Miguel Ángel Almodóvar
Azúcar El enemigo invisibe Manual de instrucciones para enfrentarse a los nocivos efectos del azúcar
bienestar
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© del texto: Miguel Ángel Almodóvar Martín, 2017 © de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L. Deu i Mata, 127, 08029 Barcelona www.arpaeditores.com Primera edición: noviembre de 2017 ISBN: 978-84-16601-56-1 Depósito legal: B 21683-2017 Diseño de cubierta: Enric Jardí Maquetación: Estudi Purpurink Impresión y encuadernación: Cayfosa Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
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ÍNDICE Introducción
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Historia de la investigación médica sobre el azúcar Apuntes decimonónicos
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La dieta de Banting
14
El azúcar y la diabetes en los albores del siglo XX 18 Los dos abordajes tradicionales de la obesidad
19
La teoría metabólica de Yalow y Berson
23
La baza de Atkins
26
Yudkin y su demoledora definición del azúcar
29
La cruzada personal de Taubes contra el azúcar
31
Ciencia sepultada bajo los intereses del lobby azucarero
35
¿Es posible que tal escándalo se repita en nuestros días? 40 Los problemas de salud derivados del azúcar
Azúcar y síndrome metabólico
48
¿Por qué nos engorda el azúcar?
51
La percepción social de la obesidad
59
Cómo medimos sobrepeso, obesidad y riesgos
62
Documentales sobre el azúcar y la obesidad
63
Las enfermedades más comunes derivadas del consumo de azúcar
68
Factor de toxicidad
91
Una droga adictiva
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Disidencias a favor
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Conocer al enemigo ¿Por qué se añade tanto azúcar a los alimentos procesados? 114 La búsqueda del «punto de felicidad»
119
Los límites saludables en el consumo de azúcares añadidos
120
¿Por qué nos gusta tanto el azúcar?
123
Una inspiradora infografía
127
Qué hacer como individuos Volver a comer comida
129
El azúcar y la fruta
143
Sustituir el azúcar por edulcorantes
158
El etiquetado nutricional
171
Cómo superar la adicción al azúcar
185
Quemar el azúcar
193
12 recetas de postres deliciosos… sin azúcares añadidos
206
Qué hacer como miembros de un colectivo Las medidas fiscales de gravámenes e impuestos
221
La dura lucha contra el lobby 235 Conclusión. Esta guerra la vamos a ganar
244
Adenda para curiosos: una historia del azúcar
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Bibliografía selecta
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Introducción Este es un libro de nutrición y salud, lo cual podría considerarse un pleonasmo. Hace más de veintiséis siglos, Hipócrates, médico de la antigua Grecia, sentenció que somos lo que comemos y que el alimento ha de ser la principal medicina y el fundamento, por presencia o ausencia, de la salud humana. Desde entonces, la idea se ha ido afinando y perfilando. Con el tiempo fuimos descubriendo que no somos lo que comemos, sino lo que del alimento asimilamos; recientemente hemos descubierto que somos la suma de lo que comemos nosotros y de lo que come nuestro microbioma, un ecosistema formado por cien billones o cien millones de millones de microorganismos alojados en nuestro sistema gastrointestinal. Podría parecer que tales hallazgos han ido generando complejidad y propiciando el barullo, pero, por el contrario, estos descubrimientos y conocimiento acumulativo nos han venido a explicar que nuestra salud y calidad de vida, así como nuestro disconfort, malestar o enfermedades más o menos cronificadas dependen de unos determinados alimentos y de las combinaciones entre ellos.
