Toda una vida estaría conmigo de Guillermo Sheridan

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Guillermo Sheridan

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Derechos reservados © 2014 Guillermo Sheridan © 2014 Editorial Almadía S.C. Avenida Independencia 1001 Col. Centro, C.P. 68000 Oaxaca de Juárez, Oaxaca Dirección fiscal: Calle 5 de Mayo, 16 - A Santa María Ixcotel Santa Lucía del Camino C.P. 68100, Oaxaca de Juárez, Oaxaca www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadia @Almadia_Edit Primera edición: julio de 2014 isbn: 978-607-411-153-8 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Impreso y hecho en México.

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Et tu recules aussi dans ta vie lentement‌ Apollinaire

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Umbral Reúne este librito algunos escritos inéditos y otros que se las agenciaron para figurar en periódicos, revistas y blogs. Hay algunos de cuando era muy de mañana y otros de ahora, cuando cae la tarde. Los he acomodado en cierto orden cronológico y temático y he aliñado el estilo: la verdad de lo que cuentan –aunque se entiende que no me consta– ya no puede ser tocada. Algunos de ellos tienen en común referirse a episodios de mi vida. Alguna vez, cuando era joven, me dije: escribiré mi autobiografía así me vaya la vida en ello. No lo hice entonces y menos lo haré ahora. Sumados a otros que figuran en Viaje al centro de mi tierra (Almadía, 2011) estos artículos son lo más cerca que estaré nunca de unas prescindibles memorias: mi disfraz de ficción y mi obituario prematuro. Agrego escritos ya no sobre mi vida sino, acaso, sobre mis obsesiones (que son otra forma de vida): mis amigos, la literatura, mi amor/odio a la Ciudad de México, viajes

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por todas partes, la extraña geografía del cuerpo y lo gordo que me caen los dictadores. Guillermo Sheridan

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i TEMPRANITO

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Leche voladora Entre 1950 y 1965 la Mamá fue una explosión demográfica de una sola persona: parió seis hembras y cuatro varones. Su habilidad para dar a luz era a tal grado perita que en dos ocasiones supo dar a luz dos veces en el mismo año: en enero y en diciembre. Alguien opinó que cuando la Mamá salía del hospital luego de tener un bebé, ya iba embarazada del siguiente. Con un gesto coqueto y algo exculpatorio ella solía decir: “Es que cuando estaba embarazada me sentía muy contenta”. Menos mal. Yo, que fui el abusivo primogénito, me pasé los primeros quince años de vida azorado ante esa fertilidad incontinente. Y también mirando a los sucesivos contenidos de esa incontinencia, cada tantos meses, apoderarse de la tribuna y exigir respeto a sus derechos humanos. Quince años de observar a la Mamá siempre voluminosa, siempre viva por partida doble, en trance de preñez, de parición o de lactancia. Su precioso rostro, siempre sostenido por el pedestal adventicio de la gravidez, el vientre y las mamas henchidas; siempre la Mamá, arrojando

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criaturas a diestra y siniestra, como una diosa mesopotámica elemental. Cuando se aproximaba un nuevo alumbramiento se me recluía en la casa de algún pariente comprensivo. La Mamá era entonces trasladada al Hospital Francés –donde tenía descuento de viajera frecuente– a realizar su trámite. En alguna ocasión precipitada, ella misma llegó sola, manejando, con el neonato ya cerca del embrague. Al día siguiente me llevaban a verla, ahí, encantada de la vida (lato sensu), con la nueva cría ya abrochada al pecho, atragantándose de inmunoglobulina como si nada. Lo único que me interesaba de todo eso era que se me permitiese girar la palanca que subía y bajaba el respaldo de su cama y, después, que me dejaran empujarla, cubierta de chalinas en su silla de ruedas de madera y mimbre, hacia la terraza y los jardines donde la paseaba un rato. (Esto debe ser simbólico de algo sobre lo que me da flojera especular.) La casa era un eterna sala de maternidad llena de nanas urgentes, bebés con la ambulancia incluida, chupones hirviendo en la estufa, hileras de biberones en un jacuzzi baño María, montañas de pañales untados de meconio hirviendo en cubetas, o ya limpios secándose al sol para, restañadas sus heridas, volver albeantes al desigual combate con la potente caca o los regurgitones propulsión a chorro con que el nuevo invasor manifestaba su opinión sobre la calidad del servicio. Me acostumbré a observar, con creciente resignación, que el nuevo bebé apenas llevaba un par de meses

