Guerra Fría, los vencedores de la Segunda Guerra Mundial perdieron el interés por los criminales de guerra. Muchos habían desaparecido entre los millones de europeos que intentaban reconstruir sus vidas; otros, intuyendo el peligro, habían abandonado el continente sin dejar rastro.
Pero hubo también un grupo de hombres y mujeres que se negó a que los culpables quedaran impunes, y los persiguió por todos los rincones del planeta: los fiscales de Núremberg y Dachau; el juez polaco que llevó el caso del comandante de Auschwitz; el juez alemán que obligó a sus compatriotas a enfrentarse a la realidad del Holocausto; los agentes del Mossad que secuestraron a Eichmann; y la oficina del Departamento de Justicia que buscaba a los nazis que habían rehecho tranquilamente su vida en América.