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En este libro el lector va a descubrir que el azúcar, tradicionalmente considerado un alimento, en su forma más común no es más que una sustancia química extraída de fuentes vegetales, y que por añadidura ha de colocarse del lado de los productos que ponen en serio riesgo nuestra salud y son causa de gran cantidad de enfermedades. Azúcar. El enemigo invisible es ciertamente un relato de malas noticias, pero explicadas con el convencimiento de que a la larga se convertirán en buenas noticias. La predicción, que pudiera sonar atrevida, se basa en la tan brillante como paradójica fórmula acuñada por el economista Julian Lincoln Simon, basada en el tratamiento de series estadísticas largas cuyo efecto suele ser demoledor para el periodismo divulgativo mayoritario, porque, limitado por sus acomplejadas relaciones con el tiempo, no suele caer en la cuenta de que a veces las malas noticias a la larga y con más perspectiva acaban siendo buenas noticias. Las malas noticias que el lector va a encontrar en este libro se refieren a los miles de informes y estudios científicos que especialmente en los últimos años señalan al azúcar como uno de los grandes enemigos públicos de la salud y la calidad de vida, producto que en muy pocos años ha pasado de ser un alimento lujoso, amable y salutífero, generoso donante de energía y felicidad durante siglos, a convertirse en veneno, tóxico adictivo y coadyuvante de un interminable listado de enfermedades como la obesidad, la diabetes tipo 2, el síndrome metabólico, problemas cardiovasculares, enfermedades degenerativas o el cáncer. Las buenas noticias remiten a las muchas, muchísimas posibilidades de reconducir y reinvertir el proceso,
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tomando medidas relativamente sencillas. Avanzando en este punto, el libro se convertirá progresivamente en un útil manual de uso cotidiano para eludir los riesgos que comporta el consumo excesivo de azúcar y muy especialmente del añadido a casi todos los alimentos industriales y manufacturados. Para conseguirlo, lo más importante es volver a comer comida, es decir, alimentos en fresco para cocinarlos en casa, garantizando así su inocuidad y salubridad; también apostamos vivamente por el consumo de fruta en piezas y no en zumos «naturales» que, al carecer de fibra, proporcionan al organismo un caudaloso torrente de fructosa líquida que el hígado, ante la imposibilidad de metabolizarlo en su totalidad, se ve obligado a convertir en triglicéridos que irán a parar al torrente sanguíneo, lo cual incrementa el riesgo de padecer problemas cardiovasculares. Se ayudará asimismo al lector a escoger con tino las variedades y piezas de fruta a consumir cotidianamente, atendiendo a su mayor o menor índice glucémico para mantener a raya los niveles de azúcar circulante en sangre; se pondrá igualmente negro sobre blanco el viejo debate sobre el riesgo o inocuidad de los edulcorantes artificiales, para que los torrentes de azúcar puedan ser sustituidos por aquellos probadamente saludables y exentos de riesgos para endulzar infusiones, tés y cafés, propondremos también unas cuantas recetas de repostería, sencillas y muy resultonas, prácticamente libres de azúcares añadidos, pergeñadas y diseñadas por dos chefs especializados. Pero como quiera que el comer comida no significa renunciar por completo a los alimentos manufacturados, el lector encontrará en el libro indicaciones precisas
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de cómo leer correctamente el etiquetado nutricional de los productos, distinguiendo las notables diferencias, por ejemplo, entre zumo y néctar, e identificando exactamente los porcentajes de azúcar natural o de azúcar añadido que va a ingerir, así como un material de diáfana comprensión para poder visualizar el azúcar añadido en los productos de consumo más habitual y expandido, dándole forma gráfica de azucarillos. También se le proporcionará al lector la descripción de interesantes experiencias sobre fórmulas para desintoxicarse y afrontar la adicción al azúcar; la recomendación de dejar de contar calorías a la hora de afrontar dietas de adelgazamiento, porque las calorías de los distintos alimentos no son iguales en absoluto; y los mejores y más efectivos ejercicios para romper con el insalubre sedentarismo tan habitual en nuestras sociedades occidentales. Asimismo, se invitará al lector a ir más allá de las iniciativas individuales para sumarse a las acciones que le competen como miembro de un colectivo. Vamos a hacer un recorrido por las posibilidades reales de las muchas iniciativas ya emprendidas por las autoridades sanitarias de distintos países para gravar impositivamente los productos azucarados y, en algunos casos, de estímulos en forma de exenciones fiscales para los alimentos saludables. Finalmente, se ayudará al lector a conocer a mejor a su enemigo, los lobbies y multinacionales azucareras, para descubrir por qué se añade tantísimo azúcar a los alimentos procesados, a reflexionar sobre por qué nos gusta tanto y estamos tan enganchados al azúcar, a descifrar las claves de léxicos y metalenguajes con los que se elabora el discurso de falsa inocuidad del azúcar, que tantísimo tienen
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en común con los usados en el siglo pasado para defender el consumo de cigarrillos. En definitiva, como nos enseñó Simon, estamos ante un aluvión de malas noticias en torno al azúcar que, contando con el compás del tiempo y con nuestra implicación personal, harán que aumenten extraordinariamente las posibilidades de que se conviertan en buenas noticias. Como cierre y para satisfacer la curiosidad de los lectores más inquietos, ese «para saber más» que sirve de colofón a muchos artículos divulgativos, el libro incluye una breve pero muy interesante historia del azúcar, junto a un relato de las maniobras y mangoneos que la poderosa industria azucarera y las multinacionales de refrescos azucarados van discurriendo con el tiempo, pasado, presente y futuro, en aras de la buena marcha de su negocio, aun a riesgo de enfermar a la población y reducir su calidad de vida. En cualquier caso y volviendo al hilo general de bad news and good news, lo que no vamos a aceptar ni por asomo es el viejo lema periodístico de que no news is good news, porque es imprescindible saber y conocer; lograr en suma la capacidad de la que hablaba Winston Churchill para evaluar información incierta, aleatoria y contradictoria.
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Historia de la investigación médica sobre el azúcar Parece que quien puso nombre a la diabetes fue Apolonio de Menfis allá por el 250 a. C., aunque otros retrasan el bautizo al siglo primero de nuestra era, con el apadrinamiento de Areteo de Capadocia. Lo que sí está claro es que el apellido de la diabetes, mellitus, nominativo latino de miel, se lo otorgó el médico inglés Thomas Willis, uno de los fundadores de la Royal Society, en 1675 tras comprobar que la orina de los diabéticos tenía un sabor «maravillosamente dulce, como si se le hubiese añadido miel o azúcar». Se empezaban a oír campanas.
Apuntes decimonónicos
Casi dos siglos después, médicos, científicos y experimentadores a título personal, tanto de Europa como de América, comenzaban a sospechar que el consumo de hidratos de carbono y de azúcar estaba relacionado con la diabetes, el sobrepeso y la obesidad. Quizá el primero de ellos fuera el jurista francés Jean Anthelme Brillat-Savarin, au-
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tor del primer best-seller mundial sobre gastronomía y en parte relacionado con la nutrición, Fisiología del gusto, publicado en 1825. Tras tres apretadas décadas dedicadas al buen comer, Jean Anthelme llegó a la conclusión de que a todos los gordos y muy gordos que había conocido en su gastronómico deambular les apasionaban el pan, el arroz, las patatas y los dulces. Un par de décadas después, en 1844, un ex cirujano militar, Jean-François Dancel, a partir de sus propias experiencias médicas y sobre la base de las investigaciones del químico alemán Justus von Liebig, uno de los padres de la química orgánica, publicó un tratado titulado Obesidad o corpulencia excesiva, sus diversas causas y los métodos racionales de su cura, en el que afirmaba cosas tan sustanciales como la siguiente: «Todo alimento que no sea carne, todo alimento rico en carbono e hidrógeno, debe tener una tendencia a producir grasa. (...) Solo bajo estos principios puede descansar cualquier tratamiento racional para curar satisfactoriamente la obesidad». En la misma línea, el médico alemán Wilhelm Ebstein, el primero que describió las lesiones de las células de los túbulos renales en la diabetes, ideó un régimen dietético para el tratamiento de la obesidad pobre en hidratos de carbono y rico en proteínas animales y grasas. En su libro Obesidad y su tratamiento, publicado en 1882, decía: «Los alimentos grasos son esenciales contra la obesidad porque generan saciedad y reducen por tanto la acumulación de grasa. Debemos comer carne de cualquier tipo, especialmente carne grasa. Evitar tomar demasiada comida y particularmente reducir los almidones y el azúcar».
