Fajardo y Guaicaipuro ante la historia

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Guillermo Durand Francisco Suniaga José Alberto Olivar

SERIE ORÍGENES


JUNTA DIRECTIVA Juan Guaidó

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Juan Pablo Guanipa

PRIMER VICEPRESIDENTE

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Pedro Ramsés Mattey ISBN: En trámite. Depósito Legal: En trámite.

FUNDACIÓN FONDO EDITORIAL DE LA ASAMBLEA NACIONAL Av. Oeste 6. Esquina de Pajarito, edificio José María Vargas, piso 11. Caracas, Venezuela. Primera edición: junio, 2020.


SUMARIO

Presentación José Armando Benítez | Pag. 5 Guaicaipuro: ¿Un problema de percepción crítica o de sentido ético para los historiadores? Guillermo Durand | Pág. 7 Fajardo: genocida de la mitohistoria Francisco Suniaga | Pág. 20 La autopista Francisco Fajardo: panorámica horizontal de Caracas José Alberto Olivar | Pág. 26



PRESENTACIÓN FAJARDO Y GUAICAIPURO ANTE LA HISTORIA

Corre el año de 1723, en la capital del imperio español se imprime un libro titulado Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela, encargado desde la Provincia de Caracas, su autor era el reconocido letrado José de Oviedo y Baños, oidor del lugar. En 1953, en la capital de la República de Venezuela, se inaugura el primer tramo de la autopista de Caracas, proyecto enmarcado en un plan de modernización urbana financiada por la bonanza petrolera. En 2019, la llamada revolución bolivariana pretende rehacer la historia y los eventos mencionados toman relevancia: la autopista Francisco Fajardo, principal arteria vial de la capital, será rebautizada con el nombre de Guaicaipuro. En los anales de la historiografía venezolana, la obra de José Oviedo y Baños es de indudable referencia para la sección correspondiente al proceso de conquista y colonización del territorio, en ella se narran los primeros asentamientos y fundaciones de ciudades de la región central; también aparecen dos personajes uno real y otro cuasimítico, el conquistador Francisco Fajardo y el cacique Guaicaipuro. La importancia que estos dos sujetos tienen para la historia nacional es trascendental, puesto que en uno se aloja la leyenda dorada y en el otro la leyenda negra. Esta posición revanchista y maniquea de la historia, en la que unos son buenos y otros malos, parecía haberse superado años atrás. La llegada de la revolución bolivariana trae a la palestra estos viejos vicios, edulcorados desde la posición de “reescribir la 5


historia”, “reconstruir la memoria” y “descolonizar el pensamiento”. Bajo esta justificación, los venezolanos durante estas dos últimas décadas hemos asistido al cambio arbitrario de nombres, como el de la República; lugares, como el Cuartel de la Montaña; fechas, como el Día de la Bandera; y símbolos como la posición del caballo en el escudo, en fin, elementos todos de nuestra identidad. Ahora bien, estas reivindicaciones suelen tener un trasfondo político e ideológico antes que histórico, pero, desde que el hombre vive en comunidad y bajo un régimen político, ha recurrido a evocar viejos tiempos para asentar un nuevo orden. Y los venezolanos no somos la excepción a la regla. Entonces, ¿cómo diferenciar la historia de la propaganda? En nuestro caso, el gobierno nacional ha impuesto verdades únicas, irrefutables y totalizantes. Rebautizar el nombre de una autopista es el ejemplo más cercano, la revancha como sendero para la reconducción de la memoria histórica en la siquis del venezolano ha sido una constante en estos años. En este sentido, desde la Fundación Fondo Editorial de la Asamblea Nacional hemos recogido diversas posiciones al respecto, no para desacreditar o inclinar la balanza ante un personaje u otro. Nuestra intención es mostrar que Francisco Fajardo y Guaicaipuro son parte de una unidad histórica, pertenecientes a un tiempo y espacio de hace 500 años, sus acciones para bien o para mal definieron un proceso dentro de ese libro llamado historia de Venezuela. José Armando Benítez Machado

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GUAICAIPURO: ¿UN PROBLEMA DE PERCEPCIÓN CRÍTICA O DE SENTIDO ÉTICO PARA LOS HISTORIADORES?1 Guillermo Durand

La interrogante planteada así al historiador exige la respuesta de ambas cuestiones, en el entendido que forman parte del ejercicio crítico de su oficio. Por lo general, suele pensarse que el asunto ético está presente implícitamente en su labor científica, sólo por el hecho de conducirla con objetividad dentro de la llamada duda razonable, algo que siempre es plausible en las ciencias sociales. Eso cabe en lo posible, sin embargo, debe reconocerse que existen temas tan complejos sobre el pasado, que reclaman un extra en la determinación y arrojo del historiador, que no se resuelve acudiendo al expediente de las medias tintas. El caso de Guaicaipuro cobra vigencia para plantear esta cuestión, sobre todo en unos tiempos donde la verdad histórica puede ser criminalizada, y su ideologización motivo de “laureles” para quienes tienen el propósito impropio de preservar o auspiciar la mentira a favor de sus escalofriantes intereses. Todos los venezolanos conocen o tienen una idea sobre la egregia figura del cacique Guaicaipuro. La historia patria le ha reservado un sitial al cual es merecedor desde que la historiografía dio por verídico en el siglo XIX, lo sostenido en 1723 por el primer historiador de Caracas, José de Oviedo y Baños, cuando afirmó que el cacique había sido objeto de asechos que concluyeron con su alevosa muerte, luego de que los conquistadores incendiaran la choza donde se refugiaba, no sin antes luchar fieramente contra los perpetradores de aquel crimen, tan crucial para la historia de la ciudad. Existe la creencia que su *Este artículo fue originalmente publicado en el blog del autor, Clío en Caracas, el 2 de septiembre de 2019.

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muerte fue sinónimo de la quietud que tanto se requería para implantar, sin más sobresaltos, el anhelado orden colonial que se había puesto en marcha en el valle de Caracas. En síntesis, el significado histórico atribuido al cacique Guaicaipuro, no es solo haber propiciado con su muerte la sobrevivencia de Santiago de León de Caracas, y la viabilidad de un régimen colonial que, a partir de entonces, proyectaría su existencia cuando menos por más de dos siglos, sino que también se inscribe como uno de los primeros mitos históricos de Caracas extraídos del legado de la resistencia indígena, que dará consistencia particular y singular a una parte de nuestra conciencia histórica, distinta en su conformación a la de inspiración republicana, especialmente, la vinculada con las hazañas militares de la guerra de independencia y los proceso de formación del Estado venezolano en el siglo XIX. Oviedo y Baños es muy coherente y cuidadoso en el tratamiento de la figura de Guaicaipuro desde que entra en escena como líder de la resistencia indígena en tiempos de Francisco Fajardo, es decir, de 1555 a 1560. Transcurrida una década de luchas y un año y medio después de haberse fundado Santiago de León de Caracas, Diego de Losada aún se encontraba desconsolado, al reconocer que sus planes de conquista se hallaban estancados y sus esfuerzos perdidos por la presencia altiva y feroz del cacique Guaicaipuro, a quien le presidia la impronta de haberle infringido muchas derrotas a los conquistadores, al punto de expulsar al mestizo Fajardo, ocasionar la muerte del temido capitán Juan Rodríguez Suárez y desbaratar las dos primeros enclaves poblacionales de peninsulares, denominadas Villa de San Francisco y El Collado. Ese es pues el Guaicaipuro histórico que encontramos en el capítulo XII del libro V de su interesante obra: Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela. “Era la única causa de su obstinación /la de Losada/ el Cacique Guaicaipuro; gloriábase este bárbaro de haber sido bastante su valor para lanzar de la provincia a Francisco Fajardo, obligándolo a despoblar las dos ciudades que 8


