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Literatura de nuestra Semana Santa
Nazarenos de asiento
La cosa -el asunto, suceso, acaso misterio- comenzaba aquellos días de vacaciones con el postre, en la comida. Normalmente, naranja. El padre se la pelaba a los peques. Y los demás cometíamos crimen directo contra la pobre cáscara o piel de cítrico. Aquel día no hubo discusión sobre si era piel o era cáscara. Lo que sí admirábamos todos era el helicoide perfecto de polo a polo que lograba mi padre en tal arte. La naranja, entendida metonímicamente como postre, ya era el final de algo. Inmediatamente, comenzaría el siguiente tiempo de la jornada: la tarde, y con ella los preparativos de “ir a ver la procesión”. El misterio comenzaba a retemblar. Eran vacaciones, ya dije, y no había que apresurarse para estar en el cole a las tres. Las 15 horas del día. Además, las tardes eran ya largas, y comenzaba a oscurecer a las ocho. A las veinte horas. Yo comenzaba a saber esa traducción del ciclo de las 12 horas al de 24. Y ya iba distinguiendo unas procesiones de otras. Las agrupaba según características personales.
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Con la mesa recogida por mi madre; pues éramos varones pertenecientes al antiguo régimen, dábamos ya en esperar la hora de la merienda, que sería el pórtico para vernos en la calle, a la busca y captura de sillas para ver la procesión, la que tocare. La crianza se desparramaba por la casa, cada cual buscando su entretenimiento. A veces, por parejas. Si no era tiempo de prohibición, algún par de hermanos jugábamos a los botones. Al fútbol de botones. Un botón de bragueta hacía de balón. Portero y defensas eran botones de abrigo de señora. Y de medios y delanteros, ligeros botones de vestido de señorita. Con algo plano y liso, algún botón raro o pulido, se apalancaba al botón-jugador que le hacíamos participar. Hubo mucha creatividad en los diseñadores de botones en aquel tiempo. Tras alguna riña, o incluso pelea, por parte de los contendientes, se acababa el partido con intervención de la autoridad suprema. Alguno que otro había leído en ese tiempo tebeos de Hazañas Bélicas, que ya no eran de alemanes e ingleses, sino de norteamericanos contra japoneses. Los dibujaba Boixcar. Y eran catalanes. El interregno terminaba cuando la madre llamaba al primero. Por orden, de uno en uno, íbamos pasando por la ducha, y merendando: pan con chocolate. Luego, era ponernos los jerseys hechos a punto con lana comprada, bien por mi madre, bien por las tías: unas artistas en eso. Antes de salir, íbamos pasando a ser peinados, con agua de colonia. Al fín, salíamos. Se daba un pequeño rodeo, a fin de no esperar mucho sentados. Por la calle, nos cruzábamos con los nazarenos, que iban convergiendo hacia la parroquia de donde salía ese día la procesión. Los había de tres clases: los de fila, con el capuhón doblado bajo el brazo, los mayordomos, con la vara en la mano, paralela al suelo, y capuchón asimimo bajo el brazo. Y, por fin, estantes, con su falda corta, de la que sobresalían las enaguas y sus calcetas de punto, con los bordados bien lucidos y coloristas. Nunca nos atrevimos a pedirles caramelos fuera de procesión. Eso era rito interno al desfile. Un caramelo fuera de cortejo sería como un caramelo en verano, por ejemplo: un caramelo sin importancia. No contaba.
Al fin, llegábamos a determinado punto del recorrido. Nos introducíamos en el torrente de personas, y buscábamos acomodo. Si había tráfico de gente en ambos sentidos, es que quedaba mucho aún para el comienzo. Mi padre solía buscar asiento, cuando ya veía a los carros de caramelos y juguetería para chiquillos. Aquello ya era síntoma de procesión. Al poco, estábamos sentados. Casi todas las sillas, llenas. Para aquel entonces, ya la dirección de los transeúntes en la carrera era de un sentido únicamente: el mismo del desfile pasionario.
Acostumbradamente solía suceder alguna pelea entre las mujeres dueñas de las sillas por los lugares ocupados por otra, y que creían suyo. Eran sillas domésticas, de las casas de las dueñas. Y no había billetes, ni nada. Las bocinas que vendían los de los carros atronaban por doquier. Y las luces municipales de la noche ya iluminaban las calles.
La señal definitiva de que la procesión estaba al caer, la daban los mismos carros, que pasaban en tropel por delante de nosotros, huyendo de la procesión. Entonces, y sólo entonces, comenzaban a escucharse los tambores lejanos de la banda de apertura del sacro y nocturno cortejo. Todos nos arrellanábamos en los asientos. El suceso, caso, cosa o misterio estaba a punto de empezar.
Aparecían los urbanos a paso quedo. No necesitaban espantar a nadie. Todos sabían que iban abriendo paso. Y respetaban la línea que marcaban con sus andares. Las cornetas de apertura sonaban ya inminentes. Estábamos ya en el misterio. Era de noche, y comenzarían a llegar las filas de nazarenos.
Tras de la banda, a distancia de respeto, aparecía el pendón de la Cofradía, que, según el día, era de una forma u otra: pendiente de una travesera izada en férreo palo de respeto. O liada en asta. Algunos cordones de oro pendían laterales, y sendos monaguillos, absolutamente envidiados por todos, los recogían en sus manos. Otros portaban incienso, que ahumaban como posesos.
Y comenzaban a pasar los nazarenos, con sus faroles, de los que pendían tiras de cera irregulares y caprichosas. Un silencio relativo se hacía en la nazarenía sentada, que aún no echaba las consabidas fotos. Por lo menos de manera ostensiva como después sucedió.
El sonido seco, breve y potente del golpe del Cabo de Andas se escuchaba tras de alguna esquina, anunciando que el primer paso estaba a punto de llegar. Inmediato al golpe serio sobre la santa madera, comenzaba a escucharse la primera marcha pasional. La banda de música que acompañaba al paso había comenzado a poner sonido trágico a la noche. •••
(Continuará)
Santiago Delgado
Escritor