Alberto Navas Blanco Carolina Guerrero Mirla Alcibíades
SERIE ORÍGENES
JUNTA DIRECTIVA Juan Guaidó
PRESIDENTE
Juan Pablo Guanipa
PRIMER VICEPRESIDENTE
Carlos Berrizbetia
SEGUNDO VICEPRESIDENTE
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FUNDACIÓN FONDO EDITORIAL DE LA ASAMBLEA NACIONAL “WILLIAN LARA” PRESIDENTE
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Geraldine Solís EDICIÓN
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Pedro Ramsés Mattey ISBN: En trámite. Depósito Legal: En trámite.
FUNDACIÓN FONDO EDITORIAL DE LA ASAMBLEA NACIONAL Av. Oeste 6. Esquina de Pajarito, edificio José María Vargas, piso 11. Caracas, Venezuela. Primera edición: marzo, 2020.
SUMARIO
Presentación Jesús Piñero | Pag. 5 El primer ucevista Alberto Navas Blanco | Pág. 7 La revolución: a propósito de Vargas Carolina Guerrero | Pág. 13 Vargas, constructor de la república Mirla Alcibíades | Pág. 17
PRESENTACIÓN VARGAS AL DEBATE
Aunque el estado Vargas fue decretado hace apenas dos decenios, el epónimo que identifica a los habitantes de ese territorio fue conferido por Juan Crisóstomo Falcón el 9 de marzo de 1864, cuando por decreto presidencial y, gracias al Congreso Constituyente de ese mismo año, se creó el Distrito Federal de Venezuela, que agrupaba los viejos cantones de Caracas, La Guaira y Maiquetía. Honrar la memoria del primer presidente civil, José María Vargas, no fue una decisión al azar: para ese entonces se cumplía una década de su fallecimiento. El presidente Falcón, de espíritu civilista, decidió reorganizar al país y empezar con el Departamento Vargas. Un siglo y 55 años más tarde, la historia pretende ser cambiada. El 6 de junio de 2019, el ilegítimo Consejo Legislativo decidió modificar el título de la entidad a petición de Jorge Luis García Carneiro. La decisión, desde la óptica del poder usurpado, responde a la resolución de un debate identitario que para ellos no fue resuelto con la creación del estado en 1998 por el entonces Congreso de la República. Así, pareciera que el cambio de denominación no busca desestimar a los civiles, sino que es otro ataque al período de 40 años de democracia que vivió el país desde 1958, y en el que la anexión de Vargas como estado 23, representó uno de los esfuerzos de la descentralización, empezada con las elecciones de 1989. La decisión es impertinente a la luz de la realidad actual, pero por impertinente no deja de ser debatida. Fueron muchos los historiadores, politólogos, literatos y otros miembros de la 5
intelectualidad que, valiéndose de su formación y conocimientos, salieron en defensa de los valores civiles y de la figura de José María Vargas. El debate fue álgido en las redes sociales y medios de comunicación. Mientras que unos consideraban que se trataba de una pretensión totalitaria por parte del poder para cambiar la historia nacional, otros dijeron que era un capricho banal, sin explicación plausible. Totalitaria o caprichosa, la decisión atenta contra la historia. En este sentido, desde la Fundación Fondo Editorial de la Asamblea Nacional hemos recogido diversas posiciones al respecto, en defensa del primer magistrado civil de la república, pues al estar ausente en la discusión actual, su figura y sus convicciones liberales siguen al resguardo de los intelectuales que, como él mismo dio muestra en su momento, son pilares fundamentales en la construcción de un Estado nacional, que no se hace sólo desde el gobierno sino también desde la academia, las ideas y el trabajo. Así, los autores de la presente recopilación dan a conocer sus perspectivas académicas acerca del papel de José María Vargas en la historia. Jesús Piñero Gerente de Producción Editorial
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EL PRIMER UCEVISTA Alberto Navas Blanco
