Libro quiero salvar el mundo . La demencia del salvamento. Roberto Enrique Segebre Berardinelli

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QUIERO SALVAR EL MUNDO. LA DEMENCIA DEL SALVAMENTO © Roberto Enrique Segebre Berardinelli kekos197@hotmail.com ISBN: 978-958-48-1647-4 © Todos los derechos reservados Ilustración carátula: Roberto Enrique Segebre Berardinelli Óleo sobre lienzo 43 x 80 cm Enero 22 de 2017 Impresión Editorial Mejoras Calle 58 No. 70-30 info@editorialmejoras.co www.editorialmejoras.co A este libro se le aplicó Patente de Invención No. 29069 Julio de 2017 Barranquilla Print and Made in Colombia


A Dios, quien me ha permitido cumplir mis sueĂąos de escribir, y a todas y cada una de las personas que hacen parte de este planeta.



“Un ser humano íntegro sin actitud no vale nada; el desgano es el enemigo de la felicidad; el cobarde jamás logra lo anhelado”. Roberto Enrique Segebre Berardinelli



Contenido Prólogo ................................................................... 11 Presentación ........................................................... 15 Primera Parte El universo de Pepe Capítulo uno GABINETE DE LUJO....................................... Capítulo dos EL CALANCHÍN .............................................. Capítulo tres EL AFFAIRE ...................................................... Capítulo cuatro LA OREJA DE PEPE VAN GOGH ................... Capítulo cinco UN NUEVO HORIZONTE ............................... Segunda Parte Reflexiones de vidas ausentes Capítulo uno ¿DÓNDE ESTÁ EL INFIERNO? ...................... Capítulo dos AMÍN DÚO IBRAHIM ..................................... Capítulo tres ISRAEL .............................................................. Capítulo cuatro EL MUNDO NECESITA DESTRUIRSE .......... 9

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Capítulo cinco MARIANELLA ROSA: LA NIÑA SIN RECREO.................................... 99 Tercera Parte Cuán difícil es salvar al mundo Capítulo uno ANÓMALO Y ABERRANTE ........................... Capítulo dos LA ANGUSTIA DEL MUNDO ......................... Capítulo tres EL PLAN DE DESARROLLO .......................... Capítulo cuatro DESEANDO ESTUDIAR ................................. Capítulo cinco EDELMIRA, UNA LOCA CUERDA................ Capítulo seis EL SECRETO DEL UNIVERSO ...................... Capítulo siete FIESTA EN EL CAÑADUZAL ......................... Capítulo ocho LA VECINDAD DEL AMOR ........................... Capítulo nueve NOCHES DE CABARET .................................. Capítulo diez MATRIMONIO PERRO ....................................

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PRÓLOGO El libro Quiero salvar el mundo, la demencia del salvamento, como su nombre lo indica, desea aportar a la sociedad la manera en que todos juntos podemos ayudar al planeta a recuperarse de la pobreza, la polución, la extinción, y sobre todo cómo hacer renacer los valores en un mundo que desafortunadamente cada día está peor. Este cambio espera ser conseguido por medio de la transmisión del amor por los animales y la sensibilización de la utilización de los valores en la vida cotidiana, narrando de manera anecdótica, con humor, respeto y sagacidad, temáticas combinadas para jóvenes y adultos. El libro se divide en tres partes: la primera revela la historia de Pepe, un ciudadano común y corriente | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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que aspira a ser alcalde, quien se ha quedado solo y ha olvidado los momentos placenteros de la vida. Su propósito es proteger a sus venerados perros, un gabinete de lujo, con quienes pretende gobernar. Según él, los caninos “ocupan un lugar importante en el mundo. Salvan vidas en los desastres naturales y humanos, rurales y urbanos; encuentran personas bajo los escombros, bajo las ruinas, bajo la tierra, bajo las aguas”. Con ellos Pepe vive momentos de alegría, aunque también de desesperación. Pero más allá de apreciarlo sobre un libro de animales lo analizo como un texto que trasciende con ideas de la vida diaria, es decir, nos muestra cómo, desde aspectos sencillos, conseguimos generar una sonrisa en cada lector. Además este capítulo presenta intertextualidades con otras historias, como la mención de la Carta Magna, Cien Años de Soledad, la música, los derechos humanos, entre otros. La segunda parte del libro deja de lado el tema de los animales y aborda, como eje central, a Dios, la salud (medicina alternativa y tradicional) y la familia. Por eso la imaginación se encuentra a flor de piel en estos aspectos, y las preguntas sobresalen “¿cómo podría Dios saber qué sucede con 12


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billones de seres vivos, escuchar sus oraciones, sus reflexiones, sus frases positivas en las redes, y guiarlos si lo solicitan?¿Usted cree que Dios lo salvará por estar aquí?”. Estos son los interrogantes que un evangelizado le hace a su evangelizador, quien tiene como respuesta que su comportamiento de sacrificio hacia el prójimo quizá le permita redimir sus pecados y tal vez borrar lo malo que hizo, pretende llevar al lector un mensaje de reflexión sobre nuestro rol en una sociedad ávida de acciones que transformen el mundo en un lugar mejor. Por supuesto que el concepto de la existencia de un ser superior no se limita solamente a lo religioso, sino que intenta llevarlo al plano de las relaciones del individuo con la comunidad a la cual pertenece, consciente de que debe ser transformada. Esto se evidencia en la disquisición del trastornado cuando pide a los hombres que no sigan siendo esclavos de lo material para que sean felices “sin fritos, sin chicharrones, sin dinero” y les hace un llamado para que solo piensen en Dios. La tercera parte, que concluye el libro, muestra lo complicado que es querer cambiar los hábitos de las personas como en “Anómalo y Aberrante”, historia en donde a un padre tienen que ponerlo en el lugar del hijo para que así aprenda una lección. 13


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Sigue una cantidad de cuentos que ratifican el sentido de este libro como “El secreto del Universo”, donde el personaje (Mattias David) trata de salvar al planeta a toda costa. Como puede apreciarse, es un libro variado que ejemplifica situaciones de la vida real, como maltratos, peleas, indecisiones, miedos, tristezas, alegrías, que son manejados con un lenguaje estético pero que varía al momento de ser presentado. Recordemos que lo que se quiere con la literatura es traspasar los límites de la razón y en este caso transformar intelectos. Lograr humanizar a la sociedad con cada uno de los temas aquí presentados, para que en la vida de cada uno de los lectores prevalezca el querer, la tolerancia, el respeto, la sabiduría y el deseo. Roberto Enrique Segebre Berardinelli Barranquilla, febrero 19 del 2017

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PRESENTACIÓN Son veinte historias que encontrará narradas en este libro, llenas de fantasía, magia y color, que llevan al lector a mitigar la zozobra que entre cada una de ellas se entreteje. Desde el principio existe una conexión con los personajes, sus problemas y vivencias que lo transportarán a reflexionar sobre su propio existir. Además, encontrará una descripción minuciosa de lugares, situaciones y objetos que lo guiarán a imaginar un contenido inigualable de sentimientos, emociones e ideas. El ingenio, recurso insaciable para la invención de todas estas historias, permite crear en el lector una fotografía mental de los espacios físicos y sus personajes, con los que se realiza un viaje interior que profundiza saberes, e inmiscuye temáticas religio| Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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sas, políticas, amorosas, laborales y psicológicas, entre otras, con las que se debaten puntos de vista subjetivos. Con esta presentación se quiere encontrar el verdadero motivo por el que este texto fue elaborado, porque fue escrito con el corazón, leído y releído en busca de la perfección, pero este no era el objetivo principal, es más bien el de tocar susceptibilidades y hacer reflexionar al público en general, sobre, por ejemplo, el tema de Dios, a quien se le define de manera diferente: Dios no es un señor como usted y los suyos intuyen. Está hoy aquí con nosotros. Observe bien y lo hallará. Nos cuida y nos protege día a día. Es fiel a su pueblo. No se esconde y no vive en un paraíso, ese es un mito. Reside en la tierra, y cuando puede, viaja recogiendo las oraciones de nuestros sufridos pueblos (pág 91). Quisiera destacar la frase que algunos atribuyen a la beata Madre Teresa de Calcuta, y otros al fundador del movimiento Scout Sir Lord Robert Stephenson Smith, I barón Baden-Powell de Gilwell, “si no vives para servir, no sirves para vivir”. Eso es lo que se quiere alcanzar con este libro, que sirva para la vida: para reír, llorar, animar, ser mejor persona, ayudar a otros, etc. Por eso piense que 16


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este libro llegó a sus manos por una razón, la de cambiar vidas, la suya, la de su hermano, esposa, hijos, nietos y por qué no, hasta la del vecino. Intercambie la obra, compare pensamientos, pero sobre todo, disfrútela, que para eso fue editada, para ser leída con goce y respeto. Roberto Enrique Segebre Berardinelli Barranquilla, febrero 27, 2017

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Primera Parte El universo de P e pe





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C apí t u l o u n o

GABINETE DE LUJO La tarde amenazaba lluvia, pero eso no era inconveniente para reunirse alrededor de una mesa y conversar de los últimos acontecimientos de la ciudad en general. –Los perros –inició la conversación Pepe– ocupan un lugar importante en el mundo. Salvan vidas en los desastres naturales y humanos, rurales y urbanos; encuentran personas bajo los escombros, bajo las ruinas, bajo la tierra, bajo las aguas... Recuerden ustedes, por ejemplo, cuando se derrumbaron las Torres Gemelas. Un perro labrador sacó a su dueño ciego ayudándolo a bajar las escaleras. ¿Lo recuerdan? ¿Cómo les parece? | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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Pepe lo dijo con inusitado garbo ante cuatro comensales a los que había invitado para hablarles de perros. De hecho, fue una tarde de perros, porque la comida no fue almuerzo ni cena; fue algo así como un intermedio, como una merienda reforzada que se sirvió al tope de las cuatro en punto. Aunque en realidad, eso no les importó a ellos para nada. Estaban más atentos y preocupados por los caninos que les rodeaban y les observaban en detalle. Pero Pepe no se daba cuenta de la intranquilidad de sus silenciosos contertulios y proseguía con su cháchara, a la que a veces no le prestaban mucha atención. –Son antinarcóticos –continuó explicando Pepe–, son antiexplosivos, salvavidas. En muchas ocasiones, oigan, salvan personas que se están ahogando en el mar o en el río o en el lago o en el jagüey. ¿Qué tal? Mejor dicho, son la verraquera. Los dos labradores machos tenían tres años de edad y respondían a los nombres bíblicos de Abraham y Moisés. La golden retriever, de nueve años, se llamaba Brisa y representaría al sector ambiental en su gabinete. –¿Y cuál fue el motivo para invitarnos a esta 24


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cena que no fue cena, sino más bien la presentación de un gabinete de lujo? –preguntó uno de los asistentes a la reunión con algo de sorna en su voz. Entonces Pepe aprovechó la pregunta para ampliar su explicación a los asistentes: –Precisamente los había invitado para hacer una especie de lanzamiento previo, puesto que en los próximos comicios me postularé como alcalde –dijo Pepe con voz firme. Y por supuesto, además de intranquilos, estaban atónitos. Quisieron levantarse e irse para sus casas al conocer los motivos de la invitación de Pepe. Ellos pensaban que hablarían de cualquier cosa, de fútbol, de chicas, de música… pero no. Era para un lanzamiento previo absurdo. Claro, la merienda estaba estupenda y prefirieron digerirla y escuchar callados un discurso que en los últimos momentos ya parecía un sermón. Se imaginaron a Pepe vestido de cura en la iglesia hablando de perros y eso les causó gracia interna. Uno de los comensales amenazó con levantarse de la mesa; los animales gruñeron y con prudencia el tipo decidió acomodarse de nuevo en su silla. 25


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Las dos chihuahuas, Sol y Emma, se encargarían del protocolo, aunque eran muy jóvenes. Apenas dos años cada una. En cambio, la border collie, Luna, ya era veterana y bien podría encargarse de la salud. El labrador retriever, de diez años, abordaría con lujo de detalles la seguridad. Y Blue, de dos años –un cruce de chihuahua y pincher–, agenciaría como secretario privado en su alcaldía, por ser muy reservado y bastante diligente en cuanto a trámites y gestiones. Sus perros eran honestos de verdad y tenían una gran sensibilidad social y fidelidad. –¿Ustedes qué opinan? –preguntó Pepe a la audiencia. Les preguntó con rapidez, y entre ellos se miraron para saber quién hablaría primero. Demoraron más del tiempo prudencial la participación solicitada y de repente escucharon un gruñido colectivo. Entonces, de inmediato, todos quisieron opinar al tiempo. Pepe levantó la mano y los detuvo en seco. –Uno por uno, por favor –repitió Pepe, todavía con la mano en alto. –Bueno, este… –dijo balbuceando el más 26


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gordo, luego de tragar con apuro el último pedazo de albóndiga que con seguridad le generaría al día siguiente una crisis aguda de gastritis–, yo creo que… –¡No, no crea usted! –lo interpeló antes de oírse otro gruñido colectivo–. Opine con seguridad, con firmeza –le dijo Pepe. –Ah, sí, cómo no, señor doctor don Pepe. En definitiva pienso que el pueblo merece una nueva opción ante tanta desilusión tripartita. –¿Cómo así? –parecieron decir los perros, y el hombre aclaró luego de carraspear sonoramente–: Me refiero a las propuestas frustradas de los representantes de esos tres partidos tradicionales: conservadores, liberales y comunistas. –¡Ah, ya! –exclamó Pepe más tranquilo. Y así fue aportando cada uno su opinión y respaldo sincero y absoluto al anfitrión, quien ya para ese momento estaba totalmente apoltronado en sus esperanzas de ejercer una sana e idónea administración. Ya sentíase alcalde y a sus perros su gabi27


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nete. Les contrataría a estos unos cursillos rápidos pero sustanciosos de alta gerencia, una especie de diplomados, aspirando obviamente a que accedieran más tarde a la especialización, a la maestría, al doctorado y al postdoctorado. –¡Mon dieu! –pensó uno de los comensales de remotos ancestros franceses llegados a Barranquilla por vía de las Islas Caimán. –¡He’s crazy! –pensó el otro de origen inglés todavía más remoto. De los dos restantes no se supo qué pensaron, pero sí que cruzaron rápidas miradas de sorpresa y aturdimiento. –¡Y ahora me firman un acta donde quede escrito que están comprometidos con mi postulación! –exclamó Pepe–, a la vez que se levantaba de la silla con gesto amenazante; los comensales se sobresaltaron. Los ocho perros también se alzaron y gruñeron esta vez más sonoramente. –Pero… señor doctor don Pepe… –balbuceó uno de los asistentes, sin terminar de hablar…–. –¡Nada de nada! –le interrumpió Pepe. Me 28


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firman o les echo al gabinete para que aprendan que con el futuro alcalde no se juega. ¡Y esto va en serio! ¿O es que ustedes creen que yo estoy loco? Repito: ¡¿Creen que yo estoy loco?! –Para nada, señor doctor don Pepe… –atinaron a decir todos en coro con algo de temor. Y se miraron entre sí. –Préstame acá ese bolígrafo –le dijo el afrancesado al anglófilo. Pepe ya le tenía lista un acta en donde decía en esencia algo así como que firmaban totalmente en sus cabales y sin ninguna presión, acoso o matoneo. Y hasta colocaron sus huellas de manos y pies. Al verlos salir tan apresurados del enrejado y ya fuera del alcance de los perros, de sentirlos manotear, de escucharles gritar groserías y vulgaridades y de amenazarlo con vejámenes y truculencias, el señor doctor don Pepe se sintió todavía más alcalde. Entendía muy bien que esa sería una labor complicada; que tendría que afrontar toda clase de reclamaciones, porque uno, como alcalde, necesariamente tendría que escuchar a la ciudadanía, al 29


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vulgo y a la chusma juntas; y en todas las posibles formas de expresión libre que se pudiera, tal como lo ordena nuestra Carta Magna. –Democracia ante todo –dijo en voz alta y a punto de derramar una lágrima. Así que no le dio importancia al tropel de la calle. Una gritería en la que se escuchaba con claridad el ladrido de sus ocho discípulos y hasta más. Pepe cerró la puerta y se sentó plácidamente en su butaca favorita a leer y a releer el acta de compromiso. Estaba listo para la batalla principal. –“¡Va pa’ esa!”–, gritó con fortaleza antes de sumirse en un reconfortante sopor vespertino que buscaba la noche.

