TERCERA ÉPOCA | Número. 35

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Dimitris Yeros y Gabriel García Márquez

Por Jorge Ruiz Dueñas

Fotografía:
Dimitris Yeros

Imágenes para la desmemoria

Cuando un día, de sus cien años de soledad, una peste «que causaba amnesia atacó a los habitantes de Macondo —narra Alberto Manguel, evocando al Gabo—, éstos se dieron cuenta de que el conocimiento del mundo empezaba a escapárseles, y podían olvidar qué era una vaca, qué era un árbol, qué era una casa. El antídoto, descubrieron, radicaba en las palabras. A fin de recordar qué significaba para ellos su mundo, escribieron letreros y los colgaron de las bestias y los objetos: “Esto es un árbol”, “Esto es una casa”, “Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche”»

Parece que hace buen tiempo para releer a Gabriel García Márquez, porque recuperar la memoria es recordar, del latín re-cordis: volver a pasar las cosas por el corazón, sitio cálido, pulsante y vivo, donde los greco-romanos guardaban el maravilloso mundo que ahora heredamos.

Tina Morrison nos los dice de manera clara y precisa: “La literatura nos protege del espanto de las cosas sin nombre”.

Para ello, en este número circulante, las palabras de Jorge Ruiz Dueñas nos acercan a las imágenes del fotógrafo griego, Dimitris Yeros, quien revela escenas de una intimidad amiga, asequible... “No sin asombro —nos comenta el autor de Saravá— descubrimos un semblante afable de García Márquez en las imágenes captadas por Dimitris Yeros, como un último rostro y encontramos al ser humano amigable y peculiar en su casa de la calle de Fuego de la Ciudad de México o frente al mar de Cartagena de Indias”. ¡Enhorabuena!

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Coordinadora de El Vigía Digital

Sandra Ibarra Anaya

Editor PALABRA

Rael Salvador

Corrector

Manuel Quintero

Diseño Editorial

Arturo Corpus

Fotografía

Dimitris Yeros y Gabriel García Márquez / Jorge Ruiz Dueñas

págs. 3 a 6

Relámpagos del Gabo / Eduardo Cruz Vázquez pág. 7

Los sopores de Macondo, Ensenada y Loreto / Iliana Hernández

págs. 8 y 9

Literatura y Streaming / Carlos Velázquez pág. 10

El desnudamiento de papel: nueva tecnología / Sergio Gómez Montero pág. 11 Van Gogh: el arte y la vida / Rael Salvador págs. 12 y 13

Sociedad del miedo y advenimiento de la esperanza / Fernando Mancillas Treviño págs. 14 y 15

Sanando el pensamiento: La revolución terapéutica de Friedrich Nietzsche en la obra de Jonathan Daudey / Eric Rodríguez Ochoa págs. 16 y 17 Las ruinas como lecciones por aprender, como hábitos por practicar / Gabriel Trujillo Muñoz págs. 18 a 21

Rebauticemos las estrellas / Lídia Jorge págs. 22 y 23

En plan de retiro (Parte VII) / Enrique Botello pág. 24

Palabra no responde a colaboraciones no solicitadas ni asume como propias las opiniones de sus columnistas y comentaristas. La opinión de la revista literaria se encuentra reflejada en su editorial.

Todas las imágenes y fotografías que aparecen en la presente edición son utilizadas con fines informativos. El equipo editorial se ha dado a la tarea de indagar los derechos de autor correspondientes o su procedencia, consciente de su obligada autoría. En caso de omitir algún crédito, ofrecemos una disculpa y agradeceremos la información brindada para incluirlo en una posterior edición.

raelart@hotmail.com

Enrique Botello

Colaboradores

Carlos Mongar, Sergio Gómez Montero, Gabriel Trujillo Muñoz, Federico Campbell (†), Daniel Salinas Basave, Leobardo Sarabia, Santiago M. Zarria, Manuel Quintero, Enrique Botello, Héctor García M., Óscar Ángeles Reyes, Fernando Mancillas, Iliana Hernández, Ruth Gámez, Herandy Rojas, Carlos-Blas Galindo, Alberto Manguel, Jeanette Sánchez, Martín Caparrós, Alfonso Lorenzana, Eduardo Cruz Vázquez, Eric Rodríguez Ochoa, Juan Arnau, Jorge Ruiz Dueñas, Carlos Velázquez, Jazmín Félix, Lídia Jorge y Dimitris Yeros.

Corresponsales en el extranjero

Ferdinando Scianna (Italia); Cony Mollet-Sigüenza (Francia); Ramón Ángel Acevedo, “Rakar” (Chile); Patrick Liotta (Argentina); Héctor García Mejía (Los Ángeles).

Corresponsal en Tijuana

Enrique A. Velasco Santana

Av. López Mateos, No. 1875. Ensenada, B. C. México.

Teléfonos para publicidad: 120.55.55, extensión 1023.

Dimitris Yeros y Gabriel García Márquez

Artista polifacético e imprescindible en la escena cultural griega y europea de su generación: además de fotógrafo

Photographing Gabriel García Márquez, editorial Kerber Verlag, Berlín, 2015—, creador plástico, “videoasta”, documentalista del drama migratorio entre tantas otras actividades

Por Jorge Ruiz Dueñas Poeta y narrador. Premio Nacional de Periodismo en divulgación cultural 1992, otorgado por el Gobierno de la República. Premio Xavier Villaurrutia 1997 por Habitaré tu nombre y Saravá jorgeruizdueñas@prodigy.net.mx

“El lente es una poderosa prolongación del ojo y, sin embargo, lo que nos muestra la fotografía […] es algo que no vio el ojo o que no pudo retener la memoria. Imaginar, componer y crear son verbos colindantes”, afirmó Octavio Paz en Sombras de obras. Esto es lo que presentó la Galería Pablo Goebel Fine Arts espacio señero en la difusión artística de la Ciudad de México con la muestra fotográfica: Evidencias de percepción

Allí la profundidad de campo deambuló por temas que pueblan la imaginación, pero también están en el mundo. La semiótica de cada obra conlleva la sensibilidad del artista, su reflexión ante la mirada de lo real o lo aparente y, en algunos casos, la voluntad de crear otro mensaje y acaso desvelar lo resguardado por la piel del mundo. Quizá se trata de virtualidades esenciales iniciadas en el espejo, pero con una gramática diversa, como insinúa Joan Fontcuberta. Sin embargo, en el caso del arte de la imagen devoradora de las almas según temían algunas culturas ancestrales , del daguerrotipo de 1839 a la captura digital en la era de los algoritmos de la Galaxia Lumière, hay no solo saltos de tiempo, sino procesos alternos para interpretar, crear y recrear. La gelatina de plata, las emulsiones, la captura de datos en el intrincado sistema binario y las impresiones propias de las tecnologías de hoy, son formas de revelar, en todos los sentidos, que la verdad es múltiple. Dos horizontes creativos de un elongado presente, dos soles para un mismo planeta en transición constante. Pero cada uno tiene su propio universo de discurso, sinapsis únicas e intransferibles, porque el Polifemo personal trasmite su urgencia por la generación de un dominio propio que se pasea desde la literalidad más elemental hasta el replegado código de valores no declarados, si bien, vivos en las nuevas representaciones creadas a semejanza de la memoria disolvente. Por ello, el resultado de la fotografía es dialógico, como todo arte. Una es la estética detrás de la cámara, otra la del observador activo. Ambas se asoman por un vano y se maravillan con el prodigio de la luz.

Para inmiscuirse anecdóticamente en la afinidad y correspondencia de las artes, quizá sea oportuno recordar que el más enigmático e intenso de los poetas de la modernidad, Arthur Rimbaud, alrededor de sus diecisiete años también se adentró en el oficio del registro gráfico y lustros después obtuvo un costoso equipo usado en el Cuerno de África con fines profesionales. Fue entonces cuando verdaderamente inició su temporada en el infierno.

Es probable que una de las virtudes más inmediatas de la creación fotográfica sea exorcizar el olvido, pero el arte de la memoria también es un espacio interpretativo donde se registra la otredad. Porque hay vida antes de la muerte, no se trata solo de reproducir. Sino

de desbastar la epidermis del otro hasta la médula de su irrepetible personalidad. Eso hace Dimitris Yeros, un artista polifacético e imprescindible en la escena cultural griega y europea de su generación: además de fotógrafo, creador plástico, “videoasta”, documentalista del drama migratorio y la diversidad sexual, “performancero”, artista corporal y postal, e incisivo escritor como son los double gifted de las artes visuales a los que hace referencia Kathleen G. Hjerter, desde William Blake hasta nuestros días. Muchas de sus obras tocadas por el surrealismo o el surgimiento de nuevas dimensiones de la piel desnuda, están esparcidas en galerías y museos públicos y en colecciones privadas de varios continentes. Yeros ha presentado alrededor de 58 exposiciones individuales y participado en diversas bienales y

trienales alrededor del mundo. Además, cuenta con una bibliografía amplísima sobre su obra fotográfica en diversas técnicas y, una vez más, también encontramos en él la poesía como ganzúa, en particular la del gran Constantino Cavafis —a quien Marguerite Yourcenar consideró “[…] el más nutrido […] por la sustancia inagotable del pasado”—, en este caso renovado por el fotógrafo con imágenes fluidas como olas sobre la arena de Ítaca. Entre los 13 libros de Dimitris Yeros, su obra en homenaje a nuestro común amigo Photographing Gabriel García Márquez (Kerber Verlag, Berlín, 2015) con un prefacio de Edward Lucie-Smith, de la que algunas imágenes que la conforman colgaban emblemáticamente en la galería Pablo Goebel Fine Arts, ha sido el principio de nuestra conversación intermitente.

Para quienes tuvimos el privilegio del afecto de Gabriel ha sido muy conmovedor advertir cómo Dimitris encontró en la mirada del Nobel, con la nitidez del renacido, al hombre de Aracataca. Así, esa fotografía nostálgica sobre la mesa donde fue preservada su mirada infantil custodiada por simbólicas rosas amarillas según el estilo afectuoso de las abuelas latinoamericanas. Si la fotografía es una interpretación del mundo, también lo es de sus personajes en tránsito por senderos lumínicos. No sin asombro descubrimos un semblante afable de García Márquez en las imágenes captadas por Dimitris Yeros, como un último rostro —parodio el título de su hermano Álvaro Mutis en referencia al relato sobre el Libertador—, y encontramos al ser humano amigable y peculiar en su casa de la calle de Fuego

Gabriel García Márquez y Dimitris Yeros.

de la Ciudad de México o frente al mar de Cartagena de Indias, donde quedó en su residencia de verano una pintura de Dimitris, si bien, pedida por Gabriel, seguramente elegida por Mercedes. Esto sucedía cuando el IV Congreso Internacional de la Lengua Española (2007) le rindió un inusitado homenaje por su literatura. Pero Yeros no se conformó con encontrar al hombre de jeans y botines en la mayor de sus intimidades, armado con marcadores en el bolso de la camisa y gestos íntimos y, por ello, verdaderos, al cruzar el cielo una aeronave que despertaba, como sabemos, los más recónditos temores terrenales del cataquero solo aliviados por la presencia de los pescaditos de oro. Lo cierto es que Dimitris Yeros, este griego de todas las eras y lugares, cámara en ristre, también describió con su pluma las vivencias de un ser entrañable dotado de bondad y asombro, inseguro ante el posible hurto de su alma

“El resultado de la fotografía es dialógico, como todo arte. Una es la estética detrás de la cámara, otra la del observador activo. Ambas se asoman por un vano y se maravillan con el prodigio de la luz”

por la letal lente de perpetuación al hurgar su cuerpo, cuál si estuviese ante el pelotón de fusilamiento del coronel Aureliano Buendía y, simultáneamente, abrumado por la existencia del hielo en el verdor del trópico. Y todo ese sigilo y magia, parece mentira, se guardó en esa caja de misterios situada en el recinto de la exposición, donde el artista heleno depositó el libro y las imágenes autografiadas, como una cápsula de tiempo donde se atesora un pasado cargado de futuro. Hace unas semanas, la noche del 4 de septiembre, cuando se inauguró esta exposición era ya de madrugada en la isla de Lesbos, y Dimitris abría los ojos en los aposentos de su casa de verano a la carga resplandeciente del sol mediterráneo. Él sabía entonces que, en ese preciso momento de comunión nos encontrábamos en el jardín de la memoria todos quienes admirábamos su obra, en una intangible percepción compartida.

Fotos: Dimitris Yeros

Dimitris Yeros

Dimitris Yeros ha tenido 58 exposiciones de manera individual en Grecia y en el extranjero: en Köln, Düselldorf, Nueva York, Kassel, Strasbourg (Hotel De Ville), Oxford (Universidad de Oxford), Darmstadt, Indiana (Ball State Art Gallery), Heidelberg, Nicosia, Milán, Bochum (Museo Bochum), Berlín, Wuppertal, Michigan (Museo Kelsey), Mannheim, Ciudad de México, Taipéi, Museo de Arte Moderno de Barranquilla-Colombia y otras ciudades, también ha participado en muchas exposiciones colectivas, bienales y trienales alrededor del mundo.