El 13 de julio de 2019 se cumplieron 165 años de la muerte del rector Dr. José María Vargas: el miembro más destacado de una generación de líderes académicos de la Universidad Central de Venezuela correspondientes a la primera mitad del siglo XIX, siendo esta generación la responsable de la verdadera revolución liberal y republicana en Venezuela, de la cual heredamos las instituciones civiles y sociales modernas, especialmente en la construcción del poder público, la salud y la educación. Se trata de líderes civiles que deliberadamente han sido olvidados por causa de la apabullante ambición de los caudillos militares que se atribuyeron, sin razón suficiente, los méritos simbólicos y los premios materiales que la república dispuso por haber encabezado el proceso crítico de la Independencia. Mientras ocurría tal usurpación del protagonismo histórico armado sobre el de los actores civiles, líderes como Vargas proyectaron y ejecutaron la racionalidad institucional del nuevo país y se ocuparon de sembrar la sociedad de leyes, escuelas, hospitales, carreteras, cultivos, industrias, libros y obras públicas en general. Por otro lado, los caudillos militares, aparte de sembrar la muerte con sus guerras civiles, se dedicaron a cobrarle a la república el valor de sus acciones de guerra con privilegios políticos y haberes militares que supuestamente merecían bajo el estatuto excluyente de ser los principales próceres de la emancipación. Por ello, la historiografía oficialista desde el siglo XIX recuerda con preferencia a los protagonistas armados que proyecta7
ron, hasta el siglo siguiente, su monopolio sobre el poder e ignora con demasiada frecuencia los aportes académicos y las aplicaciones sociales de los legítimos próceres civiles quienes, como Vargas, fundaron las verdaderas y perdurables bases de la república. José María Vargas Ponce nació en La Guaira. En 1786 era parte de lo que podríamos llamar el limitado y selecto estrato medio colonial venezolano. Era descendiente de una laboriosa familia de origen canario que contaba con los recursos relativamente suficientes como para poder matricularlo en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, hacia 1798, cuando apenas tenía doce años de edad. Allí cursó estudios básicos que le permitieron graduarse de Bachiller en Filosofía en 1803, junto a notables representantes de las principales familias criollas como Francisco Javier Solórzano y Mariano De la Plaza, pero también al lado de una generación de jóvenes llamados a desempeñar la dirección del futuro destino de la universidad, como José María García Siverio (secretario de la universidad en 1815); José Cecilio de Ávila (rector de la universidad en 1825) y Mariano De Echezuría (vicerrector en 1829). Posteriormente, en 1808, Vargas egresó como bachiller, licenciado y doctor en Ciencias Médicas de la universidad caraqueña. Luego de una corta pasantía como médico y patriota, entre 1810 y 1813 (sufriendo cárcel en las bóvedas de La Guaira), viajó al exterior para profundizar sus estudios médicos en Edimburgo y Londres, regresando definitivamente a Venezuela en 1825 convertido en el médico de formación académica y práctica más avanzada del país. Como profesor y rector (1827-1829) de la ya Universidad Central de Venezuela, el Dr. José María Vargas fundamentó el legado de los primeros Estatutos Republicanos de la Universidad de Caracas, y fundó las bases para la enseñanza experimental en la medicina, botánica, química, zoología, mineralogía, etc. Igualmente, como presidente de la república y director de Instrucción Pública, encabezó el primer proyecto liberal y republicano para dotar al país de una educación moderna 8
y ciudadana. Al morir en Nueva York, el 13 de julio de 1854, dejaba sembrada una trayectoria de medio siglo de vida académica dedicada a superar los grandes problemas de la sociedad venezolana; mientras que en Venezuela, la llamada oligarquía liberal de los generales Monagas, seguía cobrándole al país en rentas, bienes y poder sus “méritos revolucionarios”, preparando un monopolio de intereses y generando el inútil baño de sangre que fue la Guerra Federal (1859-1863), siendo ésta, en realidad, el mayor exponente del fracaso relativo y agotamiento político del proyecto liberal venezolano. Afortunadamente su expediente universitario se conserva en el Archivo Histórico de la UCV y ha sido publicado, junto a una compilación de trabajos de calificados escritores, por obra del entonces cronista de la Universidad Central de Venezuela, y luego director de la Academia Nacional de la Historia, Dr. Ildefonso Leal. Dicha obra se concentra en un voluminoso Boletín del Archivo Histórico de la UCV. En dicho número se reproducen trabajos de Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón Salas, Ildefonso Leal, Rafael Domínguez, Pedro González Rincones, Pablo Izaguirre, Julio De Armas, Virgilio Tosta, Alejandro Lasser, Juan David García Bacca, Ángel Grisanti, Joaquín Gabaldón Márquez y Guillermo Morón. Además, cuenta con una completa versión del expediente de estudios y grados universitarios del Dr. Vargas, integrado por cuatro partes. La primera es la nómina de condiscípulos y premios obtenidos en la universidad, donde aparece su ingreso como becario porcionista el 18 de septiembre de 1798; la certificación de aprobación de sus estudios en Gramática Latina bajo la dirección del catedrático Dr. José Antonio Montenegro, acompañado de otros estudiantes como Tomás Montilla, José Rafael Revenga, José Cecilio de Ávila y Carlos Arvelo, entre otros. Aparece también su registro como cursante en la Cátedra de Música o Canto Llano bajo la dirección del Br. Rafael Paz. Aparece el ingreso de Vargas y de sus condiscípulos 9
en el curso de la Cátedra de Filosofía de los seculares, a cargo del Dr. Alejandro Echezuría, tanto del Primer Curso de 1800, como del Segundo Curso de 1802. También aparecen los registros de Vargas y de sus condiscípulos en los cursos de 1802 y 1803 de prima de medicina, regentada por el Dr. Felipe Tamariz. Finalmente, aparece en la lista de los estudiantes de Teología bajo la regencia del Dr. José Gabriel Lindo, de 1803 a 1805. El apéndice termina con la documentación relativa a los premios obtenidos por Vargas, entre 1803 y 1804, primero en el estudio del Tratado de las calenturas en elementos de medicina práctica, en 1803, segundo, en 1808 en el premio de Lugares teológicos y el premio en Geografía por el Atlas de Vásquez. La segunda son los expedientes de sus grados académicos, actuación docente y jubilación, comienzan con la partida de bautismo, donde certifica en el libro de bautismo de blancos que José María de los Dolores, fue bautizado en la Parroquia del Puerto de La Guaira, el 12 de marzo de 1783, siendo sus padres José de Vargas y Ana Teresa Ponce. La partida de matrimonio de sus padres en el Libro de Blancos, dice que fue celebrado el día 24 de abril de 1782 en la misma parroquia; así como la información de genere, vita e moribus de los respectivos testigos. La solicitud de grado de Bachiller en Filosofía dirigida al rector y la tesis para optar al grado de Bachiller en Filosofía: en ella solicita al cancelario de la universidad, el 13 de enero de 1806, fije fecha para verificar el grado de Licenciado en Artes. Consta la tesis para el grado de Licenciado en Artes (Filosofía), que fue sustentada por Vargas en enero de 1806. Al respecto consta también en el expediente los edictos, certificaciones de catedráticos y acta de presentación y aprobación del examen previo al grado de licenciado. Termina esta parte del expediente con los documentos relativos a la obtención del grado de Maestro en Artes, que incluye solicitudes, certificaciones, edictos y pagos de actas de graduación como Maestro en Artes y Filosofía, firmada por el 10
cancelario Dr. Baltasar Marrero y el secretario Agustín Arnal, de fecha 2 de marzo de 1806. A partir del año 1808, en la tercera parte, aparecen en el expediente de Vargas los documentos relativos a su carrera en la Facultad de Medicina, comenzando por la obtención del grado de Bachiller en Ciencias Médicas, donde constan cuatro años de prácticas certificadas por el Dr. Felipe Tamariz y el licenciado Santiago Limardo, los pagos correspondientes, la solicitud al rector Dr. Lindo, las certificaciones del rector y secretario sobre aprobación de cursos, la tesis de Baccalaureigradu in medicina para ser sustentada y aprobada en la Capilla Universitaria, el 4 de mayo de 1808, mismo acto en el cual se le confiere el grado. Seguidamente, el 20 de octubre de 1808, Vargas solicitó ante el cancelario Dr. Marrero, el grado de Licenciado en Medicina, que se anexa a los títulos correspondientes, certificaciones de catedráticos, edicto, selección de puntos y tesis sustentadas con base en los aforismos de Hipócrates y la física de Aristóteles, los pagos, el acta de celebración y aprobación de examen, así como el Acta de grado de Licenciado en Medicina, conferida el 10 de noviembre de 1808, firmada por el cancelario Dr. Marrero y el secretario Dr. Arnal. Por otro lado, también se encuentran insertos en el expediente de Vargas los documentos relativos a la obtención del grado de Doctor en Medicina, comenzando por las costas o pagos al cancelario y secretario por conceptos de vista, testimonio, título y registro por 264 pesos, las solicitudes al cancelario, edicto y el Acta de Claustro Pleno de la Universidad del 24 de noviembre de 1808, en la cual se acuerda conferir el título a José María Vargas y se establece que el día fijado se reunirán los señores rector y cancelario, quienes bajarán a la Capilla a hacer las arengas de estatutos y demás formalidades. Finalmente, y en cuarto lugar, completan el libro citado, y compilado por el Dr. Leal, los documentos relativos a la instalación 11
