Terranova, Juan El amor cruel 1.a Edición - La Paz, Bolivia: Editorial El Cuervo, 2016. 127 págs. ; 21 x 13 cm. - (Narrativa) ISBN: 978-99974-870-2-5
© Juan Terranova 1.a Edición Diseño de portada: www.lepopurri.com.ar (Leandro Escobar) © Editorial El Cuervo, 2016 www.editorialelcuervo.com La Paz - Bolivia Depósito Legal: 4-1-889-16 ISBN: 978-99974-870-2-5 Impreso en: Altuna Impresores (Buenos Aires - Argentina) Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o fotocopia, sin permiso previo del editor.
ÍNDICE
El proyeccionista
9
Hablame de lagartos
15
La telépata celosa
31
Soy el hijo de Sue
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Mi fin del mundo nuclear
59
El tigre y el payaso
67
Necesito amor
75
Perversiones de mala calidad
85
El Señor Electricidad
93
La peor cena del mundo
103
Un parque de diversiones abandonado
113
El violinista
123
El tigre y el payaso
Antes de irme a dormir miro el noticiero de medianoche. Lo miro sin ganas, como un ritual de cierre. Son cosas que uno necesita para ponerle orden a la vida. El primer lunes de febrero del 2013, entre las noticias banales –el abucheo a un funcionario, las vacaciones de otro funcionario, un choque en el centro de la ciudad–, escuché las denuncias contra el jardín de infantes Tribilín de San Isidro. Al parecer los pibes, de dos a cuatro años, volvían a sus casas con sed, nerviosos y asustados. Así que un padre ocultó un iPod en la mochila de su hija y logró grabar las voces de las maestras insultando y diciendo guarradas. El noticiero mostraba, como en The Wire, los diferentes displays digitales de sonido. Graves y agudos, saltos en la voz, largos silencios. ¿Qué había en el registro de esas cuatro horas y media de guardería? La parte seleccionada por el noticiero resultaba elocuente. Entre el crujido de la estática, las maestras no solo insultaban de forma grosera, sino que también amenazaban a los chicos que tenían que cuidar. Me quedó una frase larga, quebrada por las exclamaciones y contaminada con el ruido blanco 67
de la grabación: “No vomités, ¿eh? Pendeja de mierda... No se te ocurra vomitar. ¿Vomitás...? (ruido seco, vacío) ¿Vomitó? No te puedo creer. Pero qué pendeja de mierda, ahora vas a ver...”. Luego una maestra, frente a la queja y los gritos de uno de los nenes, le aseguraba que si no se callaba le iba a mostrar los genitales como forma de castigo. Usaba la palabra “cajeta”. Enseguida, el noticiero hacía un salto y aparecía una mujer de unos treinta años, la mirada descompuesta por el llanto. Esta mujer hablaba de la confianza traicionada y del amor incondicional por sus hijos. Un locutor decía que el jardín había perdido su habilitación en 1999 y que la Dirección Provincial de Educación de Gestión Privada ya había enviado inspectores al lugar. (Mi hija tiene siete años y ahora va al colegio primario pero tengo muy presente la sensación de abandono e inseguridad con la que tenía que pelear cuando la dejaba en la puerta del jardín). El lunes que vi el informe –austero y efectista– sobre los maltratos en el jardín Tribilín llegué hasta el final del noticiero. Cuando terminó, el locutor se despidió deseándonos buenas noches a todos. Después apareció en la pantalla una placa con el logo del canal y me quedé hipnotizado unos segundos antes de apagar. Recién entonces me levanté y, sin pensarlo, fui hasta la computadora y busqué “Jardín Tribilín” en Google. Un link me llevó a otro y terminé leyendo sobre el incendio del jardín ABC, en Hermosillo, la capital del estado mexicano de Sonora. Según Wikipedia –la tragedia tiene entrada propia– el fuego empezó en una bodega de archivos estatales. Al parecer se inició con el sobrecalentamiento de un aire acondicionado. El calor fundió el aluminio del motor que explotó y, como había mucho papel en el depósito, el fuego se extendió rápido. 68
