VIDAS DE LOS ESTOICOS El arte de vivir, de Zenón a Marco Aurelio
RYAN HOLIDAY STEPHEN HANSELMAN
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VIDAS DE LOS ESTOICOS El arte de vivir, de Zenón a Marco Aurelio Título original: LIVES OF THE STOICS. The Art of Living from Zeno to Marcus Aurelius © 2020, Ryan Holiday y Stephen Hanselman Publicado por Portfolio, un sello de Penguin Publishing Group, una división de Random House, LLC. Traducción: Maia F. Miret Ilustraciones de portada e interiores: Rebecca DeField Diseño de portada: Sarah Brody Fotografía de Ryan Holiday: © Jaret Polin Fotografía de Stephen Hanselman: © Julia Serebrinsky D. R. © 2022, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México info@oceano.com.mx Primera edición: 2022 ISBN: 978-607-557-577-3 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico
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Índice
Introducción, 9 Zenón el Profeta, 19 Cleantes el Apóstol, 31 Aristón el Desafiante, 45 Crisipo el Luchador, 57 Zenón el Conservador, 69 Diógenes el Diplomático, 73 Antípatro el Ético, 83 Panecio el Conector, 93 Publio Rutilio Rufo, el último hombre honesto, 107 Posidonio el Genio, 117 Diotimo el Malvado, 129 Cicerón, el compañero de viaje, 135 Catón el Joven, el Hombre de Hierro de Roma, 157 Porcia Catón, la Mujer de Hierro, 177 Atenodoro Cananita, el hacedor de reyes, 187 Ario Dídimo, el hacedor de reyes 2, 193 Agripino el Diferente, 203 Séneca el Luchador, 209 Cornuto el Común, 233 Cayo Rubelio Plauto, el hombre que no sería rey, 237 Trásea el Temerario, 243
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Helvidio Prisco el Senador, 253 Musonio Rufo el Inquebrantable, 261 Epicteto, el hombre libre, 275 Junio Rústico el Hacendoso, 293 Marco Aurelio, el rey filósofo, 305 Conclusión, 327
Cronología de los estoicos y el mundo grecorromano, 335 Fuentes consultadas y lecturas recomendadas, 343 Índice onomástico, 349
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ZENÓN EL PROFETA
Nacimiento: 334 a.C. Muerte: 262 a.C.
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Origen: Citio, Chipre
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La historia del estoicismo comienza, como era de esperarse, con un infortunio. Un día fatídico a finales del siglo iv el comerciante fenicio Zenón levó anclas en el Mediterráneo con un cargamento lleno de púrpura de Tiro. Este tinte, muy apreciado por los ricos y la clase reinante, que se vestían con ropas coloreadas con él, provenía de la sangre de una clase de caracoles marinos que los esclavos extraían con gran trabajo y ponían a secar al sol hasta que, como dijo un antiguo historiador, “valía su peso en plata”. La familia de Zenón comerciaba con uno de los bienes más valiosos del mundo antiguo y, como le sucede a muchos emprendedores, su negocio siempre pendía de un hilo. Nadie sabe qué causó el naufragio. ¿Fue una tormenta? ¿Piratas? ¿Un error humano? ¿Realmente importa? Zenón lo perdió todo —el barco y el cargamento— en una época en la que no existían los seguros ni el capital de riesgo. Era una fortuna irreemplazable. Y, sin embargo, el desafortunado comerciante terminaría por regocijarse por su pérdida, al afirmar que: “Cuando naufragué emprendí un próspero viaje”. La razón es que la catástrofe llevó a Zenón a Atenas, donde crearía lo que terminará por convertirse en la filosofía estoica. Como ocurre con las historias de origen de todos los profetas, hay algunos relatos contradictorios sobre la juventud de Zenón, y su naufragio no es la excepción. Un relato afirma que Zenón estaba
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en Atenas cuando se enteró de la desaparición de su cargamento y dijo: “¡Bien hecho, Fortuna, por empujarme así a la filosofía!”. Otros sostienen que ya había vendido el cargamento en Atenas cuando se dedicó a la práctica filosófica. También es muy posible que sus padres lo hubieran mandado a la ciudad para que escapara de la terrible guerra entre los herederos de Alejandro Magno que asoló su tierra. De hecho, algunas fuentes antiguas reportan que a su llegada a Atenas poseía un patrimonio e inversiones marítimas que valían millones. Otras fuentes más registran que Zenón llegó en 321 a.C., a las edad de 22 años, el mismo año que su patria fue arrasada y su rey asesinado por un invasor. De todos los posibles orígenes de una filosofía de la resiliencia y la autodisciplina, así como de la indiferencia al sufrimiento y el infortunio, el que parece