y provisión de la Cátedra de Anatomía, firmada por el Dr. Vargas el 19 de octubre de 1827; el título de Catedrático en Anatomía conferido al Dr. Vargas, el 9 de noviembre de 1826; el expediente sobre la provisión de la cátedra de Cirugía y Obstetricia, nuevamente establecida en la universidad hacia el año 1833; los documentos relativos a la jubilación de Dr. José María Vargas en la Cátedra de Anatomía, solicitada el 8 de septiembre de 1847, aprobada por la Junta de Inspección y Gobierno de la Universidad, el 1 de octubre de 1847, la cual lo declara catedrático jubilado de Anatomía; el testamento del Dr. Vargas, de fecha 6 de mayo de 1853; la aprobación, por la Junta de Gobierno de la Universidad de Caracas, del Programa de Honores Fúnebres al Dr. José María Vargas, el 11 de Junio de 1855 y, finalmente, la autopsia del Dr. José María Vargas, que consta en el Archivo Histórico de la UCV (Caracas. V. 2; T I. Nº 271. Libro de Documentos del Dr. José María Vargas), realizada en la casa Nº 47, calle Oeste 24, de Nueva York; el 13 de julio de 1854 a las 6:00 pm, a cinco horas de su fallecimiento.
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LA REVOLUCIÓN: A PROPÓSITO DE VARGAS Carolina Guerrero
La idea de revolución entraña una suerte de acertijo moral de lo político. No es un símbolo azaroso, sino el efecto de la experiencia histórica en la sensibilidad de Occidente. Aquellos triunfos de las luchas independentistas americanas permitieron fijar en la historia cierta concepción sobre el valor moral de la palabra revolución. Que un término logre dotarse de significado moral no es un acontecimiento vacuo. Implica, en este caso, nada menos que la posibilidad o bien de encarnar, efectivamente, una disposición colectiva hacia la superación libertaria de una organización miserable de convivencia política, o bien de enmascarar un propósito infame y novedoso de dominación arbitraria. Las revoluciones americanas, dilatadas desde finales del siglo XVIII y comienzos del siguiente, contribuyeron a equiparar la noción de revolución con la simbolización de una transformación política radical humanamente necesaria. No de modo uniforme. La estadounidense lograba fijarse en la memoria histórica como una creación política singular, capaz de conjugar felizmente orden, institucionalización y libertad, en torno a la reafirmación sistemática de la autonomía de una sociedad dispuesta al trabajo, la imaginación productiva y la creación de riqueza fundada en la iniciativa individual. Las hispanoamericanas, muy en particular las lideradas por Bolívar, emblematizaron la búsqueda romántica de la emancipación común, junto con la aspiración sinuosa por establecer un gobierno justo, definido por la constitucionalización de los límites del poder y 13
la consagración de los derechos fundamentales del ciudadano. El republicanismo a la manera de Bolívar consistió en un no-republicanismo, al fijar principios contradictorios con la forma política hacia la cual pretendía dirigirse la revolución. Lejos de apuntar a constitucionalizar efectivamente la consagración de libertades y derechos en medio de un poder constituido limitado, la revolución bolivariana implicaba la ruptura de un orden político absolutista para desplegar una promesa de facticidad de la libertad a futuro. En esos términos, la revolución significaba la aurora de una forma de gobierno distante de los principios republicanos. Ella se adosaba al horizonte de un poder político cuasitotal, centralizado en un hombre extraordinario, el sol, el ciudadano más virtuoso, orientado al cuidado paternal y amoroso de una sociedad díscola. Como buen padre, habría de conducir a su grey con bondad hacia la lenta madurez política, hasta que alcanzase la ilustración indispensable para gobernarse a sí misma, es decir, ser finalmente república. El personalismo político de Bolívar torció el sentido de la revolución republicana. La libertad del individuo y la autonomía de una sociedad laboriosa, como fines de la revolución, se tradujeron en una expectativa lejana, cuyo