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El baile de las monjas

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El Donostia

El Donostia

En los años 50 y 60 de nuestro (tan añorado) siglo XX, la juventud disponía de escasos alicientes, por no decir ninguno, para pasar los días de ocio y divertimento, que al mismo tiempo sirvieran para que las parejas incipientes se relacionaran y convivieran con el entusiasmo propio de la edad.

Las chicas iban en pandillas por su lado y los chicos por otro, en grupos afines, unas veces por vecindad, por cuestiones laborales o de tipo gremial.

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Mérida siempre fue una ciudad especial, con sus laberínticos caseríos entre los que sobresalían las elegantes torres eclesiales, sus palacios de patios porticados, al lado de las casas enjabelgadas, en callejas misteriosas y jardines con aromas a acacias, geranios o a azahar, que impregnaban el aire y la tierra. La postguerra se diluía poco a poco, quedando aun residuos de su negativa influencia.

Solo las tardes de baile y los obligados paseos por la calle de Santa Eulalia tenían además de los bares, capacidad de convocatoria, y alrededor de su llamada nacieran la mayoría de las parejas que un buen día se convertirían en matrimonios o noviazgos interminables.

Pero el baile organizado estaba en manos de un monopolio y tiranía, de unos propietarios de la única sala con capacidad de aforo suficiente, solvencia y orquesta, para atender a la expectación que generaban los fines de semana y festivos. El “Maravillas” o el “Chacha” como también se le conocía, se dejaba influenciar por la moralina existente, con su poderío, ofrecían a su joven clientela un trato en muchos casos vejatorio y de abuso de poder, excluyendo a todo el que creían que no era merecedor del privilegio de gozar de su espacio, y los sones de la “Orquesta Carmona”, propietarios de la sala, que dicho sea de paso, no eran ningún primor, pero a falta de pan…

Llegaban a parar la canción en pleno baile, para señalar a través de micrófonos, a aquella pareja que, en el calor del ritmo, consideraban que se estaba pasando en efusiones o algún beso furtivo. Naturalmente era una situación de una violencia moral insoportable, sobre todo para la pobre chica, señalada públicamente como si fuera una descocada. Los comentarios de la mayoría eran de desaprobación a la empresa, pero era tan frecuente esa situación, que un grupo de ocho o diez intrépidos jóvenes, acordaron crear una asociación que promoviera el baile fuera de ese circuito. Eran profesionales entre los que abundaban los carpinteros, por lo que acordaron que se denominaría “El Serrucho”. El primer paso estaba dado, pero ahora faltaba lo más importante, el sitio, orquesta y organización.

El lugar se encontró rápido. Los padres de uno de los componentes poseían una casa de grandes proporciones con un enorme corral y acceso al mismo por otra calle. Fue generosamente cedida para ser utilizada de inmediato, una vez solventadas algunas pequeñas reformas, decorada y adecentada con plantas suficientes, luz, aseos preceptivos y dignos, sillas y mesas alquiladas y por techo el cielo y las estrellas.

A medida que pasaban los días, todo se iba cuadrando y el proyecto que al principio parecía imposible de realizar, con el entusiasmo de unos y otros alcanzaba sus metas. La orquesta se habilitó con mucha rapidez también. Enterado Fernando Cordero, invidente, vendedor del cupón diario, conocido por todos como Don Fernando, músico que tocaba el acordeón con maestría, y su esposa Esperanza se brindaron a tocar de forma gratuita. Don Fernando, era el compositor del famoso pasodoble a Mérida y tenía un repertorio bastante amplio. Poco a poco se preparó el baile y todo quedó listo.

Cuando los jóvenes conocieron la noticia se organizó un revuelo importante y el local se llenó a tope, pero no solo ese día, sino todos los fines de semana. Tanto fue el éxito que los propietarios del “Chacha” fueron a entrevistarse con el alcalde Francisco López de Ayala y manifestarle que iban a cerrar por falta de asistentes, despidiendo a camareros y personal, y quedando las monjas del Asilo de Ancianos sin el donativo que les proporcionaban todas las semanas. El alcalde tomó la decisión de cerrar el baile de la peña “El Serrucho”, por ser el más nuevo y no dar beneficios sociales.

Julio Prieto que era el encargado de los asuntos oficiales de la peña, explicó al secretario particular del alcalde Julián Olivas, todo el proceso, y este señor le comentó que había más monjas en Mérida, que hablaran con ellas y les ofrecieran ayuda, pues a excepción de

esto, los impuestos los pagaban todos, impuestos municipales, sociedad de autores, etc, por lo que no había problema alguno, aparte de la ayuda de las monjas que estaban necesitadas. Las monjas de clausura vivían pobremente de los frutos de su huerta, de los dulces que elaboraban y del trabajo del bordado y encuadernado de libros que realizaban de forma primorosa. La tarea se le encomendó a Julio Prieto, para dialogar con ellas y ofrecerles una ayuda generosa. El joven, que no había hablado jamás con unas religiosas, se preocupó bastante, pero enterado de donde tenía que ir y a quien debía dirigirse, fue y después de presentarse en el torno, le abrieron la puerta que daba acceso a una reja, encontrándose con una monja. El tema era peliagudo, pues convencer a unas monjas de clausura de que les ofrecían un donativo procedente de un baile, no era fácil, pero Julio lo debió enfocar inteligentemente, que no era contrario a la costumbre juvenil, y la superiora, sin prometerle nada, le contestó que lo consultaría con la congregación.

No sabía si tendría éxito, pero al salir por la puerta, volvió a mirar a la superiora más animado y le dijo: -Madre, yo no he hablado nunca con una monja, me daban un poco de miedo y respeto que no me entendieran y creía que eran más raras.

La monjita estuvo a punto de reírse con fuerza, se dio cuenta que eran formales y no había nada de pecaminoso en el deseo de relacionarse con el baile, era menuda de cuerpo, hermosa de rostro, con rasgos finos y regulares y modales muy agradables. A los pocos días el alcalde estaba informado de la entrevista y del donativo de 25 pesetas, y llamaron a Julio Prieto para decirle que el asunto estaba solucionado, que bailaran cuanto quisieran, sin formar escándalo que hubiera que sancionar. Lógicamente debían cobrar alguna cantidad para hacer frente a los gastos, que fuera razonable y para no pagar a Hacienda por tener taquilla, hacían un ticket, con un número y por detrás a lápiz ponían el nombre del interesado en bailar. Los varones que eran los “paganos”, en esta época en la que no se conocía el paro, todos trabajaban y pagaban sin problema de acceso. Las chicas eran casi todas procedentes de los oficios más comunes: Peluqueras, modistillas, dependientas del comercio y algunas estudiantes, es decir, un ámbito social, discreto y educado de clase media.

Lógicamente había otro sector menos favorecido, compuesto por chicas de servicio, empleadas de limpieza y otras procedentes de los pueblos de la periferia de Mérida, que también tenían derecho a divertirse y buscar pareja y organizar sus fiestas, aunque el ambiente era sensiblemente inferior, también en los hombres. Las peleas y las trifulcas eran más frecuentes y al lugar, ubicado en una nave de la barriada de San Juan, se conoció por esta razón como “El Arrancapelos”, por las peleas femeninas.

Pero hay que reconocer que la Peña “El Serrucho” tuvo un papel importante en el momento de democratizar el baile, que pasó de ser exclusivo a estar alcance de casi todos. Luego vendrían los guateques domésticos, “pick-up” y tocadiscos, vinilos, CDs y otros artículos para ambientes más privados.

El primer paso ya estaba dado, lo demás es otra historia...

Pedro Pablo Serrano Bergas

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