tenía fundadas: contaba entre sus triunfos por más célebres el tesón con que mantuvo la guerra, resistiendo un capitán de tanto nombre como Juan Rodríguez Suárez, hasta hacerle perder la vida en la demanda: jactábase soberbio de la rota que le dio a Luis de Narváez y el lamentable estrago que ejecutó en su gente cuando en la loma de Terepaima quedó toda por despojo del filo de su macana; y aunque con Losada le había corrido adversa la fortuna, esperaba en los casos del tiempo, que le ofreciese su melena la ocasión para quedarse victorioso; y como el continuado curso de sus hazañas había elevado a este Cacique a aquel grado de estimación superior, que a su arbitrio se movían obedientes todas las naciones vecinas, teníanles encargada la perseverancia en la defensa, ofreciéndoles su amparo para mantener la libertad contra el dominio español, asegurándoles no faltaría coyuntura en que pudiese su esfuerzo (como lo había hecho otras veces) acreditarse de invencible. No ignoraba Losada estos designios y considerando que en tanto que viviese Guaicaipuro tenía mil dificultades la conquista, se determinó a quitar de por en medio este embarazo, procurando (aunque lo aventurase todo) haberlo a las manos muerto o vivo; pero para justificar mejor su acción, procedió contra él por vía jurídica, haciéndole proceso por todos los delitos, muertes y rebeldía (si se puede dar tal nombre a los efectos de una natural defensa), y despachando mandamiento de prisión encomendó la diligencia a Francisco Infante (que por reelección del cabildo proseguía este año siendo alcalde), quien con guías fieles y seguras, que lo condujesen al paraje en que se ocultaba Guaicaipuro, salió de la ciudad con ochenta hombres una tarde al ponerse el sol, y caminando hasta la media noche, por haber cinco leguas de distancia, llegó a ocupar el alto de una sierra, a cuya falda estaba el pueblo que buscaba y servía de refugio a Guaicaipuro, en la cual, pareciéndole preciso asegurar la retirada para cualquier accidente, se quedó Francisco Infante con veinticinco hombres de reserva, entregando los demás a Sancho de Villar, soldado experimentado y de valor, para que bajase al pueblo a ejecutar su prisión antes que fuesen sentidos”1.

Este Guaicaipuro histórico, pese a lo evidente de su trayectoria con más de una década de actuación, no era reconocido como enemigo de armas tomar, cuando precisamente el rey se ve en la circunstancia de Oviedo y Baños, Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela, pp. 324-225. 1 José

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de emitir una Real Cédula punitiva de reconquista en 1563, para castigar a los indios que habían osado en matar a “buenos cristianos”, que libraron una guerra contra aquellos “bárbaros” liderados por Guaicaipuro unos años antes a la fundación de Santiago de León de Caracas en 1567. En dicha Real Cédula de 1563 se menciona, por ejemplo, a los capitanes Luis Narváez, Juan Rodríguez Suárez y Francisco Fajardo como víctimas de los mal llamados indios Caracas, sin precisar entre ellos el nombre de Guaicaipuro, quien se perfiló como el principal responsable de las derrotas de dichos conquistadores, como acabamos de reseñar del testimonio de Oviedo y Baños2. Es decir, antes de fundarse Caracas, Guaicaipuro podría ya considerarse un personaje relevante, y al parecer ello lo reconocería después el mismo Losada, cuando determinó reducirlo por cualquier medio, ordenando primero un juicio en ausencia y al propio tiempo una operación tipo comando al alcalde de Caracas, Francisco Infante, para terminar definitivamente con su inquietante presencia como principal líder de la resistencia aborigen, antes y después de la fundación de Santiago de León en 1567. Hasta aquí los relatos y testimonios parecen estar más o menos apegados a la verdad histórica, pues en adelante insurge el Guaicaipuro mítico o de leyenda. Es el propio Oviedo y Baños que pone la “piedra fundacional” para que ello fuese posible. Si soslayamos sus exageraciones en los relatos prolijos de detalles, advertimos la interesante cuestión de los nombres que, según el historiador, acudieron a la captura y posterior muerte del cacique. Aparte Sancho del Villar, quedan a las órdenes de este, Hernando de Cerda, Francisco Suarez de Córdoba, Melchor Gallegos, Bartolomé Rodríguez y Juan de Suarez. Se apresuraron en busca de gloria y, en la refriega que les dio Guaicaipuro, no quedó otra opción de lanzar una antorcha a la choza para quemarla con sus ocupantes dentro. La muerte del cacique, Oviedo y Baños la hace epopéyica. Por primera vez los conquistadores sobrepasan en número 2 Hno.

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Nectario María. Historia de la Conquista y Fundación de Caracas. Sección documental. pp 277-78. La cédula lleva fecha de 17 de junio de 1563.


a los indígenas: éstos son veintidós y aquellos ochenta, sin contar con las otras ventajas de la nocturnidad y la sorpresa del asalto y las armas que los favorecían. Con todo, la hueste opresora debe replegarse por la tenaz resistencia y, reiteramos, ante la indeseada impotencia hubo entonces que recurrir a incendiar el refugio donde se encontraba el irreductible cacique con los hombres que lo protegían. Nuestro cronista pone un toque de altivez al malogrado cacique cuando, y pese a las adversas circunstancias, Guaicaipuro les impreca amenazas a sus victimarios y los acusa de cobardes con palabras propias de un filósofo y no un guerrero: “(…) hasta que cansados los nuestros de ver la defensa de aquel bárbaro, echaron una bomba de fuego sobre la casa, con que se comenzó abrasar por todas partes; y viendo Guaicaipuro que mantenerse dentro era preciso perecer entre las voracidades del incendio, tuvo por mejor morir entre sus amigos; y llegándose a la puerta con un estoque en las manos, embistió con Juan Gámez, a quien atravesó un brazo, sacándole el estoque por el hombro; y echando llamas de enojo aquel corazón altivo, dijo;¡ Ah españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis de fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y que nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme para que con mi muerte os veáis libres de temor, que siempre os a causado Guaicaipuro; y saliendo para afuera, tirando con el estoque a todas partes, se arrojó desesperado en medio de las espadas que manejaban los nuestros, donde perdió la vida temerario, con repetidas estocadas que le dieron, acompañándole en la misma infelicidad de su fortuna veintidós gandules que le habían asistido a su defensa. Este fue el paradero del cacique Guaicaipuro, a quien la dicha de sus continuadas victorias subió a la cumbre de sus mayores aplausos para desampararlo al mejor tiempo, pues le previno el fin de una muerte lastimosa, cuando pensaba tener a su disposición la rueda de su fortuna: bárbaro verdaderamente de espíritu guerrero y en quien concurrieron a porfía las cualidades de un capitán famoso, tan afortunado en sus acciones, que parece tenía a su arbitrio la felicidad de los sucesos: su nombre fue siempre tan formidable a sus contrarios, que aun después de muerto parecía infundía 11