tránsito hacia su realización habría de ser padecido por varias generaciones de súbditos –que no ciudadanos–. Y esa posibilidad de república liberal futura era entendida como la creación de un solo hombre, cuya condición mortal le impediría ejercer el tutelaje político de esa comunidad de almas infantiles y turbulentas. Fue en esa concepción revolucionaria bolivariana que se insertó la Revolución de las Reformas. Aquel suceso no fue simplemente un golpe de Estado contra la Presidencia de la República que ejercía José María Vargas. Fue, en realidad, la arrogación del testigo, la toma de una sucesión hereditaria que no había quedado clara, pero que, para sus protagonistas, suponía el deber de preservar el voluntarismo político en la república ya no prometida, sino redu14
cida a un significante vacío. Si para Bolívar la revolución se sintetizaba en la república posible dentro de un horizonte temporal remoto, donde la pedagogía republicana habría de moldear ciudadanos capaces de ser libres, para los actores de la Revolución de las Reformas, la república debía consistir, en adelante, en la conducción política de los libertadores sobre los libertados, sin más límite que el dictado de la arbitrariedad caprichosa de aquellos. Tras la redundante expresión de Revolución de las Reformas latía el espíritu de implantar la dominación de los hombres de armas sobre la población civil. Aquellos sujetos desconocían una realidad histórica: que los libertadores de Venezuela habían sido quienes aportaron el pensamiento, imaginación, ideas e ideario, propuestas, debates, la elaboración intelectual de la república –esto es, del vivir en libertad– y la deliberación exhaustiva sobre ella, así como también quienes se batieron con heroísmo por dicha república en el campo de batalla. José María Vargas representó, ante el estallido de la Revolución de las Reformas, el republicanismo real y vigente, los valores liberales de ciudadanos e individuos capaces de consultar su recta razón y comprender que la organización de la convivencia política, plural y diversa, exige la constitucionalización de los límites del poder político, de leyes justas consubstanciadas con la libertad y los derechos, y de la institucionalización vigorosa capaz de reducir al mínimo la incidencia de la voluntad subjetiva en la conducción de lo público. Aquella Revolución pretendió asumirse como un proyecto político de moral superior, esto es, normalizar la mentira. Al amparo de la evocación emocional del término revolución, intentó convertir la república en una dominación arbitraria y omnímoda ejercida por los hombres de armas sobre una compleja diversidad de individuos portadores de deseos, opiniones, planes de vida, gustos, intereses, 15
preferencias. Algo de eso asomó la frase con la que Pedro Carujo, uno de los facciosos, confrontó a José María Vargas: “el mundo es de los valientes” expresó la posibilidad de reducir al otro a través de la violencia y de desplegar un orden de cosas sin garantía posible para la vida digna. Pero a diferencia de las tiranías del pasado, abiertamente sórdidas, invocar la revolución era el artificio que transmutaba la tiranía en supuesta república conducida por la voluntad suprema de los “verdaderos” libertadores. Un estado de cosas que, en adición, inauguraba una neolengua, para tildar de “valientes” a los gestores de la pólvora, decididos a imponer su arbitrariedad sobre el civilismo desarmado. La respuesta de Vargas al faccioso Carujo, “el mundo es del hombre justo”, dio cuenta de la única forma legítima de articular la vida en común: la república, edificada sobre su valor político sustantivo, en definitiva, la libertad individual, común a todos. Esa respuesta fue una expresión de resistencia frente a la farsa revolucionaria y al intento, hoy más que intermitente, de exigir aceptación hacia un voluntarismo que pretendía encarnar el bien común. El desenlace de aquella asonada contra José María Vargas debe aleccionarnos sobre la realidad política del hombre justo y desarmado frente a la imposición violenta de los gestores de la pólvora. No fue la justicia la que finalmente derrotó a los revolucionarios reformistas. Las palabras razonadas del individuo industrioso, de ciencia, de mérito, del ciudadano ilustrado no silencian armas. A los conjurados los venció la asistencia armada que prestó, muy republicanamente, José Antonio Páez al hombre justo.
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VARGAS, CONSTRUCTOR DE LA REPÚBLICA Mirla Alcibíades
La imagen referida al siglo XIX que tiene la mayoría de los venezolanos de hoy, es la de un país devastado como consecuencia de los enfrentamientos armados. Siendo así, tanto en las luchas por nuestra Independencia política como en las décadas que siguieron, una gruesa nube de pólvora se habría posado sobre los cielos de la república. En realidad, no se niega que hubo cruce de balas (y de machetes), pero ese oscuro panorama no fija lo característico del país. Bien examinado este asunto, después de la desintegración de la República de Colombia, en 1830, se desplegó un enorme esfuerzo colectivo que dejaban ver planes, proyectos e iniciativas dirigidos a construir la República de Venezuela. Conviene precisar que esos esfuerzos fueron promovidos y ejecutados por la sociedad civil. Es decir, un país destruido después de trece años de guerra por la libertad, reclamaba caminos, carreteras, escuelas, cultivos, industria, comercio. Y, hay que insistir, esas necesidades comenzaron a ser satisfechas por iniciativas particulares; no por la intervención del Estado. Con legitimidad puede asegurarse que la Venezuela en ruinas comenzó a ganar fortaleza porque los civiles la levantaron hombro con hombro. Junto con esa labor de dar forma al Estado nacional, se desplegó un debate que fue planteado en términos de choque generacional. Por un lado, surgieron los que reclamaban protagonismo en 17
esa labor constructiva. Por el otro, estaban las figuras destacadas de la generación libertadora, a quienes los sujetos públicos que exigían protagonismo pedían hacerse a un lado. Ciertamente, la idea de ruptura con la generación precedente estimuló la conciencia de muchos venezolanos. Ya en 1831 Juan Vicente González proponía en Mis exequias a Bolívar que “los héroes son buenos, necesarios, para luchar en los tiempos de peligro, vencer a los enemigos, construir naciones... pero hasta aquí su misión, en adelante son amenazas a la libertad”. Para el momento que emitía esa rotunda afirmación, este joven había cumplido veintiún años. Siendo así, la casta de libertadores fue valorada como la generación destructora (a quienes correspondió, en opinión de muchos, deshacer la tiranía), mientras que ellos se estimaban como los hombres llamados a erigir la república. Podemos apreciar, entonces, la insurgencia de una nueva promoción de pensadores que asume conciencia de constructores, frente a la destrucción que asocian con quienes los precedieron en el tiempo. Otro aspecto que deriva de aquel debate tiene que ver con una oposición fundamental. De una parte, se situaban aquellos anclados en el pasado, por cuanto otorgaban legitimidad a su ejercicio público con apoyo en los méritos alcanzados en las batallas contra la monarquía. Vale decir, tenían derecho a dirigir la república porque habían acumulado méritos en tiempos pretéritos. Por otra parte, las nuevas voces que exigían la dirección de la cosa pública querían, precisamente, romper con ese pasado. Para esos protagonistas, la mirada debía proyectarse al futuro, a lo que la mayoría esperaba que hicieran: construir. En ese contexto se plantea la candidatura de José María Vargas. Por tal razón, no debe extrañar la carta que un grupo de ciudadanos dirigen al general José Antonio Páez en 1834. En ella, al exaltar 18
al médico y candidato a la presidencia, esgrimen un argumento que juzgan definitivo: el aspirante a la presidencia conviene a los intereses nacionales porque es extraño “a los manejos de las revoluciones que despedazaron la Patria”. Como queda más que señalado, la ruptura con los tiempos pasados parecía ser condición fundamental. Es propicio el momento para recordar que no fue sólo en Venezuela donde corrieron estas ideas. Si examinamos con rigor este asunto, veremos que tal predicamento recorrió todo el continente. En Argentina, por ejemplo, la agrupación identificada como Asociación de Mayo, con Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi como estrategas del movimiento, echaban a correr el mismo reclamo. El primero que menciono dirá en 1837 que los jóvenes de su tiempo “ambicionan ser hombres y mostrarse dignos descendientes de los bravos que supieron dejarles en herencia una patria”. Vale decir, tanto allá como acá no se abjura de los connacionales que hicieron la guerra al comenzar el siglo: pensemos por un momento en la inmensa admiración de Juan Vicente González por Simón Bolívar. Por el contrario, se les admira y respeta. Pero el acento se coloca en la celeridad que impone la labor constructora y, naturalmente, en que son los hombres ajenos al manejo de las armas los llamados a asumir el compromiso de hacer la patria, con la premura requerida por los tiempos que corren. Pensaban que esa premura sólo podía ser satisfecha si las individualidades, es decir, si cada persona poseedora de capacidades materiales o intelectuales estaba dispuesta a dar su aporte en esa ingente tarea de erigir la casa grande. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo construir? La respuesta la tenían clara: el patriotismo se manifestaba cuando la persona con privilegio material o con cultivo del conocimiento ponía sus bienes o sus capa19