más convincente es un desastre inesperado, ya fuera que acabara o no con las finanzas de Zenón y su familia. Un naufragio bien podría haber instado a Zenón a llevar una vida normal como un comerciante en tierra o, al privarlo de su familia, hacer de él un borracho o un indigente. Por el contrario, él decidió usar la tragedia: fue una llamada que decidió responder, alentándolo a comenzar una nueva vida y una nueva forma de ser. Esta habilidad para adaptarse era una cualidad muy práctica para la época: la niñez de Zenón fue muy caótica. En 333 a.C., un año después de su nacimiento en Citio, una ciudad griega en la isla de Chipre, Alejandro Magno liberó su patria de dos siglos de gobierno persa. En adelante, el hogar de Zenón se convirtió en una valiosa pieza de ajedrez para el tablero siempre cambiante de los imperios fracturados, y cambió muchas veces de manos. Su padre, Mnaseas, literalmente se vio obligado a navegar este caos durante sus viajes por mar para seguir el oficio familiar. Mientras viajaba de Chipre a Sidón, de Sidón a Tiro, de Tiro al Pireo, la gran ciudad portuaria a las afueras de Atenas, y de regreso, debía sortear bloqueos, pagar sobornos y evitar las líneas enemigas. Y, sin
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embargo, parece haber sido un padre amoroso que se aseguró de llevar a casa muchos libros para su hijo, incluyendo algunos sobre Sócrates. Nunca se puso en duda que Zenón continuaría con el oficio familiar y seguiría a su padre al mar para comerciar tintes fenicios y soñar con aventuras y riquezas. Nos dicen que era alto y delgado, y que su piel oscura y su porte le ganaron el epíteto de “viña egipcia”. Ya entrado en edad, lo describían como de piernas gruesas, flácido y débil, atributos que le provocaron cierta torpeza y timidez social a medida que envejecía y se acostumbraba a la vida en tierra firme. Si bien no conocemos con precisión las condiciones en las que Zenón llegó a Atenas, sí sabemos cómo era la ciudad entonces: un bullicioso centro comercial con 21,000 habitantes, la mitad extranjeros, y una abrumadora población de esclavos que ascendía a cientos de miles. Toda la ciudad estaba volcada a los negocios y era gobernada por élites cultas, cuyo éxito y educación les dejaba tiempo para explorar y debatir ideas de las que aún hablamos el día de hoy. Era tierra fértil para el despertar que le esperaba a Zenón. De hecho, sabemos exactamente dónde ocurrió este despertar, y fue en un lugar sorprendentemente moderno: una librería. Un día Zenón se tomó un descanso de la refriega de los negocios en una librería. Hojeaba títulos en busca de algo que leer cuando se enteró de que se había planeado una charla para ese día. Tomó asiento y escuchó al librero leer una selección de textos sobre Sócrates, el filósofo condenado a muerte en Atenas un siglo atrás y cuyas ideas su padre le presentó cuando era niño. En uno de sus viajes antes del naufragio, tal vez inspirado por un viaje similar que emprendió Sócrates, Zenón consultó a un oráculo sobre lo que debía hacer para vivir bien. La respuesta del oráculo fue: “Para vivir bien debes conversar con los muertos”. Debe de haberlo sorprendido encontrarse sentado allí en la librería, posiblemente la misma en la que su padre había comprado libros años antes, y
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escuchar las palabras de Sócrates, mientras hacía precisamente lo que el oráculo le había aconsejado. Porque, ¿no son eso los libros? ¿Una forma de obtener sabiduría de aquellos que ya no están con nosotros? Cuando el librero leía un fragmento del segundo libro de la Memorabilia de Jenofonte, Zenón escuchaba las enseñanzas de Sócrates tal como habían ocurrido en esas mismas calles apenas unas generaciones antes. El pasaje que más lo impactó fue “La decisión de Hércules”, la historia de un héroe que se encuentra en una encrucijada. En este mito, Hércules se ve obligado a escoger entre dos doncellas, una de las cuales representaba la virtud y la otra, el vicio: una vida de trabajo esforzado y virtuoso, la otra, una de pereza. Zenón debe de haber escuchado al personaje de la Virtud decir: “Debes acostumbrar a tu cuerpo a ser el siervo de tu mente, y a entrenarlo con penurias y sudor”, y luego al Vicio ofrecer una opción muy distinta: “¡Espera un minuto!”, grita. “¿No ves cuán largo y difícil es el camino a la felicidad que ella describe? ¡Elige conmigo la ruta fácil!” En el bosque, o mejor dicho, en una librería, se bifurcan dos caminos. El estoico elige el difícil. Aproximándose al librero, Zenón formuló la pregunta que le cambiaría la vida: “¿Dónde puedo encontrar a un hombre como ése?”. Es decir: ¿dónde puedo encontrar a mi propio Sócrates? ¿Dónde puedo encontrar a alguien que me tome como alumno, como Jenofonte lo fue del sabio filósofo? ¿Quién puede ayudarme con mi elección? Si el infortunio de Zenón fue sufrir ese terrible naufragio, su fortuna se compensó sobradamente con la decisión de entrar a esa librería, y aun se duplicó cuando en ese momento Crates, un conocido filósofo ateniense, pasó por ahí. El librero sencillamente extendió la mano y lo señaló. Podría decirse que estaba escrito. Los estoicos posteriores sin duda lo dijeron. El héroe había sufrido una gran pérdida, y a causa
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de ella cruzó un umbral para conocer a su verdadero maestro. Al mismo tiempo, fue gracias a la elección de Zenón: entrar a la librería tras su terrible pérdida, sentarse a escuchar al librero y, sobre todo, no quedarse satisfecho con las palabras que había escuchado entonces. No, él quería más. Exigió más respuestas, exigió que le enseñaran más, y fue a partir de ese impulso que nació el estoicismo. Crates de Tebas, como Zenón, era hijo de una familia rica y heredero de una gran fortuna. Diógenes Laercio nos cuenta que, tras presenciar una puesta en escena de La tragedia de Télefo —la historia del rey Télefo, hijo de Hércules, herido por Aquiles—, regaló su dinero y se mudó a Atenas para estudiar filosofía. Allí fue conocido como “el Abrepuertas”, escribió Diógenes, “el maestro para el que se abren todas las puertas” de los alumnos ansiosos de aprender con el gran filósofo. Cuando el alumno está listo, reza el dicho zen, el maestro aparece. Crates era exactamente lo que Zenón necesitaba. Una de las primeras lecciones de Crates tuvo como objetivo curar a Zenón de sus complejos acerca de su apariencia. Al intuir que su nuevo alumno estaba demasiado preocupado por su estatus social, Crates le asignó la tarea de cargar una pesada olla de sopa de lentejas por toda la ciudad. Zenón trató de no dejarse ver, tomando las callejuelas para evitar ser visto en público haciendo algo tan humillante.* Crates lo siguió y rompió la olla con su bastón, derramando la sopa sobre su discípulo. Zenón se estremeció de vergüenza y trató de huir. “¿Por qué huyes, mi pequeño fenicio?”, se rio Crates. “No te ha ocurrido nada terrible.” Que alguien tenga ansiedad o inseguridades, o le hayan enseñado cosas incorrectas de niño, no significa que no puedan crecer para hacer grandes cosas, siempre y cuando tenga el valor (y los *
Las lentejas se consideraban alimento de gente pobre. Crates sin duda trataba de desafiar la pedante identidad de clase alta de Zenón.
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mentores) que le permitan cambiar. Gracias al amor severo de Crates, Zenón se sobrepuso a su timidez para convertirse en quien estaba destinado a ser. Tras dejar sus días como comerciante, eligió un nuevo estilo de vida que equilibraba el estudio y la reflexión con las necesidades de un mundo movido por el comercio, la conquista y la tecnología. Para Zenón el propósito de la filosofía, de la virtud, era encontrar “un suave flujo de vida”, llegar a un lugar en el que todo lo que hagamos esté en “armoniosa consonancia con el espíritu guía de cada hombre y con la voluntad de aquel que gobierna el universo”. Para los griegos, cada uno de nosotros tenía un daimon, un genio o propósito rector interno conectado con la naturaleza universal. Quienes mantienen en armonía su naturaleza individual y universal son felices, dijo Zenón, y quienes no, son infelices. En sus esfuerzos por alcanzar esta armonía, Zenón llevó una vida sencilla, no muy distinta de la de su rival Epicuro, que comenzó su escuela unos pocos años antes de que Zenón empezara su propia búsqueda. Su dieta consistía sobre todo en pan y miel, y de vez en cuando un vaso de vino. Ocupaba una vivienda con varios compañeros y pocas veces contrataba sirvientes. Incluso cuando estaba enfermo rechazaba los intentos por consentirlo, o cambiaba su sencilla dieta. Un estoico posterior diría de él que: “Pensaba que la gente que prueba una vez la cocina gourmet la desea todo el tiempo, puesto que el placer asociado con beber y comer crea en nosotros el anhelo de más comida y bebida”. Como parte de su vida sencilla Zenón se mantenía apartado de la gente; prefería tener un círculo estrecho de amigos que participar en grandes reuniones sociales, y es célebre su escape de una fiesta ofrecida por el rey Antígono (y por rechazar invitaciones para visitar la corte real). Explicaba sus argumentos rápidamente y desdeñaba las florituras retóricas innecesarias. También era ingenioso y divertido, y tenía el hábito de pedirles dinero a los desconocidos