De la bodega, el incendio pasó a la guardería. Las llamas transformaron el polietileno aislante del techo en vapor tóxico. No había detectores de humo, ni extintores, ni salidas de emergencia adecuadas. Los vecinos lograron rescatar algunos niños abriendo boquetes en las paredes con camionetas y autos particulares. Los bomberos llegaron tarde. Cuarenta y nueve chicos perdieron la vida y setenta y seis resultaron heridos, todos de entre seis meses y cinco años de edad. La mayor parte murió asfixiada por los gases. Esto fue el 5 de junio del 2009. Cuando el artículo empezó a demorarse con los políticos responsables y la falta de castigos concretos, perdí interés. Sin embargo, la lista de los niños muertos, todos de apellidos españoles, era demasiado magnética. Leí unos diez, ordenados alfabéticamente por el nombre de pila. Ana Acosta Jiménez, Andrés García Duarte, Andrea Nicole Figueroa, Aquiles Hernández, Ariadna Aragón... Me dormí recién hacia las tres de la mañana y soñé con niños que corrían envueltos en llamas, personajes de Disney que se reían como cómicos de la década del 80 y maestras jardineras con bocas negras y ojos enormes y desfigurados. Dos días después descubrí a Platanito. Estaba trabajando en casa y, cerca de las cuatro de la tarde, paré para tomarme un café. Como siempre, guardé los cambios y dejé el word abierto. Fui a la cocina, preparé la cafetera y la puse al fuego. Volví a la computadora y leí sobre Platanito sin darme cuenta de lo que hacía. Cuando el café empezó a hervir, ya conocía la historia completa. Entré en YouTube. Vestido de blanco, con una peluca rosa, el maquillaje ceniciento y la nariz colorada, Platanito usaba un micrófono y se paseaba por un escenario. Atrás se veían algunos músicos. “¿Saben de qué murió Michael Jackson?” preguntaba. “Pues de 69
desesperación, porque le quemaron una guardería allá en Sonora” se respondía y después hacía un bramido bajo y gutural, para darle énfasis al chiste. Enseguida agregaba, frente a las risas, “no, no se burlen, pobres chavitos al pastor, no se burlen, no sean culeros”. (Busqué “al pastor” y verifiqué que significaba “a las brasas”). “Ahora ya no es guardería, ahora abrieron un changarrito que se llama Kentucky Fried Children” terminaba Platanito. Los chistes eran malos y brutales, y eso los hacía peores. Los veintidós segundos que duraba el video del payaso alcanzaban para hacer confluir muchas cosas. La pedofilia de un pop-star, el habla coloquial mexicana, su hibridación cultural con los Estados Unidos, la sordidez del mundo del espectáculo, la tragedia de Sonora... Los links me marcaban un recorrido de notas. Copio los titulares: “Platanito pide disculpas”, “Censura obliga a Platanito a irse a los Estados Unidos”, “Adal Ramones apoya a Platanito” y así. “Platanito pide disculpas” era un video del payaso sentado en un sillón. Con gesto serio, se sacaba la peluca y la nariz, decía que quería hablar como persona y no como artista y pedía perdón por haber herido la sensibilidad de los padres de las víctimas. El actor que hacía de Platanito se llamaba Sergio Alejandro Verduzco Rubiera. (No sabía quién era Adal Ramones, pero tampoco lo busqué). Y entonces otro link me llevó al tigre homicida de Sonora. Esta era una noticia reciente. El primer párrafo de la nota en Clarín la narraba bien: “Una función de circo en la localidad mexicana de Echoja, en el estado de Sonora, terminó de manera trágica cuando un tigre se abalanzó sobre su domador y lo mató”. ¿Quién necesitaba más? Los detalles sobraban. A nadie le importaba que el tigre se llamara Sergio, sí, Sergio, el domador, Alexander Crispin, o que el circo fuera el Gran Circo de los 70