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berreando en la cuna cuando la Mamá había comenzado a inflarse de nuevo, cante y cante. Era capaz de amamantar al bebé número cuatro, digamos, apoyándolo sobre el vientre donde el astuto bebé número cinco ya preparaba el golpe de estado. Y ahí estaba yo, desposeído, convertido en un dígito, cada vez más diluido en la mirada de la Mamá, obligado además por mi primogenitura a la humillación de mecer la cuna del extraño enemigo que sólo cambiaría sus alaridos por la ipsofacta teta. Renuente a la unánime gravedad de la autobiografía, voy a decir ahora por qué me encuentro evocando todo esto: por culpa de San Bernardo. En pos de algún dato sobre las diosas amamantadoras, de la inicial Isis en delante, fui a dar a la escena aquella en que San Bernardo, conmovido ante una efigie de la Virgen parida, le suplica Monstra te esse matrem (“muestra que eres madre”). Y la imagen de la deípara adquirió vida y decidió complacerlo, y para ello se oprimió el pecho con la mano –el índice sobre el pezón; los otros dedos debajo– y lanzó un luminoso chorro de leche, con celestial puntería, a la boca del monje. (Esta variante del tema teológico e iconográfico de la Maria lactans abunda en el arte, como en un magnífico Murillo que se mira en El Prado.) Sí, como se trata de una puesta en escena propia del escepticismo que a veces corroe a quienes creen, o desean creer, la escena de San Bernardo ante la Virgen recuerda la incredulidad de Santo Tomás ante Cristo Resurrecto, que éste disipó pidiéndole que introdujera su dudosa mano en la herida del costado.

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Estudiando más este asunto de la leche aérea acabé leyendo un curiosísimo estudio del comparatista Thomas Peter Kunesh que analiza a fondo el “signo” que hace la mano de la Virgen lactante, que se llama el signo pseudozigodáctilo. Kunesh postula, entre sus múltiples características, que ese signo es la señal secreta con el que se reconocen los iniciados en el culto de la Virgen/Diosa, tal como El caballero de la mano en el pecho, la pintura de El Greco, cuyo retrato lo muestra haciendo ese exacto signo. Bueno. Pues ese pseudozigodáctilo era exactamente el signo que hacía la Mamá cuando daba el pecho. Más allá de que pueda ser tanto un signo como un imperativo ergonómico –y a pesar de que yo jamás habría pedido que lo mostrase a quien era evidencia misma de la maternidad–, sucedió un día que yo, el dígito uno, el postergado, merecí la piedad de ese signo. En su mecedora, con el bebé tres o cuatro en el pecho, canturreándole y haciéndole pucheritos, la Mamá me miró mirarla. Me ordenó acercarme. Me preguntó si me gustaba la nueva hermanita. Dije que no. Entonces le sacó el pezón de la boca, apuntó hacia mí el mamelo y, con un poco de risa y un poco de compasión, lanzó un chorro de leche voladora que me atinó tibiamente en pleno rostro. Bebí, con humildad, algunas gotas y me quedé, desde luego, con la boca abierta.

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La suerte de Fortinbras La transición entre las Navidades en las que supuestamente todo fue alegría y las que fueron certificadamente melancólicas se debió al error de Fortinbras, que supuso su espantosa muerte, y en la que todos tuvimos algo de culpa. Me rebelo contra la tiranía de las emociones consagradas por el calendario. Eso se lo debo a los curas de la escuela, que nos querían dulces y devotos en mayo, marciales y belicosos en septiembre y místicos en abril. No había empezado diciembre cuando ya la publicidad, las luces y los aparadores habían decidido nuestra alegría y se habían coludido para exigirnos optimismo. Mi madre colaboraba con su frase decembrina favorita: “Qué, ¿no habrá manera de que estemos en paz un rato?”, la cual se pronunciaba después de que había corrido un poco de sangre fraternal. Incluso antes del error de Fortinbras, veía venir la Navidad con recelo y una prematura sensación de catástrofe. Me irritaba que resquebrajase el flujo pastoso

