Iridiscente
Santiago A. Matute M.
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©Santago A. Matute M. © Fundación Editorial el perro y la rana, 2016 Centro Simón Bolívar, torre norte piso 21. El Silencio Caracas-Venezuela 1010 Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399. correo electrónico: comunicaciones@fepr.gob.ve editorialelperroylarana@fepr.gob.ve www.elperroylarana.gob.ve www.mincultura.gob.ve/mppc/ ©Ediciones Sistema de Editoriales Regionales, 2016 Guanare-Portuguesa 3350 correo electrónico: sistemadeimprentasportuguesa@gmail.com ISBN 978-980-14-3550-1 LF DC 2016000526
El Sistema de Editoriales Regionales es un proyecto editorial impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, en corresponsabilidad con la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una imprenta que le da paso a la publicación de autoras y autores, principalmente inéditos. Cuenta con un Consejo Editorial integrado en su mayoría por promotoras y promotores de la cultura propia de cada región. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la difusión de ideas y saberes que contribuyan a la consolidación del Poder Popular: el libro, como documento y acervo del pensamiento colectivo.
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Prefacio Días atrás, se conoció la noticia del hallazgo de un cadáver en avanzado estado de descomposición. Los informes forenses arrojaron datos absurdos; ningún cuerpo podía pasarse poco más de dos días en el suelo y presentar los rasgos de una momia reseca. La ciencia lo negaba y los investigadores no encontraron nombre para el incidente. ¿Se trataba de un accidente o un asesinato? En menos de una semana, la historia se hizo viral, en contraposición con los esfuerzos por mantenerlo en secreto. El inspector Ángel Aguilar recibió la orden de acudir a la escena del descubrimiento de nuevos cadáveres, a tan sólo cincuenta kilómetros del anterior. Aquello empezaba a adquirir tintes de un posible crimen, y no porque de repente, en algún desesperado intento por adivinar una explicación, se decidiera elegir dicho camino, el camino de las conspiraciones, sino por las pistas encontradas. Mientras por su cabeza rondaban esos pensamientos, su coche patrulla se movilizaba por una carretera en línea recta, en una llanura cubierta por pasto verde. Faltaba poco para llegar. Minutos luego estacionó en la entrada de un camino empedrado. La zona estaba acordonada y por lo tanto no había espacio para adentrarse más con todos esos vehículos policiales aglomerados. Se apeó y escudriñó lo que se gestaba. Sobre un suelo arenoso se erguía una vieja casa de estilo sencillo, de las que compraría la gente de clase media baja. Varios funcionarios de la policía científica caminaban de aquí para allá, hablando unos con otros; no había señales de alguna víctima aún. Al sur, un bosquecillo se extendía sobre varias hectáreas. Notó que algunos de sus compañeros se adentraban en él. En cuanto se supo con suficiente información visual, levantó la 10
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cinta que rezaba Área restringida, NO PASE y se encaminó hacia la casa. Esa tarde el sol no tenía ninguna nube que le ocultara y el calor amenazaba con incinerarlos. Saludando a cada uno de sus camaradas que se topaba, llegó al pórtico, a salvo de los rayos ultravioleta, y echó una ojeada a través de la puerta principal a la sala de estar. Un funcionario, con el rostro oculto tras la mascarilla y las manos cubiertas por guantes de látex, colocaba una pequeña señal con un número ocho en el piso, al lado de lo que parecía ser un zapato deportivo rosa. En lo que este lo vio, se enderezó y caminó hacia donde estaba, quitándose con cuidado la mascarilla. —Inspector —se dirigió con respeto a él—. Llega a tiempo. Ángel le quiso estrechar la mano, pero el otro levantó ambas a la altura de los hombros como para que se fijara bien en la presencia de los guantes. El inspector se llevó la susodicha mano al bolsillo del pantalón. —Cuéntame, ¿cómo está la situación? —dijo. —Esta vez son dos mujeres, exactamente igual que aquel pobre hombre. Hay una en el patio trasero y la otra está en uno de los dormitorios. —¿Y qué hay en el bosque? Veo que algunos están metidos allá. —Es una de las pruebas de que se trata de algo más que un accidente. Hay un árbol cortado como si le hubiesen partido en el primer intento. —Pudo haberlo hecho cualquiera. No necesariamente tiene que ver con lo que hay aquí. —Está podrido de alguna forma, por eso lo tomamos en cuenta. Se ennegreció. —Vaya, eso sí que es raro. Va a ser un verdadero problema encontrarle el sentido. Pero no es prueba suficiente para anunciarlo como un asesinato.
—Pues acabo de decir que es sólo una de las pruebas. Tal vez debería asomarse al cuarto. —No creo que sea buena idea, a sabiendas de que podría contaminar la escena. —Ya todo está contaminado allí. En la voz del hombre había un matiz sombrío que inquietó al inspector. No quiso discutir. Mientras el funcionario se apartaba para dejarle el camino libre, trató de prepararse psicológicamente para lo que sea que le esperase en el interior de la alcoba. Sus pasos le parecieron cada vez más ruidosos a medida que se adentraba en la sala de estar. Se encontró con tres puertas en la pared norte del recinto: a los lados, las de los dormitorios, y en el medio la del baño. La única abierta era la que ocupaba el lado izquierdo. A través de ella lo vio todo, sin necesidad de irrumpir, era algo que quizá recordaría cuando intentase dormir esa noche, y la siguiente, y la siguiente. Las camas estaban desarregladas y sus sábanas manchadas con una sustancia negra muy extraña. Ya el hedor le acuchillaba el olfato cuando empezó a detallar lo demás. Había tres maletas destruidas con su contenido esparcido por el piso; la mayoría de los objetos con su respectivo número, colocados por el hombre de la mascarilla. Y al fondo, en una pared salpicada de la misma cosa negra, reparó en el cuerpo que buscaba. Una mujer, una momia, cuya ropa compartía el color de la podredumbre. Sus cabellos resecos tiraban al gris, y se desparramaban sobre su cuerpo flacucho, tan largos que le llegaban a las rodillas. No había ojos en las cuencas, y la expresión del rostro era de terror. Alguien la clavó con unos objetos filosos largos de color gris que no reconocía, atravesándola en las muñecas, las pantorrillas, el abdomen y el cuello. Sus brazos se encontraban extendidos y sus tobillos entrecruzados, la misma posición de un crucificado, rígida contra el muro. El fotógrafo estaba allí, registrando con su
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cámara cada indicio. El inspector se dio la vuelta y salió de regreso al pórtico. Tenía náuseas. Se sostuvo de la pared con dificultad, como si estuviese mareado, aunque no era el caso. El hombre de la mascarilla lo observaba con seriedad. Era joven, de unos veintitantos años, pero parecía muy maduro. —¿Notó lo extraño? —le preguntó. —¿A cuál de todas las cosas raras se refiere? —respondió el inspector. —Su rostro. Esta es la única que conserva una expresión. Los otros no daban la impresión de haber sufrido. Ángel Aguilar lo miró al rostro. Alrededor, los otros oficiales estaban atentos a la conversación. No le interesaba llevar aquello a lo subjetivo, no deseaba alimentar lo que podría convertirse en una historia de miedo para contar en las noches; su trabajo era buscar respuestas lógicas y explicar los hechos. —Quizá es porque la crucificaron —dijo—. No te devanes los sesos. Ya queda claro que se trata de un asesinato. Es lo que se buscaba.
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El señor Dugarte, durante una de sus caminatas nocturnas por la playa, encontró unos antiguos manuscritos entre las enormes rocas que siempre terminaba visitando. A sus cuarenta años ya no le quedaban ni vestigios de aquella curiosidad que tuvo cuando niño; sin embargo, el hallazgo le despertó todo eso en menos de un segundo. Al ver los viejos y desgastados pergaminos incrustados en una gran grieta, sus ojos se iluminaron y tomó la apariencia de un jovencito de diez años con envejecimiento prematuro. Trató, con el mayor cuidado posible, de sacarlos sin hacerles ningún daño, pero de todas formas se rajaron en varias partes. Aun así, no se sintió decaído, porque los había extraído. En los meses que caminó por esos lares, desde que se mudara a su casa veraniega, nunca se fijó en aquella roca, pero estaba seguro de que no podía haber pasado por alto lo que acababa de hallar. Sólo le bastó acercarse unos metros y empezar a darse la vuelta con intención de volver, para percatarse del cambio en su perspectiva. Lo más probable era que alguien los hubiera colocado recientemente; no obstante, no era posible, porque los manuscritos estaban manchados con una especie de óxido que posiblemente adquirirían directamente de las rocas, y además olían a salitre. Quizá fueron traídos por la marea de hacía unos días, era lo que pensaba, pero en el fondo sabía que eso también era imposible. En cualquier caso, estando en lo cierto o no, allí se encontraba, de pie bajo la luz de la luna, pisando las arenas de la playa con unas delgadas chancletas, luciendo un pijama de rayas amarillas y verdes y sosteniendo unos papeles viejos (más bien antiguos) en la mano. Se sentía como un investigador secreto, como un agente en busca de la pista de un gran descubrimiento. Al revisar los 14
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valiosos pliegos se dio cuenta con cierta decepción que contenían grandes párrafos escritos en algún lenguaje que desconocía. Podía ser sánscrito, tailandés o serbio, y sin embargo no notaría la diferencia puesto que nunca había visto la escritura de dichos idiomas. Estaba tan mal informado de otros lenguajes que confundía el japonés con el mandarín. Pero eso no importaba, porque tenía algunos amigos que conocían esos temas. Su situación actual era la soledad, pues acababa de terminar un largo y tortuoso divorcio, donde perdió gran parte de su fortuna y a sus dos hijos, y además decidió alejarse de la ciudad para descansar de los dolores de cabeza que sufrió. El primer mes que pasó ahí se sintió de maravilla, pero a partir de entonces empezó a extrañar la compañía de sus mejores amigos, quienes tenían un nivel alto de paz interior y siempre se lo contagiaban. La paz que le prometió su madre que hallaría en el retiro, resultaba insípida en comparación con la que emanaban aquellos personajes. En suma, eran tres, de apellidos algo curiosos: Ignacio Membrudo, un hombre de treinta y tantos, con extraños gustos hípster en cuanto a vestimenta y que usaba gafas de montura rectangular pues tenía mala vista; Alonso Tocayo, quien era diestro con las computadoras y había logrado adquirir una prominente barriga por dejar de hacer actividades físicas y comer demasiado, y Franco Matamoros, el experto en lenguajes e idiomas (los otros dos sabían sólo lo necesario), quien poseía un montón de doctorados que lo convertían en una biblioteca andante; era un delgaducho individuo de aproximadamente su edad y casi siempre se vestía formal. Tres amigos que Nicolás Dugarte jamás imaginó conocer; tres personas diferentes que convivían perfectamente, y ello gracias a que tuvo la suerte de estar en el momento y lugar adecuados. Si su juicio no fallaba, él era el puente que los unía. Mientras volvía a su casa, revisando los pliegues de pergamino y tratando de impedir que salieran volando, pensaba en ellos y
planeó llamarlos inmediatamente. De seguro alguno respondería, pues a veces se quedaban despiertos hasta tarde y la hora no pasaba de las nueve… Así, entre planear y caminar, examinó el último pergamino, que correspondía a un manuscrito diferente (todos eran diferentes y tenían firmas al final), donde encontró una frase en su idioma, seguida de un código compuesto por sólo el número uno y el cero, el cual le pareció conocido. Rezaba así:
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La coraza indestructible. 01010100 01100101 00100000 01100101 01110011 01110000 01100101 01110010 01100001 00101100 00100000 01001110 01101001 01100011 01101111 01101100 11100001 01110011 00100000 01001100 01101111 01101110 01100111 01101111 01100010 01100001 01110010 01100100 01101001 Por un lado, se alegró de ver palabras en español, pues aceleraría la traducción de ese pergamino y por lo tanto su comprensión. Pero el montón de numeritos pareció prometerle una batalla grande. No recordaba la última vez que se enfrentó a algo difícil, quizá fue cuando intentó estudiar en la universidad ingeniería mecánica; no lo sabía. No obstante, aquello se le antojaba engorroso a pesar de que sólo veía dos cifras. Le empezaba a sonar una palabra para clasificar la combinación. Podía tratarse de un lenguaje, como el código morse pero con números. Código be... mi..., pensaba, tratando de rememorar. En realidad no tenía que hacer el esfuerzo, porque seguro sus amigos reconocerían cada simbología, palabra, número y combinación de números que les pusiera enfrente. Habiendo llegado a casa, aproximó una butaca a la mesilla donde estaba el teléfono, en la sala de estar, y marcó el número 16
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del más importante (en términos de conocimientos sobre lenguas) de sus amigos. Se puso el aparato en la oreja y dejó que el tono sonara unas cinco veces antes de colgar; Franco siempre atendía rápido pues tenía teléfonos en toda su casa, y además su sueño era liviano. Si no respondía significaba que estaba ausente. Marcó el número de Alonso y con éste sí estableció conversación. —Aló —dijo la voz de su amigo a través del auricular. —Alonso, soy yo, Nicolás. —Ah, hola. ¿Cómo te va por allá? —Perfecto, no hay nada mejor que estar en una playa desolada. Alonso rió. Luego agregó: —Creí que te gustaba. Cuando dijiste que te ibas a descansar de tu mujer, pensé que no volveríamos a saber de ti. —Ex mujer —corrigió Nicolás—. Y no, no me gusta; sólo vine porque mi madre me lo recomendó cuando le dije que tenía mucha migraña. —Oh, ahora todo cobra sentido —una pausa—. ¿Y qué me cuentas? ¿Qué hay de nuevo? —No mucho; llamaba para pedirte un favor. ¿Tienes tiempo para un viaje? —¿A qué te refieres? ¿Quieres que vaya a visitarte? —Sí, pero en verdad quería que vinieran también Franco e Ignacio. —¿En serio? ¿Por qué? —¿Tienes tiempo o no? —Eh... Sí. Podría ir mañana en la tarde. Pero dime, ¿de qué se trata? —¿Sabes qué idioma es ese que usa sólo el uno y el cero? —¿Te refieres al código binario? —Creo que sí... Bueno, no estoy seguro. Cuando vengas te enseñaré lo que tengo aquí.
—¿Tu ex te dejó amenazas de muerte? No es la primera vez que pasa. —No, no es eso. Ya lo verás. Mientras tanto, llamaré a Ignacio. ¿Tienes idea de dónde pueda estar Franco? Porque no responde su teléfono. —Está haciendo negocios. ¿Tienes su número de celular? —No. —Entonces yo lo llamaré. —Bien, nos vemos mañana. Salúdame a Franco de mi parte. —Sí, por supuesto, chao. Se oyó el tono continuo que anunciaba que Alonso había colgado. Nicolás se quedó mirando el aparato un rato, escuchando las olas romper en la playa. Luego se fijó en los manuscritos, que reposaban sobre el sofá, a su derecha. Le pareció que alguna vez vio unos pergaminos así de desgastados en un museo; tal vez eran los Manuscritos del Mar Muerto, no estaba seguro. Normalmente era su mujer la que se interesaba en esas cosas de antigüedades. Lo intrigante de todo aquello era que habían usado esos números arábigos cuando debieron utilizar los romanos u algún otro, si de verdad la pinta que tenían correspondía a una vejez milenaria. En fin, se dispuso a tomar de nuevo el teléfono cuando algo interrumpió el sonido de las olas. Pareció que un barco hubiera pasado por la playa, provocando ruidos fuertes al arrastrar el agua. Suponía que era de esos que andan sin motor o algo así, porque fue lo único que oyó. De lo que sí estaba seguro era que se trataba de uno grande. Aquello lo hizo enfadar, pues había sido muy claro cuando compró toda esa zona: no quería incursiones inesperadas. Salió al porche y bajó los tres escalones que lo llevaban a las arenas, preparado para echar gritos por doquier. Pero no encontró nada a lo que gritar. La playa se hallaba vacía y no se veía ningún barco por ahí, a menos que se hubiese perdido en la oscuridad de la noche, cosa que dudaba; tendría que ser una
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lancha muy veloz. Caminó un poco más y se detuvo cerca de la línea que separaba la arena húmeda de la seca, hasta donde llegaba el agua espumosa traída por las olas. La brisa sacudía su ropa con fuerza y tuvo que abrazarse para intentar calentarse. Y continuó observando la oscuridad, como si con pensarlo pudiera hacer aparecer un navío que le diera explicación a lo que acababa de escuchar. ¿Acaso existía embarcación alguna en capacidad para esfumarse sin generar ruido? Si se trataba de una fragata, corbeta o un galeón, imaginaba que seguiría viendo sus velas alejarse. Jamás le había pasado nada raro en ese lugar. Una vez que transcurrieron como cinco minutos y ningún bajel apareció, emprendió el retorno a su casa, y entonces ocurrió. Por el rabillo del ojo percibió que el agua de la playa se movía con brusquedad, provocando un murmullo y salpicando metros de arena seca. Por fortuna no lo mojó a él, pero eso no le importaba. Hizo todo lo posible por ser rápido y aún así no logró ver la cosa. Pudo distinguir una elevación de agua que se alejaba, como cuando una ballena nada cerca de la superficie del mar, pero nada más. Se estremeció; ya no estaba emocionado sino asustado. Corrió de vuelta a su casita y cerró todas las puertas. Posteriormente, luego de tomar un hacha que reposaba en un rincón, se subió al sofá, esperando quizá que un bicho raro rompiera la puerta. Ahora la soledad no le causaba ninguna gracia. Su respiración se empezó a calmar unos minutos después y luego se dio cuenta de que todo aquello tenía una explicación. Quizá se trataba de una bestia marina, como las que tanto veían los pescadores nocturnos. Siempre había oído historias sobre eso, pero nunca las creyó. Ahora estaba seguro de que eran ciertas. Sí, ya conseguía estar tranquilo; la cosa no lo iba a visitar, porque su ambiente era el mar. Se dirigió al teléfono, dejando caer el hacha, y marcó el número de la casa de Ignacio Membrudo.
Para la tarde del siguiente día, casi a las tres, Alonso ya se hallaba en su casa y ambos esperaban a los otros dos en la sala de estar. Nicolás se sentaba en la butaca mirando cómo su amigo revisaba cada pergamino con detenimiento. Algunas de las rajaduras que se le habían hecho el día anterior se notaban más largas sin razón aparente. El hombre parecía muy concentrado y asentía con la cabeza, como si entendiera todo, a la vez que fruncía el ceño. Mientras tanto, la pierna izquierda de Nicolás daba nerviosos saltitos sobre el pie, como apremiando al personaje. Cinco minutos después, una vez revisado el último manuscrito con su código binario y todo lo demás, Alonso alzó la mirada hacia Nicolás, con una expresión extraña que parecía augurar buenas y malas noticias a la vez. Nicolás se sintió sobrecogido. Casi dejó de respirar. —Tal como te dije, es código binario, el que se usa para escribir palabras; está relacionado con el código ASCII —dijo Alonso—. No tienes que entenderlo del todo, pero sí te digo que lo puedo traducir. —Bien, ¿y lo demás? —No sé, habrá que esperar a Franco. Pero me da la impresión que aquí hay más de una lengua. Mejor dicho, hay más de una. —Vaya. Entonces ¿qué dice el código? —Tengo que volver a estudiar el sistema; casi no me acuerdo. Puedo encontrar un alfabeto en la Internet. A lo lejos se oyó el motor de un vehículo. Nicolás y Alonso supieron de inmediato que se trataba de la monstruosa camioneta todoterreno de Ignacio, quien había prometido pasar buscando a Franco, lo que les hizo suponer que él también venía en ese coche. Salieron a recibirlos. La parte delantera de la casa miraba hacia el mar; sin embargo, la fachada trasera era una réplica de esta, por lo que a veces la gente se confundía. En el segundo porche los esperaron. A unos treinta metros vieron acercarse al enorme
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monstruo, levantando nubes de polvo que inmediatamente eran arrastradas por la brisa. El vehículo estaba casi totalmente cubierto de barro seco, como si el tipo hubiera pasado una temporada en las Competencias 4x4. Una vez cerca de la casa (y bajo la sombra de un árbol de pocas hojas y ramas resecas y separadas), Ignacio frenó repentinamente, patinando sobre la arena y levantando más polvo que antes. A continuación, se apearon al mismo tiempo, como en una película, y caminaron hacia el pórtico con seguridad. Ignacio llevaba su acostumbrado suéter de mangas largas y un pantalón entubado, además de las gafas con aumento. Franco, por su parte, no traía ropa formal, como había supuesto Nicolás que vendría, sino que lucía zapatos deportivos y pantalones de tela sutil, más una camiseta sin mangas; sus ojos se perdían tras unas gafas de sol. La brisa los golpeó con una ráfaga fuerte y se interrumpió su andar acompasado; se cubrieron sus rostros y apresuraron el paso para refugiarse. —¡Uh! Qué brisa —exclamó Franco, quitándose las gafas para limpiarlas y guardárselas en un bolsillo—. Hace un buen día — agregó, refiriéndose al cielo despejado. —¿Qué tal, muchachos? —saludó Ignacio. Luego les estrechó la mano a los dos, quienes respondieron con entusiasmo. Franco hizo lo mismo. —Vamos adentro —invitó Nicolás. Atravesaron el umbral de esa puerta trasera, que en un principio confundieron con la delantera, y pasaron por la cocina antes de dejar atrás las escaleras que subían a los dormitorios, y se detuvieron en la sala de estar. Franco fue el primero en tomar los manuscritos y hojearlos, sentado en el sofá, junto a los otros dos amigos de Nicolás, quien se volvió a adueñar de la butaca de antes. Esta vez era posible que les fuera mejor, con aquel experto al mando. Ya se sentía la emoción en el aire, como algo contagioso, ya se podía advertir que en un futuro muy cercano se develaría el
secreto guardado en esos extraños pergaminos. Ignacio seguía con atención los movimientos de Franco, ladeando de vez en cuando la cabeza, como si tratara de escuchar algo. Siempre había tenido ese raro hábito. Alonso, por su parte, parecía estar ido, pensando en otra cosa que estuviera fuera de la casa, de la ciudad y hasta del país; era su expresión usual cuando trataba de resolver un problema sin anotar nada en papel. Ambos servían de soporte para Franco, eso ya se había demostrado antes, pero ahora la cosa estaba a punto de cambiar, pues se hallaban en el campo especial del sujeto. Franco les daba la vuelta a las páginas con una delicadeza desmedida, como si estuvieran a punto de romperse; observaba con lentitud, entornaba los párpados, fruncía el ceño. Así pasó casi veinte minutos, tiempo en el cual revisó dos veces cada manuscrito. Eran en total quince. —Bueno, parece que me has dado bastante en que pensar —dijo al fin, una vez dejado los manuscritos en manos de Ignacio—. Estamos ante la mayor mezcla de lenguas que haya visto. Reconocí algunos, como el armenio clásico, el árabe, el bengalés, un poco de griego, otro poco de gujarati, hebreo, persa y... pues perdí la cuenta. Es raro, porque el árabe, el persa y el hebreo se escriben al contrario, de derecha a izquierda, y sin embargo lo escribieron, pero como si fuera frente a un espejo. —¿Todos están en diferentes idiomas, dices? —inquirió Nicolás con asombro—. Nunca me imaginé algo así. —Pues créelo. Pero no dije que todos los manuscritos. Sólo el último. Ignacio dejó de revisar los pergaminos y miró a Franco con curiosidad. Alonso ya estaba en eso. —¡Cómo! ¿Y los otros...? —farfulló Nicolás. —Están en clave. Quien quiera que los haya escrito tuvo la paciencia de inventarse un montón de símbolos para sustituir algún alfabeto.
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—¿En serio? ¿Cómo sabes que no es en realidad un dialecto inventado? —preguntó Alonso. —Pues porque usa nuestros signos de puntuación, todos. Además, tiene un patrón parecido al español, o al inglés... Da igual. El punto es que no lo puedo traducir. Tendrá que hacerlo Alonso. —¿Por qué yo? —Eres el que sabe más de esas cosas de códigos. —Sí, de computadoras, lenguajes de programación y códigos binarios; eso es todo. —No importa, yo te ayudo. Lo importante es que tengas experiencia con códigos. —Tiene razón —dijo Nicolás, a lo que Ignacio hizo un gesto de afirmación para apoyarlo. —Está bien, lo haré —dijo de mala gana Alonso. —Perfecto, ahora vamos a lo serio —manifestó Franco; se acomodó en el sofá y miró fijamente a Nicolás—. Escucha, cuando Ignacio me dijo que habías encontrado unos pergaminos llenos de párrafos en otro idioma, creí que alguien te estaba jugando una broma, o que se trataba de algo que el dueño anterior de la casa dejó. Sin embargo..., esto que me muestras tiene muchas inconsistencias temporales. —¿A qué te refieres? —Ustedes lo saben, esos manuscritos deben tener unos dos mil quinientos años, por su apariencia; no obstante, si los tocas te das cuenta que en realidad son más resistentes de lo normal, así que podrían tener sólo cuatrocientos. Eso explicaría lo de los números arábigos, pero está toda esa mezcla de lenguajes antiguos y otros no tanto... Esto no parece un juego, creo que alguien quería enviar una especie de mensaje acerca de esa... Coraza Indestructible. —Sí, hasta podríamos sacar provecho de esto —dijo Ignacio con entusiasmo.
—No exactamente —replicó Alonso—, pero al menos nos enteraremos de algo que nadie en el mundo sabe. —Entonces… —dijo Nicolás, sin saber qué agregar. —Manos a la obra —completó Franco. Era la frase perfecta para entusiasmarlo. Franco mandó a Ignacio a que buscara su computadora portátil, una resma de papel y su memoria USB con Gigabytes de internet, que estaban en el coche. Poco después trabajaban en el último pergamino, el del código binario. Nicolás tuvo que buscar una mesita para colocar todo el material. Estaban planeando empezar por lo más sencillo. Para traducir los fragmentos en hebreo, persa y árabe, Franco escribió los mensajes de manera que estuvieran en el sentido correcto. Gastaron varias hojas y al final de la tarde, ya exhaustos, tomaron un receso para beberse unas cervezas, las cuales Nicolás guardaba en su nevera. Se quedaron en silencio mientras se daban aquellos sorbos de cerveza fría. Lograron traducir el último manuscrito y el código binario, y escribieron el resultado en una página que planeaban leer en voz alta luego. Sin embargo, con los mensajes en código, los mensajes cuya simbología era desconocida, no tuvieron tanta suerte, puesto que no se trataba ni del español ni del inglés el idioma a partir del cual estaban escritos. Y las posibilidades escapaban de la imaginación, hasta podía tratarse del mismísimo latín; además de que aquellos símbolos estaban en letra corrida y algunos se confundían con dos, cuando en realidad era uno solo. La sugerencia que dio Franco fue que debían tomar todos los pergaminos y llevarlos a un laboratorio para ser estudiados, puesto que no iban a llegar a ninguna parte con una laptop y una memoria USB. Varios minutos luego, una vez que el sol se ocultó y la oscuridad lo empezó a envolver todo, dándole paso a la luna y las estrellas, Franco dejó sobre la madera del piso una botella
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vacía antes de tomar la hoja con la traducción. Para resumirla un poco, pues los términos que se usaban en cada idioma eran muy diferentes, sustituyeron frases enteras con una sola palabra, por lo que terminaron escribiendo dos pequeños párrafos. Claro, eso no significaba que lo que había en el manuscrito no fuera corto. Franco se levantó y carraspeó antes de empezar:
pequeño detalle… —Es otra persona, creo —dijo Alonso—. No tiene tu apellido —agregó, dirigiéndose a Nicolás. —Cierto —coincidió Ignacio. —Nadie ha dicho lo contrario —les detuvo Franco—. El tema aquí es saber cuál es su relación con los otros manuscritos, porque parece ser que esto no tendrá sentido a menos que descifremos los otros catorce. —Entonces, ¿los llevamos a tu laboratorio? —quiso saber Ignacio. —Por supuesto, aquí no vamos a lograr nada. —Deberíamos mejor quedarnos esta noche e irnos mañana —sugirió Alonso. —Nunca dije que nos íbamos hoy —aseguró Franco—. Pasaremos la noche aquí para acompañar a Nicolás y mañana temprano saldremos en esa cosa que Ignacio llama auto. —Bien, estaré listo —intervino Nicolás. —No, tú no vienes. Tienes que esperarnos. No me dejan meter a más de dos personas en el laboratorio —dijo Franco—. Lo siento. —Como sea —accedió él, luego de pensárselo un momento—. Salgamos a comer. Ya había algo a su favor, fue lo que pensó. Si sus amigos se retiraban por unos días, podría verificar lo que creyó descifrar de la lectura. Si mal no recordaba, faltaban dos noches, contando esa, para que acabase la luna creciente, así que estaba a tiempo aún. Creyó ser el único en develar el mensaje, pero alguien más lo tenía en la mira, y por supuesto, su disposición era comunicárselo. Mientras salían de la casa, decididos a ir al restaurante más cercano, Franco lo retuvo en la cocina y esperó a que los otros se alejaran en dirección al coche. —Escucha —dijo casi en un susurro—, no creas que no
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«El tiempo corre y las lunas pasan, el sol sigue ocultándose en occidente y las estrellas se mueven todas alrededor de una sola. Nadie sabe más que mi presencia ni conoce los siete reinos del todo. Los abismos ya no son un misterio y las seguidas parafernalias emprendidas por la humanidad resultan insignificantes delante de toda la majestuosidad de la creación. Pero ¿de qué puede servir el saber cuando no es posible deferir la información? Las inmensidades de las aguas he sondeado y al crepúsculo de mi pesquisa no he conquistado nada. Mi albergue final llevo habitando desde las primicias de las estaciones. Cada ciclo de la existencia afloro a las inmediaciones de mi prisión durante un sol, para esperar al sucesor, quien conserve las suficientes audacias para albergar mi dádiva. El don del saber. En la gruta, varios palmos después de la roca que siempre reconoces, la última sombra de la luna creciente. La coraza indestructible. Te espera, Nicolás Longobardi» Hubo un largo silencio. Ignacio pareció confundido, junto con Nicolás, quien nunca imaginó que su nombre estaría escrito en un antiguo pergamino. Pero podía tratarse de una coincidencia, puesto que el apellido no era el suyo; sin embargo, estaba ese 25
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entendí lo que quería decir eso que leí, yo mismo lo escribí. Cambié algunas expresiones por una en español que le equivaliera y al final eso fue lo que resultó, una especie de acertijo; sin embargo, no es difícil de comprender para alguien como yo… —No entiendo qué… —Silencio. Te voy a advertir algo: ni te atrevas a buscar la maldita cueva, ¿entiendes? He oído muchas historias de este lugar, sobre gente que desaparece, y también sé que cerca de aquí hay una cueva. Espera a que volvamos o voy a tener que reemplazar a alguno de los muchachos contigo, para que cuide la casa. ¿Quieres eso? —Eh… No. —¡Eh! ¡Vengan pues! —llamó Ignacio desde su coche. —¿Te vas a quedar aquí hasta que volvamos? —preguntó Franco. —S… sí. Su amigo le obligó a prometerlo antes de acudir al llamado de Ignacio. Fue una suerte para Nicolás el haber inventado una vez que no le gustaba la idea de que alguien cuidara su casa, fuera quien fuese. Aquello seguía favoreciéndole. Sin embargo, ¿estaría cometiendo un error al responder el llamado que le hacían? Nicolás Longobardi era el nombre escrito, y por supuesto que conocía ese apellido. Por un problema que tuvieron sus padres, se había quedado con el apellido de su madre, y el de su padre se perdió en la nada… Más tarde, cuando estuviese intentando conciliar el sueño en su habitación, no dejaría de pensar en ello, en el misterio de los manuscritos. Aunque esa noche se prometió a sí mismo no salir a hurtadillas de su cuarto para ir a la cueva, pues podía esperar a que sus amigos se fueran, de todas formas sintió que aquellos viejos pergaminos lo llamaban. Era extraño, como si alguien se metiera en su cabeza
y le dijera repetidas veces que debía abandonar la cama e ir a la sala de estar. Incluso en contra de su voluntad sucedió, y se vio bajando las escaleras hacia la planta baja. Una vez allí distinguió a Ignacio durmiendo en el sofá con una gruesa manta y, muy cerca, la mesilla cubierta de papeles, más una laptop y los manuscritos, que desprendían un curioso brillo. Parecían uno de esos amuletos de luces fosforescentes que a veces veía en las tiendas de accesorios baratos, con la diferencia de que esta era una luz blanca. ¿Se trataba de un sueño o tal vez se encontraba frente a un verdadero evento sobrenatural? No interesaba, por la sencilla razón de que al siguiente día lo recapitularía con vaguedad… o no lo recordaría, pues aquellos pergaminos habían sido tocados por la sustancia del todo, el don del saber. Como si la divina providencia estuviese a su amparo, sus expectativas sobre lo que quería lograr se vieron satisfechas tal cual se lo imaginó. En la mañana, a las ocho, se despidió de sus tres compañeros con mucha nostalgia fingida, esforzándose por ocultar su nerviosismo, y todas esas sensaciones que experimentaba. A continuación sólo le quedó esperar. Como sabía que el mensaje decía que era durante la última noche de luna creciente pero antes también mencionaba algo de un «sol», daba la impresión de que podía optar por ir durante el día. Esto lo ponía a dudar, así que decidió esperar el anochecer, debido a que era lo más lógico. Y ahí fue que entró la impaciencia; al estar solo no soportaba el quedarse sentado sin hacer nada. Se leyó una copia de la traducción que él mismo escribió durante su momento de insomnio (y que por cierto no recordaba) tantas veces que al cabo de unas horas ya se la sabía de memoria. Posteriormente, empezó a recordar la familia que había formado, aquella familia que le fue arrebatada, y no pudo reprimir la oleada de odio hacia la sociedad que ahora corrompía el mundo, con su egoísmo y perfidia. Y su divagar continuó, se
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extendió hasta que su percepción de la realidad estuvo a punto de perder la sincronía con el mundo. Sin embargo, inevitablemente la noche terminó por sacarlo de su abstracción. Se puso de pie, apretando la página donde estaba el mensaje, y salió de la casa a toda prisa. La temperatura exterior era baja, y sumada a las ráfagas de viento que siempre venían del mar, le brindaban lo que estaba necesitando para evitar que la excitación lo hiciera sudar. Sus pasos se iban haciendo más veloces y, una vez que logró divisar la roca donde encontró los manuscritos, fue que empezó a trotar. De allí todo se resumía en una especie de maratón donde su mayor preocupación fue resbalar en las rocas que le seguían a la primera, las cuales abarcaban gran parte de esa zona de la playa. No obstante, a pesar de que pudo salvar la parte más peligrosa en unos cinco minutos, no fue hasta un cuarto de hora después que logró vislumbrar en la oscuridad y gracias a la luna, una colina de roca escarpada con una gran grieta partiéndola en la parte que daba al mar, de manera que de vez en cuando las aguas impulsadas por las olas se adentraban hacia la oscuridad. La gruta que estaba a unos palmos de la roca que siempre reconocía, sí, exactamente como lo decía el pergamino. Hubo que meter los pies en el agua. Las olas tapaban toda la entrada con aquella marea tan alta; empero, estaba seguro que dentro estaría más seco, aunque también oscurísimo. Y por supuesto, su deducción fue acertada; una vez se sumergió en las tinieblas, empezó a pisar tierra más firme y seca. Se dio cuenta que había una pequeña laguna en el centro de la cueva, donde casi cayó, que era alimentada por la marea. Luego de alejarse de ella, pegó la espalda a la roca y se quedó quieto, esperando y oyendo el ruido de las olas, preguntándose qué rayos iba a hacer ahora. Pasó al menos media hora, treinta minutos de tortura e impaciencia. Cada vez apretaba más el papel en la mano y maldecía por lo bajo (o en la mente). ¿Cómo había sido tan estúpido de
creer que de verdad iba a encontrar algo allí? Estaba paranoico, no podía existir alguien capaz de plantear un acertijo de manera tan magistral y menos dirigido a una persona como él. Se trataba de una coincidencia, sólo eso. Una luz llenó la caverna, proveniente del fondo de la lagunilla, y le cegó por un momento, pues ya sus ojos se habían adaptado a la oscuridad. Era una luz preciosa con cierto matiz verdoso, como las algas de aquel mar tan inmenso. No tenía idea de si se trataba de algo sobrenatural, pero estaba convencido de que ningún bombillo o fuente lumínica creada por el hombre podría llegar a lanzar unos destellos tan preciosos. De repente pareció que se dibujaban figuras abstractas en las paredes, proyectadas desde el origen. Nicolás se inclinó hacia delante cubriéndose los ojos, en un esfuerzo por descubrir qué había bajo el agua. Sin embargo, no fue necesario seguir haciéndolo, ya que la luz empezó a disminuir poco a poco hasta que sus ojos pudieron aguantarla. A continuación la cosa surgió a la superficie suavemente y se paró sobre ella. Era una cosa, no algo, sino una cosa. A simple vista (y seguramente desde lejos) parecía un ser humano, pero su rostro y toda su epidermis, sin contar su extraña joroba, decían lo contrario. Sus brazos y piernas tenían una piel oscura y rústica, que le recordaban a los cocodrilos del Amazonas, y curiosamente unas extrañas placas óseas de colores verdosos estaban dispersas por esas extremidades como lunares gigantes. A medida que aquel patrón de lunares se acercaba a la joroba, se iba haciendo más concentrado y numeroso, de manera que el bulto se asemejaba a un caparazón de tortuga, con alguna que otra mata extraña y parecida al musgo creciéndole en pequeñas proporciones. La cosa le mostró una mueca que pretendía ser una sonrisa. Su rostro no era nada agradable, con esos ojos enormes y negros en su totalidad, aquella boca sin labios y con dientes parecidos a
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las garras de algún dinosaurio, y sobre todo su brillo verdoso, el cual salía de unas grietas que surcaban las mejillas. El resto de su cuerpo también desprendía luz, pero no tan intensa. Ya se estaba arrepintiendo de obedecer a su exuberante curiosidad; parecía ser que Franco se había olvidado de algo cuando le advirtió que no atendiera al llamado. En su vida nunca oyó de rumores acerca de desapariciones que tuvieran que ver con esa playa; de hecho, no existían historias de ningún tipo. Lo que no lograba entender era si su amigo lo quiso asustar o de verdad sabía que ese ser estaba esperando allí. —Hola —dijo la cosa con una voz gutural y amplificada un montón de veces. No pareció articular el saludo, no le serviría; simplemente abrió la boca y de ahí salió el sonido, como si fuera una bocina viviente. Nicolás se quedó paralizado; no alcanzaba a hablar. —¿Qué te pasa? ¿No recibiste mi mensaje? —continuó el ser—. ¿Viniste aquí de casualidad? Déjame decirte que quiero darte mi dádiva. ¿La quieres? —N… no sé de qué me habla —logró replicar después de un minuto—. No entiendo esa palabra. —Vaya que eres insensato, ingenuo y además falto de conocimientos. —La voz sonaba como traída por el viento y llena de solemnidad—. Pero no importa, porque eso se acabará una vez que terminemos aquí. —Ni que fuera… —dijo Nicolás, sin terminar la frase pues de inmediato arrancó a correr en dirección a la salida. No obstante, el monstruo lo tomó por los hombros con sus manos de siete dedos, con huesos afilados que sustituían las uñas. Era imposible, a menos que hubiera estirado los brazos. Aun así pasó, y la bestia lo haló hacia sí y lo apretó contra su abdomen duro como piedra, impidiéndole gritar y respirándole junto a la oreja antes de empezar a hablar:
—Te vas a quedar aquí hasta que te diga, ¿entiendes? Nicolás asintió, notando sacudidas involuntarias en todo el cuerpo. Sus pies tocaban el agua sobre la cual se paraba la cosa. —Debes haberte dado cuenta de que algunos manuscritos están en clave —continuó—. No es necesario descifrarlos; tienen el mismo texto que sostienes en la mano. —Hubo una pausa en la que el pobre hombre se preguntó cómo era que la cosa lo sabía—. Sí, Nicolás, sé que trajiste un papel donde copiaste el mensaje a escondidas de los demás, y sé que estás dudando de si puedo estirar los brazos. Habría sido imposible alcanzarte si no fuera así. Ahora vas a enterarte de por qué te he llamado aquí. La presión que ejercía sobre su pecho disminuyó, y así pudo respirar mejor. Nicolás ya estaba sospechando lo que vendría a continuación. —No te voy a devorar —aseguró la bestia—. Te contaré algo: cuando yo era como tú, curioso e imbécil, no me imaginaba que podía llegar a caer en semejante maldición. Me atrajeron las mismas palabras que yo te escribí, algo sobre el don del saber. Todo ser humano quiere conocer la verdad de las cosas, del mundo, en ese tiempo, del universo, en el presente. A excepción de esos idiotas que aspiran ser más estúpidos cada día, pero así también pasaba en mi época, sólo que no había medios para difundir la estupidez. —Se detuvo un instante para lanzar una especie de carraspeo que sonó como un bramido de león; luego dijo—: La coraza indestructible, como la llamo en español, te otorga la capacidad de indagar en el universo, en las mentes de las personas y en todo lo que se pueda. Puedes entender la complejidad del continuo espacio-tiempo, de las estrellas y los agujeros negros, y a la vez verás lo que hay aquí en la tierra. Llegarás a ser más sabio que cualquiera, sí, pero… ¿De qué sirve si has de quedarte en las profundidades del océano? —No entiendo qué tiene que ver eso conmigo —farfulló
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Nicolás con terror. —Ya vamos a eso, espera; no me interrumpas. Sucede que si uno tiene la coraza indestructible encima, eres inmortal, y debes vivir para siempre en las aguas saladas de este mundo putrefacto, con anuencia para salir a la superficie sólo un día por año. Nunca puedes alejarte mucho del agua. »Un día me pregunté por qué tenía permiso de salir, y resultó ser que en la superficie pienso mejor y de esa manera consigo buscar a mi sucesor, ¿me captas? He tardado miles de años esperándote, aguardando a que nacieras y a que te maduraras lo suficiente como para que resistieras la transferencia. »Quiero ser libre, Nicolás, y tú me ayudarás. Si yo no tuviera esta cosa dañándome la estética, te darías cuenta de que somos idénticos, casi a la perfección; exceptuando las huellas dactilares. Ahora te daré mi dádiva y entenderás muchas cosas preciosas, pero también lo que significa el tiempo. —Me volveré a cambiar contigo en cuanto me des esa cosa —amenazó Nicolás. Su alter ego rió. —Ya veremos —dijo. No le encontraba sentido. Si obtenía la coraza indestructible, no existía forma de que ese hombre se le escapara. Pero… La cosa lo apretó aún más, hasta el punto en que su respiración cesó. La luz volvió a incrementarse, pero esta vez con mayor intensidad. Entrevió cómo las paredes de la cueva desaparecían y una especie de fuego empezó a quemarle todo el cuerpo. No podía gritar, pero sentía ese ardor hasta en el interior de su ser. Era lo peor que había experimentado, nada se le comparaba. La agonía duró una eternidad y no lograba entender por qué no se asfixiaba ni moría; seguía sufriendo y sin lograr aspirar un poco de aire. Y entonces comprendió todo, no sabía por qué pero lo deducía a la perfección. La tortuga humana acababa de timarlo
con acerbo. Y no sólo la primera parte era una trampa, sino lo que venía después. Oh sí, lo que venía era mucho peor. Cuando creyó que por fin la muerte se lo iba a llevar, cerró los ojos, pero ocurrió otra cosa. La presión desapareció y pudo respirar, y ambos se hundieron en las aguas de la lagunilla, que no era muy profunda. Nicolás dio un giro rápido mientras aspiraba grandes bocanadas de aire, con intención de golpear al hombre, mas sin embargo se encontró con un montón de polvo que se dispersaba rápidamente. Ahí estaba la otra cosa que faltaba, sí, era lo peor. Una vez que la persona se liberaba de la Coraza Indestructible, su cuerpo debía pagar el precio de los años. Ya no tenía posibilidad de deshacerse de ella. Trató de mirarse las manos pero no lo consiguió. La luz se había extinguido y él no sabía cómo encenderlas; pero no importaba, porque sentía cómo su cuerpo había cambiado y notó la joroba en su espalda, muy parecida al caparazón de una de esas tortugas antiguas que tanto mencionaban los programas de televisión que promovían la teoría evolucionista. Estuvo a punto de gritar de miedo, pero algo lo distrajo, o mejor dicho, muchas cosas lo distrajeron. El aire que respiraba no le hacía sentir nada, estaba seguro de que si dejaba de inhalar y exhalar, no moriría. Y había otra cosa más. Antes, cuando una duda lo hostigaba, se veía obligado a preguntar a alguien o consultar un libro, pero ahora, cada vez que quería saber un detalle sobre su situación, la respuesta aparecía en su cabeza como si tuviera un buscador de internet instalado. Lo había dicho ya el hombre que yacía en las aguas, hecho polvo: obtendría el don del saber. Se preguntó cómo podía desprender aquella luz tan increíble y de inmediato lo supo. Las encendió. Ahora alcanzaba ver esa piel y esas placas óseas de tortuga. Estaba condenado a vivir para siempre en las profundidades del océano y a la vez aprender todo lo que quisiera. Quizá los primeros años
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no serían tan malos; además, tenía permiso de salir a la superficie un día al año. Según su increíble don, le sería imposible dejar las aguas; sería como estar metido en una pecera con paredes indelebles. No está tan mal, pensó. Exactamente lo que juzgó su antecesor siglos atrás, pero se arrepentiría, cuando conociera a los habitantes de las zonas más oscuras de los abismos, los lugares que siempre serían un misterio para el hombre. Se olvidó de sus amigos, de su ex esposa, de sus hijos, y echó un salto para salir de la cueva y entrar directamente entre las olas que rompían en la playa. Su cuerpo se ensanchó, sus extremidades se convirtieron en patas parecidas a aletas y su cuello se estiró. Se sentía como una verdadera tortuga gigante; a su caparazón le surgieron espinas gruesas y enormes. Comprendió cómo había hecho la cosa para interrumpir el flujo de las aguas aquella noche. Era enorme, casi del tamaño de su casa. Miró por última vez el cielo y las estrellas, advirtiendo cómo se le respondían más preguntas, y se sumergió con velocidad, causando varias ondulaciones; se adentró en busca de una aventura que pronto lamentaría, pronto, pero no ahora.
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Isaac tenía un arma, sí, un arma; pero no quería usarla para dañar a otra persona, tampoco para matar un animal, claro que no. A pesar de ser algo inhumano, algo que los psiquiatras apenas si le habían dado explicaciones según su campo de trabajo (enfermedades y trastornos) y que los sociólogos definían como fenómenos característicos que responden en principio a causas sociales, Isaac iba a suicidarse. Por supuesto, debía tener una buena razón, ya que el revólver que sostenía con su mano izquierda era grande y parecía dispuesto a volarse los sesos; además, estaba firme a la orilla de un río profundo, sucio y de fuertes corrientes, donde lo más seguro era que su cuerpo fuera a parar al mar antes que su ex novia se diera cuenta de su ausencia. Por otro lado, su vestimenta era llamativa, tanto que podía ser considerada la ropa más elegante de la región: un esmoquin negro para fiestas de gala. Hacía un momento, había estacionado su vehículo a la orilla de la carretera, cerca del puente que pasaba sobre el río, y se había encaminado a la zona más oculta de la margen, la zona que nadie podía ver desde la calzada puesto que los árboles frondosos que cubrían la llanura impedían cualquier avistamiento. De pie, sobre el fango, ensuciaba sus costosos zapatos. Nadie podría detener su ejecución, nada podía frustrar sus planes. ¿Qué era mejor, vivir con todo el dinero del mundo o vivir en el anonimato, además de en pobreza extrema? Se acababa de enterar de que alguien se había apoderado de su identidad y, con ella, su dinero. Le habían robado la identificación y todo aquello que lo vinculaba con su vida (tarjeta de crédito, partida de nacimiento). Al principio creyó que se solucionaría con sacar nuevos documentos, pero descubrió que el ladrón o los ladrones se encargaron de borrarlo de cualquier sistema donde estuvo 36
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registrado y su nombre pasó a pertenecer a otro. Además, su mujer, el único ser que conocía de su presencia en el mundo, lo terminaba de botar por irse con un hombre más sociable que él. Sería extraño que una persona tan millonaria no conociera a otra que no fuera su pareja, pero sucedía que todo el dinero que poseyó no era más que una herencia que se estaba gastando desde un año atrás. Nadie le dio la educación adecuada y ahora sufría las consecuencias de sus acciones. El arma, que temblaba junto con su mano, se fue acercando a su sien izquierda, preparada para terminar con su vida. —Yo no haría eso si fuera usted —dijo una voz áspera a sus espaldas. Pegó un respingo, se sobresaltó, se sorprendió. ¿Cómo era posible? Nadie lo había visto. Eran las seis de la mañana y el cielo estaba encapotado de manera amenazadora; no se imaginaba quién se atrevió a seguirlo. Se dio la vuelta lentamente y se encontró con una imagen que representaba todo lo contrario a su ser. Se trataba de un hombre de aproximadamente su edad, vestido con una ropa que se comparaba con unos harapos viejos; llevaba colgado del hombro un morral viejo y raído, cuyo color había desaparecido por el constante uso. En su rostro, parcialmente oculto tras una espesa barba, no se asomaba otra cosa que bondad; su mirada atravesaba el alma. —¿Quién eres? —preguntó Isaac, nervioso y a la vez asustado; no quería tener problemas. —Mi nombre es Carlos Infante, pero puedes llamarme Carlos. Pasaba por aquí y me pareció ver un hombre a la orilla de la rivera; me llamó la atención su ropa, porque no he visto a nadie en toda mi vida vestirse así para ir al río —respondió el extraño. —¿Me estaba siguiendo? Nadie viene por aquí a estas horas —dijo Isaac, ignorando la explicación de Carlos. —No, se equivoca; yo sí lo hago, incluso cuando llueve. Es
la mejor manera de escapar del infierno que existe en mi casa —replicó el hombre—. Lo que me intriga es por qué quiere usted suicidarse. —No es su problema. ¿De dónde es? No he oído a nadie de aquí hablar como lo está haciendo; parece muy decente y elocuente. —¿Cree que sólo los adinerados pueden educarse en este país? ¿Acaso es extranjero? —dijo el extraño con perspicacia—. ¿Por qué no me quiere decir las razones de su decisión de hoy? Podría ayudarle. —Nadie puede ayudarme. —Otra vez se equivoca, hombre, hay mucha gente que sí. Isaac se guardó el revolver en el bolsillo del pantalón, perturbado por la insistencia del hombre. No sería extraño que cualquiera intentara detener a un suicida, la mayoría de las personas lo hacían, pero que viniera un individuo hasta el sitio más apartado del llano para detenerlo no parecía una coincidencia. Estaba clarísimo, ese hombre de nombre Carlos había venido a verlo a él, por más raro que sonara; la pregunta era: ¿Por qué? —¿Qué se trae? ¿Me estaba siguiendo? —volvió a preguntar. —Acabo de decirle que no. —No le creo; dígame qué quiere. —Bueno, es obvio, ¿no? Quiero que no se dispare, es algo inhumano suicidarse. Pero el hecho de que quiera impedírselo no significa que haya venido aquí precisamente para eso; sólo fue una coincidencia que me lo encontrara. Normalmente no camino cerca de la orilla. —Yo no creo en las coincidencias —dijo Isaac—. Lo que sí creo es que usted vino aquí para detenerme. Dígame, ¿quiere quitarme algo más que la identidad? —No entiendo la pregunta; ni siquiera sé lo que le ha pasado. ¿Por qué no me concede unos minutos para escuchar su historia? —¿Qué? ¿Está loco? No lo conozco, nunca lo había visto.