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Ni que decir tiene que la llamada al consumo de grasas se refiere exclusivamente a las grasas saludables, como las presentes en las aceitunas y en el aceite de oliva virgen extra, la mejor con diferencia; la del aguacate; la de las nueces en todas sus variedades —de macadamia, pecanas o nueces de Brasil—, junto a otros frutos secos como avellanas, pistachos y almendras; la de las pipas de girasol, de calabaza y de sésamo; las de los pescados azules, como salmón, sardinas, atún, caballa, boquerones, jurel, bonito, pez espada, etc., que por otra parte son muy ricas en ácidos grasos omega-3; y la de los huevos, pues en cada uno se encuentran algo más de 8gramos de grasas monoinsaturadas. Por supuesto, tales aseveraciones hay que entenderlas en el contexto de su época, con todas las limitaciones para el estudio científico, y son susceptibles de crítica y matización en nuestro siglo XXI. Sin embargo, y a pesar de todo, pusieron el dedo en la llaga de la obesidad y señalaron a los culpables: los hidratos de carbono y los azúcares.
La dieta de Banting
El británico William Banting no parecía llamado a ser un hito en la cronología de los tratamientos contra la obesidad, habida cuenta de que su profesión era la de fino ebanista funerario, oficio que le mantuvo en contacto con lo más granado de la alta sociedad londinense. A rebufo de su glamour, construyó el imponente sarcófago para el Duque de Wellington con un raro granito denominado «luxulyanito», que aún hoy puede admirarse en Saint Paul,
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la catedral anglicana que se eleva sobre el punto más alto de Londres. Pero no pasaría a la historia por eso, sino como modelo de dieta de adelgazamiento, al punto de que en inglés tal cosa se llama to bant: apellido convertido en verbo, como otros tantos casos, como los del irlandés administrador de tierras Charles Cunningham Boicott o el del bacteriólogo francés Louis Pasteur. Al cumplir 62 años, William Banting, sin antecedentes familiares de obesidad, bastante activo y nada glotón, con una altura de 1,65 m, pesaba 90 kilos y, tal como él mismo dejó escrito, no podía atarse los cordones de los zapatos ni dedicarle atención a su higiene personal diaria «sin gran trabajo, dolor y dificultades (...). Cuando bajo las escaleras lo hago de espaldas para evitar que la presión de mi peso haga daño a mis tobillos y rodillas. Si subo las escaleras, tengo que detenerme, jadeando, para no asfixiarme». Se autoprescribió una dieta muy baja en calorías que le agotaba, pero aun así hacía el esfuerzo y remaba todos los días un par de horas en un bote por el río cercano a su mansión. Por consejo médico tomó todo tipo de purgas y diuréticos, se sometió a tratamientos de baños turcos, se impuso la disciplina de nadar y de montar a caballo… todo en vano. (Aclaremos que, al cabalgar, el ejercicio no solo lo hace el caballo, una persona de unos 70 kilos consume 280 calorías montando a ritmo de paseo y 455 si se anima con el trote durante una hora.) Continuó engordando y empezó a padecer problemas de salud. Cuando sintió molestias auditivas sospechó que estaban relacionadas con su exceso de peso y acudió a un