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para evitar que otros se lo pidieran a él. No hay indicios de que su juventud acomodada y próspera lo haya malcriado o extremado su sentido de la comodidad. En todo caso, perderlo le demostró que no debía atesorar el dinero y que tenía muy poca importancia. En Atenas se volvió casi un proverbio, cuando alguien describía a una persona sobria, frugal y disciplinada, decir: “¡Es más moderado que Zenón el filósofo!”. Al finalizar sus estudios con Crates y el filósofo megárico Estilpón, Zenón comenzó a enseñar a su vez, en el ágora misma, el lugar perfecto para un antiguo mercader. Allí, entre los puestos en los que la gente compraba y vendía sus mercancías, Zenón discutía con ellos el verdadero valor de las cosas. En este mercado de las ideas —literalmente—, él les ofrecía algo que le parecía vital: una filosofía de la vida puesta en práctica que podía ayudar a la gente a encontrar paz en un mundo muchas veces convulso. “De las tres clases de vida, la contemplativa, la activa y la racional”, escribió Diógenes, los estoicos “declaran que deberíamos escoger la última, porque un ser racional es expresamente creado por la naturaleza para la contemplación y la acción.” Zenón aprendió a ser un instructor creativo que anunciaba su “mercancía”, codo a codo con muchos otros comerciantes. Durante una cena con un hombre que era conocido por comer tanto y tan rápido que quedaba poco para sus huéspedes, Zenón se apropió de toda una bandeja de pescado e hizo como si se la fuera a comer solo. Mirando a los ojos a su sorprendido anfitrión, le dijo: “¿Cuánto crees, entonces, que sufren los que viven contigo, si no puedes tolerar mi glotonería por un solo día?”. Cuando un joven discípulo atrajo demasiados admiradores, Zenón le ordenó que se rapara la cabeza para mantenerlos a raya. Cuando otro discípulo, un joven rico y hermoso de Rodas (que sin duda le recordaba a sí mismo de joven), le rogó que lo instruyera, Zenón le asignó un asiento en una banca polvorienta, sabiendo que
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ensuciaría las ropas del joven. Luego lo envió a codearse con los pordioseros de la ciudad, como Crates lo había mandado a cargar sopa por la ciudad. Pero a diferencia de Zenón, que había tolerado estas humillaciones y aprendido de ellas, este alumno sencillamente lo abandonó. Zenón creía que el engreimiento era el principal obstáculo para el aprendizaje, y este caso lo confirmó. Zenón con el tiempo se mudó a lo que se conocería como el Stoa Poikilē, literalmente “el pórtico pintado”. Construido en el siglo v a.C. (las ruinas siguen siendo visibles, unos dos mil quinientos años después), este pórtico era donde Zenón y sus discípulos se reunían a discutir. Aunque sus seguidores fueron conocidos temporalmente como zenonianos, el testamento definitivo de la humildad y la universalidad de sus enseñanzas es que la escuela filosófica que fundó no lleva su nombre. Por el contrario, la conocemos hoy como estoicismo, un homenaje a sus orígenes únicos. ¿No es muy apropiado también que los antiguos estoicos escogieran un pórtico como su nombre y su hogar? No era un campanario o un escenario, ni un salón de conferencias sin ventanas. Era una estructura invitante, accesible, un lugar para la contemplación, la reflexión y, sobre todo, la amistad y la discusión. Se decía que Zenón no toleraba en su pórtico a los holgazanes o a los presuntuosos. Quería que sus estudiantes estuvieran atentos y despiertos. Los que llegaban con un sentido exagerado de su propia persona o su propia importancia o lo perdían o eran expulsados. Para quienes estaban listos y deseosos, el pórtico era un lugar para aprender y enseñar. Desafortunadamente no sobrevive ninguna de sus obras, ni siquiera la más importante, República, que rebatía magistralmente los argumentos de Platón en el libro del mismo nombre. Lo que sabemos proviene de compendios de personas que lo leyeron; gracias a ellas sabemos que los estoicos tempranos eran notablemente utópicos. Buena parte de esta tónica sería descartada más adelante por