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¿Pretende que detenga mi ejecución para contarle la razón por la que lo hago? ¡No quiero rememorar la peor parte de mi vida! —Tranquilo, se lo pido como un favor. Le suplico que me lo cuente; no perderá nada. Quizá hasta salga algo bueno de esto. —No… —Sólo hágalo —interrumpió el extraño. Considerando que no había nada que hacer además de disparar el arma, Isaac pensó en las probabilidades de que el extraño intentara someterlo para impedir que se hiciera daño. La única manera era que estuviera lo suficientemente cerca como para quitarle el revólver antes que halara el gatillo; suponía que, a juzgar por la contextura del hombre, necesitaba como máximo unos dos metros de distancia para lograrlo. Carlos se encontraba a tres metros de él y parecía dificultársele el andar entre las hierbas que crecían en el terreno; además, el tronco torcido de un árbol a su derecha le obstaculizaba el paso. No dejó por fuera ningún detalle y comprendió que no iba a intentar nada mientras contaba la historia. Por primera vez se topaba con un ser humano que quería escucharle. Suspiró, se pasó la mano por el cabello y dijo: —Está bien, pero no voy a revelar muchos datos de la situación. Dio un resumen general de lo ocurrido. Carlos no dijo nada ni lo interrumpió con preguntas innecesarias, sino que asintió con cada explicación que el atormentado Isaac le daba. Su novia lo había abandonado justo antes de enterarse de la ausencia de sus documentos más importantes. El lugar donde Carolina, que era el nombre de su ex, lo dejó plantado era la casa de un hombre más adinerado que él, en la cual se efectuaba una celebración por el cumpleaños de algún familiar del tipo. La verdad era que Isaac no tenía idea de quién era el cumpleañero ni quiénes los invitados; entraron gracias al dinero que le sobraba, y lograron pasar desapercibidos. Lo que ignoraba era que Carolina planeaba
decirle en medio de toda esa gente desconocida que lo dejaba por un hombre con menos dinero y más caritativo (según ella, Isaac era algo así como un asesino a sangre fría, sólo porque no acostumbraba a ser romántico ni hablar con la gente que le rodeaba). En parte, entendía su punto de vista; no le gustaba socializar con nadie a menos que estuviera obligado y estaba en capacidad de soportar el reproche, pero lo del romance le era risible. Es más, creía que todo eso era basura superficial. Sin embargo, sus razonamientos no importaron, porque al final quedó solo, en medio de mucha gente curiosa y sin identidad. Claro, en ese instante no caía en cuenta de la ausencia de su cédula, pero poco después, cuando fue a su auto, lo notó. Buscó por todas partes y no halló nada; fue a su casa y no pudo entrar porque habían cambiado la clave (a la mansión se entraba por ese medio); fue al banco para verificar su dinero y ocurrió lo mismo; comprobó sus datos en todos los sitios posibles y descubrió que tenía nuevo rostro e historial familiar, además de un ligero cambio en su apellido; nadie le creyó cuando hizo la denuncia. Varias horas después, luego de una desesperante exploración de soluciones que tardó más de un día, al tener la convicción de que no disponía de ideas para salir de ese aprieto y que pronto no le quedaría otra opción que vivir como un mendigo, decidió que debía suicidarse. Fue a un barrio peligroso y le compró un arma a un pandillero por una gran cantidad de dinero, el dinero que le quedaba en la billetera. Después condujo por una carretera vieja y se detuvo cerca del río, se apeó del coche y buscó el mejor lugar para acabar consigo; y allí estaba, frente a un hombre con pinta de vagabundo, contando cuál era el motivo de su depresión. Si lo pensaba bien, no tenía por qué quitarse la vida, ya que todavía conservaba fuerzas para seguir buscando respuestas; podía esperar cerca de su casa a alguien que pareciera sospechoso y sacarle algo de información, pero ¿para qué molestarse? Si cambiaron su vida en
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tan poco tiempo, seguramente lo eliminarían de la misma forma si intentaba algo. Carlos lo examinó con la mirada, pensativo. Se aproximó al árbol torcido y apoyó su hombro en él. Como el cielo estaba oscurecido por las nubes de lluvia, la imagen del extraño en la penumbra, bajo la espesa maraña de ramas con hojas verdes, era algo tenebrosa, similar a un fantasma pero sin la particularidad de ser transparente. A continuación, se quitó el morral y lo dejó caer en el suelo antes de decir: —¿Por qué no va a su casa? —Le acabo de explicar que no puedo entrar —dijo Isaac con fastidio—. ¿Va a dejar que me dispare? —Me pareció ver una mansión a la que le estaban haciendo remodelaciones, una que se encuentra en las montañas del norte de la ciudad. Si no me equivoco, es posible que esa sea su mansión. Hace unas pocas horas que empezaron; le tumbaron las paredes de los alrededores. Tal vez logre entrar sin que le detengan. —Espere, ¿me está diciendo que estuvo cerca de mi casa? Entonces me ha estado espiando. —Oiga, no tengo idea de por qué piensa que lo estoy espiando; acaba de decirme que no conoce a nadie, ¿por qué habría de conocerlo yo? Le estoy comentando que puede que a su mansión la estén remodelando y que debería ir a verificarlo. Dese otra oportunidad, no todo está perdido; imagino que puede contactar un abogado o que alguna vez tuvo una sirvienta en casa. Vaya a pedir ayuda. —Oh, claro, olvidé mencionarle que ambos me odian; nunca me van a ayudar. —Pero entonces, ¿ahora resulta que sí conoce gente? ¿Cree que porque ellos le odian no es necesario pedirles ayuda incluso tratándose de algo tan grave? Tampoco debería asumir que no los conoce porque lo odian, y excluirlos de su vida como si no
existieran. Recuerde que no todo el mundo quiere verlo muerto o en mal estado; quizá haya un poco de bondad en ellos. Antes de desperdiciar su vida convendría hacer algo que valga la pena. —Uhm, supongo que tendré que aplazar mi muerte. Le echaré un vistazo a mi mansión, pero si no veo nada que me ayude, volveré acá y me dispararé —dijo Isaac después de un momento de silencio reflexivo, más para sí mismo que para Carlos—. Tal vez pueda hablar con mi sirvienta. —Qué bien, yo lo estaré esperando para darle nuevas razones para vivir —dijo Carlos. Isaac lo miró como a un loco y, sin más, se dirigió a la carretera por la orilla del río. No le importó irse sin despedirse pues consideraba que lo que había hecho Carlos era entrometerse. Empezó a moverse con mayor velocidad. Segundo tras segundo su paso se fue haciendo más rápido, hasta que llegó al punto en que casi corría. Cada vez le urgía más la idea de entrar a su mansión, y se le aceleraba el corazón de sólo pensar que podría descubrir nuevas cosas, porque debía ser una persona muy inteligente la que le robó su identidad. Quizá, si lograba recabar información suficiente, daría con el sujeto culpable de su desgracia y… ¿Qué haría? ¿Lo mataría? No estaba seguro. Llegó a la orilla de la carretera, que se conectaba con el puente sobre el río. Su coche, de color negro y bien pulido, se ubicaba a cinco metros de dicho puente. Su apariencia bien podría atraer la mirada de quien pasase cerca; sin embargo, no había señales de vida en la vía, la cual se perdía en el horizonte, entre zonas de terrenos poblados de árboles como los que estaban junto al río y zonas despejadas cubiertas solamente por pastos verdes. Isaac no se quedó a observar, no era de esos que admiran la creación de Dios, sino que se apresuró a trotar hacia el automóvil y montarse. Tras cerrar la puerta reposó un instante sobre el cuero del asiento delantero; nada era mejor que ese cuero tan costoso y perfecto
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que, en su afán de consentir los deseos caprichosos que afloraban todos los días, compró por Internet. Posteriormente sacó la llave de su bolsillo, recordando lo importante de su siguiente acto, y encendió el motor. Un minuto después estaba desplazándose a gran velocidad en dirección a la ciudad donde residía (o había residido). No necesitaba más de setenta minutos para recorrer el espacio que lo separaba de su mansión y aún así el viaje se le hizo largo. Una de las principales razones eran los hechos de su vida que empezó a evocar apenas emprender la marcha. Un momento atrás había dicho que no conocía a nadie, y lo creía incluso después de la conversación con el extraño, pero sabía muy bien que no era así. En el pasado tuvo varios amigos y compinches con los que pasó los ratos de diversión durante su adolescencia; no obstante, cuando se volvió un adulto, tuvo que abandonarlos para estudiar en la universidad. Ese grupo de personas no eran tan importantes como para dedicarles un lapso de su tiempo, pero hubo otros, a los que nunca vio, ya que los conoció por la red, que sí consideraba significativos en su vida, primero, porque entabló con éstos una verdadera amistad, y segundo, porque recibió más ayuda de ellos que de los que sí había visto. Por otro lado, estaban sus padres, a los que nunca apreció a pesar de todo lo que sacrificaron por él. En la cúspide de su proceso de aprendizaje, cuando estaba a punto de graduarse de licenciado en matemáticas, le llegó la noticia de la muerte de un familiar lejano que lo eligió como único heredero, y fue entonces cuando decidió dejarlo todo, sus estudios, a sus conocidos, familiares cercanos (madre y padre) y al resto del mundo, para irse a gozar de los placeres de la vida, cosa que ahora lamentaba. A mitad de camino, mientras todavía pensaba en las cosas que abandonó, las nubes que cubrían el cielo descargaron el agua en una lluvia torrencial. De momento recordó que Carlos se había
quedado en medio de la nada, al lado de un río caudaloso, y se preocupó por él; pero luego de unos segundos se convenció de que no valía la pena atribularse por alguien tan entrometido. Y aludiendo a los entrometidos, ¿por qué habría de creer que un ladrón de identidades le haría remodelaciones a su mansión en mitad de la noche? ¿Acaso era tan inteligente como para borrarlo del mapa pero tan estúpido como para dejarle el paso libre para que hiciera lo que le diera la gana? Carlos tenía que estar mintiendo, o debía haberse confundido. «Me pareció ver una mansión a la que le estaban haciendo remodelaciones, una que se encuentra en las montañas del norte de la ciudad. Si no me equivoco, es posible que esa sea su mansión», eran sus palabras, pero sólo se basaba en una especulación, una suposición. Definitivamente se equivocaba. Cuando llegara al sitio y viera que la edificación estaba intacta, se le caería por el piso la última pizca de esperanza y, quizá, se volaría los sesos ahí, porque a fin de cuentas, las esperanzas nunca le fueron de ayuda. El agua siguió golpeando con furia el parabrisas del coche, bloqueándole parcialmente la vista de la carretera y obligándole a conducir con lentitud. Los truenos resonaban con tal potencia que no podía evitar dar un salto en el asiento cada vez que oía uno. Afuera, las hojas de los árboles eran sacudidas con vehemencia y las ramas balanceadas de un lado a otro con un impredecible ritmo. Isaac no estaba pendiente de ello. ¿Para qué? No le servía de nada. Recordaba que, tiempo atrás, fue sorprendido por una lluvia parecida mientras salía del liceo donde acababa de iniciar sus estudios y, al no tener un vehículo, se vio forzado a resguardarse en un hotel que se hallaba al otro lado de la calle. En ese momento era igual de solitario que en el presente, pero aún no tenía todas esas creencias y filosofías pesimistas que lo obligaban a alejarse por completo de la sociedad. Sin embargo, siempre se sintió seguro estando así: no lo molestaba nadie, no
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tenía problemas con nadie, y un montón de cosas que puedan combinar con la palabra “nadie”. Desde su segura posición social veía las vidas de los demás y las pasaba por alto con indiferencia, no sin aprovechar para ver los errores de “ellos” y así corregir los propios. En definitiva, lo que recordó, que por cierto no notó antes, era que estaba mirando desde la puerta de la recepción cómo las personas corrían de aquí para allá para refugiarse, disfrutando de cierto modo el hecho de que nadie se salvaba de empaparse. Cuando estaba ya aburrido de ver personas (no sabía por qué no dejaban de aparecer) corretear, empezó a quedarse absorto por un pensamiento que le surgió. Entonces alguien entró al hotel, pasándole por un lado, y él no le prestó atención. Cualquiera en su lugar no lo habría ni mirado, porque en realidad no resaltaba, pero mediaba el detalle de la lluvia; por causa de la lluvia Isaac debió salir de sus pensamientos, ya que el hombre estaría chorreando agua de su ropa y cabellos, y nadie ignora que le estén salpicando de agua. Pero esta persona, ya fuera hombre o mujer, estaba más seca que las arenas del desierto. Bah, de todas formas eso ocurrió mucho tiempo atrás y además él no creía en lo sobrenatural. Su indiferencia era firme, pero no pudo reprimir el cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo al recordar su encuentro con Carlos, por quien ahora no sentía la mínima preocupación (quizá empezaría a sentir temor por volver a verlo). Cientos de gotas golpearon su coche y cientos de árboles quedaron atrás, pero él seguía con su actitud apática respecto de todo lo que le rodeaba. Una vez dentro de la ciudad, conduciendo por las anegadas calles, fue observando la curiosa y repetitiva actuación de los pobladores que iban a pie, intentando huir de la lluvia, buscando un sitio donde esconderse. Sin pasar inadvertido que no había tantos vehículos transitando, no perdió tiempo y se dirigió a cierta velocidad hacia las montañas al otro lado de los barrios, avenidas y edificios que conformaban el centro de la
ciudad. La lluvia no cesó en todo el trayecto. Cuando le informaron que heredaba una mansión en las montañas, Isaac se preguntó por qué construyeron una casa de ese tamaño en un terreno tan difícil de trabajar. Bien sabía que nadie levantaría una edificación en la cima, por lo que rápidamente concluyó que la erigieron en las faldas, lo que hacía el trabajo más complicado. Al ser transportado hacia allá, preguntó el porqué de tomarse tantas molestias por una simple vivienda y le respondieron que al dueño le gustaban las cosas complejas, y que por eso pagó un montón de dinero para que diseñaran una mansión que resultara abrumadoramente llamativa, tanto que cualquiera que pasara cerca, supiera o no supiera de arquitectura, se preguntara cómo de difícil había sido la construcción. Para que el suelo quedara horizontal, los trabajadores excavaron una especie de hueco en forma de cubo de manera que encajara perfectamente con la estructura. Después hicieron una cancha de baloncesto de la misma forma, un gimnasio, un estacionamiento para diez autos, y un montón de cosas más que luego flanquearon con unas paredes de dos metros de altura con alambrado eléctrico. El portón para la entrada y salida de los vehículos era a control remoto y la puerta de la calle requería una clave. Faltaba una cuadra para llegar cuando empezó a latirle con fuerza el corazón. Aparcó frente a una casa pequeña; estaba en tensión. Si Carlos tenía razón con respecto a la remodelación, no faltaba mucho para que se solucionara todo, pero tenía que mantenerse calmado, en caso de que resultara ser lo peor. Tras respirar profundamente durante un par de minutos, volvió a poner en marcha el coche y se fue desplazando con lentitud hacia la última esquina que debía doblar para ver su casa. La lluvia paró de repente y todo quedó sumergido en una profunda calma, donde sólo se escuchaba el motor del automóvil y sus exhalaciones. Presumiendo que el hombre que le robó la identidad era precavido,
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imaginó que alguien estaba esperando ver su auto aparecer, así que volvió a estacionar, pero esta vez lo bastante cerca de la acera para no tener que meter los pies en el agua que se acumulaba en la orilla de la calle. Se apeó por la puerta del pasajero y caminó hasta la esquina, frotándose las manos al sentir lo frío que la lluvia dejó el ambiente. Asomó sólo la cabeza para no mostrar su traje y delatarse al instante, y entonces el corazón le dio un salto… Era cierto, Carlos decía la verdad. Desde allí apreciaba el camino que subía por la falda de la montaña hasta llegar adonde se suponía que estaba la puerta de entrada al patio de la mansión, pero, en vez de esto, lo que había era un montón de escombros mojados y, más allá, se alzaba la enorme edificación, junto a la cancha y el aparcamiento. Unas máquinas de demolición reposaban sobre el césped del patio, pero no se percibía ninguna señal de vida; ni siquiera se veía por ahí el perro que tenía de mascota. Llegó a la conclusión de que se refugiaban dentro y decidió entrar en acción. Caminó con sigilo y subió por el sendero hacia los escombros, donde se detuvo. No se distinguía nadie en las ventanas de la casa. ¿Iba a ser así de fácil? Eso no importaba. Corrió sin hacer mucho ruido hasta la esquina oeste y fue al patio trasero, donde se encontraba la parrilla que siempre usaba para asar carnes los sábados. Por si acaso, se detuvo antes de salir a la vista y asomó parte de su cabeza para observar con un ojo. No había nadie, pero estaba seguro de que lo verían si salía sin precaución. Esperó y, poco después, apareció su sirvienta, quien llevaba en sus manos unos pantalones vaqueros cubiertos de manchas de mugre y se disponía a colgarlo de un tendedero. Isaac salió de su escondite en lo que ella le dio la espalda y caminó lentamente, deteniéndose cerca de la parrilla, que estaba cerca de la pared de la casa, a un lado de la puerta trasera. Aguardó a que la mujer dejara el pantalón bien sujeto de la cuerda y dijo:
—Hace frío, ¿no crees? La sirvienta dio una sacudida y volteó rápidamente, asustada. Era una mujer de veintitrés años, de cabellos castaños, ojos pardos y mirada distraída; siempre vestía con unos pantalones azul marino y una blusa verde. Su complexión parecía sensible, pero se notaba que era fuerte por su postura erguida, pero más que nada él lo sabía porque la había visto hacer los oficios de sirvienta. —¿Qué hace aquí, señor Isaac? —preguntó como tratando de simular no estar al corriente de lo sucedido. —Ehm, estoy recorriendo mi propiedad, para ver si puedo hacerle unos arreglos —dijo él, mirándola acusadoramente. Ella desvió la vista y no dijo nada—. ¿No quieres venir a dar un paseo conmigo en mi auto? —Tengo que atender a los trabajadores —dijo la mujer en voz baja pero audible. —No importa, ellos se pueden cuidar solos. —Isaac sacó el arma de su bolsillo y le apuntó; entonces ella supo que no tenía opción. Se escurrieron en silencio por la trayectoria seguida por él al llegar y, en pocos minutos, estuvieron en el coche, bajo la protección de los vidrios ahumados. Isaac seguía apuntándole con el arma, pero esta vez directo a la cabeza. —Dime, linda, ¿quién es el desgraciado que me ha quitado todo? —No sé… nada —balbuceó la mujer. —No mientas y te dejaré salir de esta con vida. Por un momento se escucharon sólo sus respiraciones, la de ella más agitada que la de él. Isaac sentía su corazón latir con furia; estaba saliendo todo a la perfección y ya le parecía absurda la idea de suicidarse. —No sé cuál es su nombre, pero me dijo que desde ahora se iba a encargar de la mansión —replicó la sirvienta con voz
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temblorosa y con la culpa reflejada en el rostro. —Estás mintiendo, ¡claro que sabes quién es! —exclamó Isaac y ella se asustó y se cubrió la cabeza con las manos. —No sé quién es, sólo sé… sólo sé que es un hacker; dice llamarse Daniel, pero no es su verdadero nombre —explicó con voz suplicante—. Ya antes había oído algo sobre él pero no presté mucha atención hasta ayer que vino a hablar conmigo. —Espera, ¿cómo sabes que es un hacker y precisamente del que habías oído? ¿Te lo dijo? —inquirió Isaac con interés. —No, es que nadie más hace eso de robar identidades. Mi hermano lo odia por ello y siempre ha querido atraparlo, pero se le escapa. —Casi sollozaba, pero se resistía a derrumbarse ante el miedo. —¿Tu hermano también es un hacker? —S… sí. —Llévame con él; voy a necesitar su ayuda. —¿Qué? Pero si ya le dije que no ha podido encontrarlo —protestó ella, pero, cuando vio que le acercaban el arma a la sien, asintió con la cabeza y dijo—: Está bien, lo llevaré. —Tranquila, no le pediré que lo encuentre; yo seré quien lo haga. Lo único que necesito son datos e información. Momentos después se hallaban en una de las calles más transitadas de la ciudad, en un embotellamiento, dirigiéndose a la casa de un hombre llamado Alexis Márquez, hermano de Isaura Márquez, la sirvienta que ahora guiaba a Isaac. El tipo era mayor que ella, lo que hacía suponer que se trataba del «hermano sobreprotector» al que debía temer. Eso podía resultar demasiado problemático, sobre todo porque estaba apuntándole con un arma a la hermana protegida; debía pensar en algo que le ayudara a no tener líos con el hombre a quien le pediría ayuda. Al detenerse en un semáforo, detrás de un camión considerablemente lento y ruidoso, la miró con detenimiento y dijo:
—Siempre me has parecido una mujer cordial, ¿sabes? Pero tu actitud ha sido de lo más hostil y no me has dejado conocerte bien. —¿Está tratando de justificar el hecho de haber sido tacaño durante toda su vida? —preguntó ella con repulsión. Isaac sintió cólera, pero se contuvo a tiempo. Respiró profundamente y respondió: —No, sólo trataba de disculparme. —Se sintió demasiado humillado; jamás se disculpaba con nadie y no estaba de acuerdo con eso, pero debía hacerlo si quería salirse con la suya. Isaura lo miró con perplejidad y dijo, casi susurrando: —Esto es raro. —Quisiera que olvidáramos el lío del arma y habláramos como amigos —dijo él, bajando lentamente la mano con la que sostenía el revólver hasta recostarlo en una de sus piernas; sus músculos al fin descansaron del peso. La mujer parecía haberse quedado sin habla. A continuación, después de casi un minuto de silencio (en el que pudo guardarse tranquilamente el arma en el bolsillo), les tocó ponerse en marcha, pues el semáforo estaba en verde. Entonces continuó—: Creo que hemos empezado mal; nunca se me ocurrió una manera de arreglarlo, pero creo que esta es la mejor. Con sinceridad, si usted me entiende, estoy muy arrepentido de todo lo que he hecho últimamente. Ella lo miraba con desconfianza, pero una que otra vez su expresión vacilaba. De pronto, suspiró y volteó la mirada hacia la calle. —No sé qué pensar; termine con esto y ya —dijo. Se lo tragó, pensó Isaac. Casi se le dibujó una sonrisa de satisfacción, pero la reprimió por si Isaura lo notaba. Pasados quince minutos, se estacionaron frente a una casa de una sola planta, con las paredes pintadas de azul oscuro. La residencia de Alexis no era llamativa, pero se suponía que debía ser así, pues se
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trataba de un hombre que se la pasaba frente al monitor de una computadora y no pensaba en los detalles de las apariencias. —Llegamos, ¿qué hará ahora? —dijo Isaura, quien no decidía en qué tono debía hablarle. —Entraremos los dos; tú lo conoces mejor. Se apearon y se aproximaron a la verja que rodeaba el pequeño perímetro de la casa. Isaura llamó a su hermano por su nombre varias veces sin recibir respuesta. Luego, al darse cuenta de que no saldría, sacó su móvil del bolsillo del pantalón y marcó el número de Alexis antes de llevarse el auricular a la oreja. —Hola, Alexis, ¿estás en casa? —dijo y, tras esperar unos segundos, puso en blanco los ojos y agregó con impaciencia—: Entonces sal que estoy llamándote desde hace un rato. —Guardó el móvil y dijo—: Ya viene. Alexis Márquez era de estatura menor a la de Isaura, delgado y con una apariencia más delicada que la de su hermana. Usaba unas gafas de montura redonda, con tanto aumento que sus ojos se veían enormes. Cuando salió a recibirlos, con su rostro pálido por la falta de exposición a la luz solar, lo que esperó Isaac fue oír una voz aguda y baja, además de tímida, pero el hacker habló con seguridad y tono grave, casi ronco. —Hola, Isaura, ¿qué quieres? —dijo sin prestar atención a Isaac. —Hay nuevas noticias con respecto al estafador —dijo ella, mirando de soslayo a Isaac. La desconfianza hacia él todavía era proporcional, pero no parecía planear algo para hacerlo quedar mal. —¿A qué te refieres? ¿Ya entró en acción? —Sí, anteayer; no te lo había dicho porque llegó a la casa… —¿Llegó en persona a la casa? —la interrumpió su hermano. —Sí, pero no sé si era en verdad él; sin embargo, le puse el transmisor antes que se fuera. No tengo idea de si intervino mi
celular, aunque la llamada que te hice no revela nada. —¿Y quién es él? —quiso saber al ver la cara de desconcierto de Isaac, quien no entendía de lo que hablaban. —Es la víctima; quiere pedirte ayuda —respondió ella. —¿Le contaste acerca de mí? ¿Por qué? Te dije que no mencionaras nada a nadie, ¿no lo recuerdas? —No fui yo; él vino sabiendo muchas cosas de lo que pasó, no sé cómo. —En realidad no sabía casi nada —dijo Isaac—. Un hombre me dijo que estaban haciéndole remodelaciones a mi casa justo cuando creí que no había salida, así que fui a ver. ¿Podemos entrar y hablar de esto bajo techo? Parece que va a empezar a llover otra vez. Se oyó un potente trueno que resonó en las paredes de las casas del barrio. Alexis los dejó entrar y poco después se hallaban sentados en unas butacas viejas de la sala de estar, la cual parecía un centro de inteligencia clandestino: había varias computadoras dispuestas en un rincón del aposento, formando un semicírculo; tantos eran los cables en el piso que Isaac casi se cayó al tropezar con unos. En el único estante que estaba presente, arrimado contra la pared, se hallaba una colección de aparatos electrónico que nunca habría reconocido. Un acondicionador de aire enfriaba el lugar desde un lado del estante. Hacía un frío glacial. —Existe un hombre al que odio con todo lo que tengo —dijo Alexis una vez acomodado en la silla que estaba frente a los monitores, como si empezara a dar un discurso—. Se hace llamar un hacker pero en realidad no lo es, porque es un cracker. Tiene en la mira a varias personas con dinero y está planificando robarles todo para venderlo luego; hace dos años hizo su primer robo y sólo yo lo pude ver. —¿Podría hablar con normalidad? —dijo Isaac, recordando la elocuencia de Carlos—. Ya hoy me encontré con alguien que
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hablaba extraño. —Está bien —accedió Alexis—. Como dije, hace dos años el estafador robó a su primera víctima, que era mi camarada y por eso empecé a odiarlo. Mi amigo era algo así como tú: no conocía a casi nadie y los pocos que sabían de él le detestaban (excepto yo), y por eso no logró demostrarle a la policía que le habían robado la identidad, así que lo metieron a un manicomio. Investigué su correo electrónico, porque era la única forma en que él conocería a otras personas, y descubrí un montón de contactos que parecían normales. No por eso me detuve, los agregué a mi lista y hablé con ellos; les hice algunas preguntas claves para saber si eran buenos en informática y me di cuenta de que no lo eran, pero ¿por qué alguien que no sabe nada de informática tendría la dirección IP protegida? —¿A qué se refiere? —preguntó Isaac, desorientado. —Ehm…, te lo explicaré de esta forma: traté de localizar sus computadores y resultaron estar protegidos; alguien que no se ha metido a indagar en el mundo de la informática hasta parecer un ingeniero no podría proteger su computadora de esa forma. Eran veinte personas aparentemente normales que tenían protección para no ser localizados. Aunque parecían usar jergas de países distintos, noté un patrón que los hacía parecer la misma persona. —Averiguó todo eso usted solo, ¿no? —Alexis asintió—. ¿Y no pudo simplemente esperar a que se presentara a la casa de su amigo y atraparlo allí? —No entiendes —dijo el hacker—. Esta es la primera vez que aparece en una de las casas que roba… bueno, la segunda; la primera fue en la de la anterior víctima, pero no nos dimos cuenta hasta pasados dos días. No es fácil saber a quién va a robar luego. Nos enteramos de que usted iba a ser la siguiente víctima cuando mi hermana vio sus contactos del correo electrónico en
su computadora. Para Isaac eso no era noticia nueva. Hacía tres semanas estaba en su dormitorio, comunicándose con uno de sus amigos de la red, cuando decidió ir a beber agua, pues llevaba horas sin hacerlo. Al volver, descubrió a su sirvienta sentada frente a la pantalla de su computador, revisando no sabía qué. Luego de echarla de allí, no encontró nada diferente en la pantalla, y por tal razón no le reprochó. Nunca se habría imaginado que gracias a esa intromisión tendría la oportunidad de atrapar al ladrón de su identidad. —¿Sabías todo esto y no me dijiste? —preguntó, mirando a Isaura con ceño. —Ella no estaba muy enterada; apenas si le mencioné algo —la defendió Alexis—. Cuando me dijo que tus contactos se parecían a los nombres del estafador, supuse que debía hacer un plan aunque las probabilidades fueran mínimas y aunque tú no fueras la siguiente víctima. —¿No sabes en qué orden roba? —Por supuesto que no, sus objetivos están en la mira desde hace varios años y hasta ahora tú eres el tercero en ser robado; todavía no he establecido un patrón exacto. Por lo que ha pasado hoy, creo que lo hace cada año, y lo seguirá haciendo a menos que lo detengamos. —Una pregunta —interrumpió él—. Cuando dices “varios años”, ¿a qué te refieres exactamente? ¿Podrías darme una cifra? —Supongo que cuatro años. —Eso no es mucho, pero… —Isaac se quedó pensativo. ¿Cuatro años? ¿Significaba eso que los amigos de la red, a quienes apreció más que a los que tuvo antes de ir a la universidad, eran en realidad una sola persona, y que para colmo quería robarle la identidad? No lo creía, eso significaba que hasta ahora toda su vida había sido como una farsa; la última vez que interactuó
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con personas que de verdad le querían fue cuando se despidió de sus padres, antes de emprender su viaje millonario: un montón de actos indiferentes que consistían en comprar cosas que no necesitaba. En verdad no le importaba para nada su familia, pero algo en lo profundo le decía que todo aquello era trágico; se sentía ultrajado. Y por otro lado estaba el hecho de que el ladrón planeara robarlo desde mucho antes que heredara la fortuna. ¿De qué clase de persona se trataba? ¿Cómo diantre previó que ese dinero sería suyo? —¿Qué? —dijo Alexis. —Nada. ¿Cuál es el plan? —Mi hermana le ha puesto a la persona que fue a su casa un transmisor que me permite saber dónde está. Es posible que no sea el estafador quien haya ido, pero si atrapamos a éste, quizá nos diga dónde está el desgraciado. —Pues es obvio que no era él; si llevaba tanto tiempo planeándolo, no creo que vaya a cometer el error de aparecerse por la casa de su víctima —comentó Isaac—. ¿Qué opinas tú, Isaura? Isaura se quedó petrificada pues no esperaba que le hicieran alguna pregunta. Después de unos segundos, carraspeó y dijo, mirando hacia otro lado: —No lo sé, tal vez tengas razón. —Claro que tiene razón —intervino Alexis—. Sabiendo que lleva tanto tiempo planeando, no se atrevería a aparecer en la casa en persona; es posible que le haya pagado a alguien para que fuera en su lugar, pero no arriesgándose a explicarle su plan. Quizá inventó una historia creíble para que no le hiciera preguntas. Cuando atrapemos al hombre que fue a la mansión, puede que no nos diga casi nada, pero… —Se quedó en suspenso. —¿Qué? —inquirió Isaac. —Ese estafador podría estar tan confiado que no se imagina
que alguien haya descubierto su farsa. Las personas que ha elegido no conocen a casi nadie y no pueden demostrar que les ha robado; además, son odiados hasta por sus supuestos amigos. Todos creerán que están locos si protestan, y los conocidos no los ayudarán porque les odian; yo también detestaba a mi amigo, pero tuve el valor de emprender esta venganza en su honor. Y continuando, lo que el estafador no sabe es que yo, uno de los pocos amigos que tenía su primera víctima, sé lo suficiente como para localizarlo, y esto se debe a que no me he dado a conocer en la red, como algunos hacen. —Pero usted es un hacker. ¿Está diciéndome que no conoce más? Siempre pensé que todos se conocían. ¿No es así entonces? —No soy un hacker; son otros quienes deciden eso. No he pasado la prueba y no pienso hacerlo hasta atrapar al ladrón, ya que podría notar mi presencia; tengo que mantenerme en las sombras. —Uhm, creo que ya está todo claro. ¿Cuándo vamos a ir por el tipo? —Hoy no; primero tengo que saber dónde vive o dónde se está hospedando, para luego tenderle una emboscada en su propia casa. Isaac se quedó callado un instante y de pronto se dio cuenta que había estado hablando con un extraño durante ese rato con total naturalidad; había interactuado como nunca. Al recordar que el día anterior seguía su rutina, sus actividades cotidianas, y que ahora trataba de salvar su identidad y su posición social, consiguió advertir el giro que tuvo su vida; era como si hubieran pasado varios años en un instante. Entonces recordó que no tenía donde dormir esa noche y, sabiendo que faltaban horas para que hicieran el primer movimiento, que apremiaría pedirle al extraño un espacio para ocupar en su casa. Eso era demasiado embarazoso, no sabía cómo expresarse; acababa de llegar, era la primera vez
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que veía al hermano de su sirvienta, además de la primera vez que sabía de su existencia, y ya iba a pedirle un favor. Ni a sus padres les pidió uno, o por lo menos trató de evitarlo. ¿Qué haría ahora? ¿De qué manera se lo explicaría? Sin embargo, no tuvo que hablar, porque Alexis, como si le leyese los pensamientos, empezó a decir: —Imagino que como no tienes dinero, no te quedarás en un hotel. También debo suponer que no conoces a nadie que te eche una mano. Te puedes quedar aquí, pero no abuses de mi hospitalidad. —Está bien, no me quejo —dijo él con un suspiro. Se quedó todo el día allí, pues Alexis creía que podrían estarlo buscando para eliminarlo, asumiendo que el estafador había cambiado la manera de proceder, como hizo con su segunda víctima. Para no llamar la atención, Isaura llevó su coche a un estacionamiento público y volvió en taxi. Durante el resto de horas que duró el día, no hicieron otra cosa que hablar de los hackers y sus inventos. Isaac no imaginaba que existieran personas capaces de hacer tantas cosas. Para él, el límite de su capacidad mental era la nota máxima de sus estudios universitarios, y el hecho de que se pudiera lograr más le parecía algo sobrenatural. Entonces no le resultó extraño que el ladrón se enterase varios años atrás que todo ese dinero sería suyo. La noche cayó sobre ellos y Alexis le indicó cuál sería el dormitorio que ocuparía. Como no confiaba en él y no quería dejarlo con Isaura, mandó a ésta a su propio dormitorio para compartir su cama matrimonial, la cual poseía por puro capricho, porque vivía solo, y luego le dio instrucciones de cómo debía actuar si por casualidad se levantaba a entradas horas de la noche queriendo ir al baño. Isaac no le vio gracia a que le estuvieran indicando cómo moverse por una casa, esto debido a que en el pasado había estado en viviendas ajenas y sabía respetar la
privacidad de los demás. Después de una cena que juzgó como escuálida en comparación con las que disfrutaba en su mansión, se fue a dormir mientras Alexis se encargaba de localizar al cómplice del ladrón y así mantenerlo vigilado, pues a las cinco de la mañana irían a esperarlo en la puerta de su residencia. El dormitorio que Alexis le dejó era pequeño: medía tres metros de ancho y casi cuatro de largo; tenía una cama pequeña con sábanas blancas acomodada en un esconce y una cómoda de madera oscura en otro, al lado de un televisor viejo que estaba sobre una mesita. Isaac, a pesar de hallarse ya acostumbrado a su acogedora casa en la montaña, se conformó con ello, puesto que le recordaba a los días pasados con sus padres. Durante dos horas no pudo conciliar el sueño y se quedó mirando, a través de la oscuridad, el techo entelarañado del cuarto. Algunos pensamientos inquietantes le afloraron mientras estuvo despierto, pensamientos que la mayoría de las veces guardaban relación con Carlos Infante, el hombre que casualmente se lo encontró a punto de suicidarse. Era extraño, sinceramente extraño; nadie se pasaba toda la noche caminando y menos se iba a visitar un río cuando estaba a punto de llover. Dijo que caminaba a esas horas por el lugar para alejarse del infierno de su casa. Además afirmó que vio cómo remodelaban la mansión, así que no encajaba, a menos que tuviera un vehículo. Era un mentiroso, había ido al río a detenerlo. ¿Quién era ese hombre? Cada vez que recordaba el encuentro se le parecía más a una especie de aparición fantasmal, un fenómeno paranormal. Al final, cuando los párpados empezaron a cerrársele, ya no sentía ganas de volver a ver a ese tipo ni en fotos. Entonces se quedó dormido, y se sumió en unos sueños tranquilos y fantásticos que no retendría al despertar. —Señor Isaac —se oyó decir una voz femenina—. Despierte, señor Isaac, ya son las cinco de la mañana. Una mano le agarró el hombro con fuerza y lo sacudió.
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Isaac abrió los ojos y vislumbró el rostro de Isaura, quien estaba despeinada y llevaba una bata puesta. Tuvo que quedársele mirando unos segundos mientras su cerebro se iba adaptando a la situación, ya que su memoria fallaba. La mujer se retiró y fue a reunirse con su hermano en la sala de estar, la cual se podía ver desde la cama, a través de la puerta. —Ya lo desperté, pero parece un poco desorientado —dijo Isaura en voz baja, pero de todas formas se oyó como si hablara con tono estridente. Isaac se sentó en la cama y se percató de que no se había quitado los zapatos para dormir; de hecho, lo único que se despojó fue la chaqueta, dejándose el lazo del cuello, la camisa blanca (que ya estaba arrugada) y los pantalones. Al mirar las sábanas blancas, hechas un revoltijo, vio unas marcas de suciedad, producto de la mugre que recogió durante su viaje al río, y que terminó de acumular cuando entró a los terrenos de la mansión. Se dijo que después se disculparía con Alexis y se levantó, cogió la chaqueta de encima del televisor y fue a la sala de estar. Si no fuera por el esmoquin hubiera sentido el frío del ambiente, pero se lo imaginaba al ver cómo Isaura trataba de calentarse las manos frotándoselas la una con la otra. Para no tener que hacer algo parecido, se las metió en los bolsillos del pantalón y se limitó a mirar los monitores de las computadoras, que estaban prendidos y mostraban mapas y coordenadas geográficas, sin mencionar el montón de cosas cuyos significados no entendía. Mientras estuvo en la cama, Alexis, sentado en su silla preferida (una bien acolchonada y con una pata triple con ruedas), le había explicado a Isaura algunas cosas importantes sobre lo que se visualizaba en las pantallas. —El tipo se movió por todo el centro de la ciudad hasta la una de la madrugada; luego se detuvo en una casa que está al otro extremo, si nos ubicamos en la mansión —decía—. Más tarde
se desplazó al hotel que está junto al cementerio, en la salida que lleva a la ciudad vecina; de allí no se movió. Sin embargo, yo tampoco me moví de aquí, por si volvía a cambiar de sitio. —¿Y lo hizo? —preguntó Isaac, parado a espaldas de Isaura. —No, no lo hizo —respondió Alexis—. Pero tenía que quedarme aquí; ya he cometido errores antes. —Se quedó callado un instante, observando la ropa de su interlocutor; luego dijo—: No creo que sea buena idea que uses eso durante nuestra misión. —¿Por qué? Me gusta. —Te entiendo, pero llama demasiado la atención. Si pudiera, usaría una palabra más destacada, pero no quiero que pienses que exagero. —Alexis tiene razón —dijo Isaura—. Esa ropa atraería la mirada de un cadáver. —Más o menos iba a usar una expresión parecida —dijo Alexis con una sonrisa. —Está bien —accedió de mala gana Isaac, empezando a quitarse el lazo del cuello y la chaqueta a la vez—. Pero no pienso dejarlo tirado; vale mucho dinero. —Si te sigues preocupando por el dinero no vas a salir bien de esta. —¿Qué quieres decir? —preguntó Isaac, deteniéndose mientras se desabotonaba la camisa y se echaba la chaqueta y el lazo al hombro, bien doblada la una y estirado el otro. —No estoy diciendo que vas a morir o algo así, de lo que yo hablo es de la moral; estoy tratando de atrapar a este desgraciadito no por el dinero que se ha llevado, sino por el simple hecho de haber robado. Cuando se cometen actos de corrupción no se le hace bien a nadie, no se gana nada, pero se pierde la moral y el sentido de la vida, ¿me entiendes? —No. —Estoy queriendo decir que la corrupción te destruye por
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dentro, causando que destruyas las vidas de quienes te rodean. Imagina que llevas a tu hijo a la mejor escuela del universo y que vives en la mejor casa, y das la mejor imagen al mundo; pero en el fondo sabes que todo lo tuyo lo conseguiste robando, y los demás lo saben, pero no quieren admitirlo. Es allí cuando terminan contaminados por tu corrupción. Les robas a ellos y ellos no hacen nada porque tienen miedo de aceptar la realidad, de aceptar la responsabilidad que conlleva; así es como ciertos grupos pequeños dominan a los pobres, que son mayoría. No le desearía un mal como ese ni a mi enemigo. Tengo que aceptar mi responsabilidad, la que me dice que, con sólo haberme enterado de la verdad, debo hacer algo para acabar con el problema. —¿Qué tiene que ver eso con que yo me preocupe por el dinero? Sinceramente no te estoy captando. —Sólo estaba planteando las bases para decirte que estás pensando como uno de esos corruptos, de manera individualista, superficial e irresponsable. Si vas a trabajar conmigo, si quieres que atrapemos al ladrón, búscate una mejor razón para hacerlo. —¿Y qué otra razón podría ser? —Piensa que quieres devolverle la identidad a las anteriores víctimas. —Uhm... —Isaac se quedó pensativo. Una vez oyó a alguien hablar de esa forma: su abuelo, quien mantenía cierta distancia de su padre por tener portes opuestos. Hacía casi un día se encontró con otro que tal vez pensaba igual: Carlos Infante. ¿Qué ocurría? Su padre le enseñó que todos en el mundo eran aprovechadores, que todos aspiraban quitarle lo que le pertenecía y que él no debía quedarse atrás. Ahora se topaba con alguien que no quería aprovecharse de él y no tenía idea de cómo reaccionar. Eso lo obnubilaba. —¿No nos vamos? —dijo Isaura—. Ya tenemos al tipo en la mira.
Isaac iba a continuar desabotonándose la camisa, pero Alexis lo detuvo: —No te quites eso; mejor cámbiate los pantalones por unos que tengo en mi dormitorio y bastará. Isaura y Alexis intercambiaron miradas mientras Isaac iba al dormitorio mencionado, al final de un pasillo que estaba apenas saliendo de la sala de estar. El lugar era el doble de grande comparado con la alcoba que Alexis le cedió, y tenía una cama matrimonial al fondo con sábanas carmesí, cuya cabecera de madera labrada y ornamentada le daba aspecto de tálamo de la realeza. Una ventana de cortinas gruesas coronaba la cabecera, y una cómoda con un enorme espejo encima se hallaba al lado, en el rincón. Había un único armario recostado en la pared opuesta, al lado de una cesta con ropa usada y sucia. Isaac no perdió tiempo y abrió el armario en busca de la prenda, temiendo que no le quedara, puesto que parecía que Alexis era pequeño. Sin embargo, al cambiarse comprobó que no era así (o que Alexis usaba ropa demasiado grande); los pantalones, de un color parecido al ocre, eran a su medida. Para terminar, después de ajustárselos con un cinturón de cuero que halló tirado al lado de la cesta, sacó el revólver y su billetera del pantalón del esmoquin y se los guardó en los bolsillos de los prestados. Entonces se fijó en el espejo, y se paró frente a él para verificar su apariencia. No estaba nada mal, se veía bien alimentado, con la piel de un matiz sano, pero no lograba distinguir si se le formaban ojeras. Se aproximó al interruptor junto a la puerta y encendió la bombilla, colgada en el centro del techo; luego regresó a su posición anterior. No obstante, de igual forma no consiguió comprobar la presencia de las manchas bajo sus ojos, porque lo distrajo el raro efecto de su reflejo. Daba la impresión que emitía una luz multicolor de su cuerpo, parecida a la aurora boreal; posiblemente si se molestaba, encontraría cada uno de
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los colores del arcoíris. Quizás se trataba del vidrio, quizás se había manchado con aceite. Cerró los ojos y, luego de limpiarse las pestañas con los dedos, los volvió a abrir. Suspiró; el efecto ya no estaba. Y su rostro era saludable, sin las marcas típicas del mal sueño. Posteriormente salió a reunirse con los otros, quienes observaban los monitores, especialmente uno donde un punto amarillo se encendía y apagaba en medio de un mapa con coordenadas geográficas. —Voy a salir a tomar aire —dijo al darse cuenta de que no entendería nada de lo que le explicarían si preguntaba algo. Le bastaba con saber o intuir que el punto amarillo era el objetivo. —Espera, no me has dicho si vas a cambiar tu razón para actuar —lo detuvo Alexis. —Uhm... —Tenía una idea de lo que respondería, pero se le antojaba algo dramática; no obstante, creía que era mejor que lo que le sugirió Alexis antes—. Lo haré para ayudar a erradicar la maldad del mundo —dijo. El hombre y su hermana se quedaron callados por unos largos e incómodos segundos. Por un instante Isaac creyó que se echarían a reír y le dirían que fuera a hacer películas de drama, pero, dadas las circunstancias, ¿quién haría algo así? Alexis se acomodó en el asiento y soltó un «Eso es bueno» no muy alentador mientras que Isaura no dijo nada, resignándose a voltear la mirada hacia el punto amarillo. Isaac concluyó que no había nada más que decir y salió por la puerta del frente, parándose a unos palmos de la verja, para observar el despertar del barrio. Había una calma que no podría hallarse durante el resto del día y un frío que pronto el sol disiparía; quizá no estaría mal disfrutarlo mientras duraba. Inhaló una bocanada de aquel aire madrugador y se acercó más a la puerta de la calle. Estaba seguro de que alguna vez en la vida había hecho algo parecido al despertarse temprano pero no lo recordaba con exactitud.
—¿Nunca mencioné que somos parientes? —dijo una voz femenina detrás de sí. No quiso darse la vuelta pues sabía quién era. Isaura, por su parte, se paró a su lado y suspiró, esperando alguna respuesta. —Eso lo complica todo —dijo él. Se sentía calmado, muy calmado. Si comparaba ese momento con el de la madrugada anterior, cuando estaba al borde de las lágrimas, quizá al borde de la histeria, buscando una solución a su problema, respiraba demasiada calma. Ahora hablaba con su sirvienta, quien le confesaba pertenecer a su sangre, y no había en él ni pizca de pensamientos desesperados ni suicidas. Se encontraba en una especie de limbo entre la locura y la cordura. —Somos primos lejanos, por parte de nuestro abuelo —continuó Isaura—, que por cierto fue quien te dejó en herencia la fortuna que tienes, o que tenías. —¿Cuándo pensabas decírmelo? —Nunca; de hecho, no queríamos que te enteraras de nuestra operación, bueno, la operación de Alexis. Sin embargo, ahora que lo sabes, pensé que sería necesario revelarte la información. Desde que recibiste la herencia, mi hermano pensó que podrías terminar siendo robado (ya sabes, por tu relación con los demás) y me dijo que me ofreciera para ser sirvienta y así vigilarte. El día que vi tus contactos de Internet, pues se puso a trabajar. —Eso me aclara algunas dudas. Lo que no me dice es por qué no me reconoció tu hermano cuando me vio —replicó Isaac mientras le echaba una mirada suspicaz. —Él nunca te había visto. —Oigan, creo que ya podemos irnos —dijo Alexis a sus espaldas. Cuando voltearon lo vieron parado en el umbral de la puerta principal, con un aparato parecido a un celular entre los dedos de la mano derecha, de pantalla táctil y una sola tecla bajo
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la misma—. He sincronizado el localizador con este GPS y ahora podremos visualizar su posición. Sigue en el hotel. —¿Iremos a pie? —preguntó Isaac. —Tomaremos un taxi —dijo el hombre—. Estamos a media ciudad de distancia y podríamos perderlo si vamos caminando. Claro, imaginando que también es mañanero. —Bien, no perdamos tiempo —dijo Isaura. A las cinco de la mañana no circulaban muchos taxis y por eso tardaron casi media hora en montarse en uno. Se llevaron otros veinte minutos en llegar al hotel y diez en localizar la habitación donde se hospedaba el objetivo, por lo que cuando se detuvieron a decidir si entrar o no ya el sol se asomaba en el horizonte y el lugar estaba bañado por una luz tenue bajo el cielo azul grisáceo. El hotel era de dos pisos y su restaurante se encontraba separado del edificio, al otro lado del aparcamiento. La habitación de la persona que buscaban estaba en el segundo piso y ellos se hallaban parados frente a su puerta, la cual era de madera y tenía un lustroso número veintinueve de metal sujeto mediante tornillos en la parte superior, debajo de la mirilla. —Esperemos abajo; lo observaremos desde el estacionamiento —susurró Alexis como solución a la discusión que habían tenido poco antes. —Buena idea —dijo Isaac, dirigiéndose hacia las escaleras. —¿Por qué no se me ocurrió traer un arma para someterlo? —se preguntó Alexis mientras lo seguía. —Yo tengo una —dijo él, dándole unas palmaditas al bolsillo del pantalón prestado. Alexis dejó que Isaura le precediera y miró atrás constantemente hasta que llegaron a las escaleras. Se detuvo en el primer rellano y los llamó con un siseo. Isaac e Isaura voltearon y él dijo: —¿Cómo demonios vamos a saber quién es el tipo que sale de la habitación veintinueve si no estamos viendo cuando lo hace?
—No había pensado eso, pero yo no fui quien sugirió que esperáramos afuera —dijo Isaac—. Puedes quedarte tú y hacer todo el trabajo; te daré el arma. —Pero yo puedo reconocerlo —dijo Isaura—. Lo vi cuando entró a la mansión. —No, no creo que lo reconozcas —dijo Alexis—. Lo que le dimos fue un broche de oro que supuestamente llevaba el anterior dueño de la casa. ¿Qué tal si lo vendió? Y si no era el estafador, ¿no se lo habría quitado el original ladrón al reunirse para negociar el pago? —Eso es poco probable —dijo Isaac—. Si el tipo es tan ladrón como el estafador, no se lo daría y si el estafador es inteligente, no tomaría el broche. —¿Por qué? —inquirió Alexis. —Porque se supone que lleva tiempo planeando el robo y debería saber que no existe tal broche. ¿Y por qué diantre le dieron un objeto tan fácil de notar? Eso lo convierte en algo sospechoso. —Fue lo primero que se me ocurrió —se excusó su interlocutor. —Aún así —prosiguió Isaac—, es mejor que entres a la habitación pues afuera podrían vernos y terminaríamos en la cárcel. —No, mejor hagámoslo los tres. Venga ya, no hay tiempo que perder —dijo Isaura—. En este momento el tipo ese debe estar subastando tus cosas, Isaac. —Tienes razón —asintió Alexis—. Hay que entrar. Yo llamaré a la puerta y tú, Isaac, tendrás el arma preparada, sea cual sea la que tengas. ¿Es una navaja? —Es una nueve milímetros —respondió. Se aproximaron de nuevo a la puerta de la habitación número veintinueve. A Isaac le latía el corazón con fuerza.