Su trabajo ha sido publicado en la colección The Sparkling Bathtub (Kastaniotis, 1976); la fotoserie Fotopoema (Phyllo, 1977); El libro Yeros con un texto de Yannis Patilis (Phorkys, 1984); Dimitris Yeros, un libro-catálogo de sus trabajos (Museo Bochum, 1986); D. Yeros, un libro de 160 páginas con un ensayo de Pr. Chr. Christou (Prefectura de Biotia, 1998); Teoría del desnudo, con un prólogo de Peter Weiermair (Planodion, 1998), Periorasis, con un prefacio de Michel Déon y prólogo de P. Devin (Phyllo, 1999), Para una definición del desnudo, con un prólogo de P. Weiermair (Phyllo, 2000), D. Yeros con un ensayo de John Wood (Ermoupolia-Grecia 2001). Yeros-Caravouzis con un ensayo de Athena Schina, Grecia 2008. En 2011 publicó el libro “Sombras de amor”, inspirado en los poemas de C. P. Cavafy con un prefacio de Edward Albee y prólogo de John Wood, Insight Edi-

tions-California, libro incluido en la lista de los diez mejores del 2011, seleccionado por la American Library Association. Fotografiar a Gabriel García Márquez, con un prólogo de Edward Lucie-Smith y Kerber Verlag, Berlín en 2015. Su libro más reciente Otro Narciso, creado en colaboración con el gran dramaturgo Edward Albee y acompañado con un ensayo de John Wood, de Ediciones Fyllo, Atenas en 2016.

Numerosa obra de Dimitris Yeros puede encontrarse en colecciones privadas, galerías nacionales y museos alrededor del mundo como el Tate Britain, Centro Internacional de Fotografía de Nueva York, Maison Européenne de la Photographie-Paris, National Portrait Gallery-London, The British Museum-London, Museum Bochum-Germany, Tama Art Museum-Tokyo-Japan, The Montreal Museum of Fine Arts-Canada, National Gallery-Greece, Museum of International Contemporary Graphic Art-Norway, Musée d’Art Contemporain of Chamalières, New Hampshire Institute of Art, Harry Ransom Center-Austin Texas, The Leslie-Lohman Museum-New York, The Joseph M. Cohen Family Collection-New York, Fondazione Benetton-Italy, Museo de Arte Moderno de Barranquilla-Colombia y otros.

Colabora, entre otros, con el Throckmorton Fine Arts de Nueva York, la Galería Holden Luntz en Palm Beach, California, y con la asociación cultural Pablo Goebel Fine Arts en México.

ESTAR NEPANTLA

Relámpagos del Gabo

LPor Eduardo Cruz Vázquez Periodista, gestor cultural, ex diplomático cultural, formador de emprendedores culturales y ante todo arqueólogo del sector cultural angol97@yahoo.com.mx

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o vimos. Resulta que el embajador Luis Ortiz Monasterio y su esposa Guadalupe Padilla gozaron de la amistad del matrimonio García Márquez-Barcha. Un día nos invitaron a un almuerzo de los que solían convocar regularmente en su casa ubicada en el Camino al Desierto de los Leones, llenos de gente brillante. Una excelsa construcción colonial, repleta de plantas y flores gracias a la dedicación que Lupita siempre ha puesto a sus jardines, a la decoración interior y a la gastronomía, especializada, justamente, en crear platillos elaborados con flores.

De común pasa, hay sucesos que ocurren rápido, como después de tres lustros, ese momento me vuelve como relámpago. No me pregunten de qué conversamos con el periodista Gabriel en esos minutos acompañado por mi entonces esposa Rocío, quizá 2008 ó 2009. Tengo fijado a un hombre bien plantado, sonriente, con un whisky en la mano, afable. Quizá fueron segundos en los que, pasmados, supimos lo que era estar frente a tan descomunal personaje, sin poder conservar una fotografía (ante la impericia vale decir que no eran comunes los celulares con cámara), un libro firmado, un tema para presumir por siempre del encuentro.

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El relámpago me indica que nos hicimos del libro, ya que la posibilidad de asistir a algún evento donde el Gabo García Márquez pudiera obsequiarnos el autógrafo era un imposible. Algo es algo. Un buen día, la célebre fotógrafa Indira Restrepo, quien colaboraba en la Embajada de México realizando la cobertura de nuestras actividades culturales, nos dijo que vería al maestro en su casa de San Ángel, en la Ciudad de México. Acordamos que se llevaría dos títulos, Vivir para contarla y Cien años de soledad, rogándole dedicarle ambos tomos a nuestra hija Mariana. Se nos hizo.

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Vaya pueblo. Tras un larguísimo y atropellado proceso, el caso es que, en 2007, tras dos años del regreso de Colombia, se inauguró el Ágora del artista Hugo Zapata, en el Camellón de Los Almendros, en Aracataca, obra que conectaría la tierra macondiana con la Comala de Juan Rulfo. La confabulación creativa había iniciado en 2003, de la mano de la empresa Cementos Mexicanos (Cemex) y de la prestigiosa Galería Sextante, dado que la intervención del mítico lugar literario, se concibió a su vez para aunar el talento del célebre escultor con la variedad y calidad de los concretos que la empresa donaría. Buscábamos, en esos años, darle aires frescos a la ardiente tierra de Macondo.

Cosas del marketing. Vivir para contarla, entró al mercado en octubre de 2002. En esos años del naciente siglo vivíamos en Bogotá. Semanas antes comenzó la venta de una edición pirata en las calles de la ciudad, libros que se vendieron a pesar de los intentos por evitarlo. En el tiraje colombiano un número de ejemplares impresos en pasta dura y además con estuche, fueron firmados por el escritor.

“En esos años del naciente siglo vivíamos en Bogotá. Semanas antes comenzó la venta de una edición pirata [Vivir para contarla] en las calles de la ciudad, libros que se vendieron a pesar de los intentos por evitarlo”

Hicimos un viaje para recopilar lo faltante para el diseño del proyecto en la primavera de 2004. La estación del ferrocarril lucía también su abandono y la casa donde nació el Nobel, no se diga. Nos pareció sorprendente el deterioro. Otro relámpago me señala que en los techos de madera se refugiaban de noche los murciélagos, por ello sus cagadas eran parte del paisaje. Un desastre total. Eso sí: estar en Aracataca fue el maravilloso privilegio de atestiguar los ambientes macondianos, como cuando estuve, a días de mi retorno a México, en el Cabo de la Vela, de cara al Caribe colombiano, en la Península de la Guajira, en el lugar a donde arribó el acordeón que dio raíces al vallenato.

Traigo a cuento otro relámpago de esa única visita. Tras recorrer el cementerio para entretenernos leyendo los nombres de los difuntos, se organizó la comida en el río Piedras. En efecto, el de las piedras de la novela. A la luz que se me despliega por petición del editor Rael Salvador, creo que estuvimos en tal banquete, además de Luis, Lupita y Rocío, Sandra Flórez (entonces corresponsal de Proceso), el escritor William Ospina y el argumentista Fernando Gaitán. ¡Ese mero! El creador de innumerables como exitosas telenovelas, entre ellas Yo soy, Bety la fea y Café con aroma de mujer, quien fue un gran amigo y que falleció en 2019.

Cesaron los relámpagos de finales de verano.

Sepan ustedes. Después de esa visita que dio paso a un reporte a las autoridades culturales de Colombia, se hizo una intervención que rescató la casa de García Márquez, entre otras obras de preservación patrimonial. Con ello se dieron mejores condiciones para cuidar la memoria del autor así como alentar el turismo. Sin embargo, al escribir estas notas no encontré información de cómo va Aracataca en ese y otros aspectos de su singular existencia. Algunas noticias indican que la suerte del Ágora de Zapata no ha sido la mejor. Otro relámpago me recuerda que Gabo decía no querer ir a su tierra, ya que invariablemente le pedían dinero…

Los sopores de Macondo, Ensenada y Loreto

PPor Iliana Hernández

Es docente y traductora. Escribe artículos, ensayos, cuentos y poesía premoniciones@hotmail.com

Se puede reducir todo el enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida. G.

ara cuando el lector llegue a este texto, puede ser que el calor haya amainado en este puerto ensenadense. Escribo esto mirando a través de una pequeña ventana de mi casa, no alcanzo a distinguir el cielo, sólo una pared blanca que refleja de manera inclemente el calor que se le ha acumulado al cuerpo del mar, las calles sin pavimentar de mi colonia y los pocos cantos que pájaros equivocados emiten de sus secos picos.

Repienso este sudor y vuelvo a Macondo, ahora caigo en cuenta que el calor es un gran personaje dentro de la obra de Gabriel García Márquez, comprendo, finalmente, que las descripciones del sopor que ahogan a vivos y muertos en cuentos y novelas del Gabo, me ayudaron a sobrellevar y amar la brasa alucinante del sol sudcaliforniano.

Viví en Loreto como si hubiera vivido en Macondo, recorrí feliz los desiertos entre los buitres sobre los cardones, lagartijas furtivas, víboras de cascabel y chacuacas huyendo despavoridas por refugiarse en una pequeña lengua de sombra. Si lo pienso bien, es decir, si me concentro y lo siento bien, con el cuerpo, llego a la conclusión de que un elemento que juzgo imprescindible en la obra de García Márquez es el calor, por su efecto se desatan pasiones, demonios, adulterios, asesinatos, locuras, visiones en otros que responderán de maneras explosivas y sensuales a su acción asfixiante.

temperaturas inusuales, cerré mis ojos muchas veces a mitad de sus calles para transportarme a la ensoñación de estar en Macondo. Los “Aurelianos” y “Arcadios” somos todos en el empeño de pensar con claridad a pesar del calorón. ¿Has escuchado la voz del agotamiento cuando transitas sobre banquetas como comales o cuando tu garganta reseca pide cerveza en lugar de agua fría?

“Repienso este sudor y vuelvo a Macondo, ahora caigo en cuenta que el calor es un gran personaje dentro de la obra de Gabriel García Márquez”

Tijuana y Ensenada sufrieron en agosto de 2024

El calor y su ejecución en la construcción de textos inolvidables, es una lección de ambientación y, como dije al principio, en la construcción de un personaje omnisciente e implacable en muchas de las novelas y cuentos del Gabo. Al respecto, el colombiano le comentaría en 1956 a Plinio Apuleyo Mendoza: “Fíjate, es el único problema serio que tengo con la novela. No consigo que haga calor”. En esta preocupación del autor se muestra el fino trabajo que el paisaje y su emanación en la historia juega.

Nosotros, lectores, entrecerramos los ojos adormilados por la resolana que de las páginas surge. El calor del Gabo impera.

“El tren, un tren que luego recordaría amarillo y polvoriento y envuelto en una humareda sofocante, llegaba todos los días al pueblo a las once de la mañana, luego de cruzar las vastas plantaciones de banano. Junto a la vía, por caminos llenos de polvo, avanzaban lentas carretas tiradas por bueyes y cargadas de racimos de bananos verdes, y el aire era ardiente y húmedo, y cuando el tren llegaba al pueblo había mucho calor, y las mujeres que aguardaban en la estación se protegían del sol con sombrillas de colores”. (El olor de la guayaba, 1982).

Sin esperanza de frescor

Una panga, muchas pangas que luego recordaría azules y desgastadas y envueltas en un halo brillante contra el Golfo de California salían a pescar todos los días en la madrugada, luego de cruzar las vastas

Fotos: Archivo
Palabra

planchas del mar azul en busca de los hoyos ideales para el dorado o lenguado. Junto al camino, por veredas llenas de un polvo caliente y amarillo, avanzaban lentas camionetas desvencijadas cargadas de sacos de cemento para la construcción de las casas de “gringos”, el aire era ardiente y húmedo. Cuando los autobuses llegan al pueblo los recibe un aire enrarecido, y las mujeres que aguardan en la estación tratan de resguardarse bajo un techo de madera que lo único que hace es concentrar más y más la modorra caliente del mediodía. Es Loreto.

Nada sienten. Nosotros tratamos de desentrañar la gramática generativista, las estrategias de traducción, el skopos, mientras las nubes desaparecen en un resplandor que poco a poco borra toda esperanza de frescor. Es Ensenada.

“Junto con el calor que ya se despide en Ensenada, cerca de mi pequeña mustia ventana pienso, la novela En agosto nos vemos trae una mínima brisa de la tormenta eléctrica que cimbra la obra anterior del Gabo”

Agosto y Ensenada supieron de un sol entre el cielo blanquecino, productor, para mí, de punzantes migrañas. Me veo secar la frente mientras hablo a mis alumnos. Los ventiladores no hacen una diferencia y más de uno bosteza atosigado por una sensación de que el aire nos ha sido robado. Los patios reverberan cemento, colores grises y blancos de edificios contiguos que nos miran inclementes.

“Volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las bragas de encajes, y reanudó la lectura del libro en la página marcada con el cortapapeles bajo las aspas del ventilador del techo que apenas si removían el calor. El libro era Drácula, de Bram Stoker. Había leído la mitad en el transbordador con el fervor de una obra maestra. Se quedó dormida con el libro en el pecho y despertó dos horas después en las tinieblas, empapada en sudor y muerta de hambre”. (En agosto nos vemos, 2024).

