Cronicas del penal

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Se terminó de imprimir en julio de 2008 en el Sistema Nacional de Imprentas San Felipe estado Yaracuy República Bolivariana de Venezuela La edición consta de 500 ejemplares


buscar trabajo en lo que sea, pero no hallo y cuando llego a alguna entrevista siempre el jefe piensa que una anda buscando hombre y no un trabajo. !No joda! pa esa vaina trabajo de puta en un bar! Cuando culminó ella su exposición yo había pasado de la euforia a la depresión. Se adueño de nosotros un largo silencio, mientras yo buscaba calma para mi paroxismo ella ausentaba su mirada en ése espacio melancólico e iracundo descrito por gestos y expresiones. Sin hallar una solución nos llegó la despedida. Nos fuimos tomados de la mano hasta muy cerca de la salida. Ella rompió ese silencio casi sepulcral que nos unía —voy a trabajar con la comadre Marlene dos días a la semana, lavando y planchando, eso es lo que he podido hallar —quise darle un abrazo, darle un beso o quizás agradecerle todo lo que ha hecho por mí y por nuestros hijos. Pero mi no sé qué divulgó una mueca y sólo me dejó decir: —Si, está bien...

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que me desvanecía. Mientras ella proseguía: —Claro, empezando tu familia me ayudaba, pero con el tiempo ellos también se cansan. Si vieras la cara que ponen cuando llevo a los muchachos para que coman allá. Y si les pido plata para los pasajes te puedes imaginar la habladuría que forman. Hasta de inútil mantenida me dicen tus hermanos. Sentía que una nube roja secaba mis ojos, perdía aplomo y el juicio organizador. Quise estar en la calle para reprocharle a mi familia. Yo que por defender mis pertenencias y mi propia integridad y creyendo seguir con mi existencia recta, entregada al cumplimiento del deber... Ella prolonga su queja. —Es igual la retahíla que me dan tus amigos, antes me saludaban, hablaban y hasta me regalaban plata y que para ayudarte, ahora me ven y voltean pa otro lado, cruzan la calle o simulan estar muy apurados. A lo mejor piensan que les puedo pedir. Todo lo que escuchaba era como los peinillazos que me azotan en las requisas, pero esta vez me llegaban al fondo de mis entrañas y la tortura aplicada por mis seres queridos, que me golpeaban con algo desconocido. A mí, que los había ayudado y siempre colaboré dentro de mis posibilidades. También me han abandonado. Pero continué escuchando su dolor. —Antes por lo menos hubo la ventaja de que los políticos estaban en campaña y conseguí esos contratos de limpieza por la alcaldía y un año después entré en esas misiones y gracias a la influencia de la concejala me becaron. Pero ya la fulana misión terminó. ¡Aunque tú no creas, coño! yo he intentado 57


desesperado. Le brinde cariño, caricias, tiernamente dirigí unas cuantas palabras de aliento: —¡Chamita no llores! acuérdate que sólo me faltan tres años, después regresaré contigo y los muchachos, ya verás la fiesta que vamos a armar con todos los panas. Todo será igual que antes, juntos todo será mejor —dije, y la reanimé a confesar su preocupación. Pero ella hundió el rostro entre sus manos, la débil voz se hizo un chillido. Elevando su cabeza hasta fijar su mirada en mi cara, con lágrimas cristalinas que corrían como cascadas sobre su busto, su voz se transformó en un lento y débil susurro. —Es que tres años es mucho tiempo, yo no puedo sola con la crianza de los muchachos. Esta rebelde, no me hace caso, quiere vivir todos los santos días en la calle. La otra no me ayuda con los oficios de la casa, es una floja. Por ahí anda enamorada y hasta me ha insinuado que dejará el liceo. El otro ya no tiene ningún trapo que ponerse. ¡Si tú estuvieras en la casa! Ellos te oyen y te hacen caso. —Así, una inesperada irritación comenzó a agitar mi ánimo, mientras seguía escuchándola… –Además la vida en la calle está arrecha, aquí donde me ves ando malcomida. A los muchachos lo que les di para que fueran a la escuela fue arepa con mantequilla. Hay días que nos hemos acostado sin probar un bocado de comida —oyéndola me incorporé semi desnudo, con gran sensación de náuseas, los ojos me ardían, me temblaba el cuerpo, pero esta vez no era por deseo, era por la angustia del alma. Me aproximé, entré en contacto con sus manos cálidas y su cuerpo tembloroso de impotencia, sintiendo 56

El Sistema Nacional de Imprentas Regionles es un proyecto editorial impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. El sistema de Imprentas funciona en todo el país y cuenta con tecnología de punta, cada módulo está compuesto por una serie de equipos que facilitan la elaboración rápida y eficaz de textos. Además cuenta con un Consejo Editorial conformado por un representante de la Red Nacional de Escritores de Venezuela Capítulo Estadal, el Coordinador regional de la Plataforma del Libro y la Lectura, el representante del CONAC en el Gabinete Regional, un miembro activo de la Misión Cultura, más cuatro representantes de los Consejos Comunales, atendiendo al principio de que El pueblo es la cultura.


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Edición: Equipo Editorial El perro y la rana-Estado Yaracuy Consejo Editorial Popular: Jairo Brijaldo David Figueroa Doris Tibisay Rodríguez Olivio Ortiz Iván Suarez G. Edy Barboza Gabriel Figueredo Plataforma del Libro y la Lectura: Jairo Brijaldo Asesor permanente: Gabriel Jiménez Emán Diseño de portada y diagramación: Jesús Castillo Impresión: Ricardo Domínguez © Luis Serrano © Fundación Editorial El perro y la rana, 2008 Av. Panteón, Foro Libertador, Edif. Archivo General de la Nación, P.B. Caracas -Venezuela 1010 Telefs.: (58-0212) 5642469 - 8084492 / 4986 / 4165 Telefax: 5641411 Correo electrónico: elperroylaranaediciones@gmail.com Hecho el Depósito de Ley Nº LF 40220088002556 Crónica del penal ISBN 978-980-14-0023-3

os primeros rayos de sol se veían fulgir en el piso de la cancha. El ambiente festivo daba un estrepitoso aire colombiano. Era la música vallenata que protegía los susurros de las parejas formadas en las visitas. En medio de todo, la cara de mi concubina se vuelve hacia mí, ella recién salía de la requisa. Desde aquí distingo su cuerpo sensual, su cara insomne de rostro pálido y ojeroso, sus nacarados labios entreabiertos en un cordial mira lo que hago por ti. Cuando la recibí me temblaban las manos al tocar su cabeza… su cintura y hubo un palpitante revoloteo de mi corazón cuando la aseguré en un abrazo por un instante y di un beso en sus labios. Hoy invoco aquel brillo de mis ojos por su presencia y mi codicia de despojarla de sus ropas. Nos dirigimos abrazados para el galpón donde las sábanas transformadas en paredes se mecían por la acción de un ligero viento. En la comuna entre caricias y besos experimente un comportamiento intrigante de mi mujer, el cual traté de borrar. No, no permitiré que destruya la sobre excitación que tengo desde horas antes de que llegara. Insistí con los besos persuadiéndola a cambiar, motivado por mis deseos de consumar la visita conyugal. Sin embargo ella era reiterativa en su conducta. Movido por el desespero, iba hacia ella, curiosidad o qué sé yo, formulé preguntas acerca de lo que sucedía, ella cortó con un hondo y profundo lamento que poco a poco se hizo llanto. Llanto doloroso,

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zapatos, me apresuro subir con el propósito de encontrar a Made en el techo. En ese instante el guardia de la garita desesperándose por el olor a café me ve, también ve la sábana que cuelga a la calle, mira en la oscuridad la calle. No ve a nadie, sólo a mí en el techo y hace retumbar el pito dando la alarma de una fuga, haciendo despertar de su modorra a los otros gariteros y a los custodios. También me apunta con su fusil, llegan los custodios, me apuntan ordenándome bajar, asustado me bajo y una lluvia de palos me dejan tendido en el suelo chillando que no he hecho nada, mientras una nueva arremetida de golpes me obliga a incorporarme para responder. Con marcas de botas en la cara y la mandíbula desviada, brotándome sangre de la nariz, casi sin poder respirar dije: —Made, Made se escapó —me dejan esposado y se van en busca de una pista, algo que indiquen a dónde va. Sólo encuentran en la comuna un papel, la carta que dice: “Hola Made es Carmen, mira te escribo que no sé qué hacer porque el niño está un poco enfermito y yo estoy desesperada porque me voy a ir de aquí por qué... aquí están hablando paja que yo soy una mantenía y tu sabes cómo soy yo de picada y no se qué hacer y ahora que tengo un bebé ahí no sé qué voy hacer. Pero yo tengo que salir de aquí yo sé que me vas hacer mucha falta y nosotros a ti, sólo espero que salgas rápido para que estemos juntos. Bueno te dejo porque el niño está llorando, te quiero mucho”.