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de ese tiempo muerto, como a duermevela, que Virginia Woolf llama tiempo en algodón. Las fiestas decembrinas obligan al corazón a henchirse de emociones perentorias como la fraternidad, cuando lo más natural es detestar a los hermanos, y no se diga a la pedante esperanza. La Navidad me obligaba a parecer durante un mes un niño beato que acaba de cantar un oratorio de Bach, a cambio de la remota posibilidad de que no me volvieran a endilgar por sexto año consecutivo un estúpido Meccano, némesis de la infancia clasemediera. Antes de Fortinbras no era tan grave. Vivía dos Navidades diferentes: una católica, en español, con nacimiento, niño Jesús y buñuelos, que se celebraba el 24 en la noche y otra protestante, en inglés, con árbol de Navidad, Santa Claus y castañas asadas y que se celebraba el 25 al mediodía. Lo único que tenían en común era que en las dos me regalaban Meccanos. La protestante estaba presidida por mi bisabuelo Terrell Croft, un vetusto ingeniero originario de Connecticut que era idéntico a Buster Keaton, pero más serio. Cuando se dignaba a hablar, una vez al año en promedio, justo en la Navidad, lo hacía en un inglés carrasposo y era para quejarse del ruido. La católica estaba presidida por mi abuelo Jorge Prieto Laurens, que tenía una irrefrenable tendencia a narrar la batalla de Tampico exactamente a la hora de acostar al Niño Dios. El error de Fortinbras fue el que marcó el hito más severo en mi experiencia navideña. Fortinbras se llamaba así porque mi abuela Elizabeth amaba a Shakespeare

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más que a nada, incluyendo a sus descendientes, y más a Hamlet que a Shakespeare. Fortinbras era un perro salchicha color tamarindo, vetusto y algo diabético que con los años se había hecho bravo a pesar de su apariencia rechoncha. Como la fiesta prenavideña de pedirle a Santa Claus lo que se quería de regalo se efectuaba en el jardín de los abuelos e iban muchos niños, se optó precautoriamente por guardar a Fortinbras en la alta azotea. Pues henos ahí a todos los nietos en espera del auténtico Santa Claus (que era algún tío más bien lleno de ginebra) con nuestras corbatitas de moño y cantando a rabiar esa canción enervante de las campanitas. Si lo hacíamos con suficiente brío, se suponía que Santa Claus se apresuraría en llegar. Cuando por fin Santa Claus se asomó en la azotea, comenzamos a gritarle con enorme alborozo. Fue entonces cuando Fortinbras, en un arrebato de orgullo senil, concluyó que lo estábamos provocando para venir a mordernos. Y fue así que fiel a su naturaleza de perro, Fortinbras se lanzó al vacío soltando tarascazos a diestra y siniestra. Como la casa era muy alta se tardó un buen rato en caer, pero a fe mía que lo logró. ¿Cómo olvidar el silencio que acompañó la caída de ese malhadado salchichón que se desplomaba sobre el campo de batalla de la ilusión infantil? Todos los niñitos esperábamos ver a un Santa Claus de carne y hueso que bajaría lentamente por la escalera, asomándose en la ventana de cada rellano. Lo que vimos en cambio fue al Fortinbras, también de carne y hueso (pero no en ese orden) materialmente integrado al suelo de piedra que rodeaba

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el jardín, frente a la cantina, en un laguito de hemoglobina. Desde esa Navidad frustrada por la demostrada inoperatividad aeronáutica del perro (por lo menos del salchicha), pienso en Fortinbras: el ingrediente imponderable que diluye la arrogancia de cualquier expectativa. La huella en forma de tubo que quedó de él, y el eco lastimero de su postrer y emocionado guau, implican desde entonces un símbolo cuyo significado se revela un poco más con cada inevitable Navidad, pero que, al mismo tiempo, no será jamás del todo mío.

