Hora boliviana. Historias del país presente. #ANTOLOGÍADECRÓNICA

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Barrientos, Fernando (selección y prólogo) Hora boliviana 1.a Edición - La Paz, Bolivia: Editorial El Cuervo, 2015. 208 págs. ; 21 x 13 cm. - (Narrativa) ISBN: 978-99974-833-6-2

© Fernando Barrientos © Álex Ayala Ugarte, Liliana Carrillo V., Javier Badani Ruiz, Roberto Navia Gabriel, Rocío Lloret Céspedes, Amaru Villanueva Rance, Wilmer Urrelo Zárate, Santiago Espinoza A., Nicolás G. Recoaro, Fadrique Iglesias, Ricardo Bajo Herreras, Alexis Argüello Sandoval, Leonardo de la Torre Ávila, Cecilia Lanza Lobo. 1.a Edición Diseño de portada: www.lepopurri.com.ar (Leandro Escobar)

© Editorial El Cuervo, 2015 www.editorialelcuervo.com La Paz - Bolivia Depósito Legal: 4-1-2458-15 ISBN: 978-99974-833-6-2 Impreso en: Vogel Diseño y Producción Gráfica S.R.L. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o fotocopia, sin permiso previo del editor.


ÍNDICE

Prólogo. Mentar la patria Fernando Barrientos

La arquitectura esquizofrénica Álex Ayala Ugarte

Chipaya, el refugio de los primeros hombres Liliana Carrillo V.

Cazafantasmas bolivianos. Guías hacia el más allá Javier Badani Ruiz

Amarrados

Roberto Navia Gabriel

La soledad de los padres de Brayan Rocío Lloret Céspedes

Constelación Sacaba Amaru Villanueva Rance

¿Qué harían los pájaros en circunstancias similares? Wilmer Urrelo Zárate

Tu pirata no soy yo. Réquiem en primera persona para una casera de películas Santiago Espinoza A.

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Cholitas Marinas Nicolás G. Recoaro

Afilando los cuchillos del Carnicero de Lyon Fadrique Iglesias

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Última vez que hablas de Viloco

Ricardo Bajo Herreras 151

Barro seco en los zapatos de jueves y domingo Alexis Argüello Sandoval

Felix y Pamela

Leonardo de la Torre Ávila

San Jailón. ¿A quién rezan los narcos bolivianos?

157 167

Cecilia Lanza Lobo

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Sobre los autores

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PRÓLOGO Mentar la patria Fernando Barrientos

Zenón imagina una tortuga y alumbra una paradoja. La

circunferencia del orbe es un portento, una banda perpetua en la que el horizonte se mantiene siempre inalcanzable. Ese convencimiento, intuido o heredado, permitió la llegada de naves extranjeras a estas tierras. Varios siglos más tarde, Bergson nos aclaró que eso no sucede cuando se trata del tiempo. Casados con la literalidad de los sistemas de medida, los horizontes temporales son infinitesimales; por poco idénticos a los puntos de partida. ¿Persiguen, pues, los pueblos horizontes articulados en los términos de la geofísica o de la cronología? ¿Pueden acaso saber que han llegado a uno? • • •

Este es el nuevo país, ese que alguna vez estuvo en el horizonte. Un lugar congénito, ocupado por diferentes actores y banderas, erigido sobre palabras y discursos emergentes. Fueron tantas y tan distintas las voluntades que soñaron con su llegada, que terminaron provocándolo. Rompieron la inercia de varios siglos y fundieron, en una continuidad paralela, las memorias largas y cortas de mucha gente, su discurrir físico y temporal. Inventaron un nuevo 9


punto de partida, que no era horizonte, ni aspiración o proyecto; era presente. Quizás en un momento en el que ya se puede evaluar sus causas, genealogías y resultados, cabe preguntarse: ¿los efectos de tal acontecimiento afectan al territorio o apenas trastocan la cartografía? ¿Será que el paisaje se ha modificado o lo que ha cambiado es el modo en que miramos y habitamos nuestro espacio común? En esta renovada Bolivia –con significantes como Estado o nación visiblemente alterados, entre otras mutaciones semánticas– han permanecido, no obstante, los traumas, carencias, mitos, males y paradojas que nos constituyen como comunidad, y que no siempre nos unifican. Y acá estamos: un paisaje antiguo donde ahora el tiempo transcurre distinto. • • •