temores a su presencia, pues poseídos los nuestros de una sombra repentina, al ver su helado cadáver con haber conseguido la victoria, se pusieron en desorden, retirándose atropellados, hasta llegar a incorporarse con Francisco Infante en lo alto de la loma, de donde recobrados del susto, dieron la vuelta a la ciudad.”3

Es en este punto donde Oviedo y Baños estuvo interesado en equiparar –lo mejor posible– los atributos de los más sobresalientes conquistadores que incursionaron punitivamente en el valle de Caracas, con las extraordinarias facultades que exhibió precisamente su más encarnizado enemigo, es decir, el cacique Guaicaipuro. Al hacer esto, sutilmente sugiere que los heroicos capitanes españoles se enfrentaron a un enemigo excepcional, no solo por sus cualidades para la lucha, la astucia y la determinación, sino que siempre contó con la favorable protección de la “providencia” que, en esta hora aciaga, parece haberlo desamparado cuando es asesinado, paradójicamente, por unos soldados de segunda, temerosos incluso ante su frio cadáver. Exaltando así la figura del heroico cacique, Oviedo y Baños imponía al propio tiempo la templanza y el arrojo de los suyos, colocando uno y otros, por primera vez en su discurso histórico, en igualdad de condiciones. Ahora sabemos que los hechos no culminaron de esta manera, y el temible cacique no fue vilmente asesinado por los responsables de la misión de reducirlo a toda costa, lo cual concluyó con su detención y posterior sujeción al sistema de encomienda. Desde 1912, sino antes, se conoce un voluminoso expediente transcrito por Fray Froilán de Rionegro, que reposa en los archivos de la Academia Nacional de la Historia, referente a un pleito por la posesión de una encomienda entre los conquistadores Cristóbal Cobos y Andrés González. Se trata de la insólita encomienda de indios Teques en la que se encontraba involucrado, reitero, el cacique Guaicaipuro como sujeto principal de dicha encomienda, que había sido otorgada por Diego de Losada el 5 de marzo de 1568 a Pedro Mateos, en atención a sus “méritos” de haber 3 Oviedo

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y Baños. Ob. cit. pp. 326-27.


contribuido con caballos, armas y bastimento a la conquista de Caracas. Mateo renuncia cuatro años después a su derecho de posesión de la encomienda para irse de Santiago de León de Caracas con su familia, de modo que Guaicaipuro y sus indios, entraron sucesivamente en la propiedad de otros encomenderos, como el legendario conquistador García Gonzáles de Silva, Ambrosio Hernández, Cristóbal Cobos y Andrés González. Estos dos últimos, como ya anunciamos, fueron los que entraron en querella por la propiedad y disfrute de la encomienda, cuyo conflicto buscaron resolver ante las autoridades locales: la Real Audiencia de Santo Domingo y el Concejo de Indias, en un juicio que se prolonga hasta las postrimerías del siglo XVI (1595). El desenlace de este pleito por ahora no nos interesa, puesto que lo que pretendemos dilucidar, es el hecho de que el cacique Guaicaipuro sobrevivió a las acciones punitivas de los conquistadores, incluyendo en el caso que se halla verificado, la que refiere Oviedo y Baños, así como al supuesto proceso penal que en su contra inició el propio Diego de Losada en su condición de teniente de gobernador y principal conductor del proceso de “pacificación” de la provincia de Caracas y la recién fundada ciudad de Santiago de León. El enigma está en que no fue muerto ni juzgado como lo sostiene la historiografía y lo reconoce nuestra conciencia histórica como hecho memorable ¿qué pasó entonces con el legendario cacique que puso en vilo a la conquista y comprometió la existencia de la ciudad fundada por Losada? Lo anterior nos obliga a elaborar una respuesta dentro de términos que envuelvan la valoración crítica de la cuestión, sin menoscabo de la sujeción ética profesional que se supone debe siempre prevalecer en el ejercicio del estudio objetivo de los hechos y personajes del pasado. Este pues es el asunto a dilucidar a continuación. En este sentido, puede afirmarse que todos los historiadores que de alguna forma se han ocupado de Guaicaipuro, han seguido lo sostenido por Oviedo 13


y Baños, en cuanto al significado que cobró su muerte para la historia de conquista de Caracas. Es decir, su reconocimiento como figura descollante de la resistencia indígena en el período de conquista, en unos términos que no permitían dudar de la veracidad de los pormenores y razones de su alevosa muerte en manos de los españoles. La prueba era pues contundente, aunque fuese un testimonio dado a conocer ciento cincuenta y tres años después de los supuestos hechos y sin ninguna prueba en señal de apoyo de la aseveración. Esto quiere decir, que se impuso lo que se denomina criterio de autoridad, al no corroborarse su veracidad, ateniéndose únicamente al prestigio que presidía al historiador José de Oviedo y Baños, y particularmente a las palabras de reconocimiento que le prodiga al malogrado cacique en cuanto a su significación histórica, algo que en mi opinión fue un sesgo que hábilmente usó Oviedo y Baños para engrandecer –reitero- el papel representado por los conquistadores más conspicuos, que murieron en manos de Guaicaipuro y sus huestes mal llamados indios Caracas. Hagamos un elemental ejercicio de crítica histórica: 1) ¿Por qué Guaicaipuro fue encomendado a Pedro Mateos que es casi un desconocido para la historia de la conquista de Caracas? 2) ¿Si Guaicaipuro era un apetecible trofeo militar, por qué García González de Silva, arquitecto de la derrota de la resistencia indígena, renunció de inmediato a la posesión de la encomienda de Guaicaipuro por dejación del titular Pedro Mateos en 1572? 3) Si en estos tempranos tiempos fue una fórmula muy común de recurrir a las probanzas de méritos, para agenciar cargos públicos y otras recompensas ante el rey, entonces ¿por qué el alcalde Francisco Infante, como el resto de los conquistadores coetáneos, no argumentaron como méritos en sus probanzas, el haber combatido contra el enemigo más temible de las huestes españolas que tuvieron presencia en el valle de Caracas? Es decir, las respuestas que puedan caber a tales interrogantes, de una manera u otra, deberán considerar estas cuestiones claves, pues le darían al episodio de la conquista de Caracas y particularmente a la figura de Guaicaipuro, la solidez 14