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C apí t u l o d os

EL CALANCHÍN El doctor señor don Pepe consideró que además del diplomado sería conveniente comenzar a hacerles ya una inducción para que se fueran aproximando al objeto y la estructura de la multitud de contratos que habrían de firmarse. Le preocupaba, sin embargo, la papelería que le dijeron tendría que allegar. El RUT, el certificado de la Policía Nacional, la libreta militar, los ingresos y egresos de cada can, el pago de la EPS, el de los accidentes laborales, el de la pensión, la cédula full color tamaño familiar, el certificado de la parroquia de la circunscripción, el de la peluquería, el de la veterinaria… mejor dicho, ¡qué cantidad de papeles, caramba! Bueno, pero si anhelaba cumplir con propósitos mancomunados, pues manos a la obra... y no se diga más. | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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A la mañana siguiente llamó bien temprano a un tipo que le ayudaba en toda esa tramitología y preguntó cuánto le iba a cobrar porque estaba apretado en lo económico, estaba mal de plata, por lo que le pediría una buena y sustanciosa rebajona. El hombre, que acababa de salir del manicomio, le respondió: –¡Claro! Con mucho gusto, patrón, lo voy a tratar bien –le dijo. No como la vez pasada, seguro, lo reconozco, discúlpeme; aquella vez que le hice el papeleo con los dos gatos esos que usted deseaba enviar a Estados Unidos. Costó trabajo sacarles el pasaporte y la visa, pero finalmente todo salió bien; usted sabe que tengo mis contactos de alto, mediano y bajo rango en los ministerios y a mí sí me cumplen o me cumplen… –Esperemos que sea así como dices –expresó Pepe. –Claro, patrón, que esta vez son ocho perros y va a ser un poco más complicado. Es una operación sui géneris, de gran delicadeza, para guantes de seda. De todas formas, mi doctor señor don Pepe, yo tengo allá en los 32


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ministerios ciertas relaciones nuevas que hice en el Parlamento, antes de que me trajeran para donde usted ya sabe mi patrón. Me las ‘tiré’ de loco para pasar buen tiempo con unos diplomáticos canadienses y como que las autoridades se percataron y la tomaron muy en serio y me encerraron, hasta me colocaron una camisa de fuerza –como si yo tuviera mucha fuerza, no había necesidad–. Y luego, unas inyecciones y píldoras y más píldoras que me tenían como bobo, doctor, pero en fin, eso ya pasó. Ahora estoy juicioso en la calle y en mis cabales. Así que mande usté ya mismo mi patrón… –Okey, okey, gracias –contestó Pepe–, por esa antesala tan generosa y pulcramente detallada, mi apreciado Carmelo. Estoy muy contento de que ya estés en la libertad que tú te mereces, porque en verdad, mi dilecto amigo, eres, has sido y serás si no el mejor, uno de mis más brillantes y leales colaboradores en toda mi amplia y vasta carrera gerencial. Así que, te reitero, estoy muy satisfecho por todas esas circunstancias actuales de tu vida social, política y judicial. Por tanto, sé que la encomienda que te en33


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tregaré es complicada, caramba, si sabré si lo será. Pero te la recomiendo con mucha intencionalidad manifiesta, para que agilices esos asuntos y a ver si cuando sea alcalde te nombro secretario de alguna cosa, o subsecretario al menos. ¿Cómo la ves? –Hombre, mi doctor –contestó Carmelo–, muchas gracias por esa oferta tan generosa viniendo de una persona tan distinguida y con tantas ambiciones de servir adecuada e idóneamente a la comunidad local, regional, nacional y cuidadito se incluye la internacional, porque, señor, usted es un tipo ecuánime, transparente, impoluto, inmaculado. Váyase muy bien por esa senda mi patrón, porque le veo un futuro magnífico, halagador, que entre otras cosas y otras vainas, se corresponde con la magnanimidad de su proyectado fuero como funcionario público del más alto rango y especie. Así que, mi clarividente doctor señor don Pepe, patrón, solo mande, que cuando usted ordena yo brinco enseguida. Por cierto, abro un pequeñísimo paréntesis: ¿con cuánto a la vista contamos entonces para este su humilde servidor? 34


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–Creo que unos diez millones no te caerían mal –contestó Pepe mientras notaba la alegría en el rostro de Carmelo cuando se lo dijo–. –¡Hombre, mi doctor! Ni más faltaba. Yo le acepto esa bicoca con mucho agrado y si me puede enviar la mitad mañana mismo se lo agradecería harto y todavía más, porque por el tema de haber estado encerrado por culpa de los canadienses, ahora estoy debiendo hasta el alma. Yo le soy franco doctor, para qué le voy a decir que ando sobrado. Estoy en la física olla, mi patrón. En la más completa miseria. Ando con una camisa y un pantalón. Esos canadienses me creyeron loco y por ellos me mandaron para el manicomio. ¡Envíeme esa plata mañana mismo, mi doctor! –concluyó diciendo Carmelo con alegría. –Tranquilízate Carmelo –le contestó Pepe–, tranquilízate, tómala con calma, cógela suave. Yo a primera hora te consigno en el banco la mitad del dinero para que salgas de tus apuros y me comiences a trabajar los papeles para mis perros. Fíjate, amigo, que sin esa documentación no puedo incluirlos en el plan 35


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de desarrollo que voy a proponer en quince días a más tardar, y entonces se me puede adelantar un vecino mío que también quiere ser alcalde. ¡Nada más que por llevarme la contraria! A él no le interesa la política, ni la comunidad, ni nada. Le dicen El Parlante porque habla mal de todo el mundo. Así es que si me cumples, yo te colaboro y hasta te nombro de secretario o subsecretario o de cualquier otra cosa cuando me elijan. Y si no sale eso, pues te ponemos de celador o a repartir tintos, pero algo tiene que salir. ¿Estás de acuerdo? –¡Síííííí, mi doctor! –contestó muy alegre Carmelo–. Ponga esa plata en el banco que yo de una le inicio las operaciones con mis primos del ministerio. Ellos me están esperando para ver si hacemos de nuevo las tramoyas esas que siempre hacemos y nos salen bien… Solo que los canadienses… –¡No me hables más de los tales canadienses! –le interrumpió Pepe ya algo enojado– porque eso ya pasó a la historia, Carmelo. Ahora preocúpate de la encomienda, del entuerto, de la tramoya. Cómprate ropa y 36


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arregla tus asuntos, pero eso sí, Carmelo, te lo agradezco; mira bien, no te vayas a poner a tomar ron como la vez pasada. ¿Okey? Te lo digo porque de lo contrario los otros cinco millones no te los mando sino hasta que me cumplas. Mejor dicho, me cumples o me cumples, como tú mismo dices. ¿Va jugando? –No se afane, mi doctor –le contestó Carmelo a Pepe–, yo ya no tomo ron desde que los canad…, es decir, desde que me pasó lo que me pasó, y hasta más me hubiera pasado porque en ese manicomio había unos locos que eran como locas porque me andaban persiguiendo. Y en eso sí, mi patrón señor doctor don Pepe, yo soy pobre pero honrado y no me dejé. Así que, no se me preocupe. Y claro que sí… ¡va jugando!

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C apí t u l o t re s

EL AFFAIRE Luego de ir al banco y depositar el dinero acordado con Carmelo, Pepe pasaba de regreso por el jardín de una casa. De repente, lo invadió un fuerte olor a caucho quemado. Le preguntó a una señora que estaba regando las matas si sabía qué estaba pasando, qué se estaba quemando, que si era un corto circuito o qué carajo era. La señora comenzó a olfatear y para su sorpresa ambos divisaron al tiempo a un bus botando humo como chimenea. El bus se estaba quemando, por lo que los dos salieron a ver si podían auxiliar a los pasajeros, que angustiados estaban saliendo del vehículo con gritos alarmantes. Pepe y la señora los ayudaron pero ambos quedaron con sus ropas con el olor impregnado del humo. No soportaban el olor tan cerca de sus fosas nasales. | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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Mientras tanto, afuera, junto al bus hecho llamas y cenizas, los bomberos hacían su trabajo de apagar el incendio, el cual hubiesen podido evitar de haber llegado a tiempo. –¿Y las autoridades ambientales? –preguntó la señora a Pepe, hablándole con cierta timidez. –Muy bien, gracias –contestó él, igual de tímido–. Nunca están cuando se les necesita, –le dijo a la señora con tono de aparente seguridad e indiferencia. A la mujer le hubiese agradado que ese hombre se comportara con ella más expresivo después de lo sucedido, pero no fue así. Desde el comienzo cuando lo vio le gustó mucho, y agradeció esa coincidencia del bus botando humo y él pasando por el frente de su casa, lo cual consideró una oportunidad estupenda. Le pareció una buena señal para atraerlo. Su estado de abstinencia absoluta había sido largo, desde cuando falleció su marido. Por eso, cuando lo vio venir así, todo orgulloso, elegante, con aires de político, rogó al cielo para que alguna buena coincidencia apareciese y los uniera. Fue cuando él se detuvo y le preguntó qué pasaba, 40


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qué se estaba quemando, que si era un corto circuito o qué carajo. La mujer, algo entrada en años pero todavía firme y anhelante, viuda hacía cuatro años, dirigió al cielo la mirada y le agradeció en silencio a Dios y a todos sus ángeles y arcángeles; sobre todo cuando llegó el momento en que él comenzó a olerse la camisa y le pidió que le permitiera bañarse porque ese olor ya le era insoportable y no podía llegar a su casa así. ¿Qué diría su gabinete? –Señora, ¿me permite bañarme en su casa? –preguntó Pepe con indiferencia. –Bueno, está bien, pero con mucho cuidado –le respondió ella guiñando un ojo–. Yo también me quitaré este horrible olor a humo. Sin darse cuenta ambos ingresaron juntos a un reluciente y perfumado baño con estilo rococó. Pepe lo reparó embelesado mientras la mujer lo desvestía con apresuramiento y casi sin que él se diera cuenta. De repente, se vio totalmente desnudo y por reacción automática intentó cubrirse, pero ella lo empujó hacia la tina haciéndolo caer casi de bruces. Menos mal que interpuso la mano antes de reventarse los dientes. 41


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–Con cuidado –le recordó. Ella también se introdujo y abrió la regadera saliendo inicialmente y casi por fracciones de segundo un agua hirviente. Pepe gritó, pero de inmediato salió de la ducha un agua fría que se fue haciendo cada vez más fría. Y entonces se percató de que su anfitriona estaba igualmente desnuda y que hacía malabares para poder ubicarse en el extremo opuesto de la tina en poses llamativas con su cuerpo abierto de par en par. Decidió repararla de pies a cabeza: miró sus senos al aire aún algo levantados, su vientre todavía plano, su cintura que se movía rítmicamente como llamando a alguien y su vulva al aire ardiendo en fuego. Ya después no le importó ver más abajo ni piernas ni pies. Pepe sintió el frío creciente por su cuerpo, pero casi de inmediato el agua se tornó caliente como sus deseos, y ya no le importó si se quemaba o no. Se rodó un poco hasta quedar junto a ella en la tina para sentir más cerca el roce de su piel, pose que dispuso su cuerpo bien intencionado despertando en ese momento su codicia masculina. No supo más, no le importó si el agua caliente lo quemaba. Ya estaba en otro mundo… Y ella también. 42


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Recordó sus épocas de jovenzuelo y olvidó por unos instantes a sus perros, que a esa hora debían estar hambrientos. Que esperen. Porque más hambriento estaba él ahora. Y se fue introduciendo lentamente pero con firmeza en una nueva historia que no había considerado, que se le abría de par en par a pesar de la selva de papeles que suponía a esa hora estaría acumulando Carmelo. Luego de un rato largo sucumbió al momento que también se hizo largo. Se sentía en el paraíso. Hacía mucho tiempo que no probaba de la manzana prohibida y allí la tenía metida en él y pensaba saborearla entera. Fueron momentos cumbre, de silencio hecho quejidos entre los dos, tal vez maullando como gatos o ladrando como perros los dos llegaron al clímax, una, dos, tres veces y más. Después de mucho rato llegó el descanso, el solaz de sus cuerpos. Y ya así, en confianza, le habló a la mujer sobre su gabinete. Contrario a lo que se hubiera pensado, la mujer, que por cierto, hasta ese momento no le había confesado su nombre, se lo dijo: –A propósito, me llamo Mary Ann, –le dijo la mujer a Pepe en tono coqueto y ansioso. Y le aplaudo su idea. 43


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Ella estaba feliz de haber sido saciada hasta el extremo anhelado. Con su voz aún ansiosa en su respiración le dijo que respaldaría su proyecto, hasta la muerte si fuere necesario, ese altruista proceso de hacer de sus caninos unos aportantes políticos. –Parece usted, señora, ser una beligerante defensora de los animales y del planeta –atinó a contestarle Pepe con voz entrecortada por la reciente emoción sentida. –Sí, soy animalista. Me inscribí hace poco en la red Viva la Tierra y a vuelta de correo me enviaron documentos escritos y audiovisuales. Uno de estos últimos está respaldado por una banda sonora fenomenal muy diciente, y por unos textos que convidaban a unir fuerzas en contra del deterioro del globo terráqueo, nuestro hogar. –Eso me parece muy bien, Mary Ann –le contestó Pepe, solo por decir algo, para entrar en más confianza con la mujer. Pensaba más bien en la emoción erótica que acababa de sentir. –Sí. Los videos que tengo son muy buenos. 44


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Uno trata sobre los derechos, el otro, sobre ecopedagogía, y otro más, sobre ¿Por qué si te brindo unos paisajes llenos de colores abundantes me devuelves estos? Y aparecen unos basureros impresionantes. –Muy interesante, Mary Ann –volvió a contestar Pepe, prestándole ahora más atención. –Sí, es interesante –concluyó ella. –¿Y de qué otra cosa eres defensora, Mary Ann? –preguntó Pepe para seguir el hilo de la conversación y entrar en más confianza. –Bueno, la matanza de las focas, de las ballenas, de los toros haciéndolos sufrir... –le contestó ella entusiasmada por la conversación. Cada vez que veía ese video, Mary Ann lloraba. Por eso le dijo a Pepe que contara con ella para lo que fuera. Desde ese día, luego de salir de la tina y triplicar el rato largo de placer, y de vestirse, juraron, como en compromiso de honor, cumplir con todos y cada uno de los propósitos del señor doctor don Pepe. 45


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–Bueno, Mary Ann, le dejo mis números de teléfono, mi dirección y mi horario en que estoy desocupado, por si le interesa. También le apunto en este papel los nombres completos de mis ocho perros. Nos podemos encontrar cuando quiera, pero me llama antes –concluyó diciendo Pepe, agarrándole las manos en señal de despedida. Mary Ann, apoyada sobre la puerta entreabierta, despidiéndolo con afecto y con un rostro de agradecimiento eterno, le pidió que la volviera a visitar. –¡Ojalá así sea, que pronto me vuelva a visitar! –le dijo ella con cierto dejo de coquetería en su voz y a modo de despedida, y continuó hablándole con la misma coquetería: –Si lo desea –volvió a decirle Mary Ann, insistiéndole–, puede venir a visitarme a cualquier hora. No tengo marido a la vista ni hijos que nos vayan a perturbar; ya mis cuatro hijos han hecho cada uno sus propias vidas y viven en otras ciudades. –¡Ah, qué bien! –contestó el señor don Pepe con algo de entusiasmo en la voz. 46


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–No tengo perritos falderos –le volvió a puntualizar ella. Así que, mi amor, esta es tu casa. Y si quieres traerte a alguno de tus perros, o a todos, vente, pero antes llámame para encerrar a los gatos –se ofreció con gran amabilidad Mary Ann. –Okey, hermosa, ya lo sé. Te espero mañana en mi despacho para que conversemos sobre la planificación electoral. Yo también soy viudo y no tengo hijos a la vista… que yo sepa. Solo unos sobrinos que a veces llegan para que les revise y corrija documentos, cuentos, ensayos –contestó Pepe con entusiasmo. Y ambos se despidieron con un largo y tierno beso de amor recién nacido. De camino a su residencia, Pepe fue reflexionando sobre lo que le acababa de suceder. No estuvo nunca en sus planes. Había olvidado los momentos placenteros de la vida, casi por completo encerrado, solito, ensimismado en su amplia vivienda saturada de perros. Pero no los odió por eso. Ni más faltaba. Los tuvo en mente salvo en los forzosos paréntesis de amor infinito plasmado en pieles sudorosas que chocaron febrilmente. 47


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De todas formas, recordó que sus chicos estarían hambrientos y apresuró el paso. Ahora esa era su realidad. Los minutos gastados quedaron atrás.

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C apí t u l o c uatro

LA OREJA DE PEPE VAN GOGH Mientras Pepe caminaba, le llegó a su mente otro recuerdo anterior. Aquella última vez que tuvo acción erótica con una muchacha bastante joven. Se la encontró por casualidad en el bulevar del barrio Simón Bolívar y ella le dijo que no tenía esposo ni marido ni nada. Después de 15 días de andar juntos, una tarde pasó por la puerta de su casa y de la misma salió un tipo joven, alto, fornido, quien al verlo enseguida lo increpó: –Dime, ¿por qué has salido a tomar cerveza con mi mujer? –le dijo el hombre a Pepe de muy mala manera. –¿Yo? ¡Jamás lo he hecho! ¡Sería mi herma| Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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no gemelo! –contestó Pepe con inteligencia felina para salvar su pellejo. –¡Tíratelas de pendejo! ¡Marica! ¡Ahora verás! –y sacando un machete de su vaina lo blandió frente a su rostro. Apenas Pepe vio el reluciente filo salir de su vaina dio media vuelta y comenzó a correr como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás. Atravesó varias calles sin importarle si venían autos o no; saltó arroyos sin poder esquivar uno y sintió que el agua sucia le penetraba en uno de los zapatos, pensó que era un hueco y que al día siguiente lo llevaría al zapatero del parque, aunque no sabía si todavía trabajaba ahí o no, porque ese zapatero no iba los martes o los lunes, no recordaba bien, pero enseguida se le encendió el bombillo y rememoró el asunto de los lunes de zapatero. Mientras corría sacó el celular para ver qué día era. Lunes. Sí, estaría mañana. Además, tenía un hueco en la media y esa agua sucia ya lo estaba fastidiando. Pero siguió corriendo mientras en su mente recordaba las palabras de aquel hombre: “tíratelas de pendejo, marica!”. ¡Qué vaina! ¿Por qué no le dijo la muchacha del bulevar sobre su marido? Habría tenido más cuidado… Y le dio ahora sí toda la razón a 50


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Ismael… ¡Ay, qué malas son! ¡Ay, qué malas son cuando no te quieren...! Brincó sobre un bordillo y por poco se cae. Lo rozó con la bota del pantalón, casi se le enreda, pensó en llevárselo a la costurera de la esquina mañana temprano también –menos mal no hay martes de costurera–, para que le subiera la bota. ¿Estaría empequeñeciendo? ¡Quién sabe! Cosas de la edad, tal vez. Pepe recordó también aquel pasaje de la literatura cuando Gabriel García Márquez fue en extremo inventivo en sus Cien Años de Soledad, porque dijo que Úrsula en su edad adulta se empequeñeció tanto que cabía en una caja de fósforos… Pensando en ello no se dio cuenta que por poco un auto rojo lo arrolla. El conductor le recordó a su progenitora y le gritó otras tantas imprecaciones. Recordó la vez que a su turno él casi atropella a un niño que estaba jugando con una pelota y la problemática que se le presentó con la vecindad cuando salieron persiguiéndolo. Al llegar a unas 20 cuadras lejos del sitio decidió mirar hacia atrás. Ahí venía el tipo, carajo.., ¡cómo corría!, menos mal que él trotaba de mañana todos los días de la vida y tenía buen estado físico. ¡Pero cómo quiere este huevón a esa mujer! –pen51