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prestigioso otorrinolaringólogo, William Harvey (nada que ver con el médico inglés del XVII que descubrió que la sangre circulaba por todo el cuerpo gracias al continuo bombeo del corazón), y esa consulta probablemente le salvó la vida. Harvey acababa de regresar de París donde había asistido a una conferencia del biólogo, fisiólogo y médico Claude Bernard, que había descubierto la función digestiva del páncreas y la función glucogénica del hígado, lo que le llevó a considerar que la diabetes era resultado de una excesiva concentración de azúcar en sangre. A Harvey se le ocurrió probar aquellas teorías con su nuevo paciente, prescribiéndole una dieta basada en la abstinencia de almidones y azúcares. Por aquel entonces escribió: «Sabiendo que las dietas dulces y harinosas se emplean para engordar a ciertos animales, se me ocurre que una excesiva obesidad puede estar asociada a la diabetes en su causa, y que, si una dieta puramente animal es útil en esta última enfermedad, una combinación de alimentos animales con vegetales, sin azúcares ni almidones, podría evitar la formación de grasa». En agosto de 1862 Banting ya tenía la dieta Harvey en sus manos, consistía en hacer tres comidas diarias a base de carnes, pescados, vegetales y algo de fruta, evitando por completo el pan, la cerveza, los dulces, la leche y las patatas. En cuanto al alcohol, el régimen era bastante indulgente, ya que permitía tres o cuatro copas de vino cada día y un chupito de ginebra o whisky tras la comida. El caso es que, siguiendo tal tratamiento, en mayo del año siguiente Banting ya había perdido 15 kilos y hasta 25 en los primeros días de 1864. Se sentía como nunca desde hacía un cuarto de siglo y sus problemas para atarse
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los cordones de los zapatos o cuidar de su higiene personal pasaron a la historia. Exultante, escribió: «Me siento mucho mejor física y mentalmente, además de satisfecho sabiendo que tengo en mis manos las riendas de mi salud y mi confort (…). Lo que me ha sucedido es simplemente milagroso y le doy las gracias a la Providencia Todopoderosa por haberme dirigido hacia un cambio tan extraordinario y en tiempo tan corto, que resultara de los cuidados que un hombre me proporcionara». A ese hombre, Harvey, además de pagarle sus honorarios por encima de lo inicialmente acordado, le hizo una generosa donación económica para repartir entre los hospitales que él considerase que lo merecían. Además, se decidió a escribir y publicar, aquel mismo año de 1864, un panfleto de 16 páginas, Letter on Corpulence, Addressed to the Public, algo así como Carta sobre la gordura, dirigida al público, donde narraba su experiencia y que inmediatamente fue un éxito editorial, al punto de que se tradujo a varios idiomas y empezó a venderse en Alemania, Austria, Francia y Estados Unidos. En este país el método Banting fue adaptado por la doctora Helen Densmore, a base de carne de vacuno o cordero con una moderada cantidad de vegetales no farináceos, y suprimiendo de la dieta el pan, los cereales y las harinas. Con esos parámetros, sus pacientes llegaron a perder entre 4,5 kilos y 7 kilos el primer mes, y entre 3 y 4 los siguientes. Algo similar hizo el médico canadiense William Osler, quien, tras ejercer su profesión en Estados Unidos, siendo jefe de Medicina Clínica en la Universidad de Pennsylvania y primer profesor de medicina de la Universidad Johns Hopkins, se trasladó en 1905 a la Universidad de Oxford. Osler, ba-
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sándose en los postulados nutricionales de Banting, trató entre otros a Otto von Bismarck, padre de la unificación alemana, y consiguió que perdiera alrededor de 30 kilos. Por lo que se refiere a Banting, disfrutó de una vida apacible, física y emocionalmente, hasta el 16 de marzo de 1878, con 81 años cumplidos.
