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Todos los años tienen un otoño, pero no todos los otoños tienen un perro mecánico que no sabe ladrar, un hombre sin rostro que ama el silencio, doce esbeltas golondrinas y un misterioso jardín en el que, en lugar de plantas, crecen relojes. En este libro encontrarás cuatro cuentos repletos de tic-tacs, minuteros y segunderos. Cuatro relatos que hablan sobre la infancia, la amistad y el misterioso paso del tiempo. Y, entre sus páginas, escondido, el secreto mejor guardado por los relojeros.
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Diego Arboleda nació en Estocolmo, Suecia, en 1976. Unos cuantos años después se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad en la que durante mucho tiempo trabajó como librero de una sus librerías más importantes. Ha ganado en dos ocasiones el Premio de Cuentos Ilustrados Ciudad de Badajoz junto a la ilustradora Eugenia Ábalos. En 2012 obtuvo el Premio Lazarillo de creación literaria por su obra Prohibido leer a Lewis Carroll, libro ilustrado por Raúl Sagospe, con el que ganaría el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2014.
Eugenia Ábalos nació en Mendoza, Argentina, en 1977 pero vive en Madrid. Es licenciada en Diseño Gráfico por la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza) y ha estudiado en la Escuela de Arte Casa de los Picos de Segovia y en Arte 10 de Madrid. Ha ilustrado textos de autores clásicos como Chéjov, Dostoievsky, Wilde o Balzac. También obras de escritores actuales como Diego Arboleda (Tic-Tac y Cuentos de la mala nieve), Alexis Ravelo (Las pruebas de Maguncia) o Manuel L. Alonso (Primera nieve, último sol).
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Tic - Tac. Cuatro cuentos y un secreto. Primera edición, noviembre de 2016. Colección Trotamundos © del texto: Diego Arboleda © de las ilustraciones: Eugenia Ábalos © 2016 Editorial Libre Albedrío www.editoriallibrealbedrio.com Director de la Colección Trotamundos: Roberto Aliaga Revisión texto y maquetación: Jörns Thiele Diseño de cubierta: Vicente Cruz
Obra ganadora del Primer Premio de la XI Edición del Premio Cuentos Ilustrados de la Diputación de Badajoz en la Modalidad de Infantil. Derechos para su publicación cedidos por el Departamento de Publicaciones de la Diputación de Badajoz. Edición revisada y ampliada. ISBN: 978-84-944172-8-3 Depósito Legal: AL 1511-2016 Impreso en Estugraf. España
Todos los derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción o publicación de esta obra, sin la autorización previa por escrito del editor.
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Diego Arboleda
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Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. El príncipe feliz, Oscar Wilde.
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rimero quiero hablaros de un reloj.
Se trata de un reloj de muĂąeca. Un reloj antiguo, de agujas, de esfera blanca rematada en un aro de metal dorado. -7Tic_tac_Final mio.indd 7
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Es un reloj sencillo. En absoluto se trata de una baratija, aunque tampoco es ningún artículo de lujo. No puede decirse que sea caro o barato. El adjetivo adecuado es valioso. La correa es de cuero negro, podría parecer envejecido, pero en realidad es solo viejo. Sobre el eje de las manecillas no aparece ninguna marca comercial. Si hubiera un nombre, sin duda estaría escrito en elegantes letras de color oro. La hebilla en que termina la correa también es dorada, igual que la pequeña rueda que le da cuerda y lo pone en hora. Hace ya demasiado tiempo que nadie utiliza esa rueda. Si acercamos el oído escucharemos el golpeteo de la aguja del segundero mezclado con los sonidos de una respiración. Cuando la aguja se detiene, la respiración también. Así sucede siempre con este tipo de reloj.
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Y ahora quiero hablaros de mi abuelo.
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Para los nietos es difícil imaginar que sus abuelos fueron también nietos una vez. Todos. Y, claro, yo incluido. Fui nieto, y tuve un abuelo. Las palabras abuelo y nieto son de ese tipo de palabras que están inevitablemente unidas. Nieto, abuelo, nieto, abuelo, nieto, abuelo. Como el tic-tac, tic-tac de un reloj. Mi abuelo se llamaba Cosme Barri y era relojero. Un día, en el taller de la relojería, me explicó que los relojes no hacen tic-tac, que su sonido es siempre el mismo. Es nuestro oído el que los convierte en distintos porque así es más fácil escucharlo. Él me enseñó que los relojes siempre hacen tic-tic o tac-tac. De niño, pensaba seguir la profesión de mi abuelo. Eso, de niño. Luego pasó el tiempo. Yo no me convertí en relojero, pero conocí a un niño de mi barrio, Moisés, el hijo del farmacéutico, que sí llegó a serlo. Y cuando ambos volvimos a encontrarnos, ya mayores, me contó un secreto. El problema es que los secretos son como las mentiras: no deben contarse. Las historias, sí. -10Tic_tac_Final mio.indd 10
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Yo no os contaré el secreto, pero os contaré cuatro historias increíbles, que parecen mentiras. En los cuentos, la verdad no es importante. En los secretos sí. Los cuentos son el único tipo de mentiras que no son una pérdida de tiempo.
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ste es mi perro Guau.
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Tiene más de sesenta años. No tiene pelo, ni uñas, porque es un artilugio, una máquina. No tiene pulgas ni come, pero acude cuando le llamas, obedece mis órdenes y me hace compañía. Lo diseñó mi abuelo, ya sabéis, el relojero. Y me lo regaló cuando yo tenía diez años. No hay otro como Guau, no porque yo lo diga, sino porque es un prototipo que no llegó a comercializarse. La verdad es que mi abuelo no alcanzó el éxito con ninguno de sus diseños. Sus prototipos siempre tuvieron algo mal. En este caso, el problema es que Guau no sabe ladrar. Algo falla en su pequeño cerebro mecánico y cuando le pides que ladre lo que hace es decir qué clase de animal es. No lo entenderéis hasta que lo oigáis: —¡Ladra, Guau! —¡Perro! “Perro”, ese es su ladrido.
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La primera semana que mi nueva mascota estuvo en casa, la pasé intentando enseñarle a ladrar. No lo conseguí, pero de tanto repetirle la forma correcta, acabé por llamarlo así: Guau. Para mí ha sido la mascota perfecta. Siempre quise tener un perro, pero soy alérgico. Cuando paso demasiado tiempo cerca de un perro o de un gato, la piel se me vuelve morada, mi nariz se hincha y me convierto en un murciélago de ojos rojos. La relojería Barri se encontraba a un par de calles del parque. Nosotros vivíamos justo encima de la tienda. Yo podía asomarme al balcón, introducir mi brazo entre el forjado de hierro y estirarlo hasta tocar el reloj gigante que mi abuelo había colocado allí para llamar la atención sobre el negocio. También podía estirar el cuello y contemplar las copas de los árboles del parque, que entonces me parecía un bosque. Y mirar a los gatos y a los perros que pasaban por la calle, pero nunca acercarme ni tocarlos. -17Tic_tac_Final mio.indd 17
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Estos tres pelirrojos son Félix, Tato y Luisón.
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Vivían en mi barrio y eran de ese tipo de temibles pelirrojos que cuanto mayor es la maldad que planean más naranja se enciende el color de su pelo. El pequeño de mirada traviesa es Félix, y tenía mi misma edad; Tato es el que se parece a Beethoven, y Luisón, bueno, es Luisón. No sé cómo ni cuál de ellos se enteró de mi alergia a los perros y los gatos, pero sí estoy seguro de a cuál se le ocurrió la idea. Imagino perfectamente a Tato con su cabellera llameando y reuniendo en complot a sus hermanos. La idea consistía en cazar un gato del barrio, trepar por la fachada de la relojería y liberarlo en mi balcón. El gato, curioso, solía entrar en la habitación y mirarme con sorprendente tranquilidad. Informado, creo yo, de mi alergia, me acorralaba contra la pared, sin tenerme ningún miedo. Esto es algo que los pelirrojos hacían unas cuatro o cinco veces por semana. -19Tic_tac_Final mio.indd 19
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Así que unas cuatro o cinco veces por semana mi piel se llenaba de sarpullidos, mis ojos se hinchaban y, convertido en una pequeña fábrica de estornudos, les insultaba desde el balcón.
Todos los años se celebraba en la ciudad el Concurso de Relojes de Autómatas, que son esos relojes con figuras que se mueven al dar las horas. Invariablemente, mi abuelo presentaba la última creación que había salido de su taller, y todos los años fracasaba en su intento de conseguir alguno de los premios. Mi abuelo aseguraba que los relojes se inventan a sí mismos y que el deber del relojero solo es colocar las piezas en el orden adecuado. Resultado: era capaz de construir relojes muy complejos, pero que siempre tenían algún defecto, y siempre tan grave que hasta un niño pequeño como yo lo descubría al instante. -20Tic_tac_Final mio.indd 20
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Las figuras de sus relojes provocaban estupor y risas. Presentaba relojes que solo podían funcionar una sola vez, como el prototipo llamado Cuco de la Una en Punto, en el que un bello pájaro metálico agitó sus alas y disparó un agudo “cu-cú” antes de emprender el vuelo y no volver nunca jamás.
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A veces desataba la carcajada general, como el modelo la Bailarina Tímida, que según mi abuelo no danzaba celebrando las horas porque, refugiada tras un telón, tenía miedo a las miradas del público.
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Y llegรณ incluso a enfurecer al jurado, como sucediรณ con el modelo 7, el Identificador de Idiotas.
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Con semejante historial, es lógico que todos aguardaran con recelo la nueva propuesta de mi abuelo para el concurso. Pero entonces mi abuelo presentó a Guau. Nadie había visto nunca nada igual. Parecía un cachorro, pero también era un reloj. Se rascaba, correteaba y agitaba la cola. La sala lo observó con asombro. Mi abuelo dijo: —¡Ven aquí! Y Guau acudió a su llamada. —¡Salta! Y el perro saltó. —¡Túmbate! Y se tumbó. —¡Ladra! —¡Perro! Eso no era un ladrido. El perro ladraba “perro”. Y mi abuelo volvió a perder el primer premio.
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Desde aquel día, mi perro metálico nunca ha dejado de funcionar, solo hay que darle cuerda de vez en cuando. Es verdad que Guau no es como los otros perros, ni ladra como ellos. No es un perro que contesta ladrando. Quizá sea más apropiado decir que es un ladro que contesta perrando. Pero lo cierto es que, cuando los pelirrojos colaron un nuevo gato en mi dormitorio, yo ordené: —¡Guau, ladra! —¡Perro! Y el gato salió huyendo.
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urante los diez meses siguientes al injusto veredic-
to del jurado sobre Guau, todas las noches, después de cerrar la relojería, mi abuelo se quedaba en su taller hasta altas horas de la madrugada. Un mes antes de la fecha del siguiente concurso llegó a cerrar la tienda, algo inaudito, y se concentró las veinticuatro horas del día en su trabajo. A falta de dos días para la competición, mi abuelo subió a casa y nos anunció que había terminado su nueva creación. Pero no había ninguna alegría en su rostro. Cuando le preguntamos cuál era el problema esta vez, mi abuelo murmuró abatido: -27Tic_tac_Final mio.indd 27
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—¿Que cuál es el problema? Pues que no es un reloj... El relojero había inventado, pero no era un reloj. Así que no se presentó al concurso. Reabrió la tienda y todo volvió a la normalidad. Casi todo, porque un nuevo vecino apareció en el barrio.
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Todos los años tienen un otoño, pero no todos los otoños tienen un perro mecánico que no sabe ladrar, un hombre sin rostro que ama el silencio, doce esbeltas golondrinas y un misterioso jardín en el que, en lugar de plantas, crecen relojes. En este libro encontrarás cuatro cuentos repletos de tic-tacs, minuteros y segunderos. Cuatro relatos que hablan sobre la infancia, la amistad y el misterioso paso del tiempo. Y, entre sus páginas, escondido, el secreto mejor guardado por los relojeros.
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Diego Arboleda nació en Estocolmo, Suecia, en 1976. Unos cuantos años después se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad en la que durante mucho tiempo trabajó como librero de una sus librerías más importantes. Ha ganado en dos ocasiones el Premio de Cuentos Ilustrados Ciudad de Badajoz junto a la ilustradora Eugenia Ábalos. En 2012 obtuvo el Premio Lazarillo de creación literaria por su obra Prohibido leer a Lewis Carroll, libro ilustrado por Raúl Sagospe, con el que ganaría el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2014.
Eugenia Ábalos nació en Mendoza, Argentina, en 1977 pero vive en Madrid. Es licenciada en Diseño Gráfico por la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza) y ha estudiado en la Escuela de Arte Casa de los Picos de Segovia y en Arte 10 de Madrid. Ha ilustrado textos de autores clásicos como Chéjov, Dostoievsky, Wilde o Balzac. También obras de escritores actuales como Diego Arboleda (Tic-Tac y Cuentos de la mala nieve), Alexis Ravelo (Las pruebas de Maguncia) o Manuel L. Alonso (Primera nieve, último sol).
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