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saba Pepe mientras seguía corriendo. Al fin se decidió a detenerse y gritarle: –¡Oye compa! No es para tanto, cálmate, que fue mi hermano gemelo, espérate, hablemos, negociemos! –seguía gritándole mientras el hombre se acercaba de forma amenazante. –Sí, ¡tíratelas de pendejo, marica!, ¡ahora verás! –le gritó otra vez el marido ofendido. –Pero… mira, loco... ¡espérate! –le insistía Pepe. Y no pudo atinar a decir otra palabra más porque en ese momento sintió que algo caliente le rozó la oreja. –¡Ay! ¡Ay! ¡Qué me has hecho! –gritaba Pepe viéndose sangre en la mano que puso para aguantarse el pedazo de oreja que le colgaba. Y así llegó a su casa. Ahora de regreso de su encuentro con Mary Ann, a unos metros de su hogar, pensó que debía programar una nueva cita con el cirujano plástico que le recompuso la oreja y con el siquiatra que le trató 52


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la impotencia parcial por el trauma que le causó el ataque del ofendido cornudo. Aunque fue algo parcial, ese ataque también lo había afectado en su hombría y por eso había decidido no aventurarse más, o al menos no tanto. Pepe reflexionaba sobre lo sucedido horas antes: El affaire con Mary Ann me sirvió. Fue de improviso. Una ráfaga de amor tardío. No la vi venir. Solo –y a plenitud– cuando se me acomodaba en el extremo opuesto de la tina la vi llegar. Ella había ambientado con música. La regadera estaba conectada con la radiola, por eso el agua hirviente. Siguió pensando que la primera canción que pareció brotar de la regadera fue “Julio El Gitano”, y hasta tarareó una parte de su letra: ‘en la vida hay dos caminos, querer o no querer’…, y lo aplicó a lo que le interesaba, el querer los animales. Se la cantaría a su gabinete cuando llegara, pensó. Estaba a pocos pasos de su casa, no cabía de la dicha por haber recuperado por completo su hombría disuelta o menguada por el machetazo en la oreja. Recordó que ese día, ante el ataque con el filoso machete, siguió corriendo sin percatarse de la sangre que le manaba, primero a cuentagotas y luego a chorros mayores. Sintió el picazo pero no podía de53


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tenerse. Qué malas son las mujeres, iba pensando, mientras le agradecía al cielo por haberse decidido a trotar todas las mañanas y darle cincuenta vueltas al bulevar cerca a su casa, a pesar de que los vecinos le decían que tuviera mucho cuidado porque por allí atracaban. A él nunca le pasó nada. Por el contrario, obtuvo un estado físico envidiable que le permitió esa vez seguir corriendo, saltar bordillos, arroyos, esquivar autos aunque le recordaran a su progenitora y le gritaran insultos de gran tamaño. Y después de todo ese reflexionar, ahí estaba ya frente a su casa. Sacó la llave para abrir el candado, previa observación de que no hubiera ‘sapos’ a la vista o atracadores camuflados. Abrió el candado y las tres cerraduras. Escuchó la bienvenida de sus canes. Lo saludaban, y él experimentaba una sensación de regocijo. –Aquí estoy, muchachos –les dijo en voz alta. Ante la algarabía un vecino cercano molesto le gritó: –¡Calla a esos perros!, pero Pepe no prestó atención y para sus adentros expresó: –¡Chusma, chusma! Tienen derecho a expresarse libremente como lo indica la Carta Magna. Pero cuando los suba al gabinete se los voy a echar para que respeten. 54


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–Deseos de venganza, eso no está bien, Pepe, –le dijo al oído su conciencia. Al ingresar, los perros saltaron de alegría y lo avasallaban. Los más jóvenes jugueteaban con las botas del pantalón. Los mayores ladraban bastamente y a voz en cuello. “Tenemos hambre”, parecían decirle. Recordó también la mala idea de despedir recientemente a su empleada doméstica; tuvo que hacerlo porque se la encontró husmeando en sus documentos y eso sí que no. Podría filtrar información reservada y se vería en problemas en cuanto a sus aspiraciones electorales. ¿Qué tal que retransmitiera una información ultra súper reservada? ¡No señor! Recordó cuando aquel día la vio: –¡Gertrudis! ¿Usted qué hace en mi escritorio? –le preguntó enojado aquel día. –Nada, señor doctor Pepe, nada –contestó ella con trémula voz de susto. –¿Qué hace leyendo mis documentos, Gertrudis? ¡Para afuera! –le gritó enseguida él. –Pero señor, yo solo estaba leyendo para ver si usted más tarde me da un chancecito en su gobernación, tengo siete hijos que mantener. 55


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–Lo siento, Gertrudis –continuó diciéndole Pepe con enojo en su voz–. Te voy a dar de todas formas una indemnización jugosa para que no tengas problemas por un buen tiempo. ¿Cuánto? ¿Veinte millones te parece bien? ¿De acuerdo? –concluyó diciéndole. –Claro, doctor señor don Pepe, bóteme entonces si quiere –contestó Gertrudis con algo de alegría en su rostro. ¿Y cuándo vengo por la plata? –En una semana. Por lo pronto, mija, recoja sus chiros y hasta luego. Pero ahora cuando Pepe lo recuerda, piensa que fue una mala idea porque entonces él mismo tendría que encargarse de darles la comida tres veces al día a los perros, bañarlos, limpiar sus desechos y demás... lo que le representaba una esclavitud. Aunque no hay mal que por bien no venga. Estaría más a su lado, más cerca de ellos, conociendo mejor sus conciencias, si se quiere hablando con ellos, y así, por cierto, se le vino a la mente la idea de proponerlos como gabinete porque merecían ser alguien en sus vidas. ¡Y les cumpliría! 56


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C apí t u l o c i n c o

UN NUEVO HORIZONTE La reconstrucción psicológica que le propició Mary Ann le enderezó un sendero olvidado. Parcialmente estuvo incapacitado por diez años. Ahora era un hombre nuevo, por completo nuevo. Aparte de sus aspiraciones como alcalde, se sentía más poderoso en aquello. Observaba con más detalle a las mujeres e incluso se arriesgaba a decirles algún piropo. De la noche a la mañana se volvió un donjuán. O al menos amplió la baraja de alternativas. Además de las visitas periódicas a Mary Ann, jurándole que era la única en su vida y la mujer que le había caído del cielo, conoció a Lola. Fue en un centro comercial. Ambos coincidieron frente a una vitrina. Ambos saboreaban un helado. Ambos se | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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miraron por un buen rato. Ambos penetraron en sus personalidades y no encontraron nada. Solo necesidades físicas. Y la hizo su novia alterna. De ella escribiría más tarde en sus memorias. Era día cívico. Pepe estaba paseando con Lola después de citarse en un centro comercial y saborear helados de vainilla. –Vamos a atravesar la plaza y paseamos por ahí un rato –le dijo Pepe a Lola. –Sí, vamos, Pepe, pasemos el rato divertidos. A su paso muchas palomas revoloteaban. Vieron que avanzando lentamente pero con la vista fija, un gato amarillo con blanco se cuadraba para ver si capturaba alguna; tal vez una enferma que no pudiera volar o que tambaleara. Los dos no dijeron nada al respecto. Era la ley de la naturaleza. De repente ambos sintieron la necesidad de estar más próximos, de propiciar una intimidad más pertinente; un ambiente más plácido, más relajado. Tal vez, simplemente, para no seguir conversando tonterías. Fue cuando Pepe le dijo a Lola: 58


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–Tomemos un taxi y vamos a otro lugar, ¿quieres? –le preguntó con voz tenue. –Sí, vamos –contestó Lola presta a la insinuación. Pepe le hizo señas a un taxi para llamarlo, le dijo al conductor que los llevara a un sitio muy tranquilo donde pudieran estar a solas. Él, comprendió perfectamente. Estaba acostumbrado a ese tipo de requerimientos de sus usuarios. Llegaron a un motel sobre la vía al acueducto, en la salida al puente sobre el río. Pero Pepe se decepcionó. Una fila de autos con numerosas personas esperaba turno para dejar a sus pasajeros en una habitación. Vio que se debía reclamar el turno con unos cartoncitos que salían de una máquina y así lo hicieron. Esperaron dentro del auto. Al cabo de un rato les tocó su turno y fueron llamados por un altavoz y un letrero digital anunciando solo la placa del taxi. Y allí adentro, en el sitio que les correspondía el conductor los dejó, aún sin tener la habitación reservada. –Mientras esperamos mejor vamos al bar 59


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a tomarnos algo, ¿no te parece? –le sugirió Pepe a su amiga. –Sí, es mejor, vamos –contestó ella presurosa. Decidieron entonces ingresar al bar que quedaba en un sitio estratégico del lugar íntimo. Pidieron un par de cervezas y entre sorbo y sorbo se burlaban del momento anterior y de cómo había avanzado la tecnología. Tal vez en el futuro se podría registrar esa visita por Internet. Transcurrieron más de dos horas y nada que les avisaban cuál sería su habitación. Mientras tanto, estuvieron conversando y tomando cervezas de manera muy amena e íntima. Pero pasó el tiempo y siguieron sin avisarles su turno. Así que Pepe se acercó a un empleado del motel y le preguntó por su turno. –Oiga joven, ¿y para cuándo será eso? ¿Hoy o mañana? –le preguntó con tono adusto. –Señor, ya está anunciado en el letrero, y por el altavoz también. ¿No lo ha visto? –le 60


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contestó también serio el empleado. –No escuchamos, ni tampoco vamos a utilizar estos servicios ya. Delos por cancelados –le dijo Pepe muy enojado. –Como guste, caballero –contestó el empleado con severidad. –Okey, pero te digo algo –le dijo Pepe al empleado–, ojo con estas demoras tan largas. Hoy iba a ser la última vez que entrara a tu negocio, porque cuando yo sea alcalde te garantizo que voy a incorporar tecnología de punta en este proceso, y te aseguro que mejorarán las condiciones de trabajo. Ustedes no tendrán que manejar turnos presenciales; será a distancia y con un margen de confiabilidad del 99 %. Entonces, escúchame chico, la situación será diferente en este sector, el cual es necesario, prácticamente indispensable en la vida humana, imposible de eliminar, lo reconozco. Ni siquiera de estigmatizar –concluyó diciendo Pepe. El empleado se retiró dándole una mirada estupe61


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facta y con algo de menosprecio a Pepe ante sus palabras. Lola, por su parte, escuchaba atenta e interesada el discurso de Pepe, y a pesar de que también estaba decepcionada, frustrada, desencantada, por no haberse concretado lo que ambos querían en el momento oportuno, la embrujó su conversación. Se le veía absorta capturando unas palabras y frases que para ella se veían tan sólidas en cuanto a la fundamentación, a la proyección, al sentido social que se detectaba en el espíritu mismo del discurso de Pepe. Y ambos decidieron pasar al momento de la intimidad. Al alejarse, el mesero del lugar le lanzó a ella una mirada furtiva, quien al dar la vuelta caminaba contoneándose coquetamente sobre sus blancas piernas semi-descubiertas. El mesero supuso que Pepe estaba loco o muy alicorado. De hecho, la pareja había consumido casi una caja de cervezas y la gran cantidad de botellas sobre la mesa los delató. Habían ido al baño unas 15 veces cada uno, y en varios trayectos de la conversación también ella intervenía con palabras fuera de lugar y “metía la cuchara” para decir barbaridades. Ambos estaban muy borrachos. 62


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–¡Y nos vamos de aquí ya! –dijo Pepe en tono áspero al mesero. –Pero señor, le repito, ya tienen su habitación dispuesta. Tienen que utilizarla y cancelarla, porque de lo contrario el dueño me la cobra a mí del sueldo. Ante la insistencia del mesero en que ya tenía una habitación y que estaban retrasando la entrada de otros en su turno, no les tocó más remedio que aceptar. –Está bien –contestó Pepe– entraremos. Dígame, ¿aquí se paga antes o después? –Antes, señor, se paga antes de utilizar la habitación. Usted sabe que los negocios son así. –¡Ah, bueno! –respondió ya más calmado Pepe–, entonces vamos, mi amor –le dijo a Lola. Pepe preguntó por el valor de la cuenta por las cervezas consumidas. Entonces se presentó ante ellos 63


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un gordo en chancletas y bermudas, quien con una libreta en mano le dijo a Pepe: –La cuenta son: 96 cervezas, 25 bolsas de papitas, 44 Butifarras, 37 huevos, 20 pan de bonos y cuatro mentas. –¿Y quién pidió pavo? –dijo Pepe, pero dispuesto a pagar la cuenta. Pero al sacar la billetera de su bolsillo no la encontró. Sudó frío. –¡Mierda! –exclamó con rabia–, ¡me robaron la cartera! Lola se llevó las manos al rostro pensando que ahora cómo iba a pagar la cuenta y el servicio. –¡Me robaron la cartera! –seguía gritando Pepe. Tanto el mesero como el gordo de la cuenta pusieron mala cara. –¡A mí qué me importa! –le contestó el gordo en mal talante. ¡A mí me pagas o me pagas! 64


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–¡Pero me robaron la cartera! –seguía exclamando Pepe con asombro. –No me importa –repitió el mesero–. Además, tiene que consumir el turno que pidió, ya está lista su habitación, pero si no tiene plata también tiene que pagar. Y Pepe vio cómo se le venían para encima. Lola aprovechó para correr. Saltó de su silla y comenzó a hacerlo al igual que Pepe. El mesero y el gordo los siguieron. –¡Cójanlos, cójanlos! –gritaban los empleados del motel de pies en la puerta. Unos pandilleros que vieron y escucharon la algarabía se sumaron a la persecución. Sonaron unos disparos. La única solución fue tirarse al río que estaba cerca del motel. Y se tiraron. –Déjame sola, ¡no me agarres! –le decía Lola a Pepe dentro del agua. ¡Me vas a hacer hundir! –gritaba angustiada. –Es que no sé nadar, por eso me aferro a 65


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ti –le decía Pepe asustado, agarrándola por donde pudiera. Sentía que el agua lo bajaba y lo subía. Unas piedras y unas balas silbaron. Pero como Lola sí sabía nadar, como pudieron, alcanzaron la otra orilla, no sin antes escapársele a unos caimanes que cayeron al agua apenas sintieron los cuerpos sumergirse. A Lola no le tocó más remedio que agarrarlo por la camisa para sacarlo del agua junto con ella. – No me invites más a ninguna parte –le dijo ella dándole una patada en la cara, yéndose rabiosa y gritando majaderías, entre otras cosas ‘que la había dejado con los crespos hechos’. Paró al primer taxi y se subió rápido. –¡Señora, me va a mojar todo el carro! –le dijo el chofer cuando ella entró al auto. –¡No me importa! –dijo, sin prestar atención a que el chofer ya se estaba enojando. ¡Lléveme pronto a Campo Alegre! El taxi arrancó, mientras Lola, por el vidrio trasero 66


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miraba a Pepe, a quien vio tirado de espaldas sobre un sardinel y con los brazos abiertos; seguramente pensando en que a estas horas de la noche, sus perros estarían hambrientos. ¡Qué diferente hubiera sido el estar sobre una cama ancha, abollonada, con una linda mujer a su lado acariciándolo! Pero no sucedió nada de eso.

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Segunda Parte R eflexiones de vidas ausentes





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C apí t u l o u n o

¿DÓNDE ESTÁ EL INFIERNO? –¡Está muerta! –afirmó Pancracia. –¿Cómo así? ¿Nuestra hermana muerta? –respondió Eulalia. –¿Qué le ha pasado? Está respirando todavía –dijo José Jesús. –Debemos llamar a la ambulancia –replicó Jacinta. Así comienza la historia de Anabela Velandia, mujer llena de misterios, católica desde antes de nacer, pues su madre no hacía más que rezar cada mañana 100 Avemarías, 50 Padrenuestros, 50 Glorias y 20 Salves; y por las noches, 10 Novenas –una para | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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cada santo al que encomendaba su hija menor. Sí, su última hija, Anabela, en quien había puesto todas sus ilusiones y anhelos, pues su esposo, José María, andaba en malos pasos y ella aspiraba alejarlo de las malas compañías provocadas por las decepciones que le había brindado la vida. Necesitaba tener una niña pura que salvara a su familia de los demonios carnales, porque sus hijas mayores ya eran pecadoras y lo habían hecho perderse en el mundo infame del que su esposa pretendía salvarlo. La primera tenía quince años cuando decidió irse con un muchacho que para su padre no era digno de ellos; ese ladronzuelo le desgració la vida a la mayor de sus tesoros; le mostró el mar, y ella, deslumbrada, se marchó con él en un barco sin dejar siquiera una carta, una nota, un telegrama. Y no se había vuelto a saber de la niña sino hasta aquella noche en que su familia sufrió tal desgracia. –Se está despertando –dijo la madre–, mi hija ha vuelto. –Lloró –dijo José Jesús. No hacía gestos, pero sonreía, sonreía su niña. 74


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Nadie sabía entonces, a ciencia cierta, lo que había sucedido en el hogar de don José María; pero los vecinos que escucharon las voces y la gritería ya estaban especulando: –¡La mató!, ¡la mató!, ¡la mató su padre!, quién sabe por qué. Toda su vida José María fue un individuo pobre, aun cuando siempre intentó ser feliz. Conoció a María de los Ángeles a través de un amigo que se la presentó. Y poco a poco, con sus buenos detalles, la fue conquistando. Era una mujer de nobles sentimientos. Amable, cariñosa, y sobre todo, muy religiosa. Eso fue lo que más lo enamoró. Ella no era como las otras de aquel pueblo; ella era pura e inocente y juntos prometieron formar un hogar decente y estable, tal como lo anhelaban muchos en esas épocas: casarse y tener una buena cantidad de hijos que se constituyeran en su gran riqueza. Jacinta había regresado hacía dos días al pueblo. Pero no se atrevió a presentarse de inmediato en casa. Sin embargo, esa noche lo decidió. Fue y tocó la puerta. Para ellos Jacinta llegó tal y como se fue: de repente. Sin previo aviso. Pero, contrario a lo que se pensara, su madre solo tuvo palabras de 75


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amorosa bienvenida para su hija; además, no había llegado sola. Se presentó con cinco nietas: María Sebastiana, María Remedios, María Gabriela, María Refugio y María Dolores. El abuelo las reparaba con detenimiento y, sorpresivamente, efusivo, les brindó un abrazo a cada una, ¿Qué habría pasado con el que se la robó? Jacinta no quiso contarlo en seguida ni más tarde. Esperaría el momento. Pancracia quedó soltera; mas no porque hubiera querido, sino porque don José María, al ver con dolor lo sucedido con su primogénita, optó por hacer de su segundo tesoro una mujer correcta. La protegía hasta el cansancio; la acompañaba a todas partes y no dejaba que nadie se le acercara ni le hablara; mucho menos algún muchacho. Le reiteraba que debía honrar a su familia; que tenía que ser como su madre, intachable. Ella obedecía. Y se volvió tan sumisa e introvertida, que nadie imaginó que al igual que su hermana también se marcharía. –¡Sigue viva, aún respira! –exclamó Jacinta. –Despertó y está llorando –comentó José María. 76


