Colaboraciones Cartas desde el destierro
¡"Colaores" y lebrillos!
C
ontaba mi madre que la suya, mi abuela Gabriela, incluso tarareando, afinaba la mar de bien. Añadía que cuando ésta "hacía sábado" entonaba con desparpajo una sarta de seguidillas manchegas. Entre ellas, indefectible, la de "La rosa..." que comienza: En Manzanares, manzanas; en La Membrilla, membrillos; y llegando a La Solana: ¡"Colaores" y lebrillos! Como quiera que uno no haya sido del todo un manchego cabal -tan larga ausencia, aunque distrajo, no disipó mis señas identitarias-, padezco, con otras penurias, la ignorancia sobre temas comunes del acervo solanero; entre otros los referentes a datos, informes y reseñas de las artesanías solares de nuestra villa. Y por lógica, también las del laboreo del barro y sus alfares, de las que -es un suponer- serían avisadas prendas los "colaores" y lebrillos a los que canturreaba mi abuela. Opino -como probable- que nuestra modestia alfarera sólo fuera relativa, porque hasta la auxiliar wiquipedia recoge que tuvimos un cierto peso como resueltos alfares de cántaros, tinajillas, pucheros, botijos, lebrillos, barreños, orzas, tinteros y reputadas tinajas de vino. Con todo, mis nociones sobre la alfarería solanera se reducen a la presencia y uso de los útiles domésticos que conocí durante el año que pasé en La Solana con mis abuelos paternos, siendo yo un caballerete de unos cinco años. Acaparaba mi abuelo Ángel, en la despensilla anexa a la cocinona, una retahíla de orzas, pucheros, marmitas y tinajillas bien surtidas de vinagrillos, adobos picantes, salazones y aderezos. Supongo que su advertida calidad de "vocero" -marchante y especiero- le confería cierto pedigrí para aliñar con especias, hierbas y condimentos. Presumía de confitar en su tinajilla las mejores cebollas en vinagre del pueblo; y no debía ir descaminado por su esmero en elegir el tamaño de los bulbos -de leve color liloso-, fresca tersura y clemente grado de picor. Conocía el cabal tiempo de sazonado, y la justa medida entre pulgaradas de sal, pocillos de mosto y azumbres de vinagre. 68
Si las agridulces cebollas gozaban de justo aprecio, la orza de alevosas guindillas en vinagre que aderezaba era su Potosí. De hecho, en temporada, cuando verdes y curvadas -fieras dagas moriscaslas guindillas advertían su envero, mi abuelo elegía las de más torvo aspecto para colmatar con ellas -más un búcaro de mosto, otro de vinagre, un puñado de sal y sus cuitadas pócimas de druida oretano-, su explosiva y particular orza. Como no todo el monte es orégano y mi cristeña abuela Magdalena se quejara de lo muy especiado y picoso de la tinajera cosecha que atesoraba mi abuelo, se le
ocurrió la infeliz idea -con mi aportede aliñar, en una tina, media arroba de sabrosas -pero cuescudas- olivas cornicabra; aliñadas con apresto de dañina sosa que las dejó, de tan puro insípidas, casi tísicas. Ni que decir tiene que ni el aroma del atadillo de ajedrea y almoraduj, ni la fragancia del tomillo, hinojos y ajos, amén de la salmuera añadida reflotaron el escorado y sosote naufragio aceitunil. Peor, si cabe, resultó ser el regalo de Ferias con que mi abnegada abuela, sabedora de lo mucho que me gustan las berenjenas aliñadas, quiso obsequiarGaceta de La Solana