8 minute read

COLABORACIONES

Imagen de la Academia Miverva en los años 50.

Cartas desde el destierro

Advertisement

Academia Minerva

Dicen los doctos en conducta humana que cuando dedicamos más tiempo a evocar la juventud o lejana adolescencia que a los afanes futuros es que iniciamos el declinar de nuestra vida. No sé si será verdad, pero hay ratos en los que ya me siento viejuno.

Viene a cuento porque días atrás, ordenando libros, rescaté en un viejo diccionario de francés mis notas de 2º de bachiller -1964-65-, año que cursé en la solanera academia Minerva, el año anterior a la apertura del oficial y flamante “Modesto Navarro”.

Uno, que necesita poco para que su imaginación vuele, recordó aquel año de horarios descabalados en viejas aulas de escuela nacional -entre desvencijadas y roñosas- al elenco de maestros que se ocupaban de culturizarnos... amén de evocar la foto del grupo de ignaros adolescentes que ellos intentaban desasnar. Hablo de la academia Minerva, dirigida por docentes que, a deshoras de su labor oficial, paliaban en lo posible la carencia de enseñanza media en La Solana; preparando muchachos para que aprobasen los exámenes del bachillerato libre en Ciudad Real.

Supongo que desempolvar, casi sesenta años después, las vivencias de esos días ya es, de por sí, el ejercicio de memoria histórica que merecen aquellos maestros: Don Agustín -geografía-, Don Alfredo -matemáticas-, Don José Antonio -lengua-... los tres tan serios y circunspectos. Teníamos, además, a Don Alejandro -y su vespa- que nos daba francés y dibujo -lucía bigote rubio con brillo de zaragatona-, Don Francisco Puga -biblia/religión-; acudía también, trillando clases, Antonio García-Cervigón, que era, por su talante y dinamismo, el más joven y colega; el que estaba más cercano a nosotros.

Conformábamos tan ignara troupe la cuadrilla de los “trece de la fama”, a saber: Jesús R. de Ávila; Gabriel Mateos; los primos Miguel Pérez y Miguel A. Fdez.; Alfonso gª-Cervigón; P.A. Ocaña; Luis gª. de Mora; Fco. Simón; Jesús Onsurbe; Juan Manuel Padilla; Ricardo Serrano de la Cruz; Modesto Navarro y el menda. En suma, una pléyade de gazmoños chavalotes -alguno de pantalón corto- aspirantes a zangolotino.

Me costó hacerme con la dinámica del pueblo; llegaba del Valle de Arán -en pleno Pirineo, raya de Francia- donde había cursado el ingreso y 1º de bachiller y aquello era otro mundo; no sólo por el radical cambio de horizonte -de vertical a llano- sino también por la forma de vida: el esquí, el turismo francés y el respirar un aire liberal, más dinámico. Con todo, las clases con mis colegas me pusieron al día y empecé pronto a sentirme solanero. Y es que, en mi caso -como opinaba Max Aub-, fui más del pueblo por haber hecho aquí el bachiller que por decirlo mi partida de nacimiento. -Se ve que esto de ser de un sitio tiene su aquel. En ese malecón de las Españas que es Madrid, entendí, mientras estudiaba la carrera, que era manchego, y en Cataluña

se esmeraron en no tardar mucho para hacerme notar que era español-.

Pasó aquel anodino curso del 64/65 tan pelma y tedioso como era de esperar; sólo me impactó descubrir aquellos celemines plantados de azafrán -violáceos, con su chispeo dorado- que yo desconocía, fijándose esa huella en mi memoria. Y poca cosa más, antes de las clases había partidillos de futbol en la Lonja y la carasola de la plaza de Don Diego y, con el buen tiempo, todos al parque, a jugar en el Pajero con el Curtis de Ricardo. Si llovía, se iba al futbolín alguna vez, y ya, en seco, con la bici los más días. Días que, al menguar, urdían el frío invierno manchego, tan de badila y brasero como de herraj y sabañones, con un sol tornadizo y huero que salía tarde y calentaba poco

Y de chicas ¿Qué?, pues de chicas “ná”, o mejor “rien de rien, que ya sabíamos francés. Y es que la academia era sólo para hombrecitos porque las chicas que hacían bachiller lo estudiaban en el San Luis Gonzaga. Ni que decir tiene que la relación con el otro género era misión imposible y descartable. Nos conformábamos con mirarlas los domingos en el tontódromo a hurtadillas, entre risotadas y no poca vergüenza. Por el contrario, hacíamos lo que fuera para congeniar con Juanito Orozco para ir a su casa, y allí ver a su hermana Gloria, que, aunque inalcanzable -era unos años mayor que nosotros-, fue proclamada por el docto sanedrín minervano de 2º, como la chica más simpática y atractiva del pueblo.

Mejoró poco tan reprimido asunto en los años siguientes -ya en el Modesto Navarro- porque cuando acabé la reválida de 4º, y continúe mis estudios en C. Real, aún perduraba en La Solana aquella represora ley no escrita de: los chicos con los chicos y las chicas con las chicas, -por mucho que Mike Kennedy intentara remediarlo con una de sus canciones-. Yo, que era más arrogante que valentón, cumplí a rajatabla tan severa disciplina y cuando me ausenté definitivamente del pueblo, alcancé el torpe record de no haberle dirigido nunca la palabra a la que me gustaba. ¡Cosas del querer!