El azúcar y la diabetes en los albores del siglo XX
A comienzos del siglo XX expertos en diabetes, tanto de Europa como de América, entre ellos el canadiense Sir Frederick Grant Banting, premio Nobel de Medicina en 1923 por el descubrimiento, junto a su colega Charles Best, de la hormona insulina, empezaron a sospechar que el consumo de azúcar estaba relacionado con la diabetes, al constatar que la enfermedad era rara en países y colectivos que no incorporaban azúcar refinado a su dieta y extremadamente común en los sí que lo hacían. Sin embargo, no fue hasta 1924 que se dispuso de datos que apuntaban en esa dirección. Ese año, Haven Emerson, entonces director del Instituto de Salud Pública de la Universidad de Columbia, informó de que las muertes por diabetes en Nueva York habían aumentado hasta quince veces desde los años de la Guerra Civil, concluida en 1865, y de que entre 1900 y 1920 los fallecimientos registrados por diabetes se habían multiplicado por cuatro. Emerson señaló una más que posible correlación entre estas cifras y el hecho de que fuera en el periodo comprendido entre 1890 y 1920 cuando se desarrolló de manera expansiva la industria de los dulces y de los refrescos azucarados.
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Las alarmas sonaron, pero parece que nadie las quiso escuchar o solo a medias porque la relación inicial azúcar-diabetes, llevada a otras subsidiarias como la obesidad, no fue definida hasta 2010 como pandemia no infecciosa por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y declarada enemigo público número uno para la salud mundial por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Los dos abordajes tradicionales de la obesidad
Los primeros estudios sobre obesidad se iniciaron a principios del siglo XX y desde entonces se mantienen prácticamente incólumes dos hipótesis contrapuestas a la hora de explicar por qué algunas personas engordan y otras se mantienen en un peso adecuado o «ideal» según va dictando la moda. De un lado, algunos, por no decir la mayoría de los científicos, piensan que todo se reduce a un equilibrio o desequilibrio energético entre calorías ingeridas y calorías gastadas como combustible energético o, en su defecto, a un desbalance entre lo ingerido y lo consumido que da lugar a una acumulación como reserva orgánica en forma de grasa. De otro, hay científicos que consideran, y de esto hace ya más de un siglo, que la obesidad sería consecuencia de un funcionamiento deficiente o incorrecto de los sistemas hormonales y endocrinos, que llevarían a la acumulación de grasas especialmente en determinadas zonas del cuerpo. Los pioneros del primer y sin duda más arraigado planteamiento fueron los científicos estadounidenses Wilbur
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Olin Atwater y Francis Gano Benedict, auténticos hitos en la historia de la ciencia nutricional; el primero por haber creado el Sistema o Factor Atwater, con el que podía calcularse la energía disponible en los alimentos, actualmente conocido como Energía Metabolizable, y el segundo por haber desarrollado un calorímetro y un espirómetro para determinar el consumo de oxígeno y medir el índice metabólico. Ambos mantuvieron la convicción de que las leyes de la termodinámica podrían ser perfectamente aplicables a los organismos vivos, planteándose la hipótesis del equilibrio o desequilibrio energético, basada en la evidencia de que lo que todos los gordos tenían en común es que comían demasiado. Muy pronto y casi en la misma línea argumental, se situaron el patologista Carlo Harko von Noorden, destacado por sus estudios sobre la albúmina y la diabetes, y el estadounidenses Louis Harry Newburg, médico en la Universidad de Michigan, que en 1920 acogió con enorme entusiasmo la teoría del equilibrio energético refiriéndose al apetito patológico de los obesos, les acusó de ser directos y únicos responsables del desorden porque comían demasiado, y a las debilidades humanas del exceso y la ignorancia. Dicho de otra forma, para Newburg lo de ser obeso se reducía a un problema de afición o vocación, unido a una debilidad moral para hacer frente al problema. Sin embargo, en esas primeras décadas del siglo XX algunos científicos alemanes empezaban a cuestionar seriamente la hipótesis del equilibrio energético, y desarrollaron una teoría alternativa basada en el incorrecto funcionamiento de algunas hormonas y del sistema endocrino. Uno de ellos, Wilhem Falta, profesor en la Universidad de
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Viena, discípulo del citado Carlo Harko von Noorden y considerado pionero de la ciencia endocrinológica, se había puesto a trabajar en el estudio de la posible relación entre la tolerancia a la glucosa y la sensibilidad a la insulina, llegando a la conclusión de que la verdadera causa de la obesidad era la insulina y en consecuencia la relacionaba directamente con la diabetes. Los experimentos con animales le indicaban que esa era la hipótesis correcta porque constató que los obesos manifestaban un «apetito pervertido» y que acumulaban más grasa aunque no comieran mucho más que otros compañeros de camada. Su hallazgo no alcanzó gran relevancia científica, pero encontró amplio eco en un joven investigador británico, Harold Percival Himsworth, que trabajaba en el laboratorio del University College Hospital de Londres. En dicho hospital, Sir Charles Robert Harrington había sintetizado en 1916 la tiroxina, la principal hormona tiroidea secretada por las células foliculares de la glándula tiroidea, dos años después de que el bioquímico estadounidense Edward Calvin Kendall la hubiera aislado y cristalizado a partir de 2.950 kg de tiroides de cerdo y diez años de exhaustivo trabajo, en la Clínica Mayo, de Rochester, Minnesota. Para tratar de comprobar las tesis de su colega Falta y avanzar en el estudio, Himsworth ideó una prueba estándar de tolerancia a la insulina con el objeto de distinguir entre diabéticos insulinodependientes y no dependientes. Comprobó que los pacientes insulinodependientes, aunque no diferían en los controles de sensibilidad a la insulina con el grupo de pacientes sanos, eran susceptibles de desarrollar cetoacidosis (estado metabólico asociado a una elevación en la concentración de cuerpos cetónicos en la
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sangre que se produce a partir de ácidos grasos libres y la liberación del grupo amino en los aminoácidos), cosa que no ocurría en los pacientes no insulinodependientes. De ello dedujo que el organismo de los insulinodependientes no disponía de la capacidad de producir insulina, mientras que los no dependientes carecían de la capacidad para responder plenamente a la propia insulina. Tal observación científica le llevó a la conclusión de que existía una clara asociación entre la obesidad, la hipertensión y la ateroesclerosis con la diabetes no insulinodependiente, al tiempo que estableció las bases científicas de las diferencias entre lo que hoy conocemos como diabetes tipo 1 y diabetes tipo 2. En paralelo, y coincidiendo en lo fundamental con la hipótesis del origen endocrino de la obesidad, el médico alemán Gustav von Bergmann y el endocrino austriaco Julius Bauer elaboraron la teoría de la «lipofilia», una predisposición endocrina que padecen algunas personas y que les conduce a la obesidad mediante la acumulación de la grasas en algunas partes concretas del cuerpo. Ya en 1908, von Bergmann estaba convencido de que había pacientes que, por la anormalidad de su tejido adiposo, poseían una tendencia natural a la acumulación de grasa. Tanto la hipótesis de Himsworth como la teoría de la lipofilia de Bauer y von Bergmann fueron muy bien acogidas por el colectivo científico europeo y bastante bien recibidas al otro lado del Atlántico. Pero al estallar la segunda Guerra Mundial una y otra hipótesis cayeron en el olvido, debido a que, tras la victoria aliada, la literatura científica publicada en alemán fue prácticamente proscrita, especialmente la producida en las décadas de los años
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veinte y treinta, y el inglés se estableció como única lengua válida de la comunicación científica internacional. Aun así, en 1940, en plena guerra, el endrocrinólogo estadounidense Hugo Rony, profesor de la Northwestern University de Chicago, publicó un importante tratado académico sobre obesidad en el que reconocía que la hipótesis del trastorno hormonal tenía todo el sentido. Por otra parte, a Estados Unidos lo único que le interesaba de la comunidad científica alemana eran los expertos en las llamadas «armas maravillosas del Tercer Reich», que a centenares fueron trasladados e incluso raptados a América mediante las operaciones secretas hoy conocidas como Paperclip u Overcast y la ultrasecreta Also, relacionada con la física nuclear. Los Falta, von Bergmann o Bauer carecían entonces de interés estratégico y sus investigaciones y hallazgos pasaron pronto a peor vida.
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