Tal

vez lo que este cambio hizo fue lanzarnos a una temporalidad presente. Si por siglos nos conjugamos en singular y pretérito imperfecto, hoy toca hablar con el vértigo del presente absoluto, plural y polisémico. Los historiadores y políticos, unos más limitados que los otros, plantearán el crepúsculo de un ciclo histórico o los albores de un renacimiento colectivo –según qué cristales, perspectivas y calendarios atiendan. Más de cerca, encontraremos viejos hitos reacomodados y las conclusiones sobre el porvenir en constante controversia; todas las temporalidades de nuestra siempre abigarrada cronología, que hasta hace poco transcurrían superpuestas, en mutua negación, subterráneas o a la deriva, fluyendo en sincronía durante este momento denso. Un presente con otro ritmo, más inmediato, veloz y elástico, quizás a causa de su exuberante producción simbólica, que se empecina 10


en remarcar que son otros tiempos. Una época de cambios, más allá de programas y políticas oficiales, en la que ya no es la misma ni la concepción de tiempo, ni la manera en que lo medimos. La hora de un nuevo país. • • •

Registrar lo que ahora vive esta tierra resulta arduo: ante

la suma de parcialidades y atomizaciones que constituyen nuestra idiosincrasia, todo intento por retratarlas será necesariamente sesgado, fragmentario e incompleto. Es el sino inapelable de cualquier representación de lo real: la tensión crítica entre “verdad” y “mentira”. Así, se ha intentado reunir en este libro algunas crónicas, reportajes o relatos sobre los hechos (el apelativo queda a gusto del lector) que traten temas bolivianos de actualidad. Es decir, textos que ya sea abordando la coyuntura, siguiendo constantes históricas o deteniéndose en lo mínimo, le tomaran el pulso al país presente. En estas 14 historias –que comparten la voluntad de despojarse del pudor de hablar en primera persona– aparecerán solo algunas variaciones de las innumerables formas en las que se manifiesta hoy lo boliviano: los colores chillones y las formas atrevidas de la arquitectura emergente de El Alto, símbolo de bonanza económica y de liberación cultural; una comunidad pre incaica, los chipayas, que enfrenta nuevos retos frente a la modernidad; una familia que brinda un servicio muy necesario: cazafanstasmas que expulsan a los espectros de su hogar; el recorrido de la VIII Marcha por la defensa del TIPNIS, punto de inflexión para el gobierno de Evo; la trágica muerte del niño Brayan Yanarico, hijo de una pareja de migrantes bolivianos en Sao Paolo, Brasil; una girl band de Quillacollo que no se hace problema en interpretar huayños y ser fans de One direction; un escritor 11


comparte su diario personal para relatarnos los bastidores de la filmación de una película con el peor de los finales; un cinéfilo y su casera pirata se dicen adiós, pero antes evalúan el estado de este gremio clandestino aún solicitado; un argentino visita esa playa boliviana en Perú que casi nadie conoce: Bolivia Mar; un hombre ya mayor que se mantiene vivo recordando su amistad con el prófugo nazi Klaus Barbie; como un escalofriante deja vu, la turbina del avión que transporta al equipo de The Strongest se apaga y todos tiemblan; en su semanal pesquisa por libros en la Feria 16 de julio de El Alto, un librero nos muestra una página de su ciudad; Félix, como muchos migrantes, ha retornado del exterior debido a la crisis, ahora le toca rehacer su vida como pueda; los narcos en Chapare ya no están desprotegidos, ahora tienen su santo, San Jailón. Los días que vivimos en peligro y los que vinieron después. Conjugaciones con el presente que funcionan como un brevísimo catálogo de las múltiples variaciones que caben en la identidad boliviana. Un muestrario de aquello que vemos por primera vez con estos ojos, pero también el fruto de ese pragmatismo caótico que define parte de nuestro carácter. Además de otros embrollos bien bolivianos. • • •

Espero que los lectores del futuro, más o menos lejano,

encuentren en este libro algunas pistas sobre los tiempos que viven, y puedan contrastarlos con los que nos tocó vivir a nosotros. Seguro tanto ellos como nosotros nos guiamos por aquel imperativo que ordena tratar de entender o conectar con la época que vivimos. Espero que allá, en ese país del futuro, divisen un horizonte donde todo sea posible.

