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Discurso del Obispo Frutos Valiente en la Coronación

1927

Discurso

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Coronación de

Discurso pronunciado en el solemne acto de la Coronación canónica de la Patrona de Murcia, María Santísima de la Fuensanta por el Excelentísimo y Reverendísimo señor doctor Don Francisco Frutos Valiente, Obispo de Salamanca e hijo ilustre del país murciano, el día 24 de abril de 1927

Serenísimo señor.

Eminentísimo señor Nuncio de S.S. en España y mis hermanos de apostolado.

Excelentísimos e ilustrísimos señores.

Amados fieles y pueblo todo de Murcia:

¡Dichosos nosotros, que hemos podido presenciar este acto sublime! En los libros, aprendí yo cuál era el deslumbramiento de lo grandioso cuando se acerca Dios en su carro de gloria; el grado de lo dinámico, al ejercer su poderío en la tempestad y en los elementos desatados de la Naturaleza; mas nunca sentí un éxtasis tan inenarrable hasta estos momentos en que angélicas bandadas dejan caer sobre la Reina de Murcia halos de celeste amor, que son trasunto de las adoraciones a la Señora por la Trinidad Beatísima en la comarca de la luz inmortal.

Ante este cuadro de todo un pueblo rendido a la Madre del Eterno, perdonadme si mi lengua vacila y se muestra temblorosa e inadecuada a la excelsitud de un momento que es la concreción esplendente que la tierra murciana acumuló por los siglos junto a esa imagen a cuyas sienes se acaba de ceñir por el representante del sucesor de San Pedro una corona en la que va entretejido el corazón entero de este país meridional.

Nada extraño es, Serenísimo señor, excelentísimos e ilustrísimos señores y mis amados todos en Cristo y en la Virgen de la Fuensanta, que el fervor colectivo de Murcia y su diócesis antiquísima, caiga de hinojos a los pies de María dulce Corredentora de la humanidad, porque su historia, desde la época en que aquel Rey poeta del Medioevo le dedicaba las exquisiteces de su inspiración hasta las presentes horas, constituye un nudo afectivo de fervores marianos, que aglutina el cariño de Murcia a la devoción que por todos los confines peninsulares se siente hacia la toda Bella.

De ahí, mis amados en Cristo, que en pasados los años y al requerimiento y la guía del Pastor prudente que rige esta diócesis ilustre de S. Fulgencio, la luminosa Cartagena – indómita en su resistir al poderío de Escipión y a las furias cesáricas – se abatiese al conjuro amoroso de la Soberana de la Caridad y frente a ese mediterráneo en cuyas ondas nos llegan helénicas perfecciones y latinos efluvios, postrada ante la Emperatriz del Supremo Dolor, le orlara con diadema delicadísima.

Después le siguió Cehegín con su advocación de las Maravillas; Villena, con la Madre de las Virtudes; mañana será Molina con su Consolación y todo ello, ¿no da continuidad al crepúsculo matutino que como aurora de esperanza fulge por el ámbito español en loores a la Virgen?

Yo, que en mi apostolado canté a la Madre de Dios en el Auseba ingente, en los riscos de Monserrat, en los muros de Cesaraugusta, santuario de la raza; en el lar gallego, bajo el cielo de Valencia y por todas las regiones de esta Patria de santos y mártires… ¿qué diré hoy a mi Fuensantica, a mi Reina, sobre este trono donde perfumados pétalos y sedosas palomas revolotean y aún anidan sobre el hechizo de sus hombros virginales..?

¡Alégrate Murcia! que en esta mañana primaveral, sobre las piedras seculares de este Puente en presencia del dignatario insigne de nuestro Santísimo Padre Pío XI, ¡Pontífice egregio de la paz!, de la representación de la majestad terrena de Don Alfonso XIII, valeroso monarca que sin cortapisas ni prejuicios proclamó la realeza de Jesús en el centro geográfico español, del enviado especial de nuestro Gobierno, prelados asistentes, exministros de la Corona, Cuerpos armados de la Nación – que son vigías de nuestra tranquilidad –, Ayuntamiento de la noble Murcia, regidores gubernativos, pueblo entero asistido de todas sus aristocracias y democracias …, la Generala a quien ofrendaron sus preseas guerreros y potestades, que amparó a nuestros labriegos en calamitosos minutos, que preside a la niñez en el aboreo de la vida y cubrirá con su manto nuestra sepultura…, esa Madre inmortal,, ¡colmada vio tu aspiración!

Nunca me he sentido más pequeño que en esta altura, a la vista de ese río, cuyas aguas en cantarino murmurio están trenzando la sinfonía de una porción venturosa entregada por entero a la Dulce Madre, Azucena cuyo perfume está en las ansias de la ciudad y su vega en nexo tan indestructible, que ¡jamás podrá borrarse con la losa de los tiempos!

¡Oh sol! En este día abrileño en que pródigo derramas tus calores diluidos en lluvias de oro sobre la Soberana del terruño, detén tu carrera a Occidente y posen tus brillos sobre una faz que es… ¡compendio de toda tu hermosura!

Virgen de la Fuensanta, Madre y reina del murciano vergel; alba serena, luz del día: ¡Salve! Yo te pido en nombre de Murcia y como el último de tus hijos, que intercedas por la Iglesia, por el Papa, espíritu henchido en ardiente caridad por los que sufren por España, por su rey que desafiando constante los peligros que sobre él se ciernen, proclama sin temor la realeza única de tu Hijo muerto en la Cruz, por el Gobierno, por la ciudad de Murcia que en medio de tus ansias renovadoras, antepone a las coronas de su escudo nobilísimo la que acaba de ceñir a la Morenica en un acto que sobrepasa a todas las fantasías.

Que tu protección, ¡oh Soberana Madre de Murcia! nos haga partícipes de su gloria en las riberas del cielo, ¡en la playa de la eternidad!: Así sea.

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