Sin duda que agosto y su agobio nos deja ver, en la novela póstuma de García Márquez, el guiño a su

acuciosa descripción sobre los fenómenos meteorológicos. Es difícil reconocer en su totalidad la mano y la inventiva de las historias del Gabo en esta última novela, pero, el detalle del mes de agosto y el sofoco en el que transcurre la historia de Ana Magdalena Bach, lleva a reconocer que es el colombiano remitiendo a la seducción del calor y sus efectos sensuales sobre los personajes.

Tal vez es una novela que no debió ser publicada, el mismo autor no estaba convencido: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”. Junto con el calor que ya se despide en Ensenada, cerca de mi pequeña mustia ventana pienso, la novela En agosto nos vemos trae una mínima brisa de la tormenta eléctrica que cimbra la obra anterior del Gabo, los personajes de la novela recién publicada por sus herederos se olvidan fácilmente; los amantes no prenden fuego real, pero queda en el ambiente de su herencia literaria un calor edificado en toda una vida de letras, lo siento, sudo. Queda la canícula permanente. El Gabo arde.

LITERATURA Y STREAMING

En este hogar somos pro libro impreso y no toleramos propaganda   e-book ni de otras sectas

NPor Carlos Velázquez

Narrador y cuentista, Premio Bellas

Artes de Narrativa Colima 2018, autor de La Biblia Vaquera y El menonita zen @charlyfornicio

unca he sido un defensor del libro impreso. No creo que haya que defenderlo de nada. Cuando, en los primeros años del dos mil, vaticinaron su desaparición no me escandalicé, como sí lo hicieron muchos lectores, impresores y gente del mundo editorial. Me imaginé que ocurriría lo mismo que con el vinyl. Que se preservaría en bibliotecas personales y que veinte o treinta, o cuarenta años después resurgiría y reconquistaría el mercado. No me preocupaba que dejaran de producirse libros. Aunque no poseo una biblioteca monstruosa, contaba con los suficientes títulos para releer durante los siguientes cincuenta años, en el supuesto de que llegara a vivirlos.

Me senté a esperar el tan sonado ocaso. Pero nunca se produjo. Diez años después, el porcentaje de ventas del libro electrónico a nivel mundial apenas alcanzaba tres por ciento de la producción editorial. Me había preparado para una debacle similar a la que sufrió la industria discográfica cuando surgió Napster. Sin embargo, con este apocalipsis en puerta, sabía que no faltarían algunos locos que imprimirían libros de manera subrepticia. Leer en papel sería una extravagancia cultivada sólo por unos cuantos. Yo formaría parte de esa pequeña cofradía. No hizo falta. En 2012 se rompió el récord de más títulos publicados en español de la historia.

Otros diez años más acá la profecía sigue sin cumplirse. El libro electrónico ha ganado terreno, ni cómo negarlo. Pero todavía representa una minoría tan baja que no ha supuesto una adversidad para el libro como otras amenazas, la crisis del papel, por ejemplo. Una de las ventajas que presupuestaba el libro electrónico era su facilidad de almacenamiento. Así como el iPod podía resguardar millones de canciones, el Kindle tiene la capacidad de albergar cientos de libros. Lo

que supone una bendición a la hora de una mudanza. Nada es tan pesado al cambiar de domicilio como transportar la biblioteca. Sin embargo, el carácter práctico del Kindle no ha desbancado a la biblioteca tradicional.

Otro atributo del libro electrónico es su accesibilidad. Son económicos en relación con el impreso, lo cual lo hace atractivo para las personas jóvenes que todavía no desarrollan poder adquisitivo. Esto resulta algo paradójico. Esa franja de consumidores que busca el libro electrónico por asequible es también la misma que consume algunos de los libros más costosos de la rama editorial. El preciosismo de algunos títulos tanto infantiles como juveniles, por ejemplo la saga de Harry Potter en pasta dura, reporta ingresos estratosféricos a los que el e-book siquiera sueña con acariciar.

Pero el reto más difícil que ha tenido que sortear el libro electrónico es su desventaja tangible. La música digital tuvo un auge y después vino la caída. Los consumidores de música se dieron cuenta de que en realidad no poseían la música. Y gente de todas las generaciones corrió a abrazar los formatos físicos, en particular el  vinyl. Esa misma gente es usuaria del streaming, pero son coleccionistas. Y compran música que pueden tocar con las manos. Con el libro no sucedió lo mismo. No hubo un descenso y un repunte por culpa del libro digital. El lector siempre supo que la única forma de poseer la lectura era conformar una biblioteca.

Para la mayor parte de mi generación y de las anteriores, ha sido imposible leer en el Kindle. Necesitamos el arcaico efecto de darle vuelta a la página. De oler un libro nuevo. De llevarlo bajo el brazo cuando salimos a la calle. Sensaciones que el Kindle no nos puede proporcionar. Casi cada ciudad, si no es que todas, tiene una pequeña, o grande según sus dimensiones, tienda de libros usados. Napster produjo en su momento una hecatombe. Cientos de tiendas de discos en todo el mundo quebraron cuando descubrimos que la música podía conseguirse gratis en internet. To-

dos los días cierran y abren librerías de nuevo por todo el mundo. Y si se han visto en riesgo no ha sido por el Kindle, sino por Amazon. Si se hubiera cumplido la profecía y el libro electrónico hubiera desbancado al impreso, las únicas librerías que nunca hubieran desaparecido serían las de “usado”.

El libro impreso tiene el poder de circular de manera orgánica. Intercambiar libros electrónicos sólo es posible si tienes un Kindle. O si tienes las agallas de leer en computadora, algo bastante incómodo para la vista, otro punto para el impreso. Cuando era adolescente me volví un lector profesional en parte porque era un ladrón de libros también profesional. Confieso que cuando anunciaron el libro electrónico me puse a temblar. El viejo arte de robar libros estaba por desaparecer. Y aunque ya no tuviera necesidad de hurtar libros, sabía que muchos otros que como yo no tuvieron dinero en la juventud se perderían de esa posibilidad. Porque no es lo mismo robarte un libro cuyo título has visto en el lomo a robarte un Kindle de alguien que trae en sus archivos puros libros de Paulo Coelho.

Puedes descargar miles de títulos de internet. Pero si un día te roban el teléfono o la computadora vas a perderlo todo. Y seguro ni vas a querer recuperar los archivos porque no son más que eso, archivos. Por ello es mejor tener una biblioteca en casa. Los ladrones podrán despojarte de unos cuantos títulos, pero no de todos los libros.

El desnudamiento de papel: nueva tecnología

EPor Sergio Gómez Montero Sólo estructurador de historias cotidianas. Profesor jubilado de la UPN/Ensenada gomeboka@yahoo.com.mx

l ejercicio, con mucho, es sentimentalmente doloroso: arrastra muchas vivencias de las cuales uno no quisiera desprenderse. Con ellos, con mis libros, me ha tocado viajar más de una vez: de una ciudad a otra (del Distrito Federal antes Puebla, Culiacán— a Ensenada, de allí a Tijuana, luego a Mexicali y de allí, otra vez, a Ensenada), de una casa a la de más allá. Hasta que llegué a Ensenada en 1999 no recuerdo haberme desprendido de ninguno de ellos, incluyendo archivos de papel de la más variada naturaleza. Fuimos siempre, con Norma, afectos a los libros, bibliófilos de corazón. Ya estando acá, Ensenada (en Tijuana también) la humedad causó estragos: primero en mis archivos de papel, luego en los libros. El piso inferior de la casa, dedicado todo él a biblioteca, mantuvo como característica la mezcla de olores: papel, máscaras y humedad (que me hacía recordar, más o menos, el olor de la Palafoxiana en la “Autónoma y Benemérita Universidad de Puebla”, de la que fui responsable durante tres años) que son olores embriagantes aunque, en la medida en que se incrementan impliquen el fin del papel y el triunfo de la humedad, lucha que hay que dar de continuo cuando uno, como nosotros Norma y yo tenemos la pasión por la lectura y, por ende, por la acumulación paulatina de libros.

Fue así, pues, que la biblioteca de la casa creció más allá de nuestra posibilidad de cuidarla y sobre todo de darle uso una vez que quedé amputado primero de mi pierna derecha y luego de la izquierda (la diabetes cobrando cuentas). Imposibilitado para subir y bajar las escaleras, la biblioteca fue para mí un lugar inaccesible (luego de haber sido mi lugar de trabajo por muchos años, después de que me jubilé hace veinte), que tuve en gran parte que suplir con las facilidades que me daba la tecnología para acumular y acceder a aquellos libros que necesitaba consultar para elabo-

rar mis escritos de investigación, ficción, pensamiento crítico y periodismo. La ficción de otros autores, nunca he perdido el gusto de acceder a ella en papel. Pero sí, digo adiós a libros del Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI, Papeles de Pasado y Presente, Paidós, Amorrortu, Gredos, Alianza Editorial, Grijalbo, Era, Crítica, SEP, editoriales que vivieron conmigo más de cincuenta años y que me enseñaron cientos, miles de cosas, a través de autores como Marx, Engels, Gramsci, Adorno, Benjamin, Horkheimer, Togliatti, Revueltas, Durrell, Cortázar, Borges, Foucault, Silva Herzog, Freud, Flores Magón, tantos y tantos que han pasado frente a mis ojos dejando enseñanzas múltiples, saberes que han alimentado mi vida durante muchos años. Quedan los nombres muchos, muchísimos ya no los papeles; los papeles se van en cajas de cartón, algunas al reciclaje, otras a alimentar a bibliotecas en formación; otros libros sirven para alimentar el ansia de otros amigos por acumular libros y algo, muy poco, que permanece con nosotros.

Con ellos, con el reciclaje de libros, se ha ido toda una historia paralela —antes volantes, folletos, revistas— que acumulaban saberes clandestinos, memorias de luchas que se dieron durante muchos años en calles, fábricas, campos agrícolas, ranchos, casas de seguridad y que muchos se convirtieron en cenizas que el viento dispersó, pocos quedaron entre las cosas que archivaba. Como disperso, todo ello, se guarda en la memoria.

Físicamente los anaqueles de los libreros quedan va-

cíos recuerdo cómo fue, durante muchos años, que ellos, poco a poco, se fueron saturando y me pregunto por qué no Boris Rosen y doña Raquel Tibol, José Emilio Pacheco, Carlos, Cornejo, “el Oso”, tantos amigos y compañeros, hasta donde me acuerdo acumularon como nosotros Norma y yo— libros y papeles y hasta donde yo conviví con ellos, sus bibliotecas, esplendorosas, se conservaban y ellos, rodeados de esos tesoros como llamaban a sus libros vivían a plenitud. ¿Persistirán esas bibliotecas? ¿Y qué será de Kant, de Alejandría, de los monasterios de la Edad Media, de El nombre de la rosa?

La Cuarta Revolución Industrial Se van, pues, con esos papeles los libros y todo lo demás— historias múltiples que de nada sirve ya acumular, pues ellas están contenidas en una tecnología obsoleta, que, hoy, está guardada aquí, en la computadora y está accesible al alcance de mis dedos y de mis ojos, mientras escucho algo de música y todas las mañanas, me la paso escribiendo sobre muchas cosas que se me ocurren y cuando no sé algo, busco y consulto en la red todo lo que necesito. Cambio así, casi sin querer, de un mundo tecnológico a otro. La razón, conmigo, sigue dominando en ambos, aunque ya, poco a poco, los algoritmos de la IA nos anuncian el crecimiento aceleradísimo de la Cuarta Revolución Industrial, la que, queriéndolo o no, borra las utilidades tradicionales del contar, medir y escribir y acaba así, de un plumazo, con el mundo de la razón, y nos lleva a pensar en la robótica y en cómo será que vamos a convivir con ella y con todo aquello que vendrá de seguro con la revolución mencionada (viajes espaciales, nuevas energías, aceleración brutal de la vida diaria, nueva cultura, nuevas tecnologías, nueva educación, etcétera) y, desde luego, cómo le haremos para organizar entonces la vida cotidiana.

Mas en fin, por ahora el presente: el fin físico del mundo de papel la biblioteca de Norma y Sergio que por más de cincuenta años anduvo conmigo (con ella un poco de menos años), de arriba para abajo, de un lado para otro y que fue el contenedor de historias increíbles y aleccionadoras. Un adiós tecnológico que lacera y duele.

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Van Gogh: el arte y la vida

El cuento de Hans Christian Andersen, La historia de una madre, es maravilloso y aleccionador... el niño Vincent se lo sabía de memoria... iniciación significativa para un hombre hecho de fábulas que trastocó y cambió creativamente el arte

Esta biografía monumental —cerca de mil 300 páginas, Van Gogh. La vida (Taurus, 2012) de Steven Naifeh y Gregory White Smith— puede ser el retrato definitivo de Vincent, el pintor de Los comedores de patatas, La noche estrellada y cerca de 800 maravillas más… Lo adquirí hace unos días y, paginar donde las horas son minucias en comparación con la intensidad de las palabras, su lectura es un dulce juego de azar donde los elementos que intervienen —testimonios, anécdotas, recuerdos, entrevistas, documentos— van zurciendo el poder de una vida que, a partir del discurso de la originalidad, estalla en la magia de la embriaguez.