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–Llora de felicidad, de felicidad –dijo Pancracia. Poco a poco la familia se fue fragmentando. El padre descuidó a José Jesús y a Eulalia. Ellos estaban pequeños y lo necesitaban. Pero su reacción fue displicente. Hubo un tiempo en que anduvo bebiendo y apostando. Su esposa se dedicó entonces al cuidado de los niños para que al crecer se convirtieran en el orgullo de la familia y revalidaran la imagen de esta. En efecto, José Jesús se convertiría en ganadero, en tanto que Eulalia decidiría ponerse al servicio de Dios. El padre se sintió reivindicado con ello. Solo que no sabía que ambos guardaban un secreto mayúsculo, aunque más tarde cada uno seguiría su camino y ambos se independizarían de los lazos paternos. Aquella noche de reencuentro fueron regresando todos. Primero Jacinta, después José Jesús y Eulalia. Pancracia apareció más tarde y ahora ella era diferente. Hablaba hasta por los codos y traía un bebé en brazos, Nicolás. Tampoco quiso contar de inmediato qué había pasado con su vida, ¿a dónde habría ido?, ¿con quién habría estado? –¡Regresó, regresó a la vida! –dijo Eulalia. 77


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–Es como un sueño lo que está pasando. Nuestra hermana ha revivido –expresó Eulalia. –Parece un ángel –dijo su padre. También aquella noche Eulalia regresó del convento. Explicó que una voz interna la hizo volver; que algo le dijo que debía estar en casa. No sabía qué era o por qué. Pero cuando vio a José Jesús, quien hacía unas horas había retornado, estrechó su mano y sintió en su cuerpo la más grande sensación. Él olvidó de nuevo los tabúes de su herencia de sangre y con disimulo la llevó a una de las habitaciones desocupadas. –¡Está viva, está viva! –todos admirados lo repetían. La noche del renacimiento se había empañado con una severa noticia. La misma noche en la que sus hijos regresaron. El padre iba corriendo a despertarlos a todos para darles la buena noticia. Al abrir el último cuarto encontró el acto más repugnante que en el mundo cristiano pueden cometer dos hermanos. José María se volvió loco. Lloraba, pataleaba, le pedía perdón a Dios. Ellos trataron de disculparse pero no quisieron escucharlos. De repente, la 78


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bebita lloró. Parecía un ángel, fue envuelta en una luz incandescente y se oyeron nítidas estas extrañas palabras: “Amín Dúo Ibrahim”.

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C apí t u l o d os

AMÍN DÚO IBRAHIM La verdad, debo confesarlo, antes no me preocupaba en lo más mínimo el tema de la salud. De hecho mi vida era más sencilla cuando no conocía a fondo este mundo. Cuando pretendía que no me interesaba. Pero cómo no hacerlo, si he estado rodeado de médicos prácticamente toda mi vida. Además, desde mi infancia he escuchado a mis abuelos, padres, tíos, primos y hermanos hablar con fluidez sobre temas de salud y, en especial, de la vida saludable. Incluso a la gente del barrio se les cursaban recomendaciones: “Vecino, debe comer frutas y verduras, son buenas para su afección”. En otras ocasiones, las sugerencias eran más técnicas: “Hágase un perfil lipídico para averiguar cómo tiene los niveles de colesterol”. Y también muy generosas: “Venga, yo le regalo el tratamiento”. Y así transcurrían mis | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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días, entre atenciones, recomendaciones y discusiones médicas. Aparte, la familia ayudaba a quienes podía: indigentes, niños huérfanos, amigos, otros familiares, incluso algunos enemigos. Pero yo, a mi corta edad, era algo así como la oveja negra de la familia; solo pensaba en fiestas y diversión. Y para colmo de males, con frecuencia discutía con mi padre acerca de las leyes de la vida. Me parecía que él solo pensaba en la enfermedad, accidentarse, morir... Tal era la conclusión que yo sacaba; que la mucha conversación o atención a la enfermedad traía más enfermedades, y que finalmente todos moriríamos algún día. Por esta razón yo le preguntaba: ¿Para qué alimentarse bien? ¿Para qué ir donde los médicos? Lo asustarían a uno con diagnósticos negativos y entonces... a deprimirse y empeorar. ¿Por qué ser como mi padre? Yo quería ser diferente. Tal vez por esa actitud crítica, de rebeldía, de choque, no entendía la real importancia en la búsqueda del ser saludable. Para qué negarlo. No me interesaba si la gente se cuidaba o no. Me daba igual. Y yo comía a deshoras y mucha comida chatarra. También tomaba licor con alguna periodicidad, fumaba a diario y me descachaba los fines 82


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de semana. A veces me llegaban unas noticias que para el resto de la familia eran aterradoras: a Javier Maldonado le apareció un cáncer; Leonardo Fernández tuvo un accidente en la carretera; a María Eugenia Albor le detectaron un aneurisma. En fin, creía que ese tipo de cosas, u otras, nos sucedería a todos sin excepción y que lo único que podíamos hacer era retrasar el proceso. Después de algunos años mi pensamiento cambió drásticamente. El motivo, haber acompañado a mi padre a visitar un paciente terminal. Al despedirse, este me miró fijamente y me dijo: “Cuídate muchacho, mira lo que me pasó a mí”. Experimenté una extraña sensación. Desde ese entonces, fui comprendiendo y aceptando que estar vivos es un regalo de Dios y la vida. Y que ser médico no es una profesión cualquiera; todo lo contrario. Es una profesión bendita siempre que se ejerza a conciencia. Y poco a poco fui involucrándome en el mundo que antes rechazaba. ¡Eso sí! Cuando al final decidí adquirir el compromiso, juré no tratar a las personas solo con medicina tradicional. No señor. Tampoco les induciría solo a que modificaran sus hábitos alimenticios o a que hicieran ejercicio a diario. Nada de eso. Yo 83


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simplemente iba directo al punto y en la mayoría de los casos curaba. ¿Cómo? Tal vez tenía un don, un poder, una unción, o un no sé qué, que me hacía saber casi al instante lo que tenían mis pacientes y lo que debía hacerse. Aun cuando de alguna manera seguí los pasos de la familia, de ninguna forma habría de ser tal cual. Además, si bien yo curaría, no aplicaría. Seguiría con mi liberal estilo de vida, sin tantas prohibiciones ni tabúes. Y en lo profesional, atendería a los aquejados principalmente con plantas, hierbas y recetas magistrales. Como fue antes, como antes se hizo, y como funcionó en no pocas ocasiones. De hecho, había decidido ser un médico alternativo. Y por supuesto, al escoger ser médico, mi vida cambió. Ahora voy de aquí para allá. De clínica en clínica. De hospital en hospital. Por el sendero de las comunidades vulnerables. Y aplico lo que sé, lo que intuyo, aquello en lo cual confío. Algunos quizá me vean como un desjuiciado que no sigue reglas. Y hablarán a mis espaldas. Pero otros tantos me creen y respetan porque soy efectivo. Promuevo desde el propio seno de la medicina tradicional –no pocas veces comercial–, que existen otros métodos para estar sanos. Hablo de la flor de Jamaica, la ca84


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léndula, el sauce, la alfalfa, el ajo, la hierbabuena, la marihuana, y de todo el inventario herbáceo medicinal. Y de otras modalidades terapéuticas que he investigado en comunidades apartadas. Finalmente les doy un bebedizo aprendido de los indios sioux, y les digo unas palabras muy especiales: amín dúo ibrahim, que, a propósito, confieso no saber de dónde salieron; solo vinieron a mi mente cuando sentí el llamado. El mismo que a lo mejor sintió mi padre, mis hermanos y mis abuelos.

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C apí t u l o t re s

ISRAEL Siempre he pensado que a Dios alguien tiene que ayudarlo en la creación de hombres y mujeres, de naturaleza, de universos; a escuchar nuestros problemas, a luchar por nuestra paz, por nuestra conciencia metiendo mano a veces por los que creen en Él; formando ángeles para que nos colaboren y protejan; respaldando valores como la unión familiar y probablemente sanando enfermos. Claro, entre otros tantos oficios que ni siquiera imaginamos, porque, entre otras cosas, solo tenemos noción de lo que compete a nuestra lógica terrenal. No sabemos qué habrá más allá de los límites planetarios que conocemos; es decir, más allá del infinito. De lo contrario, ¿cómo podría Él saber qué sucede con billones de seres vivos, escuchar sus oraciones, sus reflexiones, sus frases positivas en las redes, y | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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guiarlos si lo solicitan? Aunque he dudado muchas veces de su existencia, la misma lógica parece indicarnos la existencia de un ser superior que nos creó, nos hizo nacer y crecer, reproducirnos y poblar este Planeta Azul, sin mencionar a los hipotéticos extraterrestres, que si los hay, deben ser también de su competencia. Y a pesar de lo que dicen del libre albedrío, nos tiene a cada uno una misión. ¿Cuál será la mía? No lo sé, quién sabe, a lo mejor, tal vez, pero tendré que descubrirla; no tanto como la misión encargada a Simón Pedro y a los restantes once, quienes fueron sus servidores directos y los multiplicadores insignes de su discurso, o a María, la elegida para su hijo, o a los distintos santos reconocidos; pero para algo tendré que haber sido creado yo. ¿Quién es este orate que se ha atrevido a hablar así de Dios, de su familia, de los santos y demás?... dirán los que me escuchen. Pues solo alguien que al final encontró su lugar, y que, por supuesto, quiere compartirlo con otros. Ser misionero fue siempre mi mayor anhelo. Y lo conseguí. Y en una época en la que el mundo co88


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lapsaba, las ciudades desaparecían, las personas morían de enfermedades diversas, por accidentes, por depresiones y violencia; por ser cristianos, por ser ateos, por cualquier cosa. Todo era diferente en aquel entonces. Pocos eran de verdad felices; los hombres y las mujeres se insultaban y maltrataban, los hijos no respetaban a sus padres, no había amores reales sino ficticios, el matrimonio ya no era sagrado, las drogas eran lo principal, y la tecnología, contrario a lo que se pensara al hacerla surgir, la mayor perdición; en especial las denominadas redes, que fueron desarticulando todavía más a la familia. Volé al África, y en particular a un sitio en donde no tuviera alguno de esos aparatos de comunicación. Infortunadamente me topé con una adicción mayor en las nuevas gentes conocidas: la generalizada ambición de acceder a un tesoro muy valioso en ese entonces: el coltán, el oro azul. Grandes poblaciones de estos sectores del continente tenían problemas mucho más serios por la violencia, la hambruna, el maltrato y la falta de recursos. Muy a pesar de ser una de las tierras de mayores riquezas en el mundo. 89


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Poco a poco, no sin grandes riesgos, fui ayudando como pude a los que tenía cerca. Varias advertencias amenazantes me llegaron y de verdad me amedrentaron. Y tampoco podía hacer milagros. Mucho menos acabar con la guerra. Es que, además, un latino en otro lugar, luchando solo con las uñas, no es nadie. El padre Ramón, misionero de mayor rango y tiempo en el lugar, trataba de tranquilizarme, me decía que no era fácil cumplir con esta vocación; pero que algún día se verían los frutos mientras más personas como nosotros se sumaran a la causa. Había que colaborarle a Dios, me dijo mirando al cielo, cierta noche de generalizada oscuridad. Ofrecía a diario el servicio por el alma de las personas caídas y por los vivos que seguían sufriendo. En estas misas se experimentaba un sobrecogedor encuentro de culturas y religiones. Los asistentes permanecían escuchando en silencio alabanzas y oraciones, y al terminar, quienes lo desearan compartían ofrendas, cantos y rezos, acompañados por el toque del tambor, el grito y las palabras. Lo hacían con absoluta libertad. De hecho fue ahí donde aprendí algo de candomblé, vudú y santería. Una de esas noches, Hadji, uno de los evangeliza90


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dos, se me acercó y me dijo: –¿Usted cree que Dios lo salvará por estar aquí? –Sé que no. Pero quizá pueda redimir mis pecados y tal vez borrar lo malo que hice. –contesté después de mucho pensarlo. Él me miró fijamente desconfiando de mi respuesta, y me dijo con ojos rojos, con una sonrisa de oreja a oreja y un señalamiento que me encogió el alma: –Dios no es un señor como usted y los suyos intuyen. Está hoy aquí con nosotros. Observe bien y lo hallará. Nos cuida y nos protege día a día. Es fiel a su pueblo. No se esconde y no vive en un paraíso, ese es un mito. Reside en la tierra, y cuando puede, viaja recogiendo las oraciones de nuestros sufridos pueblos –contestó con esta larga reflexión. Hadji debía saber de lo que hablaba, pues era un anciano que había vivido demasiadas guerras y extraído aquel mineral tan benigno y a la vez maligno para la humanidad. Tenía 20 hijos, 10 nietos, 91


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15 sobrinos, y estaba próximo a ser bisabuelo. Un hombre de unos cien años que se alimentaba básicamente de maíz y berenjena. Y terminó diciendo con gran seguridad: –Y yo me llamo Israel –dijo enfático.

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C apí t u l o c uatro

EL MUNDO NECESITA DESTRUIRSE ¿Por qué todo el mundo insiste en que se debe comer sano si la mayoría asiste con frecuencia a puestos o restaurantes de comida chatarra? ¿Por qué las personas quieren hacer ejercicio y pocos van al gimnasio? ¿Por qué el estudiar se ha vuelto una opción no deseable y la mayoría prefiere la diversión? Y sobre todo, ¿por qué tantos han olvidado a Dios y solo se piensa en el dinero? ¿Estaré equivocado en mi manera de pensar o seré un obsesivo-compulsivo que critica demasiado la sociedad de hoy? ¿Será que me creo un santo cuando hablo de los pecados de los demás? ¿O un utópico enfermizo que sueña con países en paz, con mujeres y niños felices, sin avaros, maleantes, asesinos y no sé qué otros engendros? Sea lo que | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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fuere, desde hoy voy a comenzar en serio a cambiar el mundo. Pase lo que pase. Fui a la oficina, hablé con el jefe y renuncié. Recogí mis cosas y empecé a repartir unos volantes que había elaborado días atrás. Los entregué a mis compañeros, quienes, sorprendidos, ya me estaban mirando como un chiflado al que se le había ‘corrido la teja’. Me hicieron toda clase de bromas y burlas. La que más recuerdo, que si me la había fumado verde. No me importó, porque ahora yo voy a hablarles de cómo ser salvados. Los convidé a una charla. Algunos dijeron que asistirían, otros que no podían, y los restantes ni contestaron. También entregué volantes por el barrio, los pegué en los postes del alumbrado y al final los remití por correo electrónico. De cien volantes y algo más que distribuí, y los miles de correos electrónicos, no llegó nadie a la tal reunión. Carajo. Me sentí tan mal. Me reconocí tan solo y tan abandonado. Quise arrepentirme de lo que había hecho. Regresar a mi trabajo y rogarle al jefe para que me contratara de nuevo. Ya lo iba a hacer, cuando una voz interna, inicialmente poco perceptible, levantó el tono y me animó a proseguir con lo que ya me estaba pareciendo demasiado qui94


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jotesco. Entonces agarré el megáfono e hice rondas por el barrio diciendo: –No sigas siendo esclavo de lo material; sé feliz sin fritos, sin chicharrones, sin dinero. Solo piensa en Dios. Hubo quienes se asomaron y me abuchearon. Unos me lanzaron agua y hasta cierto tipo de líquidos pestilentes. No quisieron escucharme. Me sentí como Noé cuando el pueblo no creyó en la inundación que ya venía, con la diferencia de que aquí no se acabaría el mundo. No señor. Simplemente se trataba de mejorarlo un poquito; de olvidarse por un tiempo de la tecnología, del dinero por el dinero; de procurar estar más con la familia, de volver al campo y alimentarse sanamente. Mejor dicho, retornar a las raíces; a los momentos antes en los que Adán y Eva mordieran esa manzana. Claro, sin necesidad de llegar a desnudarnos ni vestirnos con la hoja de parra. Lo digo en sentido metafórico. Pero, pensando y pensando cómo hacer, recordé aquellas famosas historias de la Biblia, tales como las de David y Goliat, de José en Egipto, de Sodoma y Gomorra… que me reafirmaban la posibilidad de cambiar a la humanidad, de poder hacer 95


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nuevos a los hombres. Pero eso sí, como no cambiaran, carajo, me harían pensar en la necesidad de destruirlos, para luego encontrar un nuevo renacer. Allí fue cuando decidí iniciar otro plan que titulé: EL MUNDO NECESITA SER DESTRUIDO. Pero, esperen, entiéndanme bien, no las personas, sino lo malo que el hombre ha creado. Con la convicción de poder lograrlo tomé lo poco que tenía. Compré explosivos e inicié mi labor. Por las noches me acercaba a las fábricas de ropa, de calzado, de lana, a los textiles, y las hacía estallar. Eso sí, me aseguraba de que no hubiera alguien para no hacerle daño a ninguna persona; tampoco perros ni gatos callejeros. Luego seguí con los restaurantes, con los puestos de fritos… no dejaba existencias. Todo explotaba de lo lindo. Y la gente, extrañada por lo que estaba sucediendo, y porque la policía no tenía pistas de nada, y porque las cámaras de seguridad no registraban evento alguno, y porque todo fue muy bien ejecutado, sin dejar rastros de nada, comenzó a marcharse de la ciudad. Sin embargo, yo me comprometí a ir a otras ciudades y países a destruir lo que más pudiera. Finalicé en mi ciudad con los bancos, las estaciones de gasolina, los hospitales, las casas, los edificios, 96


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y por supuesto, con los lugares donde vendían computadores y celulares. Veía a las personas llorando, pero yo pensaba: luego entenderán por qué les ha sucedido tal desgracia. Además, para ser francos, se lo merecían. No me habían querido escuchar. Me gasté una plata en cien volantes y más, recorrí el barrio con un megáfono, envíe miles de e-mails… En otras ciudades veía lo mismo. Gente llora que llora, pero ansiando lo material en detrimento de la vida en familia. ¡Qué cosa! La policía dizque investigaba pero no daban conmigo. Fui muy hábil. Aprendí mucho en la televisión. Y quién iba a pensar que un hombre como yo, tan débil e indefenso en apariencia, haría todo eso. De todas formas, debía cuidarme, pues quizá podía haber dejado alguna pista en mi ciudad natal, los volantes, los correos, las rabietas que cogí en público porque no fue nadie a la reunión, mi odio manifiesto por los que venden fritos y celulares. Seguí haciendo mi obra. Tardé años en eso. Yo quemaba y explotaba y ellos a reconstruir. Entonces tenía que volver a quemar y estallar. Sus fábricas, acueductos, empresas eléctricas, aeropuertos, cen97


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tros comerciales, parques, avenidas… Un buen día regresé a lo que quedaba de mi ciudad y me encontré con una niña que me dijo: –Dios nos ha abandonado, no tengo casa, no tengo carro, no pude ir a la iglesia, ni al colegio, porque no tuve con qué; mi papá ya no trabaja, se la pasa llorando y llorando, extrañando lo que tenía. ¡Yo quiero mi mundo otra vez! –Este es el mundo hoy –le contesté. Pero ahora es natural. No necesitas trabajar para conseguir dinero porque no tienes en qué gastarlo. No se dispone de materia prima para cocinar, aunque la gente puede comer lo que los árboles y las hierbas ofrecen, lo auténtico; no tienen que robar, porque todos tendrán de dónde alimentarse; no hay por qué pelear, deben vivir en paz, y además... En ese momento, el enfermero me recordó que era la hora de mi inyección.

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C apí t u l o c i n c o

MARIANELLA ROSA: LA NIÑA SIN RECREO Había una vez una niña que veía a sus amiguitas divertirse en el recreo, mientras ella se quedaba en el salón, castigada porque su profesora se enojaba mucho cuando no quería escribir la lección en la libreta. La niña amaba los recreos, le gustaba jugar en el jardín y perseguir iguanas, palomas, y de vez en cuando a un chivo suelto que rondaba los patios de su institución; pero no podía hacerlo siempre porque cuando lo hacía la regañaban; su profe era muy estricta y no quería que los niños se ensuciaran las manos tocando esos animales sucios. Marianella sufría mucho cuando la reprendían. No solo por sus diabluras en el jardín, sino por su mal comportamiento en clases. Ella sabía que sus travesuras no eran tan malas, aunque tal vez sí lo eran | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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a esas horas. Pero es que no podía dejar de dibujar en ninguna clase. Era su más grande pecado. Sentía un fuego que la quemaba por dentro si no dibujaba. Por eso la mayoría de veces, cuando no podía, estaba como fuera de control, agresiva. En realidad, era una niña diferente. Su problema era pensar y actuar distinto. Todos lo sabían. Hasta ella misma reconocía que estaba obsesionada con la pintura, pues mientras las demás niñas hacían las actividades correspondientes, ella se la pasaba dibujando animales, granjas, jardines, flores, árboles, paisajes, y en general todo lo que veía o imaginaba; además, quería guardar tales imágenes para recordar de dónde las tomó cuando ya las fuentes originales no existieran. Un pensamiento que a las claras indicaba sentimientos nobles, pero que a la vez demostraba miedo; una impresión quizás obtenida de todos los desastres que a su corta edad había presenciado por televisión y que la afectaban de manera considerable: tsunamis, terremotos, incendios, revoluciones sangrientas, asesinatos, violaciones. A lo mejor por eso también creía que el mundo pronto iba a desaparecer, y en tal sentido nadie podía hacerla cambiar de opinión aunque le explica100


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ran que nada ni nadie podría acabar con la naturaleza, porque esta era inmensa, sabia e indestructible. Sin embargo, no desistía de sus creencias a pesar de los argumentos que le exponían: si se corta un árbol, se siembran otros, si muere un animal, otros vuelven a nacer. Ni la profesora ni sus padres entendían sus ideas y no sabían qué hacer. La llevaron a diez psicólogos distintos y ninguno lograba hacerla cambiar de opinión, a pesar de explicarle que si esas terribles situaciones habían pasado, nadie podía hacer nada para detenerlas o sacarlas del pasado; pero sí contribuir y ayudar a las especies en vías de extinción y demás problemas de la naturaleza. Le recomendaron que mejor protegiera a sus animales y plantas, y listo. Pero nada daba resultado. Fueron entonces a otros psicólogos, psiquiatras, terapeutas, médicos, consejeros, asesores y demás especialistas, quienes coincidían en que la niña se encontraba traumatizada y que lo único que se podía hacer era dejarla que siguiera pintando. Sus compañeritas se reían y la señalaban, le hacían morisquetas y hablaban mal de ella por su forma de ser. Marianella, en cambio, les sonreía y no les prestaba atención. Era tan buena, pero muy bue101


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na. Cuando las veía venir, les regalaba su merienda para poder seguir pintando. Por eso y por todo lo demás la identificaban como niña rara. Ninguno la apoyaba. Pero ¿qué tenía de malo querer pintar?, se preguntaba a sus siete años de edad. Su mamá y su papá decidieron no comprarle más colores, ni libretas, ni marcadores, ni crayones, y los que tenía se los guardaron bajo llave para que no pudiera usarlos. Solo se los devolverían cuando mejorara sus notas y escribiera las lecciones. Al ver esto, se volvió más obediente y copiaba todo lo que daban en sus cuadernos, salía al recreo y miraba con tristeza cada árbol, cada hoja y cada flor, aunque sin jugar con las otras niñas. Había cambiado su actitud, sí, pero se le veía triste todo el tiempo; se volvió la mejor alumna e hizo lo que sus padres deseaban. Solo que ellos no cumplieron con su promesa de devolverle sus colores. Esperaban que el cambio fuese definitivo. Por tal razón le tocaba tomar sin permiso y subrepticiamente los de sus compañeras, quienes pensaban que los habían perdido y armaban un alboroto en el salón. Y con ellos pintaba a escondidas de sus padres y de los profesores. La niña soñaba a diario con ser una pintora famosa y así salvar al mundo. Por eso quería hacer un curso. Le rogó y le rogó 102


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a sus papás, quienes no cedieron y se negaron de manera rotunda. El tiempo fue pasando y Marianella terminó olvidándose de su sueño de pintar. No lo siguió haciendo, pues recordaba los tiempos del castigo y lloraba a escondidas con dolor. Un buen día sacó sus pinturas de donde las tenía ocultas y vio algo extraño. Los dibujos que había guardado también en su memoria, y que luego había pintado a escondidas, tenían manchas negras en el centro. No entendía. ¿Qué había pasado? Pensó que alguien se los había dañado. Pero ¿quién?, si los tenía bien ocultos como su mayor tesoro. Pero decidió no seguir pensando en el responsable y los guardó de nuevo. Cierto día una lluvia muy fuerte cayó sobre el pueblo e inundó las casas. Los jardines de la escuela se dañaron, varias de sus compañeras se quedaron sin casa, en tanto que los animales flotaban en el agua y algunos se ahogaban; su vivienda también se había mojado y por supuesto sus cuadros también; alcanzó a secarlos y cuando los reparó estaban intactos. En ese instante vino a su memoria una oración que su mamá le enseñó: “Madre mía y de mis hermanos, cuida a tu pueblo y a la tierra mía, que yo cuidaré de ellos también”. Al mirar hacia todas 103


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partes se sorprendió con la destrucción y recordó lo que le preocupaba y que nadie le prestó atención; pero también entendió lo que debía hacer: buscó nuevos materiales y en medio de la lluvia comenzó a pintar y a cada cuadro nuevo le escribió la oración. Luego fue de casa en casa distribuyéndolos. Al leer el mensaje la gente lloraba. La última casa que visitó fue la de su profe, la regañona, la que no la dejaba pintar, la que la dejaba sin recreo, la que no la entendía, y ella, arrepentida al ver que uno de los dibujos era igual al jardín de la escuela, con las iguanas y las palomas y los chivos… y la seño, enseñándole a sus estudiantes. Lloró y lloró con Marianella y le pidió perdón. Luego, juntas rezaron la oración y fueron a ayudar a los demás. La profesora le dijo: “Nunca más regañaré a un niño ni destruiré sus sueños. Seré mejor maestra y estaré muy pendiente de la naturaleza”. Las dos se abrazaron y fueron a buscar a sus padres, quienes también le pidieron disculpas y comenzaron a sembrar árboles y a reconstruir el pueblo inundado. Se volvieron protectores de las plantas y de los animales, y así ayudaron a cuidar la naturaleza y a preparar, entre todos, la futura salvación del mundo.

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Tercera Parte CuĂĄn difĂ­cil es salvar al mund o





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C apí t u l o u n o

ANÓMALO Y ABERRANTE Reiteradas veces había visto en películas el caso de un padre muy ocupado o al que por otras tantas razones olvidaba ir a ver a su hijo jugar el gran partido de su escuela. O simplemente llegaba muy tarde a ese trascendental momento. En la mente tenía enquistado el rostro triste del niño esperando turno para batear por primera vez y mirar insistente hacia las tribunas para ver si su padre había llegado. Al final, él nunca aparecía. O solo cuando el juego hacía rato había terminado y ya se encontraban vacías las tribunas escolares. Entonces el niño lo reparaba con tristeza y reconvención –o no lo miraba– mientras recogía sus cosas e iba con su madre, quien tomaba su mano y lo conducía a la salida sin mirar hacia atrás. El padre quedaba petrificado, como pensando: “Ahora sí la embarré”. | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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Pero esta es una realidad gringa. Para Mateo Escorcia Bejarano, de unos 14 años, hijo de madre tolimense con padre nacido a las orillas del río Sinú, el asunto no era en primer lugar de béisbol sino de fútbol. Y por supuesto, él no esperaba turno al bate porque jugaba la posición de arquero y entre otras cosas lo hacía bastante bien. Y en segundo término, para nada quería Mateo que su padre lo fuera a ver jugar. Por las mañanas, al levantarse, si bien lo animaba la proximidad del partido y el aroma del césped de la cancha revuelto con arena mojada, se le clavaba de inmediato en los pensamientos la voz de su padre alrededor de la cancha gritándole: “¡Bótenlo, sáquenlo, es una ‘maleta’, no sirve para nada, métanle más goles!”. Sí. Todo lo contrario a la realidad gringa. El padre, Edilberto Escorcia Collazos, se las ingeniaba para saber el día y la hora en que jugaba Mateo para presentarse. Por su parte, el joven hacía todo lo posible para asistir sin que aquel lo supiera. El día anterior llevaba su uniforme y demás implementos deportivos donde su amigo Jacinto Albornoz Valentierra, quien vivía a dos cuadras de su casa, para que se las guardara y entregara en la mañana del partido. Jacinto lo esperaba para cambiarse al mismo tiempo, e irse juntos a la cancha del colegio. Se masa110


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jeaban con linimento, se colocaban las vendas, las medias, las tobilleras, las pantalonetas, los tacos y no se diga más… En la calle avanzaban raudos picando el balón entre ellos y brotándoles por cada centímetro de piel una emoción sui géneris. Previamente Mateo salía de su casa vestido como si fuera para misa con una Biblia bajo el brazo y entonando canciones religiosas para que lo escuchara su familia. La abuela –ya con Alzhaimer–, cantaba a la par y botaba una que otra lágrima al brillarle de repente su memoria de trabajo de largo plazo. La madre, a su vez, le colaboraba al chico en la mentira: “Me guardas puesto que voy’orita”. A él le daba rabia esa pantomima, porque ya se estaba pareciendo a los hijos del vecino de los Simpson. Pero en fin, para Mateo el fútbol era más que una religión. Su ídolo era Casillas y juraba que estaría en las inferiores del Real y le atajaría pénales al propio Messi –rogándole a Dios que este no fuera tan viejo para entonces–. Pero nada. No podía escabullírsele al padre. Y ahí estaba el hombre otra vez: –“¡Bótenlo, sáquenlo, es una maleta, no sirve para nada, métanle más goles!”. Qué extraño caso. “Totalmente anómalo y aberran111


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te”, concluyeron las psicopedagogas escolares al saber de tan horripilante situación. Ellas no sabían nada de fútbol y no les interesaba. Pero cierta vez se les dio por ir a las canchas para incursionar en otros ámbitos socio-escolares –tal como se los había recomendado la Secretaría de Educación en un seminario-taller realizado en Tubará–. Pudieron entonces contemplar la figura calva, desgarbada, ojos saltones, increpando al joven arquero. De inmediato no lo captaron bien. Pensaron que se trataba de un chiste, porque otros le festejaban a Edilberto. Luego supusieron una táctica para disminuir a los contrarios y hasta lo creyeron verídico, totalmente válido, porque al dejarse meter un gol Mateo, el calvo desgarbado brincó y festejó hasta más no decir. Pero al saber la verdad pusieron el grito en el cielo raso. Estas señoras acostumbraban a no molestar a las directivas con eventos tétricos. Pregonaban valerse por sí mismas y decidieron abordar al padre de familia gritón que fastidiaba a su hijo en vez de respaldarlo. Lo citaron a varias reuniones. Faltó a las tres primeras alegando ocupaciones. A la cuarta le dieron un ultimátum vía mensaje: “O viene o vamos a su casa”. Y le tocó, porque no quería que 112


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los del colegio se enteraran de sus intimidades familiares en su propia vivienda. “Voy”, les contestó por mensajes. Y además, debió seguir asistiendo a otras entrevistas. Anexando otros datos, las psicopedagogas fueron conociendo más y más el fenómeno e interpretando conductas, actitudes, pensamientos y resentimientos. Al final, configuraron el perfil y he aquí el informe puntual que presentaron: “Edilberto Escorcia es una persona extremadamente negativa, caprichosa y envidiosa; casi un ogro y dizque contador. Habla mal de todo el mundo y con su lengua mata como si fueran balas. Le pega a la mujer, a la hermana, a la tía y a la mamá. Visita a la bruja que llaman Caratapá; usa aseguranzas, el niño en cruz y otras perlas negras. Difama en público con voz gruesa, contundente, definitiva y cuando alguien se enferma dice: huele a formol. No quiere a nadie y nadie lo quiere a él, los vecinos lo llaman el sindicalista, judas, parlante; cierta vez hizo un autorrobo. Envenena a sus jefes contra sus compañeros diciendo de ellos que hay que ponerles un motor para que anden. Cuando niño fue sometido a matoneo”. Definitivamente, esto no podía ser conocido por la prensa. Hubo debate a puerta cerrada sobre si lo más 113


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conveniente para Edilberto sería la silla eléctrica en Estados Unidos previa extradición. En últimas concluyeron que era mejor una labor pedagógica. Ordenaron a las psicopedagogas desarrollar una estrategia efectiva. Ellas abordaron el tema con pasión y decidieron obligarlo a que integrara un equipo de padres de familia del colegio. Lo colocaron como arquero y al debutar llamaron a Mateo para que se las desquitara con un megáfono gritando: “¡Bótenlo, sáquenlo, es una maleta, no sirve para nada, métanle más goles!”. Y los de alrededor festejaban. A los 34 goles Edilberto se quitó el buzo con rabia y le corrió la madre al árbitro para que lo expulsara. Por el contrario, este le prohibió salir del campo o lo irían a visitar las psicopedagogas a su casa. Y le tocó quedarse hasta recibir 11 goles más. Todo un antirrécord. Sí. Una tortura que debió soportar todos los fines de semana, pues ya le gritaban: –¡Bótenlo, sáquenlo!, ¡es una maleta, no sirve para nada!, ¡métanle más goles!