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estoicos más pragmáticos, pero aun así las ideas de Zenón sentaron unas pautas que todavía resuenan entre nosotros: “Debemos considerar a todos los hombres miembros de una comunidad y una polis, y debemos llevar una vida y un orden comunes a todos, tan homogéneos como un rebaño que se alimenta junto y que comparte los pastos de un mismo campo”. Zenón también escribió ensayos muy populares sobre educación, la naturaleza humana, el deber, las emociones, la ley, el logos, e incluso uno seductoramente titulado Problemas homéricos. ¿De qué habrá tratado Sobre todo lo que hay en el mundo? ¿No sería maravilloso poder leer los Recuerdos de Cratos? Pero lo único que nos queda de estos escritos es un fragmento o cita ocasional. Pero incluso estos fragmentos son suficientes para enseñarnos mucho. “El objetivo de la vida es vivir en armonía con la naturaleza”, nos dicen que escribió en Sobre la naturaleza humana, “que significa vivir según la virtud, porque la naturaleza nos lleva a la virtud.” También se le atribuye la frase que dice que hay una buena razón por la que nos dieron dos orejas y una sola boca. Se supone que dijo que no hay nada más impropio para una persona que darse ínfulas, y que es aún menos tolerable en los jóvenes. “Es mejor tropezarse con los pies”, dijo una vez, “que con la lengua.” También fue el primero en expresar las cuatro virtudes del estoicismo: valor, moderación, justicia y sabiduría. Consideraba que estos atributos eran “inseparables pero distintos uno del otro”. No sabemos cuánto Zenón dejó escrito de estos cuatro grandes principios, pero podemos sentir su influencia, pues aparecen en las obras y las decisiones de casi todos los estoicos que lo sucedieron. A diferencia de muchos profetas, Zenón fue respetado y admirado en su propia época. Nadie lo persiguió. No irritó a las autoridades. Le dieron las llaves de las murallas de la ciudad de Atenas, le concedieron una corona dorada y le erigieron una estatua de bronce en vida.
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Pero por más adoración que le rindieran en Atenas, y por más que Zenón la quisiera a su vez, sabía que el hogar era importante. Una vez, tras donar dinero para la restauración de unos baños importantes en la ciudad, pidió específicamente que en el edificio se inscribiera “de Citio” junto a su nombre. Tal vez era un ciudadano del mundo, un expatriado que amaba la ciudad adoptiva en la que viviría por medio siglo, pero no quería que nadie olvidara de dónde provenía. Ya vimos que era un hombre ingenioso, pero lo único que realmente le importaba a Zenón, lo que trataba de enseñar, era la verdad. “La percepción”, decía, extendiendo los dedos, “es algo así”, es decir grande y amplia. Acercando un poco los dedos, afirmaba: “El consenso” —es decir, comenzar a formarse una noción sobre algo— “es así”. Cerrando el puño, lo llamaba “comprensión”. Y finalmente, cubriendo una mano con la otra, llamaba a esa combinación “conocimiento”. Sólo los sabios, sostenía, los poseen todos. En sus estudios con maestros contemporáneos como Crates, y sus conversaciones con los difuntos —ese encuentro casual con las enseñanzas de Sócrates que predijo el oráculo— Zenón danzaba con la sabiduría. La exploró en el ágora con sus discípulos; reflexionó profundamente sobre ella durante sus largas caminatas y la puso a prueba en los debates. Su propio viaje hacia la sabiduría fue muy largo: unos cincuenta años, desde el naufragio hasta su muerte. No lo definió una sola epifanía o descubrimiento, sino el esfuerzo, el trabajo duro. Se acercó hacia ella poco a poco, a lo largo de años de estudio y entrenamiento, como todos debemos hacerlo. “Al bienestar se llega con pasos pequeños”, diría, recordando su camino, “pero no es una cosa menor.” Como ocurre con muchos filósofos, los relatos de la muerte de Zenón rayan en lo increíble, pero aun así enseñan una lección. Un día, a los 72 años de edad, se marchaba del pórtico cuando se tropezó y se fracturó dolorosamente un dedo. Extendido en el piso,
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parece haber decidido que el accidente era una señal y que le había llegado la hora. Golpeando el suelo, citó una frase de Timoteo, un músico y poeta que vivió en el siglo anterior a su época: Voy por voluntad propia; así pues, ¿para qué llamarme?
Y entonces Zenón contuvo el aliento hasta que pasó a mejor vida.
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