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Albaicín

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Granada de compras

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ALBAICÍN Albaicín

Como una ciudad que habita en otra ciudad, el Albaicín se levanta y vive contemplando desde su altura las zonas bajas de Granada. Extrañado, las más de las veces, del raro vivir de sus paisanos.

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De siempre fue así o al menos, ya que de su pasado ibérico y romano poco sabemos, desde su última fundación en los primeros años del siglo XI, cuando sus habitantes tuvieron que abandonar la Elvira de la Vega y subir la colina para buscar defensa en los turbios tiempos de la caída del califato de Córdoba. Desde entonces, y protegidos por la vieja muralla que desde la puerta de Elvira sube por la cuesta de la Alhacaba, los albaicineros continúan contemplando lo que abajo ocurre con un cierto escepticismo y lejanía.

También quizás por eso, se acostumbraron los albaicineros a que en sus decisiones y, sobre todo, en sus acciones, Granada no influyese demasiado.

Aún hoy cuando un vecino traspasa los límites del barrio, comenta: “he bajado a Granada”.

Como si a una ciudad distinta se hubiese dirigido, y cierto es que siempre fue distinta. Granada y su Albaicín, decían siempre las crónicas de la Reina Católica, otorgándole estatuto real a una extraña relación que el tiempo ha relajado. Durante siglos fue la capital de uno de los reinos más importantes de Europa y cuando con el tiempo la ciudad bajó de la colina, cruzó el río y se extendió por la vega, el Albaicín siguió siendo Medina, con su Mezquita aljama y la estructura administrativa propia de una ciudad islámica. De entonces para acá, sigue siendo la misma y sigue siendo distinta, resistiéndose a cambiar con su fortaleza que reconforta a unos y exaspera a otros. Sobre todo al rey Fernando que, con persistencia aragonesa, mandaba una y otra vez destruir voladizos y ajimeces, tirar las calles a cordel y abrir las plazas para dar mayor ornato a la ciudad.

Poco éxito tuvo con el barrio aquel rey que, por lo visto, consiguió unificar España pero no pudo en el Albaicín hacer las calles rectas. Hay barrios parecidos en ciudades andaluzas convertidos en selectas piezas del pasado que se exhiben

en un museo de lo urbano. Se diferencia el Albaicín de ellos en que está vivo y sigue sin renunciar a ser distinto. Es posible que sus calles hayan cambiado con el tiempo y sean algo más anchas y rectas, tenga algunas plazas más y sus mezquitas sean ahora iglesias y conventos. Es posible también que sus cármenes, perfecta mezcla de jardín y huerto, no sean las originales viviendas, aumentadas en tamaño por la despoblación que trajo la conquista. Sus habitantes también habrán cambiado pero, en el fondo, sigue siendo la vieja Medina donde la gente se saluda al cruzarse por las estrechas callejuelas y toma el sol en la recacha de sus plazas cuando llega el invierno. Subir las cuestas del Albaicín y llegar a plaza Larga o a la placeta de Aliatar o la calle Panaderos es entrar en un nivel de civilización que en otros lugares ya no existe o que quizás nunca existió. Entrada que sólo perturba la presencia de algún automóvil que no termina de entender que los coches no tienen sitio en la civilización, ni en el Albaicín.

Las formas de acercarse al barrio dependen siempre de lo que se busque. Lo habitual es buscar sus miradores desde los que la ciudad baja y su entorno se ofrecen como capítulos separados de la historia, desde la Lona, junto a San Miguel bajo, la ciudad cristiana va señalando con sus cúpulas y torres los hitos de la ocupación castellana y los usos posteriores de la ciudad.

Desde San Nicolás o Carvajales, la Alhambra y su alcazaba; espléndidas en la cercanía y en el privilegio de la perspectiva. Desde San Cristóbal, la visión se amplia con la vega, Sierra Nevada y la muralla que el palacete de Dar-al Horra interrumpe. Por fin, el Albaicín más íntimo, el que se encierra ensimismado y eterno, como si aún las tropas castellanas no fuesen más que un peligro lejano que de vez en cuando recorre la vega para asolar sus huertas. Es el Albaicín que se descubre desde la ermita de San Miguel, desde la Cruz de Rauda, desde San Luis o la venerada de Pinchos ya en dirección al Sacromonte.

Se busca también del Albaicín la historia escrita en sus piedras, en sus edificios que suelen ser la mayoría de carácter religioso, como la iglesia del Salvador que conserva aún la pureza del patio de abluciones de la mezquita mayor de la Medina, o como la mezquita del Morabito construida en el siglo XI y hoy iglesia de San José, que con la alcazaba Cadima y el Bañuelo, en la carrera del Darro, forman los restos más antiguos de la ciudad.

El convento de Santa Isabel la Real, misterio enclaustrado al que se accede por un compás de humilde apariencia, encierra en su interior una de las portadas góticas más interesantes de Granada. Entrar en la iglesia, sólo cuando la suerte coincide con el horario de misas, puede convertirse en una experiencia inolvidable.

También se pueden visitar el convento de las Tomasas y el de San Gregorio subiendo Calderería o, de nuevo en el Darro, la casa de Castril, hoy museo Arqueológico y cercano al convento de Santa Catalina de Zafra que fundó el que fuera secretario de los Reyes, don Hernando de Zafra, y más abajo el puente del Cadi. En todo caso, no se puede hablar de piedras, de edificios en el Albaicín, si no se conocen las auténticas joyas que reflejan la forma de vivir de una ciudad que es irrepetible, me refiero a la arquitectura doméstica del barrio, a sus casas que también son variadas y distintas. Las hay con patios columnados que rematan capiteles nazaritas y las hay con simples machones de ladrillo. Suelos empedrados en los jardines o la tierra roja que se despierta en fuentes escondidas entre arrayanes y granados.

Higueras y jazmines junto a la parra, siempre la parra cargada de fruto que rondan en verano las avispas. Y sobre todo, los cipreses góticos que dan sostén a las terrazas y clavan la colina al fondo de la tierra Las casas del Albaicín engañan como lo hacen las fachadas romanas; al exterior, humildes muros blancos pintados de vejez y olvido. El interior, el más sofisticado de los espacios habitados. Casas con nombres propios, el carmen del Agua, el de los Cipreses, la casa Yanguas…, entrevistas o imaginadas tras las cancelas cerradas, porque en el Albaicín la intimidad es un valor sagrado.

También hay otras que son más palaciegas y anuncian en sus fachadas el linaje de sus habitantes, como la casa de los Pisas o la del Almirante de Aragón. Algunas son oficialmente importantes como la de los Mascarones en la calle Pagés o la de Dar-al-Horra, palacio de la Sultana que, también, y si la suerte acompaña, se puede visitar. Y tras las piedras, la vida que palpita en plaza Larga, junto al arco de las Pesas, donde a diario se respira un aire que transmite el acontecer cotidiano del barrio y que hace innecesario leer la prensa para enterarse de lo que pasa en el mundo, si es que el mundo existe más allá de las murallas.

Buscando también se llega a Calderería, ya cerca de la Calle Elvira y de Plaza Nueva, límites del barrio hacia Granada, donde el Albaicín recupera su vieja costumbres de la tolerancia y la religión de cada cual no es más que el acento particular de un lenguaje común. Como hace años, como hace siglos.

Estos últimos años se han recuperado y abierto al público el valioso patrimonio hispanomusulmán como la Casa de Zafra, la Casa Morisca Horno de Oro, el Palacio de Dar-al-Horra o el palacio de los Olvidados, espacio de la cultura sefardí. Más Info: www.granadatur.com

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