Hermanos Suárez. Un video elocuente y dramático acompañaba la nota. Alguien había captado el momento con la cámara de un teléfono. La definición era mala, pero la lejanía del camarógrafo y la iluminación deficiente no impedían que se percibiera el momento en que el tigre de bengala macho se salía de su rol de animal entrenado. En la clásica pista circular, atrás de unas rejas, dos animales adultos obedecían a un hombre que usaba un látigo. La situación parecía destinada a hundirse en la banalidad de la conocida rutina “meto mi cabeza adentro de la boca de una bestia salvaje”. Pero entonces el tigre reaccionaba, saltaba, enganchaba con sus garras el pantalón del domador, lo hacía caer y con movimientos lentos y precisos lograba atraerlo hacia sus fauces. Pese a que dos peones entraban e intentaban alejarlo, el tigre soportaba los golpes, no se asustaba ni aflojaba su ataque. Al parecer una de las garras alcanzó el cuello de domador y cortó una arteria. El tipo murió desangrado antes de llegar al hospital. ¿Qué había decidido y provocado ese salto? “Hermosa rebelión la de este tigre” pensé con sinceridad. No era el único caso de insubordinación felina. YouTube ponía a disposición del cibernauta otro accidente similar, pero esta vez protagonizado por un sensual león ruso con una gran melena dorada. (De ahí pasé a ver disciplinados tigres saltando por aros de fuego. Pero estos no eran interesantes ni virtuosos, sino anodinos). Tigres buenos, tigres malos, niños muertos, payasos fúnebres, maestras jardineras violentas. Hermosillo, Sonora, México. Tribilín. Un tipo que se llamaba Verduzco y que, maquillado de blanco, se transformaba en Platanito. Nombres propios, imágenes, lugares y situaciones llenas de significados dispersos, de pliegues y reflujos de sentido. La luz del monitor me pesó en los 71
ojos. De golpe me sentí cansado pero no me levanté de la computadora ni dejé de leer. Hacia las siete de la tarde sonó el teléfono. Era un amigo. Habíamos quedado en encontrarnos y teníamos que arreglar la hora y el lugar. —¿Qué estabas haciendo? –me preguntó. —Leyendo sobre un jardín de infantes mexicano que se incendió –le dije. —¿Se incendió un jardín de infantes en México? —Sí, murieron como cincuenta pibes. Escuché por un segundo su respiración en el teléfono. —México –dijo–, qué país de mierda. Nos vimos esa noche en Palermo. Él había elegido un restaurante que tenía una buena barra. Estuvimos un rato tomando y charlando. Ninguno de los dos comió nada. Le conté del jardín Tribilín y del Jardín de infantes ABC en Sonora, de Platanito y del tigre asesino. —México, qué país de mierda –volvió a decir él. Llegué a casa cerca de la tres de la mañana. Estaba borracho. Puse la televisión. Me hubiera gustado ver una película subtitulada donde maestras jardineras aburridas y mal pagas empezaban lenta, imperceptiblemente, a maltratar a los pibes. En mi película mental el gesto permitido una vez, y admitido como excepcional, se iba repitiendo hasta hacerse rutina. Una tarde todo explotaba y lenguas de fuego se comían las paredes y el techo se venía abajo sepultando a pupilos y docentes por igual mientras un tigre surgía de entre las llamas para cobrarse una tardía venganza, y un payaso entraba riéndose a carcajadas y luego se bajaba los pantalones y sin dejar de reírse mostraba su culo blanco y defecaba en el suelo incandescente. Pero no. Esa película no existía. Cambié de canal varias veces y a duras penas logré concentrarme un par de minutos en unos esquiadores 72
que, con escenario de montañas nevadas, se preparaban para largar una carrera. Dos voces en off conversaban en alemán. Me fui a dormir. Al otro día, cerca de las doce, volví a prender la televisión y en un noticiero mostraron primeros planos del Jardín Tribilín de San Isidro. El edificio de una planta aparecía vandalizado. La indignación había llevado a los vecinos a pintar puertas, ventanas y paredes. Las pintadas hechas en aerosol negro eran brutales. Pedidos de venganza y de cárcel, amenazas, insultos de todo tipo, algunos muy parecidos a los que había grabado el padre desconfiado. Uno me llamó especialmente la atención. Decía “enfermas mentales”. Nada más. “Enfermas mentales”. La caligrafía era desprolija como si hubiera sido hecha muy rápido y con esfuerzo por una persona que no había logrado completar su alfabetización.