Me referiré a la página 33 (Capítulo I: Presas y diques, de la primera parte del libro: Los años de juventud, 1853-1880), para extraer un párrafo de iniciación significativa: «De las miles de historias que Vincent leyó vorazmente durante toda su vida, hubo una que se grabó en su imaginación: La historia de una madre, de Hans Christian Andersen. Cuando se juntaba con otros niños les contaba, una y otra vez, la terrible historia de una madre que prefiere dejar morir a su hijo antes de exponerle a una vida infeliz. Vincent se sabía el cuento de memoria…»

Bueno, pues resulta que —lector de este párrafo inicial— yo también me sé de memoria el cuento de La historia de una madre. En unos momentos abundaré en su contenido. De momento diré que a la página 33 de la biografía en cuestión le antecede un retrato de Van Gogh cuando tenía 13 años. Lo interesante aquí es que tengo a la mano los Cuentos completos de Hans Christian Andersen (Bibliotheca Avrea, Cátedra), con las ilustraciones de los daneses Vilhelm Pedersen y Lorenz Frølich, quienes recrearon en tinta y alma, en el siglo XIX, las imágenes de los cuentos de Andersen.

Me resulta formidable observar la ilustración de la página 410 de los Cuentos completos de Andersen y conciliar el rostro del niño postrado en la cama, al lado de su madre, y el retrato del artista cachorro —como diría Dylan Thomas—, el jovenzuelo Van Gogh. ¿Observaría Vincent esta imagen? ¿El dibujo resultó el espejo donde florecería a futuro la zarza del dolor y la

nostalgia? ¿Se veía en ese infante, reflejo de su ser ante los ojos rencorosos de su propia madre?

Hace unos días visité a una amiga muy querida y, entre una conversación y otra —desenfado inteligente de nuestro encuentro— le narré el cuento La historia de una madre, y le expliqué, no sé si tratando de justificar mi ya desquiciada inversión en libros (sus traducciones y ediciones especiales), los vasos comunicantes entre la vida de un artista y un cuento fundacional. Aquí, a grandes rasgos, la historia: “Una madre estaba sentada junto a su pequeño hijo (…) temerosa de que la muerte se lo arrebatara.

Llaman a la puerta y entra en la casa un pobre viejo, triste, envuelto en un holgado cobertor… tiritaba de frío; la madre se separó de la cuna y se fue a la lumbre a poner una pequeña vasija con cerveza para reanimar al anciano.

—¿No es verdad que no lo perderé? ¡Oh, no! Dios es bueno y no querrá quitármelo!

A estas palabras, el anciano, que no era otro que la

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Vincent Van Gogh, en su juventud.

Muerte, hizo con la cabeza un gesto tan singular, que del mismo modo podía decir que sí como que no. La pobre madre bajó los ojos y dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas (…) Y en seguida despertó llena de sobresalto, sintiendo un estremecimiento de frío.

—¡Qué veo!

El viejo había desaparecido y la cuna estaba vacía: aquel hombre se había llevado al niño. El viejo reloj, sordo y confuso (…) se desprendió, cayendo en el suelo y parándose el péndulo instantáneamente.

La pobre madre se precipitó fuera de la casa clamando por su hijo.

Afuera dio con una mujer que vestía holgado traje negro y estaba sentada en medio de la nieve.

—La Muerte entró en tu casa, le dijo la desconocida. Yo la he visto salir llevándose a tu hijo; pero la Muerte corre más que el viento y no suelta nunca su presa.

—Dime sólo una cosa —dijo la madre—. ¿Qué dirección ha tomado? Dímelo, te lo suplico; dímelo y yo sabré alcanzarla.

—Conozco el camino por donde se ha ido, contestó la enlutada mujer; pero antes de indicártelo necesito que me dejes oír todas las canciones que cantabas a tu hijo. Estas canciones me agradan y tu voz me enamora. Yo soy la Noche, te he oído cantarlas varias veces y he visto correr tus lágrimas cuando las cantabas.

—¡Oh! Yo las cantaré todas, todas enteramente, pero será después —arreció la madre—. Ahora, no me entretengas, déjame alcanzar a la Muerte y recobrar al hijo de mis entrañas.

La Noche permaneció muda e impasible y la pobre madre, juntando las manos y llorando a mares, se puso a cantar. Muchas fueron sus canciones; pero hubo en ellas más lágrimas que palabras.

“La Noche permaneció muda e impasible y la pobre madre, juntando las manos y llorando a mares, se puso a cantar. Muchas fueron sus canciones; pero hubo en ellas más lágrimas que palabras. Existen vasos comunicantes entre la vida de un artista y un cuento fundacional”

Por fin le dijo la Noche: “Anda, en línea recta hacia el sombrío bosque de abetos: por allí ha huido la Muerte con tu hijo”.

La madre salió disparada hacia el bosque. (…) Había por allí un espinoso zarzal sin hojas ni flores, y como esto pasaba en lo más crudo del invierno…

—¿Has visto a la Muerte llevándose a mi hijo? —le preguntó la madre.

—Sí, contestó el zarzal; pero no te indicaré el camino que ha tomado, sino con una condición; has de calentarme en tu seno: me muero de frío.

Y la madre, sin titubear un momento, apretó el zarzal contra su pecho para derretir el hielo que lo cubría. Las espinas desgarraron sus carnes y brotaron de las heridas gruesas gotas de sangre; el zarzal retoñó instantáneamente, cubriéndose de verdes y frescos tallos y de hermosas flores, en aquella noche de invierno…” (Fragmento)

Mi amiga, que lo desconocía, pudo escuchar de mi voz el cuento completo y se conmovió. Hablamos de Freud y de Jung, así como de la importancia de tomar en cuenta que estamos hechos de narraciones: “¡Somos animales que respiramos fábulas!”, insistí.

El cuento de Hans Christian Andersen es maravilloso y aleccionador (como toda su obra), ya que el sustento metafísico envuelve las figuras eternas de la trascendencia en la figura de un Dios y, claro está, semidioses como La Noche, La Muerte y la animación mítica de la Naturaleza que lo conforma. Yo sigo con estas páginas que deparan en mi ser uno de los deleites más sagrados que me ha ofrecido la existencia: conocer, desde temprana edad, a un hombre hecho de fábulas que trastocó y cambió creativamente el arte para toda la eternidad. Que no es poca cosa.

Sociedad del miedo y advenimiento de la esperanza

Filósofos contemporáneos, como Byung-Chul Han destacan la necesidad de alentar dicho estado de ánimo ante la desesperación más absoluta, pues posibilita “vivir” más que “sobrevivir”, encontrando un “horizonte de sentido”

Por Fernando Mancillas Treviño*

Profesor-Investigador de la Universidad de Sonora fernamancillas@yahoo.com

La esperanza es un arco iris desplegándose sobre el manantial de la vida que se precipita en vertiginosa cascada; un arco iris cien veces engullido por el espumaje y otras tantas veces rehecho de nuevo, y que con tierna y bella audacia despunta sobre el torrente, ahí donde su rugido es más salvaje y peligroso.

Friedrich Nietzsche

¡Presagios del futuro! ¡Celebrar el futuro, no el pasado! ¡Cantar el mito del futuro! ¡Vivir en la esperanza! ¡Momentos de dicha! Y, después, bajar el telón y centrar los pensamientos en objetivos fijos e inmediatos.

Friedrich Nietzsche

Acosados por el constante temor ante los desastres climáticos, guerras, atentados, pandemias, violencia extendida, nos encontramos en una sociedad del miedo y la supervivencia. Con el incremento del miedo se genera el enajenamiento del conjunto de la sociedad. El miedo siempre resulta un magnífico mecanismo de dominación, convirtiendo a los individuos en sujetos dóciles susceptibles de manipular. Ya acontece, incluso existe el miedo de pensar, suscitando el conformismo, extinguiendo las posibilidades de lo distinto.

der su sociedad tiene que dirigir su mirada a la sociedad del miedo”.

Frente al clima generalizado del miedo el filósofo Byung-Chul Han (1959, Seúl, Corea del Sur) opone la política de la esperanza que posibilite vivir más que sobrevivir, encontrando un horizonte de sentido. Así, la esperanza nos permite emprender el camino, ofreciendo significación y orientación en el rumbo emprendido. En la esperanza fluye una dimensión activa que nos impele a actuar y a buscar lo nuevo. De ninguna manera es pasiva. Como pasión lleva su propia entereza. Lucha contra el mundo de la indisponibilidad.

La esperanza es una transfiguración dialéctica que se sustenta en la negatividad de la desesperación, y entre más profunda es la desesperación, más vigorosa será la esperanza, aguzando el oído y estirándose hacia adelante. Orientándose hacia nuevos mundos posibles.

En el sistema neoliberal prevaleciente la exaltación hacia la positividad genera que la sociedad se torne no solidaria, al inculcar el egoísmo y la falta de empatía ante el sufrimiento ajeno. Como un régimen del miedo, el régimen neoliberal suscita que los individuos se aíslen, al convertirse en empresarios de sí mismos, en una aceleración de la competencia y el rendimiento ante la exigencia, cada vez más desmesurada, por una mayor productividad.

“Sólo a través de la esperanza se logra visualizar el horizonte de sentido frente al infierno de lo igual, animando y alentando nuestras acciones”

Como señala el sociólogo alemán Heinz Bude (1954, Wuppertal): “Un importante concepto de experiencia de la sociedad actual es el concepto de miedo. Aquí, ‘miedo’ es un concepto que recoge lo que la gente siente, lo que es importante para ella, lo que ella espera y lo que la lleva a la desesperación. […] El miedo nos enseña qué es lo que nos está sucediendo. Hoy, una sociología que quiera compren-

En su crítica a la psicología positiva, Byung-Chul Han devela sus limitantes al responsabilizar al individuo de su propia felicidad, propiciando que las personas a las que les va mal se culpabilicen a sí mismas, sin considerar los constreñimientos estructurales e institucionales de la sociedad. De este modo, “se reprime la conciencia de que el sufrimiento siempre se transmite socialmente. La psicología positiva psicologiza y privatiza el sufrimiento, mientras que deja intacto el complejo de cegamiento social que lo causa”.

En un aislamiento narcisista la sociedad del rendimiento presiona al individuo hacia una mayor maximización de sus funciones, con una autoformación y autorrealización creativa de naturaleza coercitiva, al creer el sujeto que en su optimización se dirige hacia su realización, cuando realmente deviene en su propia autoexplotación permanente con el objetivo de aumentar la productividad.

También en la comunicación digital se incrementa el aislamiento individual, dado que las redes sociales promueven la eficiente interconexión, pero no la vin-

culación entre los sujetos, sustituyendo la relación por el contacto, sin ningún trato próximo y afinidad afectiva entre las personas.

Ante el optimismo ingenuo en su pasivo perfil, la esperanza genera un movimiento de exploración hacia lo desconocido, lo intransitado, hacia lo que todavía no es, lo que aún está por nacer. Gira hacia lo nuevo, lo totalmente distinto, lo que jamás ha existido.

La esperanza es paradójica Sólo a través de la esperanza se logra visualizar el horizonte de sentido frente al infierno de lo igual, animando y alentando nuestras acciones. En su carácter dialéctico la esperanza es paradójica. Como señala Erich Fromm (1900, Frankfurt, Alemania – 1980, Muralto, Suiza): “No es ni una espera pasiva ni una voluntad irrealista de forzar circunstancias que no pueden producirse. Se parece a un tigre agazapado que sólo saltará cuando haya llegado el momento de hacerlo. […] Tener esperanza significa estar dispuesto en todo momento a algo que no ha nacido. […] Quien tiene una esperanza fuerte reconoce y fomenta todos los signos de la nueva vida y está preparado en todo momento para ayudar a que vea la luz lo que está preparado para nacer.” De esta manera, la esperanza no se configura en conceptos, sino en anticipaciones y auspicios que abren un campo de posibilidades.

La esperanza como una dimensión anímica se alimenta de la porfía y la perseverancia ante los desastres y catástrofes más terribles. La fragilidad es consustancial a la esperanza. La negatividad de la zozobra alienta y tonifica la esperanza. Nos infunde ímpetu para actuar. Nos permite instalarnos en un hogar. Establece un puente en lo intransitable, sobre el abismo. Nos ofrece un asidero, una orientación en la incertidumbre. Como esperanza desesperanzada surge de una negatividad de la desesperación absoluta.