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—Oye, no hagas nada estúpido —le susurró Alexis—. Ahora saca el arma. Mientras Isaac se metía la mano en el bolsillo, detrás de la puerta se oyeron unos pasos amortiguados que se iban aproximando a ellos. El cañón del arma apuntó directamente al número atornillado en la madera, por donde calculaba que podría aparecer el pecho del hombre, si era alto, o el cuello, si era de baja estatura. Los últimos segundos fueron lentos. Oían los pasos y a la vez sus respiraciones entrecortadas por la tensión, imaginando tal vez que si respiraban con normalidad el hombre tras la puerta los escucharía. Durante los últimos segundos, Isaura y Alexis intercambiaron miradas y se pararon a ambos lados de la puerta. No fue necesario llamar. Llegó el momento y la puerta se abrió. Un hombre menudo, de barriga prominente, vestido con una chaqueta marrón bajo la cual lucía una camiseta gris, más unos pantalones negros y zapatos del mismo color, salió de la habitación, concentrado en la pantalla del teléfono móvil que sostenía en la mano. Apenas reparó en que Isaac estaba frente a él, Isaura y Alexis lo tomaron por los brazos con fuerza para tratar de inmovilizarlo. El tipo intentó zafarse durante unos segundos, protestando escandalosamente, pero el arma que lo apuntaba hizo que se detuviera en seco. Así, con una seña que les hizo a los otros con la cabeza, Isaac pudo obligar al objetivo a dar marcha atrás y entrar, sujeto por sus acompañantes. Él cerró la puerta tras de sí al seguirlos. Estaba oscuro. La habitación era pequeña pero acogedora. En la salita de estar a la que acababan de entrar alcanzaba distinguirse entre la penumbra un sofá y dos sillones dispuestos alrededor de una mesita de vidrio con un florero encima. Había un televisor empotrado a la pared frente al sofá, un televisor de aproximadamente treinta pulgadas; el control remoto del aparato estaba junto al florero. Un muro de un metro de altura separaba
la salita de la cocina y una puerta al lado del televisor daba al pasillo por donde se accedía a los dormitorios y el baño. Después de la cocina había un balcón al que se llegaba por las puertas deslizables de vidrio que servían de ventana; las gruesas cortinas que tapaban las puertas eran las que impedían que entraran los rayos del sol. El aire fresco y frío que emitía el acondicionador de aire casi provocaba un agradable sopor. —Pongámoslo en el sofá —sugirió Alexis a su hermana al tiempo que le arrancaba el móvil al hombre de un tirón y se lo guardaba en un bolsillo de la camisa. Ella obedeció y entre los dos, mientras Isaac se iba moviendo para no dejar de estar frente al sujeto, lo obligaron a sentarse. El hombre miraba el cañón con fijeza, aterrorizado, con la respiración casi cortada. —¿Qué quieren? —dijo asustado. —Isaura, ¿es el mismo que viste? —preguntó Isaac sin prestarle atención. Ella asintió, todavía atajando el brazo del tipo aunque ya no luchaba. —Será mejor que terminemos con esto; afuera se oyen ruidos —dijo Alexis. Isaac ladeó la cabeza, tratando de escuchar y, en efecto, se oían pasos afuera. Quizá los vecinos despertaron por causa de las protestas del sujeto. —Bien, hombre, ya debes saber lo que quiero. Devuélveme mi identidad —dijo en voz baja. —No sé… no sé de qué habla —farfulló el aludido, poniéndose pálido. Alexis aprovechó para asestarle un golpe en el estómago, sacándole el aire; sus ojos se entornaron e intentó zafarse las manos para agarrarse el área golpeada. —Si no me empiezas a explicar qué diablos hiciste para robarme la identidad, te abriré un par de huecos en la cabeza. El menudo individuo jadeó y dio arcadas antes de recuperarse del dolor. Luego lo miró con la culpa reflejada en el rostro y
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entonces Isaac se dio cuenta de que aquel tipo no estaba sudando a chorros gracias al aire acondicionado. —No fui yo —dijo—. Le aseguro que no fui yo. Un tipo… un tipo se me acercó y me dijo que si iba a la mansión y afirmaba que ahora era mía, me pagaría un montón; además, me pidió que contratara a unos trabajadores para remodelarla y convertirla en una carísima edificación. —¿Por qué diablos querría hacer una edificación carísima? —dijo Isaac. —Obviamente para aprovechar mejor la venta —dijo Alexis—. Pero la pregunta es: ¿Dónde está el tipo que te mandó a la mansión? —agregó dirigiéndose al sometido. —No… no lo sé. Me dijo que me daría cuatro cifras de dinero… —¿Cuatro cifras? —interrumpió Isaura—. ¿Quién habla así? —Déjalo terminar, mujer —indicó Isaac, a quien empezaba a preocuparle los sonidos de afuera, que ahora eran más intensos, como si hubiera un montón de curiosos agolpados en la puerta. —Me dijo que nos veríamos en un edificio que fue abandonado en plena construcción, en el piso más alto —continuó el hombrecillo después de tragar saliva y mirar a Isaac y su arma con aprensión—. Supuestamente me pagará ahí; la regla es que debo ir yo solo. —No me vengas con esas estupideces de reglas. La única regla aquí es que tú nos llevarás al edificio para que yo pueda recuperar mi identidad. —No te olvides de los demás —advirtió Alexis. —Bien, como quieras; ahora vámonos a ese edificio. —No, es a las ocho que tengo que estar allí —protestó. —¿Cómo te llamas? —preguntó Isaac. —Alexander Morales. —Pues, Alexander, yo no pienso ponerme a esperar aquí,
sobre todo si… —Se acercó más a Alexander para terminar la frase en un susurro— …afuera nos están escuchando. En ese instante alguien golpeó repetidamente la puerta. Todos se quedaron callados, de nuevo en tensión. —Señor, ¿está bien? —dijo una voz femenina—. Me pareció escucharlo gritar hace un momento. Isaac hizo un gesto con la cabeza, instándolo a responder. —Todo está bien; sólo eran unos amigos que me jugaron una mala broma —dijo Alexander, a punto de titubear pero evitándolo luego de un gran esfuerzo. La respuesta sonó convincente, pero la mujer del otro lado insistió: —Abra, quiero ver que esté bien, en serio. —Hay más de uno allí afuera —susurró Isaura señalando las sombras que se veían por debajo de la puerta. —Guarda el arma —dijo Alexis también en un susurro, dirigiéndose a Isaac; en seguida miró a Alexander y agregó—: Usted debe salir y convencerla de que somos sus amigos. Así lo hizo, pero fue una batalla difícil, sobre todo para un hombre que no quería ganarla pero debía hacerlo si deseaba salir del aprieto. Cuando abrió para empezar a inventarse una historia, se encontró con una empleada del hotel y un par de hombres jóvenes de no más de veintidós años con cara de curiosos irremediables. A simple vista parecían fáciles de convencer, pero en cuanto empezó a relatar que sus amigos intentaron hacerle creer que lo secuestraban, éstos abordaron a formularle preguntas consecutivas e irritantes. Isaac tuvo que intervenir para poder deshacerse de ellos. —Alexander, tenemos una reunión de negocios muy importante. ¿Puedes apresurarte con ellos? —dijo. Los mangoneadores se dieron cuenta de lo inoportunos que acababan de ser y se disculparon con Alexander. Él sólo repitió
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la misma frase durante esos segundos: «no se preocupen», y luego, cuando su paciencia empezó a agotarse, les sugirió que lo dejaran con sus amigos a solas para poder irse sin ninguna escena incómoda. Lo hicieron al instante: los dos hombres, clientes del hotel, fueron a sus habitaciones y la empleada se fue por el pasillo hasta perderse de vista bajando las escaleras. —Al fin —dijo Isaura tras asomarse a ver el pasillo vacío. —Como si nos hubieran retenido mucho tiempo —dijo Alexander casi sonriendo, pero luego se puso serio al ver la mirada de desaprobación de Alexis. —¿Tienes vehículo? —le preguntó Isaac. —Sí. Minutos después se hallaban en un Volkswagen Polo del año dos mil cinco de color escarlata, dirigiéndose al edificio en abandono por un corredor vial que surcaba la ciudad hacia el este. Isaac era quien conducía por no confiar todavía en Alexander, mientras éste le indicaba el camino; Alexis traía el arma ahora, sentado en el asiento trasero junto a su hermana. Al salir del hotel nadie los miró, por lo que imaginaron que no sospecharon nada; sin embargo, Los entrometidos no dejaron de hablar de ellos cuando los vieron alejarse y… ¿Quién sabe? Quizá terminarían llamando a la policía. Pero eso no importaba, porque Alexis tenía sus planes. Durante la noche no sólo se dedicó a mirar el puntito que representaba al localizador, sino que también se había encargado de meter una alerta falsa en la red de las autoridades avisando que un criminal informático se encontraba en la ciudad, autor de penetraciones a sistemas de seguridad de empresas importantes. El criminal de quien alertó existía y por eso confiaba en que acudirían al instante. No iba a haber problemas cuando lo atraparan porque nadie conocía su rostro, así que muy fácilmente serían confundidos, pues estaba seguro que el piso del edificio donde sería la reunión albergaría al menos una computadora con
información clasificada y algún que otro material ilegal. Aún no mencionaba aquello a los presentes; pretendía que fuera una sorpresa. —El edificio es ese —dijo Alexander mientras señalaba una estructura de cinco pisos a medio terminar a unos cien metros de distancia. Tenía las paredes aún sin pintar y al piso superior le faltaba una parte—. No debemos estacionar frente a él pues nos podría ver desde donde está; aparca una cuadra más allá. Lo he logrado, pensó Isaac. Condujo una cuadra más allá del edificio, como le sugirió Alexander, y luego estacionó el coche frente a una iglesia pequeña de paredes azules en la segunda cuadra. —Acabas de estacionar en la franja amarilla —le espetó Alexis. —Aquí no trabajan los fiscales de tránsito. ¿No has visto los autos adelante? —replicó Isaac, señalando una camioneta que precedía a otro montón de coches estacionados en las siguientes cuadras, del mismo lado que ellos. —Pero lo harán; cuando llame a la policía lo harán —dijo Alexis y todos le miraron. —No, nada de llamar a la policía —dijo Alexander con vehemencia—. Eso nos daría problemas. —No si el estafador es un criminal muy buscado. —Pero no lo es; nadie se ha dado cuenta de que está robando identidades —dijo Isaura. —Ya lo sé. Lo que trato de decir es que si lo confunden con otro criminal, uno del que sí se sabe, lo arrestarán —explicó Alexis y, al ver que ninguno le entendía, continuó—: Anoche di una alerta falsa a las autoridades diciendo que había un criminal informático en la ciudad. La policía seguramente estará rondando las calles dentro de unos minutos y, si hago una llamada, acudirán aquí. Como nadie sabe cuál es el rostro del tipo, lo agarrarán a él y
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lo encerrarán; esta podría ser la oportunidad para demostrar que sus dos anteriores víctimas no están locas, por lo que podremos regresarlos a sus vidas normales. —¿Cómo haremos para que los confundan? —preguntó Isaac, quien veía demasiados fallos a ese plan. —El tipo debe tener un montón de aparatos en ese sitio, si es su centro de mando, y si no lo es puede tener por lo menos una computadora con material ilegal que lo delatarán. Ninguno de los tres se convenció al instante, pero no insistieron. Isaac empezó a analizar el plan y se dijo que quizá funcionaría. Puso la palanca en retroceso y miró por el retrovisor mientras iba acercando el coche a la esquina de una calle secundaria, para estacionar junto a la acera de ese lado. Giró el volante a la derecha para adentrarse en la calle y terminar al lado de la iglesia. Se dio cuenta de que faltaba algo para que diera resultado la idea de Alexis, o eso creyó. Imaginó que si el estafador estaba esperando allá arriba no prevería una visita a esas horas, ya que se creía el ladrón fantasma; pero era posible que en realidad no hubiera llegado aún, lo cual lo convertiría en un idiota pues si quería entrar a un edificio en construcción, por más abandonado que estuviera, debía evitar ser visto, lo que hacía suponer que, de resultar inteligente, el criminal llevaba un par de horas allí, quizá hasta tres. —Tengo una idea interesante —dijo después de meditar. —¿Cuál? —preguntó Alexis. —Debo entrar yo solo. Así quizá funcione tu plan. —Explícate. —Es una corazonada. —Uhm, no me convence. Imagina que vas y logras someterlo. ¿Cómo explicarás a la policía lo del arma? —No lo sé, me inventaré algo; lo que importa es que lo atrapen, ¿no?
—Eso suena raro viniendo de ti, ¿lo sabías? —dijo Alexis con una sonrisa irónica. —Oh, cállate. Creo que voy a darle una sorpresa. Entraré ahora. —No seas estúpido, espera a que se haga la hora —le espetó Alexander, quien no estaba muy contento desde que Isaac declarara que no confiaba en él. —Oye, cierra el pico; mejor sería darle una sorpresa que llegar a la hora que esté más atento. Además, no tengo paciencia; y si espero será igual, porque no imagina que estoy aquí. —Por supuesto, porque me está esperando a mí. —Qué inteligente —dijo Isaura con sarcasmo—. ¿Cuál es el problema entonces? —No lo sé; hagan lo que quieran —replicó Alexander con un dejo de impaciencia. Isaac suspiró y tendió la mano por encima del hombro, pidiendo el arma. Alexis le puso la nueve milímetros en la palma y él se la guardó en el bolsillo antes de apearse del coche. Sus tres compañeros lo miraron como si fuera la última vez, con algo de misericordia en sus expresiones (exceptuando Alexander, cuyo rostro era difícil de descifrar). Era incómodo verlos así, pues daba la impresión de que le anunciaban la muerte. —Dejen de mirarme así —les dijo de pronto al tiempo que cerraba la puerta del conductor con fuerza—. Me están poniendo nervioso. Se alejó del Volkswagen en dirección al edificio, cruzando la calle hacia la esquina de la otra cuadra. Recorrió dicha cuadra en un trote lento, por la acera, mientras mantenía la mano dentro del bolsillo, preparado. Al llegar a la siguiente esquina vio la puerta principal del edificio, que estaba asegurada con una cadena gruesa de hierro y un candado garrafal; en el piso superior, a pesar de faltar un gran
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trozo de pared, no se veía otra cosa que oscuridad. Se preguntó cómo alguien podría forzar el candado sin romperlo; cabía la posibilidad de que el estafador no estuviera dentro aún, pero también que tuviera la llave. No perdió más tiempo y corrió hacia la puerta, adelantándosele a una camioneta que pasaba por allí a alta velocidad; quizá el conductor se llevó un susto de muerte pues fue algo demencial. Ya cerca de la entrada, notó que la tranca estaba abierta. Fue puesta de tal forma que desde lejos parecía asegurada. La quitó, y también la cadena, para luego abrir sólo lo necesario, de manera que cupiese su cuerpo. Dentro todo era penumbra. No había paredes y las vigas eran lo único que ocupaban espacio en la planta baja. El piso estaba tan polvoriento que parecía imposible caminar sin dejar huellas; no obstante, no distinguió pisada alguna que le sugiriera la presencia del ladrón en el edificio. Al fondo se hallaban las escaleras que lo llevarían al piso de arriba. Sintió el impulso de echar a correr y subir lo más rápido posible; se contuvo con esfuerzo, logrando reducir su carrera a un trote suave. Al principio, no descansó en los rellanos, pero en el tercer piso no tuvo opción, pues temía llegar demasiado fatigado como para impedir que la persona que buscaba se defendiera. En el rellano del cuarto piso jadeaba, así que descansó un par de minutos. Entonces lo asaltó la tensión; faltaba poco. Sacó el arma y la sostuvo con ambas manos, como alguna vez vio que las agarraban los policías en las películas. Subió el último tramo de escaleras y se detuvo al fin en lo que el estafador seguramente llamaba el punto de reunión: el quinto piso. A un lado, en el rincón más alejado de las aberturas de la pared, había tres computadoras portátiles sobre una mesa de madera que probablemente ya estaba allí desde mucho tiempo atrás; al lado de la antedicha, se encontraba de pie un hombre,
mirándolo. Medía como un metro sesenta y tenía una complexión notablemente fuerte, lo que sugería que no se dedicaba tanto tiempo a los ordenadores, sino que también se daba un momento para el gimnasio, o las artes marciales. Su vestimenta era una simple camiseta ajustada y unos pantalones vaqueros negros; su calzado unas alpargatas. Las manos se ocultaban en sus bolsillos. Tal parecía que lo esperaba. —Hasta que llegaste, Isaac —dijo, y su voz sonó parecida a la de Alexis. —¿Cómo te diste cuenta de que venía? —preguntó él al tiempo que se giraba y lo apuntaba con la nueve milímetros. —Instalé cámaras en el edificio. —Entonces supongo que sí te di una sorpresa, ¿no? —Lo único que me sorprende ahora es que hayas logrado ir tan lejos. Los otros nunca tuvieron algún sospechoso; tú en cambio me encontraste. ¿Recibiste ayuda? —Bueno, no tengo opción. Un tal Alexis Márquez me ayudó, y es muy bueno en esto; ninguna de sus teorías fallaron —dijo Isaac, acercándose a él lentamente—. Quiero ver tus manos. —Para qué, no escondo ningún arma —El hombre se recostó contra la pared—. Quisiera saber si estás enterado de que él es tu primo. —Claro que lo sé, idiota… Ahora dime cómo lo supiste tú. —Apuntó el revólver a la cabeza del tipo. —Porque yo también soy tu primo; de hecho, soy sobrino de tu madre. —Qué bien, entonces esta es la reunión familiar más rara del mundo. —No, hablo en serio. Hace varios años me enteré de que te iban a dejar una gran herencia y no pude soportarlo… —¿De veras? ¿Cómo diablos lograste enterarte? —Revisé el testamento del moribundo.
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—¿Y por qué no pudiste soportarlo? ¿Acaso esperabas que te la dieran a ti? —No, lo que me molestaba era que se la dieran a un mal nacido antisocial como tú, que se la pasa despreciando al mundo entero. —La voz del estafador emanaba todo el odio que se puede incluir en una frase—. Traté de disuadir al viejo y me echó de su casa; entonces tracé un plan bastante difícil. Me preparé para quitarte la herencia y usarla en algo más productivo. Por eso te eliminé del sistema, eres un fantasma ahora. —Si se suponía que sólo querías que la herencia del abuelo de Alexis cayera en mejores manos, ¿por qué le quitaste la identidad a los otros dos? —preguntó Isaac antes de acercársele más, hasta quedar a dos metros y medio de distancia. —Tenía que hacer la prueba con tipos iguales a ti, y además, también quería que pagaran —respondió su interlocutor. —Te voy a matar, ¿lo sabías? No soporto a los desgraciados que cometen crímenes supuestamente para hacer el bien. —Adelante, hazlo; de todas formas te encerrarán. O lo hacen porque estás loco o porque me mataste. No tienes escapatoria. Isaac volvió a sentir cólera, igual que cuando hablaba con Isaura en su automóvil, pero esta vez era incontenible. Sus manos temblaron junto con el arma y el dedo índice se le fue moviendo lentamente hacia el gatillo, el cual no tardaría en halar. Nada podría detenerlo ahora, sus tres acompañantes estaban muy lejos y de seguro Carlos Infante no imaginaba que se encontraba en ese edificio; ese mendigo no volvería a frustrar sus planes. Veía la cara de aquel primo y no podía dejar de irritarse; sus ojos se burlaban suyo. —Yo no haría eso si fuera usted —dijo una voz conocida a sus espaldas. —¡¿Qué mier…?! —exclamó mientras daba un respingo tan fuerte que casi soltó el revólver. Se desplazó hacia un lado para
mirar hacia atrás sin perder de vista al estafador; entonces vio de nuevo a Carlos Infante, con sus harapos y su morral, parado frente a las escaleras. Era imposible. —¿Cómo carajo llegaste hasta aquí? —preguntó después de pasar unos segundos sin hablar. Al instante notó que su primo adoptaba una expresión de espanto. No lo culpaba; cualquiera se asustaría al ver por primera vez al mendigo—. ¿De verdad me estabas espiando? —No lo estaba haciendo, sólo pasaba por aquí y te vi entrando a este edificio. Subí y… pues, ya sabes. Ahora, te pido que no hagas eso. —¿Por qué? —¿Cómo estás tan seguro de que la policía no lo tiene en la mira? —Claro que no lo tiene, ya Alexis investigó al respecto. —Entonces no lo hizo bien. Las autoridades sólo sospechan de su existencia, por eso no hay ningún registro que diga que lo están investigando, o que por lo menos saben que anda por ahí. Si dejas que lo atrapen, aunque descubran que Alexis hizo una alerta falsa, de todas formas lo encerrarán. —¡¿Y qué?! Yo quiero matarlo; él no merece vivir —exclamó Isaac con enojo. Entonces se percató de lo que acababa de decir Carlos. ¿Cómo lo sabía? Ni siquiera había hablado con Alexis. Por un momento dejó de mirar al estafador y se concentró en él. —¡Tonto, no pierdas de vista tu objetivo! —le gritó Carlos. No hubo tiempo de nada. Apenas volteó, su primo ya se le venía encima. El filo de un cuchillo se clavó en su abdomen y sintió un dolor que jamás había experimentado; el frío del metal lo empeoraba todo. En un intento desesperado por librarse, empujó al agresor con tal fuerza que ambos salieron despedidos hacia atrás. Su primo cayó sobre la mesa, rompiendo una de las
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computadoras, mientras él se derrumbaba en el sucio piso. La nueve milímetros estuvo a punto de resbalársele, pero logró asirla por la empuñadura con la mano izquierda y, utilizando la derecha para apoyarse y sentarse, apuntó a continuación hacia la pierna del estafador, quien se preparaba para volver al ataque, con su navaja ensangrentada en ristre. El disparo desgarró el aire; quizá todos los seres vivos cerca del edificio lo escucharon, y el ladrón (estafador, primo) cayó al suelo mientras se apretaba la rodilla con ambas manos en un vano intento de disipar la lacerante sensación. Gritaba. Diríase que no se levantaría de ahí sin ayuda. La herida hecha por la navaja no dejaba de emanar sangre y su camisa blanca se teñía de rojo. Ya no le importaba si costaba mucho dinero. El polvo se adhirió a su ropa. Los gritos desesperantes de su adversario se notaban distantes. Al mirar hacia las escaleras se dio cuenta de que Carlos ya no estaba; lo abandonó cuando más lo necesitaba. No podía telefonear a Alexis porque olvidó su móvil en la chaqueta del esmoquin y las fuerzas se le iban rápido. Además, su concentración fallaba, sólo le servía para tratar de retener la sangre con las manos. Iba a morir ahí, estaba seguro, pero por lo menos sabía que había atrapado al criminal; con eso le bastaba. Perdió la noción del tiempo. Tal vez pasó una eternidad o solamente unos segundos. Utilizó sus últimas fuerzas para arrastrarse hacia las escaleras, tratando de ser optimista, como si tuviera las energías para bajar los peldaños. Al llegar tan cerca que pudo tocar el primer escalón con la mano, miró hacia atrás y vio el camino rojo de su recorrido. Entonces empezó a oír unas sirenas ululando a lo lejos, y varias imágenes, quizá recuerdos, pasaron delante de sus ojos, o tal vez alucinaba, porque no recordaba haber besado a una chica en un café que ni siquiera existía. Una vez oyó a un tipo quejarse tanto de la vida de porquería que llevaba que pensó que se trataba de un verdadero desgraciado.
Con el pasar del tiempo descubrió que solamente era un fumador compulsivo. Usar la palabra solamente quizá era algo descarado, pero había personas que pasaban por peores cosas. Después que murió, por un cáncer en la garganta, su madre le explicó que, como se le imposibilitaba hablar, el pobre escribió en una nota que daba gracias por los años que le fueron regalados. Isaac se extrañó y dijo: «Entonces, ¿por qué se quejaba tanto? ¿Por qué se mató de cáncer?». Su madre en cambio le respondió: «Porque era un ser humano, y los seres humanos desperdician lo que tienen, deseando poseer lo que pertenece a otros». Por un tiempo, esas palabras no salieron de la cabeza del muchacho (en ese entonces, con doce años) pues quería demostrar que no eran ciertas. Y ahora que lo pensaba, aquel fue el comienzo de su desdicha. Tanto esfuerzo desperdiciado, tantas energías se le fueron en aquello que sin darse cuenta, su juventud se convirtió en una frustración total. Terminó rindiéndose y aceptó la frase como una verdad innegable. Para cuando cumplió catorce años, se sentía tan fracasado que empezó a poner en práctica las ideas de su padre, exagerándolo todo hasta el punto en que parecía un maniático. Mientras los otros adolescentes disfrutaban de la edad, él se empeñaba en adoptar un estilo de vida conservador y aislado. Pero ¿de qué le valía hacer eso? Al fin y al cabo, se hallaba tumbado en el piso con una puñalada por causa de su actitud. Quizá lo único que le quedaba era el recuerdo, la remembranza de sus inquietudes existenciales. Veintidós años tenía, había llegado lejos si se comparaba con los millones de niños que murieron antes del día que fue concebido, y durante su existencia. Ya comprendía al fumador compulsivo; si tuviese un papel y un lápiz escribiría lo mismo que él. Pero iba a morir, lo sabía con certeza. Se le secaba la boca y jadeaba. Perdía el conocimiento, sus pensamientos se mezclaban, se volvían confusos. ¿Estaba soñando? ¿Acababa de tener un
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encuentro con un primo lunático que le robó la identidad? Ya ni lo comprendía. Todo era una nube de imágenes sin formas que poco a poco se sumían en la oscuridad. En algún lugar se oía un pulso, de esos que emiten las máquinas de los hospitales que monitorizan la actividad cardíaca. Una aguja estaba incrustada en su antebrazo y sentía una especie de mascarilla que le tapaba la boca y la nariz. Se encontraba acostado en una cama y ya no tenía los pantalones prestados ni la camisa del esmoquin; cargaba puesta una bata y una especie de venda enrollada en su torso. Se llevó la mano al lugar donde fue apuñalado; aún sentía dolor. ¿Alguien lo había salvado? Qué demonios, seguro lo trasladaron al hospital. Abrió los ojos para verificarlo y se topó con el techo raso de la sala de cuidados intensivos; miró a un lado y vio a tres personas paradas, mirándolo. Eran Alexis, Isaura y, aunque no se lo creía, Alexander, quienes al parecer se habían encargado de que todo saliera según el plan, pues le sonreían (o tal vez estaban felices de que estuviera bien). Se quitó la mascarilla y se incorporó en la cama. Después de devolverles la sonrisa, dijo: —¿Qué ocurrió? —Casi moriste; te sometieron a cirugía y te hicieron una transfusión de sangre —dijo Isaura—. Fui tu donante; tenemos el mismo tipo. —Vaya, en serio… No sé cómo agradecerles que me hayan ayudado tanto —dijo Isaac sin poder mirarlos a los ojos. Luego se volvió a percatar de la presencia de Alexander y preguntó—: ¿Por qué está él aquí? —Bueno, el plan no salió a la perfección —explicó Alexis—. Cuando llegó la policía descubrieron de inmediato que el tipo no era del que hablaba la alerta falsa. ¿Te imaginas por qué no los confundieron? —¿Porque él ya estaba en la mira? —respondió, recordando
las palabras de Carlos. —Sí. Eres bueno. —Alexis se sorprendió. —Pero ¿por qué está Alexander aquí? Creí que como mucho iba a salir corriendo de la escena. —Pues deberías saber que no soy un cobarde —dijo Alexander antes que los otros dos respondieran—. Decidí que debía quedarme a testificar. —Oh, me alegro —dijo Isaac, sonriendo a pesar de que el hombrecillo lo miraba con ceño—. Por cierto, ¿cuál es el nombre del estafador? No me lo dijo. —Elías —respondió Isaura—. Y de paso era nuestro primo. Recuerdo que una vez hablé con él hace como siete años. —¿Qué hizo la policía cuando aparecieron? —Nada, me agradecieron que les entregara al demente y luego se encargaron de llamar a la capital del país para que hicieran el trabajo de devolver las identidades robadas y recuperar todo lo que vendió Elías. Para los otros dos va a durar bastante el proceso, pero a ti ya te devolvieron todo —fue la respuesta de Alexis. —¿En serio? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me lo devolvieron? ¿Ya puedo volver a mi mansión? —Desde ayer puedes entrar a tu casa como si no hubiera pasado nada —se adelantó Isaura. —¿Qué? ¿Llevo un día aquí? —Dos, en realidad —dijo Alexis. Por un momento se quedaron en silencio. Isaac recordó lo último que pensó antes de perder el conocimiento y se le ocurrió una idea que jamás le habría cruzado por la cabeza antes. —¿Qué les parece si los invito a un viaje en los próximos meses? —dijo. —¿Te refieres a una especie de exploración turística? ¿Algo así como visitar China o Inglaterra? —quiso saber Alexander. —No, salir del país no es necesario. Se me ocurría ir al
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kerepakupai merú. —¿El qué? —¿No se saben el nombre del salto más alto del mundo? Apuesto a que si les digo Salto Ángel, sí lo reconocen. —No, ya yo lo sabía —dijo Alexis. —Oh, claro, es que no me sé las lenguas indígenas —dijo al tiempo Isaura. —No me aprendo ni tu nombre —se excusó Alexander por sobre los comentarios de los otros dos. —¿Vienen o no? Tú también, Alexander. —Sí —respondieron los tres con absoluta seguridad. Al siguiente día lo dieron de alta y volvió a su acogedora mansión, a la que le habían reconstruido las paredes y puesto una cerradura normal. Cuando llegó a la puerta se encontró con que estaba abierta. Posteriormente entró y se quedó observando la enorme estructura de la casa, parecida a la de un castillo de piedra. Por un momento le pareció advertir movimiento en la ventana más cercana a la puerta principal; fue ahí cuando recordó que Isaura aún trabajaba para él. Nada más haber puesto un pie en el pulido piso, ya dentro, empezó a llamarla casi a gritos. Ella acudió con cara de susto, luciendo su habitual uniforme, y dijo: —¿Qué sucede? ¿Le volvieron a robar la identidad? Estaban en el vestíbulo de la casa, el cual tenía unas proporciones enormes y un montón de retratos llenaban las paredes, pertenecientes al anterior dueño, quien coleccionaba las imágenes de sus antepasados como joyas; también había varias puertas en diferentes direcciones, que llevaban a las otras divisiones de la estructura. Isaura se había detenido en el centro de la sala y él a espaldas de la puerta principal. —No, solamente quería hablarte un instante —respondió. —¿Sobre qué? En realidad no se le ocurría nada de qué hablar, pero necesitaba
decir algo. Pensó un segundo y se le ocurrió una pregunta que, de hecho, quería hacerle desde que estuvieron en el hotel, en busca de Alexander. —¿A qué te dedicas? —Eh… Doy cursos de computación; bueno, daba. Cuando te pasaron la herencia, Alexis me pidió que te ofreciera mis servicios. Es que también soy muy buena en los oficios del hogar. —¿Sabes? Ya es hora de que lo dejes; deberías hacer cosas mejores y más importantes. Te propondré algo… —caviló durante casi un minuto—. Pues, no se me ocurre nada. ¿Qué querrías hacer? —Una vez aspiré crear un nuevo sistema operativo de computadoras —dijo ella sin pensarlo mucho, debido a que casi siempre lo tenía en mente. —Uhm, es buena idea; mañana empezaré a moverme para trabajar en ese proyecto. —No, no, no, no. Tú déjamelo todo a mí; lo único que debes hacer es darme el dinero que necesitaré. Isaac vaciló por unos instantes. Nunca le plantearon algo parecido, sobre todo porque no dejaba que lo pusieran en esa situación, y ahora, sobre todo ahora, que intentaba abrirse un poco más con las personas que le rodeaban, no se sentía preparado para cosa tan drástica. Sinceramente no confiaba en nadie y estaba indeciso, además de incómodo, ya que había tratado a su sirvienta como basura durante el único año que habitó en la mansión. —Claro, no hay problema —dijo, causando que se le dibujara una sonrisa a la mujer—. Ahora, quisiera echar un paseo en mi carro. ¿Está aquí? —Sí —respondió ella, todavía sonriendo, y le tendió las llaves del coche, con un nuevo llavero que parecía hecho a mano—. Vaya con Dios. El acento de Isaura de vez en cuando se asemejaba al español,
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y se notaba más cuando usaba expresiones como «venga ya»; tal vez en otra oportunidad le preguntaría cuál era la razón de esa variación. Mientras tanto, se dirigió a su vehículo, pasándose las llaves de una mano a otra como un malabarista, prueba irrefutable de que estaba feliz. En el aparcamiento guardaba el automóvil negro: un BMW X6 M. No imaginaba cuánto dinero había pagado el abuelo de Alexis por él, pero seguramente era una cantidad exagerada; ni siquiera él se atrevía a darse ese lujo. Se dijo que en los siguientes días lo vendería y usaría el dinero para convertir el proyecto de Isaura en algo grande. De pronto le acometió la duda. ¿Adónde iría? Se preguntó. Y no esperó mucho porque inmediatamente le surgió el recuerdo del río al cual quiso dejarse caer cuando intentó dispararse. Allí pensaría, a solas. Para salir tuvo que abrir el portón con sus manos y luego volver al estacionamiento para sacar el coche; en seguida se apeó y cerró antes de emprender su pequeño viaje. Mientras condujo por las atestadas calles de la ciudad, no vio nada interesante o que le llamara la atención. En cambio, cuando entró a la carretera vieja, esa que parecía ir siempre en línea recta, se encontró a alguien que trataba de hacer autostop a la orilla, pero que en vez de hacer la seña habitual, extender el brazo y levantar el pulgar, estiraba el dedo índice. Se fue deteniendo y, a pocos metros de alcanzarlo, reconoció su postura y supo quién era. Ahora Carlos Infante no usaba harapos viejos ni tenía la misma barba y el morral; al contrario, estaba bien afeitado y usaba una camisa blanca de mangas largas y pantalones negros, además de los pulidos zapatos del mismo color. Enseñaba una sonrisa de dientes blancos. Se subió al coche como si de su auto se tratase, miró a Isaac todavía sonriendo y dijo: —¿Cómo te ha ido hasta ahora? ¿Me puedes llevar al puente? —Debí haberlo imaginado —dijo Isaac de mala gana y puso
en marcha el automóvil. Por unos momentos, no hablaron. Isaac vacilaba: no quería causarle molestias al extraño pero tampoco guardarse todas las interrogantes. Después de pensárselo bien, se decidió. —¿Por qué me dejaste tirado? —dijo. —No lo hice, fui a buscar ayuda, y lo logré —respondió él. —Sí, claro. Ninguno de mis tres compañeros dijeron algo sobre ti. —Es que no me vieron. —No lo creo. —Por cierto —dijo Carlos de pronto—, tu arma fue confiscada por la policía; era robada. Pero no quisieron hacerte nada porque atrapaste al criminal. —Qué bien. Hubo otro instante de silencio. Carlos volvía a mirarlo como si le leyera los pensamientos. —Tu prima pasó unos meses en España con su tío, hace varios años. Pero se vio obligada a volver cuando lo mataron unos vecinos, creo que fue un acto de racismo; no está claro. Las cosas son diferentes cuando no estás en casa. —¿Cómo sabe eso? ¿Cómo diablos averigua todas esas cosas? Se sabía el plan de Alexis, conoce a mis parientes y ahora sabe lo que hizo Isaura durante su vida. ¿Quién es usted? —Tranquilo, sólo trato de ayudarlo. Desde que lo vi a punto de dispararse pensé que lo necesitaba. Se lo explicaré: tengo algunos contactos que me echan una mano cada vez que se los pido. Isaac iba a replicar pero no le salió la voz. Apartó la mirada de la carretera y de Carlos para contemplar el llano que se extendía a su lado. Quizá era verdad. ¿De qué otra forma iba a saber tanto? No podía ser telepatía. Pero aún con aquella explicación no bastaba, porque parecía imposible que hubiera averiguado de dónde procedía el acento español de Isaura justo cuando él tenía
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la duda. —Disculpe, estoy un poco alterado. —No se preocupe, le entiendo, y me disculpo también; debe sentirse horrible pasar por cosas como esas —dijo Carlos con voz bondadosa. —No, no lo es. Hay personas que viven verdaderos infiernos. Me he dado cuenta que perdí mucho tiempo. —¿Intentas decir que quieres cambiar tu vida? —No voy a presumir que voy a hacer grandes cosas, pero me esforzaré por… No lo sé; ni siquiera puedo asegurar qué estaba mal. Da igual, tengo que enmendar el daño, ¿me entiende? El tipo de cosas que casi nadie hace. —¿Habla de realizar su primer acto de bondad? ¿Desea convertirse en un hombre sabio? —Sí, eso. —Entonces supongo que ya no me necesita. —¿Eh? —Volteó a mirar a Carlos, pero se encontró con un asiento vacío. Durante unos segundos se quedó paralizado (pudieron haber sido sólo segundos, o minutos), sin entender lo que ocurría, pero luego reaccionó de tal forma que pisó el freno a fondo. El coche patinó por el asfalto hasta detenerse, dejando unas franjas negras en la vía. Se alteró; su corazón se aceleró. Aunque no había señal de que el hombre se hubiese lanzado, se apeó y empezó a mirar el camino recorrido, con la esperanza de verlo parado y sonriente, pero también temía hallar un cadáver tirado en medio de la carretera. No obstante, no encontró nada, y por alguna razón juzgó esto lógico. Tras rodear el automóvil mientras lo miraba con fijeza, hubo que aceptar lo que ocurrió, o por lo menos deducirlo. Carlos Infante se esfumó, aun cuando sonara disparatado, y daba la impresión de que no fue por simple coincidencia, es decir, ¿quién hacía ese tipo de cosas?
Entonces la lucidez vino a él. A paso lento, la preocupación fue abandonándole, siendo suplantada por una calma que jamás sintió. Se trató de un momento que intuía como irrepetible, tan similar a una revelación, el inicio de la iluminación, la clarividencia. Clavó la mirada en las nubes y sonrió con gracia; la vida comenzaba ahora. .
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Hacia el horizonte
a jugar Bolas Criollas, o «Voy a visitar al vecino». Y luego de tres años de casados, no había cambiado su rutinaria forma de actuar, solamente hasta ese día. ¿Cuál era la causa? Algunas ideas descabelladas empezaron a rondar su mente, imaginando que todo se debía a los últimos hechos que tuvieron que soportar como pareja. Sacudió la cabeza para dispersar aquellos malos pensamientos. Tenía que estar en alguna parte. Sin embargo, una vez que revisó todos los rincones de la casa, ya no pudo contener la preocupación y empezó a respirar con dificultad. En el garaje se encontraba la vieja camioneta blanca que siempre los había transportado, ahora llena de polvo y telarañas puesto que llevaban unos dos meses sin usarla. No había señales en ella de que la hubieran tocado ni había huellas en la arena que indicaran que Eleazar estuvo cerca. ¿Dónde estará?, pensó. Salió al sendero empedrado que conectaba la casa con la carretera y giró sobre sus pies tres veces, escudriñando cada detalle del paisaje en derredor. Al norte, al oeste y al este, toda la llanura estaba cubierta de un pasto alto y verde, mientras que al sur, a la derecha de su humilde morada, se ubicaba una aglomeración de árboles que, aparentemente, se extendía hasta perderse en el horizonte. Podía distinguir por sobre las copas algunas aves emprender el vuelo bajo la cálida luz del sol. Aunque jamás se habían aventurado a visitar ese bosquecillo, otra rara idea la instaba a ir a buscarlo en esa dirección. Aproximadamente en un radio de cincuenta metros alrededor de la casa, todo el suelo era arena fina, a excepción del sendero, el cual comenzaba en la salida del garaje. De no ser por la arena, Amparo no habría notado las huellas. Un poco más adelante, cerca de la linde del suelo arenoso, había un camino de marcas de botas que se alejaban hacia el sur. La mujer supo que se trataba de las botas de hule de Eleazar y que, obviamente, había sido él quien las usaba al momento de caminar por allí. Su respiración empezó a calmarse mientras se disponía a seguir el rastro, pero pronto
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Amparo Linares dejó el cuchillo sobre la tabla de cortar y apartó la vista de los aliños que estaba rebanando. Echó una ojeada por toda la cocina en busca de la caja de cerillas y no la encontró. Se preguntó cómo había llegado a pensar que iba a preparar el almuerzo sin comprarlas. Dio un golpe suave a la superficie de la mesa con la mano y llamó a su esposo, Eleazar, casi a gritos. No respondió. Qué irritante resultaba cuando no atendía a sus llamados, sobre todo ahora que sabía que estaba encinta; ese indolente debía por lo menos ayudarla en sus quehaceres para que su embarazo resultara lo más sano posible. —¡Amor! —gritó la mujer, más irritada. No hubo respuesta. La casa no era grande y estaban a cinco kilómetros de la residencia más cercana; el silencio que reinaba allí era rara vez interrumpido. Las únicas dos cosas que podía estar haciendo su marido que lo mantuvieran ausente era ver la televisión o leer el periódico, pero no se oía en lo más mínimo la voz del locutor que narraba el juego de béisbol en el canal seis ni la de la periodista del noticiario, así que sólo quedaba lo segundo; aunque dudaba que fuese así, era lo más lógico. Con mucha indignación, decidió ir a buscarlo y se dirigió al pórtico, que era el lugar donde Eleazar leía ese pedazo de papel de mala muerte. —¿Cuándo piensas dejar de comprar esa…? —iba diciendo Amparo mientras caminaba con paso decidido a través de la sala de estar, pero, una vez que llegó a su destino, se interrumpió al darse cuenta de lo solitario que estaba. Era la primera vez que se veía en esa situación, ya que nunca, en todo el tiempo que llevaban juntos, se había ausentado de manera repentina, ni cerca de lo imprevisto. Siempre decía algo como «Ya vengo, lindura», cuando no quería admitir que iba 89
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volvió a sentirse mal, pues, sin alcanzar aún el pasto, éste no terminaba su trayectoria, como si de un fantasma se tratase. Más bien era como si su marido hubiera desaparecido súbitamente; de hecho, las posibilidades de que alguien dejara unas pisadas sin terminar en esa arena eran mínimas. Incluso si el hombre caminara en reversa sobre sus pasos para que se viera así, ella lograría advertir el patrón doble de la acción, pero, por más que lo intentaba, no se distinguía nada. ¿Cómo era posible? Intentó imaginar diferentes situaciones pero no lo logró. —¡Eleazar! —gritó, juntando las manos alrededor de su boca en forma de megáfono. El ambiente sólo le devolvió el sonido del viento y el cantar lejano de las aves. Sus ojos estaban puestos sobre aquel bosquecillo que no dejaba de picarle la curiosidad. Su respiración empeoró y se mareó, tambaleándose repetidas veces. No habría que enumerar las ocasiones en las que oyó extrañas historias de ese lugar, historias de apariciones y ánimas en pena que vagaban por la llanura. Una vez le contaron acerca de una mujer que se aparecía a orillas de la carretera, pidiendo autostop, vestida toda de blanco… Claro, esa era La Sayona, pero sabía de otras menos famosas que le erizaban los vellos del cuerpo, como la del hombre que caminaba arrastrando unas pesadas cadenas y se lamentaba por su trágica muerte, hediondo a putrefacción. Esa historia no pertenecía precisamente a su país, pero alguien que no recordaba le había hablado de ello y le explicó que ese espíritu se la pasaba por esos lares. De todas formas, aunque no estaba claro de dónde venía la leyenda, no importaba, porque se suponía que las ánimas no hacían desaparecer a la gente, si acaso los hacían sufrir, pero de eso a que se esfumaran, nunca. ¿En qué estaba pensando? ¿Apariciones? ¿Ánimas en pena? Sufría de delirios. Alguien se había llevado a Eleazar sin que se diera cuenta. El mundo daba vueltas y no podía mantenerse
equilibrada. Sus ojos empezaban a ver borroso pero… Algo la hizo reaccionar. Por entre el pasto divisó lo que parecía ser una bota, a unos diez metros de distancia frente a ella. En seguida fue a buscarla, casi corriendo, y se desilusionó cuando descubrió que sólo era una de las más viejas que su esposo tuvo, una que nadie usaría. Por las fechas en que se instalaron en esa casa, se deshizo de ciertas botas azules de suelas surcadas por enormes grietas, y ahora tenía ésa enfrente. Pero luego cayó en la cuenta de lo extraño del hallazgo. Tiempo atrás, la misma bota fue parte de una fogata encendida por Eleazar para librarse de gran cantidad de basura u objetos que ya no le servían. Debía estar achicharrada; en cambio, esta se encontraba exactamente igual que si no la hubiesen echado al fuego. El sólo verla era ya extraño. Se arrodilló con sumo cuidado al lado del calzado y lo levantó para examinarlo. Estaba cubierto de polvo y conservaba la vieja grieta, que empezaba en el talón y se extendía hasta la zona donde debían ir los dedos. Mientras le daba vueltas en las manos, quiso ver mejor la hendidura y un pedazo de papel salió de su interior, amortiguando la caída sobre la hierba. Frunció el ceño, más confundida que antes. Dejó la bota donde la encontró y tomó el papel. Estaba doblado, pero podía notar que tenía escrito algo con una tinta roja que dejaron esparcir demasiado. Con serenidad, lo desdobló y leyó la solitaria palabra: ADIÓS. Entonces se dio cuenta de que no era tinta aquello que usaron, sino sangre, y por razones que ignoraba, supo lo que significaba el mensaje. Esta vez no pudo soportarlo y sintió cómo se le iba la fuerza, sintió cómo su cuerpo se inclinaba hacia atrás, atraído por la gravedad, antes de dar con el pasto. Sus ojos se cerraron y perdió por completo el conocimiento. La travesía de Amparo y Eleazar como pareja se emprendió mucho tiempo atrás, en los albores de sus vidas, siendo aún jóvenes adolescentes. Ella era una chica sensible y muy educada,
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hija de un notable hacendado cuyas tierras se extendían por varios kilómetros. Él no era tan educado, pero sus padres también eran ricos. Se conocieron en el colegio al que fueron enviados, en la ciudad, lejos de las costumbres del llano. Los hechos que los llevaron a estar juntos no fueron nada sobresalientes, no tuvieron un romance secreto ni se fugaron a citas no planeadas. Nadie se les opuso cuando los vieron caminar juntos por los pasillos de la institución, casi rozándose sus hombros. La gente se limitaba a aseverar lo hermosa que resultaba su unión. Y aunque a simple vista pareció que la gran mayoría coincidía con la verdad, la realidad era relativamente diferente. Amparo era una de las jóvenes más hermosas de la ciudad, cuya sangre llanera la ennoblecía por sobre las otras muchachas del colegio. Su cabello oscuro siempre iba recogido de forma elegante en un moño, en unas coletas o una larga trenza, pero nunca se lo dejaba suelto. Tenía unos ojos café que cambiaban de tono constantemente y con los que podía lanzar la mirada más mortífera o la más amable. Su complexión era delicada pero no débil, lo que hacía notar que en el futuro sería una mujer aún más hermosa. Su cortesía al hablar era envidiable, con buenos modales, siempre a la orden de ayudar a quien lo necesitase. Casi todo el día se la pasaba estudiando, sin prestarle atención a las actividades que por esas épocas divertían a los muchachos, a menos que se tratase de alguna de las pocas celebraciones grandes adonde asistía toda la escuela. Las amigas que tenía, con quienes compartía cuarto, la acompañaban a todas partes, y le ayudaban a estudiar y a terminar todos los deberes, para así disponer de tiempo para charlar, pero casi nunca lograban desocuparla. No obstante, no la abandonaban. A veces caminaban por los senderos del patio, a la luz del sol de la mañana, leyendo poesía o recitando la vida de los próceres como si fueran cuentos de hadas. Por la noche estudiaban las
matemáticas y todas las ciencias que se relacionaban con cálculos. Y quedaban, al final, totalmente agotadas, preguntándose por qué tenían que esforzarse tanto mientras que los demás estaban divirtiéndose. Pero a la hora de los exámenes, se daban cuenta de que había valido la pena. Contando a Amparo, el grupito de chicas estudiosas estaba conformado por cuatro. Irene, una muchacha regordeta de cabellos castaño claro; Cecilia, la joven delgada y risueña cuyas energías nunca parecían acabarse, y Antonieta, la mayor de todas y menos carismática que reservaba sus sonrisas sólo para sus amigas, completaban el conjunto. Su combinación era perfecta, pues cada una poseía una cualidad que las otras no tenían, lo cual las convertía en las mejores estudiantes en muchos kilómetros al cuadrado. Amparo era feliz, y siempre lo fue. De vez en cuando escribía en su diario cuáles eran sus sueños para los años venideros. Lo que más anhelaba era viajar por el mundo y conocer las diferentes culturas arraigadas en las sociedades extranjeras, y aprender de ellas para, al final de su trayecto, poder escribir un libro novelesco con toda la información obtenida. Deseaba, además, crear una fundación para ayudar a combatir la pobreza, pero no de la misma forma que otras fundaciones, sino de un modo que cambiara la manera de pensar de mucha gente. En efecto, ella no conocía el mal ni el dolor, pero se lo imaginaba y no quería ver a tantas personas en aquellas situaciones miserables, a diferencia de su padre, a quien le era indiferente lo que le sucediera a los demás, con tal que su familia tuviera mucho dinero y tesoros de sobra. Eleazar era, en contraste, algo rebelde, desapegado a las reglas y por tanto problemático. Empero, por extrañas razones que no entendía, Amparo lograba aplacar toda esa fuerza antisocial, Amparo proyectaba sobre él un aura que lo mantenía a raya. Ella era su complemento y a la vez su punto débil. Sus miradas
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lo intimidaban a veces; otras, simplemente lo hipnotizaban y lo calmaban. Provenía de una familia disfuncional, llena de complicaciones y peleas que casi siempre se asociaban con el dinero. Pero su rebeldía no se debía a falta de atención, no importaba cuánto lo pareciera. Lo único que deseaba cuando rompía ventanas de casas ajenas, cuando se dejaba atrapar robando o cuando formaba alguna pelea callejera, era que sus padres volvieran a unirse, que se dejaran de estupideces. Y allí estaba el meollo del asunto; no iba a poder solucionar problemas creando más. Desde que llegó a la institución se la pasaba solo; no entablaba conversación con nadie y parecía hallarse sumido en su propio mundo de distracciones. Era buen estudiante, en nivel medio; leía todos los días, pero sólo porque estaba consciente de que no tenía otra opción. Sus padres lo enviaron a ese lugar con ayuda de un familiar lejano para deshacerse de él… No era un secreto, se lo dijeron de manera clara y concisa. Durante casi todo el día estaba absorto, siempre pensando en algo, ya fuera que tuviera que ver con las clases o con la vida pasada en su tierra natal. Varias veces lo habían castigado, pues de vez en cuando causaba un problema; o peleaba o decía algo desagradable. De hecho, fue en uno de sus castigos que Amparo lo conoció. Debía permanecer unas horas en la biblioteca por haberle dicho «gorda despreciable» a la profesora de literatura. Su tarea era leer y leer hasta las diez de la noche, antes de ordenar el lugar como si del obrero se tratase. La señora Clara, la bibliotecaria, lo vigilaba todo el rato. Pero nadie en esa escuela era tan obsesivo como para abandonar sus actividades por un solo alumno. La mujer tuvo que ir a atender unos asuntos con el subdirector, ocasión que Eleazar aprovechó para descansar de la aburrida lectura. La biblioteca y toda la escuela habían sido construidas con
un diseño neocolonial que tiraba hacia el colonialismo puro; una combinación extraña que llamaba la atención de algunos historiadores de la arquitectura. Era al menos reconfortante para el muchacho saber que no estaban por completo aislados de la sociedad y de vez en cuando observar cómo un hombre vestido de traje se paseaba por los patios tomando notas y algunas fotos. Allí, sentado con ingravidez, absorto en recuerdos, no podía quitar ojo de las lámparas que trataban de imitar a las luminarias antiguas en sus candelabros circulares artificiales, colgando del techo. Así lo encontró Amparo, quien se acababa de escapar de su dormitorio para buscar un libro que necesitaba. Esa noche llovía copiosamente y fue inevitable empaparse la ropa y el cabello. Dejó un camino de pisadas por el pasillo que conducía a la biblioteca. Una vez que entró, vio al muchacho con las manos tras la cabeza, mal sentado y mirando el techo. La mesilla que ocupaba era la más cercana al mostrador de madera ornamentada donde debía estar la bibliotecaria; esta formaba parte de una larga hilera de otras mesillas que llegaba hasta el fondo del pasillo principal. El resto del salón estaba ocupado por las estanterías repletas de libros, dispuestos por orden alfabético. Resultó una sorpresa porque habitualmente la señora Clara abandonaba el recinto cerca de las diez, o al menos eso le habían contado a la muchacha, y se esperaba que todo estuviese a oscuras y despejado. Durante los meses que llevaba ahí, acostumbraba a pedir prestados los libros para llevárselos al dormitorio; sin embargo, esta vez se vio obligada a realizar una visita de ese tipo por causa de su apretada agenda escolar, para poder pasar la noche en vigilia a razón de prepararse para un examen programado para la siguiente mañana. Por más de medio minuto, se quedó inmóvil como una estatua, sin quitarle la mirada de encima al personaje. Él, en cambio, la ojeó brevemente con indiferencia y siguió observando el techo
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como si nada. A continuación, ella se encaminó con cautela a las estanterías, lo más alejada posible del chico. Llevaba su ropa de dormir y estaba segura de que el agua de la lluvia la había tornado translúcida. Cuando quedó oculta tras los libros, se sintió más tranquila y apuró el paso para llegar al final del pequeño pasillo que se formaba entre estantes. Tomó un libro titulado Introducción a la lógica, se giró y regresó. Esta vez, el muchacho había posado las manos sobre la mesa de madera oscura, a ambos lados del libro que leía, el cual estaba abierto a pocas páginas del inicio, y la miraba sin expresión. Amparo sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo y se forzó a hablar para romper el incómodo silencio. —¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —preguntó, y se estremeció por el sonido de su propia voz. La calma era sobrecogedora, a pesar de que afuera la lluvia y los truenos hacían fiesta; era lo bueno de aquel lugar, pues lo habían construido con toda la intención de aislar el sonido. —¿Qué haces tú aquí? Esa sería mejor pregunta —dijo él con una voz que denotaba demasiado estoicismo, casi como el mutismo de los libros más viejos de las estanterías. Amparo tardó en responder. Se dio cuenta que su respiración estaba agitada; inspiró hondo y se serenó. Luego dijo, intentando imitar el tono de su interlocutor: —Vine por un libro. —¿Entraste a robar? Al fin alguien hace algo interesante. —No vine a robar; lo devolveré mañana. —Oh, bueno. Y… ¿qué es tan importante como para que estés fuera de cama a estas horas? —Tengo examen de Lógica. —Amparo le mostró la portada del libro. Luego preguntó:— ¿Qué lees tú? —Me están obligando a leer Romeo y Julieta; ese aburrido drama.