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C apí t u l o d os

LA ANGUSTIA DEL MUNDO Dionisio Contreras no podía creer que en su propio barrio, el que antes era tranquilo, pacífico, cordial, se suscitaran ahora unas batallas campales entre pandillas, y que no solo utilizaran armas blancas sino también de las otras. Todos los fines de semana sucedía lo mismo, y los vecinos de bien tenían que esconderse en sus casas para no ser objeto de una bala perdida o de un machetazo. Sábados, domingos y días de fiesta eran una tortura. La policía ni siquiera ingresaba al barrio porque la recibían a piedras, palos, botellas y fuego. Aparte, los días normales había que entrar y salir de la vivienda con los ojos bien abiertos porque los pandilleros estaban al acecho para ver quién se dejaba atracar o quién cruzaba la línea imaginaria que dividía los cinco sectores de cada pandilla. El que lo hicie| Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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ra, es decir, que cruzara, no importa si no se daba cuenta, era de inmediato atacado y a veces ajusticiado. Y por supuesto, había consumo de drogas y el microtráfico funcionaba a las mil maravillas. Un buen día en el cielo se vio una avioneta que parecía venir dando tumbos y con un sonido extraño. En ese momento se estaba dando una de las acostumbradas batallas entre las cinco pandillas. Al sentir el anormal ruido del aparato, se suspendió por obligación la refriega, pues daba la impresión de que iba a caer sobre ellos. Cada quien buscó un lugar seguro para resguardarse, y apenas lo alcanzaron, la avioneta se estrelló plena contra una residencia de dos pisos y hubo una explosión. Se escucharon gritos por todas partes y de inmediato, como una especie de milagro, todos los pandilleros, sin distingos, saltaron hacia el lugar de las llamaradas. Los vecinos salieron con mangueras y baldes de agua para intentar apagar el fuego. Un pandillero llamado Tomás Martínez, alias ‘Caborraspao’, se las dio de valiente y como pudo, colocándose una sábana encima, ingresó raudo por una especie de pasadizo que hacían las llamas. Varios vecinos apuntaron hacia ese sitio sus mangueras, entendiendo que se trataba de una valiente y noble acción de salvamento. 116


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Al poco rato se le vio regresar por donde ingresó, con dos niños encima y diciendo que había dos adultos allá. Ramiro Romaña, alias ‘Cangrejopelao’, repitió el ingreso por el mismo sendero de su antecesor, ambos de pandillas diferentes, mientras que el agua de las mangueras y los baldes seguía cayendo y el fuego parecía retroceder; en tanto una fuerte nube de humo negro iba emergiendo con alguna lentitud hacia el cielo. En un instante emergió ‘Cangrejopelao’ arrastrando con pesadez al que debía ser el piloto, y a una mujer que a lo mejor era la madre de los niños, que habían sido colocados en una camioneta del vecino Jacinto Pérez Prada. Los dos adultos más tarde. Los cuatro se quejaban pero estaban vivos y conscientes. El vehículo salió raudo hacia el hospital más cercano, rogando el conductor y su acompañante que no se les fuese a negar la atención si acaso los heridos no tenían al día la EPS o eran pertenecientes a otra unidad médica más lejana. Una vez apagado por completo el fuego y que una multitud de curiosos llegó, así como la prensa hablada, escrita y televisiva, las redes y algunos agentes de seguridad, y de hacerse las correspondientes entrevistas y de preguntarle al uno y al otro, y de difundirse reiteradas veces un videoaficionado que 117


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daba cuenta de la caída de la avioneta y de la explosión, todos se percataron de algo realmente sorpresivo. Quienes custodiaban la aeronave no eran Policías. ¿No? No señor. Quienes lo hacían eran los propios pandilleros. ¡¿Qué?! Sí. Rodeaban el aparato y el sitio del siniestro en actitud defensiva. Los agentes no hicieron mayor cosa a la espera de que se desalojara el sitio por motivo de la lluvia que ya se avecinaba y de las instrucciones de su comandante. De hecho era la primera vez en mucho tiempo que agentes de la fuerza pública entraban en ese barrio. Y estaban como asustados. Los pandilleros, mal contados, eran como trescientos. Y ellos apenas seis. Así que pisaban con mucho cuidado y hasta hubieran preferido hacerse invisibles, pues era evidente que esos 300 los observaban con detenimiento. Hasta daba la impresión de estar aguardando una orden entre ellos para dispararles. Antuán Catracho Benavides, el más joven de los agentes, sudaba copiosamente. De repente, al comenzar la caída de las gotas un tanto lentas, pero generando de todas formas una especie de estampida buscando protección –incluyendo los agentes–, uno de los pandilleros se acercó al grupo que se quedó desafiando la lluvia. Es solo un chaparrón, dijo alguno, más interesado en 118


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lo que iba a decir el hombre, quien con alguna prudencia pero con firmeza en sus actos, tomó el micrófono de uno de los periodistas y dirigiendo una mirada de amenaza a las cámaras, dijo: “Hemos colaborado en el rescate de las personas que cayeron aquí en este lamentable accidente y esperamos que se recuperen pronto, en especial los niños. Demostramos con hechos y no con palabras que tenemos nobleza en nuestros corazones. Pero también tenemos reglas en este barrio. Los restos de la avioneta los inspeccionaremos nosotros primero, pues cayó en un sitio delimitado por varias líneas imaginarias. Debemos ponernos de acuerdo entre las cinco organizaciones para determinar cómo vamos a distribuir los restos de este aparato y su contenido. Si hay documentos personales, los devolveremos a los propietarios o a sus familiares. Lo demás, será nuestro. Y ahora, si nos perdonan, tenemos trabajo por delante. Les agradeceremos vayan abandonando este lugar lo más rápido que puedan, pues por lo general, antes de tomar decisiones de distribución nos divertimos jugando a la guerra. Muy agradecidos por su asistencia y por favor, ¡corran!”. Y de inmediato se escucharon ráfagas al aire. 119


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Más tardó el vocero en decirlo que en hacerlo los invitados. Los agentes de policía iban primero, porque, entre otras cosas, a renglón seguido de las ráfagas volaron piedras, palos, sillas, botes de basura, mesas, postes, balas, mientras, entre los pandilleros se gritaban unos a otros, se ultrajaban de palabra y forzaban confrontaciones físicas. Los que se habían guarecido de las gotas iniciales salieron de donde estaban y fueron engrosando el pelotón de escape. Un rayo se dejó sentir y ayudó a impulsar de mejor manera la estampida. Y cuentan los que allí estuvieron esa tarde, que juraron por todos los santos y hasta por las ánimas del purgatorio, que no volverían jamás a ese barrio. Ni porque cayera en él un transbordador espacial.

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C apí t u l o t re s

EL PLAN DE DESARROLLO Al verlo llegar en esas condiciones tan deplorables, se entristecieron, y entendieron a plenitud y en un único instante el karma de su soledad. Sintieron vergüenza por haber sido tan egoístas con un hombre que hasta los había considerado para integrar su gabinete. Y en un segundo olvidaron lo que le iban a reclamar; aquello por lo que tanto habían discutido para echárselo en el rostro apenas llegara. Por la ventana lo observaron caminar con inusitada lentitud, como pidiéndole permiso un pie al otro para poder avanzar. Se miraron las caras, se frotaron las narices, menearon sus colas, y entonces supieron que era imprescindible acordar cosas entre ellos, de pactar, de disponerse uno para todos y todos para uno; de apartar viejas rencillas y, | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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sobre todo, de dejar ese hábito tan reprochable y desagradable a la vista de los humanos: olerse el trasero. Sí. Se trataba de hacer un gran sacrificio para acompañarle en su heroica batalla por intentar salvar al mundo... ¡Y lo harían! Cada quien estampó su huella digital de la pata trasera derecha sobre una pared de color beige, previa untada de betún negro, y juraron y perjuraron dar hasta la última gota de sudor por ese hombre tan importante en sus vidas. Luna, la veterana, quiso contarles algunas anécdotas de su interacción con él, pero los restantes la pararon en seco. –¡Ahora no! –dijo Brisa con su acostumbrado aire ambiental. –No es el momento –comentaron a la par Abraham y Moisés. –Más bien debatamos rápidamente cuál va a ser nuestra actitud de hoy en adelante –comentó Humberto de forma algo prosopopéyica. –Bien –dijo Blue cerrando de modo temporal ese momento tan sentido y hasta ceremonioso. 122


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–Bueno, manos a la obra –expresó Brisa–. Vamos a hacer un plan de desarrollo de rapidez, antes de que él llegue a la puerta. De inmediato encendieron el computador. Fueron puntualizando los aspectos más sensibles de la ciudad a manera de diagnóstico. Las problemáticas más severas. La inseguridad, la electricidad, la intolerancia, los feminicidios, los arroyos, el Junior… Humberto tecleaba a cuatro patas y con una velocidad estupenda. Abraham y Moisés le corregían la ortografía. Y desde su celular, Blue le remitía gráficas e imágenes pertinentes bajadas de Internet. También incluyeron unos videos alusivos a la ciudad. Luego abordaron las soluciones. Fueron 54 en total las que inventariaron. Pepe ya estaba a dos pasos de la puerta y a ellos les correspondía imprimir. –¡Rápido! –dijo Luna. Y menos mal que había papel de sobra. Al ingresar y saludar como por obligación, el señor doctor don Pepe vio sobre su escritorio un cartapacio con hojas Xerox relucientes que daban ganas de leer de inmediato. Pero él venía fatigado, malogrado y hasta de muy mal genio. Fue directo a su 123


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habitación y se tiró de bruces en la cama. Los canes se miraron como diciendo, ¿y ahora qué hacemos? Brisa le hizo una seña a Luna y esta fue corriendo a atenderlo enseguida. El hombre se había quedado profundo así como había llegado. Luna le quitó la camisa empapada que traía, los zapatos inundados, las medias enchumbadas y el pantalón húmedo. Quedó en camisilla y calzoncillos y no se atrevió a quitarle más. Era muy respetuosa. Por su parte, Abraham, encaramado sobre Moisés, encendió la calefacción para que se le fuera secando lo que le había quedado puesto. Él ya roncaba. –¡Qué cosa! Este tipo cómo quiere ser alcalde así como está. ¡Carajo! Vamos a ser el hazmerreír de la ciudad, el departamento, la nación y el mundo –parecieron decir y coincidir todos. Pero también decidieron todos, en esta ocasión de forma verbal y expresa, que mañana por la mañana, luego del desenguayabe –que ojalá no le diera muy fuerte–, lo iban a poner en su sitio. Sí señor. A que leyera en detalle el plan de desarrollo que le habían redactado con tanto esfuerzo y hasta poniendo al límite la materia gris de cada quien. De lo contrario, le renunciarían en pleno a su ofrecimiento del 124


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gabinete. Incluso por escrito para que quedara evidencia y constancia. Se acurrucaron en el piso en torno a la cama del señor doctor don Pepe, allí se acomodaron, bostezaron, se dijeron buenas noches y a dormir se dijo, porque mañana les esperaba, en definitiva, un día bastante complicado. De repente, Brisa abrió los ojos, levantó la cabeza y dijo: –¿Apagaron el computador?

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C apí t u l o c uatro

DESEANDO ESTUDIAR Veía a los niños que iban al colegio y yo también quería ir. Ellos se iban contentos y regresaban igual. “Todavía eres muy chiquito”, me decían cuando los miraba partir. “El otro año cuando crezcas”. Pretendían tranquilizarme. Pero yo quería ir rápido, ya, mañana al menos; levantarme bien temprano y al mismo tiempo con los otros, bañarme, cambiarme, agarrar los cuadernos, los lápices, los maletines, cargar la merienda... No me imaginaba en qué momento o cuándo se la comían en el colegio, si se les caían los frascos, las loncheras, si se les derramaban los jugos que sus mamás les preparaban la noche anterior, si compartían entre todos las meriendas, si dejaban algo para las profesoras… | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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¡Cómo quería verlos haciendo todo eso! Luego, el recreo. Suena la campana y se arma un alboroto, una gritería. Las profesoras los cuidan de cerca para que no se caigan o se golpeen, pero mis hermanos dicen que siempre hay uno que se les escapa a la mirada de aquellas y tira un golpe o una patada o le hala el pelo al que está descuidado; o el que se come la merienda del compañero y lo deja sin nada. Y hasta una niñita de cabello amarillo que dizque anda mordiendo y escupiendo a los demás. ¡Qué bueno! Y entonces a berrear se dijo y a acusarlos con la maestra, diciendo los acusados que ellos no fueron, que fue sin culpa, sin querer queriendo, y a llorar estos también para disimular. Pero las maestras siempre, con gran paciencia, terminan calmando las cosas. Finaliza el recreo y de nuevo al salón; a cantar, a pintar, a bailar, a contar los números… Y cuando ya se aburren todos… ¡Hasta mañana niños! Llegan las madres una por una a recogerlos. Los miran por todos lados para ver si les pegaron, si se cayeron, si les rompieron o les mancharon el uniforme, si tienen todos los cuadernos y lápices… Y a preguntarles... 128


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“¿Que cómo se portaron hoy? ¡Estupendamente!”, le dice la maestra directora a mi mamá. Yo sé que no fue así porque los oí hablar y sé lo que pasó. Las maldades que hicieron ellos y las que se dejaron hacer. Creen que no los entiendo cuando hablan de eso. ¿Cómo no voy a entenderlos si sus cuadernos los reviso al detalle cuando están descuidados jugando afuera o han salido a la tienda? “¡Déjame mis cuadernos!”, me dice Rosalía gritando al darse cuenta. Trato de decirle que yo también estoy estudiando. “¡No te los comas!”, me grita ella y al mismo tiempo mi mamá corre a sacarme de la boca unas páginas que me gustaron porque tenían unos dibujos chistositos y además un dulce sabor a mermelada, de la merienda. Y puesto que yo sé berrear también y más que los otros –en eso soy todo un experto–, me defiendo a mi manera y hago que Rosalía y mi mamá se arrepientan enseguida de gritarme y empujarme y meterme los dedos en la boca. “Lo que pasa es que a él le va a gustar el estudio”. Dice una de ellas o uno de mis hermanos y tíos que han venido a ver el espectáculo y de pronto a defenderme. “Seguro será abogado, médico o ingeniero”, dicen entre risas y miradas de compasión. Y yo no sé cómo decirles que no quiero ser nada de eso por ahora sino solo ir al colegio con Rosalía y 129


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Heriberto y los otros del barrio. Escuchar de cerca la campana del recreo y el alboroto y las patadas y los regaños. Agarrar mis cuadernos y lápices y maletines desde bien temprano y salir caminando como lo hacen ellos, no esperar al año entrante… y esas meriendas que se ven tan sabrosas… No sé cómo hacen para no comérselas apenas llegan al colegio. ¿Será que se las quitan y guardan las maestras hasta que venga el recreo? Yo no esperaría tanto. Estaría todo el tiempo esperando comerme mi merienda. Y me pondría a berrear bien fuerte por si acaso. ¡Y ojo! Si veo a alguna de las maestras comiéndose mi merienda, ¡la acuso con mi mamá cuando llegue por mí a recogerme! Claro, primero tengo que aprender a hablar. Ese es mi gran problema. Falta de comunicación. “Ya hablará perfectamente cuando vaya al colegio”, le dice mi madre a mi abuela y ella parece estar de acuerdo. Muy tarde, pienso yo. Debo aprender a hablar lo antes posible, porque para el año entrante hace falta mucho tiempo. “¡Quiero ir al colegio también!”, grito, pero no me entienden y creen que tengo hambre o sueño o que me picó un animal. Corren a revisarme por todas partes. Me colocan boca abajo, me quitan el pañal –¡qué pena!–, no encuentran nada. Y nuevamente vestido y de frente, 130


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miro con atención los cuadernos que Rosalía tiene en la mano y señalándolos doy una orden para que me los pasen. “Ay miren cómo llama a Rosalía”. Esta se me acerca sonriente dejando primero los cuadernos en la mesa y ahí sí que me pongo a berrear como un condenado. “¡Caramba! ¡Qué pulmones tiene este niño! Será locutor”. Me están gozando de lo lindo y yo me desespero como nunca. No entienden la necesidad que tienen los niños de hoy en día de ir al colegio lo más rápido posible; no importa que usemos todavía pañales y estemos pegados al tetero. Al fin y al cabo, el estudio es también una urgencia para nosotros los de cuna. (Tal vez me dejen ir mañana bien temprano. Amanecerá y veremos.)

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C apí t u l o c i n c o

EDELMIRA, UNA LOCA CUERDA La tarde estaba lluviosa. Caían los chorros de agua por la canaleta del patio e iban a descansar sobre el techo del apartamento donde vivía una mujer joven, pero sola. Era una vivienda tipo estudio para una persona, situada en el interior de una casa de familia muy respetada del barrio Porvenir que tenían para arrendar. Contaba con un cuarto, una pequeña sala, cocina y baño. El patio, por lo extenso, era compartido por la dueña de la casa y su inquilina para colgar la ropa y a veces hacer uno que otro asado en ocasiones especiales. Edelmira era una mujer de cuerpo muy atractivo y senos bien puestos, trabajaba como visitadora médica en unos laboratorios de renombre en la ciudad (al menos eso decía ella), pero también compartía | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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esa labor con la venta por catálogo de productos de belleza. No la visitaban casi sus familiares porque desde cuando se separó de su marido vivió independiente de todos. De vez en cuando la visitaba un primo joven que era también quien le hacía algunas diligencias como pagar servicios especiales o llevar los productos donde sus clientas. Por las noches, cuando su primo llegaba tarde, se quedaba a dormir en la sala porque vivía muy lejos para irse a esa hora. Edelmira era una mujer de carácter simpático, de una coquetería innata, tanto lo era que a veces se pasaba en halagos hacia las personas que la rodeaban; trataba siempre de ganarse la simpatía de los demás aunque no siempre era así. Su manera de ser empalagosa no agradaba a todo el que la conocía. En cuanto al trato que tenía con la dueña de la casa, no era el mejor que se dijera porque esta, de carácter firme, rehuía los halagos zalameros y la hipocresía; no permitía que se sobrepasara en confianzas y, sobre todo, le desagradaba cuando se atrasaba en el pago del arriendo. Su hija Esther era quien se encargaba de cobrarle, pero cada mes salía con excusas diferentes: la poca venta, las pocas comisiones, el atraso en su sueldo, en fin, eran circunstancias que 134


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no le agradaban a la dueña de la casa ni a Esther tampoco pues ya era seguido tanto inconveniente. Con la persona que mejor se llevaba Edelmira en amistad era con la muchacha del servicio de la casa, con ella sí, hasta hacía que la joven sacara a escondidas comida para darle a ella y a su primo cuando se quedaba a dormir en el pequeño apartamento tipo estudio. Cualquier día Esther, hija de la dueña, se dio cuenta de esos desmanes que hacía la muchacha del servicio y le llamó la atención. Desde ese día no sacó más comida a escondidas para darle a Edelmira, la inquilina. Pero la amistad cerrada continuaba y siempre en sus horas de descanso se iba para donde ella y allí charlaban; chismes iban y chismes venían, aunque no se le podía prohibir que lo hiciera con quien quisiera después de que no perjudicara en nada a la familia. Pero cierto día sucedió algo extraño. Ya Edelmira debía cuatro meses de arriendo y no se le veían intenciones de pagar a pesar de los seguidos cobros que le hacían. Por tal motivo Esther le habló directo y firme diciéndole que tenía que mudarse porque así no les convenía el negocio del arriendo a sus 135


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padres. La inquilina se enojó e insultó a la hija de la señora, pero Esther no le respondió a sus insultos. Solo le dio la espalda y entró a su casa, gesto que molestó mucho a Edelmira porque la había dejado como un zapato. De pronto, al día siguiente, a eso de las 5:00 de la mañana Edelmira se despertó, abrió la puerta del apartamento y gritó diciendo que le habían robado y volado la cerradura de la puerta de entrada. En efecto, todos en la casa salieron a ver lo que sucedía. En el piso de la pequeña terraza que tenía el apartamento se veía ropa y prendas tiradas, y en el patio de la casa contigua también encontraron otros enseres tirados, abanico y licuadora. Fue una rara sensación aquella porque entonces se escuchaba la voz de la inquilina gritando a voz en cuello: “¡Me robaron!”, “¡Me robaron!”, “¡Y quien me robó fue Catalina, la muchacha del servicio, sé que fue ella. Además, tenía un dinero guardado en esta cajita y ya no está, desapareció, lo mismo que unas joyas!”. La hija de la dueña, que no era ninguna boba, salió al frente y le dijo que nadie tocara nada, que ella no creía que la muchacha de su casa hubiese robado algo, menos siendo su amiga. Enseguida llamó por teléfono a la policía del cuadrante para que vieran 136


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el desorden y cómo había quedado todo y lo que estaba sucediendo. A los cinco minutos llegó la policía, tomaron las huellas a Catalina y, en efecto, coincidían con las que aparecían en la puerta y en algunas prendas. Pero la situación se aclaró frente a la policía, porque al encontrar que eran las huellas de la muchacha, Esther le dijo a los agentes del cuadrante que entonces tendrían que llevársela presa por ladrona; ante eso, la muchacha se puso nerviosa y llorando declaró toda la verdad. No pensó que las cosas iban a tomar ese rumbo ni que su patrona llamaría a la policía. Catalina declaró que su amiga Edelmira le había dicho que se levantara tempranito y entre las dos hicieran ese desorden o esa pantomima de tirar afuera cuanta cosa pudieran para hacer creer que había sido ella. La recompensa o premio para Catalina por la ayuda a Edelmira iba a ser la entrega de cien mil pesos. La hija de la dueña aprovechó que estaba presente la policía e hizo que se mudara enseguida de su casa, sin que le pagaran ningún arriendo de los que le debían. Ante los agentes de policía ya no podía negarse. Todo había sido una treta de Edelmira para no tener que pagar los cuatro meses de 137


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arriendo que adeudaba. Además, la muchacha del servicio, Catalina, se había confabulado con ella para hacer aparecer que fue quien hizo el robo y así los dueños de la casa con lo correctos que eran, se vieran obligados a pagarle por un dinero que nunca existió, más supuestos daños y perjuicios. Ese mismo día salió la mudanza con Edelmira mientras la policía veía su retiro y que recogiera todas sus prendas y pocos enseres que tenía. Al igual, la muchacha del servicio también fue despedida por la hija de la dueña por alcahuete de Edelmira. Al final, se supo también que el tal primo no lo era sino un amante que se hacía pasar por familiar para poder quedarse a dormir con ella, además de que era un jovencito comparado con la edad mayor de Edelmira. Esa fue Edelmira, una loca cuerda que sabía muy bien lo que hacía en su mente descabellada tramando ideas, pero que a la larga le salió el tiro por la culata al ser sacada a la fuerza por mala paga, embrolladora y mentirosa, además de casquivana.