En su combate contra el sistema totalitario estalinista en Checoslovaquia, el escritor y dramaturgo Václav Havel (1936, Praga - 2011, Vlčice), que llegó a ser presidente de la Republica Checa, afirma: “Lo primero que tendría que decir es que, tras haber meditado muy a menudo sobre la esperanza (sobre todo en situaciones especialmente desesperadas, como cuando estaba en la cárcel), la entiendo sobre todo, original y principalmente, como un estado espiritual […] La esperanza […] es una dimensión anímica y, básicamente, no depende de cómo veamos el mundo ni de cómo valoremos las situaciones. La esperanza no es un pronós-

tico. Es una orientación para el espíritu, una orientación para el corazón, una orientación que trasciende el mundo tal como lo vivimos normalmente, una orientación cuyo norte está en la lejanía, allende los límites del mundo. […] Cuanto más adversa sea la situación en la que conservamos nuestra esperanza, tanto más profunda será esta. La esperanza no es optimismo. No es el convencimiento de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, al margen de cómo salga luego. […] Sobre todo, es también la que nos da fuerzas para vivir y para intentar las cosas de nuevo, por muy desesperada que aparentemente sea la situación, como lo es esta de ahora”.

“La esperanza como una dimensión anímica se alimenta de la porfía y la perseverancia ante los desastres y catástrofes más terribles. La fragilidad es consustancial a la esperanza”

Mientras la angustia clausura las puertas al futuro y horizonte de posibilidad, la esperanza posibilita abrir las puertas de lo totalmente distinto, de lo nonato, de lo latente, de lo que aún se gesta, de lo venidero. Frente al optimismo recalcitrante y el pasivo pesimismo, en ese sentido, Buyng-Chul Han aduce: “La esperanza me infunde ánimos en medio de la desesperación más absoluta. Gracias a ella vuelvo a levantarme. Quien tiene esperanza se hace receptivo para lo nuevo, para nuevas posibilidades que, de no haber esperanza, ni siquiera se percibirían. El espíritu de la esperanza habita en un campo de posibilidades que trasciende la inmanencia de la voluntad. La esperanza hace innecesarios los pro-

nósticos. Quien tiene esperanza confía en lo imprevisible, cuenta con que haya posibilidades contra toda probabilidad”.

Finalmente, el autor señala que no es el conocimiento, sino el estado de ánimo, lo que nos permite abrir las compuertas a la estancia en el mundo, en un nivel previo a la reflexión, definiendo y templando el pensar, cimentando el estar-en-el-mundo. En ese sentido, la esperanza como estado de ánimo básico, al no estar sujeta a ningún acontecimiento mundano, no depende de los resultados. En su intensidad y profundidad la esperanza se mantiene abierta, se conduce a lo abierto

Byung-Chul Han representa uno de los más preminentes filósofos del pensamiento contemporáneo. Nació en 1959, en Seúl, Corea del Sur. Estudió filosofía en la Universidad de Friburgo y literatura alemana y teología en la Universidad de Múnich. En 1994 se doctoró en la Universidad de Friburgo con una tesis sobre Martin Heidegger. Fue profesor de Filosofía en la Universidad de Basilea en 2000. En 2010 fue profesor de Filosofía y Teoría de los Medios en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe. A partir de 2012 es catedrático de Estudios Culturales y Filosofía en la Universidad de las Artes de Berlín (UdK).

El conjunto de las publicaciones de Byung-Chul Han abarca más de 20 títulos en español, entre ellos: La sociedad del cansancio, La sociedad de la transparencia, El corazón de Heidegger, Caras de la muerte, Filosofía del budismo zen, El aroma del tiempo, Loa a la tierra, La desaparición de los rituales, En el enjambre, La expulsión de lo distinto, La agonía del Eros, Buen entretenimiento, Psicopolítica, Hegel y el poder, Muerte y alteridad, La sociedad paliativa, Hiperculturalidad, Topología de la violencia, Sobre el poder, La salvación de lo bello, Por favor, cierra los ojos, Capitalismo y pulsión de muerte, Shanzhai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China, Ausencia. Acerca de la cultura y la filosofía del Lejano Oriente. Recientemente: No cosas (2021), Infocracia (2022), Capitalismo y pulsión de muerte (2022), Vida contemplativa (2023), La crisis de la Narración (2023), La tonalidad del pensamiento. Trilogía de las conferencias, vol. I (2024).

Byung-Chul Han, El espíritu de la esperanza. Contra la sociedad del miedo, Barcelona, Ed. Herder, 2024, 141 páginas.

Heinz Bude, La sociedad del miedo, Barcelona, Ed. Herder, 2017.

Erich Fromm, La revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada, México, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2012.

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SANANDO EL PENSAMIENTO: La revolución terapéutica de Friedrich Nietzsche en la obra de Jonathan Daudey

Por Eric Rodríguez Ochoa Filósofo y teólogo con estudios y certificaciones en Criminología y Psicoanálisis. Profesor universitario, investigador y escritor profesorericrodriguezochoa@outlook.com

El libro La farmacia de Nietzsche (2023, Editions L’Harmattan) de Jonathan Daudey* ofrece una novedosa perspectiva sobre el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, abordando la filosofía desde una óptica médica. Es necesario y bien para el pensamiento, tener otra perspectiva sobre Nietzsche que las “etiquetas” con la que hasta ahora se le ha conocido: rebelde, ateo, crítico perspicaz, sutil lógico, letrista —algunas sin fundamento—, es en esta oscuridad donde otras formas de mirar al filósofo alemán surgen, una de ellas: Daudey, al sostener que Nietzsche, al igual que los antiguos filósofos griegos, concebía la filosofía como una forma de medicina, destinada a diagnosticar y curar las enfermedades del pensamiento occidental. Este enfoque se desmarca de las interpretaciones tradicionales que he mencionado, al destacar la figura del “filósofo-médico”, introducida por vez primera por Gilles Deleuze, como clave para entender la metodología nietzscheana. En esta reseña, se trazan algunas ideas del porqué esta obra es imprescindible para cualquier lector interesado en Nietzsche y se explora cómo la tesis de Daudey ofrece una nueva comprensión del filósofo alemán.

Una medicina para el alma Epicuro llegó a concebir a la filosofía misma como una medicina para el alma. En todo caso la medicina, alivia, ¿qué alivia si no es una enfermedad? Luego entonces, la filosofía alivia la enfermedad del pensamiento. La idea de la filosofía como medicina del alma se basa en la analogía con la medicina del cuerpo. Así como un médico diagnostica y trata las dolencias físicas, el filósofo epicúreo analiza y cura las perturbaciones del alma. Estas perturbaciones provienen, según Epicuro, de dos grandes fuentes de miedo: el miedo a los dioses y el miedo a la muerte. El primero se deriva de la creencia en seres divinos caprichosos e inmorta-

les que intervienen en la vida humana, y el segundo, de la concepción de la muerte como un mal absoluto que destruye toda posibilidad de placer.

Como lo sugiere Ramón Xirau (1964), para Epicuro, el conocimiento racional y filosófico es el antídoto contra estos miedos. En su obra principal, Carta a Meneceo, Epicuro argumenta que los dioses, si

Jonathan Daudey.
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existen, son seres perfectos e inmutables, ajenos a las preocupaciones humanas, por lo que no interfieren en nuestras vidas. Esta comprensión libera al individuo del temor a castigos divinos o a la ira de los dioses, promoviendo así una vida más tranquila y feliz.

Según Xirau, Epicuro recomienda la moderación y el autocontrol como las virtudes fundamentales para mantener una vida equilibrada y feliz. Su pensamiento promueve la autarquía (autosuficiencia), la capacidad de disfrutar de los placeres simples y de no depender de factores externos para la felicidad. En este sentido, la amistad juega un papel crucial en la vida epicúrea, ya que es una fuente de placer natural y necesario. Epicuro valoraba profundamente las relaciones de amistad y consideraba que, en ellas, los individuos encuentran apoyo, comprensión y alegría, contribuyendo así a la tranquilidad del alma.

Además, Epicuro subraya la importancia del conocimiento filosófico como el medio para discernir entre los deseos y placeres que realmente contribuyen a la felicidad y aquellos que deben evitarse. La filosofía, por tanto, no sólo cura las enfermedades del alma mediante la eliminación de miedos irracionales, sino que también proporciona una “guía ética” para vivir de manera virtuosa y alcanzar una parte de la felicidad.

La filosofía, una herramienta terapéutica

La obra de Friedrich Nietzsche ha sido objeto de innumerables interpretaciones y análisis a lo largo del tiempo. Jonathan Daudey, en La farmacia de Nietzsche, propone una aproximación innovadora al establecer un paralelismo entre la filosofía y la medicina. La tesis central del libro es que Nietzsche veía su labor filosófica como la de un médico que diagnostica y trata las patologías de la cultura.

El libro ofrece una visión única que recontextualiza la obra nietzscheana dentro de un marco médico. Daudey no se limita a una interpretación metafórica de Nietzsche como un “doctor” de la cultura; en cambio, argumenta que esta metáfora es fundamental para entender la filosofía del alemán. Según Daudey, Nietzsche no sólo diagnosticaba las enfermedades de la civilización moderna, sino que también proponía tratamientos a través de sus escritos filosóficos. Esto convierte a la filosofía en una herramienta terapéutica, diseñada para sanar tanto al individuo como a la sociedad. Es bien sabido que, leer al filólogo alemán, es hasta un sermón, una crítica —no

gratuita— en la época en lo que creemos está más orientada al progreso.

Además, Daudey presenta un análisis exhaustivo de los escritos publicados y los fragmentos póstumos de Nietzsche, lo que añade profundidad y rigor a su tesis. De hecho, resalta cómo el enfoque médico de Nietzsche no es una simple metáfora, sino una metodología deliberada y sistemática para abordar las patologías del pensamiento occidental. Esta perspectiva no sólo enriquece la misma comprensión de Nietzsche, sino que también invita a reconsiderar la función de la filosofía en la sociedad contemporánea (una filosofía que se ha reducido a historia de las ideas).

“El enfoque médico de Nietzsche no es una simple metáfora, sino una metodología deliberada y sistemática para abordar las patologías del pensamiento occidental”

Continuando la tesis de Daudey, el libro también subraya la relevancia del concepto de “décadence” en la obra de Nietzsche, término que, según Daudey, es central para entender la crítica del filósofo a la modernidad. La enfermedad —en este contexto—, no es la causa sino el efecto de la decadencia cultural y moral. Nietzsche como un “filósofo-médico” apuesta por ofrecer una forma de interpretar su obra, en la que la filosofía

se convierte en un acto de creación y cura, orientado hacia la revitalización de la cultura. Un médico de la cultura, en lugar de un mero crítico, es lo que proporciona la obra desde una óptica diferente, enfocándose en su preocupación por la salud cultural y moral de la sociedad. El énfasis de Daudey en el uso que hace Nietzsche del lenguaje médico, con términos como “síntoma”, “diagnóstico” y “patología”, considera la intencionalidad de su crítica a la civilización occidental.

Otra cuestión que resalta el autor es la importancia del cuerpo en la filosofía nietzscheana, argumentando que Nietzsche veía el cuerpo como el punto de partida para la cultura y la moralidad. Esta revalorización del cuerpo desafía la tradicional dicotomía entre cuerpo y alma, —surgida desde los griegos hasta René Descartes— haciendo la sugerencia de que ambos son inseparables y deben ser tratados conjuntamente. Este enfoque nos ofrece una comprensión más integral de la obra de Nietzsche, una que reconoce la centralidad de la fisiología en su pensamiento. Daudey llega a considerar que la enfermedad está en la forma en cómo entendemos la cotidianidad de la vida y nos sumergimos en ella. No hay Lebensform que dirija nuestra vida, es la vida misma, la que nos lleva a replantearnos sobre quiénes somos y qué hacemos —al más estilo de Kant—, Daudey hace de la interpretación médica otra forma de entender al filósofo alemán, destacando la relevancia de su obra para la cultura contemporánea.

Bibliografía

-Aurenque, D. (2018). Die medizinische Moralkritik Friedrich Nietzsches. Genese, Bedeutung und Wirkung. Wiesbaden: Springer.

-Dahlkvist, T. (2014). Nietzsche and Medicine. En H. Heit & L. Heller (Eds.), Handbuch Nietzsche und die Wissenschaften. Berlín/Boston: Walter de Gruyter.

-Daudey, J. (2023). La Pharmacie de Nietzsche. De la philosophie comme médicine. París: L’Harmattan. -Deleuze, G. (1998). Nietzsche y la filosofía. (C. Artal, Trad.). Barcelona: Editorial Anagrama.

-Snyder, J. A. (1994). Nietzsche’s Physiology. International Studies in Philosophy, Editorial Anagrama.

* Jonathan Daudey es profesor de filosofía e investigador en la Universidad de Estrasburgo. Durante los últimos 10 años, ha sido el director de la revista en línea unphilosophe. com. También es autor de Nietzsche y la cuestión de las temporalidades. Lecture en trois temps (L’Harmattan, 2020), La Pharmacie de Nietzsche La filosofía como medicina (L’Harmattan, 2023) y Cinco claves para la lectura: Nietzsche (Elipsis, de próxima publicación).

