El viejo Pettson estaba sentado en la cocina resolviendo crucigramas con el gato Findus. —Cuéntame lo que pasó aquella vez, cuando desaparecí —le pidió Findus. —Pero si tú no has desaparecido, estás aquí —dijo Pettson. —Bueno, pero cuando era pequeño.
—Ah, entonces. Pero si ya lo sabes. Te lo he contado mil veces. —De todos modos, cuéntamelo. —Vale, de acuerdo —dijo Pettson, y apartó el crucigrama—. ¿Quieres oír toda la historia o solo el trozo de cuando desapareciste? —Cuéntalo todo —contestó el gato. —Está bien —dijo el viejo.
Había una vez un viejo que se llamaba Pettson. Vivía en una casita en el campo, y llevaba una buena vida. La única pega era que a veces se sentía muy solo. Tenía, por supuesto, unos vecinos con los que podía hablar si era necesario, pero ellos debían atender a sus propios asuntos. También tenía sus gallinas, que le hacían un poco de compañía. Pero eran muy
atolondradas. Muchas veces, cuando el viejo estaba hablando con ellas, se iban corriendo, sin más, porque alguna había encontrado un gusanito o algo parecido. Nunca se podía mantener una conversación profunda con ellas. Cuando caía la noche y las gallinas ya estaban durmiendo, la casita le parecía muy vacía y silenciosa. Entonces ya nada le resultaba divertido.
Por fin Pettson tenía a alguien con quien hablar, alguien que no echaba a correr cacareando. Hablaba como nunca lo había hecho. Sobre su niñez, sobre las vacas que había conocido, sobre cómo crecían
las patatas; sí, hablaba de todo lo que se le pasaba por la cabeza. Era una lástima que Findus no pudiese decir nada, solo maullaba. Pettson pensó que si él hablaba y hablaba, tal vez el gato aprendería a hacerlo.
Cada tarde le contaba cuentos. Bueno, eso de cuentos… Podía ser un artículo del periódico sobre una nueva segadora, o una novela corta de una revista que hablaba de una enfermera enamorada, o un párrafo sobre cojinetes y palancas de un libro de inventos que tenía. Pero Findus se quedaba callado en su falda, mirando los dibujos, si es que había. Un día, cuando estaban hojeando una revista, Findus se puso de pie encima de la revista y miró fijamente la foto de un payaso que llevaba unos pantalones de rayas. —Yo quiero unos pantalones como esos —dijo Findus. Pettson lo miró atónito. Esas fueron las primeras palabras del gato. —Entonces los tendrás —le contestó—. Enseguida te voy a coser unos pantalones. Sacó el costurero, sonriendo muy feliz. ¡Vaya gato le habían regalado!
Pero una mañana Pettson se despertó sintiendo que algo no iba bien. Enseguida reconoció el silencio de antes, cuando no lo despertaba el gato. Se asustó y saltó de la cama. —Findus, ¿dónde estás? —gritó. Buscó debajo del edredón y de la almohada, debajo de la cama y dentro de los zapatos. Buscó hasta en el recibidor y en la cocina. —Findus, ¿estás ahí? —gritaba, y buscaba por todas partes. Salió descalzo y fue a mirar en el cobertizo, en la leñera y entró en el gallinero.
Abrió la puerta tan de golpe que las gallinas se asustaron y empezaron a cacarear. —¿Habéis visto a Findus? —preguntó. —¡Socorro, un ladrón! ¡Viene el zorro! —¿Dónde está Findus? ¡Pettson no lleva pantalones! —cacareaban las gallinas a la vez. —¡Silencio! —chilló él. Todas se callaron. —Findus ha desaparecido. ¿Lo habéis visto? —Nooo, co, co, co…, creo que hoy no —cloqueó la gallina Prillan—. ¿Eres tú quien nos quita los huevos cada día? Pettson se marchó sin responder. Esas gallinas tenían tan mala memoria que olvidaban lo que pasaba de un segundo a otro. Y él mismo no sabía que, en ese mismo instante, a solo unos diez metros, estaba aquel gatito, completamente asustado.