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C apí t u l o se i s

EL SECRETO DEL UNIVERSO Soy Mattías David y tengo diez años. Hoy quiero hablarles del lugar en el que vivo porque en él soy muy feliz, soy parte del universo. Desde la estrella que llamamos Sol, mi mundo es el tercero de los ocho que integran este sistema planetario ubicado a 28 mil años luz del centro de la Vía Láctea. Su nombre es Tierra y en este mágico cuerpo celeste no todos son felices a pesar de que hay grandes campos de plantas, inmensos árboles con flores y frutas que nos permiten respirar. Existen diferencias entre los habitantes que provocan infinidad de problemas. Lamentablemente no valoramos que tenemos una gran diversidad de especies. Los animales ahora están en vía de extinción; por otro lado, las personas poseemos características muy opuestas y a veces nos peleamos, provocando conflictos | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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y guerras sin cesar. Muchas cosas han pasado a lo largo de la historia, pero yo deseo con todo el corazón que mi hogar sea placentero y dejen de suceder tantas cosas malas. Estoy muy asustado por lo que oigo en las noticias. Unas personas se matan entre sí, otras roban y secuestran, y ahora eso ya me parece hasta normal. Pero hay algo aún peor y que no alcanzo a entender: todos los días escucho que hubo un terremoto, un deslizamiento de tierra, un huracán, un tornado, una inundación por las fuertes lluvias y otros fenómenos físicos que me tienen confundido. Estoy contento con lo que tengo a pesar de ser uno de los damnificados por uno de esos desastres naturales. Ya no tengo mi casa porque se cayó en lo que dicen fue un vendaval. Me encuentro en un albergue con mi familia y muchas más. Sé que todo va a volver a ser como antes y me pregunto qué podré hacer para ayudar a la naturaleza y a las personas en general. ******* Ahora ya han pasado varios años desde que ocurrió el vendaval. Pudimos salir adelante y recuperar 140


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nuestras pertenencias. Ya soy todo un profesional y no he olvidado mis sueños de niño, porque los problemas con la naturaleza y las personas han seguido. He observado muchas muertes absurdas y no quiero que sigan ocurriendo. Cada día el planeta está peor, ya no hay casi agua, el Sol no llega todos los días y reina la oscuridad. Soy astronauta y científico. Estoy buscando en lo más profundo del universo la solución a este peligro inminente en el que estamos todos, pues en cualquier momento puede presentarse un desenlace fatal. Sabemos que nos queda poco tiempo y deseamos salvar nuestro hogar. En una exploración en Saturno, buscando agua, comida, luz solar y alguien que nos ayude, caminamos y caminamos y nada encontramos. Teníamos tanques de oxígeno y unas naves espaciales bien preparadas. Y ya nos íbamos del lugar cuando un ser que nos miraba desde lejos se comunicó con nosotros. Hablaba en otro idioma y en un principio no podíamos entenderle nada. Sin embargo, teníamos un traductor de voz y gracias a este pudimos entenderle. Nos llevó donde otros seres como él. Nos recibieron de forma pacífica, querían hablarnos. Los escuchamos con mucha atención y dijeron que ellos también atravesaban por una situación si141


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milar a la de nosotros, que estaban condenados a morir por falta de amor propio y al prójimo, por el daño al medioambiente, y que además no sabían cómo obtener ese sentimiento. Entonces nos encomendaron la misión de localizar un sujeto puro y noble, con los mejores sentimientos, pues era la única manera de conocer el secreto que salvaría al universo entero. Nos contaron que se habían cansado de buscar y buscar por todo el espacio, de ver desaparecer mundos y poblaciones enteras, y de no haber localizado ni un solo ser de buenos sentimientos que fuera merecedor de controlar la fuente inagotable de vida, ya que al parecer todos tenían pensamientos e intenciones no muy buenas. Al finalizar la conversación salimos de inmediato a contar lo sucedido a los otros científicos del planeta. Ellos se emocionaron al saber que habíamos encontrado vida, pero a la vez se desilusionaron al escuchar lo que decíamos; porque también sabían que la Tierra estaba muy dañada y que debían buscar en otro lugar a ese ser noble que necesitábamos. Utilizaron toda la tecnología posible. Hablaron con infinidad de seres, pues después del hallazgo en Sa142


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turno muchos fueron los que aparecieron en otros planetas. Se publicaron avisos, se hicieron convocatorias… pero nadie era lo suficientemente amoroso para hablar con el padre del universo y conseguir que este comunicara el secreto y nos salvara a todos de la destrucción. Desesperado por la situación decidí ir solo a la Luna, donde se encontraría al padre de la naturaleza; a ofrecer si era el caso mi propia vida a cambio de la salvación de mi amada Tierra y los demás reinos. Cuando logré llegar y verlo, no pude contener las lágrimas. Trataba de hablar y no podía. De repente, se desató una luz que envolvió todos los rincones del espacio y en un santiamén el sol brilló, la oscuridad se fue, los animales se recuperaron, las personas tiraron sus armas y la naturaleza volvió a su cauce. Me asombré de lo sucedido y solo escuché esta explicación: “Por amar tanto a los demás, los has salvado a todos, demostraste que aún existe alguien íntegro”. Y por tal razón me fue entregado el secreto, que no es más que el de enseñarle a cada ser lo valioso de amarse unos a otros y a su entorno, y la misión de divulgarlo hasta el cansancio, para que nada de esto pase jamás. El padre se fue a descansar y ahora yo soy el padre de la Naturaleza.

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C apí t u l o siete

FIESTA EN EL CAÑADUZAL Era una tarde de octubre, de esas cuando arrecia la tormenta, y fuerte se empecina en caer detrás de cerros y montañas acompañada de truenos y relámpagos. Pero allí, en el cañaduzal no le temían a esas tempestades que Dios les mandaba con frecuencia quizá para reverdecer más el campo, las montañas o hacer que la caña de azúcar naciera en la tierra con más dulzor, para deleitar el paladar de los campesinos que la consumen y también para los que salen día a día a venderla a los pueblos cercanos. Ellos agradecían al cielo el agua que les enviaba. Vivían dentro de bosques lluviosos tropicales. Estos campesinos todos nacidos en Guacarí, municipio del Valle del Cauca, cada semana acostumbraban a reunirse con los otros habitantes de | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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las veredas cercanas, compraban sus botellas de aguardiente cuando bajaban al pueblo y junto a sus mujeres gozaban de la música y de los tragos después de días extenuantes de cortes de la caña durante la semana. Allí bailaban en medio del lodazal, donde aparentaban ser felices. Sus hijos, tanto grandes como pequeños, también se divertían a su manera jugando a las escondidas por entre las matas de caña o detrás de los árboles. Cada pareja de campesinos cortadores tenían hijos pequeños, sus mujeres parían muy seguido sin tener en cuenta la situación del país. Solo sabían amarse de noche con su pareja y ya. No conocían de televisión ni de la radio. En cuanto a la venta de la caña, algunas no eran procesadas, otras sí eran acabadas por cuenta de sus dueños o propietarios de la tierra. Cuando hacen el proceso industrial para la fabricación de azúcar esto implica la aplicación de la tecnología adecuada para convertir el jugo de caña en cristales y depurarlos de manera natural. Es ahí donde algunos de los campesinos aportan su mano de obra: en la entrada, en la molienda, en la clasificación, evaporación, en fin, apoyan a las máquinas especiales que alimentan la cadena productiva hasta llevar la caña al envasado final. Estos campesinos ganan 146


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más, por lo que pueden darse el lujo de ser ellos quienes compren siempre las botellas de ron para festejar de vez en cuando. –Pancracio –preguntó Alcibiades a gritos–. ¿Dónde está Juvenal? Hace rato que no lo veo bailando. –Tampoco lo he visto hace rato –contestó Pancracio. –¡Ah! Ya me imagino, se fue seguro con su novia –contestó con convencimiento Alcibiades–. Debe estar metido en uno de esos montes. Esa no era una tarde diferente. Así lo festejaban siempre. Bailaban, se emborrachaban y entre las parejas, cuando ya estaban al borde de la embriaguez, se alejaban a gozar de su soledad amorosa. Esos eran todos los momentos de descanso que tenían, porque en la semana era trabajar y trabajar, cortar y cortar caña hasta que sus brazos quedaban debilitados por tanto moverlos hacia arriba y hacia abajo. –Ven Justo Almario, te quiero decir algo – 147


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llamó Benito a su amigo, con una botella de cerveza en la mano. –Dime, Benito, ¿qué quieres? –le preguntó a la vez que se le acercaba. –Quiero decirte que tengo ganas de irme de este monte con mi mujer. –¿Y por qué? –le preguntó extrañado su amigo. –Porque estoy harto, cansado de tanto cortar la caña. Ya me aburrió. –Pero si lo has estado haciendo toda tu vida, desde cuando pelao –le contestó su amigo, a la vez que tomaba cerveza de la misma botella de su amigo Benito. –Sí, pero ahora es diferente. Tengo mujer y dos hijos pequeños y no quiero que ellos hagan lo mismo que yo –le contestó Benito. –En eso tienes razón, mi compa, tienes razón –le repitió su amigo. 148


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Los dos amigos se enfrascaron en conversaciones sobre el proyecto que tenía Benito en mente. Así continuaron libando cervezas hasta el amanecer. Pero llegó el momento en que sus cuerpos no resistieron más y pararon de beber. Benito fue de los primeros en ponerse de pies para intentar irse a su cabaña al otro lado del cañaduzal, mientras Justo Almario, también ebrio, intentaba caminar por entre los cañaduzales perdiéndose en sus laberintos de matas de caña. Así, poco a poco el jolgorio se fue enfriando quedando tirados en el suelo todavía bebiendo ron otros seis que eran de trago largo hasta amanecer y ver la luz del Sol. Las mujeres se habían ido una a una también a sus cabañas con sus hijos. Pero de pronto, una de ellas salió llamando a gritos a su marido Pablo quien seguía bebiendo con los otros tirados en el suelo. –¡Pablo, Pablo, Pablo! –el grito de su mujer era desesperado, angustioso y lo gritaba más con voz en cuello a medida que corría hasta donde se encontraba su hombre. –¡Qué pasó, mujer! ¡Dime qué pasó! –se paró del suelo Pablo y la estremecía por sus 149


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brazos también con angustia en su voz. La mujer de Pablo no atinaba a decirle la razón por la que gritaba, solo se agarraba a su camisa y lloraba cada vez con más intensidad. –¿Le pasó algo a los niños? ¡Dime qué pasó, mujer! –gritaba Pablo y a su lado los otros amigos que del suelo se incorporaron ante los angustiosos gritos de la mujer de Pablo. –¡No está, Camilita no está en su cuna! –al fin le gritó. –¡Cómo que no está en su cuna! ¡Vamos a la casa! –gritó Pablo. Ambos, agarrados de una mano, mientras ella también lo sujetaba por la cintura para sostenerlo porque la borrachera no le permitía caminar rápido; así llegaron hasta la casa. Allí los otros dos hijos esperaban asustados. –¡No está Camilita!, mira en su cuna –señaló la mujer a Pablo al llegar allí. –¡Vamos enseguida a buscarla por donde 150


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sea! –gritó Pablo a la vez que se dirigió hasta donde estaban sus amigos. Parecía que la borrachera se le había esfumado como por encanto–. ¡Ercilio, Tomás, Santiago, Prudencio, todos ustedes!, ¡ayúdenme a buscar a mi hijita Camila!, no está en el rancho, se perdió. Vayamos por los cañaduzales, vamos a separarnos por diferentes hileras. Así lo hicieron, pero la oscuridad no les iba a permitir ver con claridad todo ese entramado de sembradíos de caña que se levantaban bien plantados. –¡Hagamos mechas con palos! –gritaron entre ellos. Eran ya las cuatro de la madrugada, y aunque ellos estaban acostumbrados a comenzar su trabajo a esa hora precisamente, era diferente cuando de buscar a una niña de tres años se trataba, enredada en cualquiera de esos sembradíos. –¿Quién fue el último que se despidió anoche de nosotros? –preguntó alguno de ellos como para hacer una investigación. –No sé, creo que Justo Almario y Benito, 151


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fueron los dos que se fueron; del resto nos quedamos dormidos unos y otros seguimos bebiendo –atinó a decir uno de ellos con sus lengua todavía estropajosa. Todos salieron en bandadas con sus mechas encendidas a buscar a la pequeña. Unos tomaron un rumbo y otros el lado contrario. Mientras iban caminando, gritaban el nombre de la niña pero no se escuchaba respuesta. Lo que sí se veía eran puntas de cañas casi quemadas por las mechas que subían y bajaban de los brazos borrachos que no las sostenían con fuerza ni en una sola dirección. –¡Camila, Camila, Camila! –gritaban todos al unísono por un lado y por el otro sin obtener respuesta. De pronto, dentro de una de las hileras de los cañaduzales sintieron dos ruidos muy feos y estentóreos pero conocidos, eran como ronquidos humanos. Caminaron con cuidado hasta donde provenían los ruidos y la sorpresa fue grande: allí, sentada en el suelo estaba la niña Camila, sobándoles las cabezas a los dos hombres que roncaban profundamente; a un lado de su regazo reposaba Benito, al otro lado, Justo Almario. Camila les cargaba las dos cabezas 152


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a la vez que los sobaba cual una madre que duerme a sus hijos. Al ver a los hombres, amigos de su papá con mechas encendidas, ella solo atinaba a hacerles señas con su dedo índice colocado en su boca en señal de que hicieran silencio. –Mis amigos están durmiendo, no hagan ruido –dijo la niña en su medio hablar para su edad. Desde allí gritaron a Pablo para que llegara hasta donde estaban, a quien se le había espantado la borrachera con la pérdida de su hijita. Llegó enseguida junto con su mujer y los demás. Vieron la escena. Se les alivió el corazón, pero no supieron qué pensar de lo que vieron. Alzó a su hija en sus brazos. Su mujer, con el instinto natural de madre, comenzó a revisarla por todo su cuerpo pero no percibió nada fuera de lo normal; además, el semblante de su hija era igual que siempre. Todos volvieron a la cabaña. Allí tirados, todavía roncando, seguían los dos cuerpos de los amigos de parranda sin enterarse de nada.

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C apí t u l o o c h o

LA VECINDAD DEL AMOR La casa era como un barrio grande, lleno de gente que iba y venía, que salía y entraba a toda hora; el bullicio no la abandonaba ni un momento. Los grandes gritaban, los pequeños también. Era la casa de vecindad donde habitaban más de tres familias: en el apartamento 1, una pareja de esposos ancianos que vivían solos y de vez en cuando sus hijos iban a visitarlos, más exactamente cuando les tocaba llevarles el pago del arriendo y la alimentación; en el apartamento 2, vivía una pareja con tres hijos adolescentes malcriados y desordenados que alborotaban toda la casa con sus gritos y groserías fuera de tono. En el apartamento marcado con el 3, vivían tres hermanas solteras con dos perros grandes, blan| Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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cos, impetuosos; macho y hembra de la raza french poodle; la perra acababa de parir seis perritos. Los novios de ellas iban todas las noches a visitarlas; a uno lo atendía la hermana mayor en la habitación y allí pasaban un rato placentero. Al otro, lo atendía la hermana segunda, en la sala, donde sus demostraciones de amor se hacían algo difíciles sentados en ese sofá. Y la hermana más joven tenía que atender a su novio sentados bajo el árbol de limón porque adentro ya no había cupo; allí, los dos, no pasaban de pequeñas caricias porque las hormigas que tenía el árbol de limón no los dejaban tranquilos. Todas las noches el amor se daba libre, los quejidos no dejaban de escucharse y en la oscuridad del patio de vez en cuando los dos novios jóvenes aprovechaban algún momento de soledad para demostrarse su amor de otra forma, metidos en el callejón. A él le gustaba poco ese encuentro amoroso bajo el arbusto de limón porque las hormigas negras que pululaban por el tallo y tronco del árbol hacían su agosto en la piel o debajo de sus pantalones. Además, la entrada y salida permanente de gente no les permitía gozar de su amor con libertad, ni tampoco a sus dos hermanas, a pesar de que eran las premiadas con los mejores puestos dentro del apartamento. 156


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A la pareja que se demostraba su amor sentados en el sofá de la sala, tampoco les iba muy bien; además de la incomodidad del sofá, tenían una cría de perritos recién nacidos que caminaban por fuera de su caja de cartón y corrían el peligro de que los pisara la pareja sin darse cuenta. Esto los mantenía siempre inquietos y sin poder gozar de su amor con tranquilidad y plena seguridad. En cuanto a la pareja que tenía el privilegio de poder ocupar la intimidad de la habitación, de la única que tenía aquel pequeño apartamento tipo estudio, tampoco les iba tan cómodo como parecía, puesto que esa habitación también hacía las veces de despensa de los alimentos y de vez en cuando era visitada por los ratones a lo que el novio tenía que estar más pendiente de ellos que de su mismo equipo de amor que se bamboleaba por todos lados debido a sus nervios, menos estar firme donde debía posesionarse. La novia, por su parte, se irritaba al no poder ser complacida por su amante por no estar pendiente de ella como quería. Pero llegó el momento en que decidieron las tres hermanas cambiar de ambiente. A quien le tocaba en la habitación se cambió para el patio, debajo del limonero; a quien le tocaba en la sala se entra157


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ba ahora a la habitación para disfrutar de la ancha cama donde dormían las tres hermanas. Y a la pequeña, a quien hasta ahora le tocó disfrutar de su novio en el patio, se acomodó esa noche en el sofá de la sala. En esta ocasión las tres parejas tuvieron pensamientos positivos para poder disfrutar su amor sin los problemas de la noche anterior. Al decidir cambiarse de ambiente cada pareja, hizo así: La pareja del palo de limón, se fue directo al callejón; la pareja del sofá, metió a los cachorros en la caja de cartón y encima una tabla para que no salieran de allí; y la pareja que le tocó la habitación se dio a la tarea de sacar por ese rato todas las viandas de la despensa para distraer a los ratones. De esa manera, cada pareja estuvo contenta al no sentir incomodidad a la hora de demostrarse su amor. Pero había otro inconveniente: el bullicio, la entrada y salida de los hijos del matrimonio que vivían en el apartamento 2 no los dejaba tranquilos porque pasaban asomándome por la ventana de la sala y por los calados del cuarto para ver qué hacía cada pareja. Así fue como al día siguiente, para la próxima vi158


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sita, decidieron cerrar las ventanas y cubrirlas con cortinas oscuras. Solo la griterĂ­a los alteraba por momentos, pero poco a poco se iban acostumbrando a ella. Eso no les iba a impedir gozar de sus respectivas parejas. Ya el novio inquieto sabĂ­a dĂłnde permanecer situado y la novia feliz; el otro, sin perritos que los molestaran, y el tercero, tranquilo al saber que las hormigas estaban muy lejos de sus deseos amorosos.

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C apí t u l o nueve

NOCHES DE CABARET Su apartamento estaba siempre bien arreglado. Sus dos hijos adolescentes salieron muy estudiosos, pero comelones en días de descanso. Los manjares que cocinaba su mamá eran la delicia tanto para ellos como para quienes los saboreaban; su arte culinario incluía tortas, hayacas, postres y buenos sancochos. –¿Esta noche vas salir, ma? –le preguntó a su madre Carlos, el hijo adolescente. –Sí, ¿por qué? –le respondió con otra pregunta su madre. –Porque es sábado y tengo una fiesta en casa de Chucho, mi amigo del colegio, quien | Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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cumple años. Por eso te pregunto, si puedo ir. –Sí, puedes ir, pero como de costumbre, estarás aquí antes de la una –le respondió su madre mostrándole a Carlos su reloj de muñeca. Te estaré llamando. –Está bien –aceptó su hijo. La madre prosiguió con los quehaceres de la casa, en los que se ocupaba todos los días. No tenía muchacha de servicio, pero ella se levantaba temprano a preparar el almuerzo, dejar la casa limpia y la ropa de sus hijos bien lavada y ordenada. Silvana, mujer de cuarenta años, simpática, de ademanes suaves y femeninos; cuando estaba en casa siempre se la pasaba con ropa ligera, pantalones cortos, blusa fresca y transparente donde se apreciaba la ausencia del sostén, le gustaba caminar en pies descalzos sobre un piso que permanecía a toda hora brillante. Su cabellera, algo rubia teñida, la sostenía en un moño descuidado, y su cutis limpio, sin vestigios de maquillaje, la hacían ver más joven de lo que en verdad era. Mujer madura, de buen cuerpo, senos aún levantados y boca siempre presta a la risa y a la sonrisa. 162


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Sonó el timbre del teléfono en la sala y fue a atender la llamada sin darles tiempo a algunos de sus hijos para que respondieran. En esos momentos ellos estaban en la habitación viendo un programa en la televisión. –Hola Silvana –se escuchó del otro lado de la línea una voz de hombre. –Hola Julián –contestó Silvana a sabiendas de quién era esa voz. –Hoy debes venir más temprano. Tengo dos clientes nuevos y los he programado para ti –le dijo con voz autoritaria a través de la línea telefónica. –Está bien. Allí estaré a las 7:00 en punto, pero acuérdate Julián, que ya me tienes pendientes dos pagos anteriores por el mismo cuento de los clientes nuevos –le contestó Silvana, ya para despedirse. –Lo sé. No se me olvida. Cuento contigo entonces, tú eres la única a quien le puedo delegar este trabajo –le dijo en tono de lisonja–. Sé lo bien que atiendes a los clientes. 163


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–Sí, ¡cómo no! Te conozco. Sabes bien que conmigo cuentas siempre porque necesito el dinero, por eso me lo dices –y enseguida cerró la comunicación. Eran las dos de la tarde. Después de haberles servido el almuerzo a sus dos hijos y almorzado con ellos, introdujo una ropa sucia en la lavadora mientras se disponía a hacer una siesta, como tenía por costumbre todos los mediodías. Debía recuperar fuerzas, tener el rostro descansado; esa noche se vislumbraba pesada y trabajosa, por lo que debía estar fresca y resplandeciente. Eran las seis y media de la tarde cuando ya la mujer, la madre de los dos adolescentes, varón y hembra, estaba bellamente arreglada. Su peluca de un rubio intenso resaltaba su rostro; el maquillaje de los ojos se los resaltaba más, y el rojo carmesí de sus labios le hacía ver la boca más grande y provocativa. El vestido color plateado, ajustado al cuerpo la mostraba cual joya plateada completa, de cabeza a los pies. Su cartera pequeña, colgada en su hombro izquierdo hacía juego con el resto de la vestimenta y de los abalorios que colgaban de su cuerpo, tanto los zarcillos en las orejas 164


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como los aros plateados en sus dos brazos, junto al reloj de pulsera. Las zapatillas eran del mismo color plateado. Se despidió de sus hijos. Le dijo a la jovencita que sacara la ropa de la lavadora y la colgara, que calentara la comida para la tarde; a su hijo le recordó que debía estar en casa a más tardar a la una de la madrugada. Lo decía mientras al tiempo marcaba en el teléfono el número de la estación de taxis para solicitar un servicio, el mismo que todas las noches la iba a buscar, pero a una hora después. Y también la llevaba de regreso por la madrugada. Silvana entró al recinto. Adentro, la luminosidad la hacían las lámparas de variados colores que colgaban del techo; al fondo, una larga barra atendida por dos hombres vestidos con uniforme, camisa blanca manga larga, pantalón negro y corbatín rojo; el estante de la barra estaba toda llena de licores de variados sabores que los dos sabían combinar según el gusto del cliente. El salón bien arreglado, estaba casi solitario a esa hora, a excepción de dos tipos, que sentados en la misma mesa tenían ante sí una botella de whisky de la mejor marca, el que tomaban a pequeños sorbos mientras charlaban muy 165


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animados. El movimiento en el cabaret comenzaba a partir de las nueve de la noche. Cuando Silvana entró al lugar, no caminó por entre las mesas. Las empleadas del sitio entraban por una puerta adosada junto a la entrada principal por donde sí entraban al interior del cabaret los clientes; por eso, los dos únicos que estaban allí sentados no la vieron entrar. Llegó al camerino. Allí se encontró sentado en una butaca a su jefe, Julián, quien enseguida la recibió con una amplia sonrisa, a la vez que le decía sin ponerse de pies: –Como siempre, cumplida. Bueno, te toca atenderlos de primero, allí están, ya los viste. Hoy te toca la habitación 3; enseguida te lo envío acá. Ya sabes, como siempre, mejor dicho, ¡mejor que siempre! Son dos clientes buenos que se ve que tienen con qué pagar cualquier alta tarifa, parecen extranjeros – concluyó diciendo Julián, a la vez que se paraba de la butaca para salir del camerino. –Ya sabes, Julián, me pagas todo junto; estos dos de hoy y los dos pendientes del lunes –le dijo ella antes de que saliera el hombre. 166


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–Sí, mujer, sí, a ti no se te puede dejar de pagar nada –dijo riéndose. –Tú sabes lo que pasa si no lo haces –le dijo ella en voz alta. Silvana se dirigió a la habitación 3 que Julián le había asignado. Unos minutos después, entraba el primero de los hombres. Sobre la esquina de la cama, una mujer bellamente vestida, de pierna cruzada y olorosa a perfume penetrante lo esperaba. Se saludaron de mano. Él, muy amable le dijo su nombre y enseguida le preguntó el de ella. Le besó la mano después de saludarla. –¿Cómo te llamas, preciosa? –le preguntó a la vez que le rozaba con sus manos uno de los brazos de ella. –Me llamo Mary Luz –le dijo con firmeza mientras le extendía su mano para saludarlo también. –Muy bien, Mary Luz, tú y yo vamos a ser desde este momento muy buenos amigos. De entrada, me gustas, me llamas mucho la atención, me atraes. Ahora de ti depende 167


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que me sigas gustando y sea tu cliente fijo. –Así será, te lo aseguro John Sebastián, te lo aseguro… La puerta de la habitación 3 fue cerrada con llave por Mary Luz. Ahí ahora a solas con su cliente, ella solo pensaba en los billetes que podría recoger esa noche para asegurar el alimento de sus hijos mañana. Era un trabajo como cualquier otro, solo que en este se ponía en juego su propio cuerpo, la propia piel, pero dejando por fuera las sensaciones que pudiera sentir un corazón. A un lado de la cama quedaron esparcidas sus prendas de vestir: la peluca dorada, sus pulseras de abalorio y el vestido plateado que esa noche lucía para presentarse bien ante los clientes. Después del primer cliente extranjero, volvió a arreglarse tal como estaba al principio y lo recibió con otra de sus bonitas y coquetas sonrisas. Era su segundo cliente de la noche. Y tenía que atender, por lo menos a cinco hasta las 3:00 de la madrugada, hora en que cerraban el establecimiento y sus luces de colores descansaban, al igual que ellas. Y así sucedía todas sus noches, menos el domingo, 168


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día de su descanso, y que ya en su casa era sencillamente la señora Silvana, la madre de dos chicos estudiosos y educados que conocían el trabajo de su madre, pero al que no le ponían reparos, ni menos se lo criticaban. La respetaban. Por el día, dormía todo lo que podía y a veces ellos dos se encargaban de hacer el almuerzo y alguno que otro quehacer de la casa. Y así pasó el tiempo, los educó y fueron hombre y mujer de bien mientras su madre pudo sostenerlos hasta que mantuvo su cuerpo y su salud en forma. Al crecer, los dos velaron por su progenitora y ella dejó de trabajar en aquel cabaret como prostituta.

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C apítulo diez

MATRIMONIO PERRO Cualquier día era bueno para Chago Mendoza. Se levantaba muy temprano, al alba, y preparaba un café bastante amargo que se empinaba y tragaba de un sorbo, hasta adentro, sin importarle que estuviera poco caliente. Era un artífice del café. Y se jactaba de que no hubiera quien, en sus dominios, preparara un café tan estupendo, aun cuando solo él lo creyese. A su mujer no le agradaba para nada. “¡No sabes hacer café!”, lo retaba de vez en cuando y él hacia mutis por el foro, es decir, le sabía a lo que sabemos que su mujer lo retara utilizando como pretexto el café. “Es mejor que se meta conmigo bajo el pretexto del líquido amargo y poco caliente que muy temprano, al alba, me empino de un sorbo y no se le ocurra el punto de la plata diaria”. De hecho, para esta pareja era un ritual el asun| Quiero salvar el mundo. La demencia del salvamento |


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to del producto cafetero que preparaba el Chago; era el tema obligado de conversación durante las mañanas. Cuando este no se daba, ya sabía Chago que ella iría a meterse con el otro asunto, el de la plata diaria; y ella sabía que él lo sabía. Ese día era tormentoso para ambos. Pero vale, era necesario tocarlo porque ambos podían morirse de hambre cualquier tarde, muy a pesar de que ella se empujaba también el café amargo de Chago. Y este era uno de esos días. Lo supo desde el primer instante en que ella apuró el primer sorbo, el segundo, el tercero, y luego eructó. Colocó el pocillo sin su plato sobre la mesa de la cocina. Chago estaba de espaldas esperando el regaño de Maritza; el regaño acostumbrado. “¡Tú no sabes hacer café!”. Y él le contestaría: “Entonces levántate tú muy temprano, al alba y prepáralo”. Ella, a su vez, le replicaría otros argumentos y paulatinamente, entre esto y lo otro, la discusión iría perdiendo intensidad, hasta que moriría plácidamente en un estropicio de abrazos y besos bajo la ducha, sin importarles que por la estrechez del baño, semanalmente se rasparan los brazos, los pies, las manos, los muslos; que se dieran porrazos en sus cabezas, y que desde las casas vecinas se levantara un clamor de inmundicia por ese matrimonio de al lado que tiene que pre172


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gonar a los cuatro vientos que diariamente hacen el amor. Es más, en cierta ocasión alguno de los irascibles vecinos estuvo a punto de instaurar una demanda en una comisaría para que vinieran las autoridades a ponerle coto, en especial, porque sus hijos se colocaban al lado de la pared que daba al patio de Chago y Maritza Mendoza para escuchar cómo eran las insinuaciones y sus diferentes matices, y así aprender, copiar la tarea y llevársela a la profesora que daba sexualidad en el colegio. Mas ese día, como dijimos, Maritza no le lanzó a Chago el acostumbrado “¡tú no sabes hacer café!”. Él se sorprendió. “Mierda –dijo– ahí viene el problema: la plata”. Pero nada. Maritza tampoco abordó el bendito problema al que Chago le tenía tanto miedo, porque además de terminar en peloteras, patadas, arañazos y escupitajos, tendría que salir corriendo de la casa, generalmente, en paños menores, para pedirles a los vecinos que lo ayudaran porque su mujer lo estaba matando. Entonces los vecinos se alegrarían de que hoy no habría cuento en el baño marital, si bien a sus hijos la profesora del colegio les pondría mala calificación. Esto último era lo de menos, ya que los niños eran muy aplicados y generalmente sacaban notas de excelente, porque informaban en clases detalladamente 173


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sobre los alaridos y las palabrotas que a Maritza le gustaban que Chago le dijera mientras se enfrentaban cuerpo a cuerpo bajo la ducha. Ellos realizaban un informe por demás detallado que tenía asombrados a todos en el colegio y por ello habían llamado a sus padres para condecorarlos por esto y por lo otro, por enseñarles a sus hijos como era la realidad cotidiana del amasijo; porque en ese colegio eran muy de avanzadas y hacía rato habían roto el esquema pluripartidista de los tabúes. “Esto aquí es democrático y a calzón quita’o”, decía un letrero a la entrada de la Institución, debajo de un “Bienvenidos padres e hijos a la educación del siglo XXIII”. Sí, la educación que impartían era novedosa, original, en ningún caso mecánica, transmisionista, bancaria. Cuando los vecinos vieron llegar a Chago en paños menores, asustado, con Maritza gritándole improperios desde la puerta entreabierta de su casa, y ella, con una bata de seda con una raja que se le extendía desde los pies a la cabeza, se alegraron por un lado, y se malayaron por el otro. Se alegraron porque la inmoralidad de los Mendoza se detendría siquiera un día, “¡Dios mío!”. Y se malayaron por otra, porque sus hijos ya no podrían mostrar la tarea de sexualidad al día siguiente. Una contradicción sazo174


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nada con arrebatos pueriles de esperpento y sudor de vaca. Mas acudieron a la cordialidad, a la solidaridad, a la cooperación. “Vea vecino, métase mientras pasa el tropel en su casa”. Chago lo hizo, como era costumbre cuando mensualmente le sobrevenía tal tragedia familiar. Se acurrucó detrás del sofá, en donde aguardaría tres horas. Su mujer saldría hacia la plaza del mercado y le sería posible a él regresar a su residencia, bañarse, cambiarse, largarse para su trabajo, decir allí que llegó tarde porque tuvo un inconveniente de última hora, y no regresar sino hasta muy entrada la noche, cuando Maritza ya había olvidado el alboroto y sus razones. Pero esa noche Chago no durmió tan plácidamente. Una pesadilla lo atormentaba. Soñaba que un perro inmenso se le venía encima y que él emprendía una veloz carrera y el animal lo perseguía. Él se detuvo y enfrentó al perro. Le lanzó un puñetazo con gran potencia y con la intención de derribarlo. El puñetazo lo lanzó tan fuerte que le dio a la pared de la habitación, de refilón a su mujer, y la mano se le descompuso. Ni él ni ella pudieron soportar el dolor. Maritza se bajó de la cama y encendió la lámpara de kerosene. La estancia se iluminó y un cuadro dantesco apareció con sus sombras. El hombre se agarraba la mano derecha con la izquierda y 175


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tenía transfigurado el rostro. La mujer se tapaba un ojo y brincaba. “¿Por qué me pegaste, carajo?”, indagó ella sin dejar de brincar. Chago no sabía qué decir. Tartamudeaba y se le escuchaba que un perro lo perseguía y ‘que tal y que cual y que pascual’. Maritza corrió a la cocina y agarró un pedazo de carne que había puesto a relajar la tarde anterior para el desayuno, y se lo colocó en el ojo, como aconsejara el médico que hablaba por la radio transistor cuando ocurría este tipo de situaciones en los ojos; dizque porque los gusanos que podían salir de los moretones se irían buscando la carne. Y en medio de su tratamiento de emergencia escuchó rezongar a su marido y diciendo: “Todo hombre del mundo sueña con Pamela Anderson, la Toty Vergara, Jennifer López, Amparo Grisales o Natalia París, y a mí, solo se me ocurre soñar con un hijueputa perro”.

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