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INTRODUCCIÓN antony penrose

Cuando Lee Miller (1907-1977) fue entrevistada por Mario Amaya para el artículo «My Man Ray», publicado en el número de mayo / junio de 1975 de la revista Art in America, declaró que se hizo fotógrafa porque el arte la había decepcionado: «Estudié en la Art Students League y me harté de ver pinturas y más pinturas a lo largo de un viaje por Italia. En mi opinión, todos los cuadros ya habían sido pintados, así que decidí hacerme fotógrafa».1

En esta línea, tras más de 45 años después de que Lee llegara a París para estudiar con Man Ray, podemos percibir su capacidad para contar una buena historia —el mismo talento que hace que su periodismo sea tan convincente y accesible—. Lo cierto es que la fascinación de Lee por la fotografía comenzó en la cuna. Su padre, Theodore, era un gran aficionado a la fotografía. Tenía su propio cuarto oscuro, donde revelaba fotografías de su hija además de «máquinas voladoras más pesadas que el aire»2 y otras maravillas relacionadas con su pasión por el progreso tecnológico.

Cuando era niña, Lee era consciente de que su padre la fotografiaba constantemente, desnuda y tiritando de frío en la nieve, o vestida con un traje típico sueco en miniatura. Theodore adquirió una cámara estereoscópica para captar imágenes dobles en las que vemos a Lee vestida con trajes artificiosos o desnuda (véase página siguiente), en ocasiones junto a sus amigas, a las que persuadía para que colaborasen con «el señor Miller en la creación de su arte fotográfico».3 Aunque las imágenes que producía con sus diferentes cámaras eran técnicamente correctas, artísticamente eran peor que malas. Sin embargo, Lee tuvo que adquirir un sentido de la fuerza social y artística inherente a la fotografía. Ella ayudaba con el procesado de la película y hacía las copias en papel. Para su cumpleaños, pidió —y le regalaron— un juego de productos químicos de procesado. Adquirió un dominio natural de los aspectos técnicos de la fotografía que le sirvió en ambos lados de la cámara.

Es imposible averiguar el momento en el que Lee decidió hacerse fotógrafa, pero es como si hubiese planificado inconscientemente las experiencias de su juventud para prepararse. En 1925, a los 18 años, visitó París con dos carabinas mayores que ella. Posteriormente describió su emoción con las siguientes palabras: «¡Baby, estoy en casa!».4 La libertad artística y personal fue un contraste embriagador con la férrea sociedad de Poughkeepsie, su ciudad natal, en el norte del estado de Nueva York. Se escapó de sus carabinas y se matriculó en L’École Medgyes pour la Technique du Théâtre, donde aprendió el arte relativamente nuevo de la iluminación eléctrica de escenarios.

De regreso en Nueva York, estudió en la Art Students League. Una fotografía la muestra sentada entre su grupo, todos vestidos con batas manchadas de pintura, aunque no se ha identificado ninguno de los trabajos que hizo durante este periodo. Sus obras posteriores muestran que dibujaba con un trazo fluido y decisivo y un buen sentido de la composición. No obstante, rechazaba la laboriosa naturaleza de la pintura: «Pintar es un oficio muy solitario, mientras que la fotografía es más social. Y además, cuando acabas, tienes algo en las manos —cada 15 segundos has hecho algo—. Pero cuando pintas, limpias los pinceles al acabar el día y te retiras disgustada, pues apenas tienes algo que mostrar... ¡Y, además, has estado sola todo el día! Por el contrario, con la fotografía, mientras puedas permitirte otra hoja de película, puedes comenzar una y otra vez».5

Por muy crítica que fuera Lee con la pintura, el proceso de preparar composiciones le tuvo que resultar útil para su posterior trabajo fotográfico. Como podía esperarse, su transición hacia la fotografía fue abrupta y dramática. Cuando cruzó una calle en Nueva York, Condé Nast, el propietario de la revista Vogue, la apartó de la trayectoria de un coche. Lee se desmayó en sus brazos, mostrándole el rostro que él había estado buscando. Unas semanas después, el retrato que le hizo Georges Lepape contra las luces de Manhattan apareció en la portada de Vogue (véase página 13, izquierda). Todavía no había cumplido los 20 años y ya estaba de camino a convertirse en lo que hoy llamamos una «supermodelo».

Los avances tecnológicos en la fabricación de placas litográficas para reproducir imágenes en revistas provocaron un gran incremento en la demanda de fotografías, por lo que Nast puso en contacto a Lee Miller con Edward Steichen, director de fotografía de Vogue Consideró que Lee tenía la apariencia perfecta para todo tipo de imágenes de moda (véase página siguiente). Algunas fotografías se tomaron en su estudio y otras en escenarios naturales, entre ellos barcos y el suntuoso apartamento de Nast. El insaciable deseo de Lee por aprender fotografía tuvo sin duda que intrigar a Steichen, que la animó a profundizar en este arte y se convirtió en su amigo para toda la vida. Lee también posó para Nickolas Muray, pionero de la fotografía en color, y para el reconocido retratista Arnold Genthe. Cada sesión era una oportunidad para aprender una nueva técnica.

La amistad de Steichen y la colaboración con Alfred Stieglitz —fotógrafo, galerista y editor de la influyente revista trimestral Camera Work, ahora desaparecida— le ofrecieron a Lee la oportunidad de ver el trabajo de los fotógrafos contemporáneos más importantes. Aquí encontró imágenes de Man Ray, un estadounidense que vivía en París y un surrealista considerado el fotógrafo vanguardista más fascinante de su época.

En el apogeo de su carrera como modelo, la imagen de Lee aparecía con regularidad en Vogue y Vanity Fair. Irónicamente, una fotografía tomada por Steichen detuvo en seco la carrera de Lee

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