Me llamo Dagfrid. Sí, ya lo sé, es feo. Todas mis amigas se llaman Solveig o Astrid. Soy una niña vikinga.
La vida de una niña vikinga no es nada complicada.
Naces, te crece el pelo rubio y, en cuanto lo tienes suficientemente largo, te hacen dos trenzas. Como mucho, cuando las tienes bien largas, te las enrollan a los lados de la cabeza, como si te saliesen dos caracolas de las orejas.
Luego te ponen una especie de vestido superlargo que no te deja andar bien y que te impide correr por en cima de las rocas o montarte en un barco para ir a descubrir América.
Durante tu infancia, te enseñan a hacer cosas superútiles, como trenzarles el pelo a otras niñas vikingas o coser vestidos superlargos de esos que no te dejan andar bien.
También te enseñan a cocinar. Me jor dicho, a secar el pescado, porque es lo único que hay para comer. Odio el pescado. Mamá ha intentado ser vírmelo en sashimi, en bullabesa, fri to y hasta con chocolate. Pero sigue sabiendo a pescado.
En resumen, que una vez que sabes hacer todas esas cosas, ya puedes pasarte la vida en una casa de turba.
Es como una cabaña, pero húme da y oscura y con un tejado de hierba que crece tan deprisa como el pelo.
Y en tu casa de turba te dedicas a hacer trenzas, a coser y a cocinar a la luz de una lámpara que apesta, porque resulta que es una lámpara de aceite de pescado.
Yo me negué a que me hicieran ca racolas sobre las orejas. Conservé las trenzas, eso sí: son prácticas y sirven para que no se te enrede el pelo.
Me obligaron a aprender a coser, pero en cuanto aprendí, me hice unos pantalones para poder correr y un vestido más corto, porque es como me gustan los vestidos. Gracias a los pantalones pude subirme a los bar cos para ir a pescar a la bahía que hay enfrente de mi casa. Las niñas con vestidos largos no pueden ni subirse
a un barco. Y los jefes nos explicaron que, si conseguían subir sin que se mojasen todos esos metros de tela, el viento los hincharía como velas y eso dificultaría la navegación.
Y está el tema del pescado. Me pregunto qué sentido tiene llevar pantalones y las trenzas al viento para luego tener que ir a pescar y comer pescado seco como todo el mundo.
En nuestros barcos, aparte de pes car y descubrir América, no hay gran cosa que hacer. Además, de momento no me permitían ir a descubrir América. Bastante les había costado asimilar lo de los pantalones y las trenzas sin caracolas...
Así que pescaba tapándome la nariz. Y, encima, no podía hacer huel ga de hambre. Primero, porque no es algo muy habitual entre los vikingos. Y, en segundo lugar, porque no habría servido de mucho, ya que en nues-
tra isla no había otra cosa que comer aparte de los dichosos peces.
Por eso un día yo también decidí zarpar y poner rumbo a alta mar. En el fondo, no tenía ganas de descu brir América, sobre todo porque ya la habían descubierto. Pero seguro que en alguna parte habría algo de comer que no fuera pescado.
Mi hermano me ayudó a construir a escondidas un barco de mi tamaño. A cambio, yo le enseñé a coser. No se puede saber de todo en esta vida.
Cuando el barco estuvo terminado, me miró fijamente a los ojos... Bue no, lo mejor que pudo, porque tie ne mucho pelo y no lleva trenzas, y con el viento no se le veían los ojos.
Luego me apoyó una mano en el hombro y me dijo:
¡Tu pueblo confía en ti!
no sabía por qué mi pueblo con fiaba en mí, y creo que mi hermano tampoco, así que le contesté: