El virus de la suerte

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Iván tiene un nudo en la garganta y un telescopio. Una noche, mientras está observando Saturno, un meteorito cae a sus pies. Iván se lo guarda en el bolsillo y, a partir de entonces, se ve aquejado por una fiebre altísima y comienza a escuchar una voz dentro de su cabeza. Una voz que parece saberlo todo y que es capaz de cambiar el presente para cumplir los deseos de su huésped.

“Señoras y señores, damas y caballeros, niñas y niños del mundo terreeeestre... ¡ha llegado a sus manos el virus de la sueeeerte!” Una conmovedora historia sobre el duelo, los deseos y la suerte.

Roberto Aliaga nació en Argamasilla de Alba (Ciudad Real) en 1976. Es licenciado en biología, tiene publicadas más de 50 obras infantiles y sus libros se han traducido a 16 idiomas. Además, ha trabajado en adaptaciones de obras extranjeras, colabora habitualmente con editoriales de educación infantil y primaria, participa en seminarios y conferencias y, desde 2009, que se dedica en exclusiva a la literatura infantil, viene realizando numerosos encuentros con sus lectores en bibliotecas y colegios. Quién sabe, a lo mejor algún día también pasa por el tuyo…

Raúl Sagospe nació en Vicálvaro (Madrid) en 1974. Unos años después se licenció en Historia en la Universidad de Alcalá de Henares. También cursó estudios de Ilustración en la escuela de Arte Nº10 de Madrid. Ha ilustrado para Cristóbal Serra (Viaje a Cotiledonia y Regreso), Diego Arboleda (Prohibido leer a Lewis Carroll), Raúl Argemí (Pepé Levalián) y Roberto Aliaga (Don Facundo Iracundo el vecino del segundo). www.editoriallibrealbedrio.com

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El virus de la suerte Primera edición, septiembre de 2016. © del texto: Roberto Aliaga © de las ilustraciones: Raúl Sagospe © 2016 Editorial Libre Albedrío www.editoriallibrealbedrio.com DEPÓSITO LEGAL: AL 1267-2016 ISBN: 978-84-944172-6-9 Revisión texto: Jörns Thiele Impreso en Estugraf. España Todos los derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción o publicación de esta obra, sin la autorización previa por escrito del editor.

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A mis hijos. Rober A Ana. RaĂşl

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“Y no es cierto que el tiempo lo borre todo porque es al revés como pasan las cosas y es el pasado lo que va cambiándolo a uno”. Juan Farias. Los buscadores de agua

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esde hacía unas semanas, Iván tenía un nudo en la garganta.

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No era un nudo sencillo, como los que se hacen en los paùuelos de tela para guardar los dientes bajo la almohada, ni un nudo de lazo, de aquellos con los que se atan los zapatos. Tampoco era un nudo de corbata; y eso que hay montones de ellos: el nudo simple, el cruzado, el inglÊs, el americano‌

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No. El nudo que Iván tenía en la garganta desde hacía unas semanas era un nudo marinero: uno de esos nudos gigantescos e imposibles que se hacen en las cuerdas de los barcos para amarrarlos a puerto. Y, curiosamente, cada vez parecía hacerse más y más grande…

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ran las diez de la noche, las diez en punto, cuando el desatascador de ventosa salió volando por la puerta de la cocina y fue a pegarse contra el reloj de pared. El desatascador era su última opción, porque Marta creía haber probado ya todos los métodos de eficacia garantizada con aquella tubería: agua hirviendo, lejía, vinagre, cocacola… Pero el fregadero permanecía impasible, lleno hasta arriba y sin la menor intención de vaciarse. Marta soltó un bufido y salió de la cocina revolviéndose el pelo con las manos. Tras varios intentos, consiguió despegar el desatascador de la esfera del reloj y, solo entonces, se dio cuenta de lo tarde que era. ¡No podía ser! ¿Las diez, ya? ¿Es que a los fontaneros les corría el tiempo más rápido que al resto de las personas? Se asomó por el hueco de la escalera y gritó: 11 El virus de la suerte.indd 11

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—Iván, ¿quieres bajar de una vez?