—¿Aburrido? Es muy lindo. Es una de las más grandes obras jamás escritas. —¿En serio? No sé, me parece que a veces sobrevaloran las cosas ¿Por qué crees que es lindo? —Bueno…, porque… —Espera. Será mejor que me lo cuentes mañana —la interrumpió el joven, ladeando la cabeza como si escuchara algo—; la señora Clara volverá pronto. —Ah…, bien, si eso quieres… Eh… ¿Cómo te llamas? —tartamudeó ella; su voz perdió la lograda seguridad. —A mí me llaman, la verdad. —¿Cuál es tu nombre? Eso quise decir. —Soy Eleazar. El muchacho extendió la mano para estrechársela. Ella titubeó un momento; luego se acercó y respondió el gesto. Eleazar la miró a los ojos, con lo cual la incomodó bastante. Obedeciendo a sus impulsos, la muchacha quiso evitar el contacto visual fingiendo que le interesaba observar algo en el libro que estaba sobre la mesa. Y fue casi justificado su acto pues se encontró con un curioso y pequeño marca libro sobresaliendo por entre las últimas páginas, cubierto por una única palabra repetida incontables veces en letras rojas muy diminutas. Ajivani, le pareció leer, aunque dudaba de que eso fuera español. —Mi nombre es Amparo. ¿Dónde te encuentro mañana? —dijo rápidamente mientras le soltaba la mano. —Durante el almuerzo; yo te encontraré. —Está bien. —Dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo, como si hubiese olvidado algo importante. Entonces lo miró y dijo—: Chao. Se fue sin volver la vista otra vez. Había sido el encuentro más extraño de su vida; no lograba entender el qué, pero suponía que así tenía que sentirse uno cuando conocía personas realmente
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misteriosas. Aquella breve mirada la había marcado de alguna forma, tanto que ni siquiera se dio cuenta de la ausencia de lluvia. Cruzó un patio cubierto de grava, adornado por alguno que otro árbol de tallo flacucho; se adentró en una edificación donde se encontraban las aulas de clase más cercanas a los dormitorios, y caminó por el silencioso pasillo que debía recorrer antes de volver al aire libre. Sólo oía sus pasos y su respiración. Sintió escalofríos nuevamente. Pasó por un sendero techado que conducía a los dormitorios de las chicas sin mirar a los lados. No era necesario; a su derecha estaba la estructura de la escuela y a su izquierda se hallaba un valle que prefería apreciar de día. Cuando llegó al final, se detuvo y miró atrás. Allí estaba la puerta por donde acababa de pasar, sumida en la oscuridad. Era curioso cómo las cosas en la noche resaltaban su lado tenebroso desde lejos; incluso a veces, le parecía distinguir algo moviéndose a través de aquellos pasadizos en tinieblas. En ese momento, estaba segura de que podía vislumbrar a una persona vestida con una túnica negra con caperuza, observándola en sumo silencio, acechándola. Era perturbador. Tal vez influía el sueño que la embargaba… Daba igual; había vivido una experiencia rara y no iba a dejar que sus miedos nocturnos le impidieran pensar en ello. A continuación, fue en busca de su dormitorio, donde la esperaban sus amigas; no aguantaba las ganas de contarles lo sucedido. Una suave brisa le acariciaba el rostro. Sentía el pasto moviéndose al son de ésta y causándole una comezón en las zonas de la piel donde le rozaba. Todavía tenía el papel en la mano y lo apretaba como si quisiera escapársele. Abrió los ojos. Al levantarse se dio cuenta de que estaba atardeciendo. Era de esperarse que tuviera que despertarse en el mismo lugar donde se desmayó; nadie los visitaba desde hacía semanas, pues los vecinos eran algo asociales.
Tenía hambre, mucha hambre; su estómago se removía y quejaba constantemente. Sin volver a mirar el objeto de sus desconsuelos, regresó a la casa con calma. Debía estar exagerando; quizá el papel y la bota no tenían nada que ver con su esposo. Tal vez simplemente se trataba de una salida de urgencia, o… Bien, era obvio que se había largado y que convenía pedir ayuda, pero no le confortaba que todo el mundo se enterara de lo ocurrido. Probablemente no tendría más opción que llamar a Rolando Sardiñas, un antiguo amigo de su esposo que se dedicaba a hacer investigaciones privadas. Sus precios eran altos, pero suponía que si se trataba de Eleazar, haría una excepción. Se preparó unos cuatro emparedados vegetarianos y los devoró con avidez antes de buscar la guía telefónica. Hacía como dos años que no tenía contacto con él; quizá Eleazar sí debió haberlo visto cuando trabajaba en la ciudad. No obstante, desde que los padres de ella fallecieran, el trato con los demás se tornó nulo. Amparo se había sumido en una extraña depresión que desembocó en un desánimo aún más extraño. No quiso hablar con otra persona que no fuera su esposo, y hasta olvidó sus sueños. Se dedicaron entonces a buscar un lugar apartado para vivir, y al final compraron aquella casa, con el dinero de la herencia, el cual era suficiente como para que ninguno de los dos volviera a trabajar si vivían de manera sencilla, sin gastos innecesarios. Tras sentarse en una butaca, se arrimó a la mesilla donde reposaba el teléfono y buscó el número que necesitaba, antes de llevarse la bocina a la oreja. El tono sonó varias veces; luego tuvo que volver a marcar. Entonces, mientras se empezaba a llenar de preocupación de nuevo, alguien respondió. —Aló. —Era la voz de Rolando. Aunque sonaba ronca, podía reconocerla. —Hola, Rolando, soy Amparo, ¿me recuerdas? —dijo ella, tratando de simular normalidad. En ese momento no le era muy
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difícil; sus emociones últimamente estaban algo desequilibradas. —¡Ah! ¡Hola! Cómo olvidarte. Hace tiempo que no sabía de ti. ¿Cómo estás? ¿Qué has hecho? —Pues… Eh… La verdad es que no mucho. Desde que me mudé aquí no hago casi nada… —Cierto, cierto. Eleazar me ha contado algo la otra vez, hace como dos meses. —¿Se vieron? —Sí; nos tomamos unas cuantas cervezas. ¿Es que él no te cuenta nada de lo que hace? —No, la verdad, siempre fue cerrado… Pero… Te llamo para que me hagas un favor. Tiene que ver con él. —Dime. —Te voy a contar algo que quiero que mantengas en secreto, por favor. Se oyó a través del auricular el sonido de metal arrastrándose por una superficie lisa; Rolando debía haberse arrimado una silla. De seguro notaba el tono serio que adoptó su voz. —Tranquila, no diré nada. ¿Qué es? —respondió él, tras una pausa. —Mi marido ha desaparecido. Quiero que lo busques. Otra pausa. —¿A qué te refieres con desaparecido? ¿Lo secuestraron o algo? —No lo sé. Se esfumó. No hay rastro de él en mi casa. Te contaré cuando vengas, ¿sí? Tengo unas raras pistas… Bueno, creo que son pistas porque en realidad no estoy segura. Tal vez tú puedas determinar si lo que encontré es relevante. —¿Es muy urgente? Posiblemente pueda ir mañana. —¡Que te estoy diciendo que se esfumó! ¡Claro que es urgente! ¡Sólo no quiero que alguien se entere de esto porque estoy esperando un bebé y no quiero presiones…!
Rompió en llanto. No podía controlarse, no podía; más tarde se avergonzaría de haberlo expuesto a sus posteriores balbuceos. Mientras tanto, se desahogaba y nada más. Y volvía al pasado, tratando de evocar las mejores experiencia que tuvo con su marido…, pero no las encontraba. Entonces se dio cuenta de que nunca las hubo, que desde el principio, el único momento en que vivió algo fuera de lo normal con él fue la noche que lo conoció. El resto se resumía en simplezas, cotidianidades. Había terminado casándose con él gracias a sus amigas y el resto del mundo, quienes la empujaron a ello, y, por supuesto, porque a ella le agradaba hablar y a él escuchar. Rolando quedó en ir a tomar el autobús a ese estado ya mismo, con lo que consiguió tranquilizarse, de manera que terminaron despidiéndose sonrientes. Luego que oyera el tono que avisaba que se cortaba la comunicación, colgó el teléfono y se acomodó en la butaca, sin dejar de mirar el aparato. Había algo inquietante en todo aquello, algo que le ponía la piel de gallina, pero no sabía qué era. No estaba segura de si guardaba relación con la bota que milagrosamente se había recuperado de las quemaduras de la fogata, la nota escrita con sangre, las huellas en la arena o el hecho de que Eleazar no estuviera. Por un lado, quería creer que nada era recíproco, pero luego acudía ese otro lado de su mente, ese lado negativo y oscuro, que le decía que todo giraba en torno a lo mismo. Sintió náuseas, náuseas repentinas. Era serio; el flujo quería salir con presura. Se levantó a toda velocidad y corrió hacia el baño mientras trataba de detenerlo cubriéndose la boca con la mano, y sin embargo se le escapó algo antes de abrir la tapa del inodoro y arrodillarse. Esa asquerosa sensación, ese repugnante sonido; no podía acostumbrarse a pesar de haberlo hecho tantas veces. Sus ojos se llenaron de lágrimas, como siempre, y terminó con los ductos nasales obstruidos; otra cosa molesta. Una vez que
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se limpió, se enjuagó y lavó los dientes, regresó a la butaca para seguir pensando en la situación, y entonces volvió a llorar, pero esta vez en silencio. A las nueve de la noche, aún sin cenar, recibió a Rolando en su casa, quien llevaba consigo una maleta algo grande. El hombre era más alto que ella, delgado y de piel bronceada; siempre iba tocado con un sombrero negro y vestía de manera sencilla. En sus ojos parecía ocultarse una historia bastante triste, aunque normalmente estaba sosegado…, pero por supuesto, Amparo era la única que lo notaba. Al resto del mundo no parecía importarle para nada el pasado de aquel personaje. —¿Qué tal va todo? —fueron sus palabras en cuanto se halló dentro, sentado en un sillón, descansando del largo viaje. Su maleta se quedó tirada a un lado, en el piso. —Terrible. No he parado de llorar —respondió ella, todavía secándose las lágrimas. Se había sentado en la misma butaca en la que llevaba todas esas horas de soledad. —Tranquila, lo encontraré; no debe estar muy lejos, si es que lo secuestraron. —Se fue por su cuenta; estoy segura. —¿Por qué lo dices? —Por las pistas. Quiero que las veas. —Se sacó el papel del bolsillo; lo llevaba guardado allí desde que se levantó del pasto, sólo que no recordaba haberlo metido. Se lo dio para que lo revisara. —¿Qué es esto? —preguntó Rolando, tras examinarlo con detenimiento. —Lo encontré afuera, dentro de una bota vieja de Eleazar, luego de seguir sus huellas en la arena. Tiene que ser importante. —¿Por qué lo crees? —Pues porque la bota donde la encontré se supone que había sido… —Se detuvo. No podía decir la palabra; sería demasiado
tonto. Seguro creería que estaba enloqueciendo… Pero, a fin de cuentas, ¿qué podía significar para ella que alguien la tomara por loca? Habiéndolo razonado de esta forma, terminó la frase—:… quemada. —¿Quemada? —Sí, hasta que se derritió. Pero vengo y la encuentro como nueva. Y sé que es la misma porque es imposible confundirla con otra, por sus marcas. Rolando no replicó; en cambio, se quedó pensativo y siguió observando el papel. Amparo llegó a la conclusión de que era probable que lo estuviera juzgando todo con objetividad, sin dejar cabida a la insensatez de la burla. Seguro guardaría sus palabras como un dato curioso que investigar. Transcurrieron unos largos y desesperantes dos minutos antes que hablara. —Tendrás que contarme a detalle lo que ha ocurrido hoy. También lo que ha pasado durante los meses que llevan aquí… Es más, creo que desde que están juntos. No dejes nada por fuera, porque empiezo a sospechar que es cierto lo que dices: se marchó por su cuenta, pero debe tener una razón. La encontraré, luego a él, y después tú y yo lo convenceremos de que vuelva, suponiendo que mis sospechas son ciertas, porque si lo secuestraron, tendremos que llamar a la policía, con lo cual, todos en este lugar se enterarán y no podré hacer nada para impedirlo… ¿Estás de acuerdo con lo que digo? Era el talento de Rolando; siempre sacaba conclusiones rápidas con pocas pistas. La mayoría de las veces acertaba, o llegaba cerca de la verdad, todo gracias a su experiencia como investigador, una experiencia de casi nueve años. Alguna que otra vez estuvo en riesgo de muerte, pero eso no parecía importar; algo más que reprocharle a la gente que le conocía. —S… sí. —Empieza a contarme, querida.
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La vida que llevaba junto a Eleazar no era muy complicada de contar. Empezó por aquel encuentro durante la noche, explicando cada detalle que pudo recordar, luego pasó a su primera cita, la del día siguiente, cuando él la buscó durante el almuerzo. Le contó cómo sus amigas se sintieron emocionadas por ello y la instaron a que se hiciera su novia. Fue muy fácil entablar amistad, y mucho más fácil ser su novia. Él era todo oídos, y muy atento. Amparo no tenía interés en una vida agitada, llena de conflictos, por lo que le encantó bastante gozar de su compañía; intuía que no era necesario conocer su pasado, pues podía verlo en sus ojos: andaba en busca de paz. Sospechaba que su infancia había sido terrible; lo comprendía, y se esforzó al máximo en ser su apoyo. Cuando terminaron sus estudios, lo llevó a conocer a sus padres, a quienes les cayó bien, y lo recibieron con agrado. En cambio, él no quiso presentarles a los suyos, puesto que afirmaba que no la aceptarían ni en cientos de años. No hubo discusión con respecto a ese tema; la familia de la chica, y ella misma, eran muy comprensibles, o trataban de serlo. Luego vino la universidad; cada quien se fue a estudiar carreras diferentes, prometiendo casarse una vez que hubiesen conseguido trabajo… Y así fue como lo hicieron, pero al momento de celebrar el matrimonio, los únicos invitados fueron los familiares de Amparo. Eleazar se negó rotundamente a invitar a sus padres, y no pudieron convencerlo de lo contrario. Con respecto a esto, Rolando pidió más detalles de lo normal. Le preguntó si alguna vez pudo ver a uno de los familiares de Eleazar, a lo que ella respondió con un movimiento negativo de cabeza. Entonces el hombre sacó un cuaderno y un lápiz de su maleta y anotó algo. Al punto le pidió que continuara. Se casaron y fueron a vivir en un apartamento de la ciudad, cerca de los lugares donde trabajaba cada uno. Durante esos primeros meses, recibieron visitas de sus viejos amigos: Irene,
Cecilia, Antonieta, Rolando y unos cuantos camaradas que se habían ganado en la universidad. Aparte, los familiares de Amparo frecuentaron mucho por allí, más que nada cuando se celebraban las fiestas de cumpleaños que de vez en cuando organizaban. No obstante, ni siquiera se mencionó la existencia de la familia de Eleazar. —¿Por qué es tan importante la familia de mi esposo? —preguntó Amparo tras ver cómo Rolando anotaba otra cosa en su cuaderno. —Oh, por favor. ¿Es que no te das cuenta? Es obvio que hay algo extraño en el hecho de que nunca quisiera que los vieras. —Tal vez, pero es que era porque él tenía muchos problemas con ellos. —¿Cómo estás tan segura de eso? ¿Te lo dijo? —Eh…, no. —Exacto, y tú nunca le preguntaste. Qué gran esposa eres. Amparo suspiró. No le agradaba mucho cuando el viejo amigo de Eleazar le hablaba con tanta confianza. Se puso de pie y dijo: —Creo que por ahora está bien. ¿Quieres algo de comer? —No. Termina. Cuéntame el porqué de que se mudaran aquí. Me llevo muy bien con tus amigas, ¿sabes? Y ellas me han contado que no respondes sus llamadas. Sus miradas se cruzaron en el transcurso de unos segundos de silencio incómodo. El rostro de ella expresaba disgusto; le aplicó el mismo método con el que lograba doblegar a Eleazar, llena de energía. Sin embargo, Rolando no se inmutó y terminó haciéndola ceder. Entonces su brío se transformó en tristeza y se limitó a observar el piso. —Mis padres murieron, ¿no lo sabes? —Sí, pero imaginé que querrías estar con tus amigas más que antes. —Es que no entiendes. Ellos… ellos eran todo para mí.
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Siempre me apoyaron, aceptaron a mi esposo y nos ayudaron a salir adelante. ¿Por qué tuvieron que morir por culpa de un idiota borracho…? Estaba llorando otra vez. Una sucesión de escalofríos le recorrieron el cuerpo, como una manifestación física del dolor y la angustia que tuvo que soportar los primeros días de aquella pesadilla. Decenas de recuerdos acudieron a su mente, recuerdos que la torturaron y la hicieron experimentar todo como si acabase de ocurrir; se repetía. Cayó de rodillas, abrazándose a sí misma. Rolando se apresuró a agacharse junto a ella y sostenerla entre sus brazos, no sin sentir remordimiento por hacerle eso a la esposa de su mejor amigo. Ésta, en cambio, rememoraba el momento en que le trajeron las malas noticias… Era un día de cielo nublado, que amenazaba tormenta; hacía su reunión semanal con sus amigas y estaba muy contenta esa tarde. Más adelante le parecería muy curiosa la manera en que su humor cambió repentinamente luego de recibir a su hermano mayor, quien traía una expresión llena de sufrimiento, un sufrimiento que luego le transmitió a ella. Cuando se hubo recuperado, terminó de contarle la historia a Rolando. Le explicó que después del entierro, se sentía tan mal y su apariencia había empeorado tanto que no quería que nadie la viera así. Tras hacer el papeleo de la herencia, casi obligó a su esposo a que le consiguiera una casa en otro lugar, uno muy lejano, donde pudiera vivir en paz. Nadie se enteró de nada, dejaron el apartamento abandonado y cambiaron de número telefónico. No se los pudo localizar desde entonces, pero no fue todo, puesto que los últimos días ya ni siquiera salían de la casa; ella le pidió que comprara suficientes provisiones para unos meses, pues no quería que la dejara sola un segundo. Y entonces tuvo más razón: empezaron los síntomas y… —Vaya, ha sido todo un problema —la interrumpió Rolando, tras ayudarla a sentarse en el sillón. Él tomó la butaca para sí.
—¿Ya tienes suficiente? —Sí, eso creo. Mañana saldré a hacer preguntas a los vecinos… —No, no lo hagas. —Tranquila. Fingiré que sólo vengo a visitarlo y no recuerdo su dirección. Soy bueno actuando. —Pero me vas a dejar sola. —Llama a tus amigas. Estoy seguro que puedes confiar en ellas… O puedes simplemente ocultarles que tu esposo ha desaparecido. —Eh…, s… sí, me parece bien. Tuvieron una cena silenciosa, en la sala de estar, ya que la casa no tenía comedor. Amparo, en su estado normal, le habría formulado infinidad de preguntas, para saber de su vida, de lo que había hecho en los últimos dos años, pero ahora se sentía igual de retraída que si se acabaran de morir sus padres. Siempre que lo recordaba, que recordaba los rostros sin vida de ambos, maldecía por lo bajo al universo, a Dios, o al destino; a quien necesitase maldecir por llevarla a esa situación. Al terminar, ambos se dieron una ducha, en lo cual se tardaron una hora, puesto que había un solo baño. Luego, ella lo llevó al cuarto de huéspedes, que iba a ser el del bebé, y le indicó en cuál cama debía dormir de las dos que guardaban allí. Antes de dejarlo, mencionó que lo llamaría a las seis y treinta de la mañana y cerró la puerta. En seguida se dirigió a su dormitorio. Buscó a tientas el interruptor de encendido de la bombilla. Una vez iluminada la habitación, pudo ver su cama matrimonial, vestida con aquella sábana rosa con encaje. A la derecha estaba la peinadora, junto con la cómoda, y a la izquierda, el clóset, todos de una madera oscura que ahora se le antojaba espantosa. Caminó despacio y se acostó boca arriba, de manera que el ventilador del techo quedó justo al nivel de su cara. No sentía
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calor, no lo encendería. Miró a un lado, hacia la cómoda, y vio sobresalir de la gaveta superior un trozo del vestido que su madre le había regalado hacía ocho meses. Aquel día había sido un momento algo gracioso, ya que su madre cometió el error de traerle en primer lugar un vestido dos tallas por encima de la suya. Esa misma tarde fue a devolverlo a la tienda y le llevó el que le quedaba a la perfección. Fue una ocasión inolvidable, a pesar de lo simple, pues en su repertorio de buenos recuerdos guardaba cosas más interesantes, donde intervenían sus padres; pero aquel significaba ahora mucho más que las demás. Caminaba por el sendero empedrado, junto a Eleazar, ambos vestidos de manera formal, con colores oscuros. El calor del sol era absorbido por la tela y sentían que se estaban cocinando. Habían dejado la camioneta a un lado de la carretera, con las maletas cargadas en la parte de atrás. Frente a ellos se hallaba la casa que ocuparían, sencilla, de una sola planta, tan vieja como sus abuelos y llena de un aire ancestral que irradiaba paz y tranquilidad. En el pórtico estaba una anciana con una vestimenta al estilo hippie muy exagerada. Se encontraba sentada en una mecedora y fumaba un enorme tabaco; sus cabellos enredados le llegaban hasta los hombros y parecían mugrientos desde donde estaba la pareja. Al acercarse, notaron que todo se debía a la perspectiva y a que estaban en transición de castaño a blanco. —¿Cómo están, mis queridos niños ejecutivos? —preguntó en cuanto se pararon frente a ella, a unos pocos centímetros. No se molestó en estrecharles la mano. —Hola —saludó Eleazar con una sonrisa—. Creí que ya no estaría aquí. Me dijo que sólo dejaría la llave en la ventana. —Oh, es que quería verte una vez más, para saber qué tanto habías crecido. —¿Ya conocías a esta mujer? —le preguntó Amparo a su esposo.
Él pareció incomodarse. Mientras evitaba su mirada, respondió: —Sí, bueno; la conozco de hace tiempo. Una vez me mencionó, cuando entré a la universidad, que quería vender su casa y… por eso acudí a ella. Es que te vi muy desesperada. —¿De dónde la conoces? —De aquí, hija —interrumpió la anciana—. Soy una amiga de sus padres. —Sí —afirmó Eleazar. Luego se dirigió a la vieja—: Ya danos las llaves y vete. —¡Eleazar! Eso es muy descortés —le reprendió Amparo. —No, no, tranquila. Yo entiendo —dijo con calma la anciana. Se puso de pie y se sacó un aro repleto de llaves del bolsillo, se las dio al hombre y agregó—: Ya me voy. Ahí están algunas llaves que sobran, pero se las dejaré de todas formas. Este lugar es muy bueno para descansar; sólo no se acerquen al bosque de allá —señaló al sur—, porque por ahí se la pasa un ánima en pena. —¿En serio? —se interesó Amparo. —Es un tipo que camina arrastrando unas cadenas; siempre se percibe su olor nauseabundo cuando está cerca. Fue asesinado aquí hace cientos de años; lo amarraron y lo sumergieron en un pozo por haber violado a una pobre muchacha… —Ya, ya —dijo Eleazar—. Lo siento, querida, esta mujer nunca deja de hablar de eso cuando la visitan. —Simplemente no olviden eso —la anciana le guiñó un ojo a Amparo y se encaminó por el sendero. —¿No quiere que le llevemos? —preguntó ella, preocupada por la manera en que la vieja parecía estar muy convencida de que lo que decía era verdad, tanto como uno hablaría de la existencia del sol. —No te preocupes, yo necesito estas caminatas, o probablemente me oxidaré.
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—Ah, bueno, si lo dice así. La hippie levantó la mano con el tabaco sin mirar atrás, en gesto de despedida, y continuó alejándose. Caminó por la orilla de la carretera y la pareja no dejó de observarla hasta que se vio como un puntito en la lejanía. Fue lo más extraño que vieron durante aquella temporada de soledad.
Rolando parecía disfrutar de la escena; seguía de pie, al lado de Antonieta, con la bandeja en las manos. Su sonrisa era leve y no paraba de mirar alternativamente a cada mujer. Era algo extraño, se dijo Amparo. —¿Por qué no me dejaste que las llamara yo? —Ya era tarde. Además, las llamé ayer. Ya te he dicho que nos llevamos bien —respondió él. —¿Eres…? —La pregunta que estaba a punto de formular no terminó de salir. Juzgó un momento la situación y agregó—: Eres realmente extraño, en serio, no sé por qué. —Pues no estoy seguro de a qué viene eso. Mucha gente dice lo mismo, es curioso, y yo sigo sin entender. —Es que lo exhalas, tienes un aura poco común. ¿Cómo es que te hiciste amigo de mis amigas? No creo que tengan algo que compartir. —Resulta que son mi esposa e hija quienes tienen amistades con ellas —aseveró él—. Y yo estoy en medio. Irene, Antonieta y Cecilia los observaron todo el rato en calma, dejándoles su espacio. Pero luego de lo dicho reinó el silencio y parecieron estar comunicándose mejor que con palabras. Sopló una brisa suave que se coló por la puerta de enfrente; las sábanas ondearon. Se podría decir que aquel momento debía quedar en la lista de los inolvidables, la lista mental de Amparo. —Voy a cepillarme los dientes y a arreglarme —dijo ella al fin antes de darse la vuelta y perderse tras la puerta del baño. Sobre el lavabo colgaba un espejo. Se tardó unos cinco minutos frente a él, luego de terminar con el cepillo de dientes y lavarse la cara, sólo para mirarse, observar su aspecto y pensar en el sueño, tan vívido como si fuera real. Y es que era real, se trataba de un recuerdo; tal cual sucedió en el pasado, lo había reproducido su mente. La anciana a la que le compraron la casa, cuyo nombre nunca conoció, era quien le había mencionado la historia del
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Un ruido la despertó. Había demasiada gente en la casa, en la sala de estar; Amparo no podría confundirse después de pasar tanto tiempo allí. Se levantó con velocidad y notó que el sol ya había iluminado todo el dormitorio a través de la ventana que estaba en la pared del fondo, a sus espaldas. Aparte, alguien había apagado la bombilla, obra de uno de ellos. Salió aprisa, a pesar de saber que estaba despeinada y con cara de dormilona. Al asomarse, vio algo que de seguro debía ser un sueño. Sus amigas, Irene, Cecilia y Antonieta estaban sentadas sobre una aglomeración de sábanas y almohadas, en el piso, mientras que Rolando les repartía en una bandeja unas frescas tazas de té. Qué rayos, le pareció sacado de alguna caricatura japonesa. Se restregó los ojos y luego comprobó que lo que veía era cierto. Entonces carraspeó, llamando la atención de todos, y dijo: —¿Qué hora es? —Las diez de la mañana. Estábamos esperándote —dijo Irene. Hacía como seis años que había bajado de peso, y desde entonces se ataviaba con colores llamativos y vestidos al estilo de las modas pasadas. Ahora estaba tan radiante como Cecilia, quien llevaba puesta ropa sencilla y le sonreía desde su lugar. —¿De dónde sacaron todas esas almohadas? —preguntó entonces. —Las trajimos nosotras —respondió Antonieta, quien irradiaba su acostumbrado aire sombrío. Vestía ropa formal negra, incluyendo la camisa de debajo del saco. 111
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hombre que arrastraba las cadenas, el ánima en pena. Empezaba a causarle miedo la idea de que al final, sus pensamientos más locos se hicieran realidad. Entonces, en un fugaz momento de lucidez, supo que la anciana era a quien debía ver, la anciana era quien le daría la respuesta a sus dudas. Notó, en su reflejo, que había palidecido durante la última semana. Se veía como una loca del manicomio, sobre todo gracias a su despeinada cabellera. Tenía que arreglar ese problema antes de mencionarle a Rolando lo de la anciana. Salió de allí y fue a su dormitorio, sin dejar de escuchar el murmullo de las voces de sus amigas. Trató de desenredarse el cabello con un peine, pero no lo logró. Después de luchar un rato más, decidió ducharse y tomó una toalla del closet. Se demoró una media hora en ello y otros veinte minutos en secarse, vestirse, arreglarse y hacerse una larga coleta con muchas tiras elásticas. Entonces, salió de nuevo a la sala de estar, y descubrió que ya Rolando se había marchado. Sus amigas platicaban sin él desde hacía treinta minutos. Será cuando vuelva, pensó. Se sentó al lado de Cecilia para cerrar el círculo de amigas y se sumó a la conversación. —¿Desde cuándo saben dónde vivo? ¿Rolando las fue a buscar? —preguntó una vez avanzada la charla. —No. Siempre hemos sabido —respondió Antonieta—. Tu esposo nos pidió ayuda cuando le obligaste a buscar una casa apartada. Lo acompañamos durante varios días. Sin embargo, nos mintió cuando dijo que traería la misma línea telefónica hasta aquí. —¿De veras? Vaya que son… —¿Entrometidas? —completó Cecilia. —¡No! Quería decir… —¿Fastidiosas? —¡Cecilia! Su amiga se echó a reír y le dio una palmadita en el hombro. Un
gesto de afecto que valoró mucho, a pesar de sentirse indignada por sus bromas. —Oh, Amparito, realmente entendemos que esto te esté afectando. No te detengas por la idea de la cortesía —dijo Irene, sonriendo—. Por algo somos mejores amigas; ya debieras tener más confianza. ¡Exprésate! ¡Saca esas palabrotas que claman por la libertad! Amparo se sonrojó. Entonces no pudo contenerse y rio con ellas, sintiendo muy en el fondo que le estaba faltando al respeto a sus padres muertos y a su esposo desaparecido; sin embargo, extrañaba la risa, extrañaba a sus amigas y, por más raro que pareciera, extrañaba el instituto, donde había disfrutado el calor de la simpatía de aquel grupito. Tras unos minutos hablando, se pasaron a la cocina, para hacerse un buen almuerzo. Optaron por una receta sencilla, puesto que la mayoría de las provisiones que había eran vegetales y semillas. Mientras se embarcaban en otras charlas, de diferentes temas, Amparo iba pensando la manera de hacer la pregunta que ahora la estaba molestando, aparte de las demás, porque tenía muchas dudas acerca de la situación. Decidió a continuación, simplemente interrumpir el flujo y reflujo de risas y chistes. —¿Rolando les dijo por qué lo llamé? —inquirió. Antonieta dejó de cortar los vegetales que preparaba para la ensalada mixta; Cecilia se detuvo en lo que iba a verter una pequeña cucharada de sal al arroz que se cocía en el caldero, sobre la hornilla, e Irene dejó de atender las lentejas. La pregunta era la adecuada, según pudo comprobar; entonces significaba que ellas ya sabían que Eleazar había desaparecido. Luego de un momento en el que todo pareció estar en pausa, continuaron con las actividades, antes que la más seria de todas, la más oscura, por así decirlo, explicara en tono casi inexpresivo:
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—Rolando sólo nos dijo que necesitabas compañía mientras él iba a tratar de persuadir a tu esposo. Dijo que te había dejado por una especie de discusión. —No es necesario que nos lo expliques; no somos tan entrometidas —dijo Cecilia, al ver que su amiga iba a objetar—. Estamos conscientes de que no es nuestro problema. Sólo vinimos a hacerte compañía, a ayudarte a soportarlo. No lo podía creer, era tan alucinante. Ellas parecían haber sido enviadas por el mismísimo Dios, enviadas para darle una amistad inquebrantable, que trascendiera lo mortal. Nunca llegó a presenciar una actitud parecida, que alguien, aparte de sus padres, hubiese hecho algo así por ella antes de conocerlas. Recordaba que su niñez fue muy solitaria, que hasta hablaba con sus muñecas de porcelana como si fuesen personas… Ya empezaba a verlas borrosas, o eran las lágrimas que le empezaban a brotar. Se acercó a Cecilia y la abrazó. Las otras dos dejaron lo que hacían y se unieron al compartir de cariños. —Gracias —dijo Amparo—. De verdad no sabría qué hacer sin ustedes. Almorzaron en la sala de estar. Dado que no se estaba previsto que llegaran visitas, los únicos muebles, además de la mesa donde descansaba el televisor y el teléfono, eran el sillón y la butaca. Para Amparo era una vergüenza el sólo saberlo, por lo que se disculpó, y, para su sorpresa, ellas no le dieron importancia. Luego de haber dejado el instituto, ya no se sentían tan obligadas a exigirles mucho a sus conocidos, tanto en modales como en decoración de sus hogares. Las cosas no estaban muy bien últimamente como para dárselas de burguesas. Pasaron dos días y no hubo señal del retorno de Rolando. A pesar de los momentos que vivió en ese tiempo, la preocupación empezó a crecer en ella de manera exponencial, mientras que por otro lado no aguantaba la curiosidad por volver a ver a la
anciana que les vendió la casa. El hecho de que se presentara en su sueño le parecía una señal. Lo que no sabía era cómo la iba a encontrar y de qué manera podría ir a verla sin que sus amigas la estuvieran siguiendo. Bien, podía pedirles que la acompañaran, pero sentía que lo mejor era que no lo hicieran; sin embargo, se podían preocupar mucho si salía sola. Tuvo que planificar algo que resultara perfecto, o que por lo menos no diera muchos problemas. La segunda noche que Rolando estuvo ausente, se acercó a Antonieta desde atrás. Se encargaba de lavar los platos y ollas, y todo lo que había quedado luego de la cena. Esa noche usaba una bata fucsia con flores rojas bordadas. No era algo normal esa chica, cada día estaba más oscura y distanciada. Al tocarle el hombro, no reaccionó con brusquedad. En silencio, se quitó la espuma que cubría sus manos y se dio la vuelta. El cabello le caía sobre su frente, de manera que casi tapaba sus ojos. —¿Qué sucede? —dijo. Su voz sonó normal, como si la persona que hablaba no fuera ella. —¿Conociste a la mujer que vivía aquí? —Sí… ¿Por qué? ¿Qué quieres saber? —Dime más. ¿Cómo se llama? ¿Dónde vive ahora? —Se llama Sofía Lozano y vive como a dos casas. ¿Por qué preguntas? —Un momento. ¿Se mudó a dos casas de aquí? ¿Por qué? —Es dueña de al menos cinco residencias de este llano inmenso… Pero, respóndeme. ¿Cuál es tu motivo? —Tengo que hablar algo importante con ella. Tiene que ver con mi marido. Y quiero pedirte que me acompañes ahora mismo, sin que se enteren las muchachas. Antonieta se quedó en silencio por un breve momento. Estaba serena pero de seguro en su cabeza pasaban muchas cosas. Había sido una buena elección acudir a ella.
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—Ponte algo y salgamos —dijo. —¿Vas en bata? —preguntó Amparo. —Sólo necesito unos zapatos y un pantalón ligero para que no me piquen los mosquitos. Irene y Cecilia están en el cuarto de huéspedes, así que préstame algo. Ve con cuidado; te espero en el porche. —Bien. Amparo cargaba puesto un pijama y las sandalias de cuero de Eleazar. Lo único que tuvo que hacer fue ponerse sus zapatos deportivos, tomar un pantalón y otros zapatos del closet y salir; todo lo concibió sin provocar casi ruido. No obstante, su corazón palpitó desenfrenado durante el trayecto. Antonieta tomó los pantalones y los zapatos y, con la mayor ligereza posible, se los puso. Luego dijo: —Tardaremos por lo menos treinta minutos en llegar a su casa, y treinta más en volver. Con el tiempo que gastes hablando calculo que estaremos de regreso en aproximadamente hora y veinte. Empezó a caminar por el sendero empedrado. Amparo, quien nunca imaginó oírla hablar así, la siguió hasta que llegaron a la carretera, sin poder decir algo todavía. Una vez que se encauzaron hacia su destino, se le ocurrió qué preguntarle. Ya le picaba demasiado la curiosidad por saber lo que le ocurría a su amiga. —¿Has estado haciendo cosas raras últimamente? —le preguntó. —¿Cosas…? No entiendo. ¿A qué te refieres? —dijo Antonieta. —Es que estás muy extraña. ¿Cómo has estado con tu novio? —Amparo, yo nunca he tenido novio. En la oscuridad no le podía ver la cara, pero estaba segura de que estaba seria e inexpresiva; tal vez fruncía el ceño. —¿Y qué hay del hombre con el que fuiste a mi apartamento?
Estaban muy cariñosos ese día, aparte de que no nos lo presentaste. —Ese era mi hermano; y creí que ya se conocían. —Oh. —¿Qué? —Nada. Sigamos en silencio. Su intuición le dijo algo, no supo qué, pero no era bueno. A veces había cosas que era mejor no saber; siempre fue consciente de ello. Por eso nunca le preguntó a su esposo cuál era la razón por la que no le permitía ver a sus padres ni a nadie de su familia. Algunos problemas familiares llegaban a extremos bastante vergonzosos, o eso se imaginaba pues nunca tuvo complicaciones en la suya, aparte de aquel tío suyo que siempre se emborrachaba en las fiestas y formaba un alboroto, un show. Así que en conclusión, lo mejor era callarse y seguir su objetivo. Tras quince minutos de sofocante oscuridad, con el toque de la fría brisa nocturna, pasaron la primera casa, iluminada con un solo bombillo, en el pórtico. Se veía algo tenebrosa, pues su estilo era incluso más antiguo que la casa que dejaron atrás. Más adelante, podían ver la que iban a visitar. En aquella llanura todo parecía estar cerca; sin embargo, ya sabían que se tardarían bastante en llegar. Incluso más que con la primera, ya que los cálculos de Antonieta estaban basados en una caminata rápida, pero Amparo era muy lenta. Tenía sus razones; su bebé necesitaba desarrollarse bien. Durante el último trayecto, hubo un instante en el que volvió a sentirse observada. Ese extraño miedo nocturno que había adquirido en algún momento de su niñez, el cual no recordaba. Era tan espeluznante, y precisamente eligió como compañía a la misteriosa Antonieta. La oscuridad de la noche, siempre amenazante, fue distracción suficiente para no darse cuenta de que ya estaban llegando. Desde
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lejos logró divisar a la anciana, sentada en su silla mecedora y fumando, exactamente igual que aquel día que la vio por primera vez. La residencia que ocupaba ahora era una choza, prácticamente, hecha con madera de forma rudimentaria. —Hola, Antonieta. Hola, mi querida Amparo. Tiempo sin verlas —saludó Sofía en voz alta. Amparo se adelantó y le atravesó la mano a su amiga para que se detuviera. —Déjame hablar con ella. Lo que quiero decirle no debes oírlo —dijo. Antonieta no protestó; parecía sumida en sus pensamientos. Se quedó parada en el mismo sitio donde la atajó. Amparo, por su parte, recorrió el corto sendero desde la carretera hasta el pórtico y se detuvo a un metro de Sofía y su humeante tabaco. Luego dijo: —Vengo a hablar de mi marido. —Lo sé. —Sofía no parecía sorprendida. Lo esperaba; en sus ojos carnosos se reflejaba una astucia y juicio pertinaz. —¿Sabe dónde está? —No. —Al menos me puede decir dónde cree que está, ¿no? —Podría, pero no me creerías. —Dígalo y ya. La mano arrugada de la anciana, la cual sostenía el tabaco, se apartó un momento de su cara para sacudir algunas cenizas que sobraban. Se la volvió a acercar, sorbió una bocanada de humo y lo exhaló con calma. Miró a Amparo a los ojos, bajo la luz opaca de la bombilla, antes de decir: —Fue al bosque. —¿Está hablando en serio? —Sí. —¿Sólo tengo que ir allí?
—No exactamente. Tienes que atravesar el espacio, diciendo el conjuro. —¿Qué? —Debes decir repetidas veces el nombre de la cosa esa. —¿Qué cosa? —La cosa que se lo llevó, el que arrastra las cadenas. Te lo mencioné el día que nos conocimos; creí que habías captado el mensaje. —¿Me está diciendo que un fantasma se llevó a Eleazar? —No. Él no es un fantasma. —Entonces ¿qué es? —Es la encarnación del mal. Al menos eso me dijo tu esposo. —No entiendo. —No debes entenderlo. ¿Quieres recuperarlo? —¡Sí! Por eso vine. Usted me guiñó el ojo; siempre supo que esto iba a pasar. —Bien, sólo camina hacia el bosque, como si buscaras el horizonte, o sea, debes pensar en ello, en que quieres alcanzar el horizonte. Y debes decir su nombre sin parar. —¿Cuál nombre? —Ajivani Preta. Sopló el viento, más fuerte que antes. Sintió miedo, no supo por qué; posiblemente influía el hecho de que había luna nueva y la oscuridad reinaba sobre la llanura, además de que le revelaran aquello de esa forma. Se creyó en un deja vu, como si hubiese escuchado ese nombre en alguna otra parte. Las palabras de una vieja hippie con un tabaco, la idea de que a su esposo se lo hubiera llevado algo que no podía comprender, le empezaba a parecer tan evidente como el niño que crecía dentro de sí. Ése era el desasosiego que la embargaba. ¿Podía ser cierto? Bueno, si había una oportunidad de volver a ver a Eleazar, no pensaba
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desaprovecharla. Se dio la vuelta sin despedirse y se encaminó hacia su amiga, quien se veía muy tranquila a pesar de todo. Claro, si no había escuchado nada. En su mente, en cambio, seguía resonando el nombre. —¿Qué pasó? —preguntó Antonieta, notando que su rostro estaba pálido. —Nada, volvamos. Esa mujer no es normal —fue lo único que pudo articular antes de tomarla del brazo y obligarla a caminar tan rápido como ella. Ya en casa, Irene y Cecilia las estaban esperando en el pórtico, con cara de preocupación. Antonieta trató de explicarles, pero eso no evitó que ambas dieran sus sermones. Amparo, en cambio, se quedó abstraída, sin escucharlas, mirando hacia el bosquecillo, hacia el horizonte. Por un momento pensó que debía esperar a que amaneciera; no obstante, empezó a creer que si lo hacía así, ya no le quedarían ganas. —Chicas —interrumpió la conversación—. Acompáñenme al bosque. —¡¿Qué?! —exclamó Irene. —¿Te encuentras bien? —preguntó Cecilia. —¿Estás segura de eso? —terminó diciendo Antonieta—. ¿Tiene que ver con lo que te dijo la anciana? Amparo asintió con seguridad. Trataba de transmitirles toda la angustia que la torturaba, con la expectativa de que entendieran. Los ojos sorprendidos de Irene, junto con los desconcertados de Cecilia, no le proporcionaban mayores esperanzas. Estaba preparada para una negativa, a pesar de todo. De todas formas tenía pensado ir. Se escaparía mientras ellas durmieran. —Necesitamos una linterna, sólo eso. Luego caminaremos por el bosque hasta… un sitio. Hay una pista que debemos encontrar —explicó.
—Está bien, no tienes que decirlo. Pero, ¿no crees que sería mejor esperar a que regrese Rolando? —dijo Irene, recobrando la compostura. —No. Tiene que ser ya. —Deja de discutir, Irene —espetó Antonieta en cuanto vio que la mujer iba a abrir la boca—. No es la gran cosa; luego hablamos con Rolando. —B… Bueno, pero no cuenten conmigo —dijo Cecilia—. ¿Por qué habría de ir al bosque a estas horas? Me dan miedo las serpientes. —Si quieres, quédate —dijo Antonieta. Cecilia observó alternativamente a cada una, dubitativa. No alcanzaba a comprender por qué querían aventurarse a hacer algo sin sentido. Amparo acababa de llegar de una salida que no anunció y luego arribaba a pedirles algo tan raro. Posiblemente, si alguna de las otras también se hubiera negado, no estaría tan irresoluta, puesto que le daba miedo quedarse sola en una casa como aquella. Al momento de aceptar venir a ese sitio, nadie mencionó que estarían complaciendo los caprichos dementes de la trastornada de Amparo, quien había sufrido bastante durante esos meses. Recordaba muy bien lo destrozada que estuvo en el funeral de sus padres. —Mejor voy con ustedes —concluyó al fin. —Gracias, Ceci, de verdad —dijo Amparo, abrazándola—. Esto es muy importante para mí. En el closet del dormitorio había dos linternas que la mujer no usaba desde que las comprara. Estaban como nuevas y las pilas se hallaban guardadas aparte. Nunca, ella y su esposo, tuvieron la necesidad de encenderlas. El servicio eléctrico no se interrumpía para nada por allí. Una vez que las buscó y sus amigas estuvieron listas, con unos buenos zapatos puestos, se encaminaron al bosquecillo. A lo lejos, por encima de éste, se veía
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una acumulación de nubes que amenazaban lluvia. Las chicas se adentraron entre los árboles. La oscuridad era cortada por la luz. Apenas distinguían sus pies, gracias a los pocos fotones que recorrían otras direcciones, fuera del rango de los aparatos. Amparo tenía una de las linternas, caminando un poco más adelante que Irene, mientras que, tras ellas, venía Antonieta con la otra, junto a Cecilia, quien se veía muy temerosa. Era una exploración a ciegas; sólo una sabía lo que buscaban. La linterna de Amparo apuntaba al frente, mientras que la otra lo hacía de vez en cuando a los lados. Ella sabía bien lo que quería. Pensaba en el horizonte y no dejaba de susurrar el nombre: Ajivani Preta. Se preguntaba qué tan estúpido podía llegar a parecerle a sus amigas aquello, si se los contaba. Veía los atemorizantes tallos de árboles que no reconocía, escuchaba los pasos de sus amigas detrás, y también percibía los sonidos emitidos por los grillos y algún que otro animal. Esperaba que cualquiera de las muchachas dijera algo, preguntara algo, pero guardaban silencio; quizá la autoridad de Antonieta había aumentado esos últimos meses. Y seguían caminando; el horizonte no se dejaba alcanzar. Ya empezaba a creer que debía volver. Los grillos detuvieron su incesante coro, y se permitió relajarse un poco. Aunque, en realidad todo se había quedado en silencio; no conseguía escuchar los pasos de sus amigas. Se giró y apuntó su linterna hacia donde las había escuchado por última vez. Sólo halló oscuridad. De hecho, ahora que se daba cuenta, los árboles tampoco estaban, ni la hierba del suelo; todo era oscuridad y la luz no se reflejaba en otra cosa que en ese piso liso y gris. ¿Era gris? A simple vista lo parecía. Se agachó para tocarlo y casi se quemó por lo frío que estaba. Soltó un chillido de dolor. —¿Dónde estoy? —susurró. Empezó a jadear; debía ser una pesadilla—. ¡Ah! —exclamó.
Alguna vez, cuando niña, había despertado a sus padres en medio de la noche, gritando, pues en sueños un ser desconocido se la quería llevar hacia lo profundo de un precipicio sin fin. Al parecer, se hallaba de vuelta en esa época, la misma pesadilla, tan realista como en aquel verano lejano. Y se sentía observada. —No estás soñando —dijo una voz tras ella. Pegó un respingo. Se dio la vuelta lo más rápido que pudo, pues esa voz le resultó muy familiar. Se encontró frente a la silueta de un hombre con túnica y capucha; estaba segura que era el mismo que siempre la estuvo atemorizando a través de los oscuros pasillos. No conseguía verle el rostro, pero sí las cadenas que salían por entre los pliegues de su vestimenta y se extendían sobre el piso hasta perderse en la oscuridad. —Ajivani Preta —dijo Amparo. —Asthi Dharin Preta —corrigió la figura encapuchada—. Se suponía que ese era el nombre que debía haberte dicho la vieja. Ese bastardo no ha cambiado la clave. —No sé de qué hablas. Pero… ¿Por qué suenas igual que mi esposo? —Una vez fui esposo de alguien. ¿Cómo te llamas? —¡Deja de joder, Eleazar! Dime qué está pasando. ¿Por qué estás vestido así? ¿Te volviste loco? El hombre suspiró. Un halo muy visible salió de debajo de su capucha. Amparo empezaba a sentir el frío, por lo que se frotó el hombro con la mano libre. Al fin lo había encontrado, era su esposo. No importaba lo que fuera todo aquello, o dónde estaba; su angustia podía terminar ya. —Ahora sí pareces interesada en saber —dijo Eleazar—. Esto tenía que pasar. Hace tiempo que decidí hacerlo. No sé si recuerdas el día que nos conocimos, aquella noche en la biblioteca. —Cómo olvidarlo. —Amparo empezó a sentirse extraña, podía compararlo a un vacío que se acrecentara en su interior. La
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turbación se quería apoderar de ella, pero no sabía a qué se debía con exactitud. —Ya había hecho el trato esa noche, cuando Ajivani Preta me visitó. Luego que te fuiste me vino a decir que lo viste, a pesar de que él se esforzaba en ser invisible —hizo una pausa—. No te sientas mal por esto. Todo fue decisión mía. Ahora pertenezco a su grupo. —De su túnica surgió uno de sus brazos, mostrando la mano de uñas largas, con forma de garras. Se echó atrás la capucha. Su rostro estaba oscurecido, como si la piel se le estuviera pudriendo, y sus ojos eran negros por completo. Aquellos cabellos no estaban quietos; parecía como si se encontrara bajo el agua. Pero sobre todo, estaban más largos que antes. Para la mujer fue como si se le paralizara el corazón y se le helara la sangre. —¿Qué…? —balbuceó. No alcanzaba a articular palabra alguna. —No te preocupes, querida. Aún si te lo explicara, no lo entenderías. Pero al menos podría decirte por qué lo hice. Verás, no tuvo nada que ver contigo. Aunque debo admitir que fuiste muy tonta al pretender que me comprendías. Es lo que más odio de ti, que creas que todos son así de simples, que puedes descifrar a la gente mirándola a los ojos. Ya estaba cansado de este patético mundo, lleno de conflictos tan difíciles. Tenía ganas de tirarme de algún acantilado para no ver más lo mal que iba todo. Mi familia no paraba de pelearse por estupideces, aparte de que me enviaron a ese ridículo instituto lleno de gente decente. Amparo giraba la cabeza hacia los lados inconscientemente, en señal de negación. No quería creer lo que oía, no quería saber lo que él pensaba. Y entonces se dio cuenta de que era eso lo que temía, saber lo que Eleazar guardaba en lo más profundo de su corazón. —… Un día se me vino a la mente algo bastante utópico
—decía Eleazar—. Imaginé que si al menos tenía la oportunidad de ponerle fin a todos los conflictos mundiales, si se me permitiera deshacerme de ellos para poder descansar, no dudaría. No soportaba la vida tan aburrida que llevaba, ni la que posiblemente tendría luego. Qué ridículo es que todo el mundo sueñe con tener una familia y criar hijos en algún lugar apartado, fingiendo que del otro lado del planeta no se están muriendo de hambre las personas que son víctimas del sistema. Sé que ese no es mi problema, y que tú no estabas ignorando tampoco el hecho, con tu sueño de crear una fundación, pero me convenciste de mi decisión cuando la simple muerte de tus padres te convirtió en alguien tan egoísta. De hecho, creo que gracias a ese incidente, me mostraste que eres igual que el resto del mundo. Me alegra que él viniese a mí esa noche. Estoy muy satisfecho de que lo haya hecho y me diera esta oportunidad de descansar. En este pequeño mundo oscuro y frío me siento muy a gusto, por cierto. Posiblemente me pase un tiempo aquí. —Estás loco —dijo ella—. Déjame ir. —¿Por qué? Tú sola viniste a mí. Amparo se dio la vuelta y corrió. Usó todo lo que tenía, no le importaba adónde podía llegar a parar en esa oscuridad, pero debía escapar, escapar de su pesadilla. Algo pasó volando por su lado a toda velocidad. Al instante, sintió que una fuerza invisible la empujaba hacia atrás y cayó al piso de bruces. El frío del contacto con éste le causó un dolor inimaginable. Aun así, se resistió a gritar y se puso de pie, retrocediendo para alejarse del bicho raro en que se había convertido Eleazar. —Déjame en paz, por favor —dijo. —No —replicó él, con una indiferencia mordaz—. Te mantendré aquí por un rato. Y ahora, iré a darles mis saludos a tus amigas. —¡Aguarda!