PARA EL LIBRO DE LUIS SERRANO

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veces los días más repletos de rutina nos sorprenden con un pequeño evento que golpea nuestro letargo. Supongo que así fue cuando decidí por inercia revisar un disquete desvencijado que llevaba días cerca de la computadora. Me lo había entregado con humildad un recluso del internado judicial de Yaracuy, comentando apenas: “Revíselo si puede… son unas cosas que he escrito en el tiempo que llevo preso.” Cuando el contenido apareció en la pantalla, el aburrimiento se tornó en asombro; luego en alegría y tristeza, frustración y consuelo. Muchas emociones se me aparecieron en fila. Quien escribía sabía bien de lo que estaba hablando. Lo llevaba en el alma y lo exorcizaba con las letras. De Luis Serrano recordaba vagamente su afición al café, mientras observaba a su alrededor en silencio. Eso y su pequeña figura, tan diminuta que le valió el sobrenombre de “pulga”. Su imagen se sentía inofensiva y transparente. En ese momento se me reveló su esencia de escritor y entendí plenamente lo poco que lo conocía y lo mucho que él tenía para dar. A través de las exactas descripciones que Luis hace de la prisión, aparecen trozos de historias, de vidas, expuestas con una inobjetable honestidad, sin una gota de resentimiento, y hasta con cierto estoicismo. Así, una realidad que preferimos evadir, se presenta como un fantasma que viene a recordarnos existencias de ese más allá en forma de cárcel se que convierte en un más acá inadvertido. Basta con cruzar por otra calle para olvidar lo cerca que se encuentra ese torbellino de hombres en una lucha interminable donde la vida y la muerte se tropiezan, y el bien y el mal se acostumbran tanto a convivir, que llegan a perder su identidad. Al leer recordé una traducción tal vez no muy exacta de un poema de Constantino Cavafis: Sin consideración, piedad o pudor, en torno mío han construido altas y sólidas murallas.

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Y ahora permanezco aquí, desesperado, meditando, Solo en este mundo que me roe el espíritu. ¡Tanto como tenía que hacer afuera! Ah! Cómo no advertí que edificaban estos muros?... No escuché trajinar de albañiles ni ruido alguno. Silenciosamente me tapiaron del mundo.

Hay verdades dentro de esos muros que debemos saber. Porque los cambios sólo pueden surgir del conocimiento. Y también hace falta quién diga a todos que esas realidades existen, como hoy lo permite este libro y quienes han tenido la sabiduría de publicarlo. Esto lo supe desde el primer día que ingresé al internado. Cuando la pesada reja se cierra a nuestra espalda, algo se transforma por siempre. Se atisba otro mundo, otra forma de soledad, otra ilusión que se niega a fallecer. Luego de estar allí, cuando la hora de salida nos dice que la labor terminó, vamos caminando manchados de alguna tristeza, de algún misterio, de muchos odios y mayores miedos. Algo nos sigue y nos acompaña por un largo rato, para desvanecerse poco a poco a medida en que, agradecidos, volvemos al mundo que sentimos es el nuestro. Pero ellos siguen allí. Muchos jamás aceptarán esa verdad como suya, y lo acompañará lo que en unas ocasiones es una llamada en forma de grito, y en otras apenas un murmullo: “¡Calle! En una palabra se resume la nostalgia. Luis Serrano, sin proponérselo, adquirió el don de expresar en sus letras la más profunda y perturbadora experiencia. Y sin darse cuenta, se convirtió en la voz inesperada de quienes no alcanzan a reconocer las propias pruebas que les han tocado. Quizás el destino de Luis sea seguir escribiendo para transformar, para crear otra realidad. Puede que la vida le haya regalado esta oportunidad como curación. Para lograr lidiar con sus propios recuerdos, y proponer nuevas formas de esperanza cuando se agotan las conocidas. Tal vez esta sea su penitencia y también su salvación. Mary Santana

trepaba la pared hasta el techo con una audacia suicida, alcanzando el techo se acostó tranquilo. Pronto el silencio era interrumpido por el moderado ¡ras! Del arrastre del cuerpo sobre el acerolit que hacía paralizar sus músculos impasibles y mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía. Entre tanto debajo de él se preparaba la masa de las arepas y Made no regresa. Después de llegar al fin del techo se encuentra con la pared perimetral, se arrodilló pegado a ésta, buscó el extremo que unía dos alambradas donde había una separación de sesenta centímetros entre ambas. Se descubrió de las sábanas que lo protegían del frío, para revelar que vestía su mejor pantalón y la mejor camisa, llevaba zapatos bien pulidos, cara rasurada y corte de pelo nuevo. Ató las sábanas y el paño a un poste de la alambrada, las descolgó hacia fuera, volvió a quedarse inmóvil observando alrededor, parecía contemplar la prisión o la gran hazaña que estaba a punto de cometer. Luego giró, de espalda a la calle se aferró a la sábana, metió las piernas por el hueco entre las alambradas y silenciosamente fue tragado. El café está colándose y Made no regresa. No controlé mi curiosidad y fui en busca de Made, en el baño no está, en la despensa no hay nadie, vuelvo a la cocina pero todos trabajan sin prestar atención a los custodios que nos dan una ligera supervisión mientras se sirven café y piden sus arepas, sale al comedor donde se sientan dialogando, salgo de nuevo al baño y me fijo en una escalera de peroles. Junto a la pared, también de marcas de 53


medio de la glotonería lo veían como el inocente que los hartaba en las madrugadas. Todo lo hacía con sumisión de servidumbre, sin un rastro de maldad. Pasado algo más de un mes sin recibir visitas, que ya era hora de hacer algo más ameno, esa tarde buscó en su caleta y contó el poco dinero que escondía, apartó un billete y fue a la barbería, hizo algunas llamadas de los teléfonos públicos y se retiró a su comuna, tal vez a descansar y prepararse para el trabajo y la visita del día siguiente. No sé si fue por la carta o por exceso de ansiedad pero la noche la pasó preocupado e insomne hasta el punto que lo escuché pensar. Son las tres de la madrugada, el turno de los rancheros para ir a cocinar. Nos llaman, volvemos del corto sueño, salimos al patio, nos cuentan. Allí veo a Made envuelto en una sábana, y cubriéndose la cabeza con un paño y su mirada fija en la garita del economato bajo el frío y oscuro abovedado cielo, donde estaba seguro que el guardia roncaba. —¿Qué te pasa Made? ¿por que estás embojotado así? —pregunta un custodio. —Nada, tengo frío en banda, en la cocina me caliento —repuso mientras caminaba en dirección a la cocina. —Échale bola alante y prepara un café pal’frío, mientras pasamos revista a la torre —dijo el otro custodio dirigiéndose al pabellón uno. En la cocina Made me pasa la olla de café sin quitarse su envoltura y me dice que monte el agua y saque la comida de la despensa, mientras él va un momento al baño. Hice todo lo que me indicó, y él 52

UN NUEVO NARRADOR YARACUYANO

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ace tiempo recibí una llamada de la psicóloga Mary Santana donde me hablaba de un manuscrito que deseaba que yo leyera. Nos dimos una cita y me entregó la versión de un volumen que ella había recibido de uno de los reclusos de la cárcel de San Felipe. Me dijo ella que éste había pergeñado en servilletas y papeles un relato de su experiencia, sobre todo de cómo veía él el mundo desde esa cárcel. Mary Santana, psicólogo profesional que asiste buena parte de los reclusos en esa prisión, colaboró en la organización de aquel material que pronto adquirió la forma de un libro, al que posteriormente yo hice las correcciones necesarias. Mi asombro fue grande. Luis Serrano se llama el autor del relato; texto sin adornos ni afeites, dotado de un lenguaje descarnado, muy seguro en el momento de precisar cuanto ocurría a su alrededor, pero sobre todo, en su interioridad. Hay allí una reflexión hacia adentro de una condición dolorosa y terrible de un ser humano privado de su libertad. Aún cuando se ubica dentro de la crónica o confesión, no renuncia nunca a una voluntad de hacer literatura, una suerte de novela de no-ficción, tal y como lo concibió Truman Capote en su obra maestra A sangre fría. El relato de Luis Serrano está tocado por la piedad hacia sus semejantes, por una voz comprensiva que parece entender. Existen ahí, en medio de las situaciones más intolerables, momentos cargados de poesía y de una melancolía muy bien calibrada que recorre el relato de punta a punta, sin caer en feísmos ni en descripciones prolijas de ambientes sórdidos, sino que se va por el terreno de una confesión crispada y sincera, que no revela rencores, ni abriga venganzas sociales o personales. En el prólogo escrito por Mary Santana eso está expresado de una manera elocuente. Mantuve con Luís Serrano una breve conversación –tiene un día de licencia a la semana— donde pude conocerle, estrechar su mano y felicitarle por habernos entregado su sentida confesión, que para mí revela la presencia de un nuevo narrador en el esta-


do Yaracuy, un escritor de garra. Vi en él a un hombre sencillo, parco, fuerte y triste, como deben ser los hombres que han sufrido y sienten la impotencia de haber sido víctimas de un impulso fatídico que no pudieron evitar y les marcó la existencia: Ahora lo exorcizan con la fuerza de una palabra escrita que surge desde el fondo mismo de una inquietante tiniebla, y desea volverse rayo de luz en este libro. Gabriel Jiménez Emán

—¿Tú eres Made?, sí —mirando con desconcierto a una muchacha que había visto siempre bajar en las visitas. Ésta le extendió la mano entregándole algo. ¡Aquí te enviaron esta misiva! —dijo y se alejó con pasos apresurados. Con apacibilidad desdobla un papel, fija la vista en él y su rostro se contrae tornándose pálido, los ojos se le abrieron mucho, se les movían para adelante y para atrás, empezaron a ponérsele colorados y tuvo indecisión en sus gestos, una vez de leer y releer. Parecía que se le complicaba más la vida. ¡Cómo cambió la cara Made cuando por un papel se enteró de una noticia!, fue como de un horror espantoso. Se recobró del estupor guardándose en el bolsillo del pantalón aquel papel. Transcurrido el día era un ausente pensador. Con los días se volvió meditabundo, extrañamente sumiso, amable, siempre sonriente y colaborador en la cocina. Aún así su inquieto cerebro no cesaba de trabajar, estudiaba el problema. Un poder humano lo incitaba a llegar a una solución práctica y concluyó que la calle era el remedio. Con esta aspiración por su peculiar ingenio pensando poderse liberar de este mundo a través del trabajo ganando su redención. Durante este tiempo vivía atareado, no tenía tiempo para drogarse, se veía muy organizado, cronometrando el tiempo que salía de la letra para trabajar en las madrugadas, la preparación del café, el amasado de las arepas, sus viajes continuos al baño, situado frente a la garita, la charla que sostenía con el guardia de la garita mientras le servía café y arepas rellenas. Mientras los dos custodios del economato en 51


estaba de rodillas, a su alrededor todo era ciego y feroz, cuando quería pararse y escapar una nueva tanda de impactos, un nuevo puntapié lo derribaba, un tubazo lo encogía, una mano le estiraba los pelos haciéndolo elevar la cara para ofrecerla a la nueva arremetida de golpes que buscaban la nariz y boca. Al rato quedó tumbado en el piso donde lo estuvieron partiendo e insultado, hasta que se coló una voz. —Pongámosle el caracol, aquí está la cocina encendida sentémoslo. Hoy se ve envejecido siempre trabado, con los ojos llenos de tristezas y fijos en el horizonte, rostro de gravedad, andar torpe y piernas abiertas, viviendo de la caridad de los demás internos y si alguien necesita un favor se oye el caracolito, una segunda y te doy una piedra... XIII ade, el joven que llegó famélico, de mediana estatura, a pesar de haber adquirido cierta redondez en su cara y un abultamiento del vientre, sigue siendo flaco. Eso sí un poco más relleno, gracias a su trabajo de cocinero. Cumple con su faena desde las tres de la mañana cuando comienza hacer el desayuno y almuerzo. Como es evidente, los rancheros hoy están más apresurados y ansiosos, deben llegar sus visitas temprano. La hora de la visita estaba avanzada, Made esperaba sintiéndose desconcertado, viendo las mujeres que bajaban. ¿Y la mía donde está? Tiene una semana sin venir, ya el período debe haber pasado, reflexionaba. En ese momento alguien pregunta.

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les veía amontonados, seis siluetas del hampa, como suelen llamarse, bañados por un humo grisáceo e inmóvil y que a su vez flotaba por encima de sus cabezas. En medio de la traba le ofrecen algo: —Es mejor que la piedra, póntela debajo de la lengua, pruébala es una vaina arrecha —el Papa lo alaba, le adula, le da confianza, le soba el hombro, lo abraza, le dice que lo tenía loco, que soñaba con él desde que hicieron el primer negocio. Ya sin lucidez se le vio martillado, semi desnudo con el interior en forma de hilo. Tan excitado que parecía perro, gritaba, brincaba y nos meneaba el rabo. Luego entró en shock, parecía un zombie. Fue cuando uno a uno se lo tiraron como a una marica, para luego abandonarlo en el pasillo, donde lo hallé y lo conduje hasta la enfermería en medio de esos olores a monte quemado, sudor y heces humanas. Aún nada ha cambiado, cuando quiere fumar se pone el mismo interior y sale a bailar por el pasillo... XII a cara del flaco quien tenía más cabeza que cuerpo, quien vivía descuidado y sucio pidiendo y hurtando cosas de cualquiera que se durmiera en su presencia. La piedra lo consumía, tenía hundido el pecho y la piel toda agrietada, su vicio era su necesidad. Así sobrevivía y en la letra más frecuentemente se perdían las cosas. —¡Dame acá mi vaina desgraciado, batanero!— grité, los de las comunas aledañas se abalanzaron también contra él y descargan sus puños y pies, él

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l rostro del joven rudo de complexión recia y ancho de espalda, llegó a este mundo cargando un historial prestigioso sobre sus hombros, aquí era conocido por sus proezas hasta se decía que era portavoz y podía ser Papa. Se adueñó de la rutina y lo allanó el vicio. A menudo me decía: —Viejo aquí consumo de todo, todo lo fumo, aquí fumo más que en la calle. Intimidaba con chuzo, pero seguía siendo amigo de todos y de ninguno, un solitario que esperaba la ocasión para despojar a cualquiera de algo de valor. La droga parecía ocupar su vida. Se volvió inestable a veces agresivo y otras blanduzco. Los jíbaros a quienes él asaltaba cambiaron de parecer decidiendo saciar sus caprichos lo empezaron a cocinar. Había que ver cómo los perros de los jíbaros lo trataban, lo invitaban y le hacían regalos. Hasta el propio Papa lo invitó a su comuna para arrebatarse. Allí a sus anchas entre tabacos y pipas mezclaron marihuana, bazuco, piedra y pastilla. Se

I o es un depósito para redimir personas, sino un mundo. Mundo aparte, complejo, con una difícil y turbia población. Quizás nada exprese mejor el contraste entre la finalidad y lo que es, que la brutal diferencia entre esas personas atareadas pero libres, que pululan por las calles y centros comerciales día y noche, con los hombres fantasmales que se asoman por los barrotes como a un escenario. A través de ellos se trasluce un patio solitario. De la libertad no queda sino algún recuerdo que llega volando en un retazo de memoria. Lo demás, está desaparecido, enterrado bajo las inmensas paredes con alambradas, como un campo de béisbol cuando finaliza la temporada. La infraestructura es de una pared verdusca con diversas torres usadas como garitas. Construido al extremo de un barrio como para que sea olvidado. En ciertos momentos la gente llega a olvidarse que aquí yacen sus sentimientos humanos y los instintos sociables. Cuando alguien de esta orbe requiere saber qué hay más allá, levanta la vista para lograr ver un estrecho callejón que da al cielo. Los seres que se mueven en el fondo de este agitado y elaborado mundo, llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona. Andan agresivos, con una prisa violenta e indiferente. Aquí es donde se huye y se paga algo, donde algo se engendra y es algo que no estamos acostumbrados a ver. Nunca había visto tanta destreza en las manos para manejar un chuzo, como tampoco el disfrute y el poder material acumulado como para

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pojo humano deambulando entre la basura en busca de algo para la venta o el canje. Siempre en medio de la traba se me acerca y como una letanía me repite — no fue cosa de putería, sino de amor, fue una buena mujer, me salvó sin quejarse. Hice un buen negocio con ella. Me abandonó y está bien. Total mi vida es corretear de una piedra a otra. A quien le gusta andar sacrificándose por un preso... XI

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hacerse llamar Papa. El poderío de éste llega a transformarse en botín para su rival. Todo es igualmente poderoso, inhumano y frío, desde la gente hasta el muro desmesurado que nos corta salvajemente la libertad. El lugar parece un ser vivo, distinto, entero e indiferente a todo lo demás. Por su vertiginoso crecimiento, demuestra la descomposición social de la ciudad. A veces se transforma en el escenario de las más terroríficas tramas de batallas. Para el mundo paralelo, la acumulación de seres humanos en el recinto da la impresión de seguridad, una seguridad inhumana para los internos. Lo cierto es que el centro ha sido y será por tiempo indefinido el campo de las más grandes hazañas de sobrevivencias morales del hombre. Muchos de estos hombres carecen de antecedentes entre sí, hay quien se defendió, el que cometió un error y el que se acostumbró a la vida fácil. Como curioso que soy, me detengo a observar a las personas que transitan por el patio y advierto de inmediato que todos están solos, cada cual parece ignorar a todas las otras personas, y revelan en los gestos, en la acelerada angustia de los pasos, la sensación interior de estar abandonados a sus propios recursos. Casi nadie mira al otro y cuando por azar se cruzan dos miradas, instantáneamente se desvían llenas del temeroso presentimiento de haberse asomado al más allá. Estos seres parecen de otra raza. Pero de todas estas causas, y de otras que no menciono, la más impresionante es la soledad en que vivimos y actua-

reales que te pedí? —No, nadie me prestó y tu familia se negó... Oyéndola, su cuerpo comenzó a adelantar un escalofrío. Desencadenándose una rebelión con todo sentimentalismo, apela a un llanto y con voz quebrada, llena de angustia, la culpa: —Tú no me quieres, yo no te importo, me van a matar por esos reales, yo cuento contigo, pero a ti no te intereso. Ven, vamos y habla tú con ese tipo paque me dé más tiempo —desesperado la arrastró hasta el jíbaro. Él sabía que esta vez no era fácil escapar, pero en este mundo la mujer valía su peso en oro, para ese entonces ella era bonita, de cuerpo exuberante, y a cualquiera tentaba. Mientras esperaba él no sentía celos, sólo pensaba en la deuda, en su vida y en el tiempo que conseguiría. La mujer sale arreglándose el pelo, sudada, con los ojos húmedos. Su rostro se veía sonrojado y cansado, se le vio alejarse sin mirarlo y se fue sin el beso de despedida. Entró haciéndose el que no sabía para no sentirse avergonzado. El jíbaro se levantó de un brinco. —Cien mil en piedra, eso es de vicioso, la deuda está paga… ¡Qué mujer más puta tienes! pudo con los cinco. ¡Ah! de aquí palante si no hay real no hay piedra. Toma te lo ganaste —extendió la mano y recibió un regalito, se alejó consumido por un no sé qué, lleno de ansiedad, con la mano apretada se encerró en la comuna y fumó, dejándose envolver por ese humo inmóvil y negro que le surca la cabeza de lado a lado. Ahora la piedra se lo está tragando, parece un des-