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LA ARQUITECTURA ESQUIZOFRÉNICA Álex Ayala Ugarte

Lo

primero que le llama la atención a uno cuando sobrevuela la población boliviana de El Alto antes de aterrizar en su aeropuerto internacional son los más de 60 campanarios que hizo levantar el sacerdote alemán Sebastián Obermaier en los últimos 30 años. Se trata de construcciones un tanto extrañas que le han valido a Obermaier el apelativo de “Sebastián Torres”, de una interpretación arbitraria de los estilos germánico y bizantino con remedos del barroco mestizo y algunos aderezos propios de la cosmogonía andina. Para los alteños su funcionalidad es clara: son lo más parecido a un rascacielos en una urbe llena de viviendas bajitas y sirven para orientarse. Muchos tienen la pinta de un minarete antiguo y se han transformado en poco tiempo en un elemento más del paisaje. Cuando la aproximación es mayor, uno tropieza con un paraje frío, arisco y polvoriento. Con calles mal adoquinadas donde afloran los toldos azules, el comercio informal, los talleres mecánicos y los restaurantes improvisados. Con largas avenidas que se pierden en el infinito. Con enjambres de personas que miran al piso y se protegen –a más de 4.000 metros de altura– de un sol implacable, que no calienta pero quema, con la ayuda de portadocumentos 15


y de libros. Y con decenas de minivans que hacen las veces de vehículos para transporte público y acarrean pasajeros como si fueran ganado. Algunos llaman a El Alto la no ciudad porque no atiza desde el primer golpe de vista. Porque no está edulcorada por cientos de letreros luminosos, vitrinas tipo Quinta Avenida de Nueva York y grandes supermercados. Porque está invadida por vendedores ambulantes y perros que buscan entre la basura unos pocos huesos con los que engañar al hambre. Y porque su crecimiento es esencialmente horizontal: a lo largo y a lo ancho. Pero esta sensación de no ser se difumina en cuanto uno hace zoom in sobre la nueva arquitectura que hoy es santo y seña de los alteños. Entonces, llega el delirio: acabados con tonos fuertes, como fucsias, anaranjados o turquesas, cerámica esmaltada sazonando el exterior de algunas casas, vidrios reflectantes, salones de fiestas que, según el arquitecto Carlos Villagómez, enloquecerían a Fellini si siguiera vivo –“aquí, el cineasta no habría tenido necesidad de armar sus locas escenografías. Las tendría listas”, indica–. Y también, chalets que emergen como si fueran un espejismo sobre edificios de cinco plantas. Que probablemente serían criticados con dureza en cualquier gran estudio de diseño europeo. Y que en Bolivia son sinónimo de bienestar y bonanza.

La ciudad como obra de arte

Si

la esquizofrenia fuera un estilo arquitectónico y no un trastorno mental, seguramente tendría su máxima expresión aquí, en El Alto, donde ejemplos de arquitectura rara –e inclasificable a veces– hay hasta el aburrimiento: un edificio con las entrañas vacías, todavía en construcción, con una enorme puerta de madera pero sin timbre, en cuya 16


cima se alza una mansión verde agua que está habitada y de donde cuelga ropa recién lavada; un local de eventos cuya fachada es la cara de un Transformers; un torreón que parece sacado de algún cuento de Las mil y una noches; o paredes que se convierten en murales al aire libre en los que un big-bang de color lo impregna todo de punta a punta. Carlos Villagómez ha bautizado estas nuevas manifestaciones como arquitectura “cohetillo”. “El nombre no es mío. Lo inventó un cliente que me solicitó que le hiciera algo explosivo –explica–. Todo tiene una razón de ser. Aquí, en cualquier festejo, es muy común el estallido, el uso de petardos, mixturas (confetis) y serpentinas. Y lo que él me pidió fue justamente eso, que le diseñara algo con mucho ruido visual. A mí me gusta observar la ciudad como si estuviera frente a una obra de arte. Y pienso que estas construcciones que ahora nos cautivan son un reflejo de lo nuestro, de lo popular, y además, un alejamiento, aunque no del todo, de los patrones más clásicos. Nosotros, los arquitectos tradicionales, somos unos copiones. Yo por lo menos me considero un copión. En El Alto, en cambio, hay una ruptura y una nueva manera de hacer las cosas”. Algunos de los edificios y casas más estridentes de esta ciudad, la más joven de Bolivia, guardan cierta relación con la mirada de Roberto Mamani Mamani, quien –salvando las distancias– es algo así como el Fernando Botero boliviano. A Botero se lo conoce mundialmente por sus esculturas, por sus “gordas”. A Mamani Mamani, por sus pinturas tremendamente chillonas; y por una lectura muy particular del universo indígena –del aymara, más concretamente– en la que lo mágico y lo real se mezclan. “Los ‘occidentales’ nos han quitado nuestros nombres y apellidos y han querido que perdamos el color de lo que somos; por eso se percibe al mundo andino como algo gris, 17