cidades mentales al servicio del bien colectivo. Es decir, había que dar: dar -u ofrendar- alguno de esos dos patrimonios (o ambos, de poseer los dos atributos) en el ‘altar de la patria’. De tal manera, se vieron innumerables aportes salidos de la esfera civil. Fueron incontables las escuelas y colegios que se fundaron por iniciativa individual. De hecho, todos los institutos educativos de esos años que lograron prestigio y reconocimiento nacional fueron fundados sin intervención del Estado. Es cierto que el primero de esos centros docentes que ganó incontables aplausos contó con préstamos gubernamentales. Pero también es conocido que el responsable de su funcionamiento, cual fue Feliciano Montenegro y Colón, mantuvo constante la preocupación por honrar el compromiso monetario asumido. Esa institución de enseñanza de la cual vengo tratando fue el Colegio de la Independencia. Por cierto, allí comenzó sus estudios (entre muchos otros) Arístides Rojas. El que sería elogiado hombre de pensamiento completó su formación académica en el nivel medio en otro centro formativo que se llamó Colegio de Roscio, fundado por el recordado hombre de ideas Manual Antonio Carreño, padre de Teresa Carreño y autor del conocido Manual de urbanidad. En todo el país se concretaron experiencias de naturaleza similar: los mejores centros formativos tanto en los primeros años de escolaridad como en el nivel medio fueron fundados bajo la premisa de la iniciativa personal, privada. Esos aportes que corrían al amparo del patriotismo se vieron en la construcción de caminos, de carreteras, de paseos y edificaciones públicas, en pequeñas manufacturas, en el comercio y paro de contar. Vale el comentario: pocas personas recuerdan que la catedral de Barquisimeto se construyó bajo esta premisa. Martín María Aguinagalde, gobernador de esa provincia, excitaba a los ciudadanos al comenzar la 20
década de 1850 a fin de que aportaran “de su propio peculio, algunas cantidades con que continuar la fábrica de la Catedral de Barquisimeto”. La gente atendió el llamado y el templo fue concluido. José María Vargas se hizo eco de ese predicamento. Hizo parte de esa promoción de venezolanos dispuestos a dar, u ofrendar, a la patria. Por tal razón, no sólo creó la cátedra de anatomía en la Universidad Central de Venezuela. Hizo más. Fue el profesor de la materia y, además, dictaba las lecciones en su propia casa. Y, no contento con esta dedicación tan poco vista en los actuales tiempos, financió la cátedra: usó su propio dinero para satisfacer la necesidad de conocimiento de sus alumnos. Su sacrificio por el bien colectivo fue a mayores. Como quedó visto, además de obsequiar su ilustración al país, cedió parte de los bienes materiales que poseía. Pero todavía fue a mayores. No obstante, su repudio por las funciones de gobierno, estuvo dispuesto a asumir ese compromiso. Y, así, aceptó la candidatura a la Presidencia porque entendió que era una necesidad del momento la presencia de un civil al frente del Ejecutivo. Y ese hombre culto, refinado, con la mira puesta en el engrandecimiento nacional, que fue rector de la Universidad de Caracas, que tenía ganado sólido prestigio internacional por sus aportes como médico y como botánico, que fue respetado y querido por tantos, que ganó elogios por todos los caminos que transitó, es el mismo que, en el presente, recibe escarnio. Ahora, un burócrata decide –en realidad no sé de quién partió la idea– que José María Vargas no tiene los suficientes méritos para legar su nombre al estado que lo vio nacer. Por eso cabe en este momento la máxima popular: la ignorancia es osada.
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ALBERTO NAVAS BLANCO Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Central de Venezuela. Es profesor titular de esa misma casa de estudios, donde también ejerció los cargos de coordinador académico de la Facultad de Humanidades y Educación y director de la Escuela de Historia. Ha sido conferencista y ponente en las universidades de Salamanca, Halle y de las Antillas Neerlandesas. CAROLINA GUERRERO Doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Central de Venezuela. Profesora e investigadora de la Universidad Simón Bolívar. Fue investigadora del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos y de la Unidad de Historia de las Ideas del Instituto de Estudios Avanzados. MIRLA ALCIBÍADES Magister en Literatura por la Universidad Simón Bolívar. Candidata a doctora en Historia por la Universidad Católica Andrés Bello. Es investigadora jubilada del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos y autora de varios artículos y libros que se enmarcan dentro de la historia social y cultural de Venezuela.