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Cuando ella se lanzó sobre él, ya había desaparecido, y se dio de nuevo contra el piso. La linterna se le escapó de la mano y rodó lejos. Se le hicieron nuevas quemaduras. Sin embargo, esta vez no se levantó. Había un silencio sepulcral, algo a lo que nunca fue expuesta, ni siquiera en su casa solitaria. Sus oídos chirriaban, percibía un pitido constante en ellos. En su desesperación, le fue inevitable imaginar cómo sus amigas gritaban y suplicaban ante la tortura perpetrada por el ser demoníaco. Empezó a llorar de nuevo, sin comprender nada. No se limitaba; gritaba como lo haría cualquier niña a quien le hubieran quitado su juguete. Se sentía derrotada, perdía la cordura. Los alaridos imaginarios empeoraban en su cabeza. Entonces alguien la llamó. —¡Amparo! ¿Estás bien? Era la voz de Antonieta, quien corría hacia ella desde algún lugar. Aún estaban en el mundo oscuro, aún estaban en su pesadilla. ¿Cómo había llegado su amiga hasta allí? La sintió arrodillarse a su lado y escuchó su quejido de dolor por el frío del piso. Luego percibió el tacto de su mano al posarse en su espalda. Reaccionó con rapidez y se levantó para abrazarla desesperadamente y llorar en su hombro. Vio la luz de la segunda linterna, tirada a unos palmos. —Calma. Ya estoy aquí —decía repetidas veces Antonieta. El aire gélido parecía querer congelarle los pulmones. Las lágrimas estaban por petrificarse sobre sus mejillas. Quizá debía permanecer así, junto con su amiga, hasta la eternidad. ¿Cómo iba a aguantar algo más? ¿Cómo podría vivir en paz luego de eso? Deseaba que de alguna forma, la vida terminara como si se tratase de una película, y alguien presionara el botón de stop. Pero las cosas no funcionaban de ese modo; tuvo que esforzarse para detener su llanto. —¿Cómo llegaste? —preguntó un momento luego, cuando se
hubo calmado lo suficiente como para hablar. —Sólo dije las palabras que estabas susurrando. —Ah, pero qué inteligente eres, amiga. Gracias a Dios estás aquí. ¿Y las muchachas? —No las pude traer. —Tenemos que volver. Él las va a matar. —¿Tienes idea de cómo hacerlo? Ya lo intenté. —No lo sé con exactitud, pero… Un momento… Amparo se separó de Antonieta y la miró a los ojos. Se puso de pie y dio un paso atrás, sin dejar de escudriñarla. —¿Cómo entraste aquí? No bastaba con las palabras —dijo. —Eh…, es que escuché la conversación que tuviste con Sofía. —¿Desde tan lejos? —Sí, supongo que ayudó el viento. Al principio no creí nada y te apoyé sólo para que te tranquilizaras. Pero luego que desapareciste, tuve que hacerme a la idea de que algo de eso era verdad… Entonces, ¿tienes idea de cómo salir? —No sé, aunque me imagino que será todo lo contrario: pensar en volver al bosque, en salir del horizonte. —Cierto. Hagámoslo. Antonieta se irguió y se paró a su lado, tomándole la mano. Luego dijo: —Concentrémonos. Ajivani Preta, repitieron de manera incesante. Ambas se empeñaron en imaginarse el bosque, en salir de aquel lugar, en salir del horizonte. Se pasaron un par de minutos sin parar de decir el nombre, y, en cuanto creyeron que no funcionaría, sintieron una ráfaga de viento y las luces de las linternas desaparecieron. Las habían dejado atrás, junto con el mundo oscuro. Los grillos volvieron a entonar su coro. Entre la oscuridad, vislumbraron los troncos de los árboles y, muy lejos, la luz de la bombilla del
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pórtico de la casa. No había señal de que sus amigas estuvieran por allí. —No perdamos tiempo. Ellas ya no deben estar aquí —dijo Antonieta, jalándola por la muñeca, obligando a su amiga a caminar deprisa hacia la casa. —No; deben estar bien. ¿Y si lograron escapar? —¿Viste a la cosa? —Sí. —¿Y era como la describió la vieja? —Sí. —Entonces deja de dudar, tonta. Ya están muertas. Huyamos de aquí. Empezaron a correr. Amparo dejó que se le escaparan más lágrimas. Ahora estaba sin esposo y sin amigas. ¿Por qué había tenido que pasar? ¿De dónde venía todo eso? Seguramente, Ajivani Preta era un demonio o algo parecido, y su esposo la víctima que, seducido por el poder, había llegado a lo más bajo para convertirse en su igual. Debía asimilarlo así o enloquecería. Escuchó un crujido a sus espaldas. Por razones que estaban más allá de su comprensión, sintió el peligro aproximarse y reaccionó. Aceleró el paso y empujó a Antonieta tan fuerte que la derribó, antes de dejarse caer al suelo. Apenas un milisegundo después, una cadena pasó silbando por donde estuvieron sus caderas, de haber seguido de pie, y cortó de un tajo un árbol cercano. Mientras el árbol era atraído por la gravedad con estruendo, Amparo se levantó de un salto y fue a ayudar a su amiga. Luego, ambas corrieron a toda velocidad, escuchando cómo se arrastraban las cadenas, y el sonido de una risa burlona parecida a un siseo. Salieron del bosque sin recibir nuevos ataques y no se detuvieron hasta que llegaron al pórtico. —¡Busca las llaves de la camioneta! —dijo Antonieta, corriendo ella misma al dormitorio donde se hallaban estas.
Amparo esperó en la sala de estar. Jadeaba. No entendía por qué su esposo…, no, por qué Asthi Dharin Preta no las volvió a atacar. Eran presa fácil. Pero entonces, en cuanto trató de analizarlo bien, Antonieta volvió del dormitorio y la tomó del brazo, llevándola a toda prisa al garaje. Se subieron a la camioneta y su amiga encendió el motor, el cual rugió con furia, rasgando el silencio. Antonieta pisó el acelerador y se puso en marcha, dirigiéndose a la carretera. Frenó de golpe, esparciendo piedras por doquier con las ruedas del vehículo. Amparo tuvo que poner las manos sobre el tablero para no irse contra el parabrisas. Ahí estaba él, justo a la orilla de la vía, pero sin las cadenas. Les cerraba el paso. Sus cabellos ondeaban lentamente. Antonieta respiraba con dificultad a su lado, mientras que ella contenía por completo el aliento. Estaba aterrorizada de nuevo, una lágrima se le escapaba y le corría por la mejilla. Tal vez no saldrían vivas de ahí y, si era cierto, significaba que podían apostarlo todo. Suavemente le puso la mano en el hombro a su amiga, quien hizo un movimiento brusco. A continuación, le dijo: —Aplástalo. Ella no lo dudó, a pesar de que sabía muy bien de lo que era capaz ese hombre. La camioneta se dirigió hacia él como un toro a punto de cornear a su torero, pero éste no reaccionó hasta el último instante, en el cual se apartó con ligereza y las dejó pasar. Lo último que oyeron fue su risa, en son de desprecio y socarronería. Posiblemente lo volverían a ver, o tal vez no; pero eso no les importaba. Ya eran libres. —¿Ése era Eleazar? —preguntó Antonieta. —Sí. —Entonces, ¿él era la cosa? —No. Sólo hizo un trato, o eso me dijo. Ahora es como él, sea lo que sea. —Uhm… Creo que con eso me basta. Es hora de huir.
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Imagino que Rolando también estará entre sus víctimas. Amparo no replicó. Había muchos cabos sueltos en ese enredo; estaba mareada. Probablemente vomitaría en los próximos minutos. Mientras se alejaban por la solitaria carretera, observó la llanura, tratando de distinguir el horizonte, la línea que separaba el cielo de la tierra. Y entonces lloró, derramó todas las lágrimas que trataba de contener. Antonieta le puso una mano en el hombro con dulzura. Dijo algo que no escuchó, pero sonó tranquilizador. La brisa le pegaba en el rostro y la ayudaba un poco. Los peores días de su vida habían sido los más difusos. El miedo que le tenía a la oscuridad empeoró a partir de entonces, aunque en sus posteriores días, jamás volvió a ver una figura encapuchada observándola, jamás sintió de nuevo la presencia tenebrosa de un acechador.
La sombra del asesino
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El bullicio de la multitud en el metro hace daño a sus oídos. Hay demasiada gente en comparación al día anterior y el muchacho no lo soporta; recuerda y extraña la confortabilidad de su casa, que acaba de dejar apenas veinte minutos atrás. Se sostiene del pasamano con fuerza y le sube el volumen a la música que suena en sus audífonos, conectados al celular. Un hombre obeso y una mujer treintañera lo sofocan con sus cuerpos sudorosos y atronadoras voces; sospecha que su chaqueta quedará hedionda luego del viaje. La máquina traquetea constantemente y la marcha continúa hacia el centro. Para distraerse, recuerda que esa mañana se levantó con tanta pereza como para quedarse en coma y se vistió con ropa casual, rompiendo la costumbre de llevar siempre el uniforme institucional de su casa de estudio, en ese lunes de sol radiante. Unos desgastados pantalones vaqueros, unas zapatillas deportivas, una sudadera azul sobre una camiseta gris y una gorra negra, son los componentes de aquella vestimenta. Demasiado sospechoso para lo que planea hacer. Al bajarse en la estación, se dirige a las escaleras que lo llevarán a la calle, con las manos en los bolsillos de la sudadera. Antes siquiera de verlos, percibe el rugir de los motores de los coches, atascados probablemente en todas las vías. Es una ciudad muy poblada. Camina por la acera y se detiene en una esquina del edificio de la estación del metro, se recuesta de la pared y observa con mirada indiferente, esperando una llamada. Aidan Carey es su nombre, tiene tan sólo dieciséis años y está en el último año del ciclo diversificado, y apenas ese fin de semana su vida tuvo un giro repentino. El teléfono vibra en su bolsillo. Lo extrae y presiona el botón de respuesta; el sonido estático de la conexión se oye en 132
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sus auriculares. Vuelve a guardarse el móvil y, con una mano, se acerca el micrófono de los audífonos, que es un pequeño bultito en el cable que lo conecta con el otro aparato. —Hola, tú, estoy en posición. ¿Es necesario hacer esto por teléfono? —dice. Una voz muy familiar le responde: —Claro que sí, no es fácil de explicar. ¿Ves el edificio donde venden electrodomésticos? —Sí. —Camina hacia allí y adéntrate por el callejón de al lado. Es el único tan solitario como para que tengamos una conversación más tranquila. Y por supuesto, allí irá la persona que buscamos. —Claro, claro. Ya voy. —Habla en cuanto llegues. —Bien. Una niña pasa frente a él y se le queda mirando un instante, con curiosidad. Él le sonríe, casi con compasión, quizá porque no está acompañada y entiende que las niñas solitarias desaparecen en par de minutos en esa zona. Ella sigue su camino, distrayéndose con el montón de gente a su alrededor; Aidan la ignora al fin. Teniendo cuidado, atraviesa la calle, atestada de coches en lento flujo, conducidos por personas insensatas que no dejan de hacer sonar las bocinas. La otra acera está llena de gente que camina en ambas direcciones, chocando los unos con los otros. Aidan trata de esquivarlos en su camino hacia el callejón, pero no lo logra. No es porque tenga alguna aversión al contacto con los demás, sino que su sudadera es la más nueva que posee y no quiere estropearla tan rápido. Llega a salvo al callejón, paradójicamente tan solitario que parece pertenecer a una ciudad fantasma. Sólo hay contenedores de basura y papeles desperdigados por todo el piso; alguna cosa hedionda completa el aura de abandono. —Ya estoy en el lugar. ¿Qué se supone que haga ahora? —dice
Aidan. —Recuéstate contra la pared, échate la capucha y espera —responde su interlocutor—. Pronto aparecerá. Aidan lo hace; en realidad no es necesario aclarar, porque es la misma estrategia de siempre. Ahora queda el aguardo. Le acometen las dudas y pregunta: —¿Por qué a este? —Mucha gente le odia, como a los demás. Ha estado luchando por los derechos de los niños y las mujeres. Tarde o temprano, alguien matará a toda su familia, y las fuerzas policiales no moverán un dedo. Debes salvarlo de la desgracia. —¿Lucha por los niños? Acabo de ver a una niña solitaria hace un momento. Seguramente este pobre estaría muy enojado si le pasase algo. —Idiota; en lo que termines ahí, quiero que la vayas a buscar. Rayos que eres tonto. —¡Oye! No sabía que también era importante salvar niñitas; ya me tienes ocupado con esto. —No hablo del mismo tipo de salvación; a ella la tienes que llevar a casa intacta. —¡Ah! Entiendo, entonces está bien… Y…, Ehm… ¿Por qué no haces esto tú mismo? —Cierra la boca, pequeño. Una vez que vuelvas, pagarás por tu insolencia. Aidan va a replicar, pero una presencia lo interrumpe. Llega al callejón un hombre de unos veinticinco años, de piel morena, cabello negro, liso y largo hasta los hombros, vestido con una simple camiseta negra y unos pantalones vaqueros. Parece ignorarlo y se dirige al contenedor más cercano con una expresión de ausencia muy extraña. Se prepara para orinar. —Llegó —susurra Aidan—. Y parece que no me ve. —Pues el efecto no durará mucho, termina.
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Aidan mete la mano en el bolsillo de su pantalón mientras se va acercando sigilosamente al hombre. A continuación saca la daga. Noemí siempre obedece a su hermano mayor, en todo, pues cuando su papá no está, éste se encarga del hogar junto con su madre. Pero esa tarde no tiene ganas de seguir la rutina. Mientras acompañaba al muchacho a hacer las compras para el almuerzo, se le escabulló para echar un vistazo por la ciudad. Ahora camina por la acera, al lado del edificio de la estación del metro. Lleva puesta una sencilla blusa rosa y unos pantalones negros, con sus preciadas zapatillas blancas con flores. No para de observar a la gente a su alrededor, tan presurosas, como si algo les urgiera. Es la vida cotidiana de por allí, pero ella casi nunca puede otear porque su padre la mantiene bien alejada; hasta la inscribió en una escuela de un pueblo lejano, escuela en la cual han dado el lunes libre por una fecha patria o algo así. En uno de sus giros se da cuenta de que hay un chico recostado de la pared. Es un muchacho de unos dieciséis años, con una sudadera azul, con la capucha echada sobre la cabeza, y está tocado con una gorra negra. Su rostro de facciones perfiladas presenta un color amarillento algo enfermizo. Noemí se pregunta si no está en medio de una dolencia y necesita ayuda, pero entonces lo olvida cuando el chico le sonríe. De inmediato desaparece su aparente estado de padecimiento. Ella continúa su camino; le toca cruzar la calle hacia la otra cuadra. A su edad, todo se ve enorme y con un toque de grandiosidad que la deja perpleja, una grandiosidad que muchos años luego llegaría a dejar de percibir por causa de la cruda realidad. Ahora, mirando las franjas blancas del paso de peatones, siente que el recorrido será muy largo y que no llegará a tiempo para el cambio de luz del semáforo. Termina de cruzar con un trote apresurado, muy cercano a la carrera. En la siguiente cuadra, se encuentra con una serie de
verdulerías. Casi todas tienen enormes toldos que cubren la acera, para proteger las verduras y frutas en posible exposición al sol. Hay muchos transeúntes por allí, y clientes cargando enormes bolsas llenas de aliños, brócoli, tomates y más cosas que a la chica le desagradan. Aquel ambiente le resulta familiar, por las veces que su madre le obligó a tragar brócoli. Debe dejar rápido eso atrás, o quizá volver a donde está su hermano, quien seguramente la está buscando como loco. Entre tan ajetreado gentío, Noemí se siente sofocada y decide que debe volver. Empieza a caminar de regreso, pero algo le llama la atención: por un pasillo que se adentra en el edificio de la cuadra, se distingue una tienda de dulces al fondo. Ella queda embelesada; dulces en medio de las verdulerías. ¡Grandioso! Se abre camino hacia allí. Aunque no lleva dinero consigo, quizá, con algo de persuasión, le regalen una golosina. A medida que la distancia disminuye, va deleitándose con cada detalle. Las paredes de la fachada están repletas de pinturas de piruletas y bastones de caramelo. A través de las grandes puertas de vidrio, vislumbra los mostradores, con caramelos de regaliz, gelatina, galletas, chocolate, bocadillos y muchas cosas más en exhibición. Empuja la puerta y suenan unas campanillas. No aguanta la curiosidad y empieza a observar cada dulce con la cara casi pegada al mostrador, ignorando si hay o no alguien atendiendo el negocio. Unos pasos se oyen al fondo, pero ella los ignora. Aquella persona se acerca más y más, lo hace lentamente y respira con calma. Noemí no se da cuenta hasta que está a un lado suyo, pues sus zapatos entran en su campo de visión: unos antiguos modelos hechos de madera. La niña se endereza para encarar a quien fuese ese misterioso personaje. Por un momento se confunde. ¿Es hombre o mujer? Pero de inmediato cae en cuenta de que es un hombre; es viejo, como de unos cincuenta años, aunque delgado y de complexión flexible. Sus cabellos largos están entrecanos,
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tiene ojos de iris grisáceo y una sonrisa de dientes blancos muy cuidados. Sin embargo, a pesar de dichos rasgos, sabe que es viejo por su mirada tan profunda, y que no es mujer por su postura y pectorales. —¿Te gustan? —pregunta el viejo. Noemí vacila, desconfiada. Luego se contagia de la amistosa sonrisa, como si algo se le metiese en la cabeza, como si aquel hombre tuviese el poder de persuadir sin hablar. Entonces asiente con la cabeza. —Deberías ver los que tengo en la cocina, son mejores —invita su interlocutor. —Bueno, si me regala uno —responde ella, sonriente. —Por supuesto, no te preocupes, probarás de todo. El viejo se aproxima y le pone una mano en el hombro. La magia se desvanece y Noemí se da cuenta de su error, pues esa mano parece estar hecha de acero, le hace daño en la piel y los huesos. Reacciona y trata de huir, pero el viejo le agarra el otro hombro y la levanta, con lo que ella empieza a patalear. No obstante, una vez que mira nuevamente el rostro de su atacante, se queda petrificada. El iris gris se ha vuelto rojo, los dientes en la nueva sonrisa macabra ahora son amarillos y están mugrientos, acompañados por unos largos colmillos, y su cabellera larga se moviliza, se enrolla alrededor de los brazos que la sujetan, aproximándosele. Ella grita y afuera, en las verdulerías, nadie la escucha en medio de la bulla de la ciudad. —¡Una más para mi colección! —exclama el viejo. —¡HERMANO! —grita ella. La fuerza con que la sostienen es tan grande que el dolor amenaza con hacerle perder el conocimiento. El viejo empieza a caminar de regreso a su escondrijo, con su nuevo premio; se ríe. Alguien corre por el callejón y entra a la tienda precipitadamente.
Suenan las campanillas y el viejo deja a Noemí en el piso, quien se derrumba por el dolor. Una lucha se libra cerca del mostrador, cuyo vidrio revienta a los pocos segundos. La niña escucha los ruidos sin atreverse a averiguar lo que pasa, pues está aturdida. Posteriormente, se oye un golpe sordo, alguien termina perdiendo la batalla. Unos pasos se acercan a ella, livianos y sin rastro de la presencia de la madera. Sabe que no es el viejo sino su salvador. —¿Estás bien? —pregunta el joven de la gorra negra y la sudadera azul. —No. Me hizo daño. Noemí lo mira con ojos llorosos. Aidan se compadece y la carga en sus brazos, disponiéndose a salir de aquel rincón infernal. Pasan por un lado del hombre misterioso, inconsciente sobre un reguero de trozos de vidrio y algunos dulces. Su apariencia es la misma que cuando Noemí lo vio por primera vez, no hay rastro de monstruosidad. Sin embargo, no puede evitar soltar un gemido. —¿Qué sucede? —dice Aidan, abriendo la puerta con el hombro para salir. —Ese monstruo… Él era un bicho con colmillos. —Tranquila, seguro fue tu imaginación. Te llevaré con tus padres. En la salida del callejón, deja que Noemí pose los pies en el piso y, tomándola de la mano, la conduce en dirección al lugar donde la vio por primera vez. Mientras tanto, le va haciendo las preguntas pertinentes para saber qué hacer a continuación. La niña le cuenta que estaba de compras con su hermano, quien en ese momento ha de ubicarse en el supermercado, y que se desvió creyendo que podría explorar mientras el muchacho salía de la larga fila que se forma en el único cajero. Aidan le hace prometer que no contará nada de lo sucedido en la dulcería. Minutos luego la entrega, a dos cuadras de las verdulerías.
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Aidan duda entonces que la historia de la niña sea real, pero por la expresión del hermano preocupado, se olvida de todo. Se trata de un muchacho mayor que él, de cabellos rubios y un aura que emana ingenuidad, como las personas que, a razón de no acumular un número plausible de experiencias, no están al tanto de la realidad perturbadora de aquella ciudad. En este tipo específico de persona todavía late un poco de esperanza para que la raza humana se salve de las consecuencias de sus propios males. Es quizá la idea utópica que ampara a cualquiera de la locura. Aidan Carey no puede darse ese tipo de lujos, definitivamente no. De regreso en casa, luego de otro viaje aburrido en metro, se sienta en el sillón de la sala de estar, en medio de una tenue luz que se cuela a través de las gruesas cortinas de la ventana. En frente de sí, en el sofá, se halla su acompañante, o mejor dicho, el intruso. Está sentado en una posición afeminada, sosteniendo una taza de humeante té con la mano izquierda. A Aidan no le hace ninguna gracia eso, le da un toque vergonzoso a su imagen, y es que aquel personaje es exactamente igual a él: su voz, su rostro, estatura, cabellos y vestimenta (al menos en el momento en que le conoció). Los ojos perspicaces le atraviesan como acusándolo de algo. —¿Qué sucede? —pregunta Aidan. —Nada. Veo que has hecho el trabajo. ¿No dejaste ningún rastro? —responde el otro. —Ninguno. ¿Me vas a explicar por qué haces esto? ¿O al menos me dirás tu nombre? —Te lo dije. Hemos seleccionado al grupo de personas que nos darán la información necesaria. Si hiciste bien el ritual, deberás sentir algo. —Pero, ¿para qué? —Te puedo mostrar.
Se pone de pie mientras se bebe el té de un trago y se acerca a Aidan, quien no consigue evitar reparar en el guante negro que envuelve la mano que sostiene la taza; se le empequeñece el estómago del miedo. La mano libre de su igual se acerca a su sien con una lentitud torturadora. Aquellos dedos buscan algo en él, se aproximan haciendo movimientos suaves de forma atropellada. Al casi tocar su piel, al ponerse a milímetros del contacto, siente que una energía es transmitida a su cabeza, como una descarga eléctrica. Su mente se ve nublada de súbito, pero de inmediato ve algo. Se transporta a alta velocidad, volando a unos veinte metros del suelo. El terreno es un desierto, una planicie extensa de miles de kilómetros cuadrados, y no tiene idea del porqué de saberlo, de intuirlo así. No es el único ser humano por allí, pues abajo, formando filas interminables y desordenadas, hay centenares, incluso millones de indigentes, personas que alguna vez tuvieron sus bienes y vidas felices. Pasan ante sus ojos como borrones en una página gigantesca. Hay niños, adolescentes, ancianas, mujeres, hombres, todos gritando, gimiendo o discutiendo, no logra distinguir ninguna palabra. Y en su interior crece una sensación de miedo, rayando en el terror; no entiende a qué se debe, no lo sabe, pero aquel ambiente, en conjunto con los chillidos de los pobres individuos, le infunde lo que nunca llegó a experimentar con ninguna situación de peligro. Su cuerpo en esa realidad es inmaterial, y su campo de visión abarca otros grados extra hacia arriba. Gracias a ello, se da cuenta de que su dirección en tan vertiginoso vuelo está encaminada hacia algo que se eleva a una distancia que no logra medir. Voltea para entender bien de qué se trata, pero de todas formas le cuesta darle forma. Quizá es un edificio, pero la manera en que se desarma en piezas alargadas que flotan y se alejan hacia el cielo nublado de gases de invernadero, lo pone a dudar. Y lo peor es
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que no logra pensar bien en medio de ese trance, por lo que sólo le queda resignarse a observar. Los indigentes quieren llegar adonde está ese raro objeto, el cual ha de ser enorme y está a punto de abandonar el suelo parte por parte. Allá, en su base, parece haber un alboroto, quizá una lucha enardecida, lo suficiente como para notar movimiento a esa distancia. Se interrumpen las imágenes. Jadea con fuerza y su corazón palpita. Una vez que el mundo empieza a aparecer de nuevo ante sus ojos, se da cuenta de que está de regreso en la sala de estar, con aquel personaje sentado otra vez en el sofá, con rostro inexpresivo. Todavía queda algo del miedo experimentado recorriendo todo su ser. —¿Qué fue eso? —pregunta. —Uhm, creo que es obvio. Deberías saberlo. Y es por eso que estoy aquí, dándote estas pequeñas misiones. Ya tienes que haber sentido la diferencia, luego de dos objetivos alcanzados. —Aun así no entiendo la visión. ¿Es… real? —¿Estarías preocupado si lo fuera? Aidan cree que nunca llegará a comprenderlo del todo. Sólo puede relacionar lo que ha estado haciendo con la criminalidad, los actos de un psicópata hambriento de sangre. Y es que cabe recordar cómo fue su primer encuentro con él para darse cuenta de lo extraño. La mañana del sábado, justo después que sus padres se fueran de viaje y le dejaran a cargo de la casa, se levantó con intención de ir a cepillarse cuando, desde la oscura parte baja de la cama, surgió una mano vestida con un guante de cuero negro y le sujetó el tobillo. Pegó un grito de horror, creyendo que se trataba de un ladrón que se hubiese infiltrado, pero se quedó mudo cuando se encontró con la copia exacta de su persona. —Sinceramente no entiendo. —No estás preparado. Ahora, me interesa saber si fuiste a ayudar a la niña.
—Por supuesto. Aunque… —¿Qué? —Me enfrenté con un tipo extraño, parecía una especie de demonio. Ya que tú eres tan raro, quisiera saber si se te ocurre algo que lo explique. —Quizá estabas alucinando. —¡No estaba alucinando! Tenía una piel muy dura, casi no la pude perforar con tu maldita daga. Y además, sus ojos eran rojos, su cabello estaba vivo. Cuando logré derribarlo, se convirtió en un hombre normal. ¿Qué está pasando? Aidan está profundamente perturbado. Apoya los codos sobre las rodillas y se agarra los cabellos con ambas manos. El otro no se inmuta. Lo observa como si le mostraran una aburrida y predecible película, pero con un raro brillo en los ojos, aquel que tienen los científicos cuando estudian el comportamiento de un espécimen inusual. —Ya me voy —dice al fin, poniéndose de pie—. Espero y no hayas dejado huellas dactilares en la escena. Si lo hiciste, te sacaré los ojos. Pronuncia las palabras con frialdad. Luego camina hasta la puerta y toma el pomo con la mano enguantada, la misma con la que le dio el primer saludo a Aidan. Antes de abandonar por completo la casa, gira la cabeza y lanza una última frase: —Volveré cuando encuentre al otro; ya queda poco, ve a la escuela. Aidan Carey es un muchacho cuya vida ha sido relativamente buena. Estudia, como le mandan sus padres, tiene unos cuantos amigos, ha peleado una que otra vez con un abusador, tuvo su primera novia a los quince; forma parte del grupo de humanos que los estadistas llaman la media, nada sobresaliente en ningún aspecto. ¿Qué razón puede existir para que le ocurran esas cosas? Los estadistas han de opinar que seguro sólo se debe a una
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probabilidad, un efecto producto de una causa. En un callejón, al lado de un edificio donde se exhiben electrodomésticos a la venta, la policía ha acordonado el área de la escena del crimen. El cadáver, tirado en el piso, tiene las piernas y las manos extendidas, encajando perfectamente en una estrella de seis puntas, cuyos trazos son manchones oscuros, como los que deja el fuego cuando acaricia con sus lenguas la piedra o, en este caso, el concreto. Dos triángulos superpuestos, invertidos el uno respecto del otro, el símbolo de una alianza, para unos; para otros, sin embargo, ahora es la marca de una posible nueva tragedia. —Se supone que falta una muerte más para considerarlo obra de un asesino serial —dice el detective Fredy—. Sin embargo, este modus operandi me da mala espina, demasiada. Está parado cerca de la cinta amarilla, al lado del inspector, observando cómo otros oficiales hacen el trabajo de enumerar los indicios y fotografiarlos. Él es aún joven, está cerca de los treinta años, y en su vida no había visto una escena donde se hubiese practicado algún ritual, ya fuese satánico o de otra índole. Este es el segundo en los últimos tres días; sabe que en el anterior no se encontró huellas dactilares, ni marcas de zapatos ni de otra clase que les resulte útil. Además, la causa de muerte no fue determinada. Una simple puñalada de poca profundidad en un brazo no causa un paro cardíaco. —Esperemos que esta vez se hallen evidencias trascendentales —dice el inspector, un hombre de unos cincuenta años, de piel blanca y cabellos canosos—. Si dejamos que esto siga así, pronto habrá pánico. ¿Crees que sea una secta? —Aún no saco una conclusión, pero es lo más probable. Los peritos empiezan a levantar cosas del suelo. El detective recuerda lo que debe hacer, pues esta vez ha aparecido algo nuevo, unos raros objetos que no encontraron en la otra escena.
Se aproxima rápidamente adonde está uno de los hombres, guardando lo que parece ser un vidrio circular en una bolsa plástica transparente. Le hace señas para que le muestre. —¿Qué tienes ahí? —le pregunta. —Parece un simple vidrio de lupa —responde el perito, sosteniendo la bolsa en alto—. Pero hay algo extraño en él, si lo ves desde cerca. —¿Ah, sí? Entorna levemente los ojos y acerca el rostro a la bolsa. En seguida distingue un patrón de diminutos circuitos dorados que surcan el vidrio de lado a lado, dando la impresión de que se trata de una nueva clase de chip, aunque sabe que no puede ser tal. Recién hace poco, leyó en un periódico la noticia de la creación de un microchip de vidrio, de menor tamaño a un grano de arroz. Si lo que tiene enfrente es producto de esa tecnología, entonces ha de ser muy potente; una gran cantidad de información se procesaría, lo cual lo convertiría en una especie de computador diminuto. —Había uno en cada punta de la estrella —le explica su interlocutor. —Ya me di cuenta —dice Fredy, enderezándose y dirigiendo la mirada al cuerpo sobre el símbolo—. Debe haber huellas dactilares en ellos si el o los responsables fueron imprudentes. —De hecho, las hay en este. Enviaremos todos al laboratorio para ser analizados. Por otro lado, si resultan ser objetos tecnológicos avanzados, necesitaremos ayuda de algunos expertos. El inspector se les une a los pocos segundos de pronunciarse esa última frase. Examina el extraño vidrio, el cual el perito sigue sosteniendo a la altura de los ojos. Luego que el inspector parece satisfecho, lo baja y dice: —No hay mucho que decir, inspector, creo que las únicas variaciones con respecto a la anterior escena de suceso son estos
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raros vidrios y la orina fresca que se encontró al lado del contenedor de allá —señala hacia donde está el objeto mencionado, al otro lado de la estrella—. No sé si el detective tendrá algo que decir. Ambos lo miran, expectantes. El detective Fredy ya tiene una idea en mente; de hecho, cree que con estas simples pistas habrán avanzado bastante. —Si la orina es de la víctima, supongo que no fue secuestrado y traído, sino que todo empezó y terminó aquí mismo. Él se metió por este callejón para hacer su necesidad fisiológica y fue emboscado. Tendremos que esperar a que nos den respuesta con la autopsia, aunque sospecho que el caso es el mismo: una puñalada menor en uno de sus brazos —el perito asiente ante dicha afirmación— y paro cardíaco. Los vidrios probablemente guarden muchos secretos, pistas que nos lleven a descubrir la verdadera causa de muerte. Todos se ven satisfechos con su respuesta. Tras intercambiar unas cuantas palabras más, el inspector y el detective se alejan para dejarles espacio a los peritos de terminar su trabajo. Entonces ellos también se ponen a lo suyo. Al final de la jornada, Fredy se encamina en su coche a la comandancia para presentar su primer informe del caso y prepararse para la investigación posterior. Se interrogó a la persona que encontró el cuerpo, quien dijo que sólo se iba a deshacer de unas bolsas de basura del negocio donde trabaja, cuando se llevó una sorpresa. La mayor de las dudas con respecto a todo es el porqué de que nadie más encontrase el cuerpo, a pesar que el callejón está a la vista de quien pase por allí y la víctima no fue cubierta con nada. Nadie vio lo que pasó, ni siquiera cuando dibujaron la estrella. Su teléfono celular suena. Lo extrae de su bolsillo y ve en la pantalla que se trata de su esposa. Aparca el coche en frente de un restaurante y contesta. —Aló.
—Fredy, necesito que vengas a la casa ya —dice la voz de su mujer—. Noemí tiene unos moretones en los hombros. —¿Qué? Explícame. ¿Qué pasó? —Alguien le hizo unos moretones en los hombros esta mañana, cuando acompañó a Samir a comprar, y no quiere decir quién fue. Por favor, ven y ayúdame, no sé qué hacer. Parece desesperada por su tono. Puede ser grave. Maldición, piensa. Fue sólo un momento, la dejó salir una sola vez. Esa ciudad claramente necesita una limpieza de tanta escoria depravada. —Está bien, querida, no te preocupes, iré. Termina la comunicación y pone en marcha el vehículo. En el siguiente cruce se desvía del camino; luego podrá explicar su ausencia, tiene una sola hija y no va a permitir que le pase nada. Su casa queda en una urbanización privada, a las afueras de la ciudad. En aquellos lugares silenciosos es donde él cree que deben criarse los niños, lejos de la algarabía disoluta de la gente que escupe el sistema social, acumulados en los supuestos centros de las oportunidades, donde se mueve el dinero, siendo realmente lugares de exterminio de los valores, de la civilización. Esto es lo que piensa y lo continúa haciendo en cuanto se detiene frente al portón del núcleo residencial, donde el vigilante le saluda con cordialidad y le deja pasar. Ya luego de unos minutos, se encuentra con la fachada azul celeste de su hogar. No se molesta en meter el coche al garaje, estacionándolo a la orilla de la calle. Se apea y se encamina hacia la puerta principal. No le resulta necesario abrir, pues su hijo se asoma para recibirlo. La expresión de angustia de éste le perturba; nota que los cabellos rubios le caen sobre la frente, casi tapándole los ojos, cosa que el chico jamás deja que pase, pues todos los días se asegura de estar bien peinado. En la sala de estar, donde los muebles de mimbre reposan en total calma, reina la penumbra. Una mesilla en medio del
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semicírculo que forman los dos sillones y el sofá, una pequeña estantería repleta de libros de todo tipo, otra mesa un poco alta al fondo, contra la pared, con un gran televisor encima, son las primeras cosas que uno puede percibir al entrar. No obstante, en ese momento lo que más llama la atención es su hija y su mujer, sentadas en el sofá una al lado de la otra. Noemí está cruzada de brazos y se recuesta contra el respaldo, mientras que Karina, su madre, le echa una mirada inquisidora, con el ceño fruncido y las manos sobre las piernas. En lo que Fredy irrumpe, luego que su hijo se aparta de su camino, la mujer cambia instantáneamente de expresión y se le nota preocupada. Se pone de pie y camina hacia su esposo, le toma el brazo con ambas manos y lo conduce sin necesidad hacia donde está la niña. —Mira —dice Karina cuando están a menos de un metro de Noemí. Estira el brazo y le levanta una manga, dejando al descubierto la mitad de una marca amoratada con forma de mano—. Cuando Samir pasaba por la caja para pagar, ella se escapó y paseó un rato por la calle; luego se volvieron a encontrar en la salida. Al principio, todo normal, pero ya aquí le descubrimos estas marcas. Karina tira del brazo de Fredy para posicionarlo un poco a la derecha de la niña, de manera que pueda visualizar el otro hombro, el cual ella descubre con algo de delicadeza. El hombre le dedica unos segundos a la mano oscura dibujada en aquel débil hombro antes de girarse y mirar a su hijo con ceño. —¿La perdiste de vista mientras compraban? —espeta. —No, papá. No pude darme cuenta porque estaba ocupado con el pago… —farfulla el muchacho, levantando las manos con las palmas hacia adelante, como si quisiese detener algo—… Pero volvió. Todo está bien. —No te vas a salvar. —Fredy —interrumpe Karina—. No te llamé para esto.
Quiero que me ayudes con Noemí. Es serio, deseo que investigues al respecto, deseo que el culpable lo pague. La mano de la mujer sigue sosteniéndole el brazo. Un ligero apretón hace que él ceda ante el pedido casi suplicante. Vuelve a dirigir la mirada a su hija, quien parece calmada, entretenida con la escena. A cualquier otra persona le parecería que no está perturbada, que todo está bien, pero Fredy sabe muy bien que el rostro sereno no es común en ella, que cuando está excesivamente sosegada sólo puede tratarse de algo malo, terriblemente malo. La ha visto así un par de veces y no quiere recordar esos momentos del pasado. Alguien debe pagar, eso es seguro. Y mientras piensa eso, se libra del gancho en que se convirtió la mano de Karina, comunicándole con los ojos lo que quiere que haga a continuación. Una vez que su esposa e hijo abandonan la sala de estar, él se agacha frente a Noemí y la toma de las manos. Las siente frías. Una descarga de dolor apuñala su pecho. ¿Qué puede ser esta vez? Los ojos de Noemí, como ocurrió antes, no transmiten ninguna emoción, no dan señales de alterarse ante su mirada insistente. En aquella ocasión había notado ligeros cambios, muy cortos pero inconfundibles. La angustia crece cada vez más por la certeza de que la situación es peor ahora; quizá no deba ni preguntarle, quizá deba fingir que no pasa nada, dejar que sane y olvidarlo. Pero sabe que en ciertos casos, cuando algo se reprime durante un prolongado período, en el futuro termina explotando. —Noemí, cuéntame lo que pasó —pronuncia al fin en voz baja. Por un instante, parece que la niña no pretende decir nada, pero luego empieza el proceso de desahogo. Se libra de las manos de su padre y se abraza la muñeca izquierda con la mano derecha. Corta la comunicación visual y mira en dirección a la puerta, como sumida en una ensoñación.
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—Papi, no me creerías si te lo dijera —dice con voz débil. —Noemí, querida, he visto muchas cosas raras estos días, no te contengas y suéltalo. Ella resopla y deja que se le dibuje una leve sonrisa. En cuanto esta desaparece de su expresión, las fuerzas que no tenía antes vuelven y mira de frente a Fredy. —En el callejón por las verdulerías, cerca del supermercado, hay una dulcería —empieza a contar, a lo que su padre asiente con la cabeza como señal de apoyo—. Allí vive un señor normal que le gusta regalarles cosas a los niños… Eso fue lo que dijo, que me regalaría un dulce. Pero tiene manos demasiado fuertes que hacen daño y unos ojos rojos que dan miedo. Su pelo se mueve y se enrosca, sus colmillos son como los de los vampiros; quería coleccionarme. Las lágrimas se le deslizan por las mejillas. El rostro de Fredy sufre una metamorfosis, pasando de una expresión amistosa a una de temor; algo que le asusta a ese hombre es el tono maduro con el que habla Noemí cuando está traumada. No se acerca aún al horror, por supuesto, lo que resulta en alivio para la niña; su padre dijo la verdad sobre haber visto cosas raras, pero seguro no se comparan con lo que narra. Y es que no quiere parar hasta terminar la historia. —Me quiso llevar a la cocina, se reía como si le divirtiera; pero un muchacho vino y me salvó. Luchó con él hasta derribarlo. Era como de la edad de mi hermano, me cargó en brazos y me llevó de regreso al supermercado. Él me hizo prometer que no diría nada y yo obligué a Samir a mentir sobre su presencia, le exigí que contara que yo solita volví… —Se detiene para tragar saliva. Siente un nudo en la garganta—. Papi, no puedo dejar de ver esos ojos rojos; cada vez que cierro los míos, lo veo. Siempre parece como si fueran a lanzar llamas, y su sonrisa también está presente…
Rompe en llanto y abraza a su padre. Los sollozos se oyen amortiguados en el hombro del detective, quien siente que se le erizan los vellos de la nuca al percibir las sacudidas que pega la niña en su desesperación. No sabe qué pensar, no entiende nada. ¿Qué puede hacer? Se niega a creer que su hija ha quedado tan perturbada como para imaginarse tales fantasías. Prefiere hacerse a la idea de que la historia es real, prefiere eso que otra cosa. Sin embargo, tarde o temprano debe enfrentar la realidad, los problemas que aquella ciudad putrefacta le han causado a su familia. En la puerta del fondo, su esposa y Samir los miran con desasosiego, sus rostros impacientes contagiándose de la impotencia de Noemí. Es viernes por la tarde. Aidan Carey ya se convence de que aquel intruso no lo visitará de nuevo. Asiste a clases con normalidad y disfruta del barullo de los muchachos en el patio de la institución, donde hacen coro entre las tertulias que se forman. Bromeando y chistando con su grupo de amigos predilectos se relaja, de vez en cuando recordando cómo sus padres y el resto de personas que conoce le tratan como si no se encontraran frente a un asesino. Absolutamente todos siguen igual, aunque en él hay algunos cambios, los que le prometió el joven misterioso. Su cerebro está trabajando a una velocidad inusitada, procesa la información de manera eficaz y sus respuestas son a cada momento más acertadas. Si durante esa semana le hubiesen aplicado algún examen, quizá habría sido interesante. Aun así, no le encuentra sentido a aquello y tampoco pretende encontrárselo, pues esos días han resultado muy reconfortantes para su estresada mente. A las tres, él y su grupo se dirigen al segundo piso para la última clase del día. Suben las escaleras y caminan por el pasillo entre empujones. Uno de los chicos saca a colación un tema que se ha estado propagando por la ciudad, aunque Aidan no se había enterado.
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—Oigan, ¿supieron sobre los muertos de los rituales satánicos? —dice el joven con voz chillona. Varias exclamaciones entre los otros cuatro chicos dan una respuesta afirmativa. Aidan se inquieta un poco, a la vez que se siente interesado en el tema. Delante de ellos van dos de las chicas de la sección, quienes interrumpen su charla para escuchar, mirando de reojo hacia atrás. Otro de los muchachos dice: —Un amigo de mi mamá es detective, y dice que no se tiene ninguna pista de quién pudo ser. Más exclamaciones se intercalan unas con otras, haciendo la conversación ininteligible. Luego el mismo chico eleva su tono para agregar: —Y también dice que la orden ahora es disparar antes de preguntar, porque los culpables deben ser muy peligrosos. —Estás jodiendo —dice Aidan—. La policía no puede hacer eso, es contra la ley. El comentario causó una afluencia de carcajadas. Si en el pasado llegó a juzgar al hermano de la niña que salvó como ingenuo, imaginaba que esta era la forma de pagar que le deparaba el destino, o el karma. Sin embargo, la razón de su aparente observación candorosa se relacionaba con una nueva preocupación. Los transmisores de energía que dejó en la escena están llenos de sus huellas dactilares; esperaba que, si lo llegaban a encontrar, las fuerzas policiales le ayudaran a librarse del extraño psicópata que le obligó a cometer los asesinatos. Si ya no tiene la oportunidad de que le presten al menos unos minutos para explicarse y suplicar por protección, entonces sus problemas pueden ser mayores. Mientras los alumnos están ocupados acomodándose cada quien en su respectivo pupitre, él y un par de los chicos del grupo deciden hacerle burlas al mejor estudiante de la clase. Logran sacarles risitas a las muchachas, con lo que se sienten satisfechos. Quizá continuarían, pero de inmediato llega el profesor y todos
se sientan a gran velocidad, ocasionando escándalo con las patas de los pupitres, al deslizarse sobre el piso. Los primeros treinta minutos de clase pasan en paz. Todos los alumnos prestan atención pues el catedrático de cuarenta años que tienen enfrente es el más estricto. Sus lecciones de física son alabadas por los otros profesores, quienes le tienen en mucha estima. Aidan trata con el mayor esfuerzo posible de concentrarse, pero sigue viniendo a su mente la afirmación de su amigo. Y pensar que anduvo tan feliz y tranquilo durante ese tiempo sin estar enterado. Alguien interrumpe la clase, un hombre que habla desde la puerta del aula, fuera de la vista de Aidan. El profesor va a recibirlo y se queda conversando unos minutos con él. Los alumnos susurran entre ellos, sobre todo los que están sentados en una posición privilegiada para verle la cara al visitante. Una descarga de lucidez recorre la mente del joven Aidan, quien instantáneamente cae en la certidumbre de lo que ocurre, es como si su alma se conectara con quien fuese el que lo busca, ese individuo que descaradamente viene en mitad de la tarde contra todo pronóstico a obstaculizar las enseñanzas impartidas por una figura respetada en la institución. Sabe lo que va a pasar, pero decide esperar para hacer su movimiento. Se siente capaz de cualquier cosa. —Chicos, este señor que está aquí quiere hablar con uno de ustedes —dice el profesor cuando entra, seguido de Fredy, quien viste una camisa azul de mangas largas, pantalones negros y zapatos lustrados. En su cintura se ve un revólver en su funda—. Es un detective. El detective Fredy se adelanta y echa un vistazo a todos los alumnos. Sus ojos se posan sobre Aidan con suspicacia. —Hola, chicos, buenas tardes —saluda—. ¿Está Aidan Carey aquí?
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Un murmullo le sigue a la pregunta. Todos se remueven en sus asientos. Aidan no espera a que alguien responda. Mira hacia las ventanas, de vidrios rectangulares grandes y sin barrotes. No entiende el porqué de su posterior acción, pero de lo que sí está consciente es del miedo, del instinto de supervivencia que lo impulsa. Se pone de pie, aparta a sus compañeros de clase a empujones, quienes caen al piso junto con sus pupitres estruendosamente. Tiene sólo un metro y medio para agarrar velocidad, pero de igual forma, cubriéndose la cara con los brazos, alcanza a romper el cristal y precipitarse de cabeza hacia un árbol frondoso que está al lado de la edificación, por las zonas cercanas al comedor. En el salón se oyen exclamaciones y gritos agudos de sorpresa. A continuación, se enfrenta con las fuertes ramas. Siente latigazos en todo el cuerpo y arañazos en la cara; rebota de un lado a otro como un muñeco de trapo. Cuando se libra de aquel intricado tramo, le sigue una caía de dos metros girando en vertical y termina aterrizando sobre su espalda junto con un montón de fragmentos de vidrio, con las rodillas pegadas al pecho por causa de la inercia. Aprovechando la posición en que cae, hace un Kip-Up para levantarse y se dispone a continuar con su escape. Evalúa las opciones. Puede rodear la estructura del liceo y salir por el frente, pero está seguro de que lo esperan otros oficiales allí, así que se decide por otra cosa que, aunque imposible para cualquiera, él está seguro de lograr. Está muy cerca del comedor, por detrás del cual ve la alta pared que rodea todo el terreno institucional. A su derecha, por una esquina, ve aparecer a unos funcionarios uniformados de la policía. Empieza a correr hacia la pared, ocultándose de la vista de los hombres (quienes gritan y se comunican entre sí mientras le persiguen) tras la edificación del comedor. Allí está la pared de más de dos metros, solemne e inquebrantable. Salta, apoya las manos sobre ella y se impulsa
para posteriormente caer de pie sobre la acera, en el exterior. Ya no es tan difícil; sonríe y echa a correr al otro lado de la calle, poco transitada. Debe pasar a través de varios barrios antes de llegar al centro y luego otros cuantos más antes de su casa. Sin embargo, no pretende ir allí, ahora quiere escapar. Ha de ir a la estación del metro. Le esperan kilómetros por recorrer, pero confía en que los podrá franquear con facilidad. El mundo parece distinto. Mientras corre, con las sirenas resonando tras de sí en alguna parte, visualiza una faceta de la vida que no conocía. Hombres y mujeres, niños y niñas, caminan de aquí para allá, sumidos en sus mundos, atormentados unos, otros felices, seguros de que gozan de libertad, pero ignorantes de una verdad perturbadora. La mano de algún titiritero mueve los hilos de su existencia, un titiritero que no tiene buenas intenciones, alguien que es capaz de sacrificarlos para satisfacer sus propios caprichos. Aidan no está al tanto de su nombre, pero lo siente, en algún lugar se encuentra él y sus compinches, planeando algo macabro. Entonces entiende la visión que el individuo aquel le mostró, sabe cuándo y cómo pasará. En una esquina, a punto de cruzar al otro lado de una calle, se le atraviesa una patrulla, la cual frena para obstruirle el paso. Él la salta y decide que debe tomar un atajo puesto que las calles no van en línea recta hacia la estación. Aprovecha que la mayoría de las casas de por allí no tienen patio y se sube con agilidad a un techo, continuando su camino sobre las siguientes viviendas. Sonríe cuando el viento le acaricia el rostro. Es asombroso. Una vez que ve que se le acabará la primera cuadra, se propone hacer algo más alocado que antes para probar su nueva fuerza. En el último techo, corre con todo lo que tiene y salta con un impulso inhumano que lo lleva casi hasta el otro lado de la calle. No obstante, al ser insuficiente el esfuerzo, se da con la pared y cae a la acera, aturdido.
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Un oficial se le acerca, preparado para sacar el arma. Grita palabras que no logra entender. Parece que ya es tarde, una patrulla está estacionada a unos metros de él; varias personas observan desde lejos la escena, el tráfico está detenido. Rayos, piensa. Entonces la adrenalina se apodera de su ser, se pone de pie de un brinco y golpea en el abdomen al policía, quien sale despedido contra la puerta del vehículo. Tiene espacio para seguir huyendo. Es su oportunidad. Da dos, tres, cuatro pasos, listo para saltar al techo de nuevo, pero siente dos pequeñas punzadas en la espalda, seguidas de una fuerte descarga eléctrica. Se esfuerza por mantenerse en pie, pero otra descarga lo termina de derribar. Un murmullo de voces. Dos personas conversan cerca de él. Está sentado en una silla metálica, con las manos esposadas hacia atrás. No se atreve a abrir los ojos por el miedo. Lo han de tener recluido en una sala aislada para torturarlo y matarlo. Los nervios le impiden controlar bien su cuerpo, por lo que su cabeza da un par de sacudidas involuntarias. Las voces de los hombres enmudecen. Unos pasos se aproximan al muchacho lentamente. Quien se acerca dice antes de agarrarlo por los cabellos: —Parece que está despierto. ¿Empezamos? Le levanta la cabeza, de manera que la luz de las bombillas le pega en la cara. Luego de recibir una bofetada, se rinde y abre los ojos. Enfrente de sí visualiza al detective que lo fue a buscar al aula de clase. Se ve joven, su cabello negro está bien peinado, tiene el rostro perfectamente afeitado y tras sus ojos se nota un frío desprecio. Cerca de la puerta de acero, está un oficial uniformado con sobrepeso y ceño fruncido de cabellos canosos. —Saquémosle la confesión —dice este último. Aidan Carey se da cuenta de que está en una sala de interrogatorios, y se encuentra con su propio rostro reflejado en el vidrio espejo ante él, tras el cual debe haber otros funcionarios de la policía. Una mesa lo separa de otro asiento. El detective
Fredy le suelta el cabello y rodea la mesa para sentarse y acuciarlo con la mirada. El otro hombre se acerca a menos de un metro; el silencio reina durante unos momentos. —¿Mataste a esas dos personas? —pregunta el detective. —¿Q… qué? No sé de qué habla —balbucea el muchacho—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué me trajeron aquí? —Cierra la boca, imbécil —espeta el hombre uniformado—. Sólo responde la pregunta. —¿Reconoces esto? —continúa Fredy, sacándose del bolsillo una bolsa plástica con una daga dentro, la cual coloca sobre la mesa. Aidan niega con la cabeza—. Estaba en tu dormitorio, en tu casa. Tiene el ADN de las dos personas que mataste y dejaste sobre unas estrellas dibujadas. Otra vez el silencio. Los hombres se impacientan. —Parece que el chico necesita un poco de persuasión —dice el oficial regordete, tronándose los dedos. —No, esperen —dice Aidan—. Les puedo explicar lo que pasó. Esto es un malentendido. Alguien me obligó, yo no quería involucrarme… Soy inocente. —¿Y por qué huiste? —inquiere Fredy. —Me dijeron que me iban a matar, que ustedes iban a disparar sin preguntar. Los oficiales se ríen por un corto período de tiempo, tan fugaz que Aidan cree que se lo imaginó. —No, chico, nosotros no andamos por ahí matando gente a conveniencia. Resolvemos crímenes, y tú tienes las manos muy sucias. —Vieron mis huellas en los vidrios, ¿no? Fredy se acomoda en la silla y su mirada de desprecio casi queda suplantada por el interés. El chico toca un tema en el que no se ha avanzado nada; de hecho, si lo quisiera, si supiese algo de leyes, se podría librar del castigo pues no hay pruebas de que las
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víctimas fueran asesinadas gracias al puñal. Por lo que respecta a los forenses, murieron de causas naturales. —Sí —dice el detective. —Esos pedazos de cosas raras me los dio un tipo que… que dijo que servirían para un ritual. Él me obligó porque supuestamente yo era el indicado para el trabajo. Está loco y creo que es esquizofrénico. Yo ni siquiera los maté, porque los apuñalé en el brazo. Nadie se muere así. No sé qué habrá hecho él, pero luego de terminar, los tipos estaban muertos. Aidan se detiene, espera una respuesta de los oficiales. Fredy parece pensativo, aunque no aparenta estar tomándoselo tan en serio. Es obvia la presencia de huecos en la historia. —Niño mentiroso —dice al fin el detective—. ¿Sabes lo que pienso? Que estás inventándote a alguien para echarle la culpa. Tu mente enfermiza te hizo dejar tus huellas por algún tipo de remordimiento retorcido, para luego montar este show. Si de verdad alguien te hubiese obligado a participar en un ritual de ese tipo, no estarías en libertad de dejar esos pequeños aparatos, y mucho menos con tus huellas marcadas. —Pero… —¡Cállate! No estamos en una discusión. ¡Confiesa! El muchacho sufre un cambio repentino. Se queda cabizbajo un instante, impasible. Luego empieza a reír. Primero suena como un siseo, posteriormente un cascabeleo lento que de forma gradual se va elevando hasta convertirse en una carcajada, una potente risa malévola que obliga al detenido a levantar la cara hacia el techo. Fredy y su acompañante se miran con desconcierto; se comunican la única conclusión posible: locura. Entonces Aidan se detiene y, nivelando el rostro, le echa una mirada fría al detective, con lo que logra ponerlo en guardia. —No tienen ni idea de lo que pasa —dice despectivo—. ¿Creen que van a hacerme confesar algo que no pueden probar?
