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Saeta
¡Ay, Virgen de la Esperanza! – Tú que escuchas con amor Oye mi oración, Señora – y sáname el corazón.
El cante salía de un balcón de la calle Larios y llenaba los alrededores callando los gritos y ruidos del gentío que abarrotaba aceras y rincones para contemplar a su Virgen de la Esperanza, tan querida en toda Málaga. Avanzaba por la calle con el suave balanceo que solo los costaleros malagueños saben imprimir a los tronos que procesionan.
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¡Qué voz tan maravillosa! Carlos sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Era una voz plena, rotunda, con una emoción tan desgarradora que se metía en el alma, impregnando, a quienes la escuchaban, de toda su intensidad. Miró hacia el balcón para descubrir a la cantaora y… ¡No podía creérselo! ¿De veras era ella? ¿Candela, su “hermanita”?
No podía ser que semejante torrente saliera de aquella niña que tan bien conocía. (¿O que creía conocer?) Carlos empezó a pensar en la relación que los unía.
Sus familias eran vecinas y siempre tuvieron una buena amistad. Cuando nació Candelita Carlos era un muchachote de nueve años y, como era hijo único, sintió cierta curiosidad por su vecinita. Pasados unos meses la niña expresaba sin ningún reparo su preferencia por él: Sus mejores “ajos”, sus risas más sonoras, los alegres pataleos y manoteos con qué celebraba su llegada, no dejaba lugar a dudas. Y a Carlos no le quedó otra opción: Se rindió totalmente ante los encantos de la pequeña.
¿Os acordáis del primo de Zumosol? Pues en eso se convirtió él para su “hermanita.” Durante toda su infancia fue su paladín, su guardián, su defensor en la calle, en el parque, en el colegio… Y Candela creció confi ada y feliz a la sombra de aquel fi el guardaespaldas. Las cosas empezaron a cambiar cuando Candela llegó a la adolescencia. Ahora le molestaba tanta protección, tanta vigilancia: “Pero ¿no ves que ya soy una mujer? No me trates como a una niña” Carlos no hacía caso de sus rabietas y la embromaba constantemente sin tomarla nunca en serio, llamándola abuelita cuando intentaba mostrarse como una mujer. Estaba tan metido en su rol de hermano mayor que tampoco se enteró de como Candela se estaba enamorando día a día. . ¡Los hombres! ¡Son tan tontos! Y así siguió pasando el tiempo: Él empecinado en lo suyo, ella enferma de mal de amores.
Todas las señales que Candela le enviaba chocaban irremisiblemente contra el muro de su empecinamiento. Hasta que, desesperada, aquella Semana Santa, decidió recurrir a su Virgen de la Esperanza. Y le cantó…
Cuando se encontraron de nuevo Candela supo enseguida que su Virgencita había escuchado su plegaria: La mirada de Carlos era interrogante y dubitativa, pero había algo más: Por primera vez se sintió mirada, reconocida y admirada como mujer, como la real hembra que era y que nada tenía que ver con la tierna “hermanita”.
¡¡Maravillas que pueden surgir de la magia que impregna la Semana Santa malagueña!! Leonor Morales