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Por toda respuesta, en la planta de arriba se oyó un golpe seco y, a continuación, un chirrido metálico que bien podría haberse confundido con el maullido de un gato rabioso. Finalmente, los pasos de Iván recorrieron el pasillo y comenzó a bajar los escalones con lentitud, de uno en uno. Marta dejó escapar un suspiro y en su rostro se dibujó una leve sonrisa, cálida, preciosa, que la hizo rejuvenecer cinco años. En el fondo, Iván era un buen chico y siempre le hacía caso, aunque tuviera que repetirle las cosas una y otra vez. Porque… ¿cuántas veces lo había llamado para que bajara a cenar? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Seis mil? Sin embargo, la sonrisa no duró mucho... Se borró enseguida, cuando Marta vio aparecer a Iván cargando con aquel trasto. En los últimos tiempos parecía haberse convertido en la norma de la casa: lo del trasto, y lo de las sonrisas. —¿Pero dónde vas con todo eso? —le reprendió en voz baja, cansada—. Es muy tarde. Aún no te has duchado. Y ya he calentado la cena dos veces… 13 El virus de la suerte.indd 13

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IvĂĄn llevaba al cuello los prismĂĄticos. Con la mano izquierda sujetaba contra su pecho el enorme telescopio, y con la derecha un planisferio celeste y todos sus libros de astronomĂ­a. 14 El virus de la suerte.indd 14

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Terminó de bajar la escalera en silencio, pasó de largo la cocina, arrastró las patas del trípode por el suelo del salón y, solo cuando se dio cuenta de que la puerta del jardín estaba cerrada y no le quedaban manos para abrirla, dijo a su madre: —¿Me abres, por favor? Ya en el jardín, Iván dejó caer los libros sobre el césped, abrió el trípode y afianzó el telescopio con mucho cuidado. Como él sabía. Su sitio favorito de internet lo decía bien claro. Aquel era el mejor día de todo el año para poder observarlo, porque su órbita se encontraba en el punto más cercano a la Tierra y en oposición al Sol; así que se vería mucho más brillante que otras veces. Iván levantó la cabeza y recorrió el cielo con la mirada. Lo primero era situarse. La Luna estaba casi llena, y a su alrededor multitud de estrellas titilaban a cientos de años luz. 15 El virus de la suerte.indd 15

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Al principio él solo veía eso: un montón de puntitos blancos esparcidos de cualquier manera, como si se tratara de lejanas bombillas que alguien había olvidado apagar allí arriba, en la bóveda del cielo… Pero enseguida empezó a diferenciarlas, porque todas las estrellas no eran iguales, ni mucho menos.

Cada estrella tenía su propio nombre. Unas eran más grandes y otras más pequeñas. Unas estaban más cerca y otras más lejos. Unas brillaban más, y otras menos… Cada estrella tenía su propia historia; como cada persona tiene la suya, una historia que es imposible de adivinar con solo mirarla a los ojos o cruzarse con ella por la calle. 16 El virus de la suerte.indd 16

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Después, con la práctica, Iván también aprendió a unir las estrellas con líneas imaginarias, y entonces ya pudo distinguir constelaciones: la Osa Mayor, la Osa Menor, Tauro, Orión… Y también planetas. Había cinco planetas del Sistema Solar que a veces, si las condiciones eran favorables, podían distinguirse a simple vista. Eran Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Saturno. Ese siempre había sido su planeta preferido. El suyo, y el mío.

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Iván tiene un nudo en la garganta y un telescopio. Una noche, mientras está observando Saturno, un meteorito cae a sus pies. Iván se lo guarda en el bolsillo y, a partir de entonces, se ve aquejado por una fiebre altísima y comienza a escuchar una voz dentro de su cabeza. Una voz que parece saberlo todo y que es capaz de cambiar el presente para cumplir los deseos de su huésped.

“Señoras y señores, damas y caballeros, niñas y niños del mundo terreeeestre... ¡ha llegado a sus manos el virus de la sueeeerte!” Una conmovedora historia sobre el duelo, los deseos y la suerte.

Roberto Aliaga nació en Argamasilla de Alba (Ciudad Real) en 1976. Es licenciado en biología, tiene publicadas más de 50 obras infantiles y sus libros se han traducido a 16 idiomas. Además, ha trabajado en adaptaciones de obras extranjeras, colabora habitualmente con editoriales de educación infantil y primaria, participa en seminarios y conferencias y, desde 2009, que se dedica en exclusiva a la literatura infantil, viene realizando numerosos encuentros con sus lectores en bibliotecas y colegios. Quién sabe, a lo mejor algún día también pasa por el tuyo…

Raúl Sagospe nació en Vicálvaro (Madrid) en 1974. Unos años después se licenció en Historia en la Universidad de Alcalá de Henares. También cursó estudios de Ilustración en la escuela de Arte Nº10 de Madrid. Ha ilustrado para Cristóbal Serra (Viaje a Cotiledonia y Regreso), Diego Arboleda (Prohibido leer a Lewis Carroll), Raúl Argemí (Pepé Levalián) y Roberto Aliaga (Don Facundo Iracundo el vecino del segundo). www.editoriallibrealbedrio.com

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