Las ruinas como lecciones por aprender, como hábitos por practicar

Los restos arquitectónicos brindan instrucciones valiosas sobre la forma en que la humanidad ha tenido que lidiar con el paso del tiempo y con los actos de destrucción masiva a lo largo de su historia

DPor Gabriel Trujillo

Escritor y poeta, autor de Espantapájaros y Tijuana city, tres novelas cortas.

angel.gabriel.trujillo.munoz@uabc.edu.mx

Entre perdurar o perecer

e todos los temas disponibles, pienso que “las ruinas” es uno de los más representativos de la historia del arte. De los más representativos y fascinantes. En su creación —ya sean dibujos, pinturas o fotografías— no deja de haber la idea de que las ruinas nos ofrecen una lección valiosa sobre la forma en que la humanidad ha tenido que lidiar con el paso del tiempo y con los actos de destrucción masiva a lo largo de su historia. Las ruinas son motivos de reflexión para los artistas porque implican una conciencia de que nada de lo que hagamos como seres humanos, como civilización y cultura, habrá de perdurar más allá de unos cuantos mojones, piedras desperdigadas o muros a punto del derrumbe. Las ruinas son, pues, recordatorios de nuestra precaria presencia en el mundo y, por ello, nos desafían e intrigan porque nos hacen ponernos en el sitio mismo de la condición humana en sus limitaciones, en su mortalidad visible, en su destrucción masiva. Caminemos por nuestras ciudades y contemplémoslas como lo que son en realidad: un muestrario de ruinas en sus lotes baldíos, en sus edificios en abandono, en sus fraccionamientos a medio hacer. Lo que antes fueron cines, parques, comercios, ahora son simple cascajo. Las ruinas han devenido en parte sustancial del paisaje cotidiano en que vivimos nuestras existencias. Y por eso mismo casi no nos percatamos de su presencia. La ruina se ha vuelto un estado de ánimo normal, una experiencia tan cercana que

“Las ruinas son motivos de reflexión para los artistas porque implican una conciencia de que nada de lo que hagamos como seres humanos, como civilización y cultura, habrá de perdurar más allá de unos cuantos mojones, piedras desperdigadas o muros a punto del derrumbe”

nos pasa inadvertida. Incluso cuando las contemplamos en las noticias, brillando como estandartes de los conflictos en que vivimos, las ruinas son cosa cotidiana en todos los rincones de la tierra: paisajes humeantes en Ucrania o Malí, cenizas al viento en California o en Turquía, las ruinas se levantan como memorias impresas en la tierra, como los signos de las calamidades del mundo. Por eso mismo, por su constante cercanía con nosotros —en ciudades en deterioro, en campos de batalla, en secuelas de desastres—, las ruinas son uno de los fundamentos del arte occidental desde los tiempos del Renacimiento, cuando hubo una fiebre por revelar el pasado, por apropiarse de los destrozos que el tiempo no había borrado del todo. Dibujarlas, pintarlas, reconocerlas como señales de civilizaciones perdidas, sirvió para que estas representaciones trágicas se convirtieran en temas universales para representar lo efímero de creencias, imperios y culturas. Y al voltear hacia el pasado, por medio del arte se iba aceptando que la ruina era el futuro que nos esperaba, que la desolación era el porvenir al que nos dirigíamos. ¿Qué dejaremos a los que vengan después de nosotros más allá del polvo y del olvido? ¿Qué clase de ruina seremos a ojos de los que nos sustituyan como especie dominante? ¿Nos recordarán como dioses o demonios? ¿Tomarán en cuenta nuestros errores o los repetirán con la misma ceguera con que nosotros los llevamos a cabo?

La ruina como telón de fondo

La ruina es un tema que aparece, con todo su esplendor y seducción artística, en el momento mismo en que Europa se asoma más allá del Mar Mediterráneo y se da cuenta que el mundo es redondo, que los horizontes se expanden en todas direcciones y que

buena parte de lo que debe saber está en el pasado, oculto bajo la tierra, esperando ser redescubierto en obras literarias, pinturas, esculturas y edificios. Las ruinas se vuelven, de pronto, cátedras al aire libre de las civilizaciones del pasado, de las hazañas arquitectónicas o culturales de reinos ya extintos, de pueblos desaparecidos en la vorágine de la historia. Se les desentierra para aprender las semejanzas y diferencias entre aquella edad dorada y la vida de su tiempo.

La ruina, ante la expansión del mundo, responde como pocos objetos a la sed de conocimientos. La fascinación creciente por el pasado y las ciudades perdidas provoca un impacto tremendo en el orbe artístico a partir del siglo XV de nuestra era. No importa si se les dibuja o se les pinta desde el barroco o el neoclásico, a las ruinas se les ve como uno de los temas más socorridos de una nueva fiebre en occidente: la del público consumidor de libros de viajes a lugares exóticos que exigen ilustraciones pertinentes sobre las pirámides mayas o los templos griegos. Y si a esto agregamos el auge del periodismo que ilustra con grabados los últimos tesoros descubiertos en Roma, Egipto o Babilonia, tenemos que el arte ofrece una enorme variedad de imágenes donde las ruinas se muestran en todos sus detalles.

Pintores como Hubert Robert, Alessandro Magnasco o Nicolas Poussin usan los escenarios ruinosos como telones de fondo de muchos de sus cuadros de vida cotidiana. Las ruinas no son, sin embargo, el centro de su atención sino el decorado para sus pinturas sobre las ciudades que visitan. Copiar el paisaje de un palacio en ruinas es tan prestigioso como pintar una naturaleza muerta entre los siglos XVI y XIX. Y si a esto se le agrega el valor testimonial de dibujar lugares con una carga histórica importante, entonces las ruinas terminan por ser, desde el punto de vista de las academias de arte, un paso necesario en el aprendizaje de todo artista en ciernes. Cierto que en estos siglos las ruinas no alcanzan aún la condición de mito soberano, de lección de vida, de pasión que sacude la conciencia humana. Para eso se necesita que llegue la generación de los artistas románticos. Esos que contemplarán las ruinas como la voz del tiempo en persona.

El melancólico placer de las ruinas

Si hacemos un recorrido substancial en las distintas formas en que el arte ha expuesto la vida interior de las ruinas, de su trascendencia como objetos que debaten la perdurabilidad misma del arte como objeto, debemos admitir que en las ruinas el romanticismo encuentra su mayor afinidad. Hija de la contemplación extática, del amor por el pasado como gloria ida y de la melancolía como emoción seductora, la ruina aparece, en el siglo XIX, como un escenario gótico, como una presencia misteriosa donde los fantasmas abundan, donde el tiempo se acumula cubriéndola con velos de neblina, con voces espectrales. Pedazo de ámbar al aire libre donde un pedazo de la vida de antaño se conserva en su desnuda carcoma. Ya Carlos Marx, un economista nutrido en el espíritu romántico, había dicho en 1848 que “todo está hecho para ser destruido mañana, aplastado o desgarrado, pulverizado o disuelto”. La ruina, así, no es sólo un símbolo del pasado sino un signo del porvenir que nos espera, los residuos de un conjuro que, por más bello o resplandeciente que parezca, terminará a nuestros pies como escombro o cascajo, como tierra baldía y desolación.

En el cuadro del pintor alemán Caspar David Friedrich, La abadía de Eichenwald (1809-1810), se concentran muchas de las posibilidades estéticas que una ruina puede ser para el pintor romántico: vehículo para explorar el pasado, recinto tenebroso para ubicar un relato de fantasmas, cementerio cuyos secretos se guardan más allá de los sentidos, arquitectura que aún embelesa al viajero, muestrario de grandezas olvidadas ante una era donde la belleza no importa. La ruina, para Friedrich, es el centro vital de una experiencia sublime: la del viaje por el tiempo que vincula al presente con el pasado y el futuro de manera simultánea, la del saber hermético que nos muestra que en la vorágine de lo transitorio y lo provisional todavía queda un matiz de eternidad, una pincelada de asombro.

El progreso como ruina

Con la llegada de la revolución industrial y la estética realista, la ruina se nos vuelve un objeto ordinario, un paisaje lleno de signos del progreso que nos rodea, de residuos que se acumulan en desorden como la otra cara de la civilización racionalista y científica que, para el siglo XIX, tantos se enorgullecen de pertenecer. Las ciudades viven una era de constante derribo de antiguas construcciones para elaborar nuevos y más audaces edificios. Los rascacielos comienzan a elevarse en el horizonte citadino. Las fábricas se convierten en mundos aparte, en utopías llenas de humo y desperdicios.

El arte, después de la montaña rusa emocional del romanticismo, vuelve la mirada a un proceso implacable donde la mano del hombre todo lo transforma en su afán de estar al día, en su deseo de cumplir con su cuota de productos en serie. En muchas de las pinturas del expresionismo alemán, la ciudad se vuelve un desfile fantasmagórico, un grupo de personas que bailan sobre el abismo de su propia inmolación. Y ante un panorama contemporáneo donde la ruina es Moloch redivivo, al ser humano sólo le queda expresar su angustia existencial, su grito de soledad en medio de la multitud indiferente. Ya Ezra Pound lo dice, a principios del siglo XX, en un breve poema: “Esos rostros en el metro: pálidos pétalos de una rama seca”. Si las ruinas, en la época romántica, provocan en las artes visuales un sentido de pérdida irremediable, de nostalgia afectiva por tiempos que se creen gloriosos y heroicos, las ruinas, del siglo XX en adelante, aparecen en el arte como la prueba de que el presente en que vivimos es una ruina en alza, un paisaje de pueblos en llamas, cadáveres insepultos y desgracias a escala mundial. La ruina se transforma en nuestra compañera de aventuras y percances. Es el canto de las sirenas del progreso que nos recuerdan que todo lo que hagamos ter-

minará hecho pedazos, convertido en un motivo de reflexión sobre nuestra arrogancia tecnológica. ¿O qué otra cosa es el hundimiento del Titanic en 1912, el incendio del zeppelín Hindenburg en 1937, o la destrucción del transbordador espacial Challenger en 1986? Ruinas de nuestros sueños de conquista. Recordatorios de nuestros fallos como seres humanos. En todo caso, una lección por aprender, una dura enseñanza.

“Las ruinas de nuestro tiempo son el colapso de una forma de producir, de consumir, de contaminar hasta el hartazgo, hasta el exterminio. En las ruinas de hoy la sangre sigue fresca. No son memoria sino premonición”

De los desastres como ruinas a la vista de todos Hay ciertos géneros literarios íntimamente relacionados con el periodismo de investigación y con la crónica histórica de acontecimientos relevantes, donde lo humano importa en su dimensión trágica, en su imagen como destrozo, muerte colectiva, cuerpos en masa. Me refiero a la literatura dedicada a contar los entretelones de crímenes verdaderos, desastres naturales y tragedias humanas relacionadas con los avances de la tecnología. Son, para ubicar esta clase de textos, escritura que nace tanto para informar al público de un suceso dado como para analizar los motivos y consecuencias de actos atroces y de catástrofes apabullantes que han cimbrado a la opinión pública y han dejado su marca en la historia de nuestra cultura. En ambos casos, tanto en la narrativa de crímenes reales como en la crónica de acontecimientos lamentables, hay el deseo de revelar, paso a paso, por qué las cosas ocurrieron como ocurrieron con la intención de que no vuelvan a suceder del modo en que sucedieron. Se puede decir que esta literatura (así como las pinturas y fotografías que la acompañan o ilustran) trae, implícita y explícita, su propia moraleja al estilo de cuídate de los extraños, la muerte aparece en momentos inesperados o nunca pienses que estás seguro por más seguro que estés. En buena medida, el género de desastres tiene su origen en la idea tradicional de que quien desafía a los dioses, quien se adentra en conocimientos prohibidos, quien cree ser mejor que la naturaleza termina yendo directo a su propia perdición. Los ejemplos abundan en la literatura y las artes clásicas como temas a representar: Ícaro que vuela, con alas de cera, hacia el Sol y acaba muerto por su propia ambición. O la construcción de la torre de Babel que concluye en el caos de las lenguas que dividen a sus hablantes. Lo que estas historias proclaman es que la arrogancia humana lleva al castigo divino por su temeridad, por su despropósito. Es el dogmatismo religioso de las castas sacerdotales que no quiere que los aventureros, los exploradores y los descubridores invadan sus terrenos celestiales: no vaya a ser que descubran que el cielo no es como lo pintan y lo comercian.

Al arte que tiene al desastre como su inspiración le cuadra más el estilo romántico que el realista, ya que el primero requiere, en su presentación pictórica, una pincelada dramática, un velo trágico que muestre el espíritu humano en sus momentos de prueba ante la adversidad. Véanse las obras Naufragio (1805) del pintor inglés William Turner (17751851) y El incendio del Kent (1827) del pintor francés Théodore Gudin (1802-1880), en las que los desastres marinos se nos presentan como la lucha entre el ser humano y la naturaleza implacable, entre la voluntad de vivir y el destino. Pintar la catástrofe es recrearla en lo histórico: la destrucción de la ciudad de Pompeya por la erupción del volcán Vesubio. O es mostrarla como noticia de última hora en términos de ilustrar el reportaje periodístico con la edición extraordinaria. Ya en los tiempos del realismo e impresionismo, la pintura se vuelve consciente de que es tanto creación artística como testimonio visual de su propia época. En el cuadro La ejecución de Maximiliano (1867), de Édouard Manet (1832-1883), podemos ver que el fusilamiento, por un escuadrón de tropas mexicanas, de quien quiso ser emperador de nuestro país, puede considerarse un estudio de nuestra vocación por el morbo: de un lado está el pelotón de fusilamiento (casi todos dando la espalda, con la excepción de un soldado que revisa su fusil) y del otro están Maximiliano y sus acompañantes, Miramón y Mejía, en el instante mismo en que se les dispara a muerte. Pero hay un tercer grupo de personas en esta obra: los espectadores civiles que, encaramados en el muro de fondo, contemplan la escena. Manet nos recuerda que toda tragedia tiene sus testigos, que los desastres propician la curiosidad. Que esos mirones somos nosotros.