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El Señor Electricidad
¿Quieren saber algo? La justicia no existe. ¿Quieren saber algo más? Todos dependemos de la electricidad. No hay excepciones. Sin electricidad se acaba el mundo. Ahora seguramente ustedes están pensando, dudando, tratando de encontrar la falla de este razonamiento. Y mientras lo hacen, millones de neuronas despiden pequeños impulsos eléctricos en sus cortezas cerebrales. Hay que admitirlo. La electricidad está en todas partes. Y sin electricidad, ni las cucarachas radioactivas del fin del mundo podrían seguir adelante. ¿Es tan irónico que en Matrix el Apocalipsis llegue para convertir a los hombres en pilas? Sí, bueno, la electricidad es una fuente de energía renovable. Pero mucha electricidad se genera con fuentes no renovables como el petróleo y sus derivados. Por eso, escuchen bien, cuando hayamos consumido todos los combustibles fósiles del mundo –lo cual será muy pronto– los autos se detendrán y las luces y pantallas se apagarán. Pero la electricidad seguirá ahí, 93
latiendo en la oscuridad, con todos sus cables listos. Ella sabe que podemos extraerla del viento, de la luz del sol, de las represas hidroeléctricas, de las centrales nucleares. Sabe que la necesitamos para no morir, para no dejar de ser quienes somos. O sea que sí, podemos vivir sin petróleo. Sí, podemos vivir sin carbón. Y sí, podemos vivir sin plantas nucleares. Pero lo que no podemos de ninguna manera es vivir sin electricidad. ¿Cómo sería nuestro pequeño mundo sin los miles de millones de kilovatios de electricidad doméstica que consumimos todos los días? Sería un planeta frío y oscuro. Un agujero negro. El ano de la galaxia. El esfínter de Dios. Y nosotros seríamos más pobres porque solamente podríamos trabajar de día. Y todos los trabajos se complicarían mucho más. Un edificio de oficinas moderno se volvería algo tenebroso, cerrado, una tumba. Sin ascensores, sin aire acondicionado, sin trenes eléctricos, tendríamos que abandonar las ciudades. Sin alumbrado público, como en la Edad Media, todos tendríamos miedo de salir después del anochecer. No podríamos comprar televisiones, ni teléfonos, ni computadoras, ni microondas. Ninguno de los productos que precisan de electricidad para ser fabricados o funcionar servirían. Una vez estuve en La Habana. No había electricidad. Una ciudad con millones de habitantes y parecía un pueblo abandonado de la Provincia de Buenos Aires. Sin electricidad tampoco tendríamos heladera ni cadena de frío. Comeríamos menos variado y alimentos de menor calidad. No tendríamos semáforos. No podríamos reproducir nuestra música. 94
Los supermercados no existirían. Nos enfermaríamos de aburrimiento. El escorbuto y otras viejas enfermedades volverían. El rock no podría seguir sonando. Los estadios solamente se usarían de día. La alfabetización se volvería más difícil. ¿Aguantaría la democracia sin electricidad? Lo dudo mucho. Y sí, sí, toda la cultura del entretenimiento contemporáneo que trabaja a base de electricidad se detendría. Las Vegas, dijo James Ballard, no es otra cosa que una lamparita gigante en el desierto. Y esa lamparita se apagaría. Así que tendríamos que salir a la calle. Seríamos más flacos, más primitivos, más violentos. En una mirada distópica, moriríamos por inútiles. En una mirada utópica, los débiles de carácter morirían pero nosotros, los sobrevivientes, seríamos mejores. Bueno, quizás no sean situaciones excluyentes. Había pensando bastante en eso y me iba a poner a escribir pero antes de sentarme, no sé por qué, llamé a Clara. Era sábado al mediodía. Clara estaba en su casa. —Hola, Clara –dije. —Hola –me respondió ella. La estática del teléfono transmitía la sensación del “ah, sos vos”. —Si es un mal momento te llamo más tarde. —No, está bien, ¿cómo andás? También había pensado en electricidad y dinero. Cuando el dinero se digitaliza se convierte en un impulso eléctrico. Los bancos mueven el dinero así. Una mesa de dinero en Chicago gira treinta millones de dólares al banco de Tokio. La bolsa de valores de Londres 95