Cuando Mayo del 65 expiraba, los maestros de la Minerva nos aleccionaban para distraernos del arisco trago de los exámenes libres. Todo un curso en el envite a una carta y todas las materias en un mismo día; lo ideal para llegar descompuesto. Así que, temerosos, nos proveíamos de un falso valor, cogíamos la “pavilla” del “Cácaro” y arreando, hacia el patíbulo culipardo.

No salí malparado de tan inquietante apuesta porque aprobé todo e incluso me permití una vanidad: sacar un sobresaliente alto. Resultó que Don Agustín, el de geografía, era muy amigo de mi tutor -mi tío Alfonso- y yo, para congraciarme con él -y que no le contase alguno de mis posibles deslices-, me dediqué a estudiar geografía en plan Humboldt, a troche y moche; y como, además, siempre he tenido mucha más memoria que cerebro, pues eso, que me salió fetén y ¡miel sobre hojuelas! En fin, por hoy lo dejo aquí; ya está bien de batallitas de abuelo y de rancias memorias de un ¡sesentón!

Jesús Velacoracho Jareño

Caminar y contar

A las que sirvieron mucho

Una mujer recoge azafrán en los años 60 en La Solana.

Hemos vuelto a ver a Cari Imedio, una mujer que vino de Malagón a Alcalá, con parada, mucho trabajo limpiando, y fonda en Madrid durante sus años adolescentes, y nos hemos alegrado muchísimo; se casó con el muchacho que conoció en la empresa Gal, Vicente, también malagonero, y tuvieron dos hijos, Pilar y José Manuel, azafata y educadora infantil y profesor de inglés, respectivamente. Viven todos en la ciudad cervantina. El motivo no era otro que hablar de ella, de ellas, de tantas, de todas… Las que tuvieron que servir, y mucho, en el pueblo, en la ciudad, en la fábrica, o en casa de unos señores muy importantes como Gracita Morales, la gran actriz. O la madre de Cari, Gregoria, a quien conocimos y ya no está, que también bregó lo suyo en varias casas, más unos años como cocinera en el colegio Santo Tomás de Aquino, cuando estaba en plena Plaza de Cervantes.

Las madres… Ellas, sin duda, han sido las primeras mujeres de la limpieza que han existido. En La Solana se decía una expresión –puede que no se haya perdido– cuando de una limpieza a fondo se trataba: “hacer sábado”, y bien que se hacía desde muy temprano, sola, o en compañía de una o dos hijas, o tres… Aquello, y algo vimos, era tremendo; bueno, como los suelos, cocinas, cámaras, patios, corrales… O cuadras. Lo hemos comentado con Cari, que también conoció el percal en su recordado Malagón.

Y, luego, claro, la calle, que no eran las de hoy; las duras escobas artesanas (nuestro recuerdo a aquellas mujeres que las vendían en nuestro pueblo pregonándolas o llamando a las puertas) podían con todos los elementos habidos y por haber. Las aceras, lugar de juegos, truques, dibujos, sentadas… quedaban como los chorros esos del oro, y más, después de aquellos perfectos riegos, cubo en mano, y ágil movimiento de la otra mano. Recuerdos de un tiempo ya lejano, pero realmente entrañable. Y, al fin, le mencionamos a Cari a mujeres que conocimos y que dejaron su huella en estos y otros menesteres caseros, tales como Juana, una lavandera muy solicitada, cuyo esposo fue el campanero de La Solana durante muchos años; Agustina, tan tierna, y madre de un legendario futbolista local y de otros equipos manchegos conocido como “Buta”; Santiaga, incansable como todas, que solía llamar, como en esas películas antiguas, “ama” a la señora de la casa; o, entre muchas, a una mujer cuyo sobrenombre cariñoso era la “hermana Canena” que cosía, planchaba y hacía recados. Se irían, sin duda, bien servidas… Como otra buena que hubo en la posada de la Plaza Mayor; allí, entre muleteros, mieleros y tratantes de ganado, volaba casi en sus haciendas, hasta que se sentaba al fresco con los dueños.

Bien. Y nuestra manchega en Alcalá, Cari, seguía sirviendo. No en vano, empezó a los 12 años cuidando a una niña en su pueblo, y como vino la cigüeña, pues más trajín aún; hasta acostaba a los dos, y doña Flora, la señora, la tenía casi como una hija más, enseñándole a limpiar, lavar, hacer camas… Dice Cari que les estará toda la vida agradecida. Después de las colonias de Gal, aprobó un examen y entró en Avon, entre jabones y tantos buenos productos. Ya casada, la llamaban igual de un despacho de abogados que de portales cerca de su casa, o apartamentos en Madrid, otra vez. Y tan contenta, y orgullosa, le sirvió –el mejor servicio– para pagar las clases de sus hijos.

No habrá un monumento para aquellas, y estas mujeres, pero ya están tardando.

This article is from: