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El deber de celebrar, de José María Contreras Espuny

El deber de celebrar

La feria abogará por nosotros cuando llegue el día del Juicio y compensará algún que otro pecado. “Buenos del todo no son –comentan entre sí los ángeles– pero al menos tienen la feria”. Y si nos defenderá llegado el momento es porque con ella cumplimos el deber de celebrar, que agrada a Dios; y le agrada especialmente porque la feria no tiene pretextos: no se acoge a ningún patrón ni conmemora efeméride de ningún tipo, y eso la convierte en una fiesta de agradecimiento a discreción, en un brindis a la totalidad.

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Puede que en su origen tuviera algo que ver con el mercadeo de ganado, pero ya me dirán lo que importa eso hoy en día. ¿Qué se celebra entonces? Todo. Se celebra cuanto nos rodea, todo lo que podría no haber sido y, sin embargo, es; se celebra este mundo que hemos recibido y todo lo que en él tiene materia, sabor, color, volumen… todo lo que abulta, todo lo que, cuando le da el sol, proyecta sombra. La feria es una forma de agradecer el milagro de estar aquí, un homenaje a la Creación. ¿Estamos vivos? Sí. ¿Es feria? Sí. Pues vístete de flamenca que nos vamos.

No obstante, he de reconocer, con peso en la conciencia, que no soy yo el mejor feriante. De hecho, apenas la merezco. Podría justificarme con los niños: bajar con las criaturas significa inmolarse. La gente festeja y derrama la manzanilla, mientras tu mujer y tú tiráis de los niños como bueyes desfallecidos –ganar un metro no fue más difícil en las playas de Normandía–: no te alejes, no toques eso, no te sientes ahí, no le pegues a tu hermano... Y lo que gastaras en vino o whisky –que para eso está el dinero–, hoy se va en globos de la patrulla cansina y en dar picadero a unos ponis que ya no son de carne, sino que ahora los traen directamente de un futuro posapocalíptico dominado por máquinas.

Pasas por la barca vikinga, pero no te montas porque se te ha pasado el tiempo y a tus hijos aún no les ha llegado. Desde abajo miras con nostalgia a aquel hombre que viene cada año desde un país arrancado del migajón ruso. Sigue apoyado en la barandilla, pulsando con desgana el botón que hace oscilar la barca hasta mostrar los neumáticos que la repelen. Y llega hasta arriba y, por un feliz instante, flotas, mejor dicho, flotabas. Ese hombre, custodio del botón, se apiada siempre, pero lo interesante es que podría no hacerlo, que si quisiera, pulsaría más y la barca saldría por los aires y surcaría Osuna hasta quedar ensartada en la torre de la Merced. Pero no, no quedarás ensartado porque llevas a los niños, y los niños se te desmandan, y caen de boca en el albero para llorar lágrimas amarillentas que crean surcos en sus rostros polvorientos. Y vas a la caseta y cuando el mayor decide ducharse con fanta de naranja, piensas que ya está bien, que ya habéis cumplido.

Triste y legalista la feria de los padres. De cualquier modo, decía más arriba, no es excusa en mi caso porque antes de tener niños tampoco fui un feriante como Dios manda. Llegaba el primer día ansioso y atropellado, cogía una borrachera como un castillo y me pasaba el resto de días atrincherado en casa, cruzando una resaca larga, penosa y cuaresmera. Acaba la feria habiendo cosechado más tristezas que alegrías. Una impiedad.

Sin embargo, me consuela pensar en algunos amigos que tengo, aventajados de esta virtud: los auténticos e irreductibles feriantes, los que, cuando ven a alguien que deserta buscando playa, se frotan los ojos sin dar crédito y luego se santiguan para que no les salpique la herejía. Son aquellos cuyo corazón crepita al pasar por el parque y ver que ya se levantan los esqueletos tubulares de las casetas; aquellos que, para no desatender la feria, dosifican su hígado y su garganta, o que sencillamente no tienen nada que dosificar porque son incombustibles; los primeros que llegan, los últimos que se van; los que no dejan un resquicio a la resaca; los privilegiados de la alegría que empiezan a gastarla el miércoles y el domingo aún les dura.

Para disfrutar de esa manera hace falta, además de un cuerpo granítico, un espíritu agradecido y gozoso, una fascinación por la vida que, estoy seguro, halaga a Dios, no en vano se tomó la molestia de crear todas estas cosas en que la feria se recrea.•••

José María Contreras Espuny

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