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Capital del turismo “rural” ANA MÁRQUEZ CABEZA

CAPITAL DEL TURISMO “RURAL”

“La ciudad no es para mí”, sentenciaba Paco Martínez Soria, el pueblerino por excelencia del cine español, en una divertida película de 1966. Hasta hace muy poco, el término “rural” se consideraba prácticamente un eufemismo, un blando sinónimo de “atrasado”. Quizás porque todas las modas, los avances, las vanguardias, llegaban a los pueblos, si es que lo hacían, con al menos cinco años de retraso. El pueblerino era, a ojos de una buena parte de la población urbana, un hombre elemental, primario, un digno trabajador en las labores del campo, sí, pero también tosco y cerril… Un cateto con boina y alpargatas. Poco importaba si esto era un injusto cliché o una realidad comprobable, así es como nos veían y punto. Ahí está el cine español de los sesenta, setenta y ochenta para dejar constancia de la opinión colectiva. Pasaron los años, las abarrotadas ciudades se volvieron insufribles ratoneras, llegaron las emergencias climáticas y los movimientos ecologistas, se exaltaron las indudables bondades de la naturaleza hasta extremos, a veces, rayanos en el delirio, y la gente comenzó a mirar el campo con otros ojos. El aumento del interés por los pueblos fue directamente proporcional al aumento del odio a los plásticos y los hidrocarburos. Los pueblos están más libres de gases nocivos, se supone. Son más naturales, más tranquilos, más sanos… Se supone.

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Quiero que el lector entienda que soy consciente de las sensibilidades que puedo herir con mi artículo. Pido disculpas de antemano, pero también quiero que el lector entienda que la primera que se siente ofendida con esta situación soy yo misma. Ojalá no me viera obligada a escribir sobre este asunto nunca más. Aclarado esto, contaré una pequeña historia:

En 1993 asistí a la boda de un familiar. El lugar elegido para el banquete era, como es habitual, amplio y confortable. O eso me pareció hasta que necesité ir al baño. Simplemente, no había baño. Es decir, lo había, pero no para todos. Los de siempre fuimos olvidados en los planos del arquitecto. No quiero cansar al lector con términos médicos, pero el reflejo de la micción en los lesionados medulares desencadena toda una serie de alarmas neurovegetativas que no cesan hasta que la micción se produce. Este trastorno se llama disreflexia autónoma, es una urgencia médica, es aterrador, y yo tampoco me quiero cansar describiéndolo. Solo diré que cuando al fin pude llegar a casa, sudaba como un corredor de fondo, tenía la tensión arterial en 160 y las pulsaciones en 40. Ni que decir tiene que jamás volví a aquel local.

Año 2021. Otra celebración familiar. El establecimiento elegido en esta ocasión no puede ser más sublime. No le falta detalle: en cada rincón veréis una chuchería pintoresca que embellece el local dándole ese aire “folk” tan demandado por el turismo exterior. Todos me aseguraron que el lugar “tenía que estar (en buena lógica) completamente adaptado” y con esta confianza acudí al evento. Pero no es cierto. El baño, oh, sorpresa, no está adaptado. La historia se repite y, para evitar que el fantasma de la disreflexia volviera a aguarme la fiesta a mí y a los míos, tuve que hacer auténticos equilibrios, unas maniobras que se pueden llamar como ustedes quieran, pero el adjetivo que mejor les cuadra es “humillantes”.

Y no es justo, señores. No es justo que un olvereño en silla de ruedas tenga que mantenerse siempre cerca de su casa, como el astronauta debe mantenerse cerca de la nave, si quiere evitar una catástrofe. No es justo que tantos establecimientos públicos (y estoy hablando de tiendas, bares, bancos, clínicas, iglesias…) tengan, todavía, escalones en la entrada. No es justo que tantas aceras, reducidas a su mínima expresión precisamente en los puntos de más densidad de tráfico, parezcan, además, auténticas pistas de carreras de obstáculos, plagadas de grietas, agujeros, desniveles fácilmente reparables, etc., cuando sí hay recursos para hacer impecables carriles bici (pero, claro, hay más bicis que sillas de ruedas). No es justo que donde sí hay ascensores, sean tan diminutos que parecen ataúdes verticales con apenas espacio para la silla, una auténtica invitación a la claustrofobia. Nada de esto es justo, señores. Nunca lo fue.

La primera vez que escribí sobre los fallos de accesibilidad de Olvera fue en el Boletín de Información Municipal cada dos meses. Yo tenía poco más de veinte años. He seguido denunciando estas anomalías durante varias décadas en revistas, periódicos y todos los formatos que se me ponían a tiro. Ahora ya tengo más de cincuenta y he visto cambios, pero, como pueden comprobar, no son suficientes.

Repito que la primera que lamenta todo esto soy yo misma. Lo siento de corazón pero, por muchos títulos que nos otorguen y por muy viral que se vuelva la bellísima silueta de Olvera, mientras me siga sintiendo obligada a salir a la calle con la precaución de no alejarme demasiado de casa o con miedo a no volver entera, para mí, este hermoso pueblo nuestro seguirá siendo eufemísticamente “rural”, en su más rancio y antiguo significado. Es decir, elemental, primario, tosco. Irremediablemente atrasado.

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