La literatura de desastres va de la mano de la era industrial y toma impulso creativo desde la sensibilidad romántica, cuando todas las barreras de la humanidad son derribadas por las nuevas maquinarias puestas en funcionamiento: trenes, cañones, barcos de vapor, globos aerostáticos. Máquinas que son más grandes, más veloces, más complejas y ostentosas. Es la idea de progreso la que anima a la creación de los nuevos inventos que la ciencia imagina y la tecnología hace posibles, la que empuja el espíritu humano a conquistar nuevas fronteras en cielo, mar y tierra. Ahora todo el planeta está al alcance de los sueños de la civilización y no hay nada que detenga esa ansia de alcanzar lo inalcanzable, excepto, claro, el desastre imprevisible, la sorpresiva catástrofe. Si hay una tragedia, en el espacio histórico reciente, que ejemplifica esta idea de que la mejor tecnología, la más nueva, la más segura, la más publicitada, tiene sus límites, no es otra que el hundimiento del barco de pasajeros conocido por el nombre de Titanic y que naufragara, en 1912, a pesar de que se anunciaba por sus constructores como

una maravilla tecnológica incapaz de hundirse por su estructura de departamentos estancos. Desde entonces y hasta nuestros días, el progreso no se ha detenido ni en sus promesas ni en sus logros colosales en comunicaciones y transportes. Pero por cada nueva invención -automóvil, avión, cohete, barco, puente, presa, túnel, submarino, nave espacial- hay una cantidad enorme de cosas que salieron mal, de errores, accidentes y fracasos que costaron innumerables vidas humanas. Y ante estos desastres que conmovieron a la humanidad, la literatura de este género va explicando los mecanismos que llevaron a tales tragedias. Desde Una noche para recordar hasta De hombres y fuego, de Tiempo de morir a Chispas en la oscuridad, estamos ante una narrativa periodística que pone el énfasis en la serie de malas decisiones, negligencias y cegueras que llevaron a que muchas maravillas tecnológicas terminaran en amasijos calcinados, en tumbas sin sosiego. ¡Lo mismo pasa en series televisivas como Mayday! o Seconds from Disaster, donde la cadena de acontecimientos va explicando las decisiones que llevaron a la muerte colectiva a tantas personas, decisiones que en muchos casos no estuvieron en sus manos ni pudieron impedir, aunque hubieran querido. Pero aun sabiendo los riesgos que corremos, los seres humanos preferimos lo malo por conocer que lo bueno por conocido. En este siglo XXI somos una mezcla de sueños por crear, aunque para hacerlos realidad tengamos que pasar por la pérdida, el dolor, la angustia. Es el precio de ser dioses de nosotros mismos, supongo, de creernos infalibles en todo tiempo y circunstan-

cia. Así, mientras se acumulan los desastres a nuestro alrededor, mientras las imágenes de naufragios, accidentes aéreos, explosiones de gas, terremotos, huracanes, incendios forestales que llegan al mismo corazón de zonas habitadas, el arte también debe lidiar con el orbe en su violencia desatada. Sean guerras en forma o conflictos soterrados, sean ejércitos en marcha o enfrentamientos criminales, estamos ante una realidad donde el horror se multiplica.

Ejemplo destacado de nuestra vida nacional, en su guerra contra los cárteles de las drogas, lo tenemos en la obra visual de Fernando Brito, un periodista mexicano que ha sido testigo presencial de la violencia criminal como fotógrafo para el periódico El Debate de Culiacán, Sinaloa. Sus imágenes muestran la secuela sangrienta del narcotráfico, pero los cadáveres que capta los presenta a la manera clásica: como si la propia naturaleza (árboles, serranías, montes, la orilla de un río) les diera albergue y sentido. No son la cruda exhibición de los muertos de una guerra entre el estado mexicano y los grupos criminales, sino el acercamiento a unos cuerpos cuyo significado humano es relevante, es imprescindible para no olvidar lo que son sin importar a qué bando pertenezcan. Por eso la exposición fotográfica que integra estas obras se titula, muy poéticamente, “Tus pasos se perdieron con el paisaje”. Brito no pretende mostrarnos la muerte violenta al estilo de la revista Alarma!, sino que nos presenta a los cuerpos sin vida con el estilo realista de Gustave Courbet, donde el ago-

Fotos: Archivo

bio de la muerte atempera la expresividad mesurada de su diaria contemplación. Brito no es un fotógrafo de nota roja como el estadounidense Weegee, seudónimo de Arthur H. Fellig (1899-1968) o como el mexicano Enrique Metinides (1934). Aquí lo humano opaca al sensacionalismo. le gana por mucho a la sangre derramada. En términos artísticos, ya Marina Azahua ha dicho en su libro Retrato involuntario (2014), que “como testigos, siempre llegamos tarde, después del desastre, una vez que la historia ya sucedió”. Sin embargo, en la actualidad, el fotógrafo contemporáneo, el testigo presencial que usa su teléfono o su tableta para captar el momento que vive en su horror, es a la vez testigo y protagonista de pérdidas humanas. Dice Azahua que, antes de tirar la piedra de la indignación ante el que fotografía o graba en video el desastre que tiene, por azar, frente a sus ojos: “Lo que me parece verdaderamente escalofriante no es el muerto (como ella misma lo ejemplifica: el niño baleado, el auto chocado, el cadáver a la vista de todos), sino que tras descubrirlo, nadie se quisiera quedar a enterarse de qué fue lo que le sucedió. ¿Qué ocurre si entendemos el morbo como un rito social, como una catarsis a través de la cual resulta posible procesar la muerte de un individuo en un nivel colectivo?”. Y Azahua termina sugiriendo que, aunque “mucho se critica al que se detiene a mirar a los muertos. Peor, considero yo, sería que nadie los mirara. Sería entonces como si nunca hubieran muerto y, por tanto, como si nunca hubieran vivido”. El desastre de lo actual es la ruina del presente. No se requiere un futuro apocalíptico para experimentar esa sensación de que todo está por acabar. Como los movimientos milenaristas de la Edad Media, en que todos esperaban el fin de los tiempos, la ruina, en sus desastres contemporáneos, nos hace habitantes del porvenir esperado en nuestra propia época: somos testigos de un progreso que se vuelve contra sus creadores, de una civilización que sólo deja tragedias como herencia de sus logros tecnológicos.

Ruinas a la mexicana

En el arte mexicano, aparte de la etapa de la pintura costumbrista, donde se sigue el ejemplo europeo de utilizar las ruinas como decorados, la destrucción es vista con tintes positivos. Se destruye el mundo viejo, anquilosado, renuente al cambio, para construir desde sus ruinas un mundo nuevo, más justo y esperanzador. La Escuela Mexicana de Pintura, la que va de la mano con la consolidación del régimen de la Revolución Mexicana, establece tal rumbo estético, ideológico, con artistas de la talla de Diego Rivera, José Clemente Orozco o David Alfaro Siqueiros, quienes hacen del caos revolucionario una diosa fértil, una deidad que destruye para crear. Según estos artistas, las ruinas son necesarias para levantar, desde sus escombros, un México futurista.

Pero tal vez sea Frida Kahlo quien mejor retrata la ruina a la mexicana: el cuerpo mismo de la artista, destrozado por un accidente, es el símbolo de una ruina que se niega a perder el apetito por la vida, a volverse un escombro más de la dolencia crónica. En las pinturas de Frida no se encubre el trauma, la incisión, el corsé del tiempo. Frida se rebela ante la enfermedad que el destino le impone y construye, como un discurso alternativo, los pormenores de su sufrimiento, las heridas que se multiplican y que, a pesar de ellas mismas, Kahlo acepta como parte inherente a su propia personalidad. El mexicano, a la Frida Kahlo, no niega la ruina que es, pero tampoco se queda lamentándose de su presencia corporal, de sus dolencias. La ruina se convierte, de esta manera, en una calavera de dulce para jugar, para morder, para seguir viviendo contra todo pronóstico. Una fiesta que empieza por uno mismo. Y si vemos a pintores posteriores, la ruina se vuelve mitología sideral en Rufino Tamayo, diluvio eterno en Vicente Rojo. O como la pintura de Francisco Toledo, en donde los seres de la naturaleza participan en un jolgorio con tintes de asombro, en una ceremonia genésica. La ruina, en este pintor, es lo que devora sin restricciones, lo que coge sin preámbulos, lo que se alimenta hasta el hastío. El orgasmo voraz como el acto distintivo del fin del mundo. Un momento fugaz entre un universo que nace para morir y un cosmos que muere para nacer.

Las ruinas que somos

Las ruinas de nuestro tiempo son emblemas de la tecnología sin control, de la destrucción masiva como parte del esfuerzo bélico. Las vemos en los cuerpos fragmentados en el Guernica de Pablo Picasso y en las fotografías tomadas en los campos de exterminio nazis y en las ciudades bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial: Dresde, Stalingrado, Hiroshima, Nagasaki. Son arte de lo que falta, de los que ya no están. Son fragmentos de los ausentes, de la vida que ya nunca volverá a ser la misma. Eso es lo que hace el arte en semejantes situaciones límites: hacer un registro de las ruinas como rostro de la humanidad, como estigmas que hieren el cuerpo social, como marcas de dolor e ira que la memoria colectiva guarda y preserva. En el arte actual, las ruinas no traen consigo un sentido de encantamiento, una atmósfera de magia en estado puro. Las obras de arte que se acercan a ellas sólo comparten un sentido de indignación, de frustración. La ruina, al menos las que son artísticamente presentadas durante los siglos XX y XXI, son testimonios de la destrucción colectiva en vivo y en directo, son retratos hablados de la catástrofe social que nos rodea, de los desastres masivos que la mano del

hombre ha puesto en marcha: ciudades arrasadas por la guerra y sus ansias de exterminio (Guernica, Dresde, Hiroshima, Gaza), atentados terroristas (las Torres Gemelas) o accidentes tecnológicos (Chernóbil, Fukushima).

Lo que en el romanticismo eran objetos de arcaica belleza, de estilizada armonía, en nuestra época son sólo fragmentos sin forma, caos multiplicado hasta el infinito, esbozo sin identidad definida. Las ruinas de nuestro tiempo son el colapso de una forma de producir, de consumir, de contaminar hasta el hartazgo, hasta el exterminio. En las ruinas de hoy la sangre sigue fresca. No son memoria sino premonición. No son la excepción sino la regla. No dan nostalgia, sino que provocan una sensación de desamparo, de futilidad acumulándose, de futuro incierto. Un destino donde el polvo es algo más que una metáfora, donde la nada es la forma suprema de la imaginación, donde el vacío es tan vasto como el cosmos, donde el desierto es el horizonte ideal. Como en la película Stalker (1979) de Andréi Tarkovski, el cineasta ruso, las ruinas son los testigos de cargo de la historia: un espejismo latente bajo las aguas estancadas del progreso, la ausencia del ser humano que nadie añora, pero que sigue presente en sus armas, en sus instrumentos de poder. Son lo que sobrevive de nuestra sociedad como vestigios inútiles, como objetos inservibles. Fantasmas que nos devuelven la mirada. Voces que nos susurran al oído: “Tú eres la suma de todos tus percances. Sin ellos no tendrías nada que compartir con los demás excepto la inane felicidad de la rutina”.

“Eso es lo que hace el arte en semejantes situaciones límites: hacer un registro de las ruinas como rostro de la humanidad, como estigmas que hieren el cuerpo social, como marcas de dolor e ira que la memoria colectiva guarda y preserva”

Y como todo habitante del siglo XXI lo sabe: ya no hay rutina que nos salve, ni hábito que sirva para paliar el dolor que nos espera, la avalancha del porvenir que está por sepultarnos. Por eso las ruinas son escenarios, altares, pruebas irrefutables de la humanidad que somos. Por eso los artistas las buscan, las retratan, las interrogan. Porque en ellas está el tiempo en su vendaval, la eternidad en su polvareda. Ese lapso que se da entre el asombro y el terror, entre la sorpresa y la desolación. Artefacto artístico que anuncia la caída de nuestros magnos sueños, el triunfo de nuestras peores pesadillas. Un estallido cósmico mientras el mundo avanza hacia el abismo de su propia soberbia. Porque más que sujetos perdurables somos escombros, residuos, cenizas. Hoguera que todo lo consume. Remolino que todo lo dispersa. Creación que nace del cascajo y al cascajo vuelve: feliz por la destrucción que contiene, por el caos que incita, por la confusión que genera. Rito ancestral en su suicida apariencia. Lo que nos hace humanos por incansable furor, por obsesivo exterminio.