No obstante, les diré, porque siento compasión de ustedes. »El sábado llegó a mis manos unos instrumentos avanzados, con los cuales soy capaz de paralizar a alguien para luego absorber su energía vital y conocimientos. En este instante soy como tres personas en uno. Mis descargas de adrenalina son triples, mi fuerza, mi inteligencia, todo se ha triplicado. Ya me vieron sobrepasar los límites normales mientras me perseguían. Y aun así, a quien deberían temer es a otra persona. El hombre uniformado se va echando hacia atrás lentamente. Fredy, por su parte, ahora conserva el ceño fruncido y, de manera inconsciente, se sostiene el arma que cuelga de su cintura. Mientras tanto, Aidan despierta de su letargo, va dejando que su lado salvaje lo domine; sonríe. Suelta un par de frases grandilocuentes y a la vez, con su fuerza bruta, rompe la cadena de las esposas y coloca las manos sobre la mesa. Dicho movimiento provoca que los oficiales salten hacia atrás (Fredy se pone de pie, tumbando la silla) y saquen sus armas. —¡¿Qué haces, idiota?! ¡No te muevas! —exclama el detective, apuntándole a la sien. —Pronto vendrá alguien —dice Aidan, calmado. Lo ve. El intruso está allí, exactamente igual a él. Lo mira desde la puerta, al lado de la ventana espejo. Sus ojos lo escrutan, le leen la mente. Aquel personaje sabe que se ha olvidado a propósito los transmisores en la escena, y también lo de las huellas dactilares. No se presenta al interrogatorio para darle su bendición, ni para salvarlo; quiere hacerle pagar por lo que hizo, incluyendo la ocasión en la que se dirigió a su persona con irrespeto a través del teléfono. Y de entre toda esa verdad, Aidan se da cuenta de que no vale la pena cavilarlo mucho, pues sea como sea, lo que haya de pasar nadie lo puede evitar. El ser se va acercando, pasa por un lado de Fredy como si nada; ninguno de los oficiales lo ve. Para tal efecto, en la habitación sólo están ellos, sus existencias
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se encuentran en una realidad alterna, un contexto aparte que no involucra a los otros individuos. —¿Me harás pagar por mi descuido? —pregunta Aidan. —No te preocupes. No sentirás nada; será como un parpadeo. —La voz de su interlocutor suena lejana, como proveniente de un sueño. El intruso se quita el guante que hasta el momento cubrió su mano izquierda. Al extender los dedos y estirar el brazo hacia él, Aidan puede ver una extraña esfera carmesí incrustada en el centro de la palma de la mano, como el ojo de un niño. Algo se mueve en su interior; no obstante, no habrá tiempo para averiguar lo que es. Mientras más se acerca, con mayor velocidad va quedándose sin energías. Las cosas pierden su lógica, ya no entiende el porqué de sus acciones, la razón por la que huyó, por la que atacó a dos extraños y los dejó tirados en callejones solitarios; no sabe quién es ni cómo se llama. El mundo se vuelve borroso; lo último que visualiza son los rostros aterrados de los oficiales. La vida se acaba. Una daga que causa parálisis, sin venenos, sin drogas ni nada que se pueda detectar. Al detective Fredy esto le inquieta, no sólo por lo inusual, sino también por otro detalle, uno que no lo deja en paz. Los restos de sangre en la punta del arma pertenecen a tres personas: las dos víctimas y alguien desconocido. Luego de una exhaustiva búsqueda, se encontró al último. Cerca de la estación del tren, escondido en un callejón tras las verdulerías, se halla una dulcería muy vieja, donde un demente asesinó a muchos niños. Aquel desequilibrado todavía está paralizado en un hospital, vigilado por las fuerzas policiales. Debe ser una coincidencia, piensa. No lo quiere creer, porque entonces significaría que tuvo contacto con ella. Sentado en el sofá, escudriña bajo la penumbra de la madrugada un periódico del día anterior, donde se publicó la noticia del
extraño fallecimiento de Aidan Carey. Por algún método que las autoridades desconocen, los medios de comunicación se enteraron a detalle del cómo ese muchacho se pudrió espontáneamente. Por ser menor de edad, sólo se incluyó en el reporte una foto donde sonríe como cualquier persona normal. Para el detective, no hay que darle más vueltas al incidente, aunque es cierto que una parte de sí quiere averiguar exactamente lo que ocurrió en la dulcería, pero duda que pueda. Además, no quiere molestar a su hija, quien ahora tiene pesadillas todas las noches. —Papi —dice la voz de Noemí a sus espaldas. Fredy pega un salto en el asiento. Se voltea y ve a la pequeña con mirada soñolienta y su pijama, sosteniendo una almohada bajo el brazo. Esto no puede empeorar, se dice. —¿Ese chico del periódico se murió? —pregunta la niña, señalando hacia la mano que sostiene el pedazo de prensa. El conocimiento de la muerte en un infante, la certeza de lo que viene al final del camino, quizá nunca ha sido su punto fuerte en lo que se refiere a la crianza. ¿Cómo explicarle a un inocente lo que pasa realmente, la cruda verdad de la existencia? No obstante, apenas hace pocos días se dio cuenta de que incluso él, un investigador de hechos nefastos, ignora cosas que escapan a su entendimiento, cosas que le harían perder la cordura si llegase a comprenderlas. Contestarle con sinceridad a Noemí es lo único que se le puede ocurrir, aunque eso signifique que se unan unos cabos que nunca quiso ver atados. —Sí —dice tras titubear. —Qué mal. Él fue el que me salvó. Fredy le hace señas para que rodee el sofá y la insta a que se siente a su lado. Posteriormente la rodea con su brazo y le besa la parte superior de la cabeza con cariño, con todo el que puede ofrecer como padre, antes de decir: —Lo sé, hija. Lo sé.
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Laia y el lago de la vida
mente reflexionaba. Existían muchas niñas raras por allí, pero ésta en específico era mucho más especial, y se hallaba en un aprieto que sacaría todo lo que tenía. Hacía un calor insoportable en la habitación. Las cortinas tapaban las ventanas y la puerta de madera de doble hoja estaba cerrada. Todo con tal de que no entrara ningún viento que pudiera empeorar la situación. Los padres de Laia estaban en cama desde hacía dos días, ardiendo en el fuego de una fiebre que había seguido a la gripe más agresiva que pudo visitar al pueblo. A pesar de encontrarse bajo las mantas y con gruesos pijamas, ninguno de los dos sudaba. La cama matrimonial parecía despedir una especie de vapor que ascendía casi un metro antes de disiparse. La niña los miraba desde la butaca donde se hallaba sentada, usando su acostumbrado vestido rojo, el cual empapaba en sudor, un sudor exasperante y molesto. Estaba preocupada, pues la enfermera llevaba horas sin visitarlos. Sólo tenía diez años, no sabía de la falsedad del cuento de la cigüeña, pero sí lo que era la muerte. Y en ese momento la percibía, la veía acercarse. Sintió una piquiña insoportable en la nariz, echó la cabeza hacia atrás y estornudó con fuerza. Volvió a hacerlo unas tres veces seguidas; y entonces supo que también había agarrado el virus. Su nariz no dejó de producir mucosa y desde entonces tuvo que llevar un pañuelo en la mano. Lo tomó de la mesilla de noche que estaba al lado de la cama. Se acercó a su madre, de hermoso rostro, piel tersa y cabellos castaños, y la besó en la frente. Rodeó la cama y también besó la frente de su padre, un hombre de piel morena y cabello negro. Sintió cómo tiritaban y el calor le quemó los labios; ya incluso estaban inconscientes. Decidió salir a las calles a buscar ayuda. Abrió la puerta del dormitorio y salió al pasillo principal, el cual conectaba todas las divisiones de la casa. Desde allí veía la puerta que daba a la calle, bañada por la luz del sol de la tarde.
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Una sombra viajaba a través de las tierras del continente perdido, una sombra que se deslizaba sigilosamente sobre el suelo, casi como si flotara. Recorría un cerro escabroso, uno de entre los muchos que existían en las montañas rocosas. El viento frío sacudía su capa negra y su blanquecina cabellera. Por esas zonas no habían muchas plantas a excepción de algún que otro solitario árbol pequeño, los cuales quedarían pronto cubiertos por la nieve que empezaba a moverse de aquí para allá con furia. Era un paisaje hostil para cualquier ser vivo, a alturas aún sin calcular; no obstante, para él no representaba peligro. Desde la última vez que visitó aquel lugar, había pasado tanto tiempo que de seguro no existía ningún registro de la época. Al llegar a la cima, se detuvo y volteó para observar el abismo. Era tan obscuro que no se veía nada, un espacio jamás visitado por seres humanos, pero no sería suficiente para detener al grupo que le perseguía. Eran criaturas insistentes, perseverantes. Les llevaba una semana de camino y aunque bien pudo haberlos perdido con facilidad, le parecía que debía darles su recompensa. No estaba de más establecer contacto con alguien de vez en cuando. Su mirada se posó sobre el horizonte, cubierto por una bruma mañanera. En esa dirección estaban sus cazadores, quizá detenidos en un solitario pueblo, prestando ayuda innecesaria. A sus espaldas, en cambio, se hallaba su preciado tesoro, el que le daría las respuestas que buscaba. Se echó la capucha sobre la cabeza y la mantuvo sostenida con una mano. Luego sonrió, mostrando unos colmillos afilados. Sus lóbregos ojos, en contraste, eran inexpresivos, como si estuviese muerto. Muchos kilómetros hacia el este, ocurría algo, una pequeña 161
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Estornudó de nuevo y se limpió con el pañuelo; se lo guardó entre los pliegues de su cinturón y caminó hacia la salida. El pueblo, de calles empolvadas, sin una sola piedra, estaba repleto de casas coloniales (si es que en ese lugar hubiera existido una época con esa denominación). Había tanto silencio como en un cementerio y ni siquiera las aves parecían querer estar allí. Laia no podía imaginar en qué momento habían abandonado la zona los pueblerinos. —¡Holaaa! —gritó, y su voz resonó por todos los rincones y callejones. Nadie respondió. Se dirigió hacia la casa de al lado, protegiéndose los ojos del sol con una mano. Su pálida piel era muy sensible a los rayos ultravioleta. Esa era una de las razones por la que a muchas señoras de por allí les gustaba halagarla y consentirla, aparte de sus cabellos rojizos. Tras acercarse a una de las ventanas de la casa del vecino, metió las manos y apartó las cortinas para examinar el recinto. Recibió un fuerte golpe de aire caliente en el rostro; tuvo que entornar los ojos antes de acostumbrarse. Entonces pudo ver al señor y la señora Strédel, recostados en camas separadas, igual de graves que sus padres. En el piso estaban sus dos pequeños hijos, tiritando y dormitando, envueltos en mantas. Y también estaba la enfermera, quien se había desmayado mientras les traía sopa en una cazuela. El líquido se había esparcido cerca de uno de los niños. Allí estaba la respuesta que buscaba. Debía suponer que si se asomaba a todas las residencias, se encontraría con el mismo ambiente. Sin embargo, de todas formas lo hizo, y quedó un poco turbada. En realidad, estaba segura de que no existía quien hubiera visto semejante calvario de enfermos en aquella nación, al menos no en la última década. El estómago le pedía algo que digerir en cuanto terminó de
asomarse a las casas de la calle; era la hora de la merienda. La última ventana que abrió fue la de una vivienda un poco antigua, donde moraba una viuda muy malhumorada. Ésta se hallaba tirada en medio de la sala de estar, respirando con dificultad, cuando la niña se asomó. Era el golpe definitivo a sus esperanzas; todos estaban enfermos. A pesar de que por la mañana incluso vio gente caminar por las calles y llevar sus carretas, conducidas por esos extraños caballos con cuernos que recién estaba de moda comprar. La zona del pueblo donde se hallaba era la más cercana al peligroso Bosque Carmesí, el cual podía ver desde ahí. De hecho, esa era la única calle que desembocaba en el espacio de terreno que separaba el pueblo Hochrot de los frondosos árboles de hojas rojas. Las demás estaban cegadas con una pared de dos metros de altura. Mientras ella observaba el curioso baile de las hojas al son del viento, un sujeto surgió de entre los árboles y caminó hacia ella. De seguro era joven, aunque llevaba un bastón de madera de caoba y una extraña túnica gris, parecida a la de los monjes; y estaba tocado con un sombrero de paja. Sus pies calzaban unas sandalias de cuero negro muy peculiares. No era una vestimenta común en los muchachos, por lo que se veía algo gracioso. Cuando estuvo más cerca, se hizo notable la sonrisa que mostraba, de lado a lado del rostro. —Hola, chiquilla —dijo una vez se detuvo a un par de metros de la niña. Notó que eran sólo apariencias lo de su sonrisa. Su boca parecía tener más dientes de lo normal, pero no era así. —¿Chiquilla? —dijo Laia—. Soy casi de su tamaño, señor. —Sigues siendo más pequeña que yo. —Aún sonreía—. Y veo que estás en problemas, por la cara de preocupación que llevas ahí. —¿No lo sabe? El pueblo está enfermo.
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—Soy un extranjero. Pertenezco a un grupo de viajeros. Nos dirigíamos a las montañas, pero me separé para buscar algo de agua y terminé aquí. —¿De verdad? Nunca había visto a un viajero tan raro. Normalmente vienen vendedores… ¿Tienes algún artilugio mágico y extraño? ¿Ese bastón es especial? —Ya, ya, mejor no preguntes tanto. ¿No se suponía que estabas enferma? —¿Cómo lo sabes? —Te estás moqueando. —¡Oh! Laia se sonrojó y se limpió con el pañuelo. Tras devolverlo a su cinturón, dijo: —Perdón. Es que estaba buscando ayuda porque mis padres están muriendo y, cuando me puse, encuentro que todos están en cama. No sé qué hacer. Empezaban a llenársele los ojos de lágrimas y veía todo borroso. El extranjero se acercó y le puso la mano en la cabeza, como si de su hermanita se tratase. Seguía sonriendo, pero, un instante después, se puso serio, y, apartando la mano, dijo: —Me han dicho que en el bosque de allí atrás hay un lago de aguas mágicas. Dicen que curan lo que sea si tan sólo las bebes. —¿De verdad? —dijo Laia, mirándolo a los ojos con alegría. Las lágrimas no llegaron a escapársele. —Ajá. —Volvió a mostrar los dientes y empezó a hacer ademanes para dramatizar lo que dijo a continuación—: Hace mucho tiempo, un rey acudió desesperado al dios más severo y cruel, pues se decía que también era el más poderoso. Prometió adorarlo si curaba a su esposa, quien padecía una enfermedad terrible. El dios, a pesar de ser tan malvado, apreciaba el amor verdadero, el mismo que vio en los ojos del rey, así que, utilizando sus poderes, bendijo las aguas del lago del Bosque Carmesí. Le
dijo al rey que la sumergiera y la hiciera beber, y éste obedeció. Entonces el rey preparó una comitiva con sus mejores sirvientes y guardias, y fue allí; la cargó en sus brazos y caminó dentro del lago hasta aguas poco profundas. Una vez realizado lo que le habían mandado, inmediatamente quedó sana. Y gracias a ese pacto, su reinado duró generaciones. —Qué linda historia. ¿Es una leyenda? —Se podría decir, pero en este lugar hay muchas leyendas que son verdaderas. Si sigues hacia el norte en línea recta, a través de los árboles, llegarás a esas aguas. Sólo necesitas darle un trago a cada enfermo y bastará. —Muchas gracias, pero… ¿me podrías acompañar? —No puedo. La criatura que vigila esas zonas ya me ha advertido que no vuelva por allí. —¿La criatura? —Sí, Ajatar, la mujer serpiente. ¿No sabes de ella? —No. Mi familia nunca habla del bosque. —Bueno, ya debes imaginarte por qué. Ajatar es un ser maligno, por así decirlo, pero si es tu primera vez en el bosque, puede que te perdone la vida. Trata de convencerla, o huye, una de dos. Por otro lado, están las otras bestias raras, que no son tan peligrosas. —¿Tengo alguna oportunidad? —preguntó Laia, empezando a mostrarse temerosa. —Sí. Tienes que correr; mientras sea de día, ellos no te molestarán. —V… vale. Gracias por la información. ¿Queda muy lejos el lago? —Justo en el centro, a unas pocas leguas. —Bien, ya me voy. Dicho esto, la niña hizo una reverencia y empezó a trotar hacia el bosque. El joven le gritó algo que ella no oyó, aunque sonó como
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a “cubeta”. Daba igual, pues, si era cierto lo que decía, entonces ya se le estaba haciendo tarde, porque los bosques siempre eran muy grandes, y si había un lago de aguas mágicas, de seguro no era fácil llegar a él. Aunque sentía cierto temor por la criatura, su voluntad lo superaba, junto con el recuerdo de sus padres ardiendo en la cama. No iba a rendirse; los salvaría a todos. Los árboles del Bosque Carmesí eran de tallo ancho y hojas de tres puntas, siempre rojas, inclusive cuando se secaban y caían. Laia se adentró entre ellos y se sintió fresca, aunque no lo pudo disfrutar por causa de su gripe. Corrió lo mejor que pudo, saltando las enormes raíces que estaban en su paso y esquivando los posibles arañazos de los pocos arbustos rojizos que se cruzaban en su camino, y no miró atrás, siempre pensando en su objetivo. La vida no le había ofrecido reto semejante. Más tarde, en cuanto recorrió una distancia considerable y tuvo que descansar, recostada del tronco de uno de los árboles, diversos animales empezaron a observarla, animales acechantes y hambrientos, cuyos únicos intereses eran aprovecharse de los débiles. Ella no los sentía, no imaginaba que estaban cerca. Sólo pensaba en cosas, cualquier cosa que se le viniera a la mente. Recordaba a sus padres, antes de estar enfermos, ya hacía tres días. Ambos eran un par de «locos», o al menos eso le decían los niños del pueblo, quienes sólo repetían lo que sus parientes les comentaban. Pero eso no le importaba, porque para la niña, eran los mejores padres. Siempre estaban coleccionando libros raros y extraños artilugios con propiedades sobrenaturales; a veces se iban de viaje, dejándola con una amiga, y, en cuanto volvían, le traían algo maravilloso, y le contaban sus aventuras, prometiéndole que, en cuanto creciera, la llevarían… Era su mayor anhelo el poder conocer las grandes ciudades, las montañas rocosas, los árboles multicolores, las criaturas de doble transfiguración y, sobre todo, aquel castillo esmeralda que su madre mencionó una vez, que
aparecía de vez en cuando en medio del mar del oeste; pocas personas habían podido verlo y, casi ninguna, entrar en él… Definitivamente eran los mejores padres, y debía salvarlos. Quince minutos luego, volvía a correr, y empezaba a darse cuenta que los árboles ahora eran mucho más grandes y separados entre sí. Esto podía significar que se estaba acercando a su objetivo. No obstante, no parecía cuadrar con su perspectiva, puesto que estaba convencida de que el muchacho había querido decir algo cuando le recomendó correr. Trató de no parar, de no descansar mucho para ahorrar tiempo, pero a la final, tres horas después, tuvo que admitir que estaba perdida, más que perdida, desorientada por la debilidad que había seguido al hambre. No sabía hacia dónde era el sur, ni el norte. Quizá estuvo dando vueltas durante todo el rato. Oh, estaba confundida; aquello era más difícil de lo que se había imaginado. Y para colmo, su gripe había empeorado. Ahora debía limpiarse con más frecuencia; se hallaba ya demasiado cansada y no podía recuperarse bien respirando por la boca. —¿Estás perdida? —dijo una voz femenina desde algún lugar. —Eh…, no —respondió Laia, jadeando. Miraba a los lados, tratando de localizar el origen del sonido. —Te veo muy preocupada. Así siempre hallo a la gente perdida —insistió la voz. Posteriormente, la mujer salió de su escondite, uno de los árboles a su izquierda. Laia se giró con velocidad, recelosa, y la encontró sin mucho esfuerzo. Escudriñó la apariencia de la extraña: una especie de traje ajustado, hecho con las hojas de los árboles más antiguos de la región; su cabello parecía cambiar de color constantemente, por algún fenómeno óptico; estaba descalza y sus uñas, tanto de las manos como de los pies, eran largas y de color verde oscuro, con el excepcional brillo que tendrían las
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escamas de una serpiente, y por último estaba su rostro liso y perfecto, con aquellos ojos de iris oscuros, que denotaban astucia, y con una piel muy blanca, como si nunca hubiera visto la luz del sol. No había dudas de quién era esta mujer. Laia palideció un poco y luego trató de calmarse. A simple vista, se veía delicada, femenina. Tal vez si le hablaba con confianza podría librarse de algo malo. Se irguió y, serenando el rostro, dijo: —Ajatar. Es usted Ajatar, ¿no? —Sí —dijo la mujer—. Supongo que ya mi fama ha llegado lejos. —Es la mujer serpientes, me han dicho. Y no le gusta que visiten el bosque. —Oh, ¿eso dicen? Pero qué malos son. Yo sólo estoy vagando por aquí porque tengo una maldición. —Ajatar parecía ofendida, aunque su actuación se veía muy falsa. Miró a la niña con curiosidad y agregó—: Y si dicen eso, ¿por qué viniste, querida? —Ando en busca de algo que me sería muy útil. —¿Qué cosa? ¿Y qué problema tienes que te obligó a venir? Ajatar dio unos pasos adelante, sigilosamente, y le sonrió con amabilidad. Las hojas superiores de los árboles se batían unas con otras debido al viento, y provocaban un sonido suave. Laia sentía algo de miedo, pero se mantenía inquebrantable. Tal vez no debió prestarle tanta atención al joven del sombrero de paja, así la aprensión ni siquiera existiría en ese momento. —Mi familia está mal y me han dicho que puedo hallar una cura al fondo del bosque, donde está un lago —respondió. —¡Ah! El lago. Niña, te puedo ayudar si quieres. No tengas miedo, te veo muy tensa. Ya está cerca la noche y podrías resultar víctima de los bichos que hay por aquí. La niña dio un paso atrás al ver que la expresión de Ajatar cambiaba. Parecía ansiosa por hacer algo. No había muchas esperanzas de salir del problema; el extranjero la había mandado
a su perdición. —¿Qué sucede? —preguntó Ajatar. —Usted es una mujer mala. —Ah, todavía piensas eso. —Se veía decepcionada, y esta vez era una expresión real—. Tengo muchos años de antigüedad, y mi trabajo me ha dejado con una fama terrible. Pero te puedo mostrar. —¿Qué cosa? —Curiosamente, puedo mostrarle mis preciados recuerdos a las personas con sólo mirarlas. —¿En serio? —Sí, sólo quédate quieta y mírame a los ojos. Laia no veía muchas alternativas de escape, así que obedeció, deseando que aquello fuera cierto, deseando que la mujer serpiente fuera, como decía, sólo alguien con una maldición. Sus ojos oscuros expresaban profundidad, una enorme profundidad; infinidad de años estaban guardados tras ellos, como si hubieran presenciado el principio de los tiempos. Poco a poco se fueron haciendo grandes, hasta tragarse el mundo que la rodeaba, y se encontró cayendo por un oscuro precipicio durante largo rato. Adonde sea que mirara no había nada, sólo impenetrable oscuridad. Entonces, bajo sus pies divisó algo, un puntito que se iba acrecentando. Era un círculo azul brillante, quizá lo que su padre una vez llamó planeta, y seguramente se trataba del mismo donde vivía con su familia, sólo que este era la versión de cientos de años en el pasado. Se hizo gigantesco y más tarde estuvo cayendo entre nubes de tormenta. Su velocidad fue disminuyendo en cuanto pudo ver debajo de sí el mismo pueblo que había abandonado horas atrás. Lo reconoció gracias al Bosque Carmesí, pues las casas eran diferentes, más pequeñas y hechas de arcilla y caña brava, aparte de ser menos. Sus pies se posaron en el barro que la lluvia
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torrencial no dejaba de alimentar. Las gotas no la mojaban pero las sentía cuando la atravesaban. Estaba mareada. Había poca luz debido a las nubes y tal vez por la inminente noche. Giró la cabeza a los lados buscando señales de vida y se encontró con dos jovencitos que corrían apresurados, pasando frente a las puertas de una edificación enorme de paredes blancas con una cruz en la parte superior. La chica parecía de unos diecisiete años, con un rostro bronceado y tosco, de cabellos castaños y vestía una bata solamente, ya empapada y adherida a las curvas de su cuerpo. El chico era más joven, quizá de un año menos, de cabellos negros y largos hasta los hombros, de rostro igual de tosco y de vestimenta extraña, como un montón de cuero de algún animal, zurcido por el peor sastre. Los siguió con la mirada. Se dirigían al bosque, eso era seguro. Las paredes que cegaban las calles no existían y se veían claramente los árboles, al parecer más antiguos de lo que creía. Cuando los jóvenes ya estaban a unos cincuenta metros, empezó a correr para no perderlos, segura de que era lo que quería la mujer serpiente al mostrarle todo eso. Mientras los iba alcanzando, oyó voces tras de sí, murmullos que iban aumentando; se iban convirtiendo en una multitud. Una vez vio cómo los chicos se adentraban entre los troncos, volteó un instante para observar lo que ocurría. Una multitud embravecida con vestimentas igual de extrañas que la del muchacho corría en pos de los fugados. La lengua que hablaban no era conocida para Laia, pero era fácil saber que lo que querían era capturar, atrapar, juzgar. Laia corrió más aprisa. No sentía los efectos de la gripa, ni se cansaba; suponía una ventaja para su inagotable curiosidad. Se adentró en el bosque y en pocos minutos los alcanzó. Zigzagueaban para salvar las raíces y matorrales; en cambio, ella los podía seguir en línea recta, pues, al igual que el agua, todo lo que se le atravesaba la traspasaba como a un fantasma. La multitud
dejó de oírse; se detuvieron a pocos metros de la linde. Ya en esos tiempos existían leyendas sobre ese lugar, supuso. Luego de seguirlos un buen rato, la niña empezó a creer que aquello no terminaría nunca, que tendría que verlos escapar hasta que llegaran al otro lado. No obstante, los fugitivos se detuvieron al verse intercedidos por una figura encapuchada; su túnica parecía recién confeccionada, con telas que no existían en ese mundo. Laia observaba la escena desde detrás de los fugitivos, pero de todas formas se daba cuenta de que estaban asustados. La chica dijo algo en su extraño idioma, con un tono que denotaba inseguridad. —Están invadiendo territorio sagrado —dijo la figura. —¿Qué quieres? ¿De qué hablas? —dijo el chico. —Veo que hablas mi idioma, y con ese tono tan irrespetuoso. Mucho mejor. —Qué importa. Dinos quién eres. Sólo queremos escapar de unos locos sin sentido de la lógica. La chica fugitiva miraba alternativamente a los dos individuos, claramente sin entender nada. La figura se echó la capucha hacia atrás y dejó ver su rostro espantoso. Su piel tenía un color oscuro de putrefacción, aunque no apestaba, sus ojos eran completamente negros, sin límites entre iris, pupila o esclerótica alguna, y sus cabellos, blancos como la nieve, flotaban y se balanceaban cual si estuvieran sumergidos en agua. Los fugitivos dieron un paso atrás, temblando tanto por el frío como por el miedo. —Me llaman Ajivani Preta —aseveró con una voz que parecía provenir de todas partes—. Dueño de todo lo que alguna vez han visto en esta tierra. Están adentrándose en el bosque donde se encuentran las aguas sagradas, bendecidas por mí. Eso supone un insulto a mi presencia. —No… Disculpe, no lo sabía —farfulló el muchacho—. Se refiere a las aguas que salvaron a la reina, ¿no? Si nos deja
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marchar… —Ya es tarde. El ser se elevó y se deslizó hasta posarse a medio metro de ellos. La chica pegó un chillido y se tumbó hacia atrás; el chico se golpeó de espaldas contra un árbol. Laia pudo ver sus expresiones de terror al fin, tras rodearlos un poco. La mano putrefacta del hombre surgió de entre los pliegues de su túnica y extendió los dedos, con la palma hacia el rostro del fugitivo. —Tal vez hayan ofendido al Dios de su pueblo, al fornicar en su templo, pero a mí eso no me interesa. Mis ojos no soportan las falsedades, y eso es lo que importa ahora. Si sólo fuera cierto lo que proclamaste a viva voz hace unos días, te dejaría marchar, sin embargo, me ofendes al entrar aquí defendiendo una idea que es sólo una ilusión. Te maldeciré, y a tu amiga también. Estarás obligado a custodiar un tesoro invaluable, y el único recuerdo que tendrás de toda tu vida, será este fracaso. La mano se cerró con velocidad. El muchacho soltó un último grito y desapareció en un parpadeo. La chica en el suelo empezó a llorar con desespero y se dispuso a levantarse para huir. Entonces Ajivani Preta la miró con el ceño plisado y al instante quedó paralizada. Dio un par de pasos y se agachó a su lado, de manera que sus rostros quedaron a pocos centímetros de rozarse. Una sonrisa macabra se le dibujó antes de decir: —Tú te quedarás aquí. Necesito que alguien custodie mis queridas aguas por unos años, sin profanarlas. Tal vez no me entiendas ahora, pero pronto lo harás, porque esto es lo único que rondará tu mente. Laia estaba asustada, y sin embargo siguió observando, hasta que el ser maligno dijo la última palabra. Luego todo el bosque y el mundo en el que estaba se desvanecieron en un torbellino de oscuridad. Al instante, estaba de nuevo frente a Ajatar, la mujer serpiente, en el mismo Bosque Carmesí donde todo ocurrió. La
sensación de estar enferma volvió. Jadeaba con más fuerza. —Imagino que no entendiste mucho —dijo Ajatar con extraña suavidad. —Ehm…, la chica era usted. —Sí. —Y el muchacho… —Era mi pareja, o algo así. Pero es lo único que recuerdo de antes de convertirme en esto. Deduzco que era un amor prohibido, y por alguna razón ese dios afirmó que era una simple ilusión. No era su problema; sin embargo, cuando se está tan llena de poder, haces lo que se te dé la gana. —Entonces el dios que bendijo las aguas, también la maldijo a usted. —Exacto. Me tardé mucho en saber lo que significaban sus palabras, porque no hablaba esta lengua. —¿Y cómo aprendió? —Tengo mis métodos. No puedo salir del bosque, pero sí puedo hacer que otros me den información, de la misma forma en que te di mi recuerdo. ¿Me crees ahora? —Bueno, tendré que creer que usted no es mala —se decidió Laia después de pensárselo un minuto, a lo que Ajatar respondió con una sonrisa radiante. La niña le devolvió el gesto—. Entonces, me ayudará, ¿no? —Camina conmigo, querida —dijo ella, invitándola con un ademán. Laia acató—. Ya va a oscurecer y posiblemente los animales se pondrán furiosos y hambrientos; mejor que estés a mi lado cuando eso pase. La mano de uñas largas se posó sobre el hombro de la niña mientras iban con lentitud en una nueva dirección. Cada vez estaba más oscuro y parecía que pronto no se vería nada más que lo que permitieran las pocas luces que se colaban entre las hojas de los árboles. Sin embargo, para Laia todo estaba casi
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resuelto. Había algunos detalles inquietantes, pero por ahora no parecían importar… Sintió una piquiña insoportable en la nariz y estornudó con fuerza, salpicando mucosa por todas partes. Ajatar retiró su mano y por alguna razón se alejó en la oscuridad, lo último que dijo antes de desaparecer fue una frase que asustó bastante a la niña: “Ya era hora”. Se escuchó un susurro, el sonido de algo enorme arrastrándose. Era gigantesca la serpiente que cerró un círculo con su propio cuerpo alrededor de Laia, y su cabeza, que era más grande que la niña, quedó flotando a unos metros sobre el suelo, sostenida por el enorme cuello. Tenía escamas verdes oscuro y unos colmillos que sobresalían de su boca. Ajatar había estado esperando el momento justo para transformarse y terminar con su trabajo; hacía tiempo que no comía un humano y estaba ansiosa. Sus ojos refulgían de excitación. La chiquilla estaba jadeando de nuevo, atrapada como una indefensa presa. —Ya agarraste el virus, querida —dijo la serpiente con imponente voz—. Ya puedo comerte. —N… no sé a qué se refiere —replicó Laia con temor. —Parece que nadie te ha dicho que quien me mira a los ojos enferma. Es una de mis maldiciones. Aunque es raro que esta vez sea gripa, porque siempre se trataba de una fiebre atroz. —Se equivoca, señora, yo ya estaba enferma cuando llegué aquí. —¡No me digas “señora”! Ya te mostré lo que soy. —Ajatar estaba indignada. Se tardó un instante en recobrar la compostura. Luego soltó una carcajada y agregó—: Aunque ese recuerdo no significa nada para mí porque no sé quién era ese tonto… Se vio interrumpida por algo…, algo que venía de dentro de sí. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó un estornudo tan fuerte que Laia salió despedida contra el suelo con el vestido empapado de flema. Siguieron tres estornudos más que atinaron a los árboles de alrededor y entonces la serpiente se quedó desconcertada,
respirando sólo por la boca puesto que sus fosas nasales estaban obstruidas. Miró con furia a la niña y acercó su cabeza a pocos centímetros de ella. —¿Qué me hiciste, pequeña? —inquirió. Laia abrigó más confianza y se puso de pie. No se molestó en limpiarse pues era imposible con la cantidad de asquerosidad que tenía encima. Sonrió con inocencia; sentía que ya podía razonar con la bestia. —¿Yo? Nada —dijo—. Usted estuvo demasiado tiempo cerca de mí. Con esta gripa no se puede jugar. Pero señora Ajatar, creo que no debiera preocuparse, porque en algún lugar de este bosque está el lago. Ajatar titubeó un momento. Sería la primera vez que mostraba preocupación ante un humano, y lo peor era que se trataba de una simple niña, débil e ingenua. —¡Ja! ¡Pues claro que voy a usar las aguas del Lago de la Vida! —exclamó con fingida confianza, pero su voz amenazaba con quebrarse. Laia cruzó las manos en su espalda y caminó de un lado a otro, con el ceño fruncido. La serpiente se le quedó mirando, como embobada, sorprendida del repentino cambio que había sufrido la pequeña. Ahora era ella la que sentía miedo. —Entonces —empezó a decir Laia—, debo suponer que usted no tiene la más remota idea de dónde está el lago, y como no me ha matado aún, entonces quiere decir que yo valgo algo para su persona. ¿Sabe lo que pienso? —Se detuvo para mirarla directamente a los ojos. Ajatar negó con la cabeza, todavía hipnotizada. —Pienso que debemos hacer un bonito trato. —¿A qué te refieres? —Bueno, yo qué sé. Usted es la que piensa que yo valgo algo, porque no me ha hecho nada, y se me queda viendo como una tonta.
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—¡¿Crees que no te puedo matar ya?! —se enojó la serpiente. Luego estornudó sobre otro árbol. —Vamos, admítalo, diga lo que le pasa. Se ve muy preocupada. Podría morir dentro de pocas horas, esta gripa es muy peligrosa. —No sé de qué hablas, pequeña estúpida. —A ver, ¿le doy una pista? —Inténtalo —se regodeó Ajatar. —El recuerdo que usted me mostró, ese que no le importa, me puso en duda con algo. Sabe, no puedo evitar ver los detalles, y me preguntaba qué quiso decir el dios ese con “sin profanarlo”, cuando la estaba maldiciendo. ¿Usted, una persona tan mala, no tiene permitido beber del lago? Esa es mi pregunta, y, pensándolo bien, ¿por qué no habría de hacerlo en una situación como esta? Es decir, no creo que haya una pared invisible que se lo impida. Los ojos de la serpiente no parpadeaban. Su lengua salía y entraba de su boca constantemente, más rápido de lo normal. Parecía que simplemente se había quedado sin palabras; sin embargo, unos momentos luego, soltó un resoplido y dijo: —Parece que eres muy astuta, niña, no sé quién pudo enseñarte esas cosas. Pero esta vez sólo has tenido suerte de llevar ese virus contigo… Lo conozco, sus efectos y su antigüedad. Lo reconocí en cuanto empecé a sentirlo, aunque no me convencía. —Oh, sí, está bien toda la charla, pero creo que habla demasiado. Precisamente es por eso que le he ganado en su jueguito. —Qué niña tan insolente… Bien, yo no puedo ver el lago, pero una persona normal como tú, si es que lo eres, sí, así que… —Ambas podemos ayudarnos para llegar a él —completó Laia, sonriendo. Ajatar miró con desagrado a la chiquilla. No podía creer que existiera semejante criaturilla, capaz de jugar con la mente de la madre de las serpientes, la más engañosa, la más astuta. Y al fin
y al cabo, ¿por qué diablos había soltado tanta información? En sus primeros años simplemente esperaba el anochecer para atacar a quienes se atrevían a entrar al bosque. Pero esta vez, por una extraña razón tuvo la curiosidad de hablar con la niña; algo en ella la había cautivado. Y en ese momento todavía sentía su efecto, como si una energía surgiera desde ese pequeño cuerpecito y le cegara los sentidos. —Bien —dijo al fin—. Échate para atrás. La enorme serpiente se apartó, abriendo la prisión que rodeaba a Laia, y se enroscó sobre sí misma a unos diez metros. La niña caminó hacia atrás, sin quitarle los ojos de encima, hasta que chocó con un tronco, quedándose recostada de éste. Algo estaba a punto de pasar y no iba a perdérselo, aunque fuese verdaderamente malo, el último momento de su vida. Si moría en los próximos segundos, al menos sería en medio de una lucha por salvarlos a todos. —¿Sabes por qué la gente me tiene tanto miedo? —preguntó la criatura una vez detuvo su constante arrastre, ahora en una posición que recordaba a un resorte totalmente comprimido. —Pues por su monstruosa personalidad de asesina, supongo. —Casi acertado. Pero es por algo que lo completa. Soy una criatura de doble transfiguración, y ya viste la primera —empezó a moverse de nuevo, desenroscándose—; sin embargo, la segunda es la más temible. Su cuerpo empezó a cambiar. Le surgieron enormes alas de murciélago, se acortó y se puso más robusta, y de la nada le nacieron cuatro patas con garras muy afiladas. Su cabeza se fue pareciendo cada vez más a la de un lagarto y el tono verdoso de sus escamas se volvió parecido al rojo de las hojas de los árboles. Y para terminar su transformación, escupió una bocanada de fuego sobre un arbusto, el cual se chamuscó y se puso negro al instante. Era un dragón, o una dragona. Daba lo mismo, ese ser
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no era en realidad ya una mujer, sólo lo aparentaba por su vida pasada. Ahora era quien custodiaba el lago, sin derecho a usar sus aguas. Sus ojos, que ahora tenían un tono amarillento, se fijaron en Laia con aire burlón, como diciendo: «¿Qué puede hacer una cosilla como tú contra mí?». Algo le decía a la niña que Ajatar sólo esperaría a beber el agua para matarla. —Ahora, muéstrame la ubicación del lago, querida —dijo con una voz que parecía la de un hombre. No fue difícil montar en el lomo de aquella bestia, ni tampoco mantenerse sobre ella al momento de emprender el vuelo, pues se pudo sostener de unos cuernos que salían de detrás de su cabezota, como orejas; incluso lo disfrutó cuando sintió el viento y vio las ramas apartarse por causa de ello, abriéndoles paso para elevarse con facilidad. Hasta ahí todo iba bien, pero tomar la decisión de decirle dónde estaba el lago la sumió en un dilema bastante fuerte. Y no era que le hubiera costado encontrarlo con la mirada, ya que apenas se alzaron unos palmos divisó el brillo de sus aguas hacia el oeste, reflejo de la luna creciente de esa noche. El dilema estaba en que, si lo decía, moriría, y si no lo hacía, probablemente también moriría…, pero al menos se llevaría consigo a la cosa que la quería aniquilar. Debía hacer un sacrificio que tan siquiera valiera el esfuerzo. Quizá si se lanzaba desde esa altura, terminaría todo de una buena vez. De hecho, no había otra salida, así que tendría que hacerlo; no obstante, algo la detuvo. Vio un extraño foco brillante esmeralda, o eso pareció, viniendo del lago. Le recordó la historia del castillo mágico que visitó su madre. Debía ser una señal. —¡Ve hacia tu derecha! —exclamó al fin. Ya estaba decidido, iría allí, pues su intuición se lo decía, y hacía un momento ésta la había salvado, ¿por qué no lo haría de nuevo? —Avísame cuando tenga que aterrizar, no veo más que árboles
—dijo Ajatar con total claridad y sin esfuerzo. —¡Ajá! Se fueron acercando a las aguas cristalinas, tan transparentes y tranquilas que de veras parecían un cristal. Laia, con el corazón saltándole en la cavidad torácica, fue haciendo indicaciones para que aterrizara en una de sus orillas, aunque el dragón sólo divisaba árboles y más árboles. Justo en cuanto puso las patas en el suelo, ella se lanzó y corrió todo lo que pudo hasta lanzarse al lago, escuchando la exclamación «¡Espera!» a sus espaldas. Luego nadó, alejándose lentamente; sus cabellos se empaparon y cuando se detuvo, cuando se sintió un poco segura, se sumergió por completo para beber. El hechizo la protegería de la mirada de Ajatar, pero había algo que ella aún no sabía. La niña se había escapado y la bestia maldecía por lo bajo, y estaba a punto de lanzar bocanadas de fuego por doquier, cuando ocurrió. Tras la perturbación de la serenidad de las aguas, el hechizo se rompió y Ajatar pudo ver con sus enormes ojos, sintiendo un escozor extraño, como si acabara de amanecer de golpe. Era el objeto de su maldición, un lugar buscado por muchos, a los que había devorado con tanta facilidad, un lugar más maldito que bendito, el Lago de la Vida. Laia bebió varios sorbos de la más apetecible de las aguas de esas tierras, y sintió un repentino alivio de su enfermedad. La mucosidad desapareció de sus fosas nasales e incluso la que Ajatar le había echado encima; fue como si se hubieran fundido, como si se desintegraran. Allá a unos metros, en la orilla, estaba el dragón de escamas carmesí bebiendo como un camello, y no parecía querer parar. De alguna forma había logrado meter sus narices allí, a pesar de no poder ver, o tal vez sí veía y ella no se había dado cuenta. Era extraño, no debía tener tantas ganas de saciarse, a menos que no pudiera resistirse a tan sabrosas aguas; no la culpaba… Era hora de escapar, no había tiempo para pensar
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en nada más. Para salir a tierra firme, dio un rodeo con tal de no acercarse a ella y por fin empezó a caminar sobre las arenas de aquella playa. Ajatar seguía bebiendo. —Qué extraño —se dijo sin poder dejar de mirar la escena. Al instante, luego de pronunciar las palabras, el dragón pegó una sacudida y empezó a aletear para zafarse de algo que no la dejaba salir. La brisa producida obligó a Laia a cubrirse el rostro por la cantidad de arena que se elevó; su vestido, empapado en agua, volvió a ensuciarse. Se oyó un chapoteo y luego un rugido. Ajatar se había librado de lo que sea que la sujetaba. ¿Qué era? Lo averiguó en seguida, en cuanto pudo retirar su brazo de enfrente del rostro. Un par de manos hechas de agua sujetaron las alas de Ajatar y la obligaron a descender, y empezaron a arrastrarla. Un terrible final le esperaba. En uno de sus intentos, la bestia logró librar un ala y volteó su mirada hacia donde estaba la niña, con los ojos desorbitados, y, abriendo sus fauces, se preparó a exhalar una gran llamarada. No había escapatoria. Laia trató de correr hacia un lado, pero sabía que de todas formas sería alcanzada, por lo que, tras haber dado unos pasos, se quedó paralizada. Allí venía el último aliento de su enemiga mortal; debía despedirse del mundo. El fuego surgió desde sus entrañas y salió como si fuera un chorro de lava ardiente. Entonces se partió en dos. Así lo vio, no estaba delirando: el chorro se partió en dos en cuanto llegó cerca de ella; una cosa se había atravesado y lo había hecho, así de fácil. No era una cosa, más bien era alguien. Sólo veía su espalda, pero lo reconoció de todas formas, por su sombrero de paja y su túnica, y por su bastón mágico que ahora brillaba de un tono esmeralda y servía como una especie de escudo cortante. En cuanto se terminó la llamarada, el extranjero tomó el bastón brillante con ambas manos y empezó a hacer alguna especie de movimiento de combate con él, girándolo y lanzando batacazos al aire. El último de estos golpes estaba
dirigido hacia Ajatar, que no paraba de luchar contra las manos de agua y se preparaba para lanzar otro ataque. Un rayo de extraña electricidad esmeralda surgió del extremo del bastón y dio de lleno en el hocico de la bestia, la cual fue despedida hacia la parte profunda del lago dando giros como un muñeco de trapo. Allí perdió la lucha contra las manos, aullando en vez de rugir, y la condenaron a ahogarse y perderse para siempre. El chapoteo cesó al fin. El muchacho del sombrero de paja se irguió, mientras su bastón volvía a tener una apariencia normal, y se giró para ver a la sorprendida Laia. Él sonreía, y ella seguía paralizada. —Lo has logrado, niña. Y has sido muy valiente —dijo el extranjero, acercándose. Laia sacudió la cabeza y lo miró con los ojos muy abiertos. Observó su rostro y su bastón alternativamente, como si estuviera viendo a algún fantasma, sin prestarle atención a su comentario. Luego de un minuto, pudo decir algo. —Eres ese extranjero; me hiciste la señal desde aquí con tu bastón. Y has vencido a la mujer serpiente. ¿Por qué no me ayudaste antes si podías con ella? —Eh…, al menos agradéceme, je, je. —Responde. ¿Quién eres? Ya no puedo confiar en nadie. —No podía vencerla yo solo; con demasiada libertad, ella puede anular los poderes de mi bastón. Por eso esperé a que la trajeras aquí. Confiaba en que así sería, porque llevabas el virus y… —¿Sabías de la gripa? —Sí, de hecho, venía siguiendo la pista desde hacía unos meses. —Ya no sonreía. Se veía serio, con el entrecejo fruncido—. Últimamente alguien ha estado infectando los poblados cercanos con pestes; los árboles mueren y los animales se vuelven violentos. Mi grupo y yo, que nos la pasábamos simplemente viajando como
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nómadas, decidimos actuar. Yo buscaba el Lago de la Vida para poder curarlo todo, pero a las criaturas mágicas no se les permite siquiera tocarlo; siempre terminan como Ajatar. —¿Eres una criatura mágica? —Sí, supongo. Mi nombre es Mauro, y vine a salvar a tu pueblo. —¿Por qué no viniste con tu grupo? Así… no me hubieras obligado a entrar al bosque. —Ay, niña, lo siento. Atender a tanta gente a la vez no es tan fácil. Ellos están ocupados manteniendo con vida a las personas de otros pequeños pueblos, que son igual de importantes que el tuyo. Llevamos más tiempo del que crees tratando de solucionar esto; en lo que escuché la historia del lago, vine con presura, dejando a mis amigos en verdaderos apuros, porque mi bastón es bastante útil. —Oh, entiendo. Y… Uhm… ¿Quién está haciendo todo ese mal? —Espera un momento —dijo Mauro antes de caminar hacia los árboles del bosque, dejándola sola por un par de minutos. Al volver, traía consigo una cubeta de madera—. Olvidaste traer una buena cubeta —dijo—. ¿Qué preguntabas? —¿Quién está haciendo estos males? —Se rumora que se trata de algún ser maligno que se hace llamar a sí mismo un dios. No sabemos su nombre… Bueno, no nos demoremos o tu familia va a morir. Usaré mi bastón; recoge agua mientras abro un portal. Laia asintió. Tomó la cubeta y fue a llenarla mientras él empezaba a hacer movimientos con su bastón, el cual volvía a desprender aquel brillo esmeralda. Cuando regresó vio a Mauro parado frente a una abertura que daba a la calle donde se lo había encontrado por primera vez; era como una ventana circular que doblaba el espacio para saltarse un gran viaje. Respiró hondo y
exhaló con lentitud. Mauro se dio la vuelta, dio unos pasos y la tomó por los hombros, con la misma expresión de seriedad. —Con eso que llevas es suficiente; curarás a toda tu gente. Una vez que pases cerraré el portal y entonces me reuniré con mi grupo para continuar con mi misión; usaré la ayuda de otras personas para sacar el agua. Posiblemente no nos volvamos a ver, ¿entiendes? —Sí —confirmó ella y, con lágrimas en los ojos y una amplia sonrisa, agregó—: Gracias. —No me lo agradezcas. Yo te agradezco a ti por arriesgar tu vida de esa forma. Ahora vete. —Espera…, y ¿qué tal si existe una posibilidad de volvernos a ver? ¿Adónde irás luego que ayudes a esa gente? —Debo encontrar a ese ser maligno, su camino de desastre parece apuntar a que va hacia las montañas rocosas —respondió él, mirándola con una expresión extraña, una que le recordaba a la gente que le halagaba en el pueblo, y al rostro de Ajatar cuando logró ganarle la jugada; era como si estuviera hipnotizado—. No pienses tanto en eso, tú puedes arreglártelas sola. Tienes un aura bastante… diferente al de cualquier persona que haya visto. La niña se secó las lágrimas que le corrían por las mejillas y, luego que él se apartara de su camino, dio un pequeño brinco para entrar por la ventana, que era lo bastante grande como para que la atravesara un caballo. Ni siquiera miró atrás, ya que sabía que el portal estaba sellado. Lo único que quedaba era salvar al pueblo. Fue a su casa en primer lugar, la cual estaba a oscuras; la puerta principal seguía igual que como la vio por última vez. Caminó con todo el cuidado posible, sosteniendo con fuerza la cuerda de la cubeta para no derramar el agua sagrada. Siguió de largo y no entró al dormitorio de sus padres; su objetivo era una pequeña taza en la cocina. Allí olía a sopa dañada, pero era lo único que percibía, porque no veía nada. Sabía que lo primero
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que podía encontrarse era la mesa donde su madre solía colocar cestos repletos de frutas y alguna tacita con nueces. Esa era la que buscaba. Tanteó con cuidado, luego de colocar la cubeta en el piso, y por poco tiró todas las nueces. Aunque eso era lo que deseaba, así que de todas formas lo hizo. Regresó por donde vino, con la cubeta y la taza, y entró al dormitorio. Debía apresurarse, pues quedaban otros por salvar. El calor se había disipado un poco dentro. Acercó la cubeta a la cama, al lado de su madre, quien seguía inconsciente, y llenó hasta la mitad la taza de porcelana. Entonces se preguntó cómo haría beber a la mujer; parecía que no le quedaba mucho, puesto que su respiración era débil. Pero de todas formas realizó el esfuerzo; usando una mano, levantó la cabeza de la mujer, lo suficiente como para poder verter dentro de su boca un poco de agua. La hizo tragar, o algo así, y luego esperó. Los minutos pasaron, y al ver que no funcionaba, rodeó la cama con desesperación y lo intentó con su padre. El cuarto siguió en silencio. Y transcurrieron los minutos, y nada pasó. Laia se arrodilló y cayó hacia atrás, sentada; dejó la taza en el piso y se cubrió el rostro con las manos. El sonido ahogado de su llanto brotó a continuación. No lo soportaba, tanto esfuerzo por nada ¿Qué podía hacer ahora? No se le ocurría nada; quizá lanzaría toda el agua sobre ellos, pero así condenaría al resto del pueblo. Oh, ya no aguantaba, temblaba convulsivamente con cada exhalación. —¿Laia? ¿Estás ahí? —se oyó una voz femenina, la voz de su madre. La niña detuvo sus sollozos y apartó sus manos lentamente para observar en la penumbra. Veía que la mujer se había sentado en la cama y la miraba, aunque con tanta oscuridad no se le distinguía el rostro. Sin embargo, por su voz, se notaba sana.