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como si oliese de repente la muerte. Me asomé y vi al joven. Su nariz latía muy rápido, era una respiración ansiosa y silbante que hinchaba su pecho, sus facciones eran metálicas, estaba atrincherado. Cuando giró para mirar la puerta, ellos lo miraban a los ojos. Él sin pestañear, los labios entreabiertos y su corazón latiendo muy rápido. Caminó muy despacio hacia ellos, repitiéndose —no hay motivos para asustarse —viéndoles formar una muralla amenazante a su alrededor, no vio a nadie en el pasillo, ni escuchó bulla. Sólo las sábanas de las comunas bañadas por la luz del sol. —¡Qué es lo que es! —No tengo los reales, si me dan unos días para conseguirlo, seguiremos haciendo negocios. Además nunca he tenido líos con el Pram — dijo y sólo oyó pedir el pago para la próxima visita acompañado de un toc que le rompió la cabeza de un cachazo, esta vez vinieron con pistolas. La mañana estaba soleada, tibia, corría una ligera brisa por el patio. La visita comenzaba a ingresar y él estaba al acecho, esperando un aliento de vida, de pronto ahí estaba ella, cruzó un pasillo para recibirla, la abrazó y besando sus labios ahogó las voces de los que estaban alrededor, empezaron a descender por el patio y ella vio que él miraba a su alrededor teniendo la impresión de que trataba de captar el ambiente, tal vez por una costumbre o por seguridad. Ya dentro de la comuna en medio de la conversación íntima brota la pregunta como una canción interrumpida y mil veces repetida: —¿me trajiste los

mos. La verdad, casi se podría decir que cada interno tiene la soledad que merece, y que hay unos que no han merecido ni merecerán ninguna. En donde está el hombre está la soledad como sombra que lo sigue, lo acecha, lo espera. Es una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, siendo ignorada por los que la sufren. En el número esta masa se forma sin soldadura ni unidad, y se deshace sin desgarramiento. También he visto a estos solitarios apretujarse en las letras, apenas quedando espacio para dormir... y sin embargo van solos, nadie está acompañado. Ciertamente se cultiva una soledad creadora. Creadora de armas para la defensa, caracterizada en el porte de chuzos y chopos por los solitarios transeúntes del patio, quienes conocen su propia condición. Adonde estos llegan, a lo más hondo, es al comedor, se entra por un instante a comer con las manos, lo imprescindible para alimentar el cuerpo, allí no es necesario gastar palabras, el interno toma la bandeja con el condumio que necesita, y luego se sienta en un mesón. Hay momentos en que parece que se hacen invisibles el uno para el otro. No comparten la arepa, el agua, palabras, menos el pensamiento. Entre el ruido de las bandejas, los pasos y gritos de hambrientos, es raro oír una voz humana. Y cuando se oye, todos los que la alcanzan se vuelven como conociendo lo sucedido. Llenos de rutina y hasta de desazón, huyendo del que pide, del que sangra en un rincón por una herida de chuzo. Cuando alguien es víctima en una parada, se dirige

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solitario y sangrante hasta el que vigila las rejas. Él con apatía e indiferencia en forma de rutina, lo conduce a la enfermería, pero sin la más mínima ayuda. Es allí donde este solitario en una encrucijada de su vida descubre la enigmática respuesta, que su destino ha de resolver por sí solo. Al hombre de otro mundo que cae en este centro, termina por formársele un complejo de angustia por tanta soledad sin provecho sabiendo que está condenado a la soledad, pero no se tiene el gusto, el arte ni la ocasión de gozarla. Pensar que a la izquierda de este mundo nos queda la quebrada estéril Savayo y un poco más allá el terminal de pasajeros... ¡Si pudiera abordar algún transporte para escapar de la soledad! A la derecha y por la parte posterior de aquí hay tantas casas, sé que no son frías, al contrario están llenas de calor humano con olor a dignidad, con brisas de libertad y amor familiar. ¡Cómo se anhela el hogar! Al frente se encuentra la ruidosa y congestionada Quinta Avenida, donde en las paradas y aceras pulula gente locuaz, gesticuladora, confiada y fraternal. ¡Cómo deseo la calle! Pero todos los que fuera de estos límites habitan y transitan no parecen enterarse de que la Cuarta está repleta de otros seres humanos, que viven perseguidos, atropellados y maltratados por ellos mismos. Allí es palpable el infierno, el purgatorio y la desgraciada comedia de la humanidad, que rueda en el hirviente cauce de la sociedad. El tiempo es el mito fundamental del recinto y de sus prisioneros. Todos están condicionados por la sensación pánica de la presencia del tiempo. Si

ganó el respeto, no fue raro que los Papas lo invitaran para arrebatarse y él sintiéndose interesante aceptara drogarse. Trate de impedir que cayera en esa locura abundando en argumentos para disuadirlo y él desdeñaba todos mis consejos replicando con una frase: —¡Coño e la madre! no se meta en mi vida pa esa vaina tengo real. En meses era todo un vicioso, la dependencia se tradujo en un creciente consumo. En las visitas se le veían los ojos ebrios de ansiedad, parecía una silueta desdibujada por el torbellino de la adicción. Su ansiedad lo asemejaba a esas bestias hambrientas que merodean a su presa. La conversación familiar habitual era la necesidad de dinero para el pago de las deudas, ni sermones familiares, ni súplicas, ni llantos lo cambiaron. Todo empeoraba. Esta conducta sumada a lo largo de su condena provocó un distanciamiento familiar y su primera innovación fue vender sus pertenencias. Sin nada de valor económico se halló ansioso y agobiado por las deudas y el jíbaro, quien enviaba a sus perros, topaban la comuna y con amenazas se enfrentaban a él, para luego darle en forma cautelosa una tregua y así conseguir el pago. Él ya no podía desplazarse como los demás, siempre ellos estaban al acecho, aquí nadie lo podía ayudar. Así vivió una semana, con el corazón en la boca, con un miedo que le sacudía el pecho, que no le cabía en el cuerpo, que lo hacía transpirar. Del baño se oía el jadeo de alguien que le costaba respirar o

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arece que hace un siglo que estoy aquí ¡qué importa el tiempo! ¿Y para qué sirve eso? Estoy rendido, no es fácil vivir así; solo, sin querer a alguien, sin creer en nadie. Bullendo en mi memoria rostros ligados a recuerdos que me hicieron intuir la mejor forma de soportar este mundo inculto y rudo. El primero fue un jovencito de complexión recia, mirada osada, de familia acomodada. Se adaptó rápido a la rutina, adquirió la destreza y el arte del chuzo, se transformó en espadachín. En una parada fue sorprendido por los custodios, quienes descargaron sus escopetas con polietileno en su cuerpo para obligarlo a soltar el chuzo. Lo vi mientras lo encaminaban a la sala de castigo, propinándole una lluvia de planazos, también lo oí gritar: —Vengan maricones tráigamelos aquí para echármelos sin necesidad de chuzo —de esta forma se

alguien pudiera adelantarlo. Esta ansiedad nos lleva a vivir sin sosiego, la maldición fáustica de no poderle decir: ¡Apresúrate!, a la hora que se va. Es la lentitud del tiempo la que nos lleva a desesperar, ese mismo sentido del tiempo es el que dispone la peculiar actitud ante la muerte. Para luego comprender que lo más fundamental es la paciencia y que se pertenece por entero al aire de la muerte y a las paredes que nos limitan. Al final de las visitas todos esperan irse, se van las mujeres, los niños, los amigos. Conociendo las penurias de las colas, lo degradante de las requisas y los malos tratos por parte de la seguridad, me hace desear que no regresen más. Todos escapan o se hacen la ilusión de que huyen, esperan huir definitivamente algún día. Huyen como de la asfixia, como de un pecado contra la condición humana. Los internos regresan a su condena, y este mundo parece quedarse abandonado. Aún así la primera sirena que habla con su alarido de angustia es para recordarles que dejan algo en prisión, lo dejan custodiado, atado y destrozado, sin resignarse a estar aquí. Solo, pensando que estoy de paso, no puedo sentir que este mundo me pertenece y para vivir aquí necesito otros sentimientos, otros vahídos, otros órganos, otra dimensión de vida. Entre tanto estoy adaptándome como puedo a estas dimensiones inhumanas. Es que en esta exagerada impresión hay algo de mi reacción temperamental, que me indica con asombro que este mundo no es el mío, que lo que predomina en mi es un tipo humano parecido al hombre libre. Sigo creyendo que un día me iré, defi-

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Exaltados en forma sorpresiva entrompan al Pram, toman los chuzos y tratan de arrebatarle todo por la fuerza. Una breve lucha, silenciosa y corta que nadie la advierte. El menudo Enteco con sus perros se dirigió a todo el pabellón y mostrando el cuerpo del traidor, dice: —Vean, la lengua es el castigo del cuerpo y es lo que se les saca a los sapos. Ahora yo tengo la palabra, por lo tanto le damos una tregua al viejo Papa que se vaya a vivir con las brujas, ahora es ranchero… X

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esde mi llegada, con frecuencia me sucede lo mismo, sobresaltado me siento en la cama, incorporándome del sueño más plácido y sosegado, interrumpido por ese riiiiinnnngg, perverso. Atolondrado y con el corazón revoloteándome dentro del pecho, toda la angustia se concentra en mis ojos. Busco en la oscuridad alguna señal de mis compañeros y todos siguen dormidos, me fijo en la puerta, aún continúa cerrada, mis ojos se posan en el reloj; 3:13, de la madrugada. Siento mi propia resurrección. Me acuesto nuevamente, esta vez cambio de posición, la sábana está empapada de sudor igual que mi cuello. Hace un calor playero. Mientras concilio el sueño, evoco comparando los diferentes timbres que he conocido y descubro que todos tienen el mismo sonido: Riiiiinnnngg, pero qué diferente me hacen sentir. El primer riiiiinnnngg que oí fue en la niñez, me separo de casa, los juegos y mis hermanos, dando grandes gritos y con los ojos llenos de llanto soporté esas cinco horas de aprendizaje-enseñanza, de lunes a viernes, ayudado por mis compañeros. Los otros riiiiinnnngg, eran los mejores, los que deseaba con premura; recreo y salida. Durante seis años los disfruté. Los timbres de la adolescencia pasaron sin ningún sufrimiento; me automatizaron a

nó como hombre simple, sintió rabia y apretó con fuerza la cacha del chuzo. Él era un hombre rudo y experto en las paradas y homicidios. Dejó que se acercaran, los miró con desconfianza y desagrado, detrás vio formas de numerosas personas agazapadas. Sabía que algo no dejaría que se entendieran más. Conoció que venían saturados de pasiones y codicias con acciones resueltas e incontrolables. —¿Qué quieren? —preguntó. —Pana mío vengo a comprar ¿te quedan ñascas? —sí —¿cuántas? Volvió a preguntarle a ese hombre pequeño, Enteco, quieto, que desde la primera vez que lo conoció y supo de su codicia su presencia siempre le producía un curioso malestar. —Dame cuatro y trae tu pipa que te voy a invitar, para que recordemos el parampampám donde casi nos matan y tú de vaina achicharras al vigilante. Elda palpó lo alto de la pared y sacó las piedras de crack. El Enteco descubrió la caleta, desenfundó su chuzo, y en forma de estocada puntea sobre el hombro izquierdo de Elda, cerca del cuello, en el vientre, sobre el pecho. Él sintió las agudas punzadas, pero no pudo hacer nada, su cuerpo se colmó de torpezas y pesadez, empezó a ver borrosos los rostros, los veía desde el suelo, se sintió flotar… ya no vio más. Se adelanta el Enteco y comienza a cercenarle la garganta por donde le hace brotar la lengua. Sus compinches abren el vientre, extraen las entrañas, le amputan las manos que van a parar entrelazadas a un billete de diez mil en lo que una vez fue el estómago.

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nitivamente me marcharé lejos. Temeroso de volver. Y con el tiempo perdido apretado en mis manos.

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pabellón dos... El Enteco, menudo, siempre pensaba con fijeza en el poder. En silencio de noches sin fin, deseaba hacerse interesante y a su codicia salvaje arribaban los instintos de la libido y la mirada se dirigía hacia la comuna del Papa y se veía asaltándolo, apuñalándolo, detonando certeros coqueros y llevándolo fuera de la letra, y allí controlar los armamentos, las drogas y los reales, para vivir rodeado de lujos, riqueza y poder. Imaginaba con delectación todos los pormenores del cambio. Ahora se le asomaba esa oportunidad. Desde la última raqueta los ánimos se exacerbaban y crecían las pasiones, comprimiendo y tensando la atmósfera. Una pequeña discusión terminaba a cuchilladas. Las noches se agitaban con los gritos enfurecidos de algún interno a quien algunos agavillados habían ido a raptarle su botín. Elda vivía desconfiado, avizorado con un temor oculto. Él percibía en los ojos de los otros un brillo cortante que le daba una sensación de ardor físico. Parecían fieras agresivas y ansiosas con las garras prestas al ataque. Su monólogo era: no debo seguir más tiempo aquí. El pueblo se está ariscando y me van mal poniendo. Hay muchos que ya murmuran abiertamente y pregonan su descontento, muchos amigos tienen grandes recelos y precauciones de mis acciones. Además ya han estado mezclados en muchas traiciones y amotinamientos y de tantos hombres ociosos y atrevidos pueden pasar mil locuras. Sintió pasos cerca, supo que venían movidos por sentimientos iguales a los que una vez fueron suyos. Le dio miedo, reaccio-

entrar y salir de clases durante un periodo similar. Este sonido en la madurez fue diferente, en las mañanas el riiiiinnnngg era formarse y recibir las instrucciones de trabajo, cualquier otro riiiiinnnngg en el día o la noche era una situación de alerta. Aquí lo percibo con terror. —Falta uno, ¡falta uno!, ¿Quién falta?... Caminando despacio y quitándome lagañas de los ojos, salgo a la puerta, todas las miradas se fijan en mí, mirando el frente veo los contadores, dirigiéndome a mi lugar en la fila me nace una curiosidad: ¿Cuál será?, ¿Quién de los cinco lo hará? Y me devuelve al momento una voz que dice: —¡El timbre se oyó! ¡Número!... Cada quien va diciendo el suyo, llega al mío y digo dieciocho. Todo continúa hasta el veintidós. Camino al frente, una pared verde con la mitad superior amarilla me corta el camino. Separo los pies al ancho de mis hombros, alzo las manos al cielo como pidiendo un no sé qué, las apoyo, a la vez cierro los ojos impidiendo la salida de las lágrimas, me muerdo los labios y… Plaf, plaf, ¡uh!, plaf, ¡uh! Es el sonido que invade todo el espacio del amanecer, sin voltear mientras pasa el dolor, escucho al verdugo y el rechinar de la peinilla en sus manos: —¡Número es número y preso es preso caballero...!

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IX

III maneció, es otro día semejante a los demás, colmados de rutina y monotonía. El mismo pasillo angosto que se eleva al cielo, mostrándolo azul, radiante y lejano, un cielo empobrecido sin un Dios a quien suplicar. En el aire se percibe un hálito aromático del más tinto café, y en el patio una soledad abrumadora. Un silencio acentuado donde se cuela timorato el zumbido de las moscas; silencio que cala los huesos, escalofriante, cortando como una hojilla filosa la monótona tranquilidad. En el área administrativa se descubren dentro de la iglesia los doce barones, todos Biblia bajo el brazo con sus calladas oraciones matutinas, haciéndose cómplices en el silencio y esta soledad inusitada. Más allá, próximos a la cocina se cruzan dos: –¡Qué es lo que es, pulga! –¡Qué es lo que es, Mensch! ¿Qué pasa por ahí, que esto está solo y callao? –Mosca marico, que los del dos cantaron una luz, evita el desplace, deja de está alumbrando, camina pegao a la pared. ¡Apúrate! –¿Y esa vaina? –Se quiere formar el parampampán, to esa gente del dos anda empastillá. ¿No pillaste el olor a cofi? Quieren tirar el cambio de gobierno, están haciéndole sombra al Papa, cuando suba a rescatar el botín lo van a topá pa mansalvialo. Atrinchérese por ahí ¡Pendiente! –Okey. Pendiente pues. Cruzando el patio vienen tres, cada paso dibuja

uando hubo el parampampán, todo parecía colmado de confusión. Los del dos se desembocaban corriendo al patio cubriéndose con escaparates, se metían al pasillo entre el taller y las aulas, subían por las escaleras al pabellón uno. Iban gritando y dejando un reguero de sangre por donde pasaban. Disparaban sus chopos y luego se trenzaban en una fiera lucha de esgrima a chuzos. En todo el lugar se oían disparos, ecos de riñas, gritos, carreras, golpes a paredes y puertas. Los que subían al pabellón uno se les veía devolverse ensangrentados y cargados de algún botín. Ante los estruendosos disparos, las voces y gritos desesperados, los internos del pabellón se asomaban para incorporarse a la carnicería sacando sus armas prestas a la defensa. Los del uno sobrepuestos de la sorpresa, recuperan las escaleras y se atrincheran para defender su fuerte. Cuando logró entrar la guardia y los custodios para retomar el control, todo era heridos desangrándose y cuerpos mutilados flotando en un río rojo. Ese día estaba Elda al mando, junto al Enteco con cuatro internos más vigilando el portón para retardar la entrada de los funcionarios celadores y guardias al patio. Los primeros en intentarlo fueron los custodios, y Elda sin lucidez por efectos de las pastillas se retrató descargando la pistola 3.80 mm hacia los custodios quienes en forma timorata pretendían entrar accionando sus escopetas cargadas de plástico. Al llegar la guardia le resistieron hasta que todos los amotinados vinieran a encerrarse en la letra del

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boca, saca la lengua, agáchate brinca cinco veces como las ranas en el mismo sitio— todo lo hice como él decía y al fin —vístete y te quedas en la posición de costumbre— Culminada la inspección de personas, nos pasan el número acostumbrado que hoy llegó con retardo. Nos despachan a nuestros pabellones y letras, de nuevo el encierro, otra vez tras muros fríos y barrotes. Un funcionario se pega a las rejas mientras entramos, hurga entre sus bolsillos, saca un billete de diez mil y metiéndolo dentro del bolsillo de la camisa de un interno le dice —gracias pana, todo estaba ahí como dijo— y se alejó a toda prisa, mientras el interno decía: —¿Qué mamaguebada es ésta? toma tu vaina, zape gato contigo— Dándole el billete y tirándolo lejos. Todo el torbellino de miradas se posan en él y se alejan con espontáneo desprecio. Aquí ya nada me sorprende y como encogido y triste me fui a mi comuna, estaba en ruinas y dentro un paisaje más devastador; el televisor se encontraba en el suelo con la pantalla achicharrada, el radio destrozado esparcido en pedazos por la comuna, mi lámpara desarmada, sin cable, sin bombilla. La comida regada por el piso mezclada con trozos de pared. Se llevaron el escaparate, tiraron la ropa por todos lados, se llevaron mis zapatos. Destrozaron el camastro ¿dónde estará mi colchón? Todo quedó devastado...

una maldad, tienen el andar peligroso y amenazante con ínfulas de dominio. Vistiendo camisas de marca y pantalones Levis, Lee y Wrangler, botas Nike de vistosos colores y correas de cuero al último grito. Dos portan visiblemente unas armas, parecen pistolas, van a los costados. El del centro usa gorra con insignia de los Yanquis de New York, lleva unos lentes montura de oro y cristales fotocromáticos, tres guayas en el cuello, una esclava en la muñeca, y todos los dedos de las manos con anillos de oro, hasta el pendiente de la oreja es de dieciocho quilates. Como dicen aquí: vestido de etiqueta. Él es el Pram, el hombre que lleva el carro, con dos de sus perros más fieles pagados con droga, comida y ciertas libertades en el mando del negocio. Comenzando a subir las escaleras el Pram se adelanta, los pistoleros se rezagan y desvían su camino para el dos. En un rincón está un Paisa. El Pram en tono amenazante le grita: –Se cantó una luz– El Paisa sin destello de lucidez y con rencor visceral accesible, desenfunda y a quemarropa detona su arma, dejando huérfano ese silencio inusual, agujereando el pómulo izquierdo del Pram. Como animales carroñeros saltan de la nada, desprovistos de todo horror y carentes de compasión, los más exaltados o más estimulados con la mezcla vuélvete loco de Rivotril y café. Ahí están esos seres terribles que llevan dentro de sí el animal de presa, apoderándose del botín, saqueando al herido. Apaleando su boca se adueñan del diente heráldico. En diez segundos el cuerpo es un despojo en