Rebauticemos las estrellas

La especie que describe el espacio y está preparada para navegar por él empieza a vislumbrar que, aun teniendo conocimiento, carecerá de hogar y no quedará nadie que disfrute del honor de poder soñar

Por Lídia Jorge Es escritora. Su último libro publicado es El viento silbando entre las grúas lidiajorge.com

Los hombres, volando a través del espacio, infectarán el cosmos.  José Saramago

1.

Si regresamos por un momento al siglo XVIII, bien pudiera ocurrir que yo fuese esa campesina que se levantaba de madrugada para ordeñar las vacas y, al admirar el cielo estrellado, daba gracias a Dios por haber envuelto la Tierra con su manto de joyas celestiales para proteger a los animales y a los seres humanos. Para ella, el principio de la Tierra provenía del corazón de la divinidad, y su fin, que ella no podía imaginar, se produciría en el mismo lugar sagrado. Luego, llenaba las tinajas de leche y las distribuía por toda la aldea.

El caso es que también podría haber sido otra persona, aunque las probabilidades fueran algo menores. Una aristócrata de un condado austríaco, por ejemplo, y vestiría de seda, me empolvaría el pelo y bien podría haber asistido a la primera representación de La Creación, de Haydn, en el palacio de Carlos Felipe de Schwarzenberg en Viena, la noche del 30 de abril de 1798.

Con una peca falsa en el rostro, y una bolsita de encaje en las manos, en el momento en el que la música abandonara los acordes irregulares que imitan el caos de los orígenes y los sonidos cambiaran de repente para vibrar con fuerza anunciando la aparición de la luz, yo también me levantaría de mi silla y estallaría en aplausos de conmoción en medio de la radiante sala. A fin de cuentas, la música era capaz de demostrar la armonía del mundo.

2.

En lo que a la armonía del mundo se refiere, la campesina, la aristócrata y el compositor bebían en el siglo XVIII de la misma fuente. Johannes Kepler había profundizado en la ley de armonía de las esferas, que se basaban en el mismo principio divino. Casi dos siglos después, Joseph Haydn contaba que, mientras componía La Creación, cuando la inspiración le fallaba, se detenía, se arrodillaba, rezaba y el Todopoderoso le enviaba la solución más adecuada para seguir escribiendo la partitura. Cada una de sus composiciones aparece coronada por la fórmula de alabanza In nomine Deo y finaliza con una pareja declaración votiva,  Laus Deo. Lo cierto es que, desde el propio Génesis, la teoría del caos inicial se daba por

supuesto, pero se estaba muy lejos de imaginar el Big Bang, ese principio de creación espontánea conforme a una energía inmanente, autónoma, acaso surgida de la nada.

Aún no se había puesto en marcha la teoría de la selección de las especies, mediante la cual nos situaría para siempre Charles Darwin en el orden de los primates, por más que, al principio, el concepto de selección natural lo concibiera el propio científico como una ley de la naturaleza adaptativa en obediencia al proyecto de bondad de Dios. Pero todo indicaba que la duda acababa de instalarse entre nosotros. El golpe final a las creencias de la campesina, de la aristócrata y de Haydn se asestaría unas cuantas décadas más tarde de la mano de los maestros de la sospecha, como los llamó Paul Ricoeur: Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud.

A partir de entonces, el vínculo entre lo humano y el espectáculo del firmamento se quebró. Empezamos a vernos como meros tornillos en la máquina de producción, uniendo dos tuercas en tensión, el oprimido y el opresor, de la mano del primer maestro. O como amos de nosotros mismos, únicos dioses imaginables, de la mano del segundo. O como criaturas aferradas a la vida por la ley del placer, en las que la bondad y la compasión no son más que la prolongación de la satisfacción de un animal sometido al poder de Eros, de la mano del tercero. En otras palabras, por fin estábamos como nacimos, magníficamente solos. Y así seguimos.

3.

Entre tanto, ajenas al ritmo de  La Creación, las estrellas y galaxias empezaron a multiplicarse de tal manera por todo el espacio que cada mañana sabemos que el cosmos se presenta ante nuestros ojos como infinito, mientras que los seres humanos, entidades frágiles, podríamos dejar de tener pronto nuestro propio lugar. Paradójicamente, la misma especie que describe el espacio y está preparada para navegar por él empieza a vislumbrar que, aun teniendo conocimiento, carecerá de hogar y no quedará nadie que disfrute del honor de poder soñar. No sorprende, pues, que hace unos días trascendiera la noticia de que se quiere crear en la Luna una reserva de nuestras especies terrestres para asegurar la supervivencia de la vida animal en la Tierra en caso de extinción. Hay muchos otros parecidos, pero en esta ocasión se trata de un programa del Smithsonian Institute, que gestiona museos y proyectos de investigación en EE. UU. A esta reserva, que se presenta claramente como

una suerte de memoria de la vida en la Tierra, no han faltado quienes la llamen la caja fuerte del Juicio Final.

4.

Si queremos ser menos dramáticos, podríamos llamarla una nueva Arca de Noé. Pero entiendo que los más jóvenes hablen de una caja fuerte, un objeto cuya función es guardar el tesoro bajo siete llaves para evitar el exterminio.

Así, no sorprende que la guardiana de la armonía en la exploración espacial en la ONU (Organización de las Naciones Unidas), Aarti Holla-Maini, sonriera con cautela al hablar de la más que evidente posibilidad de una ramificación en la política espacial entre Estados Unidos y China, lo que llevaría al exterior de la Tierra la misma tensión, beligerancia y competencia desleal e inhumana que aquí practican sus dirigentes a plena vista. Al tener que lidiar con tan incurable afán por el dominio territorial, ella sabe bien que se corre el riesgo de que se convierta en una carrera por el territorio de los cielos. El concepto de infección del espacio por parte de la especie humana se ha convertido en un problema.

“No sorprende, pues, que hace unos días trascendiera la noticia de que se quiere crear en la Luna una reserva de nuestras especies terrestres para asegurar la supervivencia de la vida animal en la Tierra en caso de extinción”

5.

Con todo, hay quienes, por oposición, siguen con fervor opiniones que van en dirección contraria. Por ejemplo, las del británico Brian Cox, científico y estrella del rock, para quien todo lo que está sucediendo en el campo de la exploración espacial es apasionantemente hermoso. Para él, una vez que el daño infligido al planeta Tierra es irremediable, se hace necesario encontrar en el espacio los recursos de supervivencia que nos van a faltar. La Tierra bien podría quedar como una reserva habitacional que nos proteja mientras no haya viviendas mejores. Su esperanza es cautelosa pero ilimitada, y la creencia en el papel de la supervivencia de la especie gracias

al poder de la ciencia funciona como un bálsamo. A su optimismo científico militante, Brian Cox añade el hecho de haber sido teclista de las bandas Dare y D:Ream de modo que no deja de asociar la investigación con la música, las artes con la cosmología y la astronomía, practicándola. Ahora la música y las ciencias exactas viven del juego de los números, son disciplinas pitagóricas. Fueron las palabras de Brian Cox las que me llevaron a pensar de nuevo en los movimientos de La Creación en una época en la que la palabra contraria domina nuestros tristes días.

Lo que más destaca de este oratorio es la descripción musical, casi ingenua, de los distintos momentos del surgimiento de la vida. Sabemos que su valor es alegórico, nada más. Y, por otra parte, escuchando el diálogo entre voces e instrumentos, ¿qué importancia tiene la verdad científica frente a la belleza? ¿No es acaso la belleza el resultado de una ciencia inefable? Por mí, en vísperas de una previsible carrera sin fin, habría que rebautizar el espacio con el nombre de las grandes piezas musicales que la humanidad ha producido en forma de triunfo de la especie. La confianza es un dios humano que hace maravillas.

Traducción: Carlos Gumpert.

En plan de retiro

(Parte VII)

YPor Enrique Botello

*Fotógrafo y docente de la Facultad de Artes (UABC) chocorrol_@hotmail.com

a lo he contado, cuando decido dedicarme a la fotografía, consideré que sería mi nueva carrera y, como tal, quise estar lo mejor informado y formado, ser un profesional, a pesar de que en el entorno y tiempo de principios de los años 90 del siglo XX, en Ensenada no existían carreras afines.

Definitivamente agradezco coincidir con mi maestro Ricardo Magaña, que nuestra generación nos mostró el universo tan grande que era la fotografía y dio lugar a que me quedara claro que había que estudiar y practicar mucho. Él era, por decirlo de alguna manera, un apóstol de Ansel Adams, creador del Sistema de Zonas; entonces Ricardo nos compartió conocimientos complejos para el dominio de la exposición y la impresión. Pero, además, traía consigo la experiencia del conocimiento del arte, la cultura popular y la bohemia, así que sus enseñanzas además de teóricas, aterrizaban en lo mundano.

Recuerdo dos cosas que me quedaron muy grabadas; la primera: “Un negativo es como una partitura, cada quien lo interpreta como quiera”. A la fecha lo pienso cada vez que proceso los archivos RAW. Lo segundo fue: “Difícilmente tendrás una segunda oportunidad para causar una buena primera impresión”. Esta última me ha conseguido una infinidad de oportunidades en lo profesional, a pesar de, a veces, ser un remedo de patán. Su labor como maestro era compartir conocimiento, y no sólo se acotaba al tema fotográfico, junto con ello venía la música, los grandes pintores, el cine y por supuesto la literatura. En las tertulias y bacanales nos leía poemas, de pronto agarraba la guitarra y amenizaba la noche. Siempre había una referencia a grandes artistas de la historia.

desde entonces es uno de mis libros de cabecera, lo puedo abrir en cualquier página y siempre encontraré alguna motivación para seguir en este oficio.

“Ricardo Magaña traía consigo la experiencia del conocimiento del arte, la cultura popular y la bohemia, así que sus enseñanzas además de teóricas, aterrizaban en lo mundano”

En mi afán de aprender y sin tener mucha idea del contexto de la fotografía mexicana de esa época, un día vi un anuncio en La Jornada Semanal, era un diplomado sobre producción audiovisual, lo impartiría un maestro del Institut National de L´audiovisuel y la sede era en la Universidad del Claustro de Sor Juana, decidí ir al entonces Distrito Federal, solicité apoyo a la Universidad y me dieron el vuelo, entonces no tenía suficientes recursos económicos y no me alcanzaba para la inscripción, aún así me fui, me presenté en el Claustro y solicité una beca, pero me ofrecieron un convenio y pude entrar. Llevé algo de equipo para vender y logré sobrevivir hospedado en la casa de mi tía Loreto.

vez que se revelaba. En este primer viaje, como en todos los subsecuentes, lo más relevante era la gente que pude conocer, en esta ocasión me tocó compartir el curso con la pareja de Andrés de Luna, ya que ella le ilustraba con fotos su columna en La Jornada Semanal sobre temas eróticos. Otro fotógrafo fue Raúl Ortega, según me contó ellos estaban ahí por intercambio de publicidad para el curso; con él tuve la oportunidad de colarme a los entrenamientos de la Selección Mexicana de Futbol; era la época de Campos y García Aspe bajo la tutela de Mejía Barón, ¡entonces no lo podía creer! Meses después, durante el levantamiento Zapatista de 1994, se publicaron muchas de las fotos de Ortega en La Jornada.

Un día me prestó un libro, Diálogos con la fotografía, de Paul Hill y Thomas Cooper; era un libro de entrevistas con algunos fotógrafos relevantes del siglo XX: Cartier-Bresson, Eugene Smith, Brassaï, Paul Strand, Man Ray y otros más, incluido don Manuel Álvarez Bravo; sobra decir que ya era admirador de la mayoría, pero leer sus vivencias me hicieron entender la humanidad detrás del fotógrafo,

Entonces empezó mi primera de muchas aventuras en temas de la enseñanza de la fotografía, el curso fue interesante, se trataba de crear una historia a partir de un tema cotidiano, pude hacer dos, unos sobre un limpiador de calzado y otro de un payaso de crucero. Lo interesante, y que lo hacía más complicado, era que deberíamos usar película de transparencias, con este material, el margen de error era mínimo, pues no había corrección de exposición una

El siguiente viaje fue al V Coloquio Latinoamericano de Fotografía; a ese evento el entonces Instituto de Cultura de Baja California invitó a los fotógrafos más destacados del Estado; yo recién había ganado el primer lugar en la Bienal artística y me pusieron en la lista de invitados a asistir.

Vinieron muchos viajes más, ya los contaré, uno a uno, en ediciones posteriores. Recuerdo el Cervantino, en que el Taller de Fotografía de Extensión Universitaria (Universidad Autónoma de Baja California) fue invitado con la exposición “Latitud 51´32” y coincidimos en Guanajuato mi maestro Ricardo Magaña y mi gran amigo Sergio Ramos… ¡Fue un encuentro de antología!

Los fotógrafos, Ricardo Magaña y Enrique Botello. Foto:

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