transfiere setenta millones de euros a un banco privado en Zurich. Y nadie toca nada que no sean teclas como las que usamos nosotros en nuestras computadoras. Y pese a todo, los billetes son insustituibles. ¿Por qué? Me imaginé miles y miles de barras de oro en un subsuelo oscuro, rodeadas de un silencio perfecto. —¿Te acordás del video club de la otra cuadra? –me preguntó Clara. —Sí, sí, me acuerdo –respondí. Habíamos ido muchas veces juntos a alquilar películas en VHS a fines de los años 90. Y después, ya entrado el siglo XXI, habíamos alquilado series en DVDs. No había pasado tanto tiempo. —¿Cuándo fuimos por última vez? No pregunté por preguntar. Sentía una curiosidad genuina. —No sé, pero hace poco alquilé algo. Se hizo un silencio en la línea. Clara mentía sin necesidad. También había pensado en agua y electricidad. Mares eléctricos. Desperdicios radiactivos como bombas sin detonar. Peces plateados llenos de fluidos de alto voltaje atrapados en redes magnéticas. —Están vendiendo DVDs a diez pesos. ¿No te gustaría ir a ver? Le dije que pasaba a la tarde. Al final no pude escribir nada. Estuve haciendo tiempo y a las seis le toqué el timbre. El cielo se había nublado pero no hacía frío. Nos saludamos con un beso distante y hablamos de algunas cosas sueltas. Caminamos juntos. La había extrañado y era posible que ella a mí también.
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En la puerta del videoclub había un cartel escrito a mano que decía “¡Nos vamos! ¡Películas a diez pesos!” Adentro se veía gente revolviendo los anaqueles. —Jamás vi este local tan lleno –dijo Clara. Como era de esperarse había películas a diez pesos, pero también a cincuenta y a sesenta. No había nada a veinticinco pesos o a treinta. Pensé en esa leyenda que dice que en los desiertos del norte argentino se forman bolas gigantes de electricidad estática. ¿Era posible? La electricidad estática. El sistema nervioso. Grandes esferas de electricidad que no logran descargar a tierra su energía y queman el ganado y las cosechas y a la gente. Como el piso del video club era una alfombra de nylon, si tocabas alguna de las estructuras de metal negro donde se exhibían las películas, podías sentir un pellizco de estática. Clara era una esfera en el desierto. Yo era otra cosa. Una piedra, quizás. Un grupo de piedras. El barranco de una montaña polvorienta y triste. Me hice un lugar en una batea y comencé a mirar películas de terror. Me gustaban más las tapas que la idea de verlas. “¿Estarán vendiendo los VHS también?” escuché que preguntaba Clara. Pero no me preguntaba a mí. Pensé en el fondo del océano brillando. Pensé en anguilas eléctricas. En peces encendidos de colores hipnóticos. Peces azules, metalizados, verdes, violetas, amarillos, colores agresivos, estridentes. También me imaginé monos eléctricos gritando en una selva radioactiva. Las palmeras estarían iluminadas con luz blanca como los carteles de las autopistas. —Tendríamos que ir al zoológico –dije.
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Algún día también iba a ser el último día del zoológico. ¿Rematarían los leones, las jirafas, los elefantes, los hipopótamos, los kilos inservibles de comida balanceada? Clara miraba unas cajas amarillas de National Geographic sin mucho entusiasmo. Ella era una cebra, la última cebra del zoológico de mi neurosis. Yo cumplía horario como el cuidador que la espiaba con melancolía y nostalgia. Todas las demás jaulas se habían vaciado hacía muchísimo tiempo. —La verdad es que no me dan ganas de comprar nada –dijo. —A mí tampoco –respondí. —Todo parece viejo. Era peor que viejo. Era obsoleto. Partes de plástico, pedazos de metal, los restos de tecnologías que no habían llegado a durar ni un minuto en la historia de la evolución. Una sección del videoclub tenía documentales y música. Reconocí la cara de Al Jolson en El cantante de jazz. Pensé en guitarras eléctricas. Pensé en pianos eléctricos. Muddy Waters enchufaba su guitarra por primera vez. El Mississippi desbordaba. El agua negra fluía. Leo Fender creaba el instrumento en serie. La tradición de Dylan, Jimmy Hendrix, Jimmy Page, esa historia. Sí, el rock le debía todo a la electricidad. Dejamos a la gente revolviendo las cajas de DVDs y salimos sin comprar nada. —La semana pasada murió el Señor Electricidad –dijo Clara ya en la vereda. La miré, serio. —No me digas que no sabés... –agregó y abrió mucho los ojos.