que revisten todos los hechos memorables del pasado, liberándolos por así decir, sólo de una opinión no lo suficientemente probada, como las que nos refirió Oviedo y Baños en su afamada obra objeto aquí de estos comentarios críticos. Será posible que los conquistadores antes que proferir alevosas muertes más bien recurrieran a la humillación del vencido. Si respondemos afirmativamente, debemos recordar que las leyes de indias de alguna forma propendieron al “amparo” de los indios principales (los llamados caciques) antes y después de su sometimiento. No obstante, también cabe pensar como posible motivación, que la estrategia consistía en no dejar memoria de las valentías individuales de los aborígenes, así fuese en menoscabo de los supuestos méritos que podían acreditarse los mismos conquistadores, a fin de solicitar prebendas personales, pero en este particular es improbable poner a todos de acuerdo en algo que va contra los intereses individuales y colectivos. En las probanzas de méritos exhibidas, lo común era encontrar generalidades como el haber contribuido “con hombres, caballos, armas y bastimentos,” pero sin más detalles. El gobernador Gonzalo de Osorio, hubo de respaldar la iniciativa del ayuntamiento a fines del siglo XVI, de emplear a un soldado poeta, apellidado Ulloa, para que escribiera algo así como las crónicas de la conquista de Caracas, pero lamentablemente aquello no se concretó, y en el caso que Ulloa hubiese cumplido con su cometido, el trabajo se perdió para siempre y su valor, aunque no despreciable, no hubiese pasado de testimonios fragmentados y quizás plagados de mentiras y errores, pues cabe recordar que los conquistadores, ni llevaban diarios personales donde asentar sus recuerdos, ni eran portadores de calendarios para fijar con precisión la fecha de sus relatos. Esto nos lleva a preguntarnos, de dónde Oviedo y Baños extrajo entonces tanto pormenor para sustanciar su obra, ya que, aunque sabemos que revisó al detalle el archivo del ayuntamiento, los libros comienzan en 1573 y 15


la derrota de la resistencia indígena tuvo lugar con anterioridad a esa fecha. Algunos avisados sospechan que Oviedo y Baños contó con el supuesto trabajo del soldado poeta y simplemente lo plagió. De ello no hay la menor prueba, así como tampoco la hay de la existencia de Ulloa, pues en el libro de acuerdos del cabildo –de fecha 22 de noviembre de 1953– no hay registros de él. Desconocer lo ya impuesto por la tradición en la conciencia histórica de los venezolanos, es cuando menos al entender de muchos, un sacrilegio a la historia patria. En este sentido, ningún historiador e investigador en “sano juicio,” se arriesgaría a formular ideas en contrario, y menos afirmaciones que conllevara a validar, como una verdad irrefutable, que Guaicaipuro fue vergonzosamente encomendado y, por tanto, habría que desconocer su condición de héroe de la resistencia indígena. Es pertinente indicar en estas reflexiones atinentes al ámbito de la ética histórica, que los hechos del pasado no son inflexibles, pues la versión que ahora conocemos de la encomienda a la que fue reducido la controversial y legendaria figura del cacique, en ningún modo se proyecta como tabla rasa que cambia radicalmente el pasado del héroe antes de su caída frente a su opresor. Nada puede cambiar en este sentido, e incluso, podemos seguir las notas históricas de Oviedo y Baños, pues muchas de sus aseveraciones han sido debidamente corroboradas por estudios, digamos, paralelos o conexos con la temática de conquista y poblamiento de Caracas. Debemos reconocer a nuestro pesar, que un miedo cómplice se apoderó de la ética de los historiadores y de las instituciones de poder que se sentían gendarmes de nuestra conciencia histórica, cuando se enteraron que el destacado investigador, Fray Froilán de Rionegro, consignó en 1912 en la Academia Nacional de la Historia, un voluminoso expediente contentivo de pruebas documentales relacionados con un pleito sobre la encomienda del cacique Guaicaipuro entre Cristóbal Cobos y Andrés González, vecinos ambos de la ciudad de Santiago de 16


León de Caracas en 1584, aunque este interesante episodio se remonta originalmente a 1568, como lo afirmamos líneas arriba, cuando Pedro Mateos le es otorgada la encomienda en razón a los servicios prestados a la conquista y pacificación de la provincia de Caracas4. Ha transcurrido más de un siglo de este hallazgo que aún no ha pasado de los niveles de chismes y cuchicheos entre quienes conocen de su existencia. Tal secretismo podría entenderse si consideramos que su hallazgo tuvo lugar en el contexto de la férrea dictadura del general Juan Vicente Gómez, pero concluida esta en 1935, se impuso la tiranía del silencio institucional de la Academia Nacional de la Historia, pese a la presencia de insignes y valiosos intelectuales de reconocida reputación académica. El expediente de Guaicaipuro seguía siendo desconocido, como si en su contra estuviese vigente aquella famosa sentencia del rey, sobre las acreditadas hermanas Bejaranos, cuando solicitaron a las autoridades su dispensa de clase, atendiendo al contenido de la Real Cédula de Gracias al Sacar a fines del siglo XVII: “Téngase por blancas aun siendo negras y guárdese perpetuo silencio”. Así pues, lo revelado sobre Guaicaipuro debería quedar en las sombras supuestamente –inferimos- para salvaguardar el honor y el significado histórico del héroe. Ello, en una palabra, quedaría vedado al conocimiento del público e inaccesible para aquellos espíritus inquietos que gustan por hurgar nuestro pasado en procura de verdades no reveladas. Los tiempos del gobierno militar del general Pérez Jiménez, por el contrario, fue una etapa de redención de los héroes indígenas, y claro está, no era el momento para ventilar controversias de la naturaleza que plateaba el caso de Guaicaipuro, que fue objeto de muchos y variados reconocimientos públicos. La era democrática importantísima para el desarrollo de los estudios históricos universitarios, al parecer no 4 Colección

Fray Froilán de Rionegro. “Pleito entre Cristóbal Cobos y Andrés González, sobre los indios Teques, encomienda de Guaicaipuro” Fs. 234 y ss. A.A.N.H. El legajo original lo consulté en el Archivo General de Indias de Sevilla (España) pudiendo constatar su originalidad y autenticidad documental.