—¿Por qué lloras? —preguntó su madre. A su lado, su padre empezó a moverse entre las sábanas, y Laia se sintió feliz. Se puso de pie y fue a su encuentro, todavía lagrimeando. La historia de las hazañas de Laia fue conocida por todos al siguiente día, y el pueblo entero armó un gran festejo en su honor, y el de sus padres, quienes más nunca serían llamados locos en los futuros tiempos y para toda la existencia. No se perdió una sola vida y todos aquellos que alguna vez tuvieron un malestar sin ninguna relación con la gripa, y de naturaleza incurable, terminaron gozando de buena salud, como si se despertaran de un mal sueño. Parecía que nunca hubiesen padecido tal cosa. Una semana después, alguien que no sería sino visto como una simple leyenda, un ser misterioso que en cierta ocasión pasó por Hochrot y socorrió a la pequeña Laia, se dirigiría, junto a unos compañeros de viaje, a una arboleda antigua de las tierras inhabitadas, junto a un río que cruzaba la llanura cual línea dibujada por el lápiz de una mente todopoderosa, con la intención de unirse al resto del equipo. Iban dos aparte de él, vestidos con túnicas parecidas y sombreros de paja idénticos, que no eran arrastrados por el viento a causa de cierta fuerza invisible que sólo ellos conocían. Mauro llevaba su bastón de caoba, como siempre, y un morral de cuero colgado del hombro; su mirada fija en su objetivo y su expresión llena de determinación. Tras llegar a la protectora sombra de la arboleda, formaron un círculo y se sentaron con las piernas entrecruzadas, y esperaron. Mauro sacó seis frutas amarillas del bolso y las repartió de manera equitativa. Sus compañeros eran más bajos que él, y cada uno tenía características peculiares. Uno era de piel oscura, ojos verdosos y mostraba una extraña mancha grisácea que surcaba su mejilla izquierda. El otro tenía apariencia enfermiza y piel amarillenta; el iris de sus ojos era blanco.
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—Mauro, he estado pensando que tal vez fuiste demasiado lejos con la niña —dijo el de la mancha en el rostro—. Pudimos haber usado el bastón entre tres, así no habrías hecho algo tan innecesario. —Había que comprobar los rumores —replicó Mauro antes de morder la fruta. —¿Y bien? ¿Qué conclusiones sacaste? Llevas demasiado tiempo sin hablar —intervino el otro—. Alguien como ella nos serviría de mucho. Mauro tragó y luego suspiró. Volteó la vista al oeste y dijo: —Esa pequeña podría mantener una conversación civilizada con cualquier bestia. Pero… Con este no nos podemos arriesgar. Ninguno habló luego de ello, sólo comieron. Para ellos bastaba con esas pocas palabras; ya lo demás estaba explicado. Ahora debían terminar el trabajo que se proponían, el único que se atreverían a realizar para el bien común y no en beneficio propio del grupo. Con tres horas de adelantado que le llevaban al resto de la comitiva, su única opción era quedarse allí. Al oeste, se divisaban las montañas rocosas, sobre las que se cernían nubes de tormenta, desprendiendo destellos de luz por los múltiples relámpagos, cual si se tratase de una señal de lo que les esperaba.
Sueño inalcanzable
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Mi padre me enseñó que en la vida había que esforzarse, había que luchar por un futuro mejor. La palabra rendición no estaba en su diccionario y hasta su muerte nunca se le vio triste o resignado. No obstante, tampoco pudo cumplir todos sus deseos, nunca tuvo una casa propia, jamás salió de la miseria en que vivía y tampoco pudo garantizarles una buena educación a sus hijos, eso incluyéndome. Tras su funeral, el cual consistió en una reunión pequeña en un terreno abandonado e inhabitable donde fue cremado, mi hermano mayor y yo nos tuvimos que encargar de la familia. Nuestra enferma madre, de sesenta años, y nuestro pequeño hermano adoptado, Amelio, quien a sus nueve años aún no sabía leer, no estaban en condiciones de trabajar. Aunque los primeros meses fueron los más duros y las cosas vividas resultaron terribles, lo que vino luego fue algo de otro nivel, cuyas probabilidades eran escasas. Todo comenzó la noche en que nuestra madre, por obras del destino, se fue a reunir con el alma de nuestro padre. Aquellos últimos minutos nos dieron las razones para las siguientes acciones. Estábamos en nuestra improvisada vivienda, yo en medio de Amelio y Fernán, mi hermano mayor, observando la dolorosa agonía de ella, quien reposaba en una colchoneta vieja apoyada sobre una camilla de hospital que sacamos de un basurero. Sin saber qué hacer, nuestras expresiones de angustia poco a poco se rendían ante la resignación. Madre se removía entre las sábanas, con los ojos cerrados, como si tuviese una pesadilla; el sudor le corría por la frente a montones. Así la vimos, hasta que llegó un momento en que se quedó quieta repentinamente, con expresión apacible, y no volvió a moverse. No nos dimos cuenta de cuándo dejó de respirar. La peste que azotaba las zonas marginadas era 188
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impredecible e incurable; y nadie tenía ni idea de si se trataba una o varias enfermedades las que rondaban las vidas de los menos privilegiados. Mis hermanos lloraron, igual que yo, y se abrazaron al cuerpo de la difunta. Los miré a través de las lágrimas y con ayuda de la poca luz que proporcionaba la lámpara que colgaba de un gancho en el techo. Luego de la medianoche, o eso intuí puesto que no había forma de verificar la hora, se durmieron en el suelo de tierra dura, acurrucados uno al lado del otro. No cambié de posición en todo el rato, pero, una vez que el silencio reinó, reaccioné y escudriñé mis alrededores. La estancia era pequeña, de tres yardas de ancho por tres de largo, un solo espacio para todo; la cocina en una esquina, junto a un cilindro de gas doméstico, otra colchoneta arrimada justo a un lado y los pocos alimentos recolectados en otra esquina. La camilla donde reposaba mi madre estaba en el centro de la sala, bajo la luminaria. La pequeña morada estaba hecha con madera y hojas de metal, construida a mano por Fernán y yo, cerca del Gran Botadero. Esa realidad me hacía sentir un terrible vacío en mi interior. Daba la impresión de que me asfixiaba; respiraba con dificultad. Me di vuelta y salí aprisa por la única puerta, apartando la delgada cortina que la sellaba, para posteriormente aspirar enormes bocanadas de aire, sin importarme el olor a humo. Una vez recuperado, me encontré con el mundo exterior, las otras casuchas donde los ya autodenominados indigentes pasaban sus desesperanzadas vidas. Adelante y a ambos lados se extendían cuadras y cuadras de chozas, y sobre ellas, se erguía lejana, entre brumas de contaminación y luces provenientes de máquinas voladoras, una montaña oscura de desperdicios, quizá tan grande que abarcaba el mismo espacio que mi ciudad natal, allá en el lejano este.
Hacía años que no sabía nada de lo que pasaba en ese lugar. Mi padre me había prometido que volveríamos, que pronto nos recuperaríamos, pero la degeneración de la economía crecía a un ritmo exponencial. Estábamos siendo absorbidos por los vecinos, quienes en sus mil quinientos años de estadía a nuestro lado, no habían llegado a niveles tan altos de crueldad como los de ahora. Este pensamiento me hizo sentir cólera, por lo que, sin darme cuenta, volteé a mi derecha, para ver al norte, y divisé la gran esfera, el enorme círculo con la mitad iluminada y la otra en penumbra, ocupando parte del cielo. Podía distinguir algunos detalles, como los que se ven en ciertos tipos de mapas; en el lado visible, aunque no tanto por el excesivo brillo, grupos de nubes con formas abstractas, quietas como si fueran simples dibujos, el azul de los mares y océanos, grandes extensiones de tierra con matices de diferentes colores entre los que abundaba el verde; en el lado oscuro había redes de luminosidad, diminutas y apenas perceptibles, señal de la raza inteligente que allí habitaba, y en el centro de la circunferencia un gran glacial, como una pupila blanca en un gran ojo. Gracias a esa presencia, las noches eran un poco similares a los días. Pero lo que más me llamaba la atención era la figura alargada que se levantaba desde el horizonte y se unía al polo del astro como un cordón umbilical. Si me le quedara viendo durante el tiempo suficiente, notaría su movimiento constante… Ya no podía esperar más. Volví dentro de la choza, me agaché junto a Fernán y lo sacudí con suavidad por el hombro repetidas veces. Él se despertó al instante, a causa de sus reflejos desarrollados en las peligrosas zonas donde trabajó en el pasado. Me miró con atención, abandonando su posición fetal. En sus ojos se notaba la pregunta que le inquietaba. —Hermano. Creo que es hora de tomar una decisión —le
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dije en susurro. —¿Te refieres a…? —empezó a preguntar, pero yo lo detuve con un ademán. —Hablemos afuera. Acompañados únicamente por el murmullo lejano de los impactos del metal cayendo sobre la montaña de desperdicios y los ronquidos de los mendigos, mi hermano y yo permanecimos en silencio frente a la entrada de nuestra choza, observando la esfera celeste que opacaba a la luna. Sabíamos lo que venía, la conversación más importante de nuestras vidas, o al menos yo estaba consciente de ello. —¿Pretendes que pongamos en peligro a Amelio? —dijo Fernán. —No… —Estamos en quiebra, no hay recursos para lograr algo como eso. Y mírate, míranos; ya no tenemos la nutrición adecuada. Era verdad, aunque no había tenido contacto con algún espejo en meses, me veía reflejado en la apariencia de Fernán y Amelio, quienes ya presentaban ojeras y una flaccidez preocupante. No nos habíamos cambiado la ropa en varios días y ya podían considerarse harapos viejos. Sin embargo… —He practicado más con mi pequeño don, hermano. Puedo llevar con nosotros un ejército invisible si conseguimos armas. —No seas ingenuo. Vamos a morir antes de ver la puerta del banco. —Podemos llevar una de las naves del botadero. —Señalé hacia la montaña, donde se veían las luces flotantes, como luciérnagas en un bosque. —¿Y cómo la vamos a encender? ¿Olvidas su sistema de seguridad? —Claro que no lo he olvidado. Pero hace poco noté algo… ¿Has visto el bombillo que puse allí dentro?
—Sí. —¿Y no te preguntas cómo lo he encendido? —Pues con tu don, ¿no? —No. Yo no puedo hacer ese tipo de cosas. Tengo la teoría de que los vecinos han encendido el prototipo del Sender. Fernán me miró con el ceño fruncido, en parte incrédulo, en parte interesado. Sus cabellos estaban tan largos que le llegaban a los hombros, con una resequedad que los mantenía casi inmóviles. —La única torre que conozco con ese nombre está en el polo norte de aquel planeta —dijo, señalando hacia la gran esfera celeste—. Es imposible que su energía llegue hasta aquí. —Recuerda que es un prototipo basado en los viejos diseño que robaron de aquí —repliqué—. Tal vez no se hayan dado cuenta de que llega bastante lejos. Ellos podrán tener más tecnología, pero nosotros nunca pasamos por ninguna guerra tan devastadora como la que sufrieron. Dicen que mucha información se perdió, que la red fue totalmente eliminada. Tenemos una oportunidad, pero debemos actuar ya. Mi hermano dejó de mirarme y se quedó pensativo. Mientras tanto, escudriñé los alrededores; una costumbre que adquirí cuando el último gobierno cayó, ya que el mundo se había vuelto el triple de peligroso que en el pasado. Nuestra casucha estaba a la orilla del asentamiento irregular, donde iniciaba una planicie llena de charcos de agua contaminada con químicos tóxicos. Desde ese lugar no se percibían señales de movimiento. Sin embargo, a mi izquierda, en una vivienda a treinta metros, pude distinguir la figura oscura de una persona que se asomaba a la puerta sin ninguna precaución. Una demostración de confianza que me puso la piel de gallina. Desde esa distancia lograba vislumbrar una sonrisa dibujada en aquel rostro anónimo. —Hermano —dije—. Creo que debes decidir ahora mismo.
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—Ya me di cuenta, Vince —susurró Fernán—. No hay opción, seremos los próximos que sirvan en la mesa si no nos marchamos. El cabecilla de la pandilla que dominaba este lugar, siempre se tomaba unos minutos para dictaminar las reglas del poblado o algún cambio en las mismas. La última vez había emitido una nueva, para suplir el problema de la comida. Era algo que simplemente no encajaba en el perfil de una sociedad civilizada, se podía decir que ya estaban muy cerca de volver a la época primitiva. Volvimos adentro. A la vez que Fernán preparaba un morral con víveres, yo desperté a Amelio, quien se tomó su tiempo para levantarse. Durante esos segundos, lo observé con compasión, consciente de la situación a la que pronto lo iba a exponer. No obstante, sabía que el chico era fuerte, puesto que ya lo había demostrado antes. Lo bueno del caos al cual fuimos sometidos era que, en el proceso, los niños se vieron implicados y maduraron más rápido que nosotros, y muchos otros perdieron la sensibilidad, volviéndose seres crueles y despiadados. —¿Qué pasa? —me preguntó Amelio, una vez de pie. —Caníbales —le susurré—. No sé cómo se dieron cuenta; tal vez nos escucharon llorar. —Todo listo —anunció Fernán echándose el morral al hombro—. Tenemos lo suficiente para un par de días. —¿Qué hacemos con mamá? —pregunté—. No podemos dejar que le hagan eso, aunque esté muerta. Fernán se dio la vuelta sin responder. Se acercó a la cocina y tomó algo que estaba sobre una hornilla; luego volvió a mirarme, parándose a centímetros del cuerpo de nuestra madre. Me mostró la caja de cerillas que sostenía en la mano y dijo: —Quemaremos todo. Ya que no volveremos… Guardábamos un poco de combustible en una cantimplora,
escondida entre los víveres. Era quizá un tesoro invaluable en ese lugar, pero ahora simplemente no podíamos pretender que nos serviría conservarlo. Lo vertí en primer lugar sobre el cuerpo de mamá y el resto traté de distribuirlo en los objetos que pudiesen ayudar a la llama a no extinguirse rápido. Al final, nos tomamos de la mano, parados a pocos palmos de la puerta y nos despedimos en silencio de la mujer que yacía allí. Posteriormente Fernán nos indicó que saliésemos para poder encender el lugar. Una vez afuera, volví a escudriñar los alrededores, buscando señales de una emboscada o algo parecido. Sin embargo, incluso en la casa donde vi la figura sonriente, no había nadie. Era probable que decidieran atacar a la hora de despertar, pero no nos podíamos confiar. —Corramos con el mayor sigilo posible —dijo Fernán al salir y pararse a mi lado—. El fuego los distraerá. Asentí con un movimiento de cabeza y tomé a Amelio por la muñeca antes de echar a correr, con Fernán a un lado. Mis alpargatas tenían agujeros en las suelas, por lo que traté de evitar las piedras que podía ver, aunque de vez en cuando sentía el dolor lacerante de un paso en falso. Escuché el fuego crepitar a mis espaldas mientras nos adentrábamos por una de las calles del poblado. Debíamos atravesarlo para escapar. Aunque por donde pasábamos las casas se hallaban en silencio, allá atrás se empezaban a escuchar voces y algunos gritos. Miré a mi hermano, tratando de comunicarle mis temores y dudas. Él adoptó una expresión decidida, con la cual me transmitió algo de confianza. Varios minutos luego, Amelio jadeaba del cansancio. Decidimos detenernos cerca de una choza especialmente grande con una ventana que servía de mostrador para vender algunas cosas de valor. En ese momento estaba sellada con un montón de madera. —Mira —dijo Fernán, quien se fijaba en el camino
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recorrido. Eché una ojeada y vi la luz de las llamas asomar por sobre las casas. Acerqué a Amelio hacia mí, halándolo del hombro y le acaricié la cabellera. Él luchó por quitarse mi mano de encima. No era un chico especialmente adepto a los gestos de cariño. —¿Recuerdan dónde vive Elton? —pregunté. —Sí —dijo Fernán. —¿Quién es Elton? —preguntó Amelio. —Es nuestro boleto de ida —respondí—. Su casa será la próxima parada. Gracias a él es que sabemos de una opción para salir de aquí. —No me respondiste —dijo Amelio con disgusto. —¿No recuerdas la última casa en la que pasamos unos días antes de venir aquí? Elton es el tipo flacucho de los lentes que vive ahí. —Ah, ya, claro. —Bueno, yo creo que no disponemos de mucho tiempo para descansar —dijo Fernán—. Ya empiezan a buscarnos. A lo lejos se oía un barullo de golpes, como si varias personas le pegaran con tubos a las hojas de metal de las casas. Quizá se había formado una comitiva para echarnos caza. Eran las nuevas reglas de la sociedad decadente; aunque en el pasado lo hubieran rechazado y condenado furiosamente, ahora era algo que parecía necesario para ellos. Luego de haberles robado la dignidad a la mayoría de las mujeres, ahora venía esto. ¿Adónde iban a parar? Continuamos nuestra huida, a sabiendas de que nos faltaban al menos ocho millas para llegar a terreno libre, el lado de la planicie que no estaba tan contaminado y conservaba los caminos que se usaban para el comercio. Precedidos por el sonido que auguraba muerte, nos obligamos a mantener la compostura para que nadie nos escuchara pasar, de manera que esas personas que aun dormían no nos delataran, aunque yo estaba seguro de que no
se darían cuenta de nuestra situación hasta que les dieran el aviso, puesto que había muchas otras razones por las cuales uno podía salir sigilosamente durante la noche, razones que normalmente le concernían a la pandilla asesina que gobernaba. Seguí sosteniendo la muñeca de Amelio mientras nos desplazábamos. Había algo extraño pasando por mi cabeza, lo cual me causaba una sensación desconocida, como una mezcla entre nostalgia y coraje. El cielo medio oscuro salpicado de estrellas distanciadas entre sí, las luces provenientes de la luna creciente, siempre cerca del horizonte, el planeta vecino, el aire apestoso y la atmósfera tenebrosa de decadencia, sumado a la imagen lejana de la montaña de desperdicios, me causaban aquellas sensaciones. Minutos luego la sed empezó a atormentarme; fue repentino, como saltar del invierno al verano en un segundo. Y recordé rostros perdidos, los rostros de nuestros familiares que sucumbieron ante los problemas, nuestras primas que fueron raptadas y vendidas, los muchachos que participaron en protestas públicas y que luego desaparecieron sin dejar rastro. Mi mente empezó a enroscarse… Podría describir el fenómeno así, como si se enroscara y enredara consigo misma, amenazando con destruirse. Sabía que eso pasaría pronto, así que me dejé llevar. —¡Vince, detente! —exclamó Fernán, con lo cual salí de mis pensamientos. Dejé de correr, soltando a Amelio, quien estaba cansado otra vez, jadeando con mayor fuerza que antes. Noté que ya estábamos en la planicie, a varias yardas afuera del asentamiento, el cual observé con curiosidad por encima de la cabeza de Fernán, que me miraba con disgusto. —¿Qué te ocurre? —preguntó, acercándose. —Estuve desvariando —respondí, sin dejar de mirar la luz menguante que desprendía las llamas de nuestra morada. Fernán suspiró y volteó también a ver.
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—Ya no se escucha el ruido de quienes nos perseguían. Tal vez salgan a buscarnos en sus vehículos —explicó mi hermano. —¿Adónde vamos ahora? ¿Dónde vive el tipo de los lentes? —dijo Amelio antes de bostezar. Me tardé en decir algo, esperando a que Fernán respondiera, pero, luego de darme la vuelta y fijarme en la gran montaña y sus luces flotantes, comenté: —Elton pasa sus días en un viejo remolque, cerca de un pantano, a sólo diez millas del botadero. Aunque se ve cerca, esa montaña está bastante lejos y es muy grande, así que deberíamos apresurarnos antes que llegue la hora de actividad de esos tipos. —Pero no entiendo. ¿Qué tiene él de importante? —inquirió el niño. —Ya te lo dije. —No, sólo hiciste una metáfora. —¡Pero qué insistente! Escucha, él conoce una forma de atravesar la puerta del puente. Nos lo explicó la última vez que lo vimos, pero a papá no le agradó la idea, porque es muy arriesgada. Sin embargo, ahora mismo tenemos una herramienta muy útil. ¿No, Fernán? Volteé a mirar a mi hermano mayor, quien parecía no querer sumarse a la conversación. Arqueé las cejas en señal de obstinación. Él suspiró y se acercó al lado de Amelio, dejando caer su mano sobre la cabeza del pequeño, que trató de librarse del contacto, a lo que Fernán respondió con un apretón fuerte. —¡Au! —se quejó Amelio. —Amelio, será mejor que le hagas caso a Vince —dijo—. No preguntes tanto, porque a partir de ahora, lo más importante es que nos movamos sin dudar. Mientras él pronunciaba estas palabras, yo me dediqué a mi acostumbrada revisión del perímetro. La planicie se extendía a todas partes, y en las lagunillas que se esparcían por la zona,
destellaban los reflejos de luz. Efectivamente, lo único que se destacaba eran la montaña y el asentamiento de los mendigos, desde donde se podía ver una columna de humo muy delgada ascender, remanente de las llamas que abrasaron a nuestra difunta madre. Antaño existieron grandes extensiones de pasto verde donde convivían distintos tipos de animales, pero los recuerdos que guardaba eran muy vagos. Pasados unos segundos, mi hermano nos instó a que continuásemos la huida, esta vez sólo trotando, como si entrenáramos para una maratón. Teníamos poco tiempo y debíamos recorrer una larga distancia. El camino pedregoso y un tanto arenoso por la erosión, serpenteaba entre pequeñas lagunas de agua oscura y mucho más adelante se separaba en dos direcciones como una Y. Una vía se iba directamente a la montaña y la otra a un lugar cercano a nuestro destino. Ya me dolían las plantas de los pies de tanto pisar piedras a través de los agujeros de mis suelas; no obstante, no me quejaba y me esforzaba por continuar. Había aprendido por las malas la necesidad del sacrificio en ciertas ocasiones. Recordaba especialmente un día en el que había perdido a una amiga, y la verdad es que cada vez que una situación me obligaba a pensar en ella, hacía lo imposible por olvidar. No fue una experiencia que alguien quisiese tener siempre en mente. Llegó un momento en el cual una especie de hedor dulzón invadió nuestras narices, proveniente quizá de algún pozo de cadáveres. Me concentré para que mi sistema ignorara la sensación y no reaccionara con arcadas. Para este tipo de situaciones nos habíamos entrenado con ayuda de papá, pues nuestra supervivencia dependía de la cantidad de habilidades que tuviésemos de adaptarnos a las circunstancias. El hedor permaneció durante largo rato, en el cual, a pesar de nuestra debilidad, jamás nos detuvimos. Vimos cómo la montaña de desperdicios se hacía más grande y se desplazaba un poco hacia la derecha; a ambos lados
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del camino, las zonas secas desaparecieron y el terreno se volvió pantanoso, cubierto por nuevas aguas y una bruma que parecía inmóvil. Era bastante difícil medir el tiempo. Por lo que respectaba a nuestra ubicación, el sol no sería visto hoy, la noche polar se adueñaría del cielo y todo lo que nos rodeaba. Quizá, en unas horas, habría una rara claridad en el horizonte, pero eso sería todo; sin embargo, la falta de luz solar directa era siempre suplida por la reflexión en la mitad iluminada del planeta vecino. Nos faltaba poco para llegar a nuestro destino. Empecé a visualizar más adelante, a varios palmos a la izquierda del camino, el remolque viejo y oxidado donde vivía Elton. No se trataba de una casa rodante sino una obvia imitación de una caravana, quizá construida por el mismo Elton, quien vivía solo desde que su familia entera fuese asesinada. Una vez nos acercamos lo suficiente, encontramos el sendero formado de piedras enormes que servía de conexión entre la vía y la morada. Para evitar el agua pantanosa, el hombre había buscado con paciencia aquellas grandes rocas y las había lanzado allí. Según recordaba, antes no había tanta agua, pero el constante cambio climático convirtió todo en un caos. A veces llovía repentinamente y pasaban días antes que escampara; en otras ocasiones, nevaba. Con mucho cuidado, Fernán se adelantó a pasar al otro lado, saltando de piedra en piedra, las cuales se movían en ciertas ocasiones, causando que mi hermano se tambaleara. Cuando iba a mitad del recorrido, se detuvo y volteó a mirarnos. —Vengan, con mucho cuidado. No sabemos qué pueda haber en esa agua —dijo. Miré a Amelio y le insté para que fuese él primero. El chico hizo caso y empezó a dar los saltos, tambaleándose con más violencia que Fernán pues no era tan prudente. Dejé que ambos
llegaran al otro lado, donde el remolque reposaba sobre una isla de tierra húmeda que no pertenecía al pantano. Luego me lancé al recorrido bamboleante. Mientras tanto, mi hermano empezaba a hacer ruido con golpes repetidos a la puerta de metal. Se oyó movimiento dentro de la vivienda. En ese instante yo estaba llegando al sitio donde se apretujaban mis hermanos, entre un pequeño asomo de tierra y la última roca. Me tuve que quedar parado en la penúltima piedra. Luego se escuchó el sonido de las cerraduras abriéndose, antes que la puerta se moviese y apareciese una rendija a través de la cual se asomó el ojo del hombre que vivía allí, rojo como si estuviese drogado o sufriera de hemorragias internas. A continuación, la voz ronca de Elton dijo: —¿Quiénes son? ¿Qué quieren? Tengo un arma apuntándoles. —Elton, somos nosotros, los hijos de Jeremías. ¿Nos recuerdas? —respondió Fernán. —Sí, somos sus hijos —exclamó Amelio, dando una palmada a la pared de metal de la casa. —Ya me di cuenta —dijo Elton—. ¿Qué hacen por aquí tan temprano? Interrumpen mi descanso. —Pues es una emergencia. Queremos hablar contigo sobre la propuesta que le hiciste a papá la otra vez —explicó mi hermano—. ¿Nos dejas pasar? Elton se lo pensó unos segundos, dijo «Está bien» de mala gana y empujó la puerta para que se abriera un poco, de manera que no mandara a Fernán al agua sucia. Esperé a que mis dos hermanos entraran y luego procedí a hacer lo mismo, asegurándome de que la puerta se cerraba tras de mí. En el interior, me encontré con un montón de cosas a las cuales posiblemente no podría dedicarles el tiempo suficiente para detallarlas. Elton, con un pie vendado y vestimenta igual de harapienta que la nuestra, estaba sentado en una colcha en un
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rincón al fondo, sin sus lentes acostumbrados, y mis hermanos reposaban sobre un par de banquitos de madera en medio de la estancia. Ocupando la mayoría de los espacios y rincones había latas de comida preparada, otros cuantos recipientes con herramientas mecánicas y tornillos, morrales a punto de estallar por la cantidad de pertenencias metidas dentro, y por último había dos objetos destacados: una nevera que aparentaba funcionar perfectamente y una maleta de madera, un objeto al lado del otro, en el rincón más alejado de la colcha. Olía a podredumbre mezclada; tal vez había comida dañada y algún animal muerto. —Y bien. ¿Qué quieren con exactitud? —decía Elton, con una cara sudorosa que contrastaba con el aire frío de la madrugada. —Deseamos que nos ayudes a llevar a cabo el plan —dijo Fernán. —¿Por qué, su padre ahora sí lo aprueba? —No… —iba a replicar yo, pero Fernán levantó la mano y me silenció. —Nuestro padre ya no está con nosotros, murió —dijo él. Elton nos miró con el ceño fruncido. Luego se serenó y sonrió antes de decir: —Vaya, vaya, no aguantó el peso de la presión. Tarde o temprano, todos terminaremos así. —No necesitamos que diga cosas como esas —dijo serenamente mi hermano—. Mamá también murió y no tenemos más opción que actuar. La ley de las pandillas ha cambiado, a familias muy pequeñas se les quita todo y son servidas como alimento. Díganos si nos puede ayudar. Amelio estaba revisando con curiosidad uno de los recipientes que guardaban cosas de metal; esta en específico tenía en su interior un montón de bolitas pequeñas de acero. Elton tomó un vaso de plástico que tenía a un lado y se lo lanzó, asestándole en el antebrazo y provocando un escándalo al chocar con varias latas.
El chico pegó un respingo y miró al hombre con desdén, le hizo un gesto grosero con la mano y se acomodó en el banquito. —Su muchacho es maleducado, aunque nada que no haya visto —dijo Elton con una sonrisa. Luego se puso serio y agregó—: Chicos, estén conscientes de que somos muy pocos para robar un banco. Tengo las armas, pero esos edificios son impenetrables a estas alturas. Necesitaríamos un grupo más grande y fuerte. Luego está el viaje al puente, que es otro problema. —Tenemos algo que nos puede ayudar… Vince, muéstrale. Miré a Fernán y luego a Elton, quien parecía estar preparado para decir algún comentario negativo de lo que sea que le fuese a enseñar. Para mis adentros, me reí. Luego volteé hacia donde estaba la maleta de madera y me concentré para hacer la demostración. Con el fin de ayudarme, extendí el brazo hacia la tapa del objeto con la palma de la mano hacia arriba, junté los dedos índice y mayor, formando con ayuda del resto de dedos un gesto de pistola que apuntaba a la pequeña cerradura de la maleta. Posteriormente y a velocidad moderada, cerré el puño al mismo tiempo que la tapa se abría y daba un porrazo contra la pared. Fugazmente vislumbré la colección de armamento que se guardaba dentro, antes que se volviese a cerrar por la reacción del golpe y la fuerza de la gravedad. Elton se puso de pie, asombrado, con algo de dificultad por su pie lastimado. Se apoyó con una mano en la pared y se acercó unos pasos a mí. Tenía la boca entreabierta y parecía que no le salían las palabras. Unos instantes luego, al fin habló. —¿Acabas de abrir una cerradura con sólo la voluntad? Esa cosa tenía la llave echada —dijo. —Sí —asentí—. Es algo que llevo desarrollando desde que lo descubrí hace como tres años, cuando cumplía veintitrés. Lo guardé en secreto con mi hermano porque era demasiado raro, pero ahora que me he vuelto tan hábil, se me ocurrió que podía
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usarlo. Mientras hablaba, algo bastante peculiar ocurrió. La luz que entraba era poca debido a que la única ventana que había estaba cegada con una cortina gruesa. Sin embargo, pude ver aquello que emanaba del cuerpo de Elton, algo que ya había presenciado antes, cuando pasamos unos días aquí. Una especie de destello multicolor surgía de cada parte del hombre que me miraba con asombro. Para mí, ya era normal aquello, pues era mi secreto personal, algo que había notado desde siempre; algunas personas desprendían esos colores, como los de un espectro que sale de un prisma atravesado por un rayo lumínico. Nunca se lo conté a nadie, y la verdad es que no tenía ni idea de por qué sucedía. —¿Y cómo lo piensan hacer? —preguntó Elton—. Deben tener un plan para que simplemente con unos trucos quieran atravesar la seguridad de aquel banco. —Usaremos una de las naves del botadero para transportarnos —respondí. —Esas naves tienen un sistema de seguridad que te impide encenderlas si las robas. —Hay una forma, y puedo ayudar con mi mente. Las armas estarán flotando gracias a mí y cuando entremos al banco será como si tuviéramos un ejército. Luego tú nos ayudarás a buscar la llave del puente y huiremos en la nave. Es simple. Elton me miró un instante y luego regresó cojeando a su colcha. Allí me invadió la curiosidad. —¿Qué le pasa en el pie? —Es gangrena. Por estos lugares es muy peligroso que tengas accidentes. Creo que terminará matándome; ustedes vienen en el momento preciso. —Ya veo —dije, pensativo. —En el otro planeta seguro tienen medios para curarme y gracias a esa ley que aprobaron tenemos la posibilidad de vivir
en paz si tan sólo burlamos la vigilancia. Qué irónico, ¿no creen? Nos matan de este lado, pero del otro nos protegen. Y pronto eso se acabará, esta oportunidad es única y es otra razón por la que digo que vienen en el momento preciso. —No entiendo. ¿A qué se refiere? —inquirió mi hermano. Elton se removió sobre la colcha para buscar algo que escondía en el rincón que ocupaba, bajo una almohada. Entonces lo extrajo: un pequeño radio antiguo, tal vez utilizado para captar las señales de las emisoras de programas de entretenimiento. Se enderezó en la posición anterior, sosteniendo el aparato en alto y explicó: —He estado tratando de captar algunos mensajes que se mandan los soldados que aún circulan nuestras tierras. No logré casi nada, pero por lo menos en una de las pocas veces que tuve éxito, alguien emitió un comunicado en varios idiomas, entre ellos el que hablamos. Decía que dentro de tres días, el ejército del Gobierno Progresivo vendrá aquí y acabará con lo que queda de la resistencia. Eso imagino que nos incluye a nosotros, porque de verdad que nunca hubo una resistencia; este planeta se dejó destruir de la manera más estúpida. —Ehm…, —carraspeó Fernán—. Elton, yo no estudié mucho que digamos en mi vida, pero… me parece que la palabra es progresista, no progresivo. —Ellos se hacen llamar Gobierno Progresivo por alguna razón. —Elton devolvió el radio a su lugar—. No es un término que se use por aquí, ya que nunca se popularizó, pero creo que hace la diferencia pues sus métodos son muy extraños. Son impredecibles y lo digo literalmente; nadie les ha podido ganar una jugada. —Eso es una mala noticia, sabiendo que lo que pensamos es ganarles en el juego. —Tenemos un elemento sorpresa —aclaró Elton. De pronto ladeó la cabeza y arrugó el ceño, como escuchando algo, y
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agregó—: Qué raro, a estas horas no deberían estar saliendo comitivas de ese pueblucho. Fernán se puso de pie. Vi que su expresión era seria, señal de que su intuición había notado algo desagradable. Sus ojos se dirigieron a mí y me comunicaron sus temores. —Debemos irnos —dijo mi hermano—. Es probable que nos estén buscando en sus motos. Con esas baterías que usan ahora, pueden perseguirnos hasta el infinito. —¿Por qué no mejor los enfrentamos? —sugirió Elton—. Vince puede ayudar. Era una buena idea, pensé. ¿De qué otra forma podíamos librarnos? En la tierra que habitábamos existían historias sobre persecuciones protagonizadas por esos personajes, quienes podían conducir varios días sin parar. Los combustibles fósiles ya no estaban disponibles desde hace tiempo, pero esas baterías que los hombres habían robado de las máquinas de los vecinos tenían demasiada energía. —Debemos preparar las armas —me apresuré a decir—. Hay algunas que no sé usar, pero si me las preparan de manera que sólo tenga que halar el gatillo, será suficiente. El sonido de los motores se iba acercando cada vez más; no tenía idea de qué tan lejos se hallaban. Amelio nos miraba con curiosidad desde hacía rato, pero no hablaba quizá por miedo a un vaso volador. Mientras tanto, Elton y mi hermano decidieron hacer caso a mi consejo, y de inmediato se pusieron a preparar las armas. El pobre Elton tuvo que quedarse sentado mientras Fernán le iba pasando cada artefacto con la cantidad adecuada de balas. Eran modelos viejos, de baja tecnología: dos escopetas, cuatro revólveres, una ametralladora pequeña y tres pistolas automáticas. A medida que cada una estaba lista, era lanzada a mis pies, haciendo un ruido sordo por la alfombra que cubría todo el piso. Yo me tapaba lo oídos por si algún disparo se salía
accidentalmente. Los motores se detuvieron justo cuando se oían con más fuerza, como si estuviesen al frente de la casa. Allí me di cuenta de que era hora de actuar. Cuando cayó el último arma, me concentré lo mejor que pude, y escuché cómo los vehículos de afuera se ponían de nuevo en marcha y empezaban a chapotear el agua del pantano. Se acercaban. Las voces ininteligibles de los perseguidores sonaban como si animales feroces y primitivos se prepararan para atacar. A continuación, me acomodé a un lado de Fernán, quien aún estaba cerca de la maleta de madera ya vacía. Luego volteé a mirar a la puerta, me agaché y extendí las manos en dirección a las armas, esta vez con las palmas hacia abajo. Todos permanecieron quietos y en silencio. Mi plan ya no era hacer movimientos bruscos sino controlados, los cuales había practicado antes; en esta ocasión no necesitaba mover demasiado los dedos, pues la concentración era la que valía más. De dos en dos, cada artefacto se fue elevando a cierta distancia del piso, apuntando hacia la puerta, de manera que todos tenían espacio para disparar. En el exterior, los motores se detuvieron. Mi corazón latía fuertemente. Quienes estaban afuera se comunicaban en alguna lengua extraña, uno de los muchos dialectos sin nombre; la gente había terminado por olvidarlos. Caí en la cuenta de que la ventana podía resultar un punto débil, así que lentamente separé una escopeta del grupo y se la pasé a Elton, quien me miró con cara de desconcierto. Con la mayor concentración posible, usé mi mano izquierda para indicarle que vigilara la ventana; entonces él asintió con la cabeza y se preparó, apuntando con el cañón a la abertura. La puerta no tenía seguro; planeaba esperar a que la abrieran para disparar. No obstante, había algo que no andaba bien. Los perseguidores se habían quedado en silencio; apenas si de vez en
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cuando se oía un movimiento en las aguas. Sospechaba que ellos también tenían armas de un tipo desconocido. No recordaba bien con qué era que amenazaban porque normalmente uno debía mirar a otro lado cuando aparecían para no caer víctima también. De súbito, detrás de mí, escuché un chapoteo. Lo sabía, pensé. Sacudí ligeramente mis manos y la ametralladora retrocedió, se puso a unas pulgadas sobre mi cabeza y volteó a apuntar adonde calculaba que había percibido el ruido. Luego de esto ocurrieron varias cosas muy rápido… Alguien rompió el vidrio de la ventana y metió la mano para levantar la cortina. Elton disparó sin pensárselo mucho; yo utilicé mi habilidad para abrir la puerta de golpe y disparé todas las armas a la vez sobre un andrajoso perseguidor que cargaba una peinilla. Pude distinguir afuera a unas cuatro personas más que se lanzaban al agua para cubrirse y cinco motos de cuatro ruedas hundidas hasta la mitad en el pantano. Había más, por supuesto, desde que se soltó el primer disparo, se oyeron gritos y órdenes en ese idioma extraño de pronunciación veloz y sin erres. Amelio también gritó cuando algo rasgó la pared detrás de mí. Al voltear a mirar de reojo me encontré con que una enorme hoja ancha de una espada se hallaba atascada, atravesando el metal desde afuera, cerca de la cabeza del niño, quien se empezaba a lanzar hacia el piso. La ametralladora se acomodó rápidamente y disparó varias balas; el grito que siguió confirmó el acierto. Hasta ahora, los primeros segundos de batalla fueron favorables, pero luego las cosas se empezaron a poner más difíciles. Una ráfaga de tiros vino desde uno de los que estaban enfrente y me vi obligado a lanzarme a un lado a la vez que volvía a disparar. Otro grito de dolor se oyó. No obstante, al perder la concentración, las armas se desplomaron. Miré rápidamente a los muchachos para verificar que no estaban heridos (no lo estaban) y volví con rapidez a centrar mi atención en los artefactos que dejé 207
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caer. Alguien golpeó tan fuerte el remolque que este se sacudió. Los hombres empezaron a entrar; el primero recibió una bala en el pecho y cayó hacia adelante, aplastando debajo de sí a casi todas las armas. Posteriormente aparecieron dos, a quienes traté de combatir con la escopeta y el revólver que me quedaban, pero uno de ellos, usando su peinilla, apartó los dos objetos de un golpe. Elton disparó desde su posición y derribó a este, pero el otro, que cargaba su propio fusil, puso una rodilla en tierra y empezó a gritar en español, con el cañón en dirección al hombre en la colcha: —¡Quieto! ¡No te muevas o disparo! ¡Si recargas, estás muerto! Amelio se hallaba tirado cubriéndose la cabeza con miedo, Fernán estaba sentado, recostado de la pared junto a la cocina y encima de un montón de latas, y yo, de espaldas contra el piso, empezaba a sentir desesperación. Los hombres tirados en el piso sangraban y mantenían inmóviles las armas. Me odié por no estar preparado; se suponía que había entrenado para esto. Y en aquel instante en que parecía que todo iba de mal en peor, alguien de afuera gritó unas palabras que me llevaron a los extremos: —¡Mátalo ya! Igual van a despellejarlo luego. La fuerza que a continuación empezó a sacudir el remolque no vino de ninguno de los perseguidores. Era brutal. El cañón del fusil del hombre frente a mí se dobló como si estuviese hecho de goma y apuntó hacia arriba; el rostro de incredulidad del personaje me recordó a algún animal, sobre todo por su salvajismo: estaba todo sucio y magullado. Luego las vibraciones de la vivienda se intensificaron y la misma empezó a elevarse. Lo supe porque lo sentí y escuché cómo el agua debajo de nosotros se removía. En seguida, los intrusos, tanto el que estaba de pie como los que yacían en el piso, se elevaron como muñecos de trapo y se dieron 208
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contra el techo tan fuerte que casi lo atravesaron. Permanecieron pegados allí mientras el fenómeno continuó. Afuera se oyeron varios gritos. Aparentemente la repentina levitación también afectó al resto de los cazadores. Seguimos elevándonos y la verdad es que yo no estaba muy seguro de lo que acontecía, puesto que la telequinesis que usaba no era algo sencillo de entender. Después de unos segundos, cuando empezamos a caer, noté cómo se liberaba la tensión en mi mente. El golpe que siguió fue doloroso; mi hermano, Amelio y Elton gritaron. Los hombres que habíamos matado volvieron al piso, pero el que estaba de pie quedó con el torso atrapado en la parte de arriba del techo y sus pies colgando del lado de adentro, inconsciente. Las armas volvieron a atraparse bajo uno de los cuerpos, pero yo las saqué a la fuerza de su prisión y las mantuve flotando. Me puse de pie y miré a todos lados. Elton había soltado la escopeta y sudaba mientras se agarraba el tobillo del pie vendado; Fernán seguía en su sitio, igual que Amelio. Me aproximé a la salida, esquivando los pies colgantes del hombre del fusil, a la vez que reubicaba las armas sobre mis hombros; la puerta aún vibraba por el choque. El camino de rocas estaba un poco a la izquierda. Me dejé caer en el agua y me hundí hasta más arriba de las rodillas. Al punto verifiqué la zona. Las motos estaban en su sitio, pero no había rastro de los otros cazadores. Mi sorpresa fue cuando escuché gritos sobre mi cabeza, acercándose con velocidad. Ni siquiera me di el lujo de mirar; me pegué al remolque, movilizando las armas un poco más al frente para que no chocaran junto conmigo, puesto que me seguían como si formaran parte de mi cuerpo, y vi cómo caían tres hombres acompañados de sus respectivas armas (dos espadas y un fusil), directamente sobre el sendero de tierra. Se oyó, aparte del golpe de sus caídas, un impacto sobre el techo de la caravana y un chapoteo; era el otro acompañante.
Mi respiración estaba agitada; no me había dado cuenta. Tras terminar el evento, me pude concentrar en calmarme y caminé hacia las cinco motos estacionadas, sintiendo el fondo fangoso sobre el que pisaba. Era obvio que habían venido sólo con esos vehículos, quizá montados dos en cada uno. Posiblemente en unas horas, al darse cuenta de que no vuelven ni responden, enviarían un grupo más grande. Me di la vuelta y me encontré con Fernán, parado en la orilla de la salida del remolque, sosteniendo la puerta con una mano. Detrás de él estaba Amelio tratando de asomarse. —Eso fue increíble —dijo Fernán. —Ni siquiera sé cómo lo hice —repliqué—. Creo que debemos irnos antes que ese de ahí arriba despierte. No puede haber muerto de un golpe como ese. —Se está desangrando. —Maldición. No quería verme obligado a matar tanta gente. —¡Eso no importa! —exclamó la voz de Elton desde adentro—. ¡Somos personas que luchan por sobrevivir! Fernán volteó a mirar hacia donde estaba el hombre y luego procedió a lanzarse afuera, seguido de Amelio, a quien el agua le llegaba casi a la cintura. Un momento después, Elton apareció cojeando en la puerta, con su brillo multicolor que ya había aprendido a ignorar, sosteniendo la escopeta por el cañón y con el rostro perlado de sudor. A pesar de todo, exhibía una sonrisa alegre. —Vince, cuando llegaron estos tipos creí que no teníamos esperanzas, pero ya empiezo a confiar en que lo lograremos —dijo. Treinta minutos luego nos transportábamos velozmente por la vía de tierra, con la amenazante figura de la montaña de desperdicios al frente. Fernán conducía una de las motos, con Elton de pasajero, quien llevaba un morral del cual sobresalían las dos escopetas y un fusil perteneciente a los cazadores, y además
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el morral de víveres que nos pertenecía; yo conducía la otra moto, con Amelio agarrado a mi cintura. Detrás de nosotros dejábamos un par de largas nubes de polvo. El camino que tomamos era cada vez más accidentado; habíamos tenido que dar marcha atrás para volver a la bifurcación en Y. Un viento frío nos azotaba. Allá adelante veía las naves ir y venir, sumando cada vez más desperdicios a la montaña, la cual parecía inalcanzable. Era muy grande, algo que parecía imposible, como si hubiese emergido de un sueño; sin embargo, desde que empezó la actual etapa de la destrucción de nuestra civilización, todo parecía una fantasía horrenda. Recordé los últimos momentos de mamá, la muerte inevitable que aún se mantenía fresca en mi cabeza. Dicha remembranza me causó tanto pesar que decidí irme más hacia el pasado. Me ubiqué en el recuerdo de la primera vez que vi a Amelio. Él era un chico muy extraño, de los muchos que existían desde que alguien decidiera atacar psicológicamente a todos los jóvenes de las nuevas generaciones. Pero no lo era tanto como los otros, que desarrollaban un desorden de personalidad que los convirtió en animales cuando la pobreza alcanzó a todos. Amelio parecía estar en equilibrio con cada una de sus facetas; podía sobrevivir a las adversidades solo. Mi padre decidió adoptarlo por su capacidad de adaptarse a las circunstancias. Fernán lo encontró vagando por un barrio abandonado cuando buscábamos un nuevo hogar. Se alimentaba de ratas cocinadas y portaba una lanza para defenderse; estaba mugriento y con el cabello largo hasta la mitad de la espalda. Cualquiera pensaría que era una bestia salvaje, pero al verificarlo, descubrimos que sabía hablar muy bien y era inteligente. Papá logró razonar con él y lo invitó a que nos acompañara. Con el tiempo, nos acostumbramos a su presencia y lo convertimos en parte de la familia; le cortamos el cabello y tratamos de asearlo. Un logro
como ese debía protegerse. La entrada al botadero era un arco de metal con un letrero oxidado en su parte superior. Si bien no era necesario una puerta, pues no existía pared o cerca que rodeara la zona, aquello servía como símbolo, ya que el epígrafe que coronaba el arco era el siguiente: “AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE UN MUNDO CORRUPTO”. Sólo nos detuvimos un instante para contemplar la frase antes de continuar. Aproximadamente cien yardas nos separaba de los primeros desperdicios, pertenecientes a la falda de la montaña. Buses, coches, camiones, vagones de trenes, restos de aviones y maquinaria pesada, vigas de edificios que nunca fueron terminados, trozos de puentes derribados. Las máquinas estaban recolectando todo el metal posible por alguna razón; yo me imaginaba que quizá era para el reciclaje, pero no confiaba en la veracidad de ello, porque no era fácil saber lo que se pudiesen traer entre manos esos seres. Nos detuvimos cerca del esqueleto de una avioneta oxidada y nos apeamos para observar lo que pasaba. A lo lejos se oían estruendos de choques metálicos, producto de la caída de cada cosa que traían las naves con sus imanes. Elton, que se había quedado sentado en la moto, dijo mientras yo daba unos pasos hacia donde estaba un tranvía, aplastado por un avión grande: —Vince, deberías tratar de atraer algo con tu mente. No tenemos mucho tiempo para buscar nuestro transporte a pie. —¡Eso es lo que haré! —exclamé sin voltear, alzando la voz para que me oyera aun estando de espaldas. Allá cerca de la cima se veían bastantes naves, pero por acá abajo, las cosas no estaban muy favorables y las pocas máquinas que podía distinguir, estaban a una distancia incalculable para mi vista. Aún no sabía si iba a lograr influir en un objeto que estuviese tan lejos, pero debía intentarlo. Entorné los ojos en una
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especie de gesto de concentración; la nave quedó en esa pequeña rendija de luz y mi mente pudo desprenderse del resto de cosas que me rodeaban. Extendí mis brazos hacia donde estaba aquella cosa y traté de alcanzarla, traté de sujetarla con unos brazos invisibles gigantes. Resultaba un poco raro porque no sentía nada cuando hacía telequinesis, no era como intentar mover mi propio dedo, el cual tenía nervios. Un momento luego de empezar a intentarlo, mis hermanos se pararon a mis lados, Fernán a mi izquierda y Amelio a mi derecha. No les presté mucha atención y no me enteré de si estaban impacientes o trataban de darme ánimos; nuestro transporte potencial se me resistía. No obstante, aún sonaban en mi cabeza los ruidos que se produjeron cuando el remolque se elevó, así que no me iba a rendir tan fácilmente. Después de unos cuantos minutos, al fin vi cómo la diminuta nave parecía haber quedado atrapada en una telaraña invisible; se había detenido de repente. En seguida eché mis brazos hacia atrás, doblando los codos, y luego volví a abrir bien mis ojos. Bajé las manos y miré a Fernán. —Será mejor que abran espacio —dije antes de darme la vuelta y correr lejos de la falda de la montaña. Oí los pasos de los dos tras de mí, tratando de alcanzarme. No lo lograron hasta que me hube detenido, a una distancia que me pareció la más adecuada para realizar el próximo movimiento. Me di la vuelta y busqué con la mirada aquello que se acercaba a gran velocidad. Un objeto grande y amarillo que giraba de forma descontrolada. Algo había salido mal en mi anterior intervención, por lo que ahora debía hacer un gran esfuerzo. Volví a extender los brazos hacia el frente, pero esta vez como si quisiera parar un muro invisible, y volví a concentrarme. Esta actividad no requería de esfuerzos musculares ni tensiones, sólo aquella pura concentración que, aunque sí causaba algo parecido, ocurría allí dentro, en lo más profundo de mi cabeza. Sin más efectos que
una brisa que sacudió mis ropas, la nave amarilla aterrizó con suavidad frente a nosotros. No pude moverme de mi posición, puesto que los motores de la máquina aún estaban encendidos. Su cuerpo era enorme, poco aerodinámico y a sus lados estaban los cuatro motores, parecidos a unas turbinas que apuntan su propulsión hacia abajo; al menos eso fue lo que pude deducir, pero daba la impresión de que su método de impulso era otro, puesto que no hacía ruido y había una luz verdosa saliendo del escape de cada motor. De lo que sí estuve seguro fue de lo que me confirmó luego Elton al decir en voz alta desde la moto: —¡Ese no es tripulado! ¡Ni siquiera tiene ventanas! ¡Déjalo ir! No pensaba dejarlo así, que se fuera volando como si nada. Era un riesgo. En cambio, moví mis manos hacia mi derecha en un desplazamiento oblicuo, como si lanzara algo y, efectivamente, eso fue lo que ocurrió, la nave fue inducida en un viaje veloz hacia un destino mortal, girando como un juguete. Era poco probable que se controlara antes de romperse. Y se demostró luego, cuando se escuchó el estruendo de su caída y la explosión. Había sido una pérdida de tiempo; ahora debía ubicar alguna que fuera útil. No había pensado en ello, tal vez no encontrase una por ahí. —¡Allá! —exclamó Amelio, señalando hacia un lugar un poco a la izquierda de la cima de la montaña. —¿Eh? ¿De qué hablas? —pregunté, desconcertado. No podía haberme leído la mente. —Es una nave plateada; las he visto antes, son tripuladas. —El rostro alegre del chico manifestaba que estaba seguro de lo que decía. Entorné los ojos de nuevo. De seguro Amelio tenía una capacidad mayor a la mía, pues de no ser por uno que otro destello por parte de los bombillos, no habría encontrado la máquina, ya
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que precisamente detrás de ella había una gran nube blanca que casi no contrastaba. En fin, una vez localizada y sin perderla de vista, procedí a realizar el proceso de captura. Esta vez me pareció más fácil, aunque cuando la vi venir, noté que era más grande que la anterior y por lo tanto requirió más esfuerzo el detenerla. Su llegada levantó una enorme nube de polvo que por poco se me mete en los ojos. El trabajo que vino luego fue un poco complicado. Efectivamente, la nave era tripulada, y su conductor trataba de escapar de forma desesperada a mi agarre. Los motores emitían ruido y unos chorros de luz verdosa hacia abajo; no eran como el fuego, no parecían calentar la tierra. Me vi obligado a hacer una hazaña mayor: saqué las armas del bolso que traía Elton y, sin perder la fuerza ejercida sobre la máquina, amenacé al conductor desde afuera. Al ver que no desistía, disparé sobre el techo de la nave; entonces la persona apagó los motores y dejó que la gran nave cayera en el suelo. —Chicos, vamos a acercarnos a ella; veré si puedo entrar —les dije a mis hermanos. No disminuí la imposición de mi fuerza. Caminando despacio, logré mantener también las armas donde estaban. La nave tenía un diseño más aerodinámico, su parte delantera era de perfil afilado y recordaba un poco a aquellos automóviles deportivos de lujo que antes existieron. Pero lo que nos interesaba era su lado trasero, donde estaba la portezuela de entrada. Para mí fue un proceso delicado, un reto de concentración, uno que nunca llegué a tener en mis sesiones de entrenamiento. En cambio, Fernán y Amelio estaban ajenos a lo que pasaba y me miraron con curiosidad, tal vez incluso con impaciencia. Una vez ubicado en mi destino, me preparé para algo más difícil. Allí, frente a mí, se distaba lo que parecía una puerta trasera de diseño similar al de los aviones de carga. Sin dejar
de sostener la nave y las armas, debía descifrar los mecanismos para abrirla, de manera que no se dañara y pudiésemos seguir usándola. Siendo franco, no tenía ni la menor idea de lo que debía hacer; no era que tuviera un tercer ojo o cualquier otra habilidad mística para adivinar hacia qué dirección debía mover qué pieza, la cual no veía. Lo más probable era que me viese obligado a tirar y romper; a diferencia de mi hazaña con la cerradura, la cual constaba entre los muchos tipos que había estudiado, aquí era como estar ciego y perdido en el desierto. No obstante, para mi suerte, pocos segundos luego de empezar mi discusión interna al respecto, la puerta emitió un chasquido y empezó a abrirse lentamente, descendiendo hasta ponerse en contacto con el suelo y convertirse en una rampa. En el interior de la nave, iluminado por bombillas de luz azulada, lo primero que vi fueron las melenas de los tripulantes, seguidas de sus rostros duros y las bocas de los cañones de las armas con que pensaban defenderse. Esta vez mis impulsos fueron más rápidos y en seguida los aparatos estallaron en las manos de sus usuarios, mandándolos al piso gritando de dolor; algunos trozos de metal vinieron hacia nosotros, pero los desvié directamente contra el suelo. Los sujetos cayeron en el rellano, al pie de las escaleras que ascendían al nivel superior de la nave. Hice que la ametralladora viniese y flotara a mi lado antes de acercarme a ellos. Eran dos muchachos vestidos con un raro uniforme gris de cuero conformado por una chaqueta de mangas largas ajustada y abotonada hasta el cuello, y unos pantalones con muchos bolsillos. Ambos estaban adoloridos y se movían hacia los lados sobre sus espaldas, aun quejándose por el impacto. Me agaché en medio de ellos y les dije: —No se muevan. Sólo queremos la nave, ustedes se pueden ir.
