Horus. Casi sonríe. Los pezones erectos, el sexo que parece un sobreviviente.

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Horus cae ante el cuerpo desgajado. Horus cae ante el cuerpo, desgajado.

La idea del suicidio regresa como una r谩faga de viento. Mientras maneja por las calles de la ciudad, se le ocurre envenenarse comiendo una lata de pulpos hinchada de 贸xido, abrirse las venas con un trozo de vidrio, tapiarse en alguna de las habitaciones, dejarse morder por las ratas del mercado Ambulante. Desaparecer.

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