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tuvo ocasión de conocer la existencia de ese expediente sobre la encomienda de Guaicaipuro, a fin de someterlo al análisis crítico al cual es acreedor. Además, es muy posible que con motivo de la celebración del Cuatricentenario de la fundación de la ciudad, algún individuo de la Academia Nacional de la Historia consideró muy a propósito -y hasta patriótico- esconder con la punta del pie bajo la alfombra, aquel viejo expediente de los muchos investigadores que, por aquellos días, pululaban por dicha corporación en busca de temas de estudio que ofrecer para la ciudad. En tiempos más recientes, con los cambios políticos que ha causado la llamada revolución chavista, las cosas empeoraron para aventurarse a escribir algo sobre la encomienda de Guaicaipuro, cuyas cenizas fueron inhumadas simbólicamente en el Panteón Nacional. No ceñirse a los dictados oficiales del nuevo culto del Estado por los llamados “invisibilizados”, acarrea cuando menos sospechas de anti patriotismo y servilismo al imperialismo yanqui. Es sin duda, la antesala a un seguro estado de postración y la descalificación para ejercer el oficio. Pero el historiador no puede ser complaciente con el poder para congraciarse con la historia oficial y maniquea y así lograr “reconocimientos” por su labor. La satisfacción está en verse útil para la sociedad, ejerciendo su oficio críticamente, libre de dictámenes previos a su trabajo, que aseguren el libre desempeño de su espíritu crítico en favor de la majestad, de la verdad, de la historia. Conozco muchos colegas que en estos tiempos tuvieron en sus manos el expediente de fray Froilán de Rionegro, y por ellos precisamente supe de su existencia. Nunca hubo de su parte un intento de asumir su estudio con valentía o disimulo, todo su interés por el polémico documento, más bien, se redujo a buscar persuadirme para que no escribiera nada sobre el particular, por los inconvenientes que seguramente me saldrían al paso como Cronista Oficial de la ciudad. Lo inicié no sólo porque es un reto para el espíritu crítico del oficio que 18


desempeño como historiador y que trato de cultivar, sino que también me estimuló el deber de comparecer en el estrado de la ética profesional, que también forma parte de la integridad del historiador y lo exime de esta manera de cargos de conciencia, aunque no de responsabilidad ante los reclamos de la sociedad y la ciencia. El trabajo ya está avanzado y podría decirse que es una ampliación de mi estudio sobre la supuesta Batalla de Maracapana, donde se selló el destino histórico de Caracas, tras la derrota infligida por los conquistadores a la resistencia indígena capitaneada o liderada por el valeroso cacique Guaicaipuro5.

5 Guillermo Durand, La fundación de Caracas y la Batalla de Maracapana, Fundarte, 2010.

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FAJARDO: EL GENOCIDA DE LA MITOHISTORIA* Francisco Suniaga

Una de las víctimas favoritas de los gobernantes socialistas bolivarianos ha sido la historia de Venezuela. Así como desconocen la existencia de la ciencia económica, se han empeñado a lo largo de sus tres lustros en desconocer o distorsionar la narración del acontecer nacional, que los historiadores han ordenado según patrones técnicos universalmente aceptados. Tarea de larga data hecha con la idea de que el cuento de quiénes somos y qué hemos hecho sobre esta tierra quede registrado, y pueda contarse con algo de certidumbre a las generaciones futuras. Los compatriotas que han tenido a su cargo la conducción del Estado desde hace más de quince años, sustituyen la historia de Venezuela por una mitología de su propia inspiración, negadora de hechos suficientemente documentados y analizados científicamente en distintos tiempos y en todo el continente. Han creado así un entuerto que podríamos llamar “mitohistoria”; una narración muy plana y elemental, donde los actores no son hombres –y “hombras”– que vivieron una época y se comportaron según los patrones de conducta imperantes en ella, sino unos dioses míticos que eran buenos o malos, en el sentido más primario o infantil del término. Para los narradores de la mitohistoria bolivariana, los españoles nunca llegaron a las costas de este país ni fueron, junto con indígenas y africanos, uno de los tres ingredientes principales de la *Este artículo fue originalmente publicado en la revista Prodavinci, el 3 de mayo de 2015.

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masa que nos conforma. El propio Chávez, el gran gurú de la feligresía socialista, hablaba de “nosotros los descendientes de indios y negros”. Todo lo bueno, regular o malo que los españoles hicieron sobre esta tierra (y en el resto de América), lo reducen a una sola palabra: genocidio. Calificativo que le endilgan incluso a Cristóbal Colón, quien no pasó de ser un italiano aventurero, en el peor de los casos. Ese es el pensamiento detrás de la decisión de designar el 12 de octubre “Día de la Resistencia Indígena” y de promover que unos orates derribaran la estatua de Colón en Caracas y la arrastraran por la avenida que aún lleva su nombre. En la narración nacional mitohistoria, Simón Bolívar no murió de tuberculosis como dijo su médico Manuel Próspero Reverend, sino que fue envenenado por Santander en una conspiración como las de Game of Thrones. Su rostro no era como el que retrataron sus coetáneos, quienes lo vieron en innumerables ocasiones en distintas edades, sino como se les ocurrió a unos rusos formados en investigación criminal, que con su sola osamenta –exhumada a tal fin– fueron incluso capaces de determinar que tenía el cabello chicharrón. Paéz no fue un personaje imprescindible en nuestra independencia y formación como nación sino un traidor a Bolívar. Gracias a la mitohistoria, el dictador corrupto Cipriano Castro devino en héroe de la patria, y Betancourt en cambio, fue un violador de los derechos humanos, que nada tuvo que ver con la gestación y establecimiento de la democracia. Asimismo, los guerrilleros comunistas apoyados por Fidel Castro –a quienes Betancourt combatió para salvar la institucionalidad que nos había tomado ciento cincuenta años construir– fueron unos ángeles libertarios. El cuento también sustenta la tesis (no podía ser de otra manera) de que Chávez no dio un golpe militar el 4 de febrero de 1992, sino que encabezó una rebelión por la dignidad nacional. Capítulo que en estos últimos días continúa con la propuesta de 21