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Pensé en un amplificador transmitiendo estática en una habitación cerrada. Clara se reprimía y eso le daba una mueca graciosa. Se tapó la boca con la mano y abajo de la mano había una sonrisa de sorpresa. —No, no sé –dije, disimulando el fastidio. —Era un vietnamita, sí, uno que pasaba electricidad por su cuerpo, como un mago –respondió Clara. —¿Pasaba electricidad por su cuerpo cómo? —No sé, trabajaba en la tele, murió electrocutado. No puedo creer que no sepas... Clara dejó escapar una risa. La divertía la situación y mi ignorancia. —Lo leí ayer, no, el jueves, ¿o ayer? Y, bueno, no sé, me acordé de vos. No dije nada. Clara se había puesto de buen humor. Pasamos por una verdulería iluminada con tubos fluorescentes que daban una luz metalizada. —Esperá que tengo que hacer unas compras. Esperé en la vereda mirando a la gente. El sábado a esa hora es un momento bastante especial. Se nota cierta distensión en el aire. Pero todos sabemos que ese portal dura muy poco abierto. Por ejemplo, ya había llegado la noche. Y el alumbrado público había empezado a teñir todo de un color ocre y reflejos naranjas. Las luces de los autos me encandilaban. Pasaron cinco minutos. Después cinco minutos más. Cuando el hombre colonice Marte, ¿también vamos a llevar nuestro consumo desaforado de electricidad con nosotros? Me imaginé las grandes ciudades marcianas iluminadas en los desiertos de color rojo. El hogar de miles de nuevos ricos brillando en contraste con un cielo opaco. Las ciudades mineras, unidas apenas por caminos sin asfalto, lejos de las bases de lanzamiento, 99
tendrán pequeños casinos decorados con neón, puentes de cemento verde, estaciones de servicio y taxis con choferes somnolientos. La atmósfera estará sucia, comunicarse por radio será imposible, ni las imágenes ni el sonido podrán viajar por el aire de Marte. Los fines de semana, los colonos irán a los videoclubs para alquilar viejas películas y comprar chocolates y golosinas sintéticas, y también para hablar ocasionalmente y con nostalgia de la Tierra. Clara salió con dos bolsas. Caminamos hasta la puerta de su casa. —¿Quéres subir? –me preguntó. Dudé. No pensé lo que iba a decir. Solamente salió. —¿Estabas enojada conmigo? —Sí, un poco –respondió. Se hizo un silencio. Ella cargaba con las bolsas. —Pero ahora que descubrí que no sabías que se murió el Señor Electricidad se me pasó. Sonrió, me dio un beso en la mejilla y entró en el hall del edificio. Volví a mi casa caminando. Cuando llegué, encontré en Internet la historia de Nguyen Van Hung, un vietnamita de Hanoi que se había hecho famoso como “El Señor Electricidad”. Parece que iba siempre a un programa de televisión que se llamaba Cosas extrañas de Vietnam. Ahí Nguyen Van Hung chupaba un cable conectado a 220 y hacía funcionar distintos electrodomésticos con los dedos. Por ejemplo, un pequeño ventilador o un equipo de audio. Irónicamente, había muerto electrocutado mientras arreglaba una bomba de agua descalzo. En la nota sin foto que encontré se decía que “El Señor Electricidad” no había invertido bien el dinero que había ganado 100
en el mundo del espectáculo y, empujado por las deudas, al momento de su muerte, vivía en una pagoda abandonada enseñando budismo a extranjeros. No era una pagoda tan mala si tenía electricidad... “Mucha gente dice que cuando se hizo vegetariano perdió la habilidad para resistir la corriente eléctrica” decía la nota. También agregaba que sus actos le habían borrado las huellas digitales, dejándolo sin identidad, como un fantasma que brilla en silencio al costado del camino.
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