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Fernán se acercó y, rodeándome, se paró frente a mí mientras decía: —Debemos matarlos, no hay que dejar testigos. Los jóvenes dejaron de moverse y guardaron silencio. Los escudriñé a cada uno por un momento. Debían ser de menor edad que yo, pero no parecían extranjeros; sus expresiones de miedo los delataba. —No creo que sean de aquel planeta —repliqué—. Retengámoslos un rato y los dejamos ir en cuanto nos marchemos. —Hace un momento mataste a unos hombres sin juzgar si eran o no de aquí. —Tuve que, estábamos en una situación crítica. Hermano, recuerda que aunque nuestro padre no esté, no podemos olvidar lo que nos enseñó. En ese momento me di cuenta de que mi control de la telequinesis aumentaba de una manera increíble. No debía prestar demasiada atención al arma que flotaba a un lado de mi hombro y por algún motivo me daba la impresión de que las otras que aún estaban frente a la nave, seguían bajo mi influencia. De hecho, para probar si era cierto, me concentré en traerlas a mi lado y, en efecto, pocos segundos luego de pensarlo, aparecieron, como si tuviesen vida propia. —Toma una de las armas y vigílalos —agregué antes que Fernán pudiese decir algo—. Yo voy por el piloto, que aún está allí dentro. Mi intuición me lo decía. Aunque hubiese dos chicos tirados a mis lados, debía haber otro, uno que sirviese de líder para comandar aquella tarea de recolección. Me puse de pie e hice que el fusil de los cazadores se acercara a Fernán, quien lo sujetó con ambas manos y lo mantuvo apuntando alternativamente a cada uno de los aturdidos chicos. Me aproximé a las escaleras y mi hermano se
apartó para que pasara con mis objetos flotantes. Lentamente fui ascendiendo, y lo primero que vi fue la parte de atrás de un par de sillas forradas de cuero, ante el vidrio del parabrisas. Entonces me detuve y me di la vuelta, mirando hacia arriba. El nivel superior se extendía hacia la parte de atrás, por encima de mí, y eso era lo que deseaba verificar; se podía decir que había tres niveles, puesto que la parte de atrás estaba más elevada, por encima de los asientos delanteros. Sospechaba que el tipo a quien buscaba se escondía ahí. Sin embargo, desde donde me encontraba no veía más que el techo. La incertidumbre me ganaba, trataba de escuchar pero no captaba nada. Lo pensé por un instante y se me ocurrió que tal vez podría mover algo que no veía, así como hice con las armas que me acompañaban; aunque esta vez se trataba de una persona que jamás había contemplado. Imaginé una especie de pared invisible de detección que barría el espacio desde la parte más profunda de allí arriba hacia los asientos del piloto y copiloto, los cuales ahora estaban a mis espaldas. No ocurrió nada. Debo haberlo hecho mal, pensé. Entonces lo volví a intentar, y esta vez alguien emitió un grito y lo vi volar sobre mí hasta golpear contra la espalda de los asientos. Lo seguí con la mirada durante el trayecto, girándome para no perderlo. Se trataba de un hombre de unos treinta años, según podía calcular, vestido con el mismo uniforme que los muchachos, de piel rojiza, cabello negro y con un bigote abundante que parecía cuidar mucho. Era algo raro ver a alguien bien peinado. Mientras terminaba de subir los escalones, hice notar mis capacidades dándole un empujón contra el piso, de manera que quedase boca arriba. El rostro del personaje mostraba temor. —¿Usted también pertenece a este lado? —le pregunté en cuanto estuve pisando el penúltimo escalón, muy cerca de él. —Si… si se refiere a… No entiendo qué quiso decir —respondió el hombre, balbuceando.
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—Sabes de lo que hablo, quiero que me digas si eres de este planeta. —Pues claro. —No vengo a matarlo; sólo queremos la nave —expliqué al darme cuenta de que el tipo estaba temblando. Supuse que se debía a que jamás había presenciado algo como lo que yo estaba haciendo. —N… no la tendrán. La batería está desconectada… —Hay algo que no entiendo. ¿Por qué ustedes están ayudando a la destrucción de nuestra tierra? Están apoyando a los otros. El piloto vaciló. Entonces, entre pequeños espasmos, fue calmándose. Su frente estaba perlada de sudor. —Ellos jamás han mandado a alguien a sabotear el sistema de acá —dijo. —Explícame, soy todo oídos. —Admito que guardo relación con los de su raza, pero es por un familiar lejano. No sé cómo funcione; yo y todos quienes somos descendientes de una mezcla de sangres, fuimos obligados a participar, obligados a destruir todo. No puedo decir más. —Pero quiero que me digas. —Es que no sé nada. Para serte franco, nos autodestruimos…, no sé si fue planeado por ellos, pero aquí estamos, devorándonos hasta la desintegración. Por primera vez el hombre se veía confiado. Una ligera sonrisa irónica se dibujaba en su boca. Esto me irritó y automáticamente las armas que me acompañaban reaccionaron acercándose unos centímetros a la cabeza de mi interlocutor. —¿Qué eres? —preguntó, regresando a su estado de miedo. —Alguien que quiere ser libre. El piloto frunció el ceño. La calma volvió a él, pero esta vez era diferente, como si de pronto acabara de despertar de un letargo, como si una idea que pasara por su mente le iluminara.
—Así que es así —dijo despectivo—. Eres otro más. Ustedes son como una plaga; creen que por seguir alguna regla moral, tienen derecho a sobrevivir. Nunca llegan a pensar que al universo le importa un carajo lo que hagan o lo que sientan; igual son vulnerables y perecerán junto con el resto de su calaña. No respondí de inmediato. De hecho, decidí que debía pasar de ello, fingir que realmente no me importaba. A la vez que un pensamiento infausto empezaba a invadir mi mente, noté que todavía estaba ejerciendo presión sobre la nave; durante todo ese rato había sido igual. Al retirar la influencia, sentí una debilidad que se extendía por mi nuca, resultado de la fatiga. Volteé a mirar a Fernán, quien seguía vigilando a los chicos uniformados. —¡Hermano! —exclamé—. ¡Dile a Amelio que venga acá! —¡Captado! —respondió él. Aún quedaban esperanzas; teníamos el elemento sorpresa. Volví a mirar al hombre en el piso, tratando de intimidarlo, pero parecía que ya no le importaba ni el hecho de que lo estuviera amenazando con armas flotantes. Entonces, mientras seguía creciendo en mí aquella rara sensación provocada por el pensamiento que luchaba por dominarme, rodeé al sujeto y me di la vuelta. Allí abajo vi a Amelio subiendo los peldaños. Cuando estaba apenas a la mitad del recorrido, le pasé un revólver y dije: —Vigila a este. Voy a encender la máquina. El piloto se rio, pero no le presté atención. Algunas cosas empezaron a dejar de funcionar dentro de mi cabeza; quizá, si me ponía a hablar, balbucearía una que otra palabra. Volví a girarme y salté por encima de los asientos del piloto y copiloto. A continuación observé los controles, bastante modernos, con pantallas más que cualquier otra cosa; según alguna vez escuché, eran táctiles, por lo que se haría sencillo operar. No había luces, todo estaba apagado, pero al lado del volante, se encontraba incrustada una llave muy peculiar, más grande que la de un
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automóvil y muy parecida a una memoria USB. No perdí tiempo y la giré en la dirección que indicaba el tablero. Posteriormente, las pantallas brillaron, los motores vibraron y sentí cómo se elevaba un poco la nave. —¡Imposible! —exclamó el piloto a mis espaldas. Seguí sin decir nada. Estaba cansado. Dejé caer las armas y me desplomé en el asiento del copiloto. Sólo había sido una frase, pero había activado aquello que más me molestaba. Una horrible sensación, la cual podía comparar a estar en un espacio oscuro y vacío, sin nada a lo que aferrarse, a la deriva. Algo que comencé a experimentar con regularidad desde aquel momento, la última vez que la vi… Zara fue una muchacha más de entre las muchas que tuvieron que esconderse, ya sin familiares a los que acudir. La recordaba tal cual era. Cabello negro, ojos claros, piel blanca; desde el momento en que la vi siempre vistió con ropa masculina y usó una enorme gorra para ocultar los mechones más largos y femeninos de su melena. Su postura y manera de moverse imitaban las de un hombre. Me acompañó en un viaje que tuve que hacer en aquel momento en que me separé de mi familia tras una larga persecución. Debía rodear toda una ciudad sin ser visto para poder reencontrarme con papá, mamá y mis hermanos. Ellos nunca llegaron a conocerla, porque antes de poder alcanzarlos, la vi morir en manos de un grupo de viajeros agresivos. Ya casi había olvidado los momentos en los cuales ella y yo hablamos. Incluso no recordaba cómo sonaba su voz; todo fue opacado por el incidente. Pude ver una parte de la maldad humana y luego de ello sentí como si toda mi vida hubiera sido una tonta mentira, un engaño hecho para ocultar lo frágiles que éramos. Fue algo que me hizo perder la noción de la realidad y a la vez me preparó para lo que siguió. Mis padres fallecieron y yo lo acepté, no porque fuera fuerte, sino porque estaba frustrado,
estaba casi convencido de que nos hallábamos solos en un mundo que pasaría de nosotros como si nada. Gritos, dolor, sangre, armas filosas, injurias. Los recuerdos no eran coherentes, sólo cosas al azar que iban sumiéndome en una espiral vertiginosa, una nube que bloqueaba mi entendimiento. En algún lugar, un hombre me hablaba mientras sujetaba el volante de una nave desconocida. Él tenía un nombre, pero no lo recordaba. Mi cuerpo actuaba por sí solo y seguía la conversación con total naturalidad, pero no entendía nada. ¿Qué pasaba? Parecía que planeábamos algo, ellos y yo. Porque había otros dos, quienes estaban a mis espaldas, en la parte superior. Y aunque intentaba regresar a la normalidad, poco a poco me iba hundiendo más, hasta que mi cuerpo también se vino conmigo y dejó de hablar. Una mano me sujetó el hombro y me sacudió varias veces. La sensación fue en aumento, pues en un principio me dio la impresión de que estaban agarrando a un pedazo de plástico que se adhería a mi cuello, pero luego se fue haciendo más y más claro que me apretaban con fuerza. ¡Oye!, se escuchó, lejano pero audible. —¡Vince! ¡¿Qué sucede?! —exclamó Elton. El hombre miraba al frente y luego a mí, alternativamente. Se notaba preocupado, pero no tanto como una vez estuvo mi padre cuando… De golpe, logré reaccionar. Pegué un respingo y empecé a jadear; a pesar del aire acondicionado, estaba sudando. —¿Qué…? —murmuré. —¡Parece que te estuviera dando un ataque! Resiste. —¡Ah! —resoplé. Luego me acomodé en la silla y procedí a tratar de recapitular lo que había acontecido. Volábamos, eso era seguro. A través del parabrisas veía cómo pasaba a nuestro lado la montaña de desperdicios; la estábamos rodeando. Volteé a mirar atrás, la puerta estaba cerrada y los rehenes no viajaban con nosotros. En el nivel superior, a ambos
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lados de lo que parecía ser un tablero lleno de pantallas, estaban sentados Amelio y Fernán, mirando la escena con curiosidad. Una vez que tuve contacto visual con él, mi hermano mayor adoptó una expresión seria. —Parece que estaba en uno de sus trances —dijo en voz alta. Regresé a mi postura inicial y continué observando la montaña. —¿Trances? —dijo Elton. —Sí —respondió mi hermano—. A veces le da. Normalmente pierde la noción del tiempo, así que es posible que haya olvidado lo que ha pasado en los últimos minutos. —¿Es cierto eso? —Elton me escudriñó con una mirada inquisitiva. —Sí —afirmé—. La verdad no tengo ni idea de cómo sucede, pero… me temo que no recuerdo casi nada de lo que hemos hecho desde que… —me concentré para cavilar y luego añadí—: Creo que desde que encendí la nave. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —Tienes serios problemas, muchacho. Hace casi media hora que lo hiciste. Ya veo por qué dejaste las armas en el piso. Pero el problema continuó. No fue tan intenso como al principio; sin embargo, me daba cuenta pues parecía como si estuviese en el limbo entre la realidad y las alucinaciones. De vez en cuando, el rostro sonriente de Zara aparecía flotando por encima de la cabeza de Elton, sonriéndome con dulzura. Zanahoria, pensé, y me pareció lógico. Aquella chica llevaba una gran cantidad de esa verdura en su bolso y la comía como si fuese caramelo. De pronto sus ojos empezaban a llorar sangre y se desencajaban, uno se iba de forma oblicua hacia arriba y el otro apuntaba hacia abajo. En ese instante dirigí mi vista al parabrisas y lo que había allá afuera. La montaña había quedado atrás y nos desplazábamos por
encima de una planicie llena de lagunas humeantes, exactamente igual que el espacio que recorrimos en las motos. Elton me volvía a explicar el plan mientras me entretenía tratando de hallar algo más que aquel desierto en el horizonte. Y de hecho, había algo, una cosa extraña que se movía, que se elevaba lentamente como el filo de un cuchillo. Me llamaba tanto la atención que estaba ignorando casi por completo la explicación de mi acompañante sobre atravesar un techo. Pero es que esa figura de verdad parecía un filoso objeto de disección. En un milisegundo, desapareció. No era otra cosa que una imagen creada por mi mente, quizá una representación de aquel primer ataque perpetrado contra la pobre chica. Con él le abrieron una larga herida en el antebrazo, antes de que unos dos hombres flacuchos pero fuertes se le abalanzaran. No obstante, no era eso lo que deseaba ver, yo quería recordarla a ella, quería poder rememorar las pocas conversaciones que tuvimos, ansiaba saber por qué era tan importante como para volverme loco. Las sienes me palpitaban, me obligaba a buscar algo que me respondiera las preguntas. Mi esfuerzo hizo que apareciera de nuevo su rostro sonriente ante mí, pero esta vez parecía un poco melancólica, como si ocultara un dolor terrible, una vida de pesares que jamás le contó a nadie. Ni siquiera a mí. —Elton. Vamos a terminar esto lo más rápido posible —dije de pronto. —¿Eh? Pues de eso hablábamos. Ya te dije, el techo del banco no es una opción pues está hecho con un material muy resistente. Entramos por el frente y salimos por ahí. —Entiendo. La imagen de Zara no desapareció en mucho rato. Algunas otras cosas siguieron ocurriendo durante el resto del trayecto y, en cuanto tuve que usar mi telequinesis para ayudar a la nave a volar, debido a que estábamos ya muy lejos de la señal del Sender,
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el rostro de la chica se multiplicó y me mostró cada una de las expresiones que le vi mientras estuvo viva. La peor era aquella en donde parecía suplicarme que la ayudara. Varias millas más adelante sobrevolamos una vieja ciudad que parecía estar desolada. Los edificios descoloridos eran pequeños y había pocas casas. Era como una zona urbana donde sólo operaban negocios. En su centro, se veía la construcción más alta, la cual Elton identificó como el banco al que planeábamos entrar. Una enorme mole de concreto y vigas de acero, con una entrada hecha de vidrio antibalas a través de la cual se veían quienes parecían ser las únicas personas en todo el lugar. Nuestra nave no se detuvo para estacionarse, nos dirigimos a la misma velocidad, de unas sesenta millas por hora, con la intención de atravesar el cristal. Me vi obligado a arreglármelas con mi problema de atención. Había un plan al cual atenerse, pero no lo había oído, por lo cual, en los pocos segundos que tardamos en llegar a la puerta, lo deduje a gran velocidad. A mis pies estaban las armas, amontonadas, aunque faltaba el fusil de los cazadores, que seguro tenía Fernán, una escopeta, la cual Elton sostenía bajo su brazo izquierdo, y un revólver, obviamente en manos de Amelio. Por otro lado, era claro que no romperíamos el vidrio a esa velocidad; el blindaje que se había estado usando en los últimos años era muy superior a cualquier otro que alguna vez se hizo en nuestro planeta. Con sólo estos datos, mis siguientes acciones nos permitieron ganar la primera jugada. Las armas se acomodaron formando un arco sobre mi cabeza a la vez que me concentraba en crear una potente fuerza para impactar contra la puerta de vidrio. Me imaginé un puño gigante y lo lancé contra el blindaje. El agujero se abrió justo en el momento en el que pareció que nos estrellábamos. El estruendo se oyó apagado gracias al aislamiento que nos brindaba la nave; los policías que vigilaban corrieron y se lanzaron para evitar una muerte segura. En seguida, imaginé algo grande, como una mano
elástica que nos atajaba, y así sucedió. La máquina se detuvo y se posó en el piso con suavidad; los motores se apagaron solos. Pudimos haber salido volando hacia adelante, pero los cinturones de seguridad de cuatro puntos nos ayudaron a mantenernos en nuestras posiciones; ni siquiera me había dado cuenta de en qué momento me lo había ajustado. Estábamos dentro; el asalto había empezado. —Es hora. Vamos a la bóveda —dije a Elton mientras me soltaba el cinturón de seguridad y me ponía de pie—. Debes indicarme el sitio. —No, yo entraré solo. Ya lo hablamos, tú vigilarás mientras vuelvo del subterráneo. —Oh, está bien. Recuerda que olvidé muchas cosas. Abre la puerta. —Pero recordaste cómo debías proceder para entrar. —No lo hice, lo deduje. Abre la puerta. Me di la vuelta y, apoyando un pie sobre el asiento, salté sobre el mismo y caí al borde de las escaleras. Descendí mientras la puerta iba dejando al descubierto lo que parecía ser la reunión de los guardias de seguridad, uniformados casi de la misma manera en que lo estaban los anteriores tripulantes de la nave. No me di tiempo de detallarlos, puesto que todos cargaban armas de avanzada tecnología. Con un movimiento de mi mano, hice que salieran volando hacia la gran abertura que habíamos dejado al entrar. Algunos no pasaron a través de ella, chocando contra la pared, pero la mayoría fue a parar a la calle. Luego de eso no volvieron a levantarse y se quedaron aturdidos, removiéndose de un lado a otro. Me alejé un poco de la nave y miré en derredor. Al fondo estaban todos los cajeros, los trabajadores se agachaban para no ser vistos, aunque yo lograba distinguir sus coronillas. A ambos lados había puertas de oficinas y las escaleras para subir al primer
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piso, donde había más oficinas. Cuando examinaba la parte superior, visible gracias a unas enormes ventanas, Elton descendió cojeando de nuestro transporte, seguido por Amelio y Fernán; todos sostenían sus armas. —¿En serio pensabas robar el banco con estos simples aparatos? —dije en voz alta. Luego me encaminé hacia los cajeros, hice que la ametralladora apuntara hacia el techo, tan alto que alcanzaba el tercer piso, y lancé una ráfaga de balas para llamar la atención. Algunas mujeres gritaron. Un par de trabajadores se asomaron y se llevaron su sorpresa al visualizar los artefactos flotando sobre mí. Regresaron a su zona segura. Me sentí mal por causar terror a unos desconocidos. No obstante, debía continuar, era el último intento por alcanzar nuestra meta, el sueño que papá jamás llegó a ver hecho realidad. Las imágenes de Zara girando alrededor de mí daban énfasis a ello. Sus miradas inspiraban en mí un anhelo desesperante. —Con un buen equipo habría sido posible —replicó Elton a mis espaldas—. El plan era ser sigilosos, pero con tu habilidad, no es necesario. Debemos actuar rápido, antes que vengan los refuerzos. Me detuve al lado de la puerta que daba acceso a los cajeros y me di la vuelta. Elton y mis hermanos llegaron unos segundos luego. —Que Fernán vaya contigo —dije—. Amelio estará más seguro aquí. Nadie replicó. Amelio se paró a mi lado y los otros dos atravesaron la puerta, la cual no tenía seguro. Adentro se oyeron algunas súplicas, a las cuales Elton respondía espetando: ¡Silencio! Luego se fueron alejando las pisadas de ambos y la sala se quedó en calma tras el sonido de una puerta abriéndose y cerrándose. Miré a Amelio y lo descubrí demostrando algo de temor ante mi imagen. Quizá era la primera vez que lo veía así. Un niño
tan salvaje y extraño cuyos instintos estaban equilibrados con su raciocinio, sólo podía ser intimidado por algo que fuese tan repentino e inusual como mi persona. —Parece que falta poco para que podamos vivir donde debemos —le dije sonriendo. —Je, yo sólo estoy aquí porque tu papá me pidió que no me marchara por mi cuenta —replicó él—. Me gustaba lo que hacía. No entiendo muchas cosas de los adultos. El chico sostenía el revólver con ambas manos y estas estaban firmes, no vacilaban. El cañón apuntaba hacia el piso. Como siempre, seguía sorprendiéndome su manera de tomarse las cosas. Me extrañaba que no tuviera esa aura multicolor que poseía Elton, ya que la mayoría de quienes pude ver emitiendo aquella luz, siempre eran excepcionales. En el fondo sentí que mi capacidad de mover objetos se tornaba ridícula frente a su autocontrol. Volví mis ojos hacia el frente, donde se encontraba el gran agujero, y noté que uno de los guardias estaba de pie, cojeando y hablando a través de un radio comunicador. Quizá era demasiado tarde para hacer algo al respecto, pero debía romper el contacto que estaba haciendo con los refuerzos. Le arranqué el aparato de la mano y lo volví a lanzar lejos; esta vez se dio contra el vidrio del mostrador de la tienda de enfrente. Los cristales rotos volaron por todos lados. Y entonces, en la distancia, empezaron a oírse sirenas. Era la señal de que el tiempo se estaba acabando, aunque, en lo profundo, ya me sentía con la suficiente capacidad para enfrentar un ejército. —Vince, ya viene la policía. Vámonos; ellos son muy malos —dijo Amelio, sujetándome de la manga de mi desvencijada camiseta. Si él lo decía, debía ser cierto. Que se hubiese enfrentado a la crueldad de la decadente civilización sin quejarse, ya era prueba suficiente. Barajé las opciones, puesto que Elton se estaba
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tardando. Quizá no encontraba lo que buscaba, quizá me vería obligado a abandonarlos. Se oyó una puerta abrirse, seguido de unos pasos apresurados. Posteriormente Elton y Fernán salieron de la zona de los cajeros. Mi hermano cargaba las dos armas y su acompañante traía en sus manos un aparato verde, grande y plano, como una pantalla pero lleno de botones con indicaciones escritas en jeroglíficos desconocidos. Al menos eso fue lo que pude detallar pues el hombre se movía demasiado con su caminar. —Vámonos —dijo Elton sin detenerse—. Alguien activó la alarma cuando entramos. Nos desplazamos al interior de la nave lo más rápido que pudimos. Me sentí aliviado de que la operación hubiese resultado sencilla; no estaba tan cansado como cuando fuimos a hurtar el transporte. De hecho, ya que mi habilidad y fuerza iba en aumento, detener o sostener la misma máquina por un rato no significaba mucho esfuerzo. Ya sentado en el asiento del copiloto, vi cómo Elton giraba la llave para encender los motores. Las luces en las pantallas eran opacas y el aire acondicionado no funcionaba muy bien. Como hice con anterioridad, me encargué de solventar el problema. Nos elevamos un poco, giramos y nos encontramos de frente con la salida abierta por el puño invisible. Debido al aislamiento al que estábamos sometidos, las sirenas se oían apagadas, pero de todas formas, se notaba que estaban cada vez más cerca. Justo cuando nos pusimos en marcha, varios vehículos se detuvieron en medio de la calle, tratando de cerrarnos el paso. Eran modelos deportivos considerablemente grandes, con ruedas enormes, aptas para cualquier tipo de terreno. Estaban pintados de blanco y sus bombillos de color rojo y azul cubrían la mitad del techo. Parecía que quisiesen iluminar la ciudad. Sus presencias imponían, pero no lo suficiente como para detenernos. En un
instante, dos de ellos se volcaron sin razón aparente y logramos elevarnos. Un par de disparos silenciosos pasaron por un lado de nosotros a gran velocidad, dejando unas estelas verdosas que desaparecieron en segundos. Habíamos triunfado. La cara sonriente de Zara a mi lado parecía celebrarlo. Dejé que las armas cayeran a mis pies y me concentré solamente en ayudar al impulso de nuestro transporte. La dirección que tomamos ahora era el norte, cada vez más cerca de la señal que permitía que los motores encendieran. —¡Tengo hambre! —anunció Amelio a mis espaldas. A decir verdad, yo también estaba en la misma situación; todo ese tiempo sin comer condujo al inevitable resultado. A mi lado, Elton sostenía el volante con una mano, totalmente despreocupado, mientras revisaba con la otra el aparato que sacó del banco, el cual reposaba en su regazo. Soltó un comentario sobre lo importante de ahorrar el alimento, recalcando que aunque parecía que ya no quedaba mucho por hacer, el viaje al puente sería largo y, además, recapituló el hecho de que ya habíamos comido, cosa que me sorprendió pues no me di cuenta, dado que mi estado de trance borró dicho recuerdo también. Un momento después, me fijé en el aparato. Parecía algo que uno se encontraría en una excavación arqueológica, un artefacto usado por culturas antiguas. Los botones tenían formas de romboides y sus símbolos eran desconocidos para mí, ni siquiera se me hacían semejantes a algo que hubiera visto. Por otro lado, en el centro había un espacio circular, donde asomaba una rara pieza, como la boca del cañón de un arma. Todo aquello se me hizo demasiado anormal. ¿Cómo íbamos a emplearlo? —¿Qué se supone que es eso? —pregunté. Los dedos de Elton no dejaron de moverse de un botón a otro. Sin mirarme, empezó a explicar: —Por si no lo sabes, las puertas del puente que conecta
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nuestros mundos están cerradas. Esta cosa nos ayudará a penetrar el sistema de seguridad y tomar el control; así podremos abrirlas y pasar al otro lado sin problemas. »Hace mucho tiempo, alquilé una caja de seguridad en ese banco para resguardar mi creación, pero luego que decidieran quedarse con el dinero de todos y sus pertenencias, pues no tuve más acceso. —Entonces, ¿es tu creación? Es decir, ¿has planeado esto desde hace tanto? —No realmente. Antes era un aficionado de la programación, pero no era tan bueno. Un amigo mío y yo quisimos inventar algo que pudiera penetrar todo tipo de sistemas. Ese amigo fue la mente maestra, así que sólo me estoy aprovechando de los hechos. Me le quedé mirando un instante sin replicar. En ese momento pasábamos por encima de un pequeño botadero de basura, donde reinaba el color negro de las bolsas especiales, que abarcaba varias hectáreas; nos estábamos yendo por otra ruta, ya que la que usamos para ir al banco no era recta con respecto al norte. —¿Y cómo le haces para configurar eso sin una pantalla? —inquirí. —No estoy configurando aún. Esto es la clave de acceso. Y no necesito pantalla. Luego de soltar esas palabras, el círculo en el centro del aparato emitió un ruido parecido a un chasquido, antes de empezar a brillar. A continuación, una imagen emergió de allí, una imagen en tres dimensiones. Era la representación de dos esferas azuladas, conectadas a través de un conducto que recordaba a un cordón umbilical. No había duda, se trataba de los dos planetas que convivían demasiado cerca pero sin chocar, sostenidos, según algunas teorías, por la fuerza repulsiva de sus polos nortes. Y el puente conectaba precisamente esos dos puntos. —¿Un holograma? ¿Cómo es que tu amigo logró eso? —dije,
asombrado. Elton seguía moviendo sus dedos con velocidad y a medida que lo hacía, iban apareciendo símbolos y números alrededor de las esferas. Se tardó unos instantes en responder. —Nanobots —fue lo único que pronunció. Levanté una ceja y traté de analizarlo. Aquello me dejaba con muchas dudas, pero decidí que no debía seguir insistiendo, pues no entendía mucho de tecnología. Continué mirando al frente y graduando la fuerza de mi influencia sobre la nave, pues a medida que nos íbamos acercando al polo norte, los motores ganaban fuerza. No estábamos demasiado lejos, quizá pasaría menos de un día antes de que llegáramos al puente. Varios minutos luego, después de haber dejado atrás el basurero y pasado la montaña de metal, el hambre me empezaba a debilitar y ya estaba exhausto de tanto usar mi habilidad. Me sentí extraño al reconocerlo, me había convencido de que mejoraba constantemente y que seguiría haciéndolo con un ritmo acelerado. No obstante, resultó ser sólo una mala interpretación de la realidad. Estaba a punto de sugerirle a Elton que nos detuviéramos para tomar un descanso, cuando sentí eso… De hecho, era la primera vez que sentía algo fuera de mí, como una especie de presencia pesada e imponente acercándose desde arriba. No resultaba familiar, a mi juicio; tampoco me atemorizaba. Por el momento la ignoré. —Oigan, esta nave tiene alimentos, ¿no? La comida que trajimos en el morral no es muy agradable —dije con tranquilidad. —¡Sí tiene! —exclamó Amelio. Su voz sonó como si algo le impidiera hablar bien. Volteé y lo vi con un pan mordisqueado en una mano y un cartón de jugo de manzana en la otra (o al menos eso parecía desde mi asiento); terminaba de tragar. Aquello me hizo sonreír…, y me consta que fue la última vez que me permití semejante expresión.
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Poco después, las cosas se encaminaron de mal en peor. La presencia empezó a sentirse demasiado pesada y sólida, tanto como para ser imposible de negar. En definitiva, algo se acercaba por encima de nosotros y no era mi imaginación; tal vez era varias veces más grande que nuestra nave. Mi frente empezó a sudar y experimenté una terrible desesperación, similar a la que me atacaba cuando recordaba aquella tarde en que vi por última vez a Zara. Miré a Elton y lo vi tan tranquilo que me sorprendió. ¿Cómo podía estar así en ese momento? —Elton, deja eso y toma el volante —dije con un tono alarmante—. Debemos escapar. —¿Eh? —El hombre dejó de toquetear los botones y me observó con curiosidad—. No entiendo, ¿a qué te refieres? —Hay algo gigantesco allá arriba —respondí, señalando con el dedo índice al techo—.Vienen por nosotros. —Ehm… Los radares no muestran nada. El idiota estaba revisando las pantallas y ni siquiera reaccionaba. Me llevé la mano a la sien derecha y me tiré de los cabellos. Esa cosa nos podría aplastar si quisiera y estaba demasiado cerca, quizá a menos de dos millas. —¡Muévete! ¡Ya está aquí! —grité, pero fue demasiado tarde. En ese momento, luego que una sombra nos cubriera, lo pudimos ver con nuestros propios ojos. Estaba justo arriba, pero de igual forma lográbamos distinguir una parte de ella, la nave que había descendido desde alguna parte de la atmósfera. Tenía forma circular y la complejidad de su estructura era tal que mis ojos no podían captar la imagen bien, no lograban detallar todo. Tantos agujeros, líneas, recovecos, luces y cosas parecidas a armas; quien quiera que hubiese concebido aquella máquina, no podía ser humano. Elton soltó una obscenidad y de inmediato aceleró, sujetándose del volante con fuerza.
—¡Ajústense el cinturón! —bramó, aunque ya estábamos bien sujetos. Allí afuera seguía viéndose la nave enemiga como si no nos estuviésemos moviendo. Sus motores eran silenciosos, algo que no hubiese esperado de una cosa como esa. —¡¿Puedes hacer algo, Vince?! —preguntó mi hermano. Su tono de voz denotaba nerviosismo. No respondí; no fue necesario. Una luz pasó a través del parabrisas y llenó cada espacio del interior de nuestra nave. Me encegueció, tuve que cubrirme los ojos con la mano. No sabía exactamente lo que era, pero de seguro no se trataba de algún saludo amistoso. Y eso se comprobó cuando, un momento después, luego de dejar de iluminarnos, nos viésemos cayendo en picado en medio de una humareda que salía de todas partes. Cada circuito, pantalla y cualquier otra pieza que funcionase con electricidad, empezó a lanzar chispas y un humo apestoso, como si se quemaran espontáneamente. Me agarré de las correas del cinturón y grité. Amelio también chillaba, a la vez que mi hermano. Elton no emitía ningún sonido. Me dominó el pánico, empecé a empujarme contra el tablero con los pies, como tratando de pegarme más a mi asiento. Enfrente veía el suelo acercarse; íbamos de trompa hacia él. Miré a un lado para pedirle al piloto que hiciera algo, pero me llevé una sorpresa cuando me encontré con el aparato que robamos experimentando la gravedad cero y el asiento donde se sentaba Elton vacío. Creí que era otro engaño de mi mente; no podía haberse esfumado. Sin embargo, cuando uno de los motores estalló y nuestra nave inició un giro interminable y vertiginoso, me convencí, puesto que el brusco movimiento lanzó el artefacto contra mi frente, donde rebotó y me causó una lesión dolorosa. Estábamos muy cerca del suelo; tenía que hacer algo ya. Todavía me hallaba demasiado cansado como para detener la
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nave de repente, pero si no lo intentaba moriríamos allí. La sangre empezó a brotar de la herida en mi frente y a flotar hacia atrás. El suelo se aproximaba, ya lo teníamos a pocos palmos. Extendí los brazos adelante y abrí mis manos lo más rápido que pude. Luego vino el golpe, rebotamos una vez y mi cinturón se rasgó. Dimos varios tumbos y vueltas violentas. Los vidrios volaron por todas direcciones, golpeándome en el rostro y muchas otras zonas del cuerpo. Algunas piezas de metal me rasguñaron. Al final, salí disparado del asiento y me di contra el parabrisas medio destrozado. Alguien vino a pegarse con mi brazo y provocó que los vidrios penetraran en mi piel. Por último, la nave se detuvo, volcada sobre su techo, y yo caí en esa superficie metálica deformada por los impactos. El silencio se impuso. Mis pensamientos eran vagos, todo daba vueltas y no sabía si estaba boca arriba o boca abajo. No sentía nada; era incapaz de abrir los ojos. Traté de mover mis dedos y noté que la superficie sobre la que reposaba estaba en contacto con la palma de mi mano. Entonces mi sentido del tacto volvió; mi pecho, mis rodillas y mi mejilla derecha sintieron el frío metal. Aunque también había algo caliente en mi frente y mi muñeca derecha… Lo primero se debía al golpe del aparato extraño, pero lo segundo tenía que ser aceite, pues era muy abundante. Por fin, abrí los ojos. La perspectiva del mundo exterior no era muy buena. El parabrisas de la nave ya no estaba y el desierto, tan solitario como siempre, se encontraba bañado por la luz del planeta vecino; no había rastro de la cosa gigante que nos atacó, o al menos eso demostraba el hecho de que no hubiese sombra. Cerca de mí, vi un bulto que en principio no juzgué importante; pero en cuanto empezó a moverse, supe lo grave de mi error. Las fuerzas volvieron a mí. Hice el mayor esfuerzo por levantarme, pero no pude, no del todo. Aún tenía la capacidad de arrastrarme usando el brazo izquierdo, ya que el otro no
quería responder. También usé las rodillas. Deseaba y a la vez no, averiguar quién era esa persona. Posiblemente lograría salvarla. El movimiento hizo que me mareara; sin embargo, no me detuve, no me lo perdonaría si lo hacía. Amelio merecía ser ayudado. Sí, se trataba de él. Cuando lo alcancé y vi su rostro, todavía lleno de vida, sentí alegría. Y al instante, esa luz de esperanza se esfumó, luego de verificar lo que le ocurría. ¿Por qué se sujetaba el cuello con tanto afán? ¿Por qué toda su camisa estaba teñida de rojo y de entre sus dedos surgía ese líquido del mismo color? Se desangraba, su herida era tan grande que ni con sus dos manos podía detener el flujo. Y de hecho, yo también estaba en una situación similar, cosa que comprobé al forzar mi mano derecha a aproximarse al chico. Había muchos cortes en mi antebrazo, pero uno bastante irregular que estaba cerca de mi mano lanzaba sangre abundante. Ambos estábamos perdidos. ¿Dónde había ido a parar Fernán? Otra cosa explotó, tal vez un motor, y luego algo pesado cayó sobre mí. La oscuridad fue abrumadora, nunca había visto tantas formas sin sentido, tantas imágenes extrañas. Y se suponía que eso era encontrarse en la nada, donde no hay luz ni orientación. ¿Cómo era que visualizaba algo siquiera? Miles de figuras escarchadas y espinosas se transformaban en esferas lisas, nubes moradas, muros arenosos, entre otras extrañezas de la realidad informe. Más allá, entre calles y casas deshabitadas, caminé con seguridad y confianza, pretendiendo que había encontrado una razón para aferrarme, una razón para creer que podía hacer grandes hazañas. Era por esa muchacha que se hacía llamar Zara y caminaba junto a mí. Me dijo que sintió mi presencia mucho antes de verme. No entendía exactamente a lo que se refería, pero lo entendía. La mayoría de sus cabellos estaban escondidos bajo esa gorra y sólo un par de mechones le caían sobre la frente, tapándole un ojo. Usaba una chaqueta negra, unos pantalones vaqueros y
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unas botas de cuero; un morral colgaba de su hombro. En ese momento sus manos estaban en los bolsillos de la chaqueta y yo no podía dejar de mirarla, con su caminar fingido que no lograba disimular su feminidad. No entendía cómo había logrado pasar desapercibida. Quizá era por esa cosa de sentir a los demás que a cada momento mencionaba. —¿Qué sucede? —me preguntó. Su voz me pareció demasiado agradable. —Nada —dije mientras volteaba con rapidez a mirar al frente. —Pues pienso que ese nada es algo. —Bueno…, es sólo que me pareces fantástica. Jamás había conocido a alguien como tú. —Y… ¿A qué te refieres exactamente? —A lo que haces. En toda mi vida siempre he creído que soy el único que ve cosas raras. Y cuando tú dices que me sentiste, empiezo a entender que en realidad sí estoy cuerdo. —Ah, claro, eso. —Zara se sacó las manos de los bolsillos y me echó una mirada inquisitiva—. Pero no me has dicho qué es lo que ves. —Es que me resulta un poco… —¿Vergonzoso? —Algo así. Lo que pasa es que no es muy normal. —Suéltalo. Prometo que no me pondré desagradable. Titubeé, pero tras reflexionarlo, decidí que era mejor confiar en su palabra, debido al caso especial que se me presentaba. Nadie le habría hallado sentido al razonamiento, pero para mí, estaba muy claro. —Está bien. Verás, a veces, cuando miro a alguien, veo una especie de brillo, como un aura. —Mientras hablaba, movía mis manos de forma muy expresiva—. Y este brillo es multicolor, como el arcoíris.
—Iridiscente. —¿Eh? —Iridiscente. La palabra adecuada para lo que describes es iridiscente. Algo que emite un brillo de varios colores. —Sí, exacto. Pero no sucede muy a menudo; son pocas las personas que he visto con eso surgiéndoles. Creo que tal vez depende de qué tipo de individuos sean. —Entonces dices que, una que otra vez, alguna persona se te aparece brillando, como si se le saliera el alma. ¿Es eso lo que tratas de explicarme? —No… No, no, no. Es como un aura, un simple brillo extraño, nada más. No sé lo que sea. Y nadie más que yo lo ve. —Eso es interesante. ¿Has pensado en por qué ocurre, de dónde viene? —No, la verdad ya me acostumbré. Y no quiero saberlo. —¿Por qué no quieres saberlo? Podría ser una señal de una presencia divina. —No creo en esas cosas. Y, pues, aún si quisiera saberlo, dudo que logre hallar una respuesta en ningún lado. A estas alturas, no hay nadie a quien pueda acudir para preguntar por algo tan raro. —Pues quizá te equivoques, tal vez alguien sepa sobre lo que ves. No puedes ser el único; al igual que yo, ambos tenemos una rara capacidad y, según mi experiencia, es posible que no seamos los únicos ¿Ves un brillo en mí? —Aquella última pregunta fue repentina y me tomó de sorpresa. —Uhm, no. Aunque sería genial que también lo tuvieras. —¿Ah, sí? ¿Por qué? —Es que… eres… —Me sonrojé y no respondí. Al fin y al cabo, ella debía intuirlo. Y si no lo hacía, ya habría tiempo para decírselo. Nos pasamos al menos un minuto en silencio. Luego la chica se me acercó y me dio un golpe suave en el hombro. Con una
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sonrisa, dijo: —¿Me presentarás a tus padres? —Claro. Seguro les caerás bien. El mundo se volvió confuso otra vez. El dolor y la muerte vinieron luego de esas últimas palabras. Siempre me pregunté por qué ella me había sentido a mí y no al montón de carroñeros. Eran preguntas sin respuestas; algunas desgracias llegaban y no avisaban, y tampoco esperaban que entendieras… Todo el cuerpo me palpitaba. Estaba postrado sobre una superficie acolchada, boca arriba, y no escuchaba otra cosa que mi propia respiración. Tal vez me hallaba en lo que llamaban el más allá; un lugar donde las almas descansaban de sus penas. Si eso existía, en verdad me sentiría muy aliviado y feliz, incluso aunque no fuera agradable. —Vince, despierta —dijo alguien cerca de mí. Lentamente abrí los ojos. La iluminación me encandiló por unos momentos, pero poco a poco las imágenes se fueron tornando claras. Bombillos circulares adornaban ese techo blanco y desconocido. Supuse que estaba en una especie de vehículo debido a los regulares movimientos y pequeños brincos que daba toda la estancia. Fueron las primeras pistas para entender que no estaba muerto, pero la definitiva era la persona que me observaba, parada al lado de mi cabeza. Me miraba fijamente con unos ojos que se veían inusualmente oscurecidos. Sus cabellos parecían flotar, o era mi imaginación. Elton se veía extraño, sí, pero era él. Aunque se hubiese aparecido con una capucha y sosteniendo una guadaña, no lo habría confundido con nadie más. —Elton —dije, tratando de incorporarme. Luego me arrepentí pues toda mi espina dorsal experimentó un ramalazo espeluznante. Casi grité. —No te muevas —dijo él—. Estás bastante mal. Apenas si
conseguí salvarte; te he cerrado la herida en la arteria. —Oye, no entiendo. ¿Adónde fuiste? —Recordé lo que había pasado en la nave, cuando miré su asiento y no encontré a nadie. —No puedo decírtelo todavía. Debo explicarte algunas cosas primero. —¿Dónde están Fernán y Amelio? —Vince, déjame hablar. —Está bien. —Nunca hubo oportunidad de pasar al otro lado. Aquel gobierno ya sabía de tu existencia y no les parecía adecuado que fueras allí. Por eso enviaron la nave en cuanto se dieron cuenta de que habías logrado avanzar tanto. Tuve que convencerlos para que no te mataran; así pude sacarte de ahí. —Ah, entiendo. —Aunque había un par de cosas que me parecieron extrañas, no tenía fuerzas para pensármelas mucho—. ¿Y mis hermanos? —Están muertos. No reaccioné de inmediato. Para mí no fue como si me contaran la verdad; debía ser mentira, quizá todo había sido un sueño. ¿Por qué no? Anduve varias horas moviendo cosas enormes con la mente. Se decía que eso era imposible. Además, Elton no se veía tan mal como antes, cuando su gangrena quería devorarlo. Cabía la posibilidad de que me estuviese despertando de un coma muy largo y por eso no podía moverme… Por Dios, ¿qué estaba pensando? Incluso aunque me convenciera de ello, no lograba evitar que las lágrimas salieran de mis ojos. Lloraba en silencio y no podía evitarlo; y lo hacía delante de alguien que no conocía muy bien. Qué vergüenza. —Oye. Deja eso para luego. Si quieres persuadirte de que ha sido un sueño, al menos déjame darte una mejor opción. Lo miré con ceño. ¿Acaso había dicho algo de lo que pensé? No, claro que no. Este hombre había adivinado.
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—¿Cómo sabes…? —Sé muchas cosas. Como que a veces ves un extraño brillo iridiscente en las personas, pero ni siquiera te has percatado del tuyo. Si te miraras más en los espejos, ya lo habrías notado. —¿Eh? No comprendo. Dices cosas demasiado raras. Ahora resulta que sabes tanto de mí. ¿Y cómo es que puedes hablar con la gente de aquel planeta para convencerlos de algo? ¿Quién eres? —dije con desconcierto y en cierta forma, reprochándole. —Bueno, has llegado a un punto importante. Tendré que dejar de dar rodeos. La apariencia de Elton fue cambiando. Sus cabellos se tiñeron de blanco gradualmente, cual camaleón revelando su matiz real, sus ojos se tornaron completamente negros, su rostro se ennegreció en algunas zonas, como si se pudriera, y de la nada se materializó una capa de tela negra que cubrió su cuerpo. El brillo extraño que siempre le vi desapareció y fue sustituido por un aura grisácea. Aquello me hizo sentir pavor; mis lágrimas dejaron de brotar. Traté de usar mis manos invisibles para lanzar a ese personaje desconocido lejos de mí, pero no surtió efecto. El rostro horroroso no mostró expresión alguna, ni siquiera le moví un cabello. —Mi nombre es Ajivani Preta; quiero ofrecerte un trato —dijo.
Epílogo
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El hombre de la caperuza y capa negras descansaba a la sombra de un árbol en un día soleado, recostado contra el tronco, sentado sobre la tierra oscura. Observaba su mano izquierda con distracción, pensando en muchas cosas a la vez. Aunque no tenía problemas para atender a todos los asuntos que revoloteaban en su mente, había uno que le fascinaba más que nada. Se trataba de esa esfera que traía incrustada justo en el centro de la palma de la mencionada mano, tan parecida a un ojo rojizo. Incluso luego de tanto tiempo, era la única cosa que seguía sorprendiéndole; el modo en que conseguía materializar cualquier complejo objeto que pudiese imaginar en pocos minutos. Si pensaba en una piedra, esta aparecía; si pensaba en una máquina voladora, también, y si pensaba en una libreta, igual se volvía realidad… Con un pequeño movimiento de los dedos, una pequeña libreta apareció ante sus ojos y cayó en su regazo. La tomó y empezó a hojearla lentamente; apenas pasadas unas pocas páginas, se topó con una lista escrita a pulso con letra floreteada. Sus ojos se movieron rápido a través de las palabras; tres de las líneas aparecían con una marca de cotejo a un lado, lo que le causaba cierta satisfacción, pero a la vez, las dos que no tenían ninguna disminuían sus ánimos. No podía creer que hubiese fracasado dos veces seguidas, él que se esfumaba tan fácilmente, que lograba grandes hazañas sin mucho esfuerzo. Aquello le causaba frustración. —No entiendo por qué te obsesionas tanto con esa lista, Ajivani —dijo una voz masculina a su derecha—. ¿Por qué quieres juntar a tantos? ¿No te basta con uno solo? Ajivani no volteó a mirar a quien le interrogaba por unos instantes. Fruncía el ceño mientras empezaba a llenarse de rabia, 242
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una rabia poderosa que rasgaría el alma de cualquier persona. Lentamente fue girando el cuello para encararse con aquel personaje que le acompañaba. Se veía tan despreocupado, allí parado, vestido con una túnica parecida a la suya y la caperuza echada hacia atrás; los cabellos castaños flotaban como si se encontrasen bajo el agua, una consecuencia de la baja densidad que adquirían luego de la transfiguración, y su rostro oscurecido por la aparente putrefacción estaba lleno de una expresión risueña. —Que te haya nombrado el Señor de los muertos no significa que puedas hablarme como si fueras mi amigo — expresó Ajivani con frialdad. —Al menos respóndeme —replicó Natha Preta, poniendo expresión seria—. Renuncié a muchas cosas para venir aquí. —No parece que entiendas el objeto de todo esto y no necesito que lo hagas. —¿Te das cuenta que en este momento podría entrar en tus pensamientos para sacar la información? —Te sería imposible. Durante unos cortos segundos se atravesaron con la mirada y se libró una batalla mental. Natha se vio frustrado y siguió hablando: —Tan siquiera explícame por qué nos estás eligiendo a nosotros. ¿Por qué exactamente? El cerebro de Ajivani razonaba tan rápido que no tardó nada en decidirse a responder. —Por la iridiscencia de su alma —dijo—, sólo eso. Me ha llamado la atención, son sencillamente misteriosos hasta para mí; tengo curiosidad. —Sigo sin entender. Las razones que asumes para matar, para desplazarte de un mundo a otro y cambiar las cosas a placer son insulsas, sin sustancia. ¿Qué eres? —Vaya, estás muy sagaz hoy. Necesitas que te despeje la 243
mente. Entiendo que quizá no puedas determinar la fuerza que mueve mi intelecto. Ajivani cerró la libreta y la hizo desaparecer, se puso de pie con presteza y, invitándolo mediante un ademán, empezó a caminar hacia un gran espacio cubierto por el forraje del que se alimentaban cuatro vacas. Natha lo alcanzó al instante y mantuvo el paso a su lado. No abundaban los árboles en aquel terreno, aparte del que les había brindado sombra hacía un momento. En el cielo, los cúmulos blancos estaban esparcidos por todo lo alto, desplazándose lentamente con el viento. Los dos personajes contrastaban con la naturaleza pacífica y activa del lugar. —He vivido tanto que ya no puedo interpretar ningún hecho como lo haría cualquiera —decía Ajivani—. Todo lo que toco con mi piel, si está vivo, simplemente se pudre; ya debes haber notado que tú también posees ese efecto. Si estuvieses en mi lugar, tu mente estaría hecha trizas, sería un revoltijo de imágenes inconexas. Cualquiera que me vea, pensará inevitablemente que soy un demonio o el mismísimo rey de los infiernos. En cierto modo represento todas las emociones negativas, todo aquello que las personas temen, todo el mal que alguna vez existió. Te preguntas por mis motivos, me inquieres cosas que no voy a responderte. Hasta ahora, ninguno de ustedes se da cuenta de lo que debería importarles. Quizá piensen que renunciaron a lo que tenían, pero veo que en realidad están despreciando esa vida anterior. Algún día te darás cuenta que al estar atrapado en un cuerpo maldito, la vida misma se vuelve sagrada, la armonía y la paz son más valiosas que el oro y los diamantes. —Detente ahí —interrumpió Natha—. Entiendo lo que intentas decir, pero yo no fui el que quiso asesinar a su esposa, ni mucho menos clavé a una mujer inocente a la pared. Te estás equivocando de persona. Tal vez deberías dejar de tratar de completar esa lista. Así nos evitamos que se sumen más
Índice
La coraza indestructible
13
Isaac se hace invisible
35
Hacia el horizonte
88
La sombra del asesino
131
Laia y el lago de la vida
160
Sueño inalcanzable
187
Diagramación: Reinaldo Guanda Diseño de portada: Santiago Matute Prensa: Yaileth Colmenares Los 100 ejemplares de este título se imprimieron durante el mes de noviembrte de 2016 en el Sistema de Editoriales Regionales Guanare, Venezuela