La Solana nº276 may-jul 2019

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Colaboraciones

La naturaleza que ignoramos Julián Simón López-Villalta

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ara mucha gente, la naturaleza en los alrededores de La Solana no es algo valioso. Como mucho, aprecian el valor de los espacios protegidos más cercanos y renombrados: el Parque Natural de las Lagunas de Ruidera, los Parques Nacionales de Cabañeros o las Tablas de Daimiel. Sin embargo, fuera de estas áreas de reserva, contamos con un patrimonio natural tan rico e interesante como ignorado e incluso despreciado. Vivimos rodeados de él, pero no sabemos verlo, y lo que no se conoce no puede valorarse ni respetarse como se merece. Por eso, escribo el presente artículo para GACETA en un intento de compartir con sus lectores lo fantástica que es la naturaleza en las inmediaciones de La Solana, como podría serlo la de muchos otros rincones de la Península Ibérica. Así pues, emprenderemos un viaje en el tiempo desde el abismo de los millones de años hasta el presente. Encontraremos criaturas insólitas en un océano que ya no existe y recorreremos junglas nebulosas primitivas, de camino a un mundo cada vez más parecido al nuestro. Hace unos 480 millones de años, La Solana era un mar poco profundo, próximo al polo sur de aquella edad. En sus aguas frías habitaba una sorprendente variedad de animales, entre ellos los trilobites, un grupo de invertebrados hoy to-

talmente extinguido. Deambulaban por la arena del fondo, dejando rastros cuyos moldes se observan hoy en algunas rocas de la Sierra de Alhambra, como sucede a lo largo de los Montes de Toledo y Sierra Morena. Estos fósiles, llamados Cruziana, aparecen frecuentemente junto a rizaduras de oleaje petrificadas, señales de que esas rocas, que hoy forman las cumbres de la sierra, son en realidad capas de arena costera transformadas en durísima Cuarcita Armoricana. Las playas donde se depositaron las arenas que dieron origen a estas cuarcitas habrían de desaparecer, dando paso a un escenario totalmente distinto. Saltemos ahora cientos de millones de años hacia nuestra siguiente parada, ya en tierra firme. Nos encontramos en Europa, hace unos 50 millones de años. Los grandes dinosaurios son ya un remoto recuerdo sepultado en las rocas, y la futura Península Ibérica es una región con grandes islas donde prospera una vegetación lujuriosa con aspecto de selva. En estas junglas, recorridas por las nieblas de un clima subtropical muy húmedo, predominan los laureles y otros árboles parecidos, por lo cual suelen llamarse laurisilvas. La sorpresa es que en los rincones más bien secos de esas laurisilvas encontraríamos… ¡encinas! Esas encinas primitivas, con sus hojas duras y perennes (hojas esclerófilas), son los antepasados de nuestras carrascas y

chaparros, árboles y arbustos que son verdaderas reliquias ecológicas de aquel mundo selvático. Junto con las encinas también había olivos, coscojas y muchas otras plantas típicas del monte mediterráneo. Sin embargo, nuestros montes desde luego son bien distintos de una jungla. La respuesta está en un cambio climático. Durante los últimos 10 millones de años de nuestro viaje, notaríamos que el clima se torna cada vez más hostil, más seco y fresco. Gradualmente, surgió en verano la sequía característica actual, y esto fue demasiado para las palmeras, los laureles, magnolias y sequoias, que perdieron la partida en la lucha por la existencia, en detrimento de una vegetación más adaptada a la sequedad. En los nuevos campos abiertos que surgieron con la retirada de las selvas, evolucionaron nuevos tipos de plantas extremadamente resistentes, como aliagas, retamas, jaras, romeros… Quizás el más tenaz de todos fue el humilde tomillo: los aceites aromáticos de sus hojas le ayudan a no deshidratarse, y de paso ahuyentan a los animales herbívoros. Además, la planta cambia sus hojas en verano por otras más pequeñas que pierden menos agua. Una mata de tomillo es capaz de dejar morir ramas enteras si la sequía así lo exige, concentrando su vida en los pocos tallos que pueden sobrevivir, conservando la vida a costa de perder partes de su propio cuerpo como haría una lagartija al escapar dejando su cola en

E n un pasado remoto, el paisaje predominante en el sur de Europa se parecía a esta imagen de una selva de laureles (laurisilva) actual en el macizo de Anaga, Tenerife. En Canarias han sobrevivido algunos retazos de estas junglas primordiales.

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Gaceta de La Solana


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