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ropa interior. En minutos aparecen los custodios desbordados de fobia, para ver un cuerpo manchado de púrpura, de cuya cara fluye como una fuente la vida de color pardo rojizo. Es evidente que aquí ya nadie puede sorprenderse, se conocen de memoria la rutina. Este era el Pram, el que siempre creyó que la vida iba a permanecer allí detenida en su poderío injusto, sostenida a su siniestra existencia. Vivió sin enterarse de su insignificancia, y esto aquí no es una variante...

a comienza la novela otra vez, de nuevo me sorprende la noche viendo televisión. Esta me persigue todos los días, envolviéndome en su oscuridad llena de sombras y bichos chillones. ¡Si mamá me entendiera! No tardará en apagar las luces de la cocina y la sala, cerrar bien las puertas y decirme lo de siempre: —Son las nueve Luis Miguel, cámbialo para la novela y se va preparando para dormir, mañana hay clases y debes levantarte temprano. Es en este momento, cuando siento el frío de la noche con toda su tristeza, y la aceleración de mi corazón oprimiéndose dentro del pecho, invento cualquier cosa para quedarme con ella pero no logro convencerla. Me esfuerzo, y casi corriendo cruzo la sala esquivando los muebles y la mesa, deseando que mi hermano esté en su cuarto estudiando con la

lugar, se cayeron las dos granadas también descubrimos un arsenal, hasta teléfonos celulares! —¡Muy bien! Sí, lleva todo al comando —contestó el jefe— Luego se dirige a nosotros —todos los internos, en silencio se van a levantar y se dirigirán a la pared que está al fondo pronto. ¡Ahora!— Haciendo un esfuerzo para que las piernas respondan, corremos a la pared y los rezagados llegan con algún planazo de consuelo. Una vez ya recostado a la pared el mismo uniformado grita: —Quitarse toda la ropa— y los demás celadores con peinillas en mano, se nos enciman para ayudarnos a fuerza de azotes a quedar como Dios nos echó en el otro mundo. Ya desnudos, la misma voz se escucha con otro mandato: —¡Agacharse! Tomen la posición acostumbrada, nadie levanta la cara ni se mueve hasta que el funcionario le ordene— agachados, manos en la nuca mirada al suelo seguimos aguardando el entumecimiento del cuerpo. Mientras los celadores se posan al frente para revisar la ropa. Es mi turno —¡párate!— me dice un funcionario con la jerarquía de distinguido y yo ahí casi rezándole a no sé quién, pedía caerle en gracia para no recibir otra paliza, ya comenzaba a temblar cuando entendí que la mejor engañifa era colaborar con él. —Pásame la ropa— dijo, como por reflejo me agaché, la recogí y sin poder disimular mi pavor, se la extendí con un marcado temblor en la mano. La revisó, la tiró nuevamente al suelo dándome unas instrucciones: —Manos arriba, date la vuelta, voltea, abre la

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piernas han abandonado su articulación pelviana y mi espalda es un hormiguero ardiendo de quemazón aspirando aceleradamente ese polvillo reseco de la cancha sintiendo las inexorables miradas que se pasean sobre nosotros. Agotado en este esfuerzo quiero romper a llorar; comprendiendo que estoy solo y perdido, no tengo más remedio... es una raqueta. Debo soportar. Comenzando a clarear se oye como un estruendo el gruñir de pisos y paredes de las letras, rechinar metálico de camastrones, escaparates más un conjunto de ruidos mezclados; utensilios de cocina, ventiladores, radios, televisores y envases. Eran los guardias que buscaban con violencia en todas las comunas tirando y pisoteando todo a su paso. La luz que comienza, se cuela con dificultad entre los inexpugnables muros del recinto. Una verdosa penumbra nos envuelve, son nuestros celadores que de rato en rato nos gritan —¡no se muevan, nadie habla! La luz se hace más brillante y flota por el aire llegando hasta mis oídos las blasfemias de los que pugnaban por sacar del atascado escondite las herramientas de defensa carcelarias. En eso recordé que a diario estallaron riñas, todas las noches había cuchilladas y muertos, los más tranquilos vivimos en un perpetuo sobresalto. Con este pensamiento vuelve a renacer mi ánimo que va venciendo en el combate al miedo. Cuando ya no sentía mis extremidades que estaban acalambradas, se alzó una voz sobre los demás: —Mi teniente, ya se culminó la inspección del

puerta abierta, y la luz llegue hasta el mío. ¡Sí, sí! Ahí esta él con su reguera de ropa en el rincón. Sentado en una mesa que él llama escritorio, con su lápiz en la mano y ese montón de libros que parecen ahogarlo. Sobre la cama hay dos cuadernos abiertos, él me mira como preguntándome que quiero, yo sólo le sonrío, con ganas de pedirle que me deje dormir con él. Aunque hace días también cumplió quince años y yo ocho, sé que él venía cambiando conmigo ya no me presta la atención de antes, ni juega conmigo. Él creció y yo no cambié. ¡Uf! Total a dormir solo, voy a rezar: –Ángel de la guarda dulce ¡Ah!, Ya sé, es verdad yo nací el veintinueve de Septiembre día de San Miguel y mi nombre es como el del Ángel guerrero que le gana al diablo. Eso lo dijo el padre en mi cumpleaños, allá en la iglesia con toda esa gente que se amontonaba en las puertas, porque ya no cabía más nadie en sus bancos de madera ni en el pasillo y él lo dijo. Mejor me acuesto con la estampita de San Miguel Arcángel en mi almohada ¡Si papá estuviera aquí! Bendición mamá…

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V l quiquiriquí de los gallos infecta todo el aire, como dando un concierto de cámara al amanecer. Sus cantos llegan como una letanía, desperezando de un largo sueño a los habitantes de una casa humilde, que ya se preparan a enfrentar su lucha dia-

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ria. Dentro se rumorea: —Hijo ya son las cinco, levántate y ve preparándote, hoy vamos a ver a tu papá. —Yo sé, estoy listo esperando que usted termine de acomodar las bolsas. El autobús sale a las cinco y media, apúrese usted. —¿Hoy sí, verdad? , hoy si quieres ir. Después de casi más de un mes sin verlo. —Claro, es mi papá. El aire es fresco y húmedo, la calle continúa oscura y silenciosa. No se ve un alma. A pasos apresurados que rompen el silencio del amanecer se dirigen madre e hijos al terminal de pasajeros. El menor sigue soñoliento, adormecido, camina poco mas que arrastrado. La madre refleja en su andar la angustia, el desespero de perder el autobús para la capital y apelar por otra hora de espera. En su reflexión calcula la llegada para las siete de la mañana, la visita comienza a las ocho, pero debe llegar más temprano para agarrar un buen puesto en la cola. Acomodándose en el autobús, se disponen al viaje, y por supuesto dar una pequeña siesta en el transcurso. Saliendo del pueblo la carretera se hace negra y desierta, sólo se aprecian las vacas en los potreros, despertando de su aletargado rumiar. Hoy no se ven obreros en sus jornadas matutinas, es Domingo. Sentado junto a su madre y hermano va Luis Eduardo el hijo mayor, quien está en la época de estudios en la secundaria, a pasos de obtener un título técnico. Su vida en esta etapa de la adolescencia se ha vuelto dura, llena de dolor. Entiende que se le adelantó el vaso de la prematura madurez, el de la

noche se llena de estrellas que palpitan por momentos. Extraviado centelleo de luz que abisma la distancia. Un hombre recostado a unas frías rejas que lo hacían temblar, de rostro juvenil de unos 22 años con medio brazo afuera empuñaba un espejo. Apoyado en sus instintos, observaba descifrando el reflejo del espejo. Al grito del garitero —agua verde en banda que se pasea. Todos a las caletas. —Mosca, marico que hay raqueta —en las comunas se alborotan los internos y un —¡abran la puerta! ¡Todos al patio!— Estas fuertes voces acompañadas de peinillazos en las puertas de los galpones resonaban siniestras. Despierto sobresaltado, me incorporo a mi camastro, las voces y los golpes siguen resonando con furia creciente. Mal despabilado permanecí un instante indeciso. Un trajín de guardias llena la letra que saca de los rincones a los internos a empujones, patadas y peinillazos para que fluyan en grupos al patio. Descalzo, mal vestido y temeroso de lo que puede pasar, salvo la puerta sin antes recibir un puntapié, al llegar al patio ya tengo dos peinillazos en el cuerpo. En la oscuridad diviso diseminados, boca abajo, cara al piso, manos en la nuca, los cuerpos de los demás internos a medio vestir. Sin prestar atención a los demás, me arrodillo apresurándome a tomar mi lugar, adoptando la posición de cubito ventral sin hablar, menos mirar, confuso y acobardado siento cómo los verdes caminan sobre nosotros, nos patean y azotan con sus peinillas, ya no tengo frío, ahora comienzo a sudar, mis brazos se entumecen posados sobre mi nuca, mis

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ción; tiene ese rasgo íntimo que me recuerda a mi papá, el de la foto. Mamá me deja libre y se sienta, pero salto tras ella para apresar sus piernas dónde me cobijo entre ellas, hasta que ese casi parecido a papá en la foto desista de cargarme, besarme y darme esos arrumacos. Él continua hablándome suave, sus manos tiesas dibujan figuras lentas, persuasivas, poco apoco voy perdiendo la rigidez, ahora le respondo con monosílabos. Mamá inexorable y risueña sigue hablándome —ves, ese es tu papá. Yo desconfiado me le aproximaba, lo examinaba, lo tocaba, me agazapaba, lo miraba detallándolo, lo volvía a tocar con la punta de mis dedos y él me sonreía amistosamente. Comencé a caminar en el poco espacio, observaba y preguntaba todo para terminar los tres riendo fuertemente. Se oyó un riiiiinnnngg estridente que nos perturbó el momento, con un —¡Ay tenemos que irnos! —que soltó mamá. Llegó la despedida. No sé mamá, pero yo quería irme y en su cara vi que él también quería irse. A medida que nos separábamos, él se fue entristeciendo, dos arrugas sesgaron finamente sus ojos, y yo —papá chao— su mirada pareció irse cuando dos hilos húmedos formaron canales en su cara…

VIII

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la sombra de las tinieblas, dentro de los inexorables muros en turbonada silenciosa, la 36

amargura y la tristeza. Sus rasgos muestran salud, vigor y bríos. Joven de unos quince años esbelto, piel oscura como los padres, su voz se torna gruesa, la barbilla es rala no crecen pelos y aún no hay rastros de bigotes. Sus relaciones se han vuelto un tanto odiosas; víctima de unos prejuicios de una culpa que no es suya, es apartado por sus compañeros de clase y algunos familiares. Aunado a todo esto, existe la preocupación y la responsabilidad de ayudar a la mamá con los quehaceres domésticos y la carga de cuidar y educar al hermano menor. Percibiendo que la calidad de vida familiar se deteriora, al contemplar ropas lujosas, zapatos de modas y objetos caros que despiertan en él codicia y unas pretensiones de aumentar el ingreso familiar, se encerró en sí mismo un tiempo, en total oscuridad y su corazón cayó en el fondo de la decepción. Decepción que surgió al ver a su protector encerrado y liadas las esperanzas con él. Entendió que era necesario aceptar la vida tal como venía. Buscó algo en qué volcar sus esperanzas, algo que le diera valor. Decidió socializar más, entró en prácticas deportivas, esforzándose por ser sobresaliente y mejoró en los estudios. Así llegó la amiga; haciéndolo olvidar la mala suerte de su pasado presente. Ella lo rescató de la penosa oscuridad, llevándolo a la luz del amor, su corazón dejo de sufrir, toda la vida es transformada por la paciencia y el amor. Un amor que le impulsó a crear, renovar e innovar. Adormecido, observando ese sol rojizo que en 25


forma timorata se cuela por la ventanilla y a veces se esconde entre montañas y árboles de la carretera, haciendo un hermoso contraste con los pastizales el ganado y una que otra quebrada de aguas cristalinas, que lo reflejan, semejante a las pinturas. Abstraído ante el paisaje se encuentra con el alba dándole paso al nuevo día. Retoma su conciencia y reflexiona: —Debo hacer entender a papá para que él intervenga, y mamá me de un poco más de libertad. Le diré; los otros domingos no he venido: uno porque estaba estudiando para los trimestrales, el otro fui a jugar con el equipo del barrio en la copa Simón Bolívar, otro fue por un evento en el gimnasio, y el último me quede a pasar el día con mi novia que se fue de pasantías el lunes pasado. Si fuera visto el zaperoco que mamá armó, todavía está brava conmigo. Es que ella no entiende, pase lo que pase esté donde esté, usted siempre va hacer mi papá, mi novia me puede dejar. Dígale que me dé un poco más de libertad. Le voy a contar, la otra noche yo estaba en la casa de Gabriela mi novia, ella vive dos cuadras bajando, bueno no estábamos en la casa, estábamos al frente, debajo de la Ceiba grande, sentados en la piedra. De repente los muchachos nos dejaron solos, nosotros seguimos ahí hablando, y comencé a sentir algo como una curiosidad y ganas de saborear un beso, miro a todas partes y le busco sus labios, posando los míos en los de ella, sentí una cosa extraña y temblando nos dejamos invadir por un aliento ardiente que se introducía por nuestras gargantas. Todo pasaba rápido y entre murmullos, mirándola a la cara y viendo esos ojos que amo

Tenías algo más de un año, te debes acordar, jugábamos con la pelota verde, y el elefante que te regaló tu madrina en tu cumpleaños ¿todavía tienes el carrito que se desarma? ¿te acuerdas? Y yo… cómo quieres que me acuerde, era muy pequeño no me acuerdo. Abandona su lugar junto a mamá hurga en el escaparate. Me está ofreciendo un regalo, en mis ojos se encienden súbitas luces de codicia. Roto la mirada de mamá al hombre y del hombre al regalo, del regalo a mamá, que asiste con la cabeza incitándome a que lo tome. Lento y ceremonioso lo despojo del regalo, recibiéndolo sin dar muestra de entusiasmo, él vuelve a sentarse junto a mamá, siguen hablando de mí, mamá pregunta si me gusta y yo que sí, pero ese extraño continúa observándome. Luego sin que me vea lo examino, es un carrito de madera, juego con él. Ese extraño se pone de pie sin prisa, sacude su pantalón, se agacha, toma el carrito. Yo quedo rígido, perplejo, mirándolo jugar y una tormenta de ronroneos que ahogan su voz llega hasta mis oídos. Mamá sigue ahí sentada. De pronto él me atrapa entre sus brazos, me lleva al contacto con su cuerpo dándome suaves apretones, una avalancha de besos y muchos te quiero hijo. Mientras, yo me debatía como una anguila entre sus brazos, no veía que me soltaba, ni que mamá viniera ayudarme ¿Quién me ayuda? En ese momento ella me caza en sus brazos y menea furiosa la cabeza diciendo: —Es papá, el de la foto, te acuerdas, míralo —Pero yo que no, papá es Luis. Él —bueno yo soy Luis como tú —Lo veo a los ojos sintiendo una premoni-

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gen como paredes surgen sombras repentinas que desafían la moral y mi curiosidad; son parejas lícitas que se deslizan a la colchoneta del suelo. Los más audaces se quedan de pie y allí se aman. Mamá me suelta, me deja sobre el piso, empujándome suavemente hacia delante, donde está el hombre extraño. —Pide la bendición, dale un beso a papá. Anda ese es papá, no te acuerdas —dice mamá. Y él… —ven hijo dame un abrazo, dime algo, mamá me dijo que hablas como un lorito, ven. —Yo ahí parado con mis brazos colgando a los costados, asustado ante el extraño, manteniendo la cabeza baja, mi franelita apenas revelaba el movimiento de mi pecho, mis labios rectos y finos permanecían soldados en una mueca hosca, mi nariz se dilataba y fruncía ligeramente a un ritmo parejo, ¡quería llorar! El extraño se aproxima como queriéndome atrapar, yo retrocedo estirando las manos para asirme de las piernas de mamá. Él menea confusamente la cabeza, inicia una larga conversación con mamá, de vez en vez la toca, la acaricia, la besa y yo que no la toque, me oculto detrás de mamá, que lo miro a hurtadillas, que lo detallo, lo escucho. Del escaparate saca golosinas que va entregando a mamá para que me las dé, aunque él de cuando en cuando me las ofrece. Como no me acerco me las lanza sonriendo —atájala —dice. Sin darme cuenta me fui separando de mamá tal vez por el interés de los dulces. El extraño se apega más a mamá. Estando ellos abrazados él me habló —Eras chiquitico cuando naciste ¿te acuerdas como eras cuando te dejé?

comencé a rozarle los senos hasta tocarlos, aún no sé cuantas veces lo hice y experimentando la magia secreta de su mirada languidecimos de ganas, de poner en contacto nuestros cuerpos. El corazón me bailaba de alegría, sentía que la sangre corría excitadamente por mis venas, todos mis sentidos permanecían alerta… En ese instante escucho unos pasos y una voz que saluda en la casa de Gabriela y pregunta por mí. Era mamá, quien me fue a buscar como a las diez de la noche.

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VI entado en la escalera, entristecido y marchito; como si regresara de algún lugar lejano donde hubiera sufrido una gran pena. Solo, ensimismado sobre las cenizas de su vida. Minucioso, inmóvil y secreto urdió en el tiempo… Hoy se cumplen cuatro años. Cuatro años de aquel jueves de visita conyugal, que guarda para mi una tristeza simple, un pequeño luto recogido, secreto que se oprime y se agiganta, sin misterios y sin ruido. La mañana era íntima, con un sol nublado, y la luz gris del día lluvioso que se cuela por los enrejados dando matices melancólicos al gran patio. Luciendo nuestras mejores ropas realizábamos nuestro único acto, sin mayor ambición que esperar a la hembra para el servicio de adentro. Cuando el deseo nos desesperaba (que esto es frecuente), subíamos hasta la reja que separa el patio del área administrativa. Aquí esperaba a mi pareja como a cuatro