ocre, melancólico –le comentó el artista en una ocasión a una revista–. Tenemos que redescubrirnos a nosotros mismos, mirar tierra adentro. Las fiestas en el Altiplano son muy coloridas. Y yo he intentado rescatar estos colores del aymara a través de mis trabajos. Por eso, alguna vez se dijo que Mamani Mamani le puso el color a los Andes”. En El Alto, son bastante habituales las tonalidades fuertes que tanto le gustan a este artista y que se distinguen fácilmente desde lejos, como las manchas en una camisa recién estrenada. Y algunos de los símbolos que el pintor emplea en sus creaciones, como la cruz andina, el inti (sol) o el Illimani, montaña emblema del Altiplano, también se reproducen en uno y otro lado como una plaga bíblica. Sobre todo, porque aquí la aventura de construir va mucho más allá del hecho de colocar ladrillo tras ladrillo. Porque se entiende como un ejercicio de identidad, como una recuperación de las raíces. En el hogar del comerciante Adolfo Limachi, ubicado en la zona de Villa Alemania, una de las más céntricas de El Alto, todo, absolutamente todo, tiene que ver con la historia de su familia. Los colores –amarillo y azul– los escogieron porque son miembros de una fraternidad folklórica que también los utiliza. En la fachada, pintaron una barca de totora porque Adolfo proviene de un pueblito del lago Titicaca, una maravilla natural que funge de frontera entre Perú y Bolivia. También, peces porque su mujer es piscis. Y gotas de agua porque la lluvia es considerada un buen augurio. “Y porque siempre que hemos celebrado por algo importante nos ha llovido”, dice Limachi.

La fertilidad de los edificios

Aunque

no todas las nuevas construcciones tratan de marcar tendencia o apuntan al lujo o a la a extravagancia –y 18


más bien son las menos las que lo hacen–, cada recorrido por la ciudad renueva la capacidad de sorpresa. En una esquina, te puedes topar con un edificio compacto que se asemeja a una caja de cerveza; en una vía colindante, con la copia de un diamante, en relieve, sobre las ventanas. Y en otra no muy lejos de allí, con cabezas de cóndor, un ave que aquí es casi tan venerada como la milenaria hoja de coca. “Yo, cada vez que doy un paseo por acá, me pregunto si las estructuras que aún están a medias responderán a mis expectativas –dice el arquitecto Randolph Cárdenas, autor del libro Arquitecturas emergentes en El Alto–. Y casi siempre las satisfacen. Para mí, la revolución ha llegado gracias al empleo de mejores materiales, como el aluminio o el hormigón armado. Y me parece que se están haciendo cosas fascinantes”. Para Cárdenas –que en su investigación ha tomado en cuenta que El Alto está poblado por una gran cantidad de migrantes rurales1–, la evolución de la arquitectura alteña tiene mucho que ver con la conexión campo-ciudad. “El patio, que antes se hallaba sobre el terreno, se sitúa ahora a veces en la parte superior por falta de espacio. Y también, la casa, el famoso chalet encima del edificio, que es una representación del penthouse exquisita –analiza–. Ocurre algo parecido cuando hablamos en términos de funcionalidad. En el campo, el terreno tiene un rol muy específico: significa producción y la producción, plata, dinero. Y en El Alto se intenta que sea la nueva construcción la que genere dividendos”. Antes se buscaba la fertilidad de la tierra; ahora, la del edificio. 1 La primera migración importante a la ciudad de El Alto se dio en 1932, tras la Guerra del Chaco; la segunda, tras la Revolución de abril de 1952, que pretendía un mejor reparto de la riqueza; y la tercera, en 1985, tras el despido de miles de mineros debido a la caída del precio mundial de buena parte de las materias primas que exportaba Bolivia.

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Por eso, en muchas de sus plantas inferiores suele haber galerías comerciales, micro-cines que exhiben películas piratas, farmacias y boutiques que ofrecen sombreros tipo hongo, polleras y otras prendas que forman parte de la vestimenta de muchas mujeres en el Altiplano. Y en las intermedias, salones de fiestas, almacenes, oficinas o departamentos en alquiler. Se aprovecha casi siempre el metro al cuadrado hasta el milímetro. Sobre todo, porque levantar una construcción con estas características cuesta a veces un millón de dólares, el equivalente a más de 6.000 salarios mínimos de Bolivia. Para que la nueva estructura no se caiga, según el albañil Rufino Chambi, es común que antes de que comience la obra gruesa se haga una mesa. Es decir, una ofrenda ritual a la Pachamama, a la Madre Tierra. La mesa es un amasijo de ingredientes disímiles: por lo general, coca, lanas de tonalidades vivas, flores, dulces y cigarrillos. “La quemamos para pagar por la cicatriz con la que se castiga al suelo y la enterramos”, comenta Rufino ocultando sus facciones y su tez oscura bajo una capucha. Y cada vez que se concluye un piso, se realiza la challa, que consiste en regar con abundante cerveza, alcohol puro y vino cada rincón visible. “Es costumbre, además, que el dueño invite buena comida a los peones. Y bajo los cimientos solemos colocar una pequeña llama o un feto de llama o de otro animalito. Pero, cuando se trata de algo grande, la llama ya no sirve tanto, y el sacrificio tiene que ser humano. Esto es real: yo lo he vivido. En una ocasión, le invitamos a almorzar a un muchachito indigente, lo emborrachamos y, cuando estaba medio insconciente, le echamos cemento por encima”. “Si no se hace todo así, paso por paso, según nuestra creencia, algo feo sucede en algún momento. Yo he visto morir a dos hombres porque no pagamos bien a la 20


Pachamama. Uno de ellos cayó de muy arriba, se incorporó, dio unos pasos cortos y se derrumbó sin que pudiéramos hacer nada para salvarlo. Y el otro simplemente reventó”.

El amanecer de los nuevos ricos

En

el libro Arquitectura andina de Bolivia, que hace hincapié en el resultado final –en la obra de vanguardia–, la historiadora Elisabetta Andreoli y la artista Ligia D’Andrea recogen algunos de los ejemplos más visibles de las nuevas corrientes que poco a poco se están adueñando de la mancha urbana alteña; y nos hacen notar que muchas de estas edificaciones que marcan la pauta vienen de la mano de Freddy Mamani Silvestre, un exalbañil reconvertido en ingeniero y constructor que tiene alrededor de una veintena de proyectos de este tipo en ejecución y más de 60 concluidos. Recientemente, Mamani declaró a una radio local que, cada vez que le hacen un encargo, al menos combina ocho colores. Enumeró entre sus clientes a transportistas y mineros. Y comentó que una de sus influencias son los tejidos populares, repletos de simbología indígena. Otros buscan inspiración en las tradiciones y el patrimonio oral. Y algunos, hasta en el lejano Oriente. A Betty Nina y a su marido, por ejemplo, les gustaban tanto las casas estilo nipón –con el acabado en punta– que decidieron pedir un crédito para hacer levantar una. Lo hicieron siguiendo las últimas tendencias: sobre la última planta de un edificio robusto. “Nos dijeron que no lo planteáramos así, que pareceríamos iglesia. Pero eso no nos desanimó. Y ahora este espacio nos encanta. Capta muy bien la luz”, presume Nina. Nina viste una visera vieja, una chompa que ha vivido cientos de batallas y un pantalón de deporte con el que se siente cómoda. Maneja un negocio de repuestos para autos 21


en los bajos de su edificio. Allí, habita una oficina diminuta en la que todo está desordenado: papeles arrugados, cables contorneándose por los rincones como si fueran víboras, un plato vacío sobre una mesa. Y se sienta en una banqueta que parece más la de un colegio humilde que la de un próspero establecimiento. Cualquiera podría pensar que salen adelante apenas. Pero en El Alto nada suele ser lo que parece a primera vista. “Arriba –me cuenta Nina– tenemos piscina, césped, sauna, jacuzzi y cuarto de juegos para mis hijos. Nos lo hemos podido permitir porque mi esposo viaja una vez al año a Japón a traer los recambios para coches y eso ha generado un buen capital. Y todo esto (se refiere al local de repuestos) lo alquilaremos dentro de poco a alguna empresa”. No está nada mal para una urbe en la que solo el 2,9 por ciento de la población disfruta de un empleo fijo; y en la que cerca del 20 por ciento no tiene aún agua potable. El chalet-negocio-edificio de Nina se encuentra en la zona 16 de Julio, un lugar donde los jueves y los domingos se instala una de las ferias más grandes de América Latina, una especie de zoco inmenso, con más de 10.000 puestos de venta, que mueve dos millones de dólares al día y donde uno puede hallar de todo: tapones de botella usados, fusiles Mauser de la Guerra del Chaco –que enfrentó a Paraguay y Bolivia en los años 30–, muebles, antiguallas y también, un amplio abanico de utensilios robados. En este punto de El Alto, uno de los más visitados, se han forjado algunas de las grandes fortunas de la que ha sido denominada como “nueva burguesía boliviana”, una burguesía que ha logrado hacer realidad su “sueño americano” sin salir de casa gracias a la compra y venta de diferentes mercaderías –desde arena hasta

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electrodomésticos–, al empuje del contrabando y a actividades como el traslado de carga pesada y pasajeros. En la feria, un maniquí retocado toscamente con pintalabios puede ser la piedra fundamental de un futuro emporio. Y un tipo con sandalias y gafas de sol que ofrece teléfonos móviles, el candidato ideal para convertirse, si tiene suerte, en un nuevo rico.

La casa como un elemento vivo

El

nuevo rico, según el arquitecto David Vila, “busca prestigio”. “El prestigio acá viene dado por tres componentes fundamentales: auto, casa y fiesta”. Y la casa y la fiesta, a menudo, van unidos. Al menos, en El Alto, donde los salones de eventos –uno de los pilares de la nueva arquitectura– se expanden tanto por el centro como por la periferia. En ellos, la firma de los dueños es una constante. “Siempre tratan de destacar añadiendo algún detalle propio a la construcción, de imponer su criterio frente al del profesional porque quieren considerarse únicos –sostiene Vila–. Algunos te traen una foto de otro sitio y te dicen: quiero algo como estito, pero mejor”. Esa intervención se traduce a veces en una exageración: proliferan los espejos monumentales y los adornos llamativos; y se da poca importancia al baño o al ascensor porque roban metros “útiles”. En los salones de fiestas, tienen lugar bodas, bautizos, comuniones y también prestes. Los prestes son celebraciones en honor a santos, vírgenes y cristos en las que casi nunca se escatima en gastos, en las que la moneda de cambio habitual son el mejor trago y la buena música; y que suelen tener una extensión en las avenidas más cercanas. 23


Cuando esto ocurre, las aceras se transforman en un meódromo popular y decenas de danzantes con trajes típicos cortan las calles acompañados de mujeres que menean las caderas de un lado para otro –sin parar–, y que cargan a veces miles de dólares en joyas y mantillas. Y, en ocasiones los festejos se organizan para bailarle a un edificio. Porque para ellos la casa es vista como una persona más, como elemento vivo. Lo más insólito que ha visto David Vila en este sentido ha sido una extravagante fachada decorada con los retratos de los propietarios a gran escala –casa y habitantes fundidos en una misma superficie plana–. Cuando se mueran, supone el arquitecto, los rostros quedarán ahí, como si formaran parte de una gigantesca lápida. Y dentro de 100 años, muy probablemente, serán pocos los que logren recordar a quiénes homenajeaban.

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CHIPAYA, EL REFUGIO DE LOS PRIMEROS HOMBRES Liliana Carrillo V.

Pueden

pasar horas antes de ver vestigios de algo que pudiera llamarse humano: abandonados putukus de adobe; llamas y ovejas con lanitas de colores pastando libres en ese altiplano inacabable. En el pueblo no hay gente, ni ruidos ni puertas abiertas. La decadente iglesia en el centro, y las casas de adobe a su alrededor parecen sobrevivientes de alguna catástrofe antigua. Silencio, tierra y viento: sólo eso. ¿Cómo lo explico? Chipaya no parece un lugar de este país, ni siquiera un lugar de este mundo. Es un espacio sin tiempo, un secreto, un escondite. —Los abuelos, los primeros hombres que eran uru chipayas, hasta aquí han llegado… escapando. —¿Escapando de qué, de quién? —De los aymaras. Tenían que escapar. Sino, como a los urus nos habría pasado. Los urus del Poopó con los aymaras han hecho aplastar sus palabras. Ellos se han olvidado hablar y han aprendido aymara, quechua. Sólo aquí, en Chipaya, las palabras no se han olvidado. Francisco Lázaro Quispe repite una historia antigua, una de las varias que construyen el alma íntima de los chipayas. Hay más. Asentados a orillas del río Lauca, en la provincia Atahuallpa, a 280 kilómetros al suroeste de Oruro, los 26


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