que, por aquella gesta y por toda la grandiosa herencia que nos legó –incluyendo la presidencia de Nicolás Maduro y la deuda externa astronómica–, “el Comandante Eterno” sea declarado el Libertador del Siglo XXI. Casi en paralelo a esa moción, se ha añadido una nueva página a la mitohistoria bolivariana. Ese nuevo registro comenzó a establecerse hace unos años, en el Aló Presidente Nº 167, el 12 de octubre de 2003. En ese programa “el Eterno” afirmó que Francisco Fajardo, el mestizo guaiquerí margariteño, no fue –como enseñaban en la escuela burguesa– un héroe de nuestros primeros tiempos. Nicolás Maduro, nuevo jefe académico de la mitohistoria, fue más allá. El 02 de febrero de 2014 declaró: “Hay por ahí quienes todavía rinden homenaje a los genocidas. Todavía hay autopistas por ahí con nombre de genocidas. Francisco Fajardo ¿y quién fue Francisco Fajardo? Un genocida”. No obstante que esa afirmación en boca de Maduro –como consta en su currículo y prueba su desempeño– carece de auctoritas. De inmediato, como es norma en esta reencarnación caribeña del socialismo real de Europa del Este, comenzó a ser repetida por la nomenklatura gobernante, por cierto, para la consolidación de la mitohistoria es fundamental repetir como loros goebbelianos los asertos de los líderes. El 27 de abril de 2015, Jorge Rodríguez, el entonces alcalde de Caracas –la ciudad de cuyos cimientos Fajardo comenzó a construir–, dijo esto otro: “(…) Francisco Fajardo, autor de uno de los genocidios más espantosos que haya conocido la historia de la humanidad (…)”. Esta afirmación equipara a un modesto mestizo margariteño del siglo XVI con el camarada Mao Tse Tung, campeón mundial indiscutido de la disciplina; el camarada Iósif Stalin, subcampeónM; Kim Il-Sung con sus herederos; y el camarada Pol Pot, quienes 22


acumulan méritos suficientes para disputarle a Hitler la medalla de bronce. Esa acusación de Francisco Fajardo, como es línea partidista, resuena ya en todas las instancias del aparato bolivariano. No por historiador, que no lo soy, sino por margariteño –gentilicio que comparto con la honorable familia Fajardo, oriunda de El Poblado e integrantes de la Comunidad Indígena Francisco Fajardo, que ocupa media Porlamar– me siento obligado a salir en defensa de este paisano, a quien pretenden ahora, casi cinco siglos después, encerrar en el Ramo Verde de la historia, con el mismo tipo de pruebas con las que encierran a las víctimas del presente. Francisco Fajardo, así me lo enseñaron en mi escuela de La Asunción, que de burguesa nada tenía, fue un mestizo, hijo de un español con una mujer indígena llamada Isabel, miembro –o miembra– importante de la etnia guaiquerí que poblaba Margarita y parte de la costa de lo que ahora es el estado Sucre. Fajardo era bilingüe y, habiendo sido Margarita la base desde donde partieron tantas expediciones al continente, fue jefe de algunas de ellas. Siendo la más importante aquella que concluyó con la fundación del Hato San Francisco, en el valle de Caracas. Los guaiqueríes no hicieron resistencia a los conquistadores españoles –las mujeres guaiqueríes menos– porque los margariteños, desde los tiempos en que Margarita no se llamaba Margarita sino Paraguachoa, el pendejo lo han tenido lejos. Desde el primer momento vieron a los conquistadores españoles como los aliados necesarios para repeler a unos terribles enemigos que por tiempos inmemoriales los habían asaltado, asesinado e, incluso, devorado: los caribes. Sí, los invasores provenientes de lo que ahora es Brasil –fue aquella y no la de los conquistadores españoles la primera “planta insolente”–, cuyo grito de batalla no podía ser más revelador del espíritu que los animaba: ana karina rote aunicon paparoto mantoro itoto manto, que traducido a nuestro idioma castellano –herencia 23


por cierto de aquellos conquistadores genocidas– significa: “sólo nosotros somos gente, aquí no hay cobardes ni nadie se rinde y esta tierra es nuestra”. Me atrevería a asegurar que fue precisamente esa última frase la que menos les gustó a los margariteños, que, como es fama, por un terreno son capaces de cualquier sacrificio, pregúntenle a Chanito Marín, si no. Según lo resume el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar (de notas tomadas de historiadores como J. A. Cova, El capitán poblador margariteño Francisco Fajardo; Juan Ernesto Montenegro, Origen y perfil del primer fundador de Caracas; Manuel Pinto, Fajardo, “el precursor”; Graciela Schael Martínez, Vida de Don Francisco Fajardo; y Gloria Stolk, Francisco Fajardo, crisol de razas) en la vida de Francisco Fajardo no hubo nada parecido siquiera a una masacre, mucho menos a un genocidio (los invito a buscar la definición técnica de esa palabra en cualquiera de los instrumentos de la ONU). De acuerdo con la nota de esa importante y confiable obra, Fajardo se vio envuelto en escaramuzas en las que dio muerte, por ahorcamiento, a un cacique del litoral central que llevaba por nombre Paisana. Pero aún en el caso de que hubiera ajusticiado cobardemente a muchos de sus adversarios, hay que considerar que Francisco Fajardo fue un hombre de su tiempo y su conducta es del siglo XVI y no de este, y por tanto no se le puede juzgar con los parámetros del presente –Inés Quintero, que sí es historiadora, me dijo que ese error se conoce técnicamente como anacronismo–. Las preguntas que toca hacerles a los mitohistoriadores bolivarianos son obvias. Más allá de que Chávez negó su condición de héroe en uno de sus cientos de Aló Presidente; que Maduro lo llamó genocida en unas de sus miles de declaraciones; y que Jorge Rodríguez lo haya proclamado como tal criminal en un acto donde 24


se honraba la memoria de Eliézer Otaiza, ¿cuál es la fuente histórica para sustentar tan gruesa acusación? ¿De qué obra, en qué texto, quién fue el historiador, dónde está el documento de donde emanó el conocimiento que llevó a juzgar y condenar inaudita altera parte a Francisco Fajardo, un capitán mestizo margariteño que vivió entre 1524 y 1564? ¿Cómo pudo ser genocida un hombre que se hacía acompañar mayormente por sus paisanos guaiqueríes –tribu reconocidamente pacífica–, en una época en que en Venezuela no había gente para cometer ese abominable crimen y faltaban todavía más de 400 años para que la palabra genocidio siquiera apareciera sobre la faz de la tierra? Finalmente, para los pocos que puedan ignorarlo, hay un hecho que refleja quién pudo haber sido Francisco Fajardo para la gente de su tiempo. En una de esas expediciones, al pasar por Cumaná, Fajardo fue apresado por el jefe español de la ciudad, Alonso Cobos, quien lo juzgó sumariamente –como ahora– y lo condenó a la horca –como pretenden hacer ahora– sin respetar sus derechos más elementales. En razón de ello, los guaiqueríes de Margarita, quienes más lo conocían, atravesaron el mar en sus canoas, tomaron Cumaná y apresaron a Cobos. Lo llevaron a la isla y lo entregaron a las autoridades. Esa conducta no la provoca un malvado. A diferencia de Fajardo, Cobos fue juzgado de acuerdo a Derecho por la Real Audiencia de Santo Domingo y condenado a muerte por su abuso. Esa es la historia que se conoce y registra sobre la vida de Fajardo. Si sus detractores del presente actuaran con responsabilidad, por lo menos se abstendrían de repetir la infamia hasta presentar las pruebas que la ética pública obliga.

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LA AUTOPISTA FRANCISCO FAJARDO: PANORÁMICA HORIZONTAL DE CARACAS José Alberto Olivar

A mediados de abril de 1948, llegan a Caracas procedentes de Nueva York un grupo de siete consultores estadounidenses dirigidos por Robert Moses, enviados por la IBEC Technical Services Corporation, creada por el magnate petrolero Nelson A. Rockefeller, el cual había suscrito un año antes un convenio con el gobierno venezolano para prestar asistencia técnica en materia económica. Un producto de aquella visita de trabajo fue la elaboración de un plan de construcción de vías principales para resolver el congestionamiento del tráfico vehicular en la ciudad de Caracas, intitulado Arterial Plan for Caracas Venezuela. Los consultores recomendaban la creación de un sistema de autopistas y avenidas principales desde el centro de la ciudad hacia la periferia, sin cruces de semáforos, con dos o tres carriles en cada sentido y separados por una franja de jardinería o separador de concreto. Tales vías contarían con distribuidores de tráfico para facilitar el desplazamiento vehícular. El plan guardaba similitud con el aplicado en las ciudades de New York y Los Ángeles, donde se habían construido los innovadores corredores viales conocidos como Parkways y Highways, los cuales marcaron pauta en la instauración de un modelo de expansión urbana centrado en el automóvil1. 1 Lorenzo

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González Casas, “Modernity for Import and Export: The United States´ Influence on the Arquitecture and Urbanism of Caracas” en Colloqui, Cornell Journal of Planning and Urban Issues, 11th edition, spring 1996, Vol. XI, pp. 70,71.


El aspecto medular del referido plan estaba centrado en una vía expresa denominada Artery Express Río Guaire, que se extendía desde el puente 9 de diciembre hacia las áreas suburbanas ubicadas al este de Caracas, siguiendo el curso del río Guaire, con una eventual prolongación hasta la población de Petare, en el estado Miranda. El proyecto quedó archivado tras el derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos en noviembre de 1948, sin embargo, su planteamiento central fue recogido por el urbanista Luis Roche, quien en 1949 sugirió extender la jurisdicción del Distrito Federal a todo el valle de Caracas, desde Catia hasta Petare. La citada medida permitiría entre otros beneficios proyectar una autopista a lo largo del valle capitalino, junto a la canalización del río Guaire, para evitar los perjuicios de sus crecientes a las urbanizaciones construidas en sus proximidades. En opinión de Roche, la ciudad de los techos rojos había superado ya los viejos linderos coloniales y se proyectaba como una metrópoli desde Catia hasta Petare, alentada por una fuerte corriente migratoria que en el corto plazo incidiría en el incremento del número de automóviles y, por consiguiente, en el colapso de las estrechas callejuelas caraqueñas. Si a ello se le agregaba la futura puesta en servicio de la autopista entre Caracas y La Guaira, el volumen de tráfico sería aún mayor, de modo que resultaba preciso proyectar una vía autopista que drenara la afluencia de automotores por todo el valle de Caracas. “Piénsese en la sensación de progreso y a la euforia que se produciría el día en que, estrenándose la pista Catia-Maiquetía, estuviese ya terminada una autopista Petare-Catia que permitiera ir del centro de Los Caobos a Catia en ocho minutos y de Petare mismo a Catia en un cuarto de hora”2. 2 Luis

Roche, “Carta del embajador Luis Roche para el Ministro de Obras Públicas Gerardo Sansón, Buenos Aires 8 de enero de 1949”, en Archivo Histórico de Miraflores, sección 27 inventarios, serie E, caja 58, carpeta 17, documento 21.


Caracas crece y se motoriza Por otro lado, entre las décadas de los cuarenta y cincuenta el desarrollo urbanístico de Caracas en dirección este fue continuo, dados los requerimientos comerciales y residenciales de las familias de alto poder adquisitivo y del tipo de actividades económicas impulsadas por la renta petrolera. De manera que la topografía del valle capitalino registró una transformación de sus extensos espacios agrícolas para servir de asiento a novedosos proyectos de urbanización como Los Caobos, La Florida, La Castellana, Altamira, El Bosque, El Rosal, Las Mercedes, El Marqués y La California. Tal giro urbanístico y arquitectónico puso de relieve la influencia del patrón estadounidense en la manera de concebir una ciudad moderna, divorciada de la trama fundacional y de los modelos afrancesados de otrora. En adelante, la renovación del paisaje caraqueño quedaría sujeta a privilegiar el espacio físico para el fomento de la cultura del automóvil. En efecto, para 1938 se había registrado en el Distrito Federal un aproximado de 10.900 vehículos matriculados y para 1952 la cifra superaba los más de 50.000 vehículos. No es casual que, para entonces, Venezuela se posicionara entre los tres países de mayor circulación de automotores en Suramérica y, para más señas, como el segundo país importador de vehículos ensamblados procedentes de los Estados Unidos3. La magnitud de este exponencial incremento y sus secuelas dentro de la trama urbanística de Caracas quedará refrendada en el Plano Regulador del Área Metropolitana de Caracas, presentado en 1952 por el Ministerio de Obras Públicas, el cual tenía como propósito 3 Revista

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de 1952.

El Automóvil núm. 242, julio de 1951 y El Nacional, núm. 3114, Caracas, 25 de abril


organizar la unidad funcional de la metrópolis, a partir de la integración de los municipios y parroquias foráneas y la zonificación equilibrada de su espacio residencial, comercial e industrial. Dos años antes, el 26 de enero de 1950, la Junta Militar de Gobierno había decretado la construcción de la Autopista del Este, entre la Ciudad Universitaria y el aeropuerto La Carlota, con una longitud inicial de 6 kilómetros. Este corredor vial formaba parte del sistema de vialidad expresa, diseñada por la Comisión Nacional de Urbanismo que contempló la construcción de tres autopistas: la número 1 era la autopista del este; la número 2, denominada autopista Caracas, iba desde la avenida La Paz bordeando el río Guaire hasta su empalme con la del este, a la altura de Puente Mohedano; y la número 3, que iniciaba en la Ciudad Universitaria rumbo al sur, atravesando Los Chaguaramos y Santa Mónica hasta la parroquia El Valle. La construcción de la Autopista del Este coincidió con la expansión de la urbanización industrial Los Cortijos, en la antigua hacienda Los Ruices, donde ya había iniciado operaciones la planta de ensamblaje de camiones y automóviles de la firma Chrysler Co., y otras importantes industrias. El primer tramo de la obra fue inaugurado el 3 de diciembre de 1953 y un año después quedó listo el enlace entre la Avenida Bolívar y la Autopista del Este. Posteriormente, en 1955, el trayecto de la autopista se prolongó hasta la urbanización La California. Tanto la Autopista del Este como la Autopista Caracas-La Guaira, representaron en su momento hitos de la ingeniería venezolana, dada la magnificencia de su diseño, los colosales puentes, viaductos y distribuidores de tránsito, nunca antes vistos en el país. Por 29


tanto, fueron utilizadas como emblemas propagandísticos de la dictadura militar imperante para la época, sobre todo en el marco de la X Conferencia Panamericana, celebrada en Caracas en marzo de 1954, en donde el régimen se ufanó de los progresos materiales que se venían ejecutando en Venezuela.

La democracia también hizo su parte En 1959, la recesión económica que padeció el país tras la caída de la dictadura afectó la disponibilidad presupuestaria del Ministerio de Obras Públicas para seguir llevando adelante los ambiciosos proyectos de vialidad urbana en la ciudad. Con miras a reactivar el deprimido sector construcción y la consecuente generación de nuevos puestos de empleo, el Ejecutivo Nacional hizo las gestiones ante el Banco Mundial para la contratación de varios empréstitos externos, gracias a los cuales muchas obras de relevancia vieron feliz término. Una de las obras que estaban pendientes por concluir era el enlace entre la Autopista de El Valle y la Autopista del Este, conocido como el distribuidor de tránsito El Pulpo, destinado a facilitar el flujo vehicular desde el centro de la ciudad hasta las poblaciones de El Valle y Petare. El distribuidor El Pulpo, puesto en servicio el 16 de mayo de 1960, constituyó una obra audaz en su diseño, con una longitud total de 9 kilómetros, distribuidos en 3.750 metros de estructuras elevadas y 5.223 metros de vías sobre terraplenes. Edificada sobre el cruce de los ríos El Valle y El Guaire, en el sector que comprende la urbanización Los Chaguaramos, la Ciudad Universitaria y Bello Monte. Para atender el ritmo de crecimiento de Caracas, tanto en el II Plan de la Nación (1963-1966) como en el Plan Cuatrienal (19651968), se estimó prioritario completar el sistema vial expreso de la ca30


pital, conformado por una red de autopistas interconectadas por un núcleo redistribuidor del flujo vehicular4. El objetivo consistía en evitar el tránsito regional procedente del centro y oriente de la República con destino al Litoral Central, y viceversa, así como el inconveniente de emplear las calles y avenidas de la ciudad, a modo de direccionar su recorrido sin obstáculos hacia su lugar de destino. Para la época funcionaba en el sector Macarao-Antímano una importante zona industrial que, aunado a la construcción de un populoso urbanismo en la antigua hacienda de Caricuao, hacía imprescindible esta nueva vía. Dada la magnitud y costo de la obra que incluía la canalización del río Guaire, esta se construyó por tramos: el primero inaugurado el 12 de marzo de 1968, entre Puente Mohedano-El Paraíso; luego el tramo Antímano-Caricuao en 1969; y finalmente el tramo entre el Distribuidor La Araña-Antímano, puesto en servicio el 31 de marzo de 1970. A partir de entonces, y por disposición del Concejo Municipal del Distrito Federal según acuerdo aprobado el 17 de julio de 1967, la Autopista Este-Oeste de 30 kilómetros de longitud aproximada comenzó a ser denominada Autopista Francisco Fajardo5. Entre los principales atractivos de ingeniería de la Fajardo, resaltan los tres monumentales dispositivos de tránsito que marcaron pauta en su hora: primero, el Distribuidor La Araña, que constituyó el epicentro por donde comenzó a circular el mayor número de vehículos a una velocidad promedio de 80 km por hora en la ciudad de Caracas. Concebido como una superestructura de vías elevadas a cuatro niveles de concreto precomprimido, con una longitud de 5.622 metros y con canales de acceso que conectan con la Autopista Caracas-La Guaira, a través del túnel de La Planicie, hacia El Cementerio por el túnel de El Martínez Guarda, Constructor en democracia en la historia de la ingeniería venezolana, Leopoldo Sucre Figarella. Caracas: Fundación Leopoldo Sucre Figarella, 2010, pp. 67-81. 5 Crónica de Caracas, núm. 72-75, Enero-Diciembre 1967, p. 149. 4 Jóvito

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Paraíso y enlace con la Autopista de El Valle. Segundo, el Distribuidor Baralt, abierto el 24 de octubre de 1971, con 5.195 metros de vías para conectar las zonas de Puente Hierro, El Paraíso y el final de la Avenida Baralt. Y tercero, el Distribuidor El Ciempiés, inaugurado el 23 de julio de 1972, formado por un conjunto de estructuras elevadas a uno, dos y tres niveles que permite la articulación vial con el sureste de Caracas, entre la Avenida Pichincha, Chacao, Chuao, Las Mercedes, Prados del Este y Baruta6. Pero la obra complementaria de mayor envergadura y de visión futurística, la representó el Segundo Piso de la Autopista del Este, inaugurado el 22 de abril de 1973. Estructura levantada sobre vigas de concreto por la margen izquierda del río Guaire, con una longitud de 1.185 metros y capacidad para sostener cinco mil vehículos de manera simultánea en sentido oeste-este. La Autopista Francisco Fajardo terminó de completarse en 1974, al concluir las obras de prolongación del tramo La CaliforniaPetare y su enlace con la Avenida Boyacá, a la altura de La Urbina. Por último, cabe destacar que esta obra unida al sistema troncal de carreteras construidas durante el período democrático, posicionaron a Venezuela entre los países con la mejor y más vasta infraestructura vial en América Latina.

y distribuidores de Venezuela”, en Informes de la construcción, vol. 25, núm. 246, Diciembre de 1972, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España. 6 Autopistas

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GUILLERMO DURAND Historiador. Fue cronista de Caracas, profesor e investigador de la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela, institución donde ejerció como jefe del Departamento de Teoría y Práctica de la Historia. Es autor de Caracas en la mirada propia y ajena, Fragmentos del pasado caraqueño y Caracas en tiempos revueltos (1810-1812), entre otras publicaciones. FRANCISCO SUNIAGA Escritor, abogado y profesor venezolano. Egresó del Instituto Pedagógico de Caracas y se graduó de abogado en la Universidad Santa María, con especialidad en Derecho y Política Internacionales de la Universidad Central de Venezuela y Master en Asuntos Internacionales por la Universidad de Columbia. Es autor de La otra isla, El pasajero de Truman y Adiós Miss Venezuela, entre otras publicaciones. JOSÉ ALBERTO OLIVAR Historiador. Doctor en Historia Summa cum laude, egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Profesor Titular de la Universidad Simón Bolívar y de la Universidad Metropolitana. Miembro correspondiente de la Academia Nacional de la Historia por el estado Miranda. Es autor de Automovilismo, vialidad y modernización. Una aproximación a la historia de las vías de comunicación en Venezuela y de Cuando hablan las bayonetasw, entre otras publicaciones.


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