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metros del vigilante. Un hombre joven, armado con una escopeta calibre doce cargada con balas de polietileno. Delgado, tez blanca con ojos perfectamente redondos e inmóviles bañados de una dudosa valentía y tarado ante el desfile de tantas mujeres… Había algunos que en la visita conyugal les daba por buscar marihuana; porque les aumentaba la potencia sexual. Cuando se aseguraban que su pareja estaba por entrar, acudían al jíbaro quien siempre se ubicaba a la espalda del vigilante, sin poder ser visto en su empresa. Allí viene ella, morena y fresca, con su braga y blusa materna que le dan una redondez notable a su vientre, y dentro, mi primogénito de cinco meses ¡Qué bella se ve! Detrás oigo una discusión; son el jíbaro y sus clientes, se golpean, salen al espacio relucientes chuzos y el ambiente se carga poniéndose tan cerca de la muerte como la vida puede estarlo. El vigilante sorprendido en mitad de la riña, con un acceso de pánico, sin articular sonido monta y detona hacia el aire su arma. Al mismo tiempo ella sube al escalón pisa la cera húmeda y babosa. Un largo y lento escalofrío se apodera de mi cuerpo. Veo detenerse la pugna, y como se desbordan entre gritos y correteos las féminas, igual a una avalancha impetuosa arrollando todo a su paso, ¡Y en su recorrido estaba ella! Su frágil cuerpo lleno de vida desapareció en un momento, develando el estruendo de su osamenta contra el suelo humedecido. Atropellada y sepultada en un mar de piernas, se estremecía como queriendo despertar de un prolongado ensueño. Me aproximo aceptando este aconte-

no me conoces? Soy tu papá. Me estira sus brazos como queriéndome cargar, yo estaba hambriento y atemorizado. Oculté la cabeza en el pecho de mamá; aplastando y buscando sus senos blandos. Cruzamos el patio corriendo, atravesamos la cancha y vi como al final se erigía un galpón blanco que nos tragaba; nos refugiamos allí, según para librarnos de la demás gente que pregunta y escudriña sin permitir intimidad. Sin embargo descubrí que fue por protegernos de los bandoleros que se apostan en las entradas de los otros galpones para desvalijar a los visitantes. Además él vive ahí; donde pasamos el rato comiendo, bebiendo refresco, oyendo música, hablando como en otro lugar. Dentro observo un almácigo de tiendas de campaña construidas con sábanas, alambres y madera que los de este mundo llaman comunas. Éstas dividen el galpón como a un tablero de ajedrez, ahí se duerme en una especie de habitación honda, angosta como un pozo. En la pared desnuda del fondo, en lo más alto está un ventanal que da a la cancha, la única puerta con barrotes, es como una cuña que asegura el campamento y da al patio de la casa fea. Entramos en una comuna y él cerró la puerta, señalando con la mano un banquito de madera. Este hombre duerme en el suelo en una colchoneta que enrolla al levantarse y tiende por la noche, sobre el lecho existe una lamparita confeccionada con cartón, un segmento de botella plástica cubierta de tela azul, al otro lado un escaparate y el banquito donde estamos sentados, todos tienen marca de rústica fabricación penitenciaria. De las sábanas que fun-

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larga cola. —¿Dónde estamos mamá? ¿Falta mucho para llegar? —Pregunté. —Hace rato que llegamos mi cielo, ni te diste cuenta, dormías como el bebe lindo que eres —dijo mamá. La cola avanza, llegamos hasta un escritorio donde dos hombres uniformados hicieron preguntas y escribieron. Entramos en una casa fea donde mamá se desnuda y se agacha ante la mirada de dos mujeres uniformadas. Ellas ordenan que me quitaran la ropa, mis ojos relampaguean, mamá me despoja del pañal y lo sacude, llorando me tapé con las manitas mi sexo. Ellas que me vistieran. Y yo —mami apúrese. Abandonamos esa habitación siniestra, bajamos por un pasillo llegando hasta unas rejas que dan el aspecto de una gran jaula. Pasando la reja está un hombre vestido de jean y franela, con el pelo rapado y húmedo, cruza el patio risueño y apresurado, con los brazos abiertos sale a nuestro encuentro. Mis ojos se inmovilizaron, brillaron algo furtivos y alarmados. Pero qué manera de mirarse es ésta, él acariciaba a mamá quien obedecía dócilmente, cómo se tocaban y abrazaban. ¡Carajo, con qué derecho! no me gusta tenerlo tan cerca. Me apretuja los cachetes y —Dios te bendiga hijo —Dice. Yo levanto la cara, alzo un poco los párpados y en un segundo mis ojos fueron más grandes, marrones e intensos. —¡Qué grande estás! Un año pasa volando ¿acaso

cimiento de la vida como una epidemia que hay que pasar. Ella está ahí pisoteada, mojada y respirando ese olor húmedo de polvo mojado. Vuelvo los ojos a mi alrededor llenos de ira en busca de auxilio, apartando y peleando con la gente, la levanto entre mis brazos liberándola de montones de zapatos sucios que la apisonan con sus suelas, y con premura desesperada la llevo a la enfermería, mi corazón toca a un ritmo anhelante que crece y me domina hasta fundirse en una auténtica impresión de asfixia. La acuesto sobre la camilla fría, cubierta de sábanas blancas, y ella sólo me tiende la mano despidiendo una mueca espantosa, que aún vive en mí como un grito sin sonido que le abría la boca. Su braga y mi mano se tiñen de una sangre caliente. Mas desdichado que insignificante y con terror percibo que también de esto soy culpable. La enfermera interviene tranquilizándonos y diagnostica el traslado al nosocomio para un mejor estudio médico. Todo lo dice con un tono sedativo que refleja la buena condición de estabilidad, sin embargo hallo en sus ojos una especie de confesión que toda su reserva no puede desmentir. Perplejo y lleno de estupor mi subconsciente se interesa en el hijo procreado; que importa si fue por confusión o un verdadero acto de felicidad, comienzo a temer por el porvenir de aquel hijo deseado entraña por entraña… ¿y ahora? Las lágrimas de ira queman mis ojos. Dando un aspecto de tristeza, con humillación, continuaba allí con su oquedad, hurgó con manos secas y nudosas entre su vestimenta y deslizó un cigarro hasta su boca, lo encendió dando una gran

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renta días mi ansiedad se acrecentó, pero ella dejó de contestar, se alejó, se perdió. No pensé en ella, ni sentí más esa aproximación tibia y aromática de nueva vida que me fortalecía en aquellos extraños días. Ésto trajo mi primera metamorfosis; las paredes, las celdas y las rejas nada significan para mí. En cambio una concentración de congoja y asco apretaba mi estómago, sólo la venganza rencorosa tenía valor. Me propuse ajusticiar al Pram… … Aún no sé cómo acaeció, pero el Pram murió. Cuando me llega la lucidez de ese día me veo deslizándome por el tubo del drenaje hasta las escaleras que dividen los pabellones uno y dos. En estos días vivo la segunda y mejor metamorfosis, entre la población soy un solitario y extraño, el tiempo que llevo de presidio y la edad, han apagado esos hervores de la sangre, ya están tibios y obedientes a la prudencia, aprendiendo la diferencia entre el abandono que es distinto a la soledad. Viviendo de la piedad de mis padres; esa piedad que es el más grande sentimiento para los que como yo, no tienen mucho orgullo o perspectivas de grandes conquistas…

aspirada y suelta una bocanada de humo azul grisáceo, con una risita irónica deja discurrir al viento: “Mundo inculto y rudo” su frase preferida de Hamlet. Lo dice con resignación, con cierto alivio, como si estuviera en paz consigo misma y el mundo que una vez la absorbió. Aspirando y saboreando el amargo de hojas quemadas retorna a sus cavilaciones… Transcurrían las horas, yo sólo esperaba noticias de ella. Al fin llega la enfermera, me hacen pasar a la oficina de asuntos sociales. Con tonos conciliadores me expresan unos términos que todavía no entiendo y poco me importan. Tuve que cortar esas definiciones recurriendo a mis presentimientos; murmullos sólidos y oscuros de algo desagradable: —¿Cómo está el niño, la barriga? ¿Ella está bien? —Sí, no te preocupes ella está bien. La van a tener en observación tres días. Pero el bebé no… Salí, no esperé a escuchar lo demás, comencé a rumorear venganza, me encontré envenenado de furia, instado por buscar la infernal venganza. Más tarde la Junta de Conducta me parloteó acerca de la resignación y prometieron castigar a los responsables. Ellos no entendían que me daba lo mismo, cualquier cosa sería igual, mis sentimientos se habían fundido en uno solo. Respiraba y el aliento me daba en el fondo, tenía una capa espinosa asentada en el pecho, lo detenía, estaba lleno de una sensación amarga. Privado de mi mitad genética lo cual era lo que me representaba el valor del mundo. De esa manera pasaron los días, sólo me comunicaba con ella por llamadas ocasionales, cumplido los cua-

ra de mañana, le echaba una ojeada a mamá que se estaba preparando, casi enredada me vestía como para ir a una fiesta. ¿Me llevará? ¿Podré descubrir que hace ella todos los domingos? Sabré porqué se ausenta tanto y hasta cuando lo hará. Salimos, abordamos un taxi, no supe más de mí. Al despertar mamá me tenía entre sus brazos en una

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Colecci n El Libro Hecho en Casa

Serie vidas y testimonios

YARACUY

Crónica del penal SISTEMA NACIONAL D E I M P R E N TA S

Crónica del penal forma parte de la Colección El Libro Hecho en Casa, en la Serie Vidas y testimonios, del Sistema Nacional de Imprentas – Yaracuy. Este nuevo libro que presentamos, devela, tal como lo afirma el escritor Gabriel Jiménez Emán, a un nuevo narrador yaracuyano. Esto, debido a la riqueza literaria que se observa en un texto que podríamos ubicar como crónica y donde lo autobiográfico se presenta de una manera densa, profunda y poética, con una estructura temporal orientada por los recuerdos familiares en un contexto signado por un submundo con relaciones sociales marcadas por la violencia y el crimen, y donde la memoria permite recrear la casa antigua, los juegos infantiles, la presencia del amor, entre otras evocaciones que hacen soportable la vida en este medio carcelario.

Cr nica del penal

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ace en la ciudad de San Felipe, estado Yaracuy, el 16 de enero de 1969. Estudia en la Unidad Educativa “Cecilia Mujica,” en el Ciclo Básico Combinado “Juan José de Maya” y en la Escuela Técnica Agropecuaria “Minas de Aroa.” Es recluso del Internado Judicial de San Felipe desde el año 2003 y en la actualidad estudia en la Misión Sucre de la Aldea Universitaria Bolivariana de San Pablo, en el mismo estado.

Luis Serrano

Luis Serrano

YARACUY

Crónica del penal

Luis Serrano


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