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Índice Umbral, 9 I. TEMPRANITO, 11 Leche voladora, 13 La suerte de Fortinbras, 17 Caminito del desastre, 21 Vacaciones en La Pera, 25 Monumentos, 28 ¡Oh, humanitat pigmea!, 33 Introducción a la literatura, 38 El ropero de Dios, 42 El predecible sótano, 47 II. POR AHÍ DEL MEDIODÍA, 51 La metamorfosis de Pepón, 53 Érase una vez en el Oeste, 57 Far Farabeuf, 63 Memoria natatoria, 69

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Criadas, 73 Quinto malo, 79 III. EN HORAS DE OFICINA, 85 Archivo muerto, 87 Diario de sueños, 92 Subtitulaje, 97 La Biblia de Saramago, 100 Actividades sospechosas, 105 Cigarrillos (sanguijuelas), 109 Día de elecciones, 113 Mi Kindle y yo, 117 Pasión por los dinosaurios, 121 Entrega de ojos por triplicado, 124 Sujeto de escrutinio, 127 IV. PUES EN LA TARDECITA, 131 El último regiomontano, 133 El pato y el cánido, 139 Ni siquiera siendo vaca, 143 Toro, torito, 148 Chijin no ai, 154 Estampas del paraíso, 159 V. SOBREMESA (CON MANTEL QUE HUELE A PÓLVORA), 165 Última tarde con mi abuelo, 169 “¿Dónde está Dení?”, 179

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VI. HORA DEL CAFECITO, 195 Juan Rulfo en el café, 197 Una imagen de Alejandro Rossi, 202 Adios a Tomás Segovia, 205 El día que conocí a Mario Vargas Llosa, 209 Mis amores con María Félix, 214 García Márquez rompe un libro, 220 Barcarola: Gerhart Muench, 224 Cabeza de Vaca reloaded : Nicolás Echevarría, 228 Teodoro en la ventana, 234 Quince minutos con Jaime García Terrés, 237 Mi vida en el teatro, 242 VII. PASEO DE LA TARDE, 249 Pasar el rato, 251 Recuerdos de Chernóbil, 258 Un domingo en Londres, 264 Paseo por París, 268 Caminata marroquí, 272 Residencia en el polvo, 278 La comunión de los santos, 283 Ni puta idea, 288 VIII. AHÍ por LA NOCHECITA, 295 Cumpleaños cincuenta, 297 Forever Young, 301 Cómo escribí mi modesta autobiografía, 306 Elegía del neovejete, 311 Ser de alguien, 314

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IX. SUEÑOS ERÓTICOS, 321 Havelock Ellis : la axila supletoria, 323 Sir Richard Burton agranda el pene masculino, 329 El miembro de Goethe y las nalgas de Lucrecio, 334 Freud : la cosa es la mucosa, 339 Octavio Paz y la vulva misteriosa, 343 X. PESADILLAS, 347 No regresar al pueblo, 349 Hacia un estiércol nacional, 353 Satélites, gallinas, dictadores, 358 El tamaño de la lágrima, 366 Extatuas, 370 El Aeropuerto Benito Juárez, 378 Regreso del poderío azteca, 382

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Guillermo Sheridan (1950) creció en la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. Comenzó a publicar crónicas periodísticas en 1980, en Sábado, el suplemento cultural de unomásuno; actividad que continuó después en la revista Vuelta, y que sigue realizando hasta la fecha en la revista Letras Libres. Sus crónicas han sido reunidas en Frontera norte (1968), Cartas de Copilco (1994), Lugar a dudas (2000), El encarguito y otros pendientes (2006) y Viaje al centro de mi tierra (Almadía, 2011). En la vida real, Sheridan es un investigador dedicado al estudio de la poesía mexicana moderna y contemporánea en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam. Como tal, ha publicado estudios críticos y biográficos sobre los poetas José Juan Tablada, Ramón López Velarde, el grupo de los Contemporáneos y Octavio Paz, así como ediciones críticas de las obras de algunos de ellos. Ha escrito un guión cinematográfico con el cineasta Nicolás Echevarría (Cabeza de Vaca), el libreto de un Singspiel del músico Daniel Catán (El medallón), una novela futurista-realista-socialista (El dedo de oro), y un libro sobre los problemas políticos de la unam (Allá en el campus grande).

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toda una vida estaría conmigo de Guillermo Sheridan se terminó de imprimir y encuadernar el 20 de julio de 2014, en los talleres de Litográfica Ingramex, Centeno 162, Colonia Granjas Esmeralda, Delegación Iztapalapa, México, D.F. Para su composición tipográfica se emplearon las familias Bell Centennial y Steelfish de 11:14, 37:37 y 30:30. El diseño es de Alejandro Magallanes. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Karina Simpson. La impresión de los interiores se realizó sobre papel Cultural de 75 gramos y el